El eterno viajero

Para suplir nuestras interminables conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos llamábamos y nos escribíamos cartas. Las hojas de papel nunca bastaban para que nos dijéramos lo que nos sucedía, a ti en un ambiente nuevo y a mí en el que conoces de sobra porque lo hicimos juntos. Por más cuidadosos que fuéramos siempre se nos olvidaba registrar algo.

Para evitar esos huecos se te ocurrió que lleváramos cada uno un diario a partir de nuestra despedida en el aeropuerto o en la estación. Ese registro siempre me ha hecho imaginar que no te has ido, por eso de una vez comienzo mis anotaciones en este cuadernito y no en una libreta, como siempre.

Los arreglos para tu viaje fueron muy complicados. Decidir qué ibas a meter en la maleta nos tomó horas, aunque mucho menos que ordenar en fólderes los textos que pensabas corregir una vez más. No dispuse de un minuto libre para ir a la papelería así que estoy usando el cuadernito que nos mandó Almudena Grandes: «El lector de Julio Verne».

Me encanta porque tiene aspecto de útil escolar, lástima que sea tan delgado. Mañana compraré una libreta gruesa (donde copiaré lo que escriba hoy) y luego otra y otra porque tu viaje esta vez será muy largo. Por favor, tú también escribe el diario, pero no en papelitos sueltos, sin fecha, que luego tengo que ordenar como si fueran partes de un rompecabezas.

II

Parto de lo que vivimos apenas esta mañana. Por tomarnos un último café, se nos hizo tarde para ir a la estación. Pese a ser domingo nos topamos con cuatro manifestaciones y un tráfico endemoniado. Estuvo en peligro tu mayor orgullo: jamás haber perdido un avión o un tren. Para colmo surgió otro inconveniente: todos los estacionamientos llenos. Coincidimos en que te fueras caminando a la estación para registrarte mientras yo me estacionaba. Tardé mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habías olvidado tu bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón alto.

Si me hubiera puesto botas quizás habría llegado a la estación antes de que te pasaran al área destinada a los viajeros. Intenté convencer a un guardia de que me permitiera pasar hasta allí para entregarte tu bufanda. Se negó. Le supliqué y hasta lo hice partícipe de tu vida (cosa que detestas) explicándole que te ibas a una ciudad que estaba a cuarenta bajo cero. Se estremeció como si fuera él quien iba a padecer un clima tan adverso.

Me da vergüenza confesártelo pero odié a ese hombre sólo porque cumplía con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo «oficial» pero fue inútil. Me resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de recomendaciones y promesas: «Júrame que no te quedas triste». «Procura dormir en el camino.» «Cierra muy bien la puerta.» «Te llamo en cuanto llegue.»

Debo haber tenido una cara terrible porque el guardia al fin me permitió pasar. Entré en el andén en el momento en que subías la escalerilla con la cabeza vuelta hacia la entrada. Sé que me viste, oí que me gritaste algo que no alcancé a entender. Supongo que repetías la promesa habitual: «Te llamo en cuanto llegue».

Sentí desesperación, necesidad de abrigarte el cuello, y corrí pegada a las vías pero no alcancé el tren y mucho menos a la altura del vagón en que ibas. Te imaginé quitándote el abrigo y metiendo al maletero la mochila con el libro que quisiste llevarte, los fólderes, una colección de bolígrafos Bic de punto grueso y al fondo de todo la Montblanc de la edición Schiller que te regalé para tu cumpleaños.

Te fascinó desde que la viste anunciada en una revista y decidí comprártela en secreto. De otro modo me lo habrías prohibido bajo el argumento de que: «Es demasiado cara. No gastes en mí». Por hacerte un obsequio recibí otro maravilloso: tu expresión de felicidad cuando probaste la pluma en una servilleta de papel.

Mejor no recordar tanto. Vuelvo a lo de esta mañana. Cuando el tren desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter que siempre huele a esa loción barata que prefieres.

III

Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el coche. Durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías ido y llamé a la casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé los cuartos vacíos, silenciosos, y sentí apremio de llenarlos con el rumor de mis pasos. A pesar de mi urgencia me detuve en una librería. Recorrí todos los pasillos, miré cada anaquel, me asomé a las mesas de novedades.

Mi comportamiento despertó las sospechas de los empleados y de una mujer policía multicolor: cabello granate, párpados azules, mejillas cobrizas, labios fucsia y uñas verdes. Adiviné sus dudas para elegir esa paleta y el tiempo que le habría tomado maquillarse. Acabé por admirarla y le sonreí, pero ella siguió observándome desconfiada, lista para actuar en caso necesario.

La situación habría sido menos incómoda si le hubiera dicho a la mujer policía que si iba de un lado a otro se debía a que estaba haciendo comparaciones entre los libros para llevarme el más grueso, el que me aloje y me acompañe durante el primer trecho de tu ausencia. Después de consultar índices y hacer sumas me decidí por Los Thibault. Sus seis tomos alcanzan 1 830 páginas con letra pequeña. Tomando en cuenta que mi trabajo me deja poco tiempo libre, calculo que leer esta novela me llevará muchos meses, aunque menos de los que tardarás en regresar.

Si estuvieras aquí y te mostrara mi primera compra desde que te fuiste dirías: «Este libro lo tenemos. ¿Para qué trajiste otro?». Pues para no ver tus anotaciones en los márgenes, las marcas que dejaste, la ceniza de tu cigarro que cayó entre las hojas. En las circunstancias actuales encontrarme con esas huellas me lastimaría.

IV

En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la cachucha con que te protegías de la luz artificial «para ahorrar vista», según tus propias palabras.

Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café. Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos. Con la taza en la mano salí al patio y puse a funcionar la fuente para que subiera el rumor del agua que te recuerda el mar.

Ya casi llené el cuadernito de Almudena. Le pondré la fecha de hoy: 26 de enero. Mañana escribiré en la primera libreta de las muchas que tendré que llenar contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor: me darás tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra. Esto me recuerda otro de mis pendientes: descifrar lo que escribiste en hojas sueltas las noches anteriores a tu viaje.

Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú.

Almitas buenas

Tengo computadora nueva. Renuncié a la anterior porque sus circuitos se debilitaron, perdió varias teclas y contrajo una especie de locura que la puso en desacuerdo con mis dedos. En donde yo marcaba una letra aparecían números o signos. Escribir es difícil, pero hacerlo en esas condiciones se vuelve un infierno. Sin embargo, lamenté deshacerme de la Toshiba que me acompañó en las más recientes etapas de mi travesía por el «Mar de historias».

Que haya quitado del escritorio mi vieja computadora no significa que piense tirarla o regalársela a los fierreros que a diario aparecen en esta colonia. Desde hace una semana le asigné un lugar entre los libros y periódicos que atestan mi estudio. Me tranquiliza su proximidad. De vez en cuando la miro y me emociono. Le agradezco que ya sin energía, ciega y muda me guarde nombres, paisajes, lugares, escenas y la sombra de un colibrí que fue protagonista de un relato.

Insisto: no resultó fácil aceptar que mi vieja computadora estuviera desahuciada. El técnico, que es también mi proveedor, tardó en convencerme. Lo hizo con la paciencia y los términos en que un médico recomienda dejar tranquilo a un enfermo terminal. El señor Avilés reforzó sus argumentos explicándome que la nueva es mucho más rápida, lógica y sensible; además, no requiere del «ratón» (que por cierto nunca he podido manejar) y su teclado se iluminará de rojo cuando lo use. Al ver la Qosmio me pregunto cuál de sus pulsores se desprenderá primero, en qué momento entrará en esa etapa de confusión que presagia el final y en dónde la pondré cuando llegue la hora de sustituirla por otra computadora, de seguro más potente, más veloz, más sensible y más lógica.

II

Debo a mi padre muchas cosas, entre otras que me haya enseñado a amar la tierra y a escribir. Lo hizo cuando yo tenía tres o cuatro años y vivíamos en el rancho. Solemne, hizo que me sentara en un banquito rústico de tres patas (mi abuelo lo usaba cuando se ponía a desgranar), colocó entre mis dedos un lápiz que, según me dijo, estaba lleno de letras ansiosas de aparecer en mi cuaderno rayado. Al principio de la fila venían las vocales, luego las consonantes arreadas por la «z», que es de pocas palabras.

Con las computadoras me sucede lo mismo que con aquel lápiz: pienso que llegan a los usuarios con una carga de posibilidades, recuerdos, historias por contar. A mi Qosmio voy a ponerla a prueba haciendo que me permita volver a los sitios que nunca he abandonado: el rancho, el pueblo, Buenavista, la noche iluminada de Insurgentes, la escuela, la vecindad.

III

La formaban quince viviendas. Un portón carcomido las protegía. Pensábamos que la chapa, la tranca y el letrero de «Se prohíbe la entrada a toda persona ajena a este lugar» bastaban para contener a los malhechores del barrio. Algunos eran nuestros vecinos. Tenían apodos (el Meque, el Ra, el Huevo, el Picho) y se comunicaban entre sí a base de silbidos. Ese lenguaje en clave convertía nuestra vecindad, sobre todo al anochecer, en una especie de enorme pajarera.

En aquel mundo cerrado —una ciudad dentro de la ciudad— todo era de todos: la felicidad, el dolor, la ilusión, la desesperanza, los nacimientos, los duelos y las fiestas. No podía ser de otra manera: las casas se apoyaban unas en otras, las paredes eran delgadas y no había una sola ventana con los vidrios completos. Por los huecos escapaban olores, palabras, risas, gemidos, música —sobre todo canciones rancheras y boleros. A fuerza de oírlos, quienes éramos niños los memorizábamos. Palabras como mancornadora o pervertida se sumaban a las que aprendíamos en la escuela o en el catecismo.

Consuelo, la hija de un carpintero, nos impartía las clases de religión todos los viernes, de cuatro a cinco de la tarde, en el atrio de la parroquia. Alta, seca, nuestra catequista parecía muñeca de trapo y siempre iba vestida con hábito carmelita. Ésa era su forma de agradecer los milagros recibidos por otros o de pagar mandas ajenas.

Siempre al final de la clase nos hablaba del sacrificio, única ruta posible hacia la gloria de Dios. Si aspirábamos a alcanzarla teníamos que aprender a renunciar a todo lo que en medio de nuestra vida difícil representara un momento de alivio o de felicidad. Para hacernos entendible su idea, Consuelo la ilustraba con ejemplos sencillos, aptos a nuestra edad.

Aún recuerdo sus palabras: «Cuando sientan frío, en vez de ponerse el suéter, aguántenlo porque de ese modo castigan su cuerpo y se vuelven almitas mejores». «Si sus papás les compran una muñeca o un camioncito, no cedan a la tentación de divertirse con esos juguetes. Domínense. Pongan a prueba su voluntad.» «A la hora de la comida, aunque tengan mucha hambre, no se abalancen sobre el plato. Esperen. Controlen su apetito.»

Sus enseñanzas no caían en el mejor terreno. A esas horas, a punto de recuperar la libertad, sólo nos interesaba recibir la gratificación que por ser «almitas buenas» nos repartían las beatas encargadas de la parroquia: un bolillo y una paleta de dulce a cada uno. Mientras obteníamos el premio doña Consuelo nos miraba sonriente, segura de que con su gesto nos recordaba que debíamos postergar todo placer si es que de verdad aspirábamos al cielo.

Abandonábamos el atrio callados y en fila. Manteníamos la formación y la actitud mesurada hasta que llegábamos a la esquina en donde dábamos vuelta rumbo a nuestras casas pero antes nos deteníamos en el jardín de San Álvaro. Lejos de la parroquia y de la vigilancia de doña Consuelo, olvidábamos nuestra condición de «almitas buenas» y sobre todo lo hermoso que puede ser el sacrificio.

Sentados en el pasto, nos disponíamos a disfrutar del premio obtenido a cambio de haber soportado una hora aburridísima en el atrio. Por diversión, competíamos. A quien le duraran más el bolillo o la paleta era el triunfador y por lo mismo con derecho a imponernos castigos: recorrer el jardín saltando en un pie, subir a un árbol de tres copas, entrar descalzo en la fuente de agua helada. Nos reíamos de eso y de cualquier cosa sólo por el gusto de hacerlo, de sentirnos vivos.

Si nuestra catequista nos hubiera descubierto en aquellos momentos habría sufrido mucho pensando que, a pesar de todos sus esfuerzos, a espaldas suyas estábamos eligiendo el camino del infierno. Pobre Consuelo incapaz de entender que nuestra insubordinación significaba todo lo contrario: una experiencia liberadora que nos conducía al cielo, el único al que aspirábamos porque tenía olor a pan y un saborcito dulce, muy dulce.

