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SANTI

No sé si es una sensación compartida que, cuando se tiene algo en la cabeza —un tema, una preocupación, un asunto que puebla nuestros desvelos más de la cuenta—, la realidad se encarga de hacer que ese desvelo se cruce en el camino de la vida material demasiado a menudo. Es decir, si, por ejemplo, vamos a tener un hijo, nos cruzamos con más mujeres embarazadas de lo habitual; si nos preocupa algo de nuestra salud, en los telediarios no dejaremos de ver noticias sobre esa enfermedad concreta que creemos tener. Es como si la realidad estuviese empeñada en mantener viva la incertidumbre, golpeándonos cada cierto tiempo con un pequeño y sutil recordatorio de que el íntimo pensamiento no es tan íntimo y campa a sus anchas por el mundo real. El caso es que en una visita no profesional al Museo del Prado, acompañado de mis hijos y con la inocente intención de buscar criaturas en El jardín de las delicias, no al nivel de Miquel del Pozo, que con su pequeño fue capaz de descubrir una nueva. Camino de la sala 56A, nos damos de bruces con el cartel anunciador de la exposición de Herrera el Mozo, hijo de Herrera el Viejo, casi treinta años más joven que Velázquez, pero con el que coincidió en vida, aunque de aquella manera.

Pequeño cambio de planes para disgusto de los niños; es mucho más aburrido ver el Éxtasis de San Francisco que pasear por el infierno del Bosco. Y ahí, en esa exposición, escuchando lo olvidada, hasta entonces, que ha estado la figura de Herrera, llego a la nada científica conclusión de que Velázquez, que siempre ignoró al hijo de Herrera el Viejo, su primer maestro, lo hizo por el trauma vivido al abandonar su taller. Fue una especie de vendetta emocional, a pesar de ser quien era en la corte. El niño de diez años derrotado regresaba al pasado al escuchar el nombre de Herrera, y seguro que lo escuchaba con frecuencia. La otra versión que se me ocurre, menos romántica, es que el carácter del hijo no invitaba a la aproximación; el chico debió de salir al padre, engreído, mordaz de más y con demasiada seguridad en sí mismo, tanta como para aspirar al puesto en la corte de un Velázquez con una personalidad también peculiar. Sea una cosa u otra, si los Herrera no hubiesen sido de esa manera, el joven Diego no habría dejado ese primer taller y no habría ido al de Pacheco, lo que hubiese significado, quién sabe, no conocer a Juana, su amor, su futura esposa.

En esta visita al museo, saludé a la jefa de prensa y le conté lo del mail que había recibido y que me estaba apeteciendo ponerme a investigar. Como son tan amables, no se dibujó en su rostro esa expresión habitual en cualquiera que escucha una propuesta extraña, osada o descabellada —llamémosla como convenga—; no pensó que estaba loco. Aproveché entonces para decirle si en algún momento futuro podría transmitir a su compañero conservador en el departamento de restauración, uno de los mayores expertos del mundo en Velázquez, mis teorías, o más bien las de Santi, el remitente del mail, doctor en Historia del Arte.

—Claro, sí, llámame un día y cerramos una cita con él, y le cuentas.

Aquí me percaté de que el Retrato de una mujer joven ya había traspasado esa frontera cerebral que separa lo olvidable, liviano, un pensamiento desechable de otro casi obsesivo. Da igual si era un Velázquez o no; si lo era, el cuadro cobraría otra dimensión, claro, en el imaginario público, en los libros para expertos e historiadores, pero iba a seguir siendo el mismo. La mirada de la chica no iba a cambiar, y ya tenía mi atención.

Qué decía el mail, quién lo mandaba, quién era el dueño de la obra, cómo había llegado a sus manos, quién era la retratada. Preguntas, preguntas y más preguntas que solo se podían responder de una manera: contactando con él.

Al final del correo aparecía un teléfono móvil. Al otro lado, la voz entusiasta de un hombre de edad parecida a la mía. El tema de la voz y su temperatura o timbre es importante; la suya trasmitía pasión y alegría, ganas de contar, no hundía ese timbre al final de las frases, con lo cual siempre estaba en alto, por así llamarlo. Si se pudiese hacer un electrocardiograma a una voz, la línea del suyo siempre estaría arriba, con pequeñas bajadas para tomar aire y emprender el siguiente párrafo. Increíble, fascinante, atractivo, misterioso..., los adjetivos se sucedían y agolpaban traspasando el auricular e impactando en mi tímpano. Si estás dispuesto a dejarte conquistar, esa voz y esa forma de narrar era perfecta.

—Intentaré ir a ver la obra, Santi. Me apetece mucho.

Ya estaba dentro.

* * *

Entre calificativos, Santi me contó que era historiador del arte por un profesor del instituto. Hay maestros que pueden condicionar nuestro futuro. Somos pequeños bloques de arcilla moldeables durante unos años, y depende de las manos, nos convertiremos en una cosa o en otra.

