Un hombre llamado Aristocles se dispone a embarcarse para huir de sí mismo y de su patria. Aunque no está perseguido, vive un exilio interior y reniega del decadente mundo que le ha tocado vivir. A sus casi cuarenta años se considera un fracasado. Hace tiempo que perdió su primigenia vocación de dedicarse a la política y odia el régimen de su polis, el sistema de gobierno de sus conciudadanos, sobre todo desde que, hace once años, un tribunal empujó al suicidio a Sócrates, su maestro filosófico. Aquella pérdida lo conmocionó y dejó su corazón dolorido. Ahora este hombre desdeña el sentido del humor y al parecer nunca lo han visto reír en público. Tiene un enorme afán de conocimiento y una insaciable curiosidad intelectual que lo han llevado a tomar la determinación de viajar a lugares lejanos, contactar con diferentes corrientes de pensamiento y aprender de ellas.
El barco mercante de líneas redondeadas posee una vela cuadrada de lino y veinte remos, para evitar que el viento escaso o la calma chicha ralenticen la navegación. Y también, para darle más velocidad al navío en caso de ataque pirata. El pasajero, acodado en la borda, contempla la inmensidad azulada mientras los marineros desatracan el buque. El barco se balancea suavemente en las aguas del puerto y el hombre experimenta de inmediato la libertad que imprime el inicio de todo viaje.
En Atenas nadie lo conoce por su verdadero nombre, sino por un apodo: «el de espalda ancha». Todos lo llaman Platón.
Este ateniense nació en el 427 a. C. en el seno de una familia aristocrática de raigambre conservadora, lo que marcó su biografía. Al igual que muchos otros jóvenes griegos educó a la par el cuerpo y la mente, y tanto destacó en las actividades atléticas que su profesor de gimnasia le puso el sobrenombre de Platón, ya que el constante ejercicio le proporcionó una espalda ancha, una complexión física robusta.
La cerámica ática de figuras rojas del siglo V a. C. es un maravilloso escaparate propagandístico de la cultura griega por el muestrario que presenta de personajes mitológicos, héroes homéricos y escenas de la vida cotidiana, donde no falta el sexo desinhibido tanto heterosexual como homosexual. En los vasos cerámicos también se suele representar a atletas en plena competición. La cultura helénica destacó por su culto al cuerpo y su embellecimiento a través del deporte. La desnudez corporal no era un tema tabú o pecaminoso, sino algo hermoso en sí mismo. Platón entrenaba en el gimnasio junto a sus compañeros, y lo hacía desnudo, con la piel brillante del aceite de oliva que se frotaban antes de iniciar las actividades deportivas para conferirle elasticidad a los músculos. Con su constitución atlética debía ser un buen luchador y probablemente un destacado lanzador de jabalina o disco. Tal vez empleaba los puños con la misma destreza que la palabra, siendo tan buen pugilista como polemista.
A partir de un busto de Platón conservado (una copia romana del original griego del siglo IV a. C.), puedo imaginar un vaso cerámico platónico, en concreto, una crátera con dos escenas de la vida del filósofo. Dicha crátera —recipiente dedicado a contener el vino que se servía a los invitados en los banquetes— podría estar expuesta en la vitrina de algún museo que tuviese una buena colección arqueológica. Una de las caras del gran vaso de cerámica lo representaría desnudo, con el sexo al aire, la musculatura marcada y derribando en la palestra a un oponente. En la otra cara, aparecería con profusa barba, vestido con túnica y tocado con un sombrero de paja mientras dicta una clase a sus alumnos en la Academia. El atleta y el profesor.
Vino a nacer en el canto del cisne de Atenas, el epicentro de la civilización de la época. Aquella ciudad Estado era en el siglo V a. C. lo que Nueva York, Roma y París juntas en el siglo XX. La polis ateniense era dueña de una formidable flota de guerra y de un excelente ejército, controlaba el comercio marítimo griego y se había convertido en el imán de la creatividad artística. El Imperio ateniense lo conformaban numerosas ciudades diseminadas por las orillas del mar Egeo, adscritas a Atenas. Su acrópolis concentraba unos edificios de apabullante belleza, donde resaltaba el Partenón, decorado con los relieves de Fidias, el escultor que mejor representaba el periodo clásico del arte helénico.
¿Qué arte preferiría Platón, el arcaico o el clásico? Las esculturas arcaicas de jóvenes de ambos sexos tienen una inefable sonrisa que no es la de los inocentones, sino la de quienes celebran la vida y guardan el secreto de las cosas. La escultura clásica —contemporánea del filósofo— representa la belleza idealizada del ser humano. Sin embargo, el aspecto de las estatuas y relieves no era el actual, con la elegancia del blanco nuclear del mármol, pues estaban policromadas, semejando una imaginería de caramelo, tal y como podemos contemplarlas en las simulaciones por ordenador. Si me levanto con el día nublado, las estatuas con colorines se me antojan algo hortera, y si estoy de buen humor, opino que es algo kitsch.