Voces y murmullos

Desde mi ventana miro la única jacaranda que sobrevive en mi calle. En cuanto le brotan las primeras flores azules marco el número de mi hermana Julia y le recuerdo el compromiso que desde hace cinco años tenemos con las señoritas Vargas: Rosario y Artemisa.

Rosario, la mayor, es quien me habla a finales de febrero para decirme lo que ya sé: pasarán dos semanas en Celaya, con sus tías. Siempre se refiere a ellas en la misma forma («Son muy ancianas, están solas, viven de adornar cirios y tejer manteles para las iglesias. Gracias a eso pueden sostenerse y no les falta nada, pero comprenderás que necesiten compañía») y siempre justifica el viaje con un argumento invariable: «Sólo en marzo coinciden mis vacaciones con las de mi hermana. Las aprovechamos para visitar a nuestras viejitas, nuestras niñas, como les decimos de cariño a las tías».

(Sospecho que detrás de esa dulce expresión hay una casa, muebles antiguos, joyitas de familia y un terreno más o menos grande que, a su tiempo, alguien tendrá que heredar. ¿Quién mejor que dos sobrinas devotas y constantes?)

Rosario no se interesa por saber si mi hermana, que vive en Río Frío, está en condiciones de alterar su vida por dos semanas o si yo dispongo de ese tiempo. No pregunta nada. Sabe que Julia y yo accederemos a su petición debido a que mi mamá trabajó muchos años con ellas en su taller de bolsas y porque es nuestra única forma de agradecerle el préstamo que nos hizo cuando hospitalizamos a mi hermano, que en paz descanse.

II

Durante la temporada que las señoritas Vargas pasan en Celaya, Julia y yo nos mudamos a su casa. Es vieja, inmensa y tiene pisos de duela que siempre hacen ruiditos inquietantes. Además de limpiarla debemos mantenerla viva —palabras de Artemisa—; es decir, apegarnos a la rutina que ellas siguen desde la mañana hasta la noche. A esas horas, mientras cenamos, Julia y yo vemos la tele que está en el antecomedor. Con todo y que en las noticias se ven cosas terribles, las preferimos a las telenovelas. Antes de irnos a dormir recorremos los cuartos para asegurarnos de que todo esté en orden y apagamos las luces, excepto una muy débil, en el patio. (Orden de Artemisa.)

En esta casa enorme las noches son más largas que en la mía. Tal vez mi impresión se deba a que Julia se duerme en cuanto pone la cabeza en la almohada. No tengo a nadie más con quien hablar y para distraerme enciendo el radio. Como hay una antena al final de la cuadra, la única estación que se oye bien es la que transmite Voces y murmullos. El programa comienza a las doce de la noche y termina a las cinco de la mañana, tiempo suficiente para que pongan música, den recetas de cocina, lean frases célebres o la noticia del día. Lo mejor de todo es que el público puede llamar a la cabina y contarle su vida a Ray, el conductor.

La mayoría de los espontáneos son mujeres. Me parece que nunca dicen sus nombres reales. A lo mejor por eso hablan con una libertad envidiable de todo: desde su vida sentimental hasta su menopausia, sin que falten descripciones precisas de sus enfermedades. Sólo al término de su intervención se muestran algo inseguras. Coquetean. Piden disculpas por lo mucho que hablaron, por sus accesos de llanto y sus titubeos. Ray las anima, les dice que no faltaba más, él comprende; lo importante es comunicarse, abrir el corazón, recordar que la noche está poblada de voces y murmullos. Hay que saber oírlos. Suspira y manda a corte.

III

En Voces y murmullos se escuchan historias muy especiales y hasta increíbles, como la de Lorenzo. Se identificó sin titubeos. Nunca había sido nada más que jardinero y estaba por cumplir ochenta años. Debido a un accidente de trabajo le habían amputado la pierna izquierda. Rechazó la prótesis de aluminio y eligió una de madera. (Después de todo, dijo, nada más indicado para una persona de su oficio.)

Recuerdo lo mucho que me reí cuando Lorenzo describió sus dificultades y tropiezos para acostumbrarse a la pata de palo y perder el miedo a no sentir la extremidad, a caerse, a tropezarse e inclusive a que se la robara algún canalla del barrio. A fuerza de mucho entrenamiento logró sobreponerse y caminar con agilidad. Se sintió satisfecho y seguro de que no enfrentaría una prueba más difícil por el resto de su vida.

Comprendió que era un error cuando la señora —no especificó si se refería a su esposa, a una amiga o a una simple conocida— le hizo ver que los dos ya estaban grandes y no tardarían en irse. Lorenzo aclaró que desde niño su madrina le había enseñado a entender la muerte como el paso inevitable hacia otra vida. Estuvo listo para darlo sin temores, como algo natural, hasta que pensó en algo: ¿cómo iba a presentarse ante Dios con una pierna si Él lo había mandado al mundo con dos? Mientras no encontrara una respuesta digna de ser escuchada por el Padre Eterno le era imposible morirse por más que su cuerpo le gritara por los poros y las articulaciones que era el momento de partir.

Don Lorenzo lo había dicho todo. Esperaba el consejo de Ray. El conductor no estaba listo para eso y les pidió ayuda a los radioescuchas. Entre todas las sugerencias, la más sensata fue la de una mujer. Le recordó a Lorenzo que Dios lo ve todo, lo sabe todo, lo comprende todo, lo perdona todo, hasta un crimen, con más razón la falta de una pierna. Lorenzo dijo algo incomprensible y colgó. Después de una breve reflexión y un suspiro, Ray mandó a corte.

IV

Siempre que vengo a cuidar esta casa, para no aburrirme cuando Julia se duerme y ya no podemos seguir con la plática, enciendo el radio para escuchar Voces y murmullos. En cinco años, en ese programa he oído casos increíbles: parejas que se reencuentran después de años de no haberse visto, deudas que se saldan, ilusiones que se cumplen al borde de una vida, amigos que se reconcilian, madres que confiesan sus faltas. De todas esas historias la más conmovedora para mí sigue siendo la de Lorenzo, el jardinero. La recuerdo con frecuencia, en especial cuando empiezan a florecer las jacarandas.

Escrito en la piel

—Lorena fue a ver lo de un pedido, ya no debe tardar. No te preocupes, le digo que la llamaste… Claro que no se me olvida… Ándale, que te vaya bien y, por favor, cuídate mucho.

En el momento en que Sandra cuelga el teléfono aparece Lorena. (Ambas son dependientas en la Panadería Versalles.)

LORENA (acciona la caja registradora): Aquí pongo el adelanto de los canapés. ¿Con quién hablabas?

SANDRA: Con Ubaldo. Desde que saliste, van dos veces que llama. Si hubieras vuelto un minutito antes lo habrías alcanzado.

LORENA: Ay, no importa.

SANDRA: Pasaste la semana esperando la comunicación y ahora sales con que te vale. No te creo.

LORENA: Allá tú, pero de verdad hoy no tengo ni tantitas ganas de hablar con Ubaldo.

SANDRA: Pues en cambio él se notaba muy ansioso por comunicarse.

LORENA: Sí, claro, para decirme lo mismo de siempre: que no me desespere, el tiempo pasa rápido, en cuanto pueda viene a visitarme o manda por mí.

SANDRA: ¿No le crees?

LORENA: Sí, pero ¿cuándo? Ya pasaron ocho meses y seguimos en las mismas: él por allá y yo aquí. ¿Quién me dice que un día de éstos no se mete con otra mujer?

SANDRA: Se ve que has estado hablando con tu mamá. Con perdón tuyo, esa señora se pasa la vida metiéndote ideas raras en la cabeza.

LORENA: Compréndela: no quiere que me haga ilusiones y después me lleve una decepción, como mi prima Eva: pasó cinco años esperando el regreso de su marido. Joaquín volvió, sí, pero con otra familia.

SANDRA: ¿Y por qué piensas que Ubaldo va a hacerte lo mismo?

LORENA: No sé, y mejor vamos cambiando de disco. (Reflexiona un momento.) Y otra cosa: si tanto le interesaba hablar conmigo, ¿por qué no me marcó al celular?

SANDRA: Ubaldo lo hizo, pero me dijo que siempre le responde el buzón. (Suena el teléfono.) Contesta, a lo mejor es tu marido.

LORENA (duda unos segundos antes de correr hacia el teléfono): Panadería Versalles, diga usted… ¿Quién? No, aquí no trabaja ningún Mariano Torres. (Cuelga.) Híjole, todos los días llaman buscando a ese tipo. ¿Qué habrá hecho?

SANDRA: Ya cargas con demasiados problemas como para pensar en los de otros, ¿no te parece?

LORENA (bosteza): Qué raro, son apenas las seis de la tarde y ya me estoy muriendo de sueño.

SANDRA: Lo que tienes es debilidad. Ayer no comiste nada y hoy tampoco. (Se acerca con expresión afectuosa.) ¿No se te antoja que vayamos a cenar al merendero de Tula? Así platicamos.

LORENA: No quiero llegar tarde a mi casa.

SANDRA: ¿Alguien te espera? (Ve a Lorena cubrirse la cara.) No llores. Ubaldo tiene razón: el tiempo pasa muy rápido y cuando menos te acuerdes ya lo tienes aquí…

LORENA: No sabes cómo lo extraño. Era bien lindo conmigo, bien cuidadoso. Antes de irse le puso doble chapa a la puerta y mandó tapiar la ventanita del baño que da al callejón de los teporochos.

SANDRA: Quería dejarte protegida.

LORENA: Pero él, ¿estará bien?

SANDRA: Claro que sí. Me lo dijo pero de todos modos le aconsejé que se cuidara mucho. ¿Más tranquila? (Ve asentir a su amiga.) Así es como tienes que estar en vez de darte cuerda imaginándote cosas horribles. Con el acelere que traes y que no comes… (Mira el reloj.) Ya falta poco para que salgamos. Acuérdate de que te invité a cenar.

II

Tula pone dos tazas de café en la mesa que ocupan Sandra y Lorena.

TULA: Se los traje recién hechos. ¿Algo más?

LORENA: No, gracias. (Mira los lugares vacíos.) No hay nadie. ¿Podría fumar?

TULA: Aquí no, mi cielo, porque me multan.

SANDRA: No me dijiste que habías vuelto al cigarro. Si quieres seguirle, ¡allá tú!, pero recuerda que te hace daño.

LORENA: Sí, lo sé y voy a dejarlo, pero luego, cuando salga de esta rachita. (Juega con el paquete de cigarros.) ¿Por qué tuvo que irse?

SANDRA: Lo sabes mejor que nadie. Ubaldo llevaba dos años buscando trabajo y se desesperó de que tú sola afrontaras los gastos de la casa.

LORENA: Que hubieran sido tres o cuatro no me habría importado con tal de tenerlo cerca en vez de vivir en la zozobra de no saber qué le pasa, cómo está su situación. Cuando se lo pregunto por teléfono me sale con que va de lo mejor, pero sospecho que me lo dice para no intranquilizarme.

SANDRA: Confía en Ubaldo. Sabes que es un hombre trabajador, de carácter. Siempre he tenido la impresión de que no le tenía miedo a nada.

LORENA: A una cosa: quedar solo, malherido o muerto, en algún barranco. Por eso antes de hacer el viaje… (Se lleva las manos al pecho.) Me estoy sintiendo mal. Quiero ir a mi casa.

SANDRA: Te acompaño.

LORENA: No es necesario. Estaré bien.

SANDRA: No lo dudo, pero voy contigo. Además, se me antojó que me invites una cubita.

LORENA: Tendremos que comprar hielo en el Oxxo porque mi refrigerador sigue descompuesto. (A Tula.) La cuenta, por favor.

III

Una lámpara roja inunda la estancia de un tono cálido. En la mesa de centro una fuente eléctrica destila una cascada minúscula. Con un vaso en la mano, Sandra observa las fotografías en la pared.

SANDRA: En ésta Ubaldo salió muy bien. ¿Dónde se la tomaron?

LORENA (acercándose): En Tepito. Él quería tenis nuevos para su viaje. Los compramos. Luego me llevó a un lugar para que le tatuaran en la espalda su nombre completo.

SANDRA: Y eso, ¿cómo se le ocurrió y para qué?

LORENA: Te lo iba a decir cuando estábamos cenando pero me entró mucha angustia… (Mira los hielos deshacerse en el plato.) Ubaldo leyó en un periódico el caso de los indocumentados que fallecen durante la travesía hacia los Estados Unidos o los cazan en algún rancho. Como no tienen papeles quedan en cualquier parte sin que nadie pueda identificarlos. Ubaldo decidió tatuarse para evitar lo que más le horrorizaba: morir solo y sin nombre en el desierto.

