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EL APRENDIZ

El niño Diego salió contrariado del taller de Herrera, su primer maestro, quizá no tenía ese don que su padre creyó ver desde tan temprana edad.

Seguro que Sevilla estaba llena de críos capaces de dibujar una manzana o un ave o una jarra de agua o cualquier alhaja, cavilaba en su cabeza infantil. Su alto nivel de exigencia le llevó a cargar con parte de la culpa y a poner en duda su talento, tan aplaudido por la familia y gente cercana. El camino de vuelta a casa se convirtió en un calvario de pensamientos y vacilaciones. A ratos pensaba en decirle a su padre que dejaba las artes para volver a los jesuitas. Sí, ese sería el plan, aprender un oficio alejado de los pinceles; ser escribiente como él no sería una mala salida. El miedo a decepcionarle asomó enseguida.

Desconozco si existe un nombre técnico para ese «miedo a decepcionar a un padre», pero es un síndrome extendido a lo largo de la historia que ha hecho muchísimo daño y probablemente arruinado cientos de miles de vidas. Actuar por el influjo paterno y bajo su yugo ha debido echar por tierra incontables y prometedoras carreras. «Seré abogado, es lo que espera mi padre», cuántas veces no hemos oído eso. El síndrome nos acompaña desde muy pequeños y en decisiones casi banales. Yo mismo estuve apuntado a alguna actividad deportiva por creer que eso satisfacía de alguna manera a mi progenitor, y lo libre que me sentí al dejar las clases de judo. Por suerte, Diego tenía un don y su padre lo apreciaba.

Por aquellas sucias calles de Sevilla repasaba mentalmente todo lo hecho durante los siete últimos meses. A su frustración se unía algo peor: una decepción emocional. Admiraba a Herrera, estaba dispuesto a aprender todo de él, su manera de iluminar, de grabar, su bella caligrafía; pintaba diferente. Pero su intransigencia, su forma de hablar, de dirigirse a él terminaron por minar su ánimo. Maldijo su figura y prometió no parecerse nunca a él. Casi sin darse cuenta gritó un: «Ojalá nunca vuelva a cruzármelo», que el eco le devolvió un instante después dejándole paralizado.

Al llegar a casa, Diego expuso sus pensamientos a un padre incrédulo. Herrera había sido discípulo de Pacheco y se convirtió en maestro con apenas veinte años, era un genio precoz llamado a cambiar la manera de entender el arte y que, por su juventud, parecía el idóneo para entenderse con su hijo. La complicidad con un chico de diez años se le antojaba más posible que ante esos viejos maestros aprovechados cuya única finalidad de tener aprendices era convertirlos en criados para poder cumplir con sus encargos.

El padre escuchó a un Diego al borde del llanto. Al terminar, tomó la decisión de ir a pedirle explicaciones en cuanto le fuese posible. Se aseguró primero de que su hijo no hubiese hecho nada contraproducente, como empuñar un pincel sin su permiso.

Diego volvió a insistir en su buen comportamiento y en la manera de hablarle, cuando lo hacía, porque el maestro solía ignorarle. Reconocía su destreza, pero deploraba su actitud. Fue entonces cuando le pidió a su padre no volver allí y dejar la pintura si fuese necesario.

Cuántos genios nos habremos perdido por un mal inicio en lo suyo.

A sus treinta y cinco años, aquella noche João se fue a la cama preocupado, apenas pudo conciliar el sueño. Desde la primera vez que vio coger un lápiz a Diego sabía de su don. Don, don, don. ¿Y si le había repetido demasiadas veces esa palabra a su hijo? ¿Y si el hecho de hacer creer a alguien que es poseedor de una virtud lo único que provoca es un agarrotamiento, una predisposición al fracaso por miedo a no cumplir con las expectativas? Diego también daba vueltas en la cama, temía decepcionar a su padre. En el cuarto cercano de la modesta casa de la calle Gorgoja, su padre estaba seguro de haber fallado a su hijo intentando proyectar sus propios fracasos o el anhelo de haber podido ganarse la vida de otra manera.

Bastante había conseguido, teniendo en cuenta sus orígenes, pensaba mientras avanzaba la noche. La salida de Portugal y la lucha de los suyos por subsistir a una penuria siempre estaba presente; al menos él no había entrado en la cárcel como su pobre padre, capaz de trapichear con sedas para sacar a todos adelante.

La pintura podría ser el mejor atajo hacia la nobleza. Es cierto que otro de sus hijos, Juan, también quería dedicarse a ello, pero lo de Diego era diferente, era otra cosa. Alguien tenía que ser capaz de verlo, pero ¿quién?

* * *

Sevilla era, a principios de ese siglo XVII, una de las ciudades más poderosas de Europa, incluso desbancando a Amberes como principal motor comercial del continente. El ser designada por los Reyes Católicos como sede de la Casa de la Contratación para gestionar el comercio con el Nuevo Mundo trajo consigo una enorme prosperidad. Ese privilegio, en una ciudad sin salida al mar, pero con un Guadalquivir navegable, provocó la llegada de comerciantes de aquí y de allá y que la ciudad alcanzara los ciento cincuenta mil habitantes repartidos en las más diversas clases sociales, desde nobles y adinerados mercaderes, flamencos o genoveses, a gente de mal vivir y pillos que al olor de la plata y el oro intentaban sacar provecho en una ciudad ajena todavía a la epidemia de peste que mataría casi a la mitad de la población pocos años después.

Esa efervescencia también contagió a la intelectualidad, eran frecuentes las tertulias en talleres que fomentaban el intercambio cultural y el enriquecimiento del espíritu.

