Mi historia comienza con la muerte de mi hermano.
Tengo diez años. Estoy de pie en el porche de Domingo Soleado, la casa principal de Cradle Island. El lago tiene el color de las nubes de tormenta. Mi madre acaba de salir después de hablar por teléfono. Me sienta en su regazo y dice algo que no entiendo.
—¿Cómo que se ha ido? —le pregunto. Analizo su expresión. Tiene la cara demasiado cerca de mí. La gente mayor da miedo de cerca. Quiero bajarme al suelo. Temo contagiarme de lo que sea que la hace vieja.
—Ya no está aquí.
—Pero es que no estaba aquí —replico—. Se quedó en Winnetka. Dijiste que tenía que ir al campamento de verano, así que se quedó en casa.
Parpadea. Sus ojos parecen grandes y viejos.
—¿Cómo va a irse si nunca ha estado aquí?
Y entonces se echa a llorar.

Antes de este momento, éramos ocho. Padre y madre, seis hijos.
Caleb, Clarence, Karma, Taz, Henry, Eliot. Caleb, Clarence, Karma, Taz, Henry, Eliot. Una lista que he recitado mil veces; a cada maestro nuevo, a cada amigo nuevo, a cualquiera que se moleste en preguntar. Soy la pequeña y quiero a mis hermanos con locura. Cuando me preguntan, recito nuestros nombres con un orgullo casi religioso. «¡CalebClarenceKarmaTazHenryEliot! ¡CalebClarenceKarmaTazHenryEliot!». La lista se convirtió en una especie de conjuro. «¡Si recitas los nombres muchas veces, pertenecerás al grupo!». Porque, en realidad, eso era lo único que yo quería. Sentarme a la mesa con los mayores.
Cuando llegaba al final de la lista (cuando por fin llegaba a mi nombre, uniéndolo a los de esos cinco humanos completos, reclamaba mi lugar entre ellos, aunque fuera como el furgón de cola, enganchado al tren por el frágil hilo de la obligación familiar), pronunciaba mi nombre con ojos brillantes y una sonrisa de oreja a oreja.

Henry y yo habíamos nacido muy seguidos, no nos llevábamos ni un año. Desde el principio, lo hacíamos todo juntos. Dormíamos en la misma cuna, mordisqueábamos los mismos juguetes e incluso comíamos del mismo cuenco. La primera vez que mi madre intentó acostumbrarme a la vajilla de verdad, me dejó en el banco junto a Hen y me dio un cuenco y una cuchara de plástico. El cuenco contenía mi ración de papilla. Henry, por supuesto, llevaba casi un año comiendo papilla. Según cuenta mi madre, solo miré mi cuenco unos segundos antes de volverme y empezar a comer del de Henry. Él no dijo ni mu. Se limitó a acercarme el cuenco y siguió comiendo. Nos turnamos para meter la cuchara en la papilla. Después, cuando dejamos limpio su cuenco, pasamos al mío y seguimos.
Henry aprendió a leer primero. Todas las noches, antes de acostarme, yo entraba en tromba en su dormitorio y él abría cualquier novela de fantasía que tuviera en la mesita de noche y leía en voz alta hasta que yo empezaba a cabecear. Creaba planetas lejanos para mí. Les daba a cada uno de los personajes una voz distinta. Hacía pausas dramáticas cuando era oportuno. «¿Adónde vamos esta noche?», le preguntaba. Y él me contestaba: «Al desierto del Sahara». O: «A Hogwarts». O: «A visitar a los dinosaurios».
Y me acurrucaba junto a él, cerraba los ojos y escuchaba mientras alzábamos el vuelo y nos íbamos muy lejos.

El funeral se celebra en nuestra iglesia de Winnetka. La familia entera viene en avión. Primos, tíos, exmujeres, primos terceros y tíos terceros y exmujeres terceras, personas con quienes tengo una relación sanguínea, pero cuyos nombres desconozco. Llenamos todas las bancas de la iglesia. En la parte delantera, hay una caja grande de madera, del tamaño de un niño, como las que se usan para hacer trucos de magia. Pero entiendo que no estamos en un espectáculo de magia. Entiendo que mi hermano está dentro de esa caja y que no va a volver.

Durante la semana que pasamos en casa antes de volver a Cradle Island, mientras soporto el velatorio y el funeral de Henry, así como los abrazos de familiares que no conozco y los platos desechables que se doblan bajo las lonchas de queso y la macedonia de fruta, me aferro al hecho de que solo es una semana. Solo una. Después, volveremos a Cradle Island para pasar el verano y todo irá mejor. Mi madre dice que las aguas verde azuladas del lago son «sanadoras». Cuando le pregunto el motivo, me contesta que los humanos venimos del agua, que somos concebidos en agua, que evolucionamos a partir de criaturas que nadaban. Así que eso es lo que me digo durante esa desdichada semana en Chicago: «Vamos a volver —me digo—. Vamos a volver. Y cuando lo hagamos, sanaremos».

