Querida Vera:
Alex ha vuelto.
Ni siquiera sé qué escribir, qué explicarte, qué decirte... porque no sé el motivo ni lo que siento al respecto más que un dolor escondido que él ha traído de vuelta.
Ojalá estuvieras aquí.
Ojalá pudieras abrazarme y decirme qué significa esto.
Ojalá tú tampoco te hubieras marchado.
Te quiere,
Sara
Me paso dos días encerrada en mi habitación tumbada en la cama y mirando al techo. A veces, tendida sobre la alfombra. Otras, con las piernas apoyadas en la pared. Las más, con la cabeza enterrada en la almohada.
Me siento como un gusano de seda atrapada entre las paredes de mi casa, a pesar de que la decisión de salir no es más que mía y no tiene que significar que vuelva a pasar nada, a cruzármelo o a verlo. Pero me puede más el miedo a hacerlo que cualquier otra cosa.
Al tercer día, el timbre suena y decido que ya es hora de poner los contadores a cero y volver a mi vida. Como un antes y un después marcado a fuego en mi bagaje emocional, una pequeña turbulencia, un recordatorio de lo que fui y nada más.
Aun así, cruzo los dedos para no verlo al otro lado de la puerta.
Al abrir, me encuentro a Yago y lo saludo como si viniera a regalarme un cheque en blanco.
—¡Hola!
—Qué contenta. Voy a tener que venir más a menudo.
En realidad, lo que estoy es aliviada de que sea él y no otra persona con la capacidad de alterar mi mundo solo con su existencia.
—Pasa. ¿Quieres tomar algo?
—No. Entro a trabajar en una hora y tengo que pasar por casa a cambiarme. Te dejo esto y me voy. ¿Qué hace un coche en casa de los Mauer? —pregunta curioso.
—Nada. Una tubería que arreglar. La abuela llamó al ver una fuga en alguna parte.
No sé por qué miento. Como si pudiera proteger por mucho tiempo el secreto del regreso del pequeño de los Mauer, viviendo en un pueblo en el que la crisis marital y alcohólica del ferretero está siendo el tema de interés local las últimas semanas. Ni siquiera comprendo cómo aún la noticia no ha llegado a sus oídos trabajando en el que se considera el único pub; aunque, bueno, supongo que el hecho de que Alex no haya salido de su casa, porque el coche no se ha movido de la puerta, hace que todavía el anuncio de su vuelta no haya corrido como la pólvora.
Yago entra con dos cubos de pintura, uno en cada mano, y se dirige a la parte de atrás que lleva al jardín con la familiaridad que solo dan los años. Ahí es donde está el viejo cobertizo que convertí en taller improvisado hace ya mucho tiempo y donde trabajo.
Lo observo y sonrío, porque es automático; verlo en casa me serena, hace que los nervios que me recorren la piel desde el lunes mengüen, o al menos que no sean tan visibles.
—Gracias, Yago. Te debo una.
—Tú nunca me debes nada.
Me da un beso en la sien y un ligero abrazo que hago más intenso sin poder evitar el impulso con los ojos cerrados. Hundo la cabeza en su cuello y aspiro su olor; ese aroma que me hace sentir protegida, cómoda, un poco más en casa.
—Eh, ¿qué te pasa? Mírame.
En vez de hacerlo, me encojo un poco más. Yago acepta mi silencio y me corresponde rodeándome y calmándome como solo sabe hacer él entre sus fuertes y cálidos brazos.
Porque, a veces, las explicaciones sobran.
Porque, a veces, solo necesitamos un abrazo.
Porque Yago es de las personas que saben que, cuando alguien te abraza de esa manera, tienes que corresponderlo en silencio.
Cuando consigo respirar de nuevo, me incorporo y le sonrío.
—¿Mejor? —pregunta con cautela.
—Sí. Gracias.
Me retira el pelo de la cara con delicadeza y sus ojos se enturbian un poco; sé lo que está pensando, siempre que me mira con tanta intensidad lo hace, así que me separo del todo y suspiro profundamente rompiendo la tensión que nos rodea.
—Vale, Sara. —Muevo los deditos de los pies descalzos, un gesto que hago continuamente, y se ríe, trayendo de vuelta al Yago de siempre—. Me marcho. ¿Cuento contigo para el cumpleaños de Paloma el sábado que viene?