Su identificación, por favor

Me gustan los diccionarios. Son libros generosos, pacientes y democráticos. A nadie le niegan la definición de una palabra, por larga, corta o infrecuente que sea. Gracias a mi gordo Larousse aprendí que el término sinastrosis corresponde a la articulación fija entre dos huesos; pipiol es un dulce elaborado con harina que tiene forma de hojuela; urchilla se llama el liquen que vive en las rocas bañadas por el agua de mar.

Los diccionarios, pesados, dignos y memoriosos como los elefantes, también subsanan olvidos. La otra mañana, al despertar y oír los primeros sonidos de la calle, pensé en todas las cosas que tendría que hacer sin la presencia de la persona más querida. Me asombró que sin, un vocablo de sólo tres letras, fuera capaz de regir todos los verbos que conjugo de la mañana a la noche. Despertar sin. Leer sin. Escribir sin.

Más me extrañó no poder recordar en qué categoría del lenguaje estaba un término tan poderoso. Subsané la injusticia (con el lenguaje y con mis profesores de español) acudiendo al diccionario. La sección que corresponde a la «s» abarca de la página 901 a la 953. En la 929 encontré lo que buscaba: «Sin. Preposición. Denota privación o carencia». (La rima es cortesía de Larousse.) No precisa término de tiempo pero yo lo sabía y me dije: «Tendré que despertarme, leer, escribir sin durante el resto de mi vida».

II

Sonó el timbre. Descolgué el interfono: «¿Quién es?». Dos golpes en la puerta me indicaron que se trataba de alguien urgido. Corrí a la puerta. Al abrirla encontré montado en su bicicleta a nuestro-antiguo-cartero. Me emocionó ver su rostro sereno y su cabello abundante muy blanco. Esos detalles y la camisa de manga corta me hicieron imaginarlo durante el fin de semana largo recorriendo alguna playa atestada para recolectar con sus nietos las conchitas y los líquenes que arroja la marea.

Apresurado, sonriendo apenas, nuestro-antiguo-cartero sacó de la canastilla metálica un sobre de plástico largo. Por la envoltura comprendí que era un envío del banco. El mensajero se limitó a leer el nombre del destinatario. Hice un esfuerzo y le di la noticia: «Él murió». En vez de expresarme sus condolencias o decirme lo que suelen aconsejarme mis atentos vecinos («El tiempo lo cura todo») se limitó a pedirme una credencial de elector. «¿La mía?» «No. La del destinatario.»

Para que entendiera a quién se refería me acercó el sobre. Alcancé a distinguir el nombre de mi esposo en un recuadro azul. Pensé en otra sepultura, en el poder inmenso de la palabra sin.

Estuve a punto de llorar pero me contuve y armada de valor insistí: «Él murió». Comprendí que otra vez el cartero no me había escuchado cuando lo vi mover el sobre con la actitud del amo que aspira a despertar el interés de su mascota: «Sin una identificación no puedo dejarle el documento. Es personal». Desolada repetí: «Murió». «¿Quién?», preguntó mientras buscaba una contraseña. Disimulé mi impaciencia: «Ya se lo dije: mi esposo, ¿quién más?». Un gesto burlón se dibujó en el rostro del cartero: «Y yo ¿cómo voy a saber qué grado de parentesco guarda con el destinatario? Podría tratarse de su hermano, de su padre».

La reflexión del cartero me pareció injusta. Después de que me había alegrado de volver a verlo y hasta lo imaginé disfrutando de la playa con sus nietos, resultaba que al cabo de tantos meses de venir a la casa ni siquiera sabía que el destinatario era mi esposo. Se lo dije. Lamentó su muerte con un suspiro y enseguida pasó a una conclusión: «Me imagino que habrá guardado sus documentos, entre ellos su credencial de elector. Ésa ya no sirve. La que necesito es la suya. Muéstremela, si es tan amable, para que le entregue la correspondencia».

La escena era absurda y hasta inhumana: «Señor, si mi esposo ya no vive, ¿qué objeto tiene que reciba su tarjeta bancaria?». «Ésa es cosa de usted. Mi deber es entregarla. A eso vine.» Si hubiera sido otra persona y no nuestro-viejo-cartero habría cerrado la puerta. En vez de hacerlo traté de conquistar su comprensión: «Perdone. Últimamente me han solicitado decenas de veces mi credencial de elector. No recuerdo en dónde la guardé, pero la tengo, se lo aseguro».

Me hizo un guiño aprobatorio. Sentí como si me hubiera puesto una estrellita en la frente y en señal de agradecimiento sentí deseos de contarle mis experiencias positivas en el módulo del IFE. No pude hacerlo porque retomó la conciencia del deber y la palabra: «Señora, entienda: necesito su credencial ya que, como me dijo, el destinatario era su marido». «Y seguirá siéndolo aunque ya no esté.» «Pero está usted», agregó invencible.

Era evidente que el cartero se guiaba (al menos en su horario de trabajo) por una lógica impecable y decidí seguir el mismo camino: «Desde luego, pero vuelvo a lo mismo que le dije antes: ¿qué sentido tiene que reciba una tarjeta de crédito que mi marido ya no va a usar? Comprenda: ya no le servirá para nada porque él…».

Las palabras se me ahogaron en la garganta. El mensajero se rascó la cabeza con el sobre de plástico y me hizo una pregunta extraña: «¿Va a estar aquí mañana? Para entonces ya habrá encontrado usted su credencial de elector o su pasaporte. También sirve de identificación». Salió a flote mi orgullo: «Disculpe, sé muy bien que tengo mi credencial en alguna de mis bolsas. Será cuestión de buscar un poquito». «Entonces hágalo y permítame verla. De otro modo no puedo entregarle el documento.»

En mi mente sustituí la imagen del cartero como abuelo paciente por la de otro recalcitrante y pellizcón al que aborrecí. «Creo que usted no me ha entendido. Mi esposo…» El empleado de correos me interrumpió: «Sí, ya sé. Me queda claro que usted es la viuda del destinatario…». Odio el término viuda. Basada en una de las muchas lecciones que he recibido en las últimas semanas le aclaré: «Para la ley, se clasifica como soltera a la persona que pierde a su cónyuge». Su expresión se volvió maliciosa, incrédula: «Ésa no me la sabía. Para mí es viuda la mujer a quien su marido se le adelanta en el camino. Es su caso y por lo tanto puede recibir la tarjeta del finado, siempre y cuando me facilite su identificación».

Inútil seguir hablando. Cualquier intento por esclarecer la situación serviría nada más para alargar un diálogo de locos. Para evitarlo preferí someterme a la exigencia: «Espéreme un momento. Voy por mi credencial». Satisfecho, el mensajero me pidió un esfuerzo adicional: «Le ruego que no se tarde. Ya perdí mucho tiempo con usted y todavía me falta correspondencia por repartir».

III

No olvido la expresión relajada del cartero cuando al fin me entregó el sobre lleno de indicaciones: «Importante. Estimado cliente. Al recibir esta bolsa por favor verifique los cinco puntos señalados al reverso. Si detecta…». No tenía que seguir. Giré la bolsa. Allí estaban, en el recuadro azul, el domicilio, la colonia y el nombre de mi esposo. Al leerlo imaginé cuántos sobres seguirán llegando sin que él pueda abrirlos. Sin. Preposición.

Las hojas y la sombra

Hoy es el cumpleaños de mi hermana Rosario. Espero que lo esté celebrando. Llevo mucho tiempo sin noticias suyas. La última vez se comunicó desde Tijuana. Le reclamé que no me llamara más seguido ni me dijera cuándo pensaba volver. Me salió con que no tenía derecho a meterme en sus cosas. Discutimos. La insulté. Colgó sin despedirse. Juré que no la buscaría. No pude sostener mi promesa. En infinidad de ocasiones marqué su número pero siempre oí la misma grabación: «Fuera de servicio».

Ya no insisto. Voy a esperar a que Rosario me perdone y se decida a llamarme. Cuando lo haga le pediré disculpas, la pondré al tanto de mi vida y le preguntaré cuándo viene a visitarme. Necesito verla. Ya sólo con ella puedo hablar de nuestra infancia en el rancho. Duró nueve años. Terminó una mañana.

I

No he olvidado el tono pardo de aquel amanecer, la luz de la luna desparramándose en el cuarto oloroso a manzanas. Recuerdo en especial las voces asordinadas que tanta inquietud nos provocaron a Rosario y a mí.

Abuela. Padres. Tíos. «¿Guardaste la leña?» «Ya doblé las cobijas, ¿qué más falta?» «Sería bueno despertar a las niñas.» «No. Mejor que duerman otro ratito mientras acabamos de subir todos los bultos a la camioneta.» Destartalada, roja, al avanzar se hundía en los hoyancos de todos los caminos y levantaba una polvareda densa como hecha de cenizas.

Al coro de voces (abuela, padres, tíos) se agregaron las protestas de la mujer que a fuerza de servir tantos años en nuestra casa se había convertido en otro familiar: Julia. (Infancia sin escuela y de trabajo. Un solo apellido. Pelo tusado, estatura baja, hombros fuertes, piernas cortas, fe ciega y una memoria llena de rezos y canciones que hablaban de amores y de besos que jamás disfrutó.) «¿Cómo va a ser que se las lleven? A esas niñas las cargué de chiquitas, fui a su bautizo, les enseñé sus primeros pasos, jugué con ellas, las vi mudar y recoger el dinero que les dejó el ratón por cada diente.»

Julia hizo una pausa hasta que encontró un nuevo argumento para retrasar nuestra partida: «Nada más soy una sirvienta. No puedo prohibirles que se vayan. Sólo les pido que se esperen hasta mañana. Hoy es el cumpleaños de Rosario. Ni modo que lo festeje en el camino. ¿Qué pierden con esperarse tantito?».

Nadie respondió a su pregunta. Julia siguió murmurando y gimiendo, como era su costumbre en los momentos difíciles. Aquel amanecer era uno de ellos. Nos íbamos del rancho dejándola al cuidado de la casa (simple como un dibujo infantil en cuaderno lleno de tachones) y de nuestros pocos animales hasta que llegara algún posible comprador.

II

Ni Rosario ni yo habíamos imaginado que nuestra vida pudiera transcurrir en otro sitio fuera del rancho. El hecho de que así sería nos tomó por sorpresa. En secreto, mi padre le informó a mi abuela, a mi madre y a sus hermanos que iba a vender las tierras; en cambio nos lo ocultó a Rosario, a mí y a Julia. Para él no había necesidad de incluir en sus pláticas a dos niñas y una sirvienta y mucho menos de explicarles por qué de pronto empezaron a hacerse bultos y atados con la ropa y los trastos. En una caja metieron a los santos.

En los días previos al viaje que ni sospechábamos, a Rosario y a mí nos parecían muy extrañas las conversaciones a medias, el trajín, los cambios. Queríamos saber el motivo de todo aquello. Preguntábamos pero nuestras palabras, con todo y signos de interrogación, se hundían en miradas, suspiros, lágrimas.

III

La mañana aclaraba. Afuera escuchamos el motor de la camioneta y en el cuarto la voz de mi tía Esperanza: «Levántense, niñas. Ya nos vamos». Salté de la cama: «¿Adónde?». «No seas tan preguntona y apúrate. Tu padre quiere que nos vayamos tempranito.» Rosario protestó: «¿Hoy? ¡Pero si es mi cumpleaños! Julia prometió que, de regalo, iba a llevarme a la presa». La tía Esperanza se impacientó: «Lo hará cuando volvamos, aunque sea de visita».

¿De qué hablaba? En unas cuantas palabras nos puso al tanto de la situación (deudas, malas cosechas, venta obligada, viaje en tren) y luego procuró despertar nuestro entusiasmo: «Nos vamos a San Luis. Dicen que es muy bonito. Les va a gustar y además allá podrán ir a la escuela».

Julia entró en el cuarto. Habló sin mirarnos: «Dense prisa. Ya casi es hora de que se vayan». «¿Y tú no?» Me contestó resentida: «No. Alguien tiene que estarse aquí para que cuide la casa». «¿Hasta cuándo?» «Hasta que pase lo que Dios quiera.»

No pudo más. Deshecha en llanto, Julia nos abrazó llamándonos mis niñas. Durante unos minutos aspiré el olor a humo que se desprendía de su pelo, de su ropa (un batón amplio, amorfo) y acaricié sus manos de las que el trabajo había borrado las huellas. Esa pérdida de identidad era un motivo de satisfacción para Julia. Estaba orgullosa de que sus dedos hubieran servido para lavar, moler, partir. Y seguirían haciéndolo aun cuando estuviera sola en la casa.

Faltaban unos minutos para que emprendiéramos nuestro viaje pero surgió un inconveniente: por un descuido de mi padre la camioneta no tenía suficiente gasolina. Para conseguirla necesitaba ir al pueblo. El problema retrasaba nuestra salida por lo menos una hora, tiempo suficiente para que Julia nos llevara a dar nuestro último paseo.