Grecia —la Hélade— estaba constituida por numerosas ciudades Estado independientes entre sí cuyos vínculos comunes eran el idioma, la cultura, la religión y la identidad étnica, ejemplificados en los Juegos Olímpicos que se celebraban en la polis de Olimpia en honor de Zeus.
La democracia le había dado a Atenas un inusitado esplendor en todos los órdenes, si bien sólo los varones atenienses libres tenían la plenitud de derechos políticos, ejercían el derecho al voto y podían ser elegidos para los cargos de gobierno. Los metecos, extranjeros libres que carecían de ciudadanía ateniense (griegos de otras polis o procedentes de otros países), se dedicaban a diversos oficios —sobre todo la artesanía— y pagaban impuestos. El último escalón social era el de los esclavos: hombres y mujeres sin libertad que carecían de cualquier derecho y se destinaban a las labores más duras y de menor consideración.
Las mujeres atenienses libres no disponían de derechos políticos (no votaban, por ejemplo), y las más acaudaladas vivían prácticamente recluidas en el gineceo: las habitaciones de la casa reservadas a ellas, su espacio privado. Paradójicamente, las hetairas —prostitutas de alto standing— eran las que gozaban de más libertad, pues frecuentaban las viviendas de los ricos para asistir a banquetes, donde animaban la fiesta con su conversación culta y sus artes musicales y sexuales.
Sin embargo, aquella larga y boyante etapa ateniense se clausuró con el cataclismo de una guerra civil.
La infancia y juventud de Platón estuvieron marcadas por la guerra del Peloponeso (431-404 a. C.), la lucha fratricida que desangró a Grecia. En el conflicto bélico que enfrentó a Atenas y Esparta, las dos potencias helénicas de la época, la otrora todopoderosa polis ateniense resultó perdedora, lo que aparejó su declive económico y militar. La derrota tuvo efectos devastadores en el ánimo y en el pensamiento de los atenienses —fue su desastre particular—, se resintió la democracia y durante un breve periodo se implantó «el gobierno de los Treinta Tiranos», una dictadura oligárquica en la que estuvieron implicados algunos familiares de Platón. Tras el periodo tiránico se restableció la democracia, aunque aquejada de aluminosis por sus imparables crisis políticas.
La guerra del Peloponeso fue el triste final del dorado siglo V a. C. de Atenas. La mitad de sus habitantes murieron como consecuencia del conflicto, grandes tramos de sus célebres murallas tuvieron que ser derruidos por exigencias de Esparta, y Atenas se vio obligada a entregar buena parte de su flota a la polis rival, convertida en la potencia hegemónica de Grecia. Este hundimiento del poderío ateniense sumió en la depresión colectiva a unas élites que nunca se recuperaron del trauma.
El joven Platón, desengañado de la vida política, lamentó la colaboración de su familia con el efímero gobierno de los Treinta Tiranos y se posicionó intelectualmente en contra de la tiranía como fórmula de gobierno. Sin embargo, su mayor odio —herencia familiar— se concentró en la democracia, a la que consideraba «el gobierno de la chusma» por su tendencia a hacer iguales a todas las personas y por someter a votación las principales propuestas. Opinaba que la democracia estimulaba el hedonismo y el consumismo y removía las bajas pasiones de los hombres, que se enfrentaban entre sí para alcanzar el poder. Como guinda, hacía responsable al sistema democrático de haber precipitado a Atenas a la derrota en la guerra del Peloponeso, y tenía una pésima opinión de Pericles —el célebre gobernante demócrata—, al que consideraba un demagogo que arrastró al pueblo a un sistema corrupto.
Al parecer, la inicial inclinación de Platón por las artes y la poesía fue abandonada de manera tajante tras conocer a Sócrates, cuya figura y enseñanzas lo asombraron tanto que se convirtió en discípulo aventajado suyo. El pensamiento y método socráticos fueron el principal aporte intelectual y ético para Platón.
En uno de sus viajes trabó contacto con la secta de los pitagóricos, diseminada por varios enclaves mediterráneos. El fundamento matemático del pensamiento de Pitágoras fue interiorizado por Platón, el cual mostró durante el resto de su vida interés por las matemáticas y sus conexiones universales.
Una de las aportaciones más poéticas y sugerentes del pitagorismo es la música de las esferas. Según esta escuela filosófica, los planetas, en su movimiento por el firmamento, emiten una frecuencia, una onda, de modo que cada órbita planetaria tiene un sonido determinado, y la combinación de todos esos sonidos producidos por el ballet circular de los planetas debería armonizarse en la denominada música de las esferas.
Soy un entusiasta de Johann Sebastian Bach. Prácticamente no hay día que no escuche su música, que a la par que se me antoja una ecuación del universo me proporciona una rara nostalgia de lo no vivido, una serena anticipación de la eternidad. Muchas de sus tocatas y fugas son cosmogonías musicales, y determinados movimientos de sus cantatas detonan un big bang en mis entrañas y mente. Para mí, es lo más parecido a la música de las esferas sobre la que teorizaron los pitagóricos. ¿Qué combinación de silencio e intervalos musicales interpretados por arpa le parecerían a Platón la armonía de los objetos celestes dando vueltas como un tiovivo en el cosmos?