—¡Cómo no! Paloma me mataría si no voy.
Antes de volver los dos al interior de la casa, siento un estremecimiento en la nuca y me giro, como si tuviera un imán en la espalda que me obliga a hacerlo de forma instintiva. Son los ojos de Alex, observándonos a ambos con una expresión neutra cuyo significado desconozco. Le devuelvo la mirada un solo instante, para después dejarlo con la imagen de la puerta cerrándose.
Cuando Yago se marcha, me siento aliviada por haberme puesto el peto vaquero pesquero y que no me haya visto la herida de la pierna. Lo que menos me apetece es tener que recordar aquel momento y darle explicaciones que no sé ni cómo plantear.
La veo desaparecer en el interior de la casa con ese tío. El abrazo ha durado lo bastante como para saber que fluía algo entre ellos; algo importante. No debería molestarme que la pequeña Sara tenga novio, con veinticuatro años lo extraño hubiera sido lo contrario, pero no he podido evitar observarlos y recordar cómo era que me abrazase de ese modo.
No sé por qué lo ha hecho, pero, de repente, se ha girado como si algo la hubiera avisado de que otros ojos estaban siendo testigos de ese momento. Él no me ha visto; estoy seguro de ello. Sara apenas me ha mirado antes de seguirle los pasos.
Sacudo la cabeza y comienzo a arrancar las malas hierbas que inundan el jardín. Es demasiado trabajo para una persona sola, pero debo hacerlo. Además, trabajar es lo único que hará que el tiempo pase rápido y pueda regresar a casa cuanto antes. Estar aquí me asfixia por primera vez en mi vida.
Paso toda la tarde sudando bajo el sol, hasta que, cerca de las nueve, entro en casa a darme una ducha y a cenar algo. Me doy cuenta de que tengo la nevera vacía; debido a mi reencuentro único y especial con Sara, en el que ella acabó sangrando en el suelo, al final no me acerqué al pueblo a por provisiones y los otros dos días los he pasado subsistiendo con lo que compré por el camino durante el viaje. Me muero por una cerveza, pero ya es tarde para encontrar la tienda abierta, así que tendrá que esperar.
Confieso que he tenido otro motivo para apenas moverme de aquí, y es que he estado buscando el momento de cruzarme con ella y pedirle perdón por lo de su moto, pero no ha salido en todo ese tiempo e intuir que es por mi culpa me pesa demasiado.
Decido olvidarme de todo y actuar como un hombre por una vez. Me visto, salgo de casa y recorro los escasos metros que me separan de la suya, como he hecho antes miles de veces, aunque nunca con esta desazón interna que me come por dentro.
Llamo al timbre una vez, pero nadie contesta. Pruebo una segunda y, cuando voy a darme la vuelta y desistir, la puerta se abre y la abuela me recibe con una sonrisa inmensa y su mano temblorosa sobre la boca. Parpadeo sorprendido por el cariño tan puro que siento al verla y por descubrir que los años por ella han pasado con mucha más dureza que por los demás.
—Abuela..., perdón, Amelia.
Me río como si volviese a ser un crío idiota al llamarla de ese modo, pero ella me acaricia el brazo con dulzura y me dice con los ojos que no pasa nada. Que puedo llamarla abuela, porque de alguna manera lo fue también para mí.
—El pequeño Alexander, ¿cómo te ha tratado la vida?
Me abraza con su cuerpo delgado y débil, y yo le devuelvo el abrazo con un nudo en la garganta lo bastante intenso para que me tiemble la voz al hablar.
—Bien. Mal. De todo un poco, supongo.
—Como a todos, hijo, como a todos. —Me observa igual que lo haría una madre que lleva años sin ver a su hijo y me siento un poco así por un instante; me consuela que parezca estar complacida con lo que ve—. Estás hecho todo un hombre, pero tus ojos siguen siendo los de aquel niño.
No sé si me gusta o no que aún vea eso en mí. Ni siquiera sé si es cierto que queda algo de aquel Alexander en mi interior.
—Usted está estupenda.