Caminamos sin rumbo, indiferentes al paso del tiempo, sin hablar. Embebidas en los rumores del campo habíamos olvidado nuestro viaje hasta que de pronto se escuchó insistente el claxon de la camioneta. De ese modo mi padre nos llamaba con urgencia. Más valía que corriéramos. Ya a punto de llegar a la casa Julia se detuvo y levantó las hojas recién caídas de un árbol. Nos las entregó sin explicaciones y sin que nosotras comprendiéramos su gesto. Luego seguimos el camino a la casa: era el principio de otro mucho más largo que nos trajo hasta aquí.

IV

Cuando mi hermana me perdone y se anime a llamarme por teléfono le preguntaré si aún conserva las hojas que nos regaló Julia hace ya tanto tiempo, el día de su cumpleaños. Yo sí las tengo. Las guardé entre las páginas de una libreta que de milagro no he perdido. Jamás las toco por miedo a que se deshagan. Sólo las miro. Me basta con eso para ver todo el árbol: frondoso, derecho, alto. Es primavera. Lo imagino lleno de brotes, cargado de trinos y rumores, derrochando su sombra. Eso también se lo diré a mi hermana. Ella me entenderá.

Lindita

Estaba decidida a complacer a Luis renunciando a este trabajo para siempre. Cuando se lo dije no me creyó. Tuvo razón en dudar. He dejado mi puesto en la Residencia cuatro veces y siempre he vuelto. Ésta iba a ser la quinta separación. La doctora Márquez me pidió que lo pensara bien antes de firmar mi renuncia el lunes porque no volvería a ocuparme. Supe que hablaba en serio y me alegré porque aunque yo quisiera no podría volver.

Resuelto ese problema me quedaba otro: despedirme de los viejos. Los que llevan más tiempo aquí conocen mis ires y venires. En cuanto les diera la noticia me harían las mismas bromas que en las despedidas anteriores, sólo que en esta ocasión no tendría ánimo para celebrárselas. Cómo, si estaba segura de que iba a separarme de ellos para siempre.

Por más que me doliera, necesitaba hacerlo. No quería más problemas con Luis ni que siguiera culpándome de que no me embarazo. Según él no hemos tenido hijos porque vivo estresada a causa del trabajo en la Residencia. Además me reprocha más a los residentes que a su padre. Me alegró pensar que a partir del lunes no habría nuevas reclamaciones ni celos.

II

Lo más laborioso fue vaciar mi escritorio. Me sorprendió ver la cantidad de cosas que tenía guardadas, desde llaves viejas y recetas hasta una Dolorosa que me talló don Baldomero. Camina por todas partes con su radio de transistores pegado al oído para que nadie más lo escuche. Dice que si en esta vida nadie le ha dado nada entonces ¿por qué va a compartir su radio con otros? A su manera, tiene razón; a la mía, lo comprendo.

III

Hice los preparativos para mi retirada en secreto y procuré ir lo menos posible a los pabellones. Acudía lo necesario pero de prisa, sin dar tiempo a que los viejos me contaran sus antiguas historias o sus nuevas desdichas. Si las oía iban a seguirme hasta mi nueva vida. Para organizarla necesitaría estar ligera, avivada, optimista.

Estaba pensando en eso cuando escuché la voz de Zaira. «¿Puedo pasar?» No esperó mi respuesta y fue a sentarse en la silla junto a la ventana: «Anoche no pude dormir». No me extrañó (padece insomnio) y asumí el tono que más me disgusta: le hablé como si fuera una niña. «¿Ya ve lo que le sucede por no tomar sus pastillas?»

Zaira me hizo una señal para que me acercara. (Le gusta hablar en tono de secreto): «El doctor Huerta está equivocado. Lo que me quita el sueño no es lo que piensa sino el remordimiento de haber sido una mala hija. Nunca se lo había confesado a nadie. Se lo digo a usted porque me entiende y no me juzga. ¿O sí?».

Le aseguré que en cuanto a eso podía estar tranquila. Se llevó las manos al pecho y se dio golpecitos: «El remordimiento no me permite descansar ni por la noche. Aunque me dé vueltas en la cama y me cubra la cabeza, me persigue y me recuerda que he sido una mala hija. Lo supe desde los cinco o seis años. Creí que con el tiempo iba a olvidarlo. No fue así y mucho menos desde que vivo en la Residencia. Aquí nos dan al final una buena sepultura. La muerte no me asusta. Me espanta que el remordimiento siga punzándome después».

Le pedí a Zaira que no hablara así y acaricié su frente. Ardía. Me ofrecí a traer al doctor a la oficina y se opuso. «No estoy enferma, lo que me daña es la maldita culpa.» No me atreví a preguntarle de qué ni fue necesario que lo hiciera. Se aferró a mi brazo, me incliné y ella otra vez habló en secreto: «Nunca he perdonado a mi padre. Le mentí cuando él iba a fallecer y le dije que no se preocupara, que yo lo había olvidado todo. No era cierto. Lo recordaba todo —los chillidos, las plumas, la sangre— y por eso lo odié y sigo odiándolo aunque esté muerto».

Pensé que una confesión tan descabellada sólo podía ser consecuencia del insomnio: «Zaira: trate de recordar desde cuándo no duerme». En sus labios delgados se dibujó una mueca que anunció su reproche: «Por Dios, ve que me mata el remordimiento y es lo único que se le ocurre decir. No disimule. Pregúnteme lo que quiere saber: ¿por qué odio a mi padre? No es un sentimiento extraño, lo raro es que alguien se atreva a expresarlo. ¿Está de acuerdo o no?».

IV

No me atreví a responder y sentía la mirada de Zaira presionándome. Tuve miedo de nuestro silencio y hablé: «El sábado será mi último día en la Residencia. (Adiviné la sonrisa incrédula de la anciana.) Esta vez será la definitiva. Por favor, no se lo diga a sus compañeros».

Zaira levantó los hombros y se volvió hacia el jardín: «Entonces hice bien en venir porque si no le cuento ahora ya no será nunca. ¿Quiere oírme?». Asentí. «Mi madre desapareció cuando yo iba a cumplir cinco años. Mi papá nunca me dijo si ella iba a volver o cuándo, parecía no darle importancia. Ahora me doy cuenta de que él esperaba que mi madre reapareciera y por eso nunca aceptó que nos mudáramos a Acolman con mi abuela.»

Sentí lástima y Zaira la rechazó: «No me mire así. Fui tan feliz como puede serlo una niña que confía en el regreso de su mamá y cuenta con todo el amor de su padre. Me lo expresaba siempre, aunque estuviera borracho. Se esforzaba por ocultármelo pero me lo decían sus pasos, su risa, su llanto sin motivo, sus ruegos incomprensibles dirigidos a Lindita, sus vómitos. Luego lo justificaba todo con mentiras: Tomé una medicina que huele a alcohol. Me caí porque había aceite en el piso. Volví el estómago porque comí algo descompuesto…

»Un sábado me dijo que lo habían contratado para llevar una carga de tinacos a Cuautla. Como ignoraba si iba a regresar esa misma noche me encargó con Delia, nuestra vecina. El domingo fue maravilloso. Delia me llevó al centro y luego al mercado de Sonora. En la sección de los animales vi a una gallina blanca preciosa. Delia me la compró. Decidí llamarla con el nombre que tanto repetía mi padre: Lindita.

»Al llegar a mi casa Delia vio luces encendidas y se despidió. Pensé en darle una sorpresa a mi padre. Dejé a Lindita en la cocina y luego corrí al cuarto. Mi padre dormía y le grité: Apúrate. Lindita está en la cocina. Se levantó con dificultades y me siguió tambaleándose y hablando de la felicidad. Para mejor efecto le hice una caravana: Te presento a Lindita. Él tardó en comprender que me refería a una gallina. Se inclinó, la tomó por las patas y dio vueltas y vueltas hasta que al fin la estrelló contra la pared. Lindita blanca se volvió roja y yo una niña que empezó a odiar a su padre.»

En la Residencia hay muchas historias como la de Zaira. Alguien tiene que oírlas. Sin pensarlo, volví a meter todas las cosas en el cajón del escritorio.

Terremotos

Al menos aquí, los vacacionistas pasaron a la historia. Nadie se pregunta cómo estarán pasándola en las playas atestadas, si volverán el domingo o si se acordarán de traernos los regalos prometidos: vainilla de Papantla, tierrita de San Juan de los Lagos, mole negro de Oaxaca, queso de tuna de San Luis. De lo único que seguimos hablando es del temblor.

Por el rumbo, gracias a Dios, no hubo desgracias personales. En la vecindad, como es muy antigua y no se le da mantenimiento, nos llevamos un sustazo tremendo. Por temor a quedarnos sepultados —como les sucedió a varios conocidos en el 85—, salimos tal como estábamos: Margarita apareció con la cara untada de mascarilla, Julián en calzones floreados, Rita envuelta en una cobija y con tubos en la cabeza: parecía marciana.

Lo más gracioso fue ver a Silvano en cueros. Se estaba bañando cuando oyó el quebradero de platos en la cocina y salió a la calle como Dios lo echó al mundo. Se veía chistosísimo. (Si no me hubiera sentido tan nerviosa le habría tomado una foto con mi celular.) Se lo decimos, le hacemos bromas y él se pone rojo, rojo.

No todo lo que pasó el viernes es motivo de risa. Tuvimos pérdidas. Al coche de Zeus le cayó encima la rueda de bicicleta que tenía en la azotea y le rompió el parabrisas. En el departamento de junto estallaron los vidrios de las ventanas y urge reponerlos. Un árbol se desplomó sobre el tanque estacionario de Sabritacos. Lili, mi perrita, se escapó. Para mí es una desgracia, pero nada en comparación a la que está a punto de sufrir mi primo Andrés.

II

El viernes, ya bien tarde, me llamó por teléfono. Le oí la voz ronca, como si acabara de levantarse. Pensé que iba a preguntarme cómo me había ido con el temblor pero en vez de hacerlo me rogó que lo dejara dormir en mi casa. «¿Perdiste tus llaves?» «Las tiré.» «¿En dónde?» Impaciente, volvió a preguntarme si lo aceptaba como huésped por esa noche. ¿Qué iba a decirle? Pues que sí. «Entonces te caigo al rato», dijo y colgó.

Aún no terminaba el noticiero cuando llegó Andrés. Estaba pálido y se veía alterado. No le hice preguntas pero le ofrecí un café. «No, gracias. Mejor una chela.» «Nunca compro.» «Ni modo.» Levantó la cabeza. Tenía los ojos inflamados. Me senté junto a él: «¿Qué te pasa?». Se cubrió la cara con la mano y se soltó llorando como un niño, cosa que jamás creí ver.

Sospeché que algo malo le había sucedido a Eugenia, su mujer. Me contestó que ella estaba bien, pero furiosa. «¿Contigo?» Andrés se agarró de mi brazo y me juró que las sospechas de Eugenia eran injustificadas, que esta vez no le había mentido, que el perfume en su ropa era consecuencia del temblor. No entendí la relación de una cosa con otra y se la pregunté. «La casualidad, una desgracia. En serio, ¿no tienes una cerveza o algo?»

Recordé que la portera atiende una miscelánea en su casa. Fui a verla. Le pedí una cerveza. No tenía. Con la ley seca su clientela había agotado las existencias desde el miércoles. Le quedaba sólo una botella de Don Pedro. Se la llevé a mi primo. Andrés se sirvió medio vasito y bebió de un jalón. «Lili se me escapó», le dije para distraerlo de sus pensamientos. Levantó los hombros y seguí con la historia de mi perrita: «A la hora del temblor salí con ella en brazos. No pude controlarla. Huyó. Nunca lo había hecho. Espero que vuelva».

Andrés me miró con los ojos húmedos: «Dichosa perra. La envidio. Ella podrá volver a su casa, yo no. Eugenia me dijo que si me le aparezco manda traer a su hermano para que me rompa la madre por infiel y no sé qué tanto más. Pero te juro que yo no tenía ni tengo nada que ver con esa señora, sólo la ayudé porque ella me lo pidió. Eso fue todo».

La situación parecía complicada. Sospeché que aclararla iba a llevarnos toda la noche. Le serví a Andrés otro medio vasito de brandy y yo me hice una jarra de café.

III

Andrés tardó en hablar. Sin mirarme aseguró que no tenía culpa de nada, que el viernes iba caminando rumbo a la estación del metro cuando en la puerta de un edificio apareció una mujer que le gritó asustadísima: «Va a temblar. Oí la alarma en el radio. Tengo miedo». «¿La conocías?», le pregunté a mi primo. «No, para nada. Ni siquiera la vi. Me llamó porque en esos momentos no había nadie más en la calle.»