Creo que nunca he contado que mi amor por el arte también se lo debo a una profesora. Se llamaba Margarita, y sus explicaciones, con la ayuda de un viejo proyector de diapositivas, eran lo más esperado de aquellas largas jornadas en el colegio religioso en el que estuve hasta tercero de BUP, antes de que me invitaran a irme a otro por no encajar en su modelo; un año antes habían invitado a mis mejores amigos a emprender el mismo camino. El caso es que Margarita explicaba las obras con una pasión contagiosa, muchos alumnos murmullaban entre risas con algunos de sus comentarios. Ahora, visto con la perspectiva que da el paso del tiempo, entiendo que se debía a esa educación rancia dominada por el pensamiento religioso, capaz de hacernos sentir vergüenza por ver un torso desnudo o unos pechos insinuados. El día en que Margarita hizo especial énfasis en lo bien esculpidos que estaban los testículos del David de Miguel Ángel, la clase enloqueció. En otra ocasión, siendo el alboroto en el aula mayor del habitual, encendió el proyector, colocó la diapositiva y, sin decir nada, se tumbó en el suelo.

—¿Sabéis una cosa? Así es como se disfruta bien este cuadro, así se debería ver, esta es la perspectiva adecuada. Desde vuestra posición la pintura se deforma, es una obra pensada para poner encima de una puerta, con algo de altura, y ser vista, por tanto, desde abajo. ¿Queréis probar?

Uno a uno fuimos recostándonos y apreciando lo importante de la colocación de una obra y del punto de vista. Yo no sabía nada de la posición de corveta 3/4, ideal para no tapar al jinete, pero el abultado vientre del animal «parece otro, más estilizado, visto desde ahí, ¿verdad, Carlos?».

Era un retrato ecuestre, El príncipe Baltasar Carlos a caballo, de Diego Velázquez. Ese fue mi primer contacto con el pintor sevillano, tumbado en el frío suelo de aquella clase donde pasé tanto tiempo mirando hacia arriba embobado. Comprendí, no sé si entonces, pero estoy seguro de que ese fue el germen, que no basta con hablar de un cuadro, saber mucho de él, tener un conocimiento enciclopédico, es mucho más importante saber mirarlo. Si Margarita no hubiese hecho esas cosas, quizá las clases de Historia del Arte habrían sido una penitencia más en esos años llenos, ya de por sí, de penitencias. Impertérrito, hiperactivo, mayestático, sincopado; hay palabras que uno sabe cuándo las empleó por primera vez. Treinta cinco años después, aquí estamos con Velázquez a cuestas. Me hubiese gustado enseñarle a Margarita este cuadro que tanto misterio tiene detrás; quizá me hubiese dado alguna clave. Margarita se tiró por la ventana de su casa hace unos años. Siempre impresiona el suicidio de una persona conocida. Era extremadamente sensible; en el colegio se extendió una leyenda: si la mirabas durante un rato a los ojos, terminaba llorando. Su desaparición temprana conmocionó a un puñado de hombres y mujeres, ya adultos, que, durante un instante, volvimos a tumbarnos en el suelo y ser jóvenes con acné necesitados de que alguien nos explicara las cosas de otra manera.

* * *

A Santi fue don Francesc quien le inculcó esa pasión por el arte. Al parecer, sus pasos iban encaminados al periodismo, pero el arte y la manera de explicar de Francesc se cruzaron en su camino. Por lo visto, el profesor se apoyaba en películas y obras de arte para captar la atención de sus alumnos que, casi sin darse cuenta, conocían el Renacimiento o el Barroco de forma natural.

Gracias a Francesc llegaron los estudios en la Universidad de Barcelona, la especialidad en dibujo y grabado de arte y el trabajo en una galería con un anticuario, compaginado con visitas guiadas por la ciudad, que le daban para ir tirando. Fue en esa galería de la calle Roselló donde entró Prosper, el coleccionista y dueño de la dama, para vender una de sus obras.

Veinticinco minutos, cuarenta y dos segundos; miré el tiempo de llamada transcurrido en la pantalla del móvil. Como adiviné que iba para largo, me coloqué los auriculares para poder tomar notas y seguí escuchando, atento.

—Recuerdo el primer día que le vi, hablaba con un acento francés mucho más marcado y hablaba deprisa, atropellando las palabras. Desde el principio adiviné en él una erudición nada impostada. Estoy muy acostumbrado a esos sabios, poseedores de una verdad absoluta, a los que ves relamerse con cada teoría; dueños fríos del conocimiento, sin pasión, y recelosos de cualquiera que ose acercarse a su atalaya. Tuve algún caso cercano en la facultad y me he cruzado con muchos desde entonces, se les ve desde lejos. Pero Prosper era otra cosa, se parecía a mi profesor del colegio, era capaz de hacer interesante el listín telefónico.