—Oh, no seas engatusador. —Me palmea el pecho con fingida coquetería; sigue igual que siempre, pese a las arrugas—. Sabes que a mí ya me camelaste hace tiempo y esta vieja chocha ya no está para jovenzuelos.
Nos reímos y su mirada me dice que, al menos por su parte, no soy mal recibido en su casa.
—Amelia, me gustaría...
—No está. Después de cenar suele salir a pasear. Pero, Alexander, a veces es mejor dejar que pase otro año a no llegar en el momento apropiado.
—Solo quiero...
Niega con la cabeza y me mira como si supiera algo que yo aún desconozco. El tacto de su mano sobre la mía me calma.
—Permíteme darte un consejo. Deja que se vuelva a acostumbrar a ti. Lleva mucho tiempo intentando acostumbrarse a tu ausencia.
Me lo dice con una sonrisa dulce y comprensiva, pero eso no hace que sus palabras duelan menos, por mucho que sean verdad.
Me voy a casa, pero, antes de cerrar la puerta, distingo una silueta en el lago. El reflejo de la luna hace que esté levemente iluminado, permitiéndome ver un cuerpo sumergiéndose una y otra vez. Un cuerpo que, en algún momento de mi vida, sentí más propio que ajeno.
Me pongo unas mallas cortas y una camiseta vieja, y salgo al jardín. Hace un sol de justicia, pero no puedo posponer el trabajo por más tiempo, me encuentre o no a Alex en la casa de al lado haciendo de jardinero.
Ayer tampoco me hizo falta asomarme a la ventana para saber que se pasó toda la tarde intentando convertir la selva que ha crecido durante los últimos cuatro años en un jardín decente; ha estado todo el fin de semana haciéndolo. Ahora parece un solar abandonado, pero supongo que va por buen camino.
Entro en el cobertizo, evitando mirar a mi derecha, y coloco la cómoda sobre una lona de plástico. Aún siento el brazo un poco resentido. Me sujeto el pelo con un pañuelo y preparo los materiales necesarios para convertir el recuerdo de un mueble clásico y antiguo en una preciosidad vintage con reminiscencias orientales.
Me encanta mi trabajo. Llevo pintando desde niña, pero cuando descubrí la posibilidad de recuperar perlas del pasado con mis manos y convertirlas en tesoros rehabilitados, supe que quería dedicarme a ello. Siempre he sentido algo mágico en poder ayudar a las personas a alargar la vida de aquellos objetos que para ellas son importantes. Como si al hacerlo las ayudase a conectar el pasado con el presente.
Quizá lo que yo siempre he querido lograr en mi vida sin ningún éxito.
Cuando supe que aquello podía ser un sueño que además me diera de comer, acondicioné el viejo cobertizo del jardín y lo convertí en un taller. Suelo abrir las dos puertas del todo y trabajar allí, dejando que el sol y el aire fresco me toquen, y permitiéndome respirar aire que no esté viciado por los productos químicos que utilizo.
Paso la mañana concentrada, olvidándome de todo, siendo capaz de dejar la mente en blanco por unas horas, como solo consigue que lo haga el crear con mis manos. Hago una parada para comer con la abuela y refrescarme, y vuelvo a desconectar.
Lijar, pulir, pintar.
El olor a disolvente se me cuela por la nariz, pero nunca me ha desagradado.
A media tarde, oigo pisadas y el sonido de una pala.
Tango levanta su peluda cabeza para ver quién ha osado despertarlo de su siesta al sol; después se vuelve a dejar caer sobre el césped. Yo siento calor en las orejas, pero, a diferencia del perro, no levanto el rostro. El intruso tampoco me dice nada.
No puede verme cuando estoy dentro del cobertizo, pero sí cuando salgo a lavar las herramientas en la palangana que tengo fuera, sobre la hierba.
Lo oigo respirar profundamente cada vez que clava la pala en la tierra y el sonido metálico cuando la posa sobre la valla. Puedo intuir sus movimientos sin verlo y sus suspiros, que apenas serían audibles para nadie más, se cuelan en mis oídos haciendo que me parezcan cada vez más fuertes.
Pum. Pum. Pum.
Es como si estuviera tocando un gong en mi cabeza en vez de cavar tierra.