Una semana después, volvemos a Cradle Island. Viajamos en el avión privado. Tiene ocho asientos, la cantidad justa para nuestra familia. Aunque nos falta un hermano, todos los asientos están ocupados.
—¿Qué es eso? —pregunto, señalando la cosa púrpura ovalada que va sujeta en el asiento junto a mi padre. Parece un jarrón de tulipanes, curvado y de cuello largo.
Se produce un largo silencio.
Al final, Karma, que tiene diecisiete años, dice:
—Eso es Henry.
Vuelvo a mirar el objeto. ¿Eso es Henry?
—No —replico—. Eso es un jarrón. Los muertos no van en jarrones.
—A veces sí.
—No —insisto—. Las flores van en jarrones. Los muertos van en ataúdes.
Karma esboza una sonrisa triste.
—A veces. Pero otras veces van en una de esas.
—No es un jarrón, Pez —tercia Clarence desde el otro lado del avión—. Es una «urna».
¿Una «urna»?
Le doy vueltas a la palabra en la cabeza. Una «urna». ¡Ah!
Eso me sorprende. Había un ataúd en el funeral; supuse que mi hermano estaba dentro. Supuse que no se me permitía verlo, que verlo era «solo para mayores». Muchas cosas de mi vida son «solo para mayores», sobre todo desde que murió Henry. Pero sé cómo son los funerales. Los he visto en las películas. Y las películas me dicen que los muertos van dentro de un ataúd y luego a la tierra. Así que supuse que, después del funeral, mi familia se lo llevó y lo enterró en un cementerio con todos los demás muertos, como se supone que deben hacer.
Me equivoqué.

Poco después de llegar a la isla, nos reunimos en el porche de Domingo Soleado. Los chicos apartan las mesas y los sillones. Las levantan por encima de sus cabezas y se las llevan a las rocas, dejándolas dispersas como un salón mal colocado. Nos congregamos en el patio vacío, toda la familia. Mi padre está delante de nosotros, de espaldas al lago. Entre las manos temblorosas tiene la «urna».
La fulmino con la mirada. Resulta que no es que Henry no esté a salvo bajo tierra, sino que está atrapado dentro de un diminuto jarrón para tulipanes. Qué espanto. Además, ¿cómo han conseguido que entre ahí? ¿Lo han encogido hasta el tamaño de una taza de té? ¿Su cuerpo se disolvió en una nube y se coló por el cuello, como un genio?
Mi padre está hablando. Cradle Island será el lugar de descanso eterno de Henry, dice. Va a esparcir las cenizas de Henry en el centro de la isla.
¿Cenizas?
¿Cenizas como las que quedan después de un fuego?
—Voy a esparcirlas solo —sigue—, para que no veáis dónde.
¿Cenizas como ese feo polvo gris, fino e inútil? ¿Un montoncito de madera consumida que antes era una llama y que antes de eso era madera y que antes de eso era un árbol, alto y fuerte, tan alto que lo veía todo de un lado a otro de la isla?
—Vuestra madre y yo… —mira a mi madre, que le devuelve la mirada con los ojos vidriosos— no queremos que Henry sea solo una roca, un arbusto o un árbol. —Sonríe—. Queremos que sea toda la isla.
Observo el pulgar de mi padre. Pienso en árboles ardiendo. Ese pulgar traza círculos en la parte inferior del jarrón, despacio, con cariño, como si creyera que el jarrón pudiera sentirlos. Como si estuviera hecho de piel, no de cerámica.
Y entonces lo entiendo.
—¿¡Qué has hecho!? —pregunto a voz en grito sin pensar.
—¡Eliot! —exclama mi madre, que se tapa la boca con una mano.
Mi padre baja la mirada. Todos lo hacen. Tengo su atención. Están esperando a que siga, pero soy incapaz. Una extraña sensación me burbujea en la garganta. Es caliente. Está ardiendo.
¿Es rabia?
No. Conozco la rabia. He visto la rabia. Te hace decir cosas de las que te arrepientes, no te deja sin habla.
—¿Eliot? —dice mi padre.
«¿Quemaste vivo a mi hermano?».
—¿Eliot?
«¿Eso es lo que hiciste? ¿Estaba tan malherido que tiraste su cuerpo a una hoguera y dejaste que se quemara, como si fuera un árbol caído sin más?».
Miro a mi padre. No puedo hacer esas preguntas. Se han ido. Se han convertido en aire en mi garganta. En cambio, pregunto:
—¿Cuándo?
—¿A qué te refieres?
—¿Cuándo vas a hacerlo?
Mi padre se queda callado un momento.
—Al final del verano.
Al final del verano. Al final del verano, mi padre tirará a mi hermano a un arbusto y lo dejará allí. Al final del verano, lo que queda de Henry se perderá en la lluvia.
No puedo respirar.
En primavera, Henry y yo contábamos los días que faltaban para el verano. Los tachábamos del calendario que había en el frigorífico. Una semana antes de nuestro vuelo, empaquetábamos libros, pantalones de deporte y todos los bañadores de nuestro armario. Para Henry y para mí, los veranos en Cradle Island no solo eran vacaciones; eran felicidad. Eran puestas de sol y balancines y escribir musicales y obligar a los mayores a verlos. Eran sol abrasador y tormentas rugientes y macarrones con queso cheddar blanco y la sauna que funcionaba con leña y que calentábamos hasta que se nos derretía la cara.
Y en ese momento, en ese porche, con la mano de Clarence en mi hombro, Karma aferrada a mamá, mis otros tres hermanos vivos de pie, con la espalda recta y los pies bien plantados en el suelo, igual que en el primer funeral pero vestidos con bañadores estampados en vez de con trajes negros, Cradle Island sigue siendo todas las cosas que a Henry y a mí nos encantaban. Con la diferencia de que ya no tengo a nadie con quien compartirlas.