»Aquella fría mañana de invierno —él llevaba su bufanda y sombrero—, vino con una pequeña tabla de Juan de Roelas, ese pintor de origen flamenco no demasiado conocido; creo que la obra era una visión de San Francisco de Paula, que necesitaba vender para conseguir liquidez y poder restaurar una obra recién adquirida. Hablamos de Roelas y de su relevancia dentro del Siglo de Oro sevillano, y hablando, hablando, llegamos, claro, a Velázquez. No hizo mención entonces a su dama, pero sí abrió un paréntesis misterioso en la conversación: “Si sigo viniendo por aquí, te invitaré un día a mi despacho para que eches un vistazo a un cuadro que puede cambiar la historia del arte”. Prosper siempre ha sido exagerado, para lo bueno y para lo malo. Me lo tomé como una boutade y no le di mayor importancia. Nos quedamos con el Roelas en depósito, por si aparecía algún comprador; al mes se vendió. Cuando le llamé para darle la noticia y volvió a la galería, fue cuando empezamos a hablar de verdad.

»—¿Ves? Roelas siempre tiene su mercado —comentó entusiasmado—. No es su mejor obra, pero mi nariz me decía que aparecería un comprador, es cuestión de esperar, hay mercado para todo, siempre hay alguien. Somos muchos en el mundo y de entre esos muchos no es difícil pensar que a uno solo no le va interesar lo que vendes. Además, el Siglo de Oro sevillano es un valor seguro, los grandes coleccionistas quieren tener algo que huela a aquella Sevilla deslumbrante de la que Velázquez fue punta de lanza. Roelas, además, tiene ese punto exótico de ser un flamenco andaluz.

»—Sí, sin duda —convine—, pues fíjese, el comprador es un inglés de paso por Barcelona. Un tipo peculiar amante del misticismo y de esa época. Yo adoro el Barroco, y por eso le tomé cariño a la tabla. Roelas fue uno de los precursores de esa transición desde el manierismo hacia el Barroco; de alguna forma, el sentimiento entra en la pintura por primera vez.

»—Veo la efusividad con la que hablas de arte, y si te gusta el Barroco y la época, me gustaría enseñarte el cuadro del que te hablé hace un mes. ¿Te parece si quedamos un día de estos?

»—Claro, estaré encantado.

»—Te dejo mi tarjeta, en cualquier caso siempre será mejor vernos pasado el mediodía, no me gusta mucho madrugar.

En aquella tarjeta, me contaba Santi, ponía: Prosper Lebrun, experto en arte. Teléfono 93 6081660.

* * *

—Debieron de pasar dos o tres semanas hasta que me decidí a ir a ver el cuadro —prosiguió Santi—, y fue, como suelen ser estas cosas, casi por casualidad. Al ponerme el abrigo e ir a buscar las llaves en el bolsillo apareció su tarjeta.

»Tenía la mañana libre, se había suspendido una visita guiada a la Sagrada Familia contratada por un grupo de japoneses a los que se les debió de atragantar la noche barcelonesa. Le llamé y no vaciló en decirme que fuera. La oficina estaba en un edificio con una primera planta laberíntica llena de despachos dedicados a los negocios más variopintos. No sé si seguían en uso, aunque hubiese apostado a que no habían recibido la visita de un cliente en meses, años incluso. Casi al final de ese laberinto estaba el de Prosper: «Asesoría para extranjeros». Revisé la tarjeta y todo coincidía. Dos larguísimos minutos después de timbrar, cuando estaba a punto de darme la vuelta, se abrió la puerta. Bueno. No era el lugar que uno espera para un coleccionista de arte y desde luego menos para ver una obra maestra, pero las cosas nunca son como las imaginamos.

»—Pasa, pasa, el cuadro está al fondo, lo he colocado cerca de la ventana para que puedas verlo con mejor luz.

De repente, la voz de Santi dejó traslucir una nota de emoción cuando me explicó lo que sintió al encontrarse ante la obra.

—Sin entrar en detalles, supe que estaba ante una obra especial. La mirada, la tela, la luminosidad que se intuía. El estado de conservación era malo, pero daba igual. A ti que te gusta tanto el arte seguro que te ha sucedido; hay obras con un algo especial, es difícil explicar exactamente ese algo, pero te atrapan y siguen en tu memoria tiempo después de haberlas visto. Estuvimos un par de horas teorizando, debatiendo e incluso discutiendo. Prosper es un rival difícil, siempre arguye con algo que inclina la balanza ligeramente a su favor. Aquella tarde me expuso su hipótesis sobre la autoría y la identidad de la joven.

»Y me dio el dosier con todas sus conjeturas ordenadas y razonadas. Me pasé la noche leyéndolo e intentando encontrar alguna fisura en ese informe medio científico, medio novelesco.