Cojo el pincel y lo mojo en la pintura roja. Tengo que hacer unas flores japonesas en el lateral del mueble. Controlo la respiración y marco las formas sobre ese lienzo de madera. Noto que me tiembla la mano. Lo apoyo en el suelo, bebo agua y vuelvo a intentarlo, mientras me esfuerzo por ignorar los sonidos que proceden de él, intento no imaginármelo todo el tiempo y les digo a mis sentidos que se relajen, porque su existencia me es totalmente indiferente.
Agarro el pincel de nuevo, lo acerco a la superficie y la melodía que Alex comienza a silbar me hace dar un brinco y firmar con una línea roja, quebrada y horrible la madera.
—¡¡Noooo!! ¡Maldito seas! ¡¡¿Quieres dejar de hacer tanto ruido?!!
Salgo hecha una fiera, con las manos cubriéndome la cara, y me enfrento a lo que sea que me espere al otro lado de la cerca. Obviamente, por muy valiente que me crea, no estaba preparada para lo que me encuentro. Alex está con la boca abierta, una pala en una mano y los viejos guantes de jardinería de su padre puestos. Lleva unos pantalones vaqueros cortados por las rodillas, que a todas luces le quedan pequeños, y el pecho descubierto, que le sube y baja rítmicamente; una ligera capa de sudor brilla sobre su piel.
—¿Estás bien?
Le tiro un pincel y él lo esquiva con un movimiento rápido, reacción por mi parte que indica que no, que no estoy bien. Que nada lo está.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
Se queda callado mientras lo miro a los ojos sin pestañear, con los puños cerrados con tanta fuerza que siento que me araño la piel y evitando desviar mi mirada hacia abajo, incómoda al llevar él tan poca ropa.
En una especie de fogonazo, reconozco la canción que estaba tarareando y que tanto me ha cabreado. Don’t Speak, de No Doubt, y recuerdo a Vera poniéndola a todo volumen en la camioneta del señor Mauer el último verano y cantando a pleno pulmón, cuando Alex ya tenía el carné de conducir y nos pasábamos el día los tres de aquí para allá, sintiéndonos libres, capaces de todo, juntos. Siempre juntos.
Y creo que lo odio como nunca lo he hecho antes.
—¡Te he hecho una pregunta!
—Cuando termine aquí. —Me señala la casa con un leve movimiento de cabeza, como si tuviese que entender, sin ninguna explicación más, la razón de su regreso—. Tengo disponible hasta el final del verano.
«Como siempre», pienso.
Las palabras se me quedan en la punta de la lengua. Como si fuera una jodida broma y él hubiera llegado al principio del verano para despedirlo otra vez cuando el otoño comience a acercarse. Como si todo esto fuese un intento de dejarme hecha mierda de nuevo.
—Qué casualidad, ¿no? —le digo en un tono cortante y afilado.
Traga saliva sin dejar de mirarme, pero no dice nada más. Tampoco sé si yo esperaba que dijera algo. Me quito el pañuelo de la cabeza y me marcho a casa, revolviéndome el pelo por el camino para que pierda la forma del moño. Necesito una ducha, un abrazo de la abuela y quizá hasta una cerveza.
Necesito a Yago.
Recojo el pincel del suelo y lo muevo entre mis dedos. Me los mancha de rojo.
Apoyo la pala en la valla y me siento en la tierra con la cabeza gacha. El perro me observa, ahora tumbado bajo la sombra del cobertizo, y juraría que lo hace con el ceño fruncido, como si él también opinara que no debería estar aquí.
Sé lo que ha pasado por la cabeza de Sara; el sentimiento era tan nítido que ha sido fácil leerla.
Sin embargo, no estoy aquí por ella, soy tan cobarde que nunca me hubiera atrevido a volver si no hubiese sido por una promesa.
¿Cómo explicárselo? ¿Cómo hacerle entender a Sara que no era nuestro momento? ¿Que yo no era quién para pedirle que me esperase tanto tiempo o rogarle que se viniese conmigo a otro país cuando las cosas se torcieron? ¿Cómo decirle que de verdad la quería, pero que me daba miedo hacerlo de esa manera, cuando ni siquiera tenía la madurez necesaria para saber lo que eso significaba? ¿Cómo?