João —o Juan, como le conocían en Sevilla— seguía insomne. Había albergado la esperanza de lograr dos objetivos con la marcha de Diego al taller: satisfacer sus inquietudes artísticas y aligerar una boca que alimentar. Cinco hijos, y otro que estaba por llegar, eran demasiados para la paga que recibía como notario eclesiástico, un oficio modesto situado en la parte más baja de la nobleza de la época.

En el barrio, o collación como se denominaba entonces, de San Miguel, Juan era querido por todos. Su amabilidad y disposición a ayudar, así como la numerosa familia con la que era difícil no cruzarte en algún momento del día, le habían granjeado la simpatía de sus vecinos.

Bernabé era uno de ellos, un amigo de la familia, algo avejentado para la edad que tenía, probablemente por su pasado trabajando en el campo expuesto al sol día tras día.

Aquella mañana charlaron, como era habitual cuando se cruzaban. Los dos reconocieron su cansancio, el de uno era vital, el del otro causado por los desvelos y la preocupación por intentar enderezar el rumbo de su hijo.

Fue entonces cuando Bernabé, después de un largo bostezo, confesó la noche vivida en casa de Pacheco, un hombre erudito, un sabio que reunía a gente de todos los ámbitos para dialogar sobre pintura, escultura e incluso literatura.

—Y tendrías que ver, portugués, las cosas que pintan sus alumnos, porque Pacheco es un maestro: retratos, vírgenes, animales, alimentos. Vaya mano; de ese lugar saldrán, seguro, muchos maestros.

Juan creyó ver el cielo abierto, la voz de Bernabé se atenuaba mientras él buscaba en su cabeza el apellido de Pacheco, algún documento de la Iglesia en el que hubiese estampado su firma, alguna posible conexión que llevase a él.

—Ese Pacheco ¿cómo se llama?

—Don Francisco, don Francisco de Pacheco. Vive en la calle del Puerco.

A los tres días de aquel encuentro Juan decidió ir a ver a Pacheco, pero el maestro había salido de viaje y tardaría en regresar.

Uno de los oficiales del taller le explicó que se había ido a conocer la obra y la manera de pintar de grandes artistas, una práctica habitual. Su primer destino sería Toledo; se había pasado meses obsesionado con un pintor griego del que se hablaba en los círculos artísticos. Se demoraría allí una temporada.

Juan le explicó la razón de su visita, las virtudes de su hijo. Exageró un poco narrándole el asombro causado en todo el que veía sus obras.

Antonio Heredia, así se llamaba el ayudante de Pacheco, fue especialmente amable con Juan. Podría habérselo quitado de en medio de manera rápida, pero le enseñó el lugar y le escuchó con interés. El destino está lleno de gente que posibilita una mejoría del presente y brinda perspectiva de futuro. Incluso le ofreció la posibilidad de volver con el propio Diego.

Juan advirtió, nada más atravesar el umbral del local, que ese era el sitio de su hijo; no sabría explicar la emoción que atravesó su cuerpo, pero entre esas paredes se respiraba un algo especial, la luz que entraba por uno de los ventanales y la manera de impactar en obras a medio hacer dispuestas sobre caballetes. El tiempo parecía detenido, y eso necesitaba: detener el tiempo para Diego.

Al cabo de tres días, Juan y Diego volvieron al taller. Al niño le cambió el gesto. Antonio le invitó a coger un lapicero y hacer algún trazo. Diego miró a su padre buscando su aprobación, y realizó un carboncillo rápido. Fue el propio Antonio el que, perplejo, afirmó que el maestro iba a estar encantado de recibirle a su vuelta.

Del fondo del taller emergió la figura de otro aprendiz, Leonardo Jaramillo, para darle la enhorabuena por el dibujo.

Nada más dejar a Diego en casa, Juan se fue a ver a su amigo Pedro del Carpio para escribir la carta que se le presentaría a Pacheco; él no podía hacerlo por ser parte implicada. Y de ahí sale un documento que quizá cambia la historia del arte o, al menos, la historia de nuestro protagonista, porque, en Pacheco, Velázquez encontraría todo lo que no había hallado con Herrera... incluido el amor.

Sepan quantos esta carta vieren como yo, Juan Rodríguez, vezino desta ciudad de Sevilla en la collación de San Vicente, como padre lijitimo e administrador que soi de la persona e bienes de Diego Velásques mi hijo, de hedad de doce años poco más o menos, que está constituído debaxo de mi dominio paternal otorgo e conosco que lo pongo a aprender el arte de pintura con vos Francisco Pacheco maestro de dicho arte e vezino desta dicha ciudad por tienpo y espacio de seys años cumplidos primeros siguientes, que empesaron a correr desde primero día del mes de diziembre del año que pasó de mill e seiscientos e dies, para que en todo este dicho tiempo el dicho mi hijo os sirua en la dicha vuestra casa y en todo lo demás que le dixéredes e mandáredes que le sea onesto e pusible de hacer y vos le enseñeys el dicho vuestro arte bien e cunplidamente según e como vos lo sabéis (...) y en todo el dicho tiempo le ayais de dar de comer e beuer e vestir e calsar, casa e cama en que esté e duerma (...).

Quizá les haya sucedido alguna vez, ser consciente de cómo un gesto puede cambiar tu sino, tu futuro, el camino a recorrer. Hay decisiones que marcan la existencia. Juan miró aquel documento al que Pedro del Carpio acababa de soplar para acelerar el proceso de secado de la tinta. En ese sello iba una vida, la vida que estaba por llegar.