Hasta allí todo era creíble. A la hora del temblor, para combatir el miedo, mis vecinos y yo nos habíamos aferrado a extraños que pasaban frente a nuestra vecindad. Estuve a punto de contarle a Andrés que Silvano había aparecido desnudo a mitad de la calle pero no me dio tiempo de hacerlo porque siguió con su tema: «Pensé que la señora inventaba cuando de pronto sentí que el piso se movía y noté que los cables de la luz chicoteaban. Con desesperación, la mujer me tomó de las manos. Para tranquilizarla le dije: No me voy. Cálmese, no va a pasar nada».

«Fueron dos minutos horribles que a mí me parecieron una eternidad», dije. Andrés me hizo gesto de que no lo interrumpiera: «Cayeron vidrios del edificio. La mujer empezó a temblar, para no caerse se acercó más a mí. Sentí su cabello húmedo en mi cuello y el olor de su perfume. Era muy fuerte, como los que usaba Eugenia antes de su alergia. Entonces pensé en mi mujer, en llamarla por mi celular, pero no pude hacerlo. La mujer se abrazaba a mí con una fuerza tremenda, como si no hubiera nadie más en el mundo, aunque a esas alturas ya todas las personas de la cuadra estaban en la calle mirando los árboles, las antenas, el anuncio espectacular y los cables de la luz que se movían, se tocaban lanzando chispas, mientras que la mujer, pegada a mí, apenas era capaz de mantenerse en pie».

«¿Qué hiciste?» Andrés me sonrió: «Nada. Esperé. Poco a poco cesó el movimiento. Una anciana se hincó para darle gracias a Dios por el milagro de mantenernos a salvo, una niña mostró su miedo con retraso, un hombre avisó que no había señal en los celulares, una muchacha volvió a montar en su bicicleta y se fue. La mujer soltó mi mano, me pidió disculpas por su nerviosismo, me dio las gracias por haberla ayudado y entró en el edificio. No alcancé a verle la cara pero se me quedó pegado su perfume».

Conozco a Eugenia. Adiviné lo que había sucedido y Andrés me lo confirmó: «Cuando llegué a la casa mi mujer enseguida me olió el perfume y se puso como un energúmeno. Le dije que esta vez no había motivo para sus celos. Recordó todas mis infidelidades, juró que ya no iba a perdonarme y ordenó que me saliera de la casa. Me encabronó que fuera tan injusta conmigo. Le arrojé las llaves y me largué. Desde ese momento me la he pasado buscando la forma de arreglar las cosas. No la encuentro. Aconséjame. Dime qué puedo hacer».

«A estas horas ya se le habrá pasado el disgusto. Llama a Eugenia, explícale las cosas.» «Ya lo hice pero sólo sirvió para que me corriera de la casa. Apenas puedo creer que todo este desastre se deba a un maldito perfume. Lo traigo pegado en la ropa, me llega hasta los huesos. Creo que no se me va a quitar ni aunque me bañe mil veces.» Por la angustia con que volvió a gemir me di cuenta de que Andrés se había emborrachado. Guardé la botella de brandy, le traje dos sábanas y le ofrecí el sofá: «Si descansas —le dije— por la mañana verás las cosas menos trágicas».

Andrés se fue temprano, sin despedirse. Me dejó una historia más relacionada con el temblor del viernes y el aroma intenso de un perfume floral, inolvidable.

Allá y acá

Las vacaciones pasaron demasiado rápido. Una semana no bastó para que cumpliéramos los planes que habíamos hecho Martha, Clara y yo. Nos compensamos de la frustración convirtiendo los proyectos irrealizados en objetivos para el año siguiente. Esa posibilidad volvió menos lejano el futuro y nos hizo llevadera la idea de que en unas cuantas horas volveríamos a nuestra rutina en la tienda de artículos ortopédicos.

Desde febrero, cuando empezamos a organizar nuestras vacaciones, nos planteamos un objetivo fundamental: olvidarnos de las jornadas entre soportes metálicos, poleas, sillas de ruedas, patos, cómodos, andaderas, collarines, fajas, vendas y los demás artículos que hablan de limitaciones y dolores.

El sábado emprendimos el viaje. Antes de subirnos al autobús rumbo a la playa, mis amigas y yo juramos disfrutar al máximo de nuestra libertad y construir en siete días una vida nueva que requería de ciertos cambios personales: nada de cabello recogido ni bata azul ni zapatos bajos con suela de goma.

Martha resumió nuestra común aspiración en una frase: «Piel y sol, muchachas; piel y sol». Clara la redondeó con otra de tinte malicioso: «Piel y sol, muchachas, pero no solitas. Si alguna pesca algo, ¡al ataque!». Durante el trayecto aludimos muchas veces a las máximas que regirían nuestras vacaciones. Algo me dice que las repetiremos hasta el cansancio mientras dure nuestra amistad y que un día las pronunciaremos sin verdadero entusiasmo.

II

El primer día en la playa estuvimos arrobadas por la belleza del mar. De las tres, sólo Clara sabe nadar. Martha y yo pasamos la mañana jugando a sentirnos perseguidas por las olas, recogiendo conchitas, comprándoles a las vendedoras collares y sombreros extravagantes que eran motivo de burlas y una nueva serie de fotos. (Señor: ¿nos la toma para que podamos salir las tres?)

Al atardecer, recién bañadas, vestidas con ropas ligeras y caminando sobre la arena tibia, quisimos acordarnos de en qué momento habíamos visto el mar por vez primera: Clara a los nueve años, Martha a los once; yo, cuando mi tía Margarita —pasados los 35— se casó con un hombre que le doblaba la edad y me pidió que los acompañara en su luna de miel. Omito los comentarios y las bromas obscenas de mis amigas.

Excitadas, ansiosas de vivir cosas extraordinarias, acordamos hacer lo que habitualmente es imposible: permitirnos antojos, desvelarnos, gastar un poco más allá del presupuesto, pedirles canciones a los marimberos, sumarnos a los grupos de bailarines espontáneos, esperar despiertas el amanecer. Algo ebrias, inundadas por lágrimas de emoción, tomamos fotos con nuestros celulares. Clara dijo que le bastaba tan hermoso espectáculo para creer en la existencia de Dios. Martha impidió que profundizáramos en el tema arrojándonos puñitos de arena. Jugamos hasta que al fin, exhaustas, nos prometimos repetir la experiencia cada año a cualquier precio. En aquel momento no existía para nosotras la palabra imposible.

III

El lunes nos levantamos tarde. Salimos del hotel en busca de un restorán típico. Encontramos La Palapa de Domínguez a las once, hora en que habitualmente permanecemos tras el mostrador. Mi comentario le recordó a Martha que por distracción se había traído las llaves del mueble en donde guardamos los cubiertos para enfermos de artritis severa. Pensó en comunicarse a la tienda para informárselo a Estela, nuestra supervisora.

En el restorancito los celulares fallaban. Por consejo de un mesero Martha salió a la terraza donde lograría una mejor comunicación. Reapareció exaltada por la noticia que acababa de darle Estela: habían sorprendido a Pardo, el contador, en un manejo turbio y esa misma tarde iban a despedirlo. Imaginar quién ocuparía su puesto disminuyó nuestro interés en las gorditas, los huevos tirados y el café con leche.

Una cosa nos llevó a otra: el chisme de posibles recortes que había estado circulando desde noviembre. El tema inquietó a Clara: sospechó que por ser la mayor de las empleadas podrían suspenderla. En ese caso iba a pedirle a su hermano Sergio que abandonara la escuela y se pusiera a trabajar al menos mientras ella lograba colocarse en alguna otra tienda del ramo, cosa más que difícil por su edad.

Martha le reprochó su pesimismo pero terminó reconociendo que el desempleo lo destruye todo. El mejor ejemplo era su primo Ismael. Desde que entró en el recorte de la armadora, siete años atrás, cayó en una depresión profunda. Intentó suicidarse varias veces, la última con un lazo del tendedero. Decepcionada, harta, Karla, su mujer, le pidió el divorcio. Desde la separación Ismael vivía solo en un cuartito prestado y convertido en sablista borracho.

La historia era como para dejar de ponerles atención a los olores deliciosos que salían de la cocina, al músico que interpretaba sones acompañado por una jarana y a la canasta de panes dulces que nos ofrecía un niño capaz de hacerles versos picantes a las michas, los cocoles y las roscas de manteca.

Una pareja entró en la palapa. Por la actitud de ella se notaba que eran recién casados. Lo dije. Recordé mi primera visita a Veracruz durante la luna de miel de mi tía Margarita y su marido. Mis amigas me hicieron bromas. Las celebré. Clara miró su reloj: «Ya es la una. Muy buena hora para tomarnos una cervecita».

Después del primer brindis de aquel día preguntamos en dónde estaban los niños-buzos-cazadores-de-monedas. Los encontramos, nos maravillaron con sus habilidades y nos hicieron olvidar la corrupción de Pardo, la amenaza de posibles recortes en la tienda, los gastos descontrolados, los temores de Clara y la trágica historia de Ismael.

¿Quién podía pensar en todo eso bajo el cielo intensamente azul, el sol abrasador, las gaviotas, los barcos, la cadencia de una marimba, el habla cantarina de los vendedores de collares? Sugerí que compráramos algunos para llevárselos a nuestras compañeras que a esas horas —casi las dos de la tarde— estarían disputándose a los clientes que recorren la calle de Motolinía en busca de artículos ortopédicos.

Hasta el anochecer paseamos por el malecón. Para cenar elegimos un restorán decorado con faroles chinos y dos inmensas peceras. Ante nuestra sorpresa apareció la pareja de recién casados que habíamos visto por la mañana en La Palapa de Domínguez. Parecían más felices, más confiados el uno en el otro. La escena le recordó a Clara su breve matrimonio con Tomás. Seguían siendo amigos y compañeros de trabajo. Se me ocurrió la posibilidad de que él ocupara el sitio de Pardo, el contador tramposo. Hablamos de él, de la supervisora, del técnico a quien le nace la mano izquierda a la altura del hombro. Celebramos su dominio y su puntualidad. Sin duda la próxima semana estaría entregándome las sillas que le pedí reparar.

Un estruendoso grupo de salseros volvió imposible toda conversación. Huimos a la playa. Mientras paseábamos hablamos de nuestras cosas: los pendientes dejados en la tienda, el riesgo de perder el trabajo, el matrimonio fracasado. Sin darnos cuenta, nuestra vida de siempre se había filtrado en nuestra semana de vacaciones. Pensé que pronto, cuando volviéramos al ajetreo y a la rutina, irrumpirían en nuestras horas de trabajo la música, las voces y los rumores del mar de Veracruz.

Última llamada

Rigo y yo llevábamos dos años sin vernos. La última vez fue en la oficina, el viernes en que le hicimos su despedida porque él se iba a trabajar a Guanajuato. Me enteré de su cambio apenas el miércoles. Eran como las dos de la mañana cuando sonó el teléfono. Era Rigo. Me costó trabajo reconocer su voz. Le pregunté si estaba bien y me respondió: «Mejor que nunca. Si me oyes raro es porque mi hermano Juan y yo nos bebimos unas copas». Lo corregí: «Creo que bastantitas».

Rigo soltó una carcajada: «Salimos a celebrar una cosa que te dará gusto: acepté cambiarme». Él y yo habíamos estado pensando en la posibilidad de que se fuera a mi departamento en vez de encontrarnos allí nada más algunos fines de semana y siempre después de una celebración en la armadora.

Me alegró que al fin se hubiera resuelto. Lo felicité. Quiso saber si hablaba en serio. Le respondí que desde luego. Se sorprendió: «No creí que estuvieras de acuerdo y no sabía cómo decirte que me cambiaré el lunes». ¿Para qué esperar hasta entonces? ¿Por qué no de una vez? Imposible. Las cosas no eran tan fáciles. Le faltaba hacer algunos trámites y eso le llevaría tiempo.

Temí que en cuatro días pudiera arrepentirse. Para evitarlo tomé la iniciativa: «Si ya te decidiste y tu hermano Juan está de acuerdo en que te vayas, agarra tus cosas, salte de su casa y toma un taxi, pero que sea de sitio porque a estas horas…». Rigo me interrumpió: «¿Quieres que alquile un taxi hasta Guanajuato?». Su confusión me hizo gracia: «¿Ya ves? Por andar brindando se te olvidó que vivo en Tepic».

Le recordé el número de mi edificio. Lo tomó como una invitación y la rechazó: «Es tarde. Te invito a comer mañana. Tienes que aconsejarme. Nunca he vivido solo ni fuera de aquí. El cambio a Guanajuato no será fácil, pero al menos no tendré que buscar dónde vivir. Por ser jefe de sección me dan departamento. Arana me advirtió que es muy chico. No importa. Para mí solo es suficiente una recámara con baño».