Suspiro y bloqueo mis pensamientos trabajando a pleno sol durante horas, hasta que siento que me duelen los brazos lo suficiente como para no poder seguir.
Me doy una ducha, me visto y conduzco hasta el pueblo. Aún es pronto como para encontrarme las calles repletas de gente trabajando, niños correteando y que la playa del lago esté llena de turistas.
Noto las miradas clavadas en mí. Algunas solo por curiosidad, otras con verdadero asombro; en las segundas es donde veo el reconocimiento en sus ojos. Saludo a un par de personas que recuerdo levantando el mentón, pero no me paro a hablar con ellas. No estoy preparado para el interrogatorio de rigor en un pueblo en el que todo el mundo se pregunta qué fue lo que pasó con la idílica familia Mauer.
Me limito a comprar las provisiones suficientes como para sobrevivir en la casa un par de semanas sin tener que volver a bajar al pueblo. No soporto las miradas de lástima ni los cuchicheos hablando de mis padres y de mí.
Cuando cargo todo en el coche y vuelvo a llamar a la compañía aérea a ver si saben algo de mis maletas, en la casa del lago sigue sin haber cobertura ni línea telefónica, regreso conduciendo despacio y con mil ojos, con miedo a cruzarme de nuevo con algo o alguien que no sea capaz de esquivar.
Al aparcar, veo que hay luz en la casa de Amelia y me llegan voces de dentro. Un coche deportivo negro tapa la puerta de su verja. Oigo la risa de Sara y se me cae una de las bolsas al suelo. No había vuelto a oírla y la siento como un puñetazo en las entrañas.
Recuerdo a Vera bailando encima de una mesa con una boa de plumas enredada en el cuello y a su hermana riéndose a carcajadas hasta que las lágrimas le mojaban las mejillas. Tenía una de esas risas que contagian y que hacían que su hermana y yo también acabáramos desternillándonos.
La sigue teniendo.
Me gustaría preguntarle por Vera, saber si consiguió viajar a Los Ángeles, enamorarse en París y protagonizar un espectáculo en Broadway. Sonrío al recordarla dándonos lecciones de vida con quince años, con esa expresión en el rostro de las personas que saben que van a comerse el mundo.
Ojalá estuviera aquí y me ayudase a acercarme a Sara solo lo necesario para pedirle perdón.
No he sido yo la que lo ha llamado, pero Yago entra en casa cerca de las ocho con la cara desencajada; para ser su día de descanso, no parece muy contento.
Tras soportar el encuentro con Alex, me puse el bañador y me fui al lago.
Después de un baño largo y de dejar el cuerpo muerto en la superficie con los rayos del sol rozándome la piel, conseguí relajarme y sentir que los latidos de mi corazón se acompasaban. Su agua fría, calmada y traslúcida, siempre consigue ese efecto en mí. Solo con zambullirme dentro y mantener la respiración unos segundos bajo el agua, todo se disipa, tanto lo bueno como lo malo. Todo. Consigue que deje de sentir y me creo libre, ligera, como una hoja que flota sin preocupaciones ni nada que le afecte.
Por eso no he llamado a Yago y, que esté ahora bufando frente a mí, solo puede significar una cosa.
—Así que una fuga de agua.
Que vivo en un pueblo muy pequeño como para que las noticias no vuelen.
—Ajá.
Me dirijo a la cocina y él me sigue. Sé que mi respuesta lo enfurece más aún, pero me sale sola, como si al creerme yo la mentira que le conté, pudiera convertirse en realidad y Alex fuera a desaparecer en una nube de polvo.
La abuela sonríe mientras pela patatas en silencio.
—Una fuga de agua en casa de los Mauer —repite. Yo me lavo las manos en el fregadero y cojo unos tomates mientras asiento, deseando que la vida pudiera ser tan fácil como chasquear los dedos cuando algo no te gusta para hacerlo desaparecer—. ¿Cuándo coño pensabas decírmelo?
—Esa boca, Yago —le riñe la abuela.
Él saca su cartera refunfuñando y mete una moneda en el bote de cristal que está sobre la alacena blanca. En nuestra casa las palabrotas suponen un castigo inevitable desde que Vera, a los catorce, comenzó a basar su lenguaje en palabras malsonantes.
