No resistía un instante más de caos en mi cabeza. No resistía un instante más esta incertidumbre de ser madre. Era lo que más había querido en mi vida y ahora me agobiaba, me ataba a una realidad que parecía sin salida.
Estaba perdiendo la cabeza y no podía hacer nada.
Los pensamientos más oscuros se apoderaron de mí.
¿Qué pasaría si los tiraba contra una pared?
Sí, eso era lo que tenía que hacer. Entonces miré a mis hijos: F era un bebé de dos meses y N tenía algo menos de dos años. Ambos tenían sus ojos llenos de lágrimas, gritaban mientras yo me sabía imposibilitada para reaccionar.
Eran las dos de la tarde y no me había ni bañado ni lavado los dientes ni peinado, tenía mermelada en el pantalón y vómito de uno de mis hijos encima de la camisa. El olor me revolvía el estómago. Ellos que no dejaban de llorar por un maldito instante y yo no me sentía bien. En realidad, no es correcto decir que no me sentía bien. Me sentía espantosamente mal, al borde de un precipicio oscuro que me aterraba.
Habían comido. Estaban limpios. Habían hecho su siesta.
Y no dejaban de llorar y gritar ni siquiera un segundo.
¿Cómo hacer para callarlos? Para callarlos de una vez.
La escena duró unos minutos hasta que al fin reaccioné y me di cuenta de que algo estaba mal.
Muy mal.
Con cada respiro me sentía más y más cerca del precipicio, ya casi podía asomarme a su abismo, tan semejante al vientre de una bestia hambrienta. Me atrapó un miedo inmenso y, de pronto, mil voces en mi cabeza que me presionaban a tomar a mis hijos de los brazos para tirarlos contra la pared.
—Esa es la solución —me decían las voces—. ¡Arrójalos contra la pared! ¡Arrójalos contra la ventana! Así dejarán de llorar de una maldita vez.
Se despertó una lucha en mi interior. De un lado el deseo de hacerle caso a esa orden y, del otro lado, un profundo rechazo hacia mí por considerar una acción tan grotesca y desnaturalizada.
Fue en ese instante que todo se congeló. Me di cuenta de que debía poner a mis niños a salvo antes de que mi cuerpo tomara la decisión equivocada y terminara por destrozar a mi familia. Tomé a los niños en brazos, a uno lo puse en su cuna y al otro en el corral. Me aseguré de que estuvieran bien, salí de la habitación y me escondí en un baño. A través de la puerta cerrada me llegaban sus gritos, pero yo no debía pensar en eso. Solo debía concentrarme en mantenerlos a salvo de mí.
—No los lastimes —me repetí infinidad de veces mientras me cubría las orejas con las manos para no escuchar sus gritos—, no los lastimes, no los lastimes…
Pero de nada servía cubrirme los oídos, de nada servía encerrarme en el baño. Los chillidos me taladraban los oídos y el cerebro. Se volvían más y más agudos e insoportables en la medida en que me daba cuenta de que había pensado en dañar a mis hijos.
Porque aquello era cierto: yo había estado a un segundo de querer deshacerme de mis hijos.
Salí del baño, cogí el teléfono y llamé a mi esposo.
—¿Qué sucede, Fermina? —me preguntó con tranquilidad. Por lo visto mi voz no delataba la pesadilla que me rodeaba.
Le conté que los niños habían comido y que sus pañales estaban limpios, pero que aun así no dejaban, ni por un instante, de llorar, y que yo no había podido descansar ni un minuto, que no había tenido tiempo ni para lavarme la cara, que me sentía sucia y al borde del estallido.
Fue en ese momento que consideré la locura.
—Me debo estar volviendo loca—murmuré… ¿o tal vez solo lo pensé?
Estoy… estoy perdiendo la razón.
—¡Fermina! ¡Fermina!
Me pregunté quién me llamaba. ¿De dónde provenía esa voz? ¿Del interior de mi mente? ¿Eran la misma voz que me había ordenado librarme de mis hijos?
—¡Fermina! ¡Escúchame!
Se trataba de mi marido. Sí, era él.
—Dime —alcancé a decirle en un murmullo casi inaudible.
—Por favor, concéntrate en lo que te diré: termina esta llamada y comunícate de inmediato con el ginecólogo y cuéntale la situación. ¡Hazlo ya mismo! Yo iré para allá.
Sentí miedo de colgar el teléfono, ya que escuchar a D me tranquilizaba. Pero me armé de valor y lo hice. La llamada entró directamente a una de las enfermeras y le detallé lo mejor que pude lo que me sucedía.
—Usted no se encuentra bien, señora. Llame urgente al 911 y pida ayuda. Y si no hay otro adulto en su casa dígale a un familiar o amigo que vaya por usted.
Recuerdo como si fuera ayer toda la escena: mi esposo en camino, el 911 a punto de llegar, los niños llorando y yo hecha un ovillo, acurrucada en un rincón de la casa.
Tocaron el timbre, y cuando abrí la puerta, entraron los paramédicos que, de inmediato, se aseguraron de que los niños y yo estuviéramos bien. Sentí una presión en mis hombros, era mi esposo.
—Ya estoy aquí, mi amor —me dijo mientras me abrazaba—. No temas, ya todo ha terminado. Yo estoy aquí para protegerte.
Después de ese incidente fui diagnosticada con depresión posparto y la lamotrigina se convirtió en mi sombra. La lamotrigina es una medicina antiepiléptica, también denominada anticonvulsivo, que suele ser utilizada para retrasar episodios emocionales en pacientes con depresión maníaca, o sea: trastorno bipolar.
Los días siguiente no fueron sencillos: las recriminaciones a mí misma no tardaron en llegar. Me reclamaba la falta de juicio, el haber estado a punto de enloquecer y, por sobre todas las cosas, me juzgaba por haber sentido ese irracional y espantoso deseo de querer librarme de mis niños, lo que más amaba en esta vida.
Mi esposo trabajaba tiempo completo y yo estaba en licencia de maternidad. Regresar a la normalidad no fue fácil. ¿Cómo confiar en mí? ¿Cómo no sentir miedo de que algo así se volviera a repetir? ¿Qué pasaría si perdía la razón y no fuera capaz de detenerme? Estar con los niños empezó a generarme una ansiedad teñida de angustia que siempre derivaba en un miedo profundo.
Me moría de miedo ante la sola idea de estar a solas con ellos. Yo debía estar enloqueciendo, porque solo la locura podía explicar que yo hubiera pensado, seriamente, en hacerles daño.
¡Dios mío! la locura.
La idea de enloquecer me aterraba.
Ganarme la confianza de mí misma para volver a estar tranquila a solas con los niños no fue sencillo. Me tomó largos meses darme cuenta de que gracias a las terapias y a los medicamentos me encontraba mejor y que mi cordura seguía en pie.
Las mujeres que experimentamos depresión postparto podemos convencernos de que somos malas madres, se nos hace difícil reconocernos a nosotras mismas, sentimos que somos personas perversas y creemos que podemos hacerles daño a quienes nos rodean. A nuestros seres más amados.
Muchas fueron las citas que tuve con psiquiatras y terapeutas para poder estabilizarme, sin embargo, y a pesar de que muchas cosas mejoraron, yo jamás volví a ser la misma.
Algo había cambiado dentro de mí.
Algo que me impediría volver a ser esa mujer que fui alguna vez.
Así fue que inicié mi descenso al vientre de la bestia.