Se me salieron las lágrimas pero Rigo no se dio cuenta. Entusiasmado, hablaba de su nueva vida, de la alegría de sus padres cuando los llamara a Cuautla para informarlos de su ascenso. Su euforia me lastimaba, su dicha me ofendía. Pensé en interrumpir la comunicación pero no lo hice: esperaba que hablara de nosotros. Al fin lo hizo: «Cuando Arana me propuso el cambio pensé en ti, en lo mucho que te debo. Siempre me has apoyado. Voy a seguir necesitándote. Quiero que me visites. Guanajuato no está lejos. Tomas el autobús el viernes, al salir de la oficina, y te regresas de Guanajuato el domingo por la noche. ¿No crees que será bonito pasarnos dos días juntos?».

Perdí toda esperanza de una vida en común. Además me sentí humillada. Lo oculté con un dejo de falso entusiasmo: «Me alegro de que te vayas el lunes, así tendré tiempo de organizarte una despedida». Ante la proximidad de su viaje me hizo una confesión: «Cuando algún compañero era transferido a Guanajuato me preguntaba si alguna vez iba a tocarme a mí. Y ya me tocó, Rosy, ya me tocó».

Volví a felicitarlo. Con voz turbia agradeció otra vez mi apoyo en el trabajo y prometió llamarme desde Guanajuato al menos una vez por semana.

II

Rigo cumplió su promesa. Se comunicaba conmigo los domingos por la noche. Diez o quince minutos no eran suficientes para describirme su proceso de adaptación o para hablarme de sus descalabros en la cocina, sus esfuerzos para familiarizarse con el sistema que se llevaba en la armadora y de todos los pormenores de su nueva vida. Al cabo de unos meses empezó a interesarse en la mía. Eran pocas mis novedades. Para no decepcionarlo y conservar su atención se me ocurrió inventarle situaciones en las que nunca estuve y aventuras que jamás conocí.

En dos años de conversaciones telefónicas me transformé en otra persona, en una mujer sin añoranzas, independiente, con intereses más allá del trabajo. Rigo nunca sospechó que mi cambio era falso. Le interesaba mi nueva personalidad, me hacía preguntas. Encontrar respuestas era difícil y hasta imposible. En tal caso interrumpía la conversación y lo dejaba intrigado.

En todo ese tiempo Rigo también cambió, pero en sentido diferente al mío. Su vida en Guanajuato pronto dejó de reservarle sorpresas. Las circunstancias de trabajo que al principio le significaban esfuerzos y retos formidables acabaron por volverse parte de una rutina chata, insatisfactoria.

Ante esa realidad Rigo parecía necesitarme más que nunca. Al final de nuestras charlas me refrendaba la invitación de que fuera a visitarlo. Para despertar mi interés me ofrecía un tentador programa de actividades (incluidas las que íbamos a tener en su departamento de tablarroca color mostaza): primero la visita obligada a la armadora —enorme, modernísima, en constante actividad—, luego el recorrido de alguno de los minerales vueltos atracción turística, o bien un paseo por Guanajuato, una cena romántica con vino y después… Se estremecía de pensar en dos noches conmigo, entre paredes color mostaza, y recordaba las vividas conmigo en mi departamento.

III

Este lunes ocurrieron cosas inesperadas: fuera de la costumbre, Rigo me llamó para decirme que vendría el domingo a visitarme. Necesitaba verme, que habláramos en persona, tocándonos. Lo dijo con esas palabras, como yo hubiese querido que lo hiciera dos años atrás.

Aparte de sorprenderme, la noticia de su visita me alegró pero descarté la posibilidad de que se instalara en mi departamento. Se lo dejé saber en forma indirecta: «¿Piensas quedarte en la casa de tu hermano Juan?». No. Estaban distanciados. En vez de ofrecerle alojamiento le pregunté si tenía reservación en algún hotel o si deseaba que la hiciera en su nombre. Me respondió que no era necesario.

Pasé el resto de la semana imaginando cómo sería el reencuentro con Rigo, de qué íbamos a hablar después de habérnoslo dicho todo por teléfono. Eso me inquietaba menos que saber si iba a lograr mantenerme como la persona en que me había convertido a través del teléfono. Ya que era imposible saberlo me propuse tomar la visita con naturalidad, sin preparativos especiales. En eso fallé. El sábado temprano fui al salón de belleza y luego compré un vestido. Pude haber usado uno de los que ya tenía pero me pareció un desaire hacia Rigo.

El domingo por la mañana me llamó: «Ya estoy aquí». Quedamos de vernos a las dos de la tarde en un restorán con terraza. «¿Cuándo empezaste a fumar?» Fue lo primero que le pregunté cuando nos asignaron una mesa en el jardín. Él levantó los hombros sin dejar de mirarme y comentó: «Bajaste de peso. Te queda muy bien». Debí corresponder a su galantería pero no quise mentir: vi a un Rigo destruido. Me decepcionó tanto como yo a él: por más esfuerzos que hice no logré adoptar la personalidad de la mujer que lo había encantado por teléfono.

Nos despedimos bajo promesa de mantenernos en contacto. Sé que muy pronto nuestras charlas a distancia se espaciarán, que un día dejaré de esperarlas y que llegará la noche del domingo en que no suene mi teléfono.

Tarde otra vez

De chica soñaba con ser una pintora famosa. Lástima que la necesidad me haya destinado para otras ocupaciones: sirvienta, chalana, mesera, peinadora y desde hace cinco años aparadorista. Trabajo en Dandy& Lady, una tienda en donde se alquila ropa de gala que exhibimos en dos maniquíes. Son hombre y mujer. A él le puse «Rodolfo» (el nombre de mi mejor amigo en El Rosario) y a ella «Mercedes», como se llamaba mi madre.

Este 10 de mayo, otra vez, no pude ir a visitarla al cementerio. Prometo que lo haré el año que entra. A ver si para entonces logro juntar lo que cuesta una lápida. Quiero que esté adornada con un ángel dormido entre rosas de Castilla. Eran la pasión de mi madre. Me platicaba que cuando era niña y vivía en Contreras, esas flores se desparramaban por encima de las bardas. Al recordarlo se le salían las lágrimas. Nunca le pregunté cuál era el motivo de su llanto. Jamás podré hacerlo. Será una más de las cosas que para siempre ignore acerca de mi madre.

II

A veces, cuando estoy trabajando con «Mercedes» en el aparador, me figuro que es a mi mamá a quien visto con traje de noche. Nunca se puso uno, pero estoy segura de que soñaba con hacerlo. Pobre madre mía: lo mejor de su vida ocurrió en sus sueños. Espero que comprenda por qué no pude ir a visitarla este 10 de mayo. Ella conoció las exigencias del trabajo y el temor a perderlo.

Por eso, por miedo a que la despidieran del taller de costura, nunca asistió a los festivales escolares para el 10 de mayo. En mi escuela se hacían en el jardín central sombreado de fresnos. El programa siempre era el mismo: palabras de la directora, recitaciones y bailables. El último era el vals Alejandra. Lo ensayábamos según las instrucciones de la maestra Delia. Impaciente, con voz sofocada, nos repetía: «Uno, dos, tres, cuatro: a los lados. Adelante, atrás, vuelta, pero sin tropezarse. Háganlo con gracia, pensando en que bailarán para la mujer que les dio la vida y no para cualquiera. ¿Se dan cuenta de lo que eso significa?».

En cuanto terminaba la música, el alumno más destacado le ponía broche de oro al festival leyendo una composición. Sólo una vez me tocó ese alto honor. Cuando se lo dije a mi madre prometió que, a como diera lugar, asistiría a mi lectura. Pasé horas y horas escribiendo mi trabajo. Cuando lo terminé lo metí en un fólder sobre el que dibujé flores y mariposas.

Cada vez que en Dandy&Lady me toca hacer un decorado con esos motivos me recuerdo, niña todavía, inclinada sobe la mesa de la cocina tratando de dibujar en una cartulina blanca rosas de Castilla tan lindas como las que a mi madre le devolvían su infancia.

III

La noche anterior a que me tocara presentar mi trabajo no pude dormir. Pensaba en la satisfacción de mi mamá cuando me oyera leer en su honor, en los aplausos, en las felicitaciones, pero sobre todo en el momento de entregarle su regalo: una cajita de cartón transformada en alhajero gracias a una mezcla de charmés azul cielo y engrudo.

Aquel 10 de mayo mi madre me despertó muy temprano. Quería tejerme una trenza doble y ponerme un toque de colorete en las mejillas. Me sentí importante. Nos reímos. Al despedirnos me aseguró que llegaría a la escuela a las diez en punto para ver todo el festival. No le puse atención. Me pasé todo el tiempo buscando a mi madre entre los invitados. Confiaba en que llegaría por lo menos a la hora de mi lectura. No apareció. Leí para su ausencia.

A mi madre no le habían dado permiso de salir en horas de trabajo, a menos que se arriesgara a ser despedida. Por la noche, cuando regresó a la casa, me lo explicó mil veces, me pidió comprensión y disculpas. Ya más calmada, en tono de broma, quiso ver su regalo. Se lo di pero le negué el beso que me pidió. Yo entonces no entendía que, por encima de nuestra voluntad, la vida vuelve inalcanzables aun las cosas más sencillas.

Ahora lo entiendo y sin embargo me siento culpable de que el exceso de trabajo me haya impedido ir a visitarla este 10 de mayo. Prometo que lo haré el próximo Día de las Madres. Para entonces, si ahorro, ya habré juntado lo que me cuesta su lápida. Quería que tuviera un angelito y su nombre, Mercedes, entre rosas de Castilla. Pensándolo mejor, en vez de angelito mandaré grabar lo que siempre le digo: «Te amaré siempre».

IV

Aunque mi cargo sea el de aparadorista, en Dandy&Lady tengo muchas otras ocupaciones. Plancho, hago zurcidos, llamo a la tintorería, limpio anaqueles. Son tareas fastidiosas que no me disgustan, en cambio me choca que Néstor me ponga a revisar los trajes y los vestidos que devuelven nuestros clientes.

Para firmarles la hoja de «recibido» y regresarles el depósito que dejaron al momento de llevarse la ropa, debo comprobar que a los smokings no les falte nada, que las faldas y blusas conserven sus adornos pero sobre todo que las prendas no estén manchadas de bilet, sudor, perfume y otros líquidos raros. Hay personas, hombres sobre todo, a quienes la fiesta o el baile les provocan reacciones muy extrañas.

Durante las semanas que me toca hacer el papelito de «revisadora odiosa» vivo esperando el día en que Néstor me retire del mostrador para que me dedique de lleno al decorado. Diseñar cualquiera de los cuatro que utilizamos en Dandy&Lady me encanta, pero me gusta en especial hacer el que corresponde a la Primavera. Entonces me doy vuelo pintando cielos azules, nubes ligeras, árboles, mariposas, catarinas, flores. Mientras dibujo sueño que no vivo en El Bordo, rodeada de baches y basura, sino en una colonia llena de jardines en donde me despiertan el canto de los pájaros, las campanas de la iglesia y la risa de mi madre, feliz de saber que sobre las bardas de Contreras siguen desparramándose las rosas de Castilla.

El último escalón

El niño vio la luz a las ocho de la mañana del primero de mayo. Su peso era bajo, su apetito nulo. A las cinco de la tarde el médico detectó nuevos síntomas que lo hicieron temer por la vida de la criatura. La madre primeriza aligeró su dolor recordando lo que le habían dicho en una clase de religión: «Cuando están bautizados, los recién nacidos se van al cielo».

La abuela del bebé acudió a la iglesia de Santa Brígida en busca del sacerdote Radilla. Era muy buen orador pero algo sordo. A la hora de darle el sacramento al niño confundió el nombre elegido por sus padres, Raymundo, con el de Segismundo. La equivocación no era tan grave, dijo la abuela, sobre todo si tomaban en cuenta que el primero de mayo es el día de san Segismundo.

I

Ninguno de los miembros de la familia había llevado semejante nombre. Esa singularidad apartó a Segismundo de la cadena tejida por los Pedros, Gonzalos, Juanes, Diegos que abundaban entre los Olvera Crespo y sus ramificaciones. La distancia entre Segismundo y sus parientes no se acortó ni siquiera porque él aprendió a caminar y hablar —según lo documentaban fotos y conversaciones— a la misma edad en que lo habían hecho sus primos y consanguíneos aun más remotos.

Apenas cumplidos los seis años Segismundo empezó a observar conductas y actitudes que lo hacían parecer, más que lejano, raro en comparación con sus primos, vecinitos y condiscípulos. En la casa era silencioso y tranquilo. En el salón de clases se mostraba distraído. Por las tardes, al concluir su tarea, permanecía indiferente a los juegos electrónicos y al futbol callejero. Sus noches eran desveladas.