Llegado un momento, Platón consideró que había acumulado el conocimiento suficiente y la tentación de la política rebrotó en él, pero no para postularse como dirigente, sino para influir en la gobernación. Acababa de cumplir cuarenta años, y los últimos meses habían sido de mucha intensidad intelectual, pues los había aprovechado para empaparse de diferentes sistemas de pensamiento y regímenes políticos, conocidos de primera mano gracias a sus viajes. Era un hombre que, en plena madurez, por fin creía haber encontrado su verdadero camino como filósofo: ser lo que hoy denominamos un spin doctor, es decir, el consejero de un político, el asesor programático y estratégico de un dirigente.
En el 388 a. C. desembarcó en Siracusa, la polis más importante de Sicilia. Llegó allí convencido de poder construir el modelo ideal de sociedad que tenía en la cabeza. La primera utopía de la historia se ponía así en marcha.
En la Odisea, cuando Ulises —Odiseo, en el texto original homérico—, al finalizar la guerra de Troya, emprende el periplo hacia Ítaca, su patria, se ve asediado por una serie de obstáculos y peligros que tratan de impedir la vuelta al hogar. El episodio de las sirenas es uno de los más conocidos por su tensión y originalidad. Estos seres mitológicos, al contemplar el tránsito de navíos cerca de los acantilados donde moraban, cantaban de una manera tan deliciosa que los hombres, arrastrados por las melodiosas voces, lanzaban sus barcos contra las rocas presos de una especie de trance hipnótico; tras verlos estrellarse y naufragar, las traicioneras sirenas se daban un festín con la carne humana. Ulises ordenó que los marineros se taponasen con cera los oídos para no escuchar el dulce y mortal canto de estos seres, porque él, sin tapones y atado al mástil para evitar lanzarse al mar en un arrebato, quería experimentar la sensación de escuchar las voces de tan malvadas criaturas. El rey de Ítaca, al oír los cantos de las sirenas, gritó como un poseso a sus hombres para que lo desatasen y así poder arrojarse por la borda, pero los marinos, con los oídos taponados con cera, mantuvieron el rumbo y no cayeron rendidos ante el hechizo cantor.
La película Ulises, en la que Kirk Douglas encarna al héroe griego, me gustó la primera vez que la vi, sobre todo el episodio de Polifemo, el cíclope asalvajado que es cegado por Ulises con un tronco con la punta quemada. Sin embargo, nunca me ha parecido bien resuelta la escena de las sirenas. ¿Cómo debían ser sus cantos? Yo, en el cine, imaginaba que debían tener una melodía tan rítmica como la de las coristas que acompañaban a los famosos cantantes de los años setenta, por eso me decepcionó la canción sin gracia que trataba de engatusar a Ulises.
Pues bien, Siracusa fue la sirena que atrajo a Platón en tres ocasiones. Todas ellas se saldaron con un estrepitoso fracaso, pero el filósofo, incapaz de resistirse al encanto de los poderosos y a la posibilidad de edificar su particular comunidad perfecta, viajó varias veces a aquella ciudad situada en la costa siciliana. Se resistía a ser un mero teórico, ansiaba materializar sus ideas y demostrar su eficacia. Las desventuras que vivió no alteraron su obcecación de viajar reiteradamente a la Magna Grecia.
La Magna Grecia era el nombre que en la Antigüedad recibió el sur de la península itálica y la isla de Sicilia debido a la instalación de colonias griegas, ciudades fundadas por griegos que dependían de una metrópoli. La colonización comenzó en el siglo X a. C. con la finalidad de darle salida al exceso demográfico de las polis griegas y disponer de enclaves mercantiles en el litoral mediterráneo.
Siracusa, fundada en el 734 a. C. como colonia de la polis de Corinto, a comienzos del siglo IV a. C. era una dictadura, o —como se decía en la época— una tiranía. La ciudad a la que llegó Platón estaba gobernada por Dionisio I el Viejo, un antiguo soldado de fortuna que participó en las guerras greco-púnicas en las que las polis de la Magna Grecia se enfrentaron a Cartago. Una de las esposas del sátrapa era hermana de un joven llamado Dion, el cual, al tener excelentes referencias de la figura de Platón, le escribió alentándolo a viajar a Siracusa para conocerlo. Dion deslumbró a Platón por sus dotes intelectuales y, al poco tiempo, se convirtió en discípulo y amigo del alma del ateniense. El filósofo aprovechó la circunstancia e intentó modelar la personalidad del temperamental Dionisio I con la intención de hacerlo más proclive a la virtud y la justicia y, de ese modo, poder aconsejarlo para aplicar sus teorías políticas, tendentes a edificar una sociedad ideal. Hay que tener en cuenta que, en el terreno de la filosofía política, Platón se creía una especie de médico del alma. Sin embargo, el adoctrinamiento no funcionó, pues el filósofo no se reportaba de corregir en público a Dionisio I y de criticar los fallos estructurales del sistema despótico, por lo que el gobernante y viejo mercenario, harto del cúmulo de reproches y ofensas (y de sospechar que el ateniense estaba involucrado en una conspiración), encarceló a Platón y posteriormente se lo entregó al embajador de Esparta —llamado Polis— para que hiciese con él lo que le viniese en gana. El diplomático, al regresar a Grecia, hizo escala en Egina y vendió al filósofo como esclavo.
