Capítulo 2
Cena en casa de Mr. Shaitana

La puerta del piso que ocupaba Mr. Shaitana se abrió silenciosamente. Un mayordomo de pelo gris se apartó para que pasara Poirot. Después, cerró la puerta con tanto cuidado como la había abierto y ayudó eficientemente al invitado a que se quitara el abrigo y el sombrero.

—¿A quién anuncio, por favor? —preguntó en voz baja e inexpresiva.

—A monsieur Hércules Poirot.

Un murmullo de conversaciones se difundió por el vestíbulo cuando el mayordomo abrió la puerta y anunció:

Monsieur Hércules Poirot.

Shaitana se adelantó para recibirle con un vaso de jerez en la mano. Iba inmaculadamente vestido, como era su costumbre. Su aspecto mefistofélico había aumentado aquella noche y sus cejas parecían más acentuadas debido a la expresión burlona que las levantaba.

—Permítame que le presente. ¿Conocía usted ya a Mrs. Oliver?

La teatralidad que había en él quedó satisfecha al ver el leve gesto de sorpresa que hizo Poirot.

Mrs. Ariadne Oliver estaba considerada como una de las principales escritoras de novelas policíacas y otros textos sensacionalistas. Escribía de forma amena, aunque sin mucho respeto por la gramática, artículos que aparecían en Las inclinaciones del criminal, Crímenes pasionales famosos y Asesinato por amor contra asesinato por codicia. Era también una feminista radical y, cuando algún asesinato famoso ocupaba la atención de la prensa, podía darse por sentado que se publicaría una entrevista con Mrs. Oliver en la que diría: «¡Ay, si una mujer estuviera al frente de Scotland Yard!». Creía firmemente en la intuición femenina.

Por lo demás, era una mujer agradable, de mediana edad, que vestía con elegancia, aunque de una forma un tanto desaliñada. Tenía los ojos bonitos, los hombros erguidos y una espléndida cabellera gris con la que continuamente experimentaba. Unos días su aspecto era muy intelectual porque se había peinado con el pelo recogido en un moño sobre la nuca. En otras ocasiones, Mrs. Oliver aparecía de repente con tirabuzones estilo Madonna o con una gran cantidad de rizos revueltos. Aquella noche llevaba flequillo.

Saludó a Poirot con su agradable voz profunda, pues ya lo había conocido anteriormente en una comida literaria.

—Y el superintendente Battle, al que sin duda alguna usted ya conoce —prosiguió Shaitana.

Un hombre corpulento y macizo, de rudas facciones, se adelantó. El superintendente no solo daba la impresión, a quien lo viera, de que estaba tallado en madera, sino que se esforzaba en demostrar que la madera en cuestión era de una dureza extraordinaria.

Battle tenía fama de ser uno de los mejores hombres de Scotland Yard, aunque su rostro mostraba una engañosa expresión de estupidez.

—Ya conozco a monsieur Poirot.

Su rígido rostro se distendió en una sonrisa y luego recobró la apariencia de antes.

—El coronel Race —continuó Shaitana.

Poirot no le conocía personalmente, pero sí había oído hablar de él. Era un hombre enigmático, elegante, muy bronceado por el sol y de unos cincuenta años de edad. Por lo general, podía encontrársele en cualquier lugar remoto del Imperio, sobre todo si por allí se fraguaba algún conflicto. Servicio Secreto es un término melodramático, pero con él se pueden describir llanamente y con exactitud la naturaleza y el alcance de las actividades del coronel Race. Poirot entendió entonces y valoró adecuadamente el significado especial de las intenciones humorísticas de su anfitrión.

—Los demás invitados se han retrasado —dijo Shaitana—. Tal vez yo tenga la culpa, pues creo que los cité para las ocho y cuarto.

En aquel momento, se abrió la puerta y el mayordomo anunció:

—El doctor Roberts.

El hombre entró en la habitación con los modos rápidos que los médicos utilizan cuando visitan a sus enfermos. Era un individuo jovial, de rostro encarnado y mediana edad. Tenía los ojos pequeños y brillantes, una calvicie incipiente, tendencia a embonpoint y un aspecto general de médico bien lavado y desinfectado. Sus modales eran alegres y resueltos. Daba la sensación de que los diagnósticos que formulara tenían que ser necesariamente correctos; sus tratamientos, agradables y prácticos: «Quizá un poco de champán durante la convalecencia». Un hombre de mundo en todos los aspectos.

—Espero no haber llegado tarde —dijo Roberts cordialmente.

Estrechó la mano del anfitrión y fue presentado a los demás invitados. Pareció particularmente satisfecho de conocer a Battle.