—Lo siento, abuela —se disculpa; yo me muerdo el labio inferior para no reírme y sigo dándole la espalda cortando tomates sobre la tabla de madera—. Te estoy hablando, Sara.
Levanto el cuchillo y suspiro.
No lo sé, Yago.
Quizá cuando asuma que de verdad Alex ha vuelto. Quizá cuando sea capaz de pronunciar su nombre sin querer dar patadas a un árbol o ponerme a temblar. Quizá cuando su simple existencia deje de evocar esto que siento enredándome las venas y tirando fuertemente de ellas.
Quizá nunca.
—No lo sé. —Me giro y lo miro; creo que la tristeza de mis ojos es una respuesta en sí misma; la abuela sigue pelando patatas—. Supongo que cuando no hubiera más remedio.
—Sara... —Deja escapar el aire contenido y se acerca a mí mirándome con ternura; me acaricia la mejilla y, de repente, su mirada se desliza hacia abajo y se tensa—. ¿Qué cojones te ha pasado en la pierna?
El clic de una nueva moneda cayendo en el bote es lo único que rompe el silencio.
—¿Te apetece cenar con nosotras y te lo cuento? También necesito que me ayudes a arreglar la moto.
No me hace más preguntas, solo asiente, se pone un delantal y me ayuda a terminar de preparar la cena, mientras la abuela lo interroga sobre su familia y nos reímos cuando nos cuenta alguna que otra anécdota de sus turnos en el bar.
Escucho a la abuela explicarle a Yago la mejor manera de hacer una tortilla de patatas decente, mientras el sonido del aceite chispeando en la sartén, la música de la radio encendida en un rincón y el silbido de las cortinas ondeándose por la brisa que entra por la ventana lo envuelven todo. Eso y las risas de dos de las personas que más quiero en el mundo fusionándose en una.
Ojalá estuviera aquí mi tercera persona favorita para reírse de Yago por no saber ni freír un huevo, para agarrarme del brazo, darme vueltas sobre mí misma hasta marearme y obligarme a bailar descalza al sonar por los altavoces AThousand Miles de Vanessa Carlton, como ahora, mientras la abuela se ríe a carcajadas y se le salta la dentadura postiza encima de la mesa.
Me encanta verla así, porque desde que éramos pequeñas Vera era la que hacía reír continuamente a la abuela y me da la sensación de que ya no lo hace tan a menudo. De que solo le salen sonrisas tristes.
Me guste o no, yo nunca he sido la divertida, sino la contenida.
Recuerdo los primeros años que pasamos en esta casa y cómo la abuela resaltaba lo poco que nos parecíamos. Ella la cal y yo la arena. Ella como una tormenta de verano y yo la calma que la precede. Siempre tan dispares, siempre tan unidas por esa contradicción tan extrema que, al morir nuestros padres, nos había hecho inseparables.
—Sara, tú y yo somos una, no podríamos existir la una sin la otra, ¿no te das cuenta? Sin luz no hay oscuridad, Sara. Es tan simple como eso. Cuando quieras gritarme, cuando estés enfadada o cuando creas odiarme, piensa en ello. No se te pasará de inmediato, pero aprenderás que es algo inevitable seguir juntas y aceptarás mis errores, como yo siempre aceptaré los tuyos.
Extremista hasta la extenuación, con esos discursos profundos dignos de algún manual de autoayuda, pero, en el fondo, cuando decía eso tenía razón. Siempre la tenía y yo había ido aprendiendo a cada paso de ella.
¿Por qué entonces te has largado, Vera? ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
No lo comprendo, se escapa a mi control y a mi raciocinio. Y me duele tanto que a veces me azota con fuerza la sensación de no poder respirar.
Cómo te echo de menos, maldita sea.
Después de cenar, Yago y yo nos sentamos en el porche con una taza de té. Me da miedo, porque sé que sin la abuela las preguntas llegarán. Al fin y al cabo, él conoce mi pasado, enlazado con el suyo de un modo inevitable, y también es consciente de quién fue para mí Alexander Mauer, el hijo del alemán y la irlandesa, como es conocido en el pueblo. Por otra parte, lo necesito. Necesito que Yago me diga que todo va a salir bien, que yo estaré bien cuando Alex vuelva a marcharse, aunque sea mentira.