El mercado esclavista de Egina era célebre en el mundo mediterráneo, y, por consiguiente, frecuentado por compradores de dispar procedencia. Debió ser muy duro para Platón, de cuna aristocrática y dedicado a la plácida vida intelectual, verse encadenado, comido por la mugre y las liendres, alimentado con mazamorra o bizcocho enmohecido junto a otras personas también reducidas a la esclavitud tras ser capturadas como botín de guerra o de piratería.
Al noble ateniense le sonrió la fortuna al ser reconocido por Anníceris de Cirene —un amante de la filosofía—, el cual pagó el precio tasado de su compra, le concedió de inmediato la libertad y lo acompañó hasta Atenas, donde los amigos y seguidores del filósofo hicieron una colecta para devolverle a su benefactor el coste económico de la manumisión, pero como este, ofendido —¡por Zeus, por Zeus!—, no aceptó el dinero, Platón invirtió la suma monetaria en la compra de unos terrenos en las afueras de Atenas, en un paraje próximo al monumento funerario en honor de un antiguo héroe llamado Academo. Había nacido la Academia platónica.
En aquel remanso de paz en plena naturaleza, el filósofo desplegó durante un par de décadas su inmensa erudición ante un grupo de jóvenes pertenecientes a la élite ateniense, los cuales, sentados alrededor del maestro, lo escuchaban hablar desde una silla de mayor tamaño. Rodeado de instrumental didáctico, Platón enseñaba conforme al método que aprendió de su recordado Sócrates: el diálogo entre el maestro y los discípulos para llegar al verdadero conocimiento. Los diálogos platónicos no sólo constituyen la estructura de hormigón del pensamiento filosófico occidental, sino que, desde el punto de vista literario, son una de las obras más bellas de la historia de la literatura universal. Resulta emocionante y alucinante pensar que fueron escritos hace 2.500 años y que gozan de la extraña modernidad y atemporalidad literaria que envuelve a las creaciones geniales.
Conforme cumplimos años, asumimos que la medida del tiempo es la de Volver, el tango de Carlos Gardel. En efecto, llega un momento en la vida en «que veinte años no es nada», todo se nos pasa en un soplo y la memoria —no sé si engañosa o sabia— pone en el mismo plano los recuerdos de hace décadas que los de anteayer. ¿Sentiría Platón la peor nostalgia, la de lo que pudo haber sido y no fue? Quizá algo así debió sucederle, pues veinte años después de su accidentada estancia en Siracusa recibió una carta de su amigo Dion. Se trataba de una invitación para regresar a tierras sicilianas. Las sirenas de la Magna Grecia cantaban de nuevo.
Dion le comunicaba que Dionisio I el Viejo había muerto, y que el hijo de este, Dionisio II —sobrino de Dion—, había heredado el poder y, a priori, parecía más receptivo que su padre en lo concerniente a las provechosas enseñanzas platónicas, pues durante el inicio de su satrapía se dejaba aconsejar por su tío. El filósofo, a sus sesenta años, hizo balance de su larga y fructífera etapa al frente de la Academia formando a discípulos, y como no se contentaba con la plácida esfera intelectual en la que vivía, decidió retornar a Siracusa y, entre otras cosas, reintentar la construcción de la comunidad perfecta sobre la que tanto había teorizado. La vida le daba una segunda oportunidad para pasar a la historia como hacedor de una sociedad ideal.
En el 367 a. C. Platón llegó a Siracusa, y durante un corto periodo de tiempo parecía que sus propósitos iban a cumplirse, pues su relación fraternal con Dion propulsó la idea del montaje de una ciudad concebida como un instrumento social de educación ciudadana que conduciría a sus habitantes hacia la perfección moral y, por consiguiente, la felicidad. Platón y Dion formaban un tándem filosófico que daba ejemplo con su austera vida cotidiana, lo que despertó recelos y odios soterrados entre las élites, temerosas de que se practicasen aquellas teorías revolucionarias. Así, Dion fue objeto de una campaña de descrédito y acusado de coordinar un golpe de Estado, por lo que sus bienes resultaron confiscados y él, condenado al destierro.
Dionisio II resultó ser un fiasco. Su volatilidad de carácter le había hecho permeable inicialmente a la influencia de Dion, pero resultó ser un incompetente, una persona carente de criterio propio y muy dado a la vanagloria, algo que aprovechaban quienes buscaban medrar a su costa: lo halagaban sin cesar mientras, en paralelo, lo indisponían contra supuestos enemigos internos.