Esos comportamientos no inquietaban tanto a sus padres como el hecho de que a Segismundo le diera por inventar cosas y ver lo que no había: espuma de olas en el salitre, redes de pescadores en las telarañas, danzantes en las flamas, copos de nieve en las plumas que los pájaros dejaban caer sobre el pretil de su ventana. Raro. Muy raro.

II

Aconsejada por una vecina especialista en conducta infantil al cabo de once partos, la madre de Segismundo dedicó sus momentos libres a escribir en un cuaderno todas las ocurrencias de su hijo silencioso, tranquilo, distraído, indiferente, insomne. Levantar ese inventario le significaba una carga de trabajo adicional pero consintió en hacerlo porque de ese modo su vecina-orientadora sabría qué imaginaciones ocupaban la mente de Segismundo y cuál podía encender luces de alarma. En tal caso, iba a ser necesaria la intervención de un psicólogo. La madre de Segismundo estaba dispuesta a todo con tal de ver a su hijo convertido en un niño normal, pero no disponía de dinero suficiente para consultar ese tipo de profesionistas ni el tiempo para acudir a las terapias.

Además, pensándolo bien, era responsabilidad suya y de su esposo contribuir al mejoramiento de Segismundo. Supuso que lo conseguiría, para empezar, cambiando de táctica. En vez de reprocharle al niño sus ocurrencias hablaría con él en términos muy claros, hasta hacerlo comprender que las cosas son lo que son ¡y ya! Además, ¿qué era eso de quedarse viendo el salitre y las telarañas en vez de divertirse en la computadora o salir a jugar futbol con sus vecinitos?

III

La madre de Segismundo respetó el plan que se había fijado para convertir a su hijo en un niño como los otros: pasó más tiempo con él, se mostró atenta, comprensiva; fingió celebrar sus imaginaciones. Cuando el niño dejó de mencionarlas ella se sintió dichosa y le dio gracias a Dios porque su hijo ya no veía olas en el salitre, redes en las telarañas, danzantes en las flamas, copos en las plumas de los pájaros.

Satisfecha de su logro, cautelosa y paciente esperó el momento adecuado para ir a la conquista de su segunda meta: interesar a su hijo en el deporte, sobre todo en el futbol. Estaba de moda y le permitiría socializar con otros niños. Con ese propósito le regaló a Segismundo un balón. Su padre hizo lo suyo: lo entrenó y lo estimuló para que golpeara el esférico con la fuerza que le imprimían los Pedros, Gonzalos, Juanes, Diegos de la familia —para no hablar de vecinitos destructores de vidrios y plantas.

Poco a poco, Segismundo se familiarizó con el balón. En sus ratos libres lo empujaba con la punta del pie sólo por el gusto de verlo estrellarse contra la pata de un mueble o rodar escaleras abajo. Persiguiéndolo descubrió, en el centro del último escalón, una fisura. Su madre le preguntó qué tanto veía: «El Canal de Panamá». Tal respuesta la desmoralizó: era la prueba de que su táctica no había sido tan acertada como suponía.

Por no inquietar a su marido, acudió a su vecina y le contó la nueva ocurrencia de Segismundo. «Tal vez su maestro mencionó el Canal de Panamá, al niño se le quedó grabado ese nombre y luego se le ocurrió ponérselo a la grieta.» El razonamiento tranquilizó a la madre de Segismundo y la hizo suponer que el niño al fin había puesto atención en la clase. Ese detalle era un avance, la evidencia de que su hijo estaba a punto de convertirse en un niño normal; sin embargo, no bajó la guardia. Siguió observando a Segismundo.

IV

Una tarde la madre de Segismundo lo encontró vertiendo chorritos de agua en la grieta del último escalón y le preguntó para qué hacía eso. «Voy a ponerle más agua al Canal de Panamá porque si no, mi barco no podrá salir.» La madre no comentó nada pero a la hora de la merienda hizo que el niño repitiera aquellas palabras frente a su padre. Él las celebró con risotadas tan contagiosas que la madre de Segismundo terminó riendo hasta las lágrimas, de modo que ninguno de los dos percibió la expresión con que Segismundo los veía, ni el movimiento ladronesco con que se adueñó de dos panes y mucho menos el tono con que les dijo: «Es hora de que me vaya. Adiós».

Sus padres vieron con agrado el hecho de que su hijo se fuera tan temprano a la cama. Eso quería decir que Segismundo se había sometido a una de las reglas que contribuyen a la buena salud de un niño: dormir lo suficiente para levantarse dispuesto a ir a la escuela, ponerle atención al maestro y volver a la casa.

Nada de eso ocurrió. Por la mañana, cuando entró en la recámara de Segismundo para despertarlo, su madre no lo encontró en su cama, ni debajo. Tampoco en el clóset, ni tras los sillones de la sala, ni en el baño, ni en la azotea. Inquieta, llamó a su esposo. Juntos ampliaron la búsqueda hacia las calles, los edificios, los comercios; luego, con un retrato del niño, acudieron a hospitales, delegaciones, radiodifusoras, canales de televisión. Han corrido los meses y ¡nada!

V

Ante su esposo, la madre de Segismundo se muestra fuerte, esperanzada, optimista; en soledad, recuerda las ocurrencias de su hijo una y otra vez aunque hayan sido mentiras. Ella sabe que el salitre no es espuma de olas, que las telarañas no son redes de pescadores, que las plumas de los pájaros en nada se parecen a los copos; en cambio cada día está más segura de que la grieta en el último escalón es el Canal de Panamá. Malo. Muy malo.

Sht, sht, tranquila

«Vengo por el pantalón de Mauro», dijo Lucila. «Pase. Nada más me falta darles una planchadita. No tardo. Siéntese.» «No, gracias, prefiero estar parada.» Le insistí, jaló una silla y la puso junto a la ventana. Le noté los ojos hinchados. «¿Qué le pasa?» «Nada. Estoy bien.» No le creí: «Conmigo puede hablar». Sacó su pañuelo y me di cuenta de que le temblaban las manos. «¿Tiene miedo?» «No. Sólo un poquito de frío.» Le ofrecí un café, bajo advertencia de que era soluble. Me sonrió. Vi su boca desdentada. Le pregunté qué había pasado con su dentadura. Inclinó la cabeza y se puso a alisarse la falda, meciéndose de adelante hacia atrás y repitiendo una frase que me costó trabajo entender: «Me voy a portar bien».

Esa disculpa era normal en una niña que se disculpa por una falta y no en una mujer de 77 años que tiene una hija, un yerno y nietos ya grandes. Tomé el banco de la cocina y fui a sentarme junto a Lucila. Quise tomarle la mano pero ella la ocultó bajo su suéter y me miró asustada: «¿Me tiene miedo?». Hice la pregunta sin imaginarme la reacción de Lucila: salió de mi departamento y bajó las escaleras. «¿No se lleva el pantalón?»

Creí que no me había escuchado porque siguió caminando hacia la puerta. Desde el barandal la vi forcejear con el candado. Fui por mi llavero, bajé a toda prisa, abrí el candado y retiré la cadena. Los usamos por seguridad. Este rumbo se ha vuelto muy inseguro. Van cuatro veces que se meten los ladrones al edificio. Son siempre los mismos. Ya los conocemos; los policías también pero no hacen nada por detenerlos. Mi hermana dice que son sus cómplices.

II

Abrí la puerta en el momento en que Regina estaba a punto de tocar el timbre. Lucila iba a decir algo pero su nieta no le dio oportunidad de hablar: «Abuela, hace una hora que viniste a recoger los pantalones de Mauro. ¿No sabes que me preocupo cuando te tardas?». «Fue mi culpa. No los había planchado», dije. Regina miró extrañada a su abuela: «¿Y los pantalones?». «Ahorita voy por ellos. Si quieres vete yendo, yo te alcanzo…» Regina hizo un gesto de impaciencia: «No. Te espero, porque si no quién sabe qué tonterías hagas».

En cuanto nos quedamos solas Regina se acercó a mí: «Hijo, mi abuela me pega cada susto… Antier otra vez se fue a la iglesia sin avisarme. La regañé y desde entonces no ha dejado de llorar. No quiero más escenitas. Le haré caso a Mauro: voy a encerrarla en su cuarto y cuando nos vayamos al trabajo también le echaré llave a la puerta. Si alguien toca, que mi abuela se asome por la ventana. Espero que no se vaya a caer, pero es capaz… Las personas de su edad son tan difíciles de cuidar como un niño. De veras, Sarita, es algo terrible».

Lucila reapareció con los pantalones. Regina se los arrebató con un movimiento brusco que hizo retroceder a su abuela y levantar el brazo para protegerse la cara: «No me pegues». Regina dio un paso adelante: «¿Cuándo te he pegado? A ver, dime, ¿cuándo? No respondes porque no sabes qué decir. Te has vuelto levantafalsos y por eso no me gusta que hables con nadie».

Lucila estaba tan asustada que apenas le salieron las palabras: «Pregúntale a Sarita y verás que no le dije nada malo de ustedes». Regina soltó una carcajada: «Sólo eso me faltaba después de que te tenemos viviendo con nosotros y te damos todo lo que necesitas. ¿Por qué lloras? ¿Tienes alguna queja? Si es así, desahógate, no quiero que luego me pongas tu cara de mártir y me hagas sentir culpable porque te cuido, por eso, ¡porque te cuido! Otra en mi lugar ¿sabes lo que habría hecho contigo? Refundirte en un asilo y punto, a otra cosa mariposa».

Lucila se cubrió la cara con la mano. Sus gemidos aumentaron el disgusto de Regina: «¿Ves cómo te pones? En cuanto te digo algo chillas, por eso mejor no te hablo. A ti no te importa, ya lo sé. Lo único que te interesa es oír tu maldito radio». Regina se volvió hacia mí: «Con la tele era lo mismo: la tenía encendida todo el tiempo sin importarle los cuentones de luz que nosotros teníamos que pagar».

«Les he dicho que me dejen trabajar para que no les pese tanto», dijo Lucila. Regina se burló: «Ay, ¡qué digna! A tu edad ¿quién va a ocuparte? ¡Nadie! Entiéndelo de una vez y deja de hacer ridiculeces que a mí y a Mauro nos ponen en vergüenza. Ay, abuela, no pongas esa cara. Sabes muy bien a qué me refiero. Cuéntale a Sarita lo que hiciste. ¡Ándale!».

Lucila obedeció la orden de su nieta: «Fui a pedir trabajo en los excusados que están a la vuelta de las pollerías. ¿Eso tiene algo de malo?». La pregunta iba dirigida a mí pero otra vez Regina tomó la palabra: «Mucho, y lo sabías; la prueba está en que ni a mí ni a Mauro nos dijiste nada. Me enteré gracias a la señora de los jugos. ¿Te imaginas lo que esa mujer estará pensando? Que Mauro y yo no te procuramos, que te matamos de hambre y quién sabe qué otros horrores cuando la verdad es otra: tienes tu cuarto, te pasas el día oyendo el radio, comes lo que se te antoja y por eso siempre estás enferma del estómago. Y ¿quién sale jodida? Pues yo, que tengo que limpiar tus cochinadas y comprarte las medicinas».

Lucila se defendió: «Pero si hace mucho que no me enfermo». Regina le dio la razón: «Es cierto. Y ¿gracias a quién? A Mauro, porque se le ocurrió ponerle candado a la cocina. Lo hizo por tu bien, pero en lugar de agradecérselo, en cuanto lo ves le pones carota como si olieras mierda». «Ay, no me hables tan feo», suplicó Lucila. «Es que me obligas con tus…»

Todo sucedió muy rápido: Lucila atravesó la calle sin fijarse en que venía un cargador. La atropelló. Oímos el griterío. Regina corrió hacia su abuela que, inmóvil junto a la banqueta, respiraba con dificultad. Alguien le gritó: «No vaya a moverla». Un hombre me dijo: «Se necesita una ambulancia».

III

Llevaron a Lucila al hospital que está a dos cuadras. Voy cada quince días para que me inyecten. Conozco a todos los que trabajan allí. A la doctora Idalia le tengo mucha confianza, por eso me alegró que le tocara atender a Lucila. Mientras lo hacía nos fuimos a la sala de espera. Regina se la pasó diciéndome que si a su abuela le ocurría algo malo ella se moriría de tristeza. No hice nada por consolarla, sentí asco cuando se refirió a Lucila como «mi bebé, mi viejita adorada».

Como a la hora llegó una enfermera para decirnos que podíamos pasar a la sala de urgencias en donde estaba Lucila. Pálida, apenas hacía bulto bajo la sábana percudida. Regina le habló muy amorosa: «¿Cómo te sientes, abue?». La doctora Idalia se acercó: «Por el momento, no creo que muy bien. Se dio un golpazo tremendo en la cabeza. Fuera del hematoma sólo tiene moretones y cicatrices en la espalda. ¿La golpearon?».