El día posterior al segundo funeral de Henry, mi familia se despierta y descubre que la isla ha quedado libre de carbohidratos. De la noche a la mañana, mi madre sacó de la cocina hasta la última galleta, dónut, fideo y caja de cereales. Todos estamos molestos, pero Karma, cuya relación con mi madre ya era tensa, es un volcán viviente.
—¿Estás de broma? —pregunta mientras abre todos los armarios y los cierra de golpe al descubrir que solo contienen frutas y frutos secos—. ¿Qué vamos a comer ahora?
—Proteína —contesta mi madre. Está preparando unos huevos revueltos con requesón en una sartén—. Y mucha.
—¿Por qué?
—Las proteínas son medicina para vuestros músculos y vuestro sistema inmunitario —contesta con orgullo. Esa frase está sacada del libro Dieta para estar en la zona, que se leyó la noche anterior.
—Pero yo no estoy enferma.
—Sí que lo estás. No lo sabes porque tu cuerpo solo conoce los azúcares simples, pero lo estás. —Coloca un plato delante de cada uno de nosotros.
Karma aprieta los labios con disgusto y dice:
—Ni de broma. —Acto seguido, se baja del taburete y sale hecha una furia de la cocina. Durante el resto de la semana, se pasea por Cradle Island con un cartel pegado a la camiseta que reza: Acabemos con el hambre infantil ya.

Los primeros dulces que prepara Karma son macarons, que aunque por el nombre suene a macarrones, son como unos minisándwiches dulces franceses que parecen imposibles de hacer bien. Antes no había preparado ni una galleta de chocolate.
—¡Guau! —exclama Taz cuando entra en Domingo Soleado—. Esto parece ilegal.
Karma chasquea la lengua.
—Un poco de azúcar no tiene nada de ilegal.
—¿Se puede saber de dónde has sacado eso? —le pregunta mi hermano, con la mirada clavada en la bolsa arrugada de azúcar de caña que hay en la encimera.
—Digamos que en la isla hay muchas casas con muchos armarios de cocina.
En cuanto Karma empieza a preparar dulces, no para. Se dedica a ello con agresividad. En plan vengativo. Brownies blancos. Cortadillos de limón. Bollitos de canela. Tartaletas de frambuesa. Crujientes de menta. Durante una semana solo vemos a Karma bajo la luz anaranjada de la cocina. Empieza a preparar dulces más elaborados y con más ingredientes, y necesita dos o tres intentos hasta que le salen bien. Pero nunca se rinde. No hasta que le quedan perfectos.
Mi hermana no la oye, pero mi madre masculla:
—Esta debe de ser la rebelión adolescente más rara que he visto.
—No se está rebelando, Wendy —susurra mi padre—. Está pasando el duelo.