El ateniense intentó mantener una relación amistosa con Dionisio II en aras de poner en marcha su proyectada polis, pero aquello no cuajó por incompatibilidad de caracteres, o porque la inestable situación política no invitaba al tirano a probar experimentos sociales. Rota cualquier colaboración, el dirigente, en un rapto de magnanimidad al que tan aficionados son los déspotas, le concedió a Platón permiso para regresar a Atenas, a la que volvió con un nuevo fracaso en las alforjas.
El incansable Dion visitó a Platón en la Academia en varias ocasiones durante los años siguientes, instándolo a ayudarlo para deponer militarmente a Dionisio II. El filósofo se abstuvo de cooperar en un golpe militar, pero quiso rehabilitar la figura de su amigo e intentar que le devolvieran los bienes confiscados. Además, se le brindaba otra oportunidad de retomar su anhelado plan de levantar su ciudad Estado: recibió una carta de un arrepentido Dionisio II, en la que mostraba su intención de convertir Siracusa en un centro neurálgico de la cultura, por lo que lo invitaba oficialmente a regresar.
Con la convicción de que a la tercera sería la vencida, Platón regresó a Siracusa en el 361 a. C. Tenía la provecta edad de sesenta y siete años, un auténtico anciano para los estándares de la época, pero su corpulencia, su espíritu combativo forjado en el gimnasio durante la juventud y su vanidad intelectual fueron determinantes en su resolución de retornar a la Magna Grecia. Las sirenas, otra vez.
El tercer y último viaje a Siracusa fue un completo desastre. La cabra tiraba al monte: Dionisio II, incapaz de tolerar las doctrinas platónicas acerca de la virtud, se mostró inflexible hacia cualquier reforma social. El filósofo, con la libertad de movimientos restringida, terminó recluido en las estancias palaciegas y estuvo a punto de ser linchado por la soldadesca. La desdichada situación de Platón se resolvió gracias a la intermediación del estratego, filósofo y matemático pitagórico Arquitas de Tarento, que envió un barco con una embajada para negociar con Dionisio II la vuelta del filósofo a su polis, la cual se produjo en el 360 a. C.
No volvieron a cantar las sirenas sicilianas para Platón, el cual murió en el 347 a. C. Nunca dejó de impartir lecciones en su amada Academia. En los descansos de sus clases magistrales comería aceitunas aliñadas, mojaría cantos de pan en aceite de oliva, bebería vino rebajado con agua y recordaría los convulsos años en Siracusa.
Constituye un misterio descifrar las razones que empujaron al filósofo a sus reiterados viajes a la dictatorial Siracusa. ¿Tenía una ingenuidad galopante? Imposible, no me lo creo ni harto de vino. ¿Le iba la marcha, era un amante del riesgo extremo, sobre todo tras su primera experiencia siciliana, en la que fue reducido a la esclavitud? Tampoco me cuadra esa necesidad de chutes de adrenalina implícita en todo aventurero. Más bien pienso que el cóctel psicológico de desmesurada inteligencia y elevada autoestima le hizo estar convencido de que, gracias a su labia y a su impecable e implacable filosofía, la realidad se ahormaría a la idealidad. Pero la realidad suele ser testaruda.
Platón conserva intacta la cualidad de tener discípulos casi 2.500 años después de su muerte. Sus seguidores actúan como un club de fans: no admiten crítica alguna de su filosofía y disculpan cualquier pensamiento suyo aun por difícil o injustificada que sea su defensa al albur de los tiempos. Sus devotos —de cualquier época— siempre encuentran el modo de defender sus razonamientos filosóficos, o bien carraspean y miran hacia otro lado haciéndose los despistados para evitar enmendarle la plana al ateniense. Por más siglos que pasen y por más naciones e imperios que nazcan y se destruyan, «el de espalda ancha» tiene patente de corso para los hinchas platónicos.
Lo cierto es que las ideas de Platón sobre su ciudad Estado ideal no constituyen un corpus doctrinal fijo, sino que evolucionan y se contradicen. Él las formuló en tres obras: La República, Político y Leyes. El núcleo duro de su teoría sobre la comunidad perfecta se halla en el diálogo La República, un libro que ha tenido una repercusión mundial entre los círculos intelectuales.
Cuando vemos una película o leemos un libro es habitual que nos pregunten de qué trata. Solemos incluir dos cosas en la respuesta: un resumen del argumento y una valoración personal. Pues bien, el Estado platónico es la dictadura de una granja humana sometida a ingeniería social. Dicho así, a bote pronto, no dan muchas ganas de hacer las maletas y sacar un visado para irnos a vivir a dicho lugar. Pero, al estilo de James Stewart en La ventana indiscreta, cojamos una cámara fotográfica con un potente teleobjetivo y contemplemos cómo sería aquella polis perfecta.