—¡Caramba! Usted es uno de los peces gordos de Scotland Yard, ¿no es así? ¡Muy interesante! Ya sé que es una mala cosa hacerle hablar de su profesión ahora, aunque le advierto que trataré de que lo haga. Posiblemente no sea muy adecuado para un médico, pero siempre me ha interesado el crimen. No debo confesárselo a mis pacientes que sufren de los nervios, ¡ja, ja!

La puerta volvió a abrirse.

—Mrs. Lorrimer.

Era una mujer vestida con elegancia, de unos sesenta años. Sus facciones estaban primorosamente talladas. Llevaba un peinado impecable y tenía una voz clara e incisiva.

—No llego tarde, ¿verdad? —dijo, avanzando hacia Mr. Shaitana.

Luego saludó al doctor Roberts, a quien ya conocía.

—El comandante Despard —anunció el mayordomo. El recién llegado era un joven alto, delgado y distinguido. Una cicatriz en la sien le desfiguraba algo la cara. Después de ser presentado, se dirigió con naturalidad hacia donde estaba el coronel Race y pronto estuvieron los dos hablando de deportes y comparando sus experiencias en los safaris.

La puerta se abrió una vez más y el mayordomo anunció:

—Miss Meredith.

Era una muchacha de poco más de veinte años. De mediana estatura y aspecto gallardo, unos rizos castaños le caían sobre el cuello y sus ojos eran grandes, aunque estaban un tanto separados. No llevaba maquillaje. Hablaba con lentitud y algo tímidamente.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Soy la última?

Shaitana se apresuró a recibirla con una copa de jerez y una respuesta galante. Hizo las presentaciones con mucha ceremonia.

Miss Meredith se quedó junto a Poirot con su copa de jerez.

—Nuestro amigo es muy puntilloso —observó el detective sonriendo.

La muchacha asintió.

—Desde luego. Actualmente, la gente no se preocupa de las presentaciones. Se limitan a decir «Supongo que ya conoce a los demás» y te dejan abandonada.

—Tanto si conoces a los demás como si no, ¿verdad?

—Eso es. Algunas veces una se siente confusa, pero creo que el sistema de Shaitana infunde mucho más temor.

—Titubeó unos segundos y luego preguntó—: ¿Aquella es Mrs. Oliver, la novelista?

En aquel instante, se oyó por encima del murmullo general la voz grave de la aludida, que hablaba con el doctor Roberts.

—No puede usted pasar por alto el instinto femenino, doctor. Las mujeres saben esas cosas.

Sin recordar que se había peinado con flequillo, se pasó la mano por el pelo para alisarlo hacia atrás.

—Sí, es Mrs. Oliver.

—¿La que escribió Un cadáver en la biblioteca?

—La misma.

Miss Meredith frunció el entrecejo.

—Y ese hombre de cara de palo..., ¿ha dicho Mr. Shaitana que es un superintendente?

—Sí, de Scotland Yard.

—¿Y usted?

—¿Yo?

—Le conozco muy bien, monsieur Poirot. Fue usted quien en realidad descubrió el misterio de la guía de ferrocarriles.

—Me llena usted de confusión, mademoiselle.

—Mr. Shaitana... —empezó a decir la muchacha, pero calló—. Mr. Shaitana...

—Podría decirse que está obsesionado por el crimen —comentó el belga—. Al menos, lo parece. No hay duda de que desea oír cómo discutimos entre nosotros. Ya está incitando a Mrs. Oliver contra el doctor Roberts. Ahora discuten sobre los venenos que no dejan rastro.

—¡Qué hombre tan extravagante!

—¿El doctor Roberts?

—No, Mr. Shaitana. —Se estremeció—. Hay algo en él que me asusta. Nunca se sabe qué cosas encuentra divertidas. Podría ser... podría ser que le gustasen las cosas crueles.

—¿Como las cacerías de zorros?

Miss Meredith le dirigió una mirada de reproche.

—Quería decir... ¡Oh! Yo me refería a la refinada crueldad oriental.

—Tal vez tenga una mente tortuosa.

—¿Torturador?

—No, no, he dicho tortuosa.

—De todas formas, creo que no me gusta en absoluto —confesó la joven bajando la voz.

—No obstante, le gustará la cena —aseguró Poirot—.

Tiene una cocinera maravillosa.

Ella lo miró con recelo y luego rio.

—¡Vaya! Ya veo que usted también es humano.

—¡Claro que lo soy!

—Compréndame, es que todas estas celebridades intimidan un poco.

Mademoiselle, no debe usted intimidarse. En todo caso, debería estar muy emocionada. Debería tener preparado su libro de autógrafos.

—Pero a mí no me interesa realmente el crimen, ni creo que le interese a ninguna mujer. Los hombres son los únicos que leen novelas policíacas.

—¡Ay! —murmuró el detective—. ¡Qué no daría yo ahora mismo por ser un actor de cine, aunque fuera mediocre!