—¿Has hablado con él después del accidente?
—No creo que pueda considerarse hablar. Creo que lo insulté. Y le lancé un pincel, pero no le di.
—¿En serio? —Se ríe y me mira asombrado—. ¿Lo de insultarlo también? ¿Has metido dinero en el bote? No me hagas chivarme a la abuela.
Le agradezco el tono distendido que utiliza, pese a la importancia de la conversación para mí.
No estoy muy segura de lo que le dije en el jardín, pero lo que sí sé es que lo he insultado tantas veces en mi cabeza que con él sería capaz de convertirme en Vera por un momento y decir todos los tacos que conozco.
—Está de paso, así que solo tengo que soportar saber que estará aquí hasta el final del verano. Después, será historia.
—¿A qué ha venido?
—No lo sé. Tampoco quiero saberlo. No quiero saber nada de él.
Y la mentira suena demasiado bien en voz alta, a pesar de que ambos sabemos que me muero de curiosidad por averiguar qué ha venido a hacer aquí después de ocho años. No obstante, me pesa más el orgullo como para pretender tener respuestas a esas preguntas.
Yago se abstrae un poco. Para él tampoco resulta sencillo pensar en Alex.
—Creo que lo odio.
—Ya lo sé. Yo también.
Nos quedamos en silencio y negamos con la cabeza con una sonrisa en los labios.
—Tú no eres capaz de odiar a nadie, Sara.
—Ya. Tú tampoco.
—Por si acaso, que no me ponga a prueba.
Qué fácil es desear odiar a alguien con todas tus fuerzas y que esa persona lo merezca, pero ser incapaz de hacerlo porque en un momento lo quisiste tanto que eso eclipsa cualquier otro sentimiento.
Aun así, el enfado está ahí, junto al dolor que lo llena todo, y me doy cuenta de algo que, aunque no tenga mucho sentido, lleva dando vueltas en mi cabeza desde que lo vi de nuevo.
—¿Sabes? Creo que lo odio más por haber vuelto en verano que por todo lo que hizo.
—¿A qué te refieres?
—Ha hecho que vuelva a asociar el sol, el verde, los baños cálidos y la imagen del atardecer que solo se disfruta durante días del año con aquello. Ha vuelto a hacerme revivir todo lo que sentía cuando llegaba el primer sábado de julio y él regresaba, y cómo me dejaba cuando se marchaba a primeros de septiembre.
Yago me acerca a su cuerpo y me abraza por encima del hombro. Apoyo la cabeza en él. Es reconfortante; siempre lo es. Sé que entiende lo que digo.
—No podemos echarlo a patadas, porque es su casa, pero no dejaré que cambie nada, ¿de acuerdo? Estamos juntos en esto. Cuando sientas que te supera, grita, y vendré corriendo.
—Lo sé.
Yago me deja un beso sentido en la mejilla, acaricia a Tango con mimo y se marcha con la promesa de que se ocupará de mi moto para evitar tener que depender del seguro de Alex para ello. Lo observo alejarse por el camino, hasta que la profundidad del bosque me impide ver la luz de los faros de su coche.
Pienso en lo afortunada que soy por tenerlo.
Me termino el té y después me levanto para entrar en casa. Antes de hacerlo, giro la cabeza y contemplo la luz que sale por el ventanal.
Está en la cocina.
Me vienen a la mente una tarrina de helado de vainilla, tres cucharillas y un juego; uno en el que tres niños acabaron con la cara llena de helado una tarde de verano. Uno en el que la pequeña Sara se quedó sin respiración al sentir la lengua traviesa de un Alex de quince años quitándole los restos de la punta de la nariz.
—Te tapaba las pecas de duende, enana.
Un juego en el que, acto seguido, aquella Sara le estampó su cuchara llena de helado en la cabeza bajo la risa explosiva de Vera, que le coló a su vez la suya por dentro del pantalón. Un juego que acabó con los tres castigados limpiando la cocina de los padres de él de arriba abajo.
Un juego que sigue formando el recuerdo de uno de los días más increíbles de toda mi vida.