El filósofo haría las delicias de los estetas de todos los tiempos e influencers de moda actuales, pues mantenía a machamartillo que no hay ética sin estética, de modo que su Estado debía ser una kalípolis, una «ciudad bella», al ser incomprensible que unos ciudadanos adornados con el sentido de la justicia y del bien viviesen rodeados de fealdad. La armonía de los edificios, la planificación urbanística y las manifestaciones artísticas serían, por tanto, importantísimas. Los pastiches arquitectónicos, el feísmo en el arte y literatura y la moda zarrapastrosa eran inviables para el ateniense, pues vivir rodeado de ello daría como resultado personas groseras, bastas y de escaso aliño mental.
La idea central era que a través de la educación se forjarían hombres virtuosos y justos capaces de gobernar sus propias vidas y de dirigir una polis donde reinase la felicidad. Debía ser una ciudad pequeña y autárquica, autoabastecida de bienes y servicios.
La ciudad Estado tendría una estratificación social tripartita. Las tres clases sociales serían: guardianes, guerreros y artesanos. Los guardianes —gobernantes— ocuparían el vértice de la pirámide y, junto con el estamento castrense, constituirían la clase privilegiada. El artesanado ocuparía la base y su consideración social sería inferior. Al igual que en todas las polis griegas, sólo los varones gozarían del derecho a la ciudadanía.
La adscripción a cada clase social era rígida en principio, al no existir la posibilidad de ascenso social para los trabajadores por méritos o casamiento. Se trataba, por consiguiente, de un sistema de castas, pero no de raíz religiosa, sino biológica-moral. Sin embargo, había una excepción para los militares, pues aquellos que al cumplir cincuenta años demostrasen aptitudes intelectuales, podían ser fichados por los filósofos para la gobernanza de la ciudad. Con medio siglo a cuestas, los soldados con más luces tenían la posibilidad de envainar la espada y desenfundar la lengua.
A través del sistema educativo se detectaría cuál de las tres tendencias del alma —rasgos de personalidad, diríamos hoy— predominaba en cada ser humano. Así, los hombres de alma predominantemente concupiscente serían los artesanos, una categoría que englobaría a: artesanos —oficios manufactureros—, agricultores, ganaderos y comerciantes. Quienes manifestasen un alma irascible serían incorporados a filas, pues la misión de los guerreros era la protección militar de la polis. Por último, los hombres a los que se les descubriese un alma racional serían los guardianes —los filósofos—, formados como futuros gobernantes. De este modo, cada cual se especializaría en un oficio y nadie realizaría dos trabajos a la vez como en las vulgares y odiosas democracias.
Una sorprendente innovación platónica respecto a la Grecia antigua es que la educación recaería tanto en los hombres como en las mujeres. No se harían distingos entre niños y niñas. Esto era algo revolucionario. Lo curioso —o paradójico— es que el filósofo, que se mostraba tan adelantado a su época en sus planteamientos teóricos, no tuvo discípulas en su Academia. El aristócrata predicaba pero no daba trigo. A fin de cuentas, pensaba que el alma femenina era una degeneración del alma masculina, y que la mujer estaba sometida a la irracionalidad.
Respecto a las mujeres, hay una nebulosa. El ateniense sostenía que el hecho de que no trabajasen en Grecia se debía a la costumbre, porque ellas estaban dotadas por la naturaleza para ejercer los mismos oficios que los hombres... pero los desempeñarían peor. Así que no era explícito sobre el trabajo femenino en su república.
Los filósofos serían elegidos como dirigentes al alcanzar una elevada edad, tras una vida sacrificada al estudio. Debían ser inteligentes y eficientes. El régimen político sería aristocrático al estar conducido por los aristoi, «los mejores». En este sentido Platón reflejaba el orgullo de pertenecer a la nobleza, pero, sobre todo, respondía a su visión de que sólo los hombres versados en el conocimiento y educados virtuosamente podían elevarse moral y políticamente. Los gobernantes no estarían sometidos a la elección de la mayoría ni rendirían cuentas ante nadie de su labor gubernativa.
Además, podrían recurrir al embuste por cuestiones de Estado. Si los filósofos que regían la ciudad consideraban que existía riesgo de desorden interno, estaban legitimados para mentir. No hay que escandalizarse por esto, porque Maquiavelo en El Príncipe, un manual de prácticas de gobernanza escrito a comienzos del siglo XVI, justificaba eso mismo en numerosas circunstancias, y a fin de cuentas en el siglo XXI está asumido que muchos políticos —sobre todo los populistas— mienten con alegre descaro, indiferentes al desgaste electoral que eso pueda comportarles.