El mayordomo abrió la puerta de par en par.

—La cena está servida.

El pronóstico de Poirot se cumplió ampliamente. La comida fue exquisita y perfecta en sus detalles. Luz suave, maderas pulidas y el centelleo azul del cristal irlandés.

Shaitana, sentado a la cabecera, tenía un aspecto más diabólico que nunca. Pidió disculpas con elegancia sobre el número desigual de hombres y mujeres.

Mrs. Lorrimer tomó asiento a su derecha y Mrs. Oliver, a su izquierda. Miss Meredith se sentó entre el superintendente y el comandante, y Poirot entre Mrs. Lorrimer y el doctor Roberts.

—No vamos a permitir que acapare durante toda la noche a la única chica bonita que tenemos. Ustedes los franceses no pierden el tiempo.

—Yo soy belga —contestó Poirot.

—Tanto da en lo que se refiere a las mujeres —comentó el médico alegremente.

Después, comenzó a discutir con Race sobre los últimos avances para tratar la enfermedad del sueño.

Mrs. Lorrimer habló con Poirot de los últimos estrenos teatrales. Sus opiniones eran muy sensatas. Pasaron luego al tema de los libros y, a continuación, discutieron sobre política mundial. Poirot descubrió que Mrs. Lorrimer era una mujer instruida y muy inteligente.

En el lado opuesto de la mesa, Mrs. Oliver le preguntaba al comandante Despard si conocía algunos venenos exóticos o poco comunes.

—El curare.

—¡Eso es vieux jeu, mi querido amigo! Ha sido empleado centenares de veces. ¡Me refiero a algo completamente nuevo!

—Las tribus primitivas están algo chapadas a la antigua —replicó el comandante con un tono seco—. Prefieren utilizar los mismos elementos que sus abuelos y bisabuelos.

—¡Qué aburridos son! —dijo Mrs. Oliver—. Yo creía que estaban experimentando constantemente con hierbajos y cosas parecidas. ¡Qué oportunidad para los exploradores! Cuando volvieran a casa podrían matar a todos los tíos ricos con alguna nueva droga de la que nadie haya oído hablar.

—Eso debe usted buscarlo en los medios civilizados, no en las selvas. En un laboratorio moderno, por ejemplo. Existen cultivos de gérmenes en apariencia inofensivos que pueden producir enfermedades mortales.

—Eso no interesa a mis lectores. Además, los nombres de esos bichos se prestan a confusión: estafilococos, estreptococos... Muy complicados para que los escriba correctamente mi secretaria. Y, de todos modos, resultan algo aburridos, ¿no cree? ¿Qué opina usted, superintendente?

—En la vida real la gente no se busca tantas complicaciones —respondió Battle—. Por lo general, utilizan el arsénico porque es más eficiente y no resulta difícil de conseguir.

—Tonterías. Eso lo dice simplemente porque hay una infinidad de crímenes que ustedes, los de Scotland Yard, nunca consiguen descubrir. Si tuvieran allí a una mujer...

—Puede decirse que tenemos...

—Sí, a esas horribles mujeres policías que llevan un gorro ridículo y molestan a la gente en los parques. Me refiero a una en un alto cargo. Las mujeres saben mucho sobre crímenes.

—Son asesinas muy eficaces —comentó el policía—.

No pierden la cabeza y le echan coraje al asunto.

Shaitana rio suavemente.

—El veneno es un arma femenina —observó—. Deben de existir muchas envenenadoras que nunca fueron descubiertas.

—Claro que las hay —afirmó Mrs. Oliver, sirviéndose una generosa porción de mousse de foie gras.

—Un médico también tiene oportunidades —prosiguió Shaitana con aspecto pensativo.

—Protesto —dijo el doctor Roberts con una expresión risueña—. Cuando envenenamos a nuestros pacientes es por accidente.

—Pues si yo estuviera decidido a cometer un crimen...

—Shaitana se detuvo y hubo algo en su pausa que llamó la atención de los demás.

Todos los rostros se volvieron hacia él.

—Creo que lo llevaría a cabo con la mayor sencillez posible —añadió—. Siempre existe la posibilidad de un accidente, de que se dispare un arma sin querer, o algún accidente doméstico. —Se encogió de hombros y cogió su copa—. Pero ¿quién soy yo para decir esas cosas con tantos expertos como hay aquí?

Levantó la copa y, al beber, la luz del candelabro proyectó una mancha roja sobre su cara, el bigote engominado, la perilla y sus fantásticas cejas.

Hubo un momento de silencio y a continuación se escuchó la voz de Mrs. Oliver que decía:

—¿Qué hora marca el reloj? Está pasando un espíritu. No tengo los dedos cruzados, ¡debe de ser un espíritu malo!