Desde que conozco a Taz (de toda mi vida, la verdad), mi hermano solo ha querido crear películas animadas. Su iPad lo acompaña allá donde va. Cuando camina, se lo pone debajo del brazo como si fuera un bolso. Cuando se sienta, le levanta la tapa y se sumerge en un impenetrable universo de castillos, extraterrestres y profesores de matemáticas que escupen fuego. Sonrisas pixeladas. Ojos enormes.
Después de la muerte de Henry, Taz deja de llevar el iPad siempre encima. Está en la cocina, sin ningún dispositivo electrónico. Parece desnudo sin ellos.
En su lugar, lleva un cuaderno de dibujo. Se pasa el día dibujando, unos esbozos sencillos tan tenues que parecen salpicaduras sobre el papel. No son guiones gráficos. De hecho, no hay ninguna conexión entre ellos. Los encuentro esparcidos por la isla: fruta en descomposición, mapas del mundo a medio terminar, un rostro sin rasgos identificables… Parece que le da igual lo que les pase una vez que acaba con ellos.
Empiezo a coleccionarlos. Cuando encuentro uno, lo guardo en el bolsillo de mi mochila de senderismo, por si algún día los necesita.

Creía que Cradle Island nos arreglaría. De verdad que sí. Que sus aguas nos sanarían, tal como dijo mi madre. Pero aquí estamos, y mire donde mire, veo dolor. Lo veo en el extraño comportamiento de mis hermanos y en el silencio sepulcral en la mesa durante las comidas y en los susurros de mis padres en el pasillo delante de la puerta de mi dormitorio. El dolor no ha desaparecido; en realidad, da la sensación de que se ha hecho más fuerte. De que ha ocupado el lugar de quien se fue. El dolor se sienta a la silla de Henry en la cena, duerme en su cama por la noche. La isla, que antes parecía a punto de estallar por toda la vida que acumulaban sus orillas, se ha convertido en un lugar descolorido.
Ya acostada en mi cama, oigo que mi madre le dice a mi padre susurrando:
—¿De verdad no te preocupa? Te juro que no la he visto llorar ni una sola vez.
—Cada uno pasa el duelo a su manera —replica mi padre—. Es muy pequeña.
Meneo la cabeza contra la almohada. Mi madre es tonta por creer que me pasa algo. Soy la única que puede pronunciar el nombre de Henry sin echarse a llorar. Soy la única que se come más de la mitad de la cena. Soy la única que todavía sale a explorar. Soy la única que no ha perdido la cabeza.

Ha llegado el final del verano. Estoy acurrucada delante del dormitorio de mis padres, con la oreja pegada a la puerta. Mi padre está dentro, buscando en su maleta. Mi madre está en otro sitio. Nos vamos mañana.
—Esto no puede estar pasando —dice mi padre como si hablara consigo mismo—. Estaban aquí hace dos días. —Empieza a buscar con más ahínco—. No las he sacado —sigue—. ¡Ni siquiera las he sacado! —Algo se cae al suelo con fuerza.
Después oigo otro sonido, uno espantoso, como la alarma de un tornado o una sirena. Me pongo en pie de un salto y abro la puerta de golpe, sin acordarme de que se supone que estoy escondida. Lo que encuentro dentro no es una sirena. Es mi padre, a gatas, sollozando. Eso es lo que se me viene a la cabeza: sollozar. No sé de dónde ha salido la palabra, pero ahí está, y ahí está también mi padre, encogido. Sollozando. El suelo está cubierto con lo que parece el contenido de todos los cajones, los armarios y hasta el último recoveco del dormitorio. En un rincón hay un montoncito de cerámica morada hecha añicos.
La «urna».
Me quedo paralizada en la puerta. No sé si mi padre me ve porque no dice nada. De hecho, cuando todo llega a su fin (cuando mi padre deja de sollozar y vuelvo sigilosamente al pasillo, cuando recoge despacio el dormitorio destrozado, enciende todas las luces de la casa, se da una ducha de treinta minutos y se mete en la cama para pasar la noche, aunque solo sean las siete y media de la tarde), no hablará de esa escena ni de la desaparición imposible que la provocó con nadie. Ni conmigo. Ni con mi madre. Con nadie, al menos que yo sepa. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué ser tan cruel? ¿Por qué decirnos que, cuando por fin estuvo preparado para esparcir las cenizas de Henry, cuando tomó la «urna» y miró dentro, no había nada? ¿Por qué decirnos que solo encontró una vasija de cerámica vacía, un pozo oscuro casi tan profundo como el que ahora se abría en su interior? ¿Por qué decirnos que ha perdido las cenizas de nuestro hermano muerto? Incluso a los diez años, sé que no va a decir nada. Lo miro allí en el suelo y lo sé. No cargará a nadie más con ese peso. No tendría sentido.
Le tiemblan los brazos y las piernas. Le tiembla todo el cuerpo por el esfuerzo de mantenerse en pie.
Unos meses más tarde, las piernas le fallarán para siempre.