Los soldados platónicos serían valientes y fuertes, pero también mansos y respetuosos con sus conciudadanos, al igual que «perros de raza». No se establecería el servicio militar, sino un ejército profesional y permanente. Los supongo calándose el casco de bronce una vez colocadas las grebas para protegerse las pantorrillas, y con el pesado escudo circular en una mano y la lanza en la otra; los hoplitas entrenarían en el campo y desfilarían delante de sus conciudadanos, henchidos de orgullo castrense, sudorosos y llenos de polvo después de las maniobras. Vivirían acuartelados en zonas residenciales apartadas, dispondrían de comedores comunes y templos propios, y mantendrían una obediencia debida a los filósofos para evitar la posibilidad de un golpe de Estado.
Ni gobernantes ni guerreros podían tener propiedades, salvo bienes de primera necesidad. Así no sólo se evitaban el enriquecimiento y la corrupción, sino que se impedía la existencia de ricos y una injusta redistribución de la riqueza que generase resentimiento social. La inexistencia de propiedad privada hacía inviable la envidia y la tentación del robo. El puritanismo platónico insistía en el autocontrol para domesticar las pasiones, y en rehuir las fiestas perfumadas con incienso que acababan en borracheras y donde las hetairas eran las reinonas.
Los artesanos recibirían una educación dirigida a obtener de ellos una obediencia ciega de los gobernantes, y también a asumir el oficio que se les imponía en función de sus aptitudes.
El sistema educativo se sostendría sobre cuatro columnas: la gimnasia, la poesía, los ritos religiosos y la música. La práctica deportiva y la dieta saludable (sin excesos ni caprichos gastronómicos) lograrían personas saludables y vigorosas. Eso sí, las actividades gimnásticas no promoverían el individualismo inherente a las competiciones atléticas, sino la cohesión de grupo con fines militares. La educación física intensiva se impartiría hasta los diecisiete años (lo que en España equivaldría a segundo de bachillerato); a partir de entonces la gimnasia se practicaría con más moderación.
La religión estaba uncida al civismo, de modo que los ateos serían apercibidos y, de proseguir en su conducta, castigados incluso con la muerte. La práctica religiosa era un asunto serio sobre el que no cabían bromas, pues, más que su dimensión espiritual, lo importante era su dimensión patriótica-cultural. En definitiva, la religión era un asunto de envergadura política.
Las creencias, los dogmas y los hábitos tradicionales de conducta se conseguirían gracias a un riguroso cribado de los habituales planes de estudio impartidos en las polis griegas. Por influencia pitagórica, en el sistema de enseñanza se introducirían la geometría, la aritmética, la astronomía y la música, entendida esta última como un arte matemático que conectaba el alma humana con el universo. En la enseñanza musical quedaban prohibidos ciertos instrumentos susceptibles de ablandar a los hombres, de desarrollar en ellos la sensiblería y el sentimentalismo, pues en el Estado platónico el raciocinio primaba sobre las emociones. La música se enseñaría cotidianamente hasta que los alumnos cumpliesen veinte años, aunque su práctica no se abandonaría nunca.
En la impartición de la materia de poesía (lo que en la actualidad sería literatura en sentido amplio) se eliminaban los aspectos de la mitología considerados engañosos, es decir, los que presentaban rasgos poco piadosos de los dioses, lo que implicaba que Homero fuese censurado. Pero no sólo el brazo censor alcanzaba al autor de la Ilíada y la Odisea, sino a todo quisque: los literatos y los artistas serían expulsados, y ello por presuponerlos corruptores. A Platón le desagradaban las comedias por su ligereza argumental y por hacer reír al público con chistes y escenas cómicas, y también consideraba denigrantes las tragedias en las que los personajes canalizaban las pasiones humanas —todas las obras de teatro lo hacían—, algo propio del chusmerío.
La familia quedaba abolida, de manera que los niños, al nacer, serían arrancados de los brazos de sus madres para ser entregados al Estado, que los internaría en guarderías públicas y encomendaría su crianza a severas ayas hasta alcanzar la edad suficiente para empezar su educación reglada. Dicha separación evitaría a las madres encariñarse con las criaturas y malcriarlas con un exceso de mimos, pero también apenarse si morían a tierna edad. Ningún progenitor mantendría contacto con sus hijos, considerados una propiedad estatal. Ah, hasta los juegos infantiles estaban regulados, prohibiendo los poco edificantes o excesivamente ñoños.
El encofrado de las tres clases sociales sería el sentido de pertenencia al Estado. Todas las personas estarían unidas por la idea de comunidad como «horizonte de sentido existencial».
Aquel Estado de control dictatorial y rígidas costumbres necesitaba hombres y mujeres adecuados, algo que no suponía ningún problema, pues Platón lo tenía todo pensado para conseguir «un rebaño sobresaliente»: la eugenesia clasista.
La ciudad platónica funcionaba como un criadero de perros de pura raza, pues los hombres y mujeres mejores debían aparearse entre sí para engendrar hijos que heredasen sus características. Aunque en la Grecia antigua se desconocían las leyes de la genética o los principios de la selección natural, el filósofo ateniense pensaba que las cualidades morales se heredaban de padre a hijos, de modo que era partidario de una, digamos, biología sociológica según la cual las clases privilegiadas —filósofos y militares— no debían mezclarse con los trabajadores, porque eso aparejaría una degeneración racial y moral de las futuras generaciones.
El Estado decretaría la comunidad de mujeres y la prohibición de la institución familiar. Los gobernantes asignarían cada mujer en edad de procrear a un hombre para el mantenimiento de relaciones sexuales con fines reproductivos. No estaría permitido buscar pareja basándose en el atractivo físico o las afinidades personales, y si como resultado de una unión libre nacía un hijo, este sería considerado ilegítimo automáticamente, y la madre, como castigo a su culpa, debería abandonarlo y dejarlo morir, ya que el Estado no tendría obligación de alimentarlo. Asimismo, los recién nacidos con alguna discapacidad también deberían ser expuestos obligatoriamente, es decir, repudiados por el Estado y abandonados, pues no tenían derecho a la manutención.
En este sentido, un ardid de los filósofos para emparejar a hombres y mujeres sería recurrir a sorteos falsificados. Una vez determinadas las parejas por parte de los filósofos, se aprovecharía un día festivo para proceder a un sorteo amañado, de modo que los hombres y mujeres —infelices— atribuyeran al puro azar su unión con fines de fecundación. Estarían en la inopia, ajenos a los tejemanejes de los mendaces gobernantes.
La única excepción a los emparejamientos la determinaba el transcurso del tiempo: cuando una mujer pasase la menopausia, podría unirse sentimentalmente a un hombre, al no existir ya riesgo de quedarse embarazada. El amor lo marcaban los relojes de sol, el lento paso de las horas... Sólo estaban permitidos los sentimientos crepusculares.
Esa ciudad plagada de gimnasios debía oler a sudor y al aceite con el que los deportistas se untaban el cuerpo antes de los ejercicios gimnásticos, y también a linimento para recuperarse de los tirones después de tanto combate cuerpo a cuerpo. Su sonido principal sería el de los pies de los soldados marcando el paso y el del metal de su equipamiento. La cotidiana exhibición de cuerpos bronceados y musculosos debía parecerse a cualquier secuencia de la película 300, donde unos espartanos con musculatura de superhéroe de cómic defienden el paso de las Termópilas frente a un ejército persa compuesto por soldados, criaturas monstruosas y humanoides de vistosos uniformes.
No habría teatros, al estar canceladas las representaciones de tragedias y comedias, ni tampoco competiciones musicales por la restricción del uso de instrumentos. Ya no sería posible asistir a un espectáculo para conmoverse hasta las entrañas, derramar lágrimas por las desgracias de los protagonistas y luego compensar con unas risas. Las bibliotecas, expurgadas de libros (rollos de pergamino), ofrecerían poquísimas obras para ser leídas por temor a que emputeciesen el alma de los letraheridos. Contar un chascarrillo irreverente sobre Zeus el Fornicador o sobre las travesuras y malicia de otros dioses comportaría ir a presidio, al ser considerado algo subversivo. El sustitutivo del amor filial y familiar —y el de las parejas jóvenes— sería el amor a la filosofía y a la patria. Una comilona entre amigos regada con abundante vino resultaría impensable, y su alternativa se correspondería con un almuerzo frugal consistente en, por ejemplo, algo de queso de cabra, una torta de cebada y un buche de vino rebajado con agua, animado, según Platón, por hombres «coronadas de flores sus cabezas y cantando himnos a los dioses». Era una felicidad por control remoto demasiado sosa. ¿O no?
Las teorías —largamente rumiadas, modificadas y expuestas en la Academia— de tan peculiar república aristocrática no volvieron a intentar ser practicadas nunca, ni por el incombustible Platón ni por ninguno de sus discípulos. Sus alumnos fueron los únicos que, al recibir las enseñanzas en torno a la ciudad ideal, experimentarían la emoción de imaginar un futuro esplendoroso en el que ellos, los filósofos, dirigirían una polis, agrupados en un consejo de guardianes. Se verían a sí mismos dedicados al estudio y a la gobernanza, agraciados con mujeres hermosas e inteligentes —que les procurarían hijos guapos y listos—, bebiendo vino con moderación y comiendo gachas al anochecer mientras contemplaban la Vía Láctea, elucubrando qué música emitirían las estrellas en su perenne danza celeste. Y hasta quizá alguno de ellos compusiese algún canto de los planetas, e incluso lo silbaría, ensimismado.
La primera utopía de la historia se quedó en agua de borrajas. Los debates en torno a ella quedaron circunscritos a los límites del jardín donde se emplazaba la Academia, donde enseñaba un hombre cuyo verdadero nombre era Aristocles, poseedor de un carisma, una inteligencia y una elocuencia únicos y al que todos llamaban «el de espalda ancha». Movido por la nostalgia del esplendor socioeconómico perdido de Atenas y dolido por el triunfo de la basta Esparta en la guerra del Peloponeso, Platón filosofó sobre una polis perfecta. Lo hizo a la sombra de las higueras, mientras la brisa del verano traía olores a higos y tomillo.