Noté el temblor en la barbilla de Regina al contestar: «Que yo sepa, no. Lo que pasa es que ella es muy religiosa y a veces le da por flagelarse dizque para que Dios le perdone sus pecados». La doctora Idalia se dirigió a Lucila en tono de broma: «No ande haciendo esas barbaridades, mejor deje de hacer cosas malas». Regina siguió mirando a su abuela: «Es lo mismo que yo le digo, pero no me hace caso. Doctora: ¿me la puedo llevar?». «Desde luego. Voy a ver que le extiendan su permiso.»

Lucila se enderezó y con un movimiento de la mano pidió que me acercara. Regina se interpuso entre nosotras y presionó los hombros de su abuela para lograr que se acostara: «Sht, sht, tranquila, tranquila. Piensa que dentro de un momento volverás a tu casa, a tu cuarto… Y usted, Sarita, si quiere váyase porque ya perdió mucho tiempo. Gracias por su ayuda».

Antes de salir de urgencias me volví a mirar. Regina seguía inclinada sobre su abuela. Al verla pensé en una araña que devora a su presa.

Camarena y sus Estrellas

Ya desde entonces la gente comenzaba a irse de San Antonino. El señalamiento a la entrada con el número de sus habitantes se volvió cada vez menos exacto. Terminó por ser la simple constancia de que en otro tiempo habían vivido allí muchas más familias de las que tuvimos oportunidad de asistir por vez primera a un circo.

No creo que San Antonino —más que un rancho y menos que un pueblo— estuviera en la ruta de Camarena y sus Estrellas. La avería en el carromato donde viajaba Celedonio, el propietario del circo, lo obligó a detenerse a la altura de La Ciega: una mina abandonada a la que los niños teníamos prohibido acercarnos y por lo mismo nos resultaba mucho más atractiva que los columpios en El Pueblito, las huertas cercanas, el Paraje de los Frailes o el Río de Piedras.

También nuestros perros preferían el terreno vedado. El más hábil para colarse entre los tablones que sellaban la entrada a la mina era nuestra mascota consentida: Pinto. Sus dueños, los Perdomo, al irse de San Antonino lo dejaron encerrado en la cocina grande. (Oscura, ahumada, vacía.) Hasta allí nos orientaron sus aullidos hambrientos. Rescatarlo fue toda una aventura. A partir de entonces Pinto se convirtió en dueño de sí mismo. No aceptaba vivir bajo techo. Dormía en el jardín de las Ollas, el atrio de la Soledad, a las puertas del único hospital o en el quiosco donde al amanecer peleaba con los tordos.

Cada mañana Pinto nos seguía hasta la escuela. A la salida nos esperaba con las orejas levantadas y meneando el rabo en señal de felicidad. Por las tardes, ya terminada la tarea, nos divertíamos toreándolo, subiéndonos a su lomo o enseñándolo a cachar pelotas. Con su habilidad y su gracia ganó nuestro cariño, despertó nuestro orgullo y se convirtió en una especie de miembro honorario de todas las familias. Eso explica que Pinto aparezca en las fotos que documentan nuestros momentos más solemnes y nuestras experiencias más notables, incluida la madrugada en que asistimos por vez primera a una función de circo.

II

Aunque disminuido en el número de sus habitantes, San Antonino conserva sus edificios emblemáticos, el Jardín de las Ollas, El Resbalón. Para contento de su dueño, Arcadio, sigue siendo el comercio mejor abastecido y el sitio en donde aún nos reunimos para contarnos lo que nos platicaron los abuelos y lo que hemos vivido. Por ejemplo aquel viernes que apareció en la tienda don Celedonio. Iba en busca de un buen mecánico. ¡Lástima! Chepe, el único que había, acababa de irse a San Juan para asistir a la boda de su hermana.

Don Celedonio preguntó nervioso en dónde más podría encontrar un mecánico. Lo necesitaba pero ya. Su gente y sus animales no podían quedarse estacionados y menos cuando tenían el compromiso de presentarse en la feria de León. La respuesta de Arcadio no tranquilizó al recién llegado: «En Empalme trabaja Inocencio Lara. No creo que lo encuentre. Es viernes y de aquí al lunes nadie le verá ni el polvo».

De pronto escuchamos un ruido muy fuerte que sacudió la tierra, nos hizo temblar y suponer otro desgajamiento en el Cerro Grande. Nuestras sospechas aumentaron cuando oímos de nuevo el estruendo. Salimos a la calle. Las ventanas se iluminaron, las puertas se abrieron, desde los quicios todo el mundo formulaba la misma pregunta: «¿Qué fue eso?». Don Celedonio se apresuró a contestar: «Es Héctor. Cuando hace calor se pone algo nervioso. Pero no se preocupen, es inofensivo y está en su jaula».

Estábamos familiarizados con esa palabra —jaula— pero no con los sonidos que provenían de ella. Luis propuso que fuéramos a tocar la campana en señal de alarma. Don Celedonio lo contuvo: «Tranquilo. No pasa nada. Ya se los dije: es Héctor. Está rugiendo». «¿Rugiendo?», pregunté. «Pues claro. Es un tigre. ¿Sabes lo que es un tigre?» Ofendida por la duda repetí algo de la definición que había visto en mi libro: «Mamífero carnívoro. De pelaje amarillo anaranjado y piel rayada. Es el mayor de los felinos. Pesa más de doscientos kilos».

A nadie le impresionaron mis conocimientos y menos a don Celedonio que no hacía más que dar vueltas y quejarse: «Desde que salimos de Huehuetoca presentí que las cosas iban a estar mal. Y no me equivoqué: Tico y Taco, los payasos, renunciaron. Mi carromato se ha descompuesto veinte veces. Cuando no se le calienta el motor se le rompe la banda o le falla la batería. Total, he pasado más tiempo estacionado que en carretera. Llevamos casi una semana de retraso. El domingo termina la feria de León. Si al menos pudiera llegar ese día para la clausura… Por favor, ayúdenme».

La angustia de don Celedonio conmovió a Arcadio: «A estas horas ya no va a encontrar a nadie que le componga su charchina. Si quiere le revisamos el motor, algo sabemos de eso, pero conste que no le prometo nada». A manera de respuesta Celedonio dio rumbo a La Ciega. Todos lo seguimos, también los perros con Pinto a la cabeza.

III

Conforme nos acercábamos a la mina se oían con más claridad rumores de animales y voces. El primero en salir al encuentro de don Celedonio fue Yuri, el cuidador de Héctor. Enseguida apareció Zaira, la encargada de Lalo, el chimpancé (simio antropoide originario de África ecuatorial. Tiene brazos largos, cuerpo cubierto de pelo, menos la cara, y apto para el aprendizaje). El tercero en recibirnos fue Ladislao, el domador de Noble, el león (mamífero carnívoro, de unos dos metros de longitud, cuerpo robusto, pelaje ocráceo y cola larga que remata en un penacho de pelos).

Matías llegó corriendo y se presentó como el encargado de Kabal, el dromedario (camello con una sola joroba utilizado como medio de transporte y bestia de carga en los desiertos de África y Arabia). Lo siguió Anselmo, único capaz de entender las reacciones de Brunilda, la cebra (mamífero ungulado parecido al caballo, pelaje blanquecino con rayas blancas o negras). Ante aquellos animales fabulosos, jamás vistos, para mí se borró la fauna conocida, incluidos Pinto y la jauría que lideraba.

Arreglar el carromato tomó del viernes por la noche al amanecer del domingo. Don Celedonio al fin respiró tranquilo: podría llegar a la clausura de la feria. Para agradecernos la ayuda ordenó que se montara la carpa con el emblema de Camarena y sus Estrellas. Con la ayuda de Matías y Ladislao improvisó una pista. Sentados en las piedras vimos por vez primera una breve función de circo. Nuestras expresiones asombradas aparecen en la fotografía que tomó Zaira (y nos envió mucho tiempo después). El paseo de Kabal fue el broche de oro. Al terminar el número, entre todos desmontamos la carpa. Los animales, en sus jaulas rodantes, emprendieron el viaje rumbo a León.

Escoltamos a la compañía hasta el entronque con la carretera. Allí nos despedimos. Don Celedonio prometió volver a San Antonino para darnos una función de circo en toda forma. Hasta la fecha no ha cumplido el compromiso pero seguimos agradeciendo su aparición en San Antonino: de no haber sido por eso jamás habríamos visto animales portentosos llegados de otros mundos. Tigre. Chimpancé. León. Dromedario. Cebra. Junto a ellos escribo el nombre de Pinto. También único, también de otro mundo.

Un poquitito más

En la biblioteca de la casa Amigas y Hermanas cinco mujeres escuchan las recriminaciones de la señorita Pulido, una mujer gruesa, de cabello ralo, que viste una bata blanca con el logotipo «AyH».

—¿No quieren que las trate como niñas? ¡Pues no se porten como si lo fueran! Y créanme: si a ustedes les disgusta esta reunión, les aseguro que a mí mucho más. Estamos reunidas desde las seis, van a dar las ocho y seguimos como al principio: en ceros. —La señorita Pulido suaviza el tono—: Si insisto en que me digan cómo se les ocurrió esa barbaridad no es por capricho ni morbo, sino para demostrarles a los patronos que no tuve nada que ver en eso.

—O sea que está defendiendo su puesto —comenta Martha con voz temblorosa y baja.

—Y también que ustedes puedan seguir aquí —agrega la señorita Pulido con la mirada fija en Martha.

El argumento es amenazador, sin embargo, las mujeres permanecen impasibles. Quien las viera con sus cabellos cortos, sus vestidos camiseros, sus suéteres de lana esponjosa no las imaginaría capaces de permitirse las libertades que ponen en riesgo su seguridad y el prestigio de la institución.

—Me sorprende que a sus años… —La señorita Pulido escucha una risa asordinada—: Ignoro a quién le haya hecho tanta gracia lo que dije pero desde luego es alguien incapaz de comprender algo importante: lo que hicieron no fue chistoso. Por el contrario, fue patético y bastante ridículo.

II

—¿Por qué?

La señorita Pulido reconoce de inmediato el acento de Gloria, la eterna defensora de las causas perdidas.

—¿A qué viene su pregunta? No la entiendo.

—A que usted nos está acusando como si fuéramos criminales o algo peor. —Gloria escucha expresiones de apoyo—: ¿Le parece justo?

—Una cosa es acusar y otra muy distinta es decir la verdad: que ustedes cometieron una falta muy grave.

—Señorita Pulido, no exagere. Sólo fue un juego —asegura Delia, una mujer escuálida y de piel amarillenta.

—Ah, ¿sí? Entonces, ¿por qué actuaron en secreto? —La señorita Pulido espera una respuesta que no llega—. Acepto sin conceder que puedo estar equivocada. En tal caso, le pregunto a usted si les hablará del jueguito a sus hijos o a sus nietos cuando vengan a verla.

—No, entre otras cosas porque llevan seis meses sin visitarme. Puede que se pasen otros tantos sin que se asomen por aquí, o a lo mejor se me aparecen en diciembre. —Delia levanta los hombros—: Se quedarán quince, veinte minutos…

—Mi gente ¡ni eso! No se para en el asilo porque temen contagiarse de vejez. —Ely, una mujer menuda que conserva restos de su belleza, sonríe—: Como si no supieran que ésa no se pega: desde que nacemos la traemos adentro, dobladita como una muda de ropa en la maleta que llevaremos en el último viaje.

—Ay, Ely, no digas cosas tan tristes. —Raquel, su vecina de cuarto, saca de entre sus ropas un pañuelo—: Ya me hiciste llorar.

—Nos estamos saliendo del tema y urge que aclaremos la situación. No quiero que el comité me haga responsable de algo en lo que no intervine ni jamás imaginé que ocurriera. —La señorita Pulido hunde las manos en las bolsas de su bata blanca, gira hacia la ventana—: Cuando llegué aquí me alegró pensar que al fin trabajaría con personas sensatas, maduras, cuerdas…

—Oiga: no estamos locas —protesta Martha.

—Perdóneme que se lo diga: es necesario estarlo para meter a esta casa, en horas que no son de visita, a un desconocido dispuesto a todo…

—A todo ¡no! En eso, tanto él como nosotras estuvimos de acuerdo desde que le hablamos por teléfono para hacer los arreglos —aclara Gloria.

El silbato de una locomotora interrumpe la conversación unos segundos.

III

—¿Qué clase de arreglos? —pregunta la señorita Pulido.

Las mujeres sonríen maliciosas, se vuelven hacia Gloria y le ceden la responsabilidad de contestar:

—El horario, el precio, los refrescos, las botanas y la música. Ray dijo que la necesitaba para animarse.

—Como el salón de música siempre está cerrado, le presté mi radio. —Delia no oculta su felicidad—: Ray seleccionó la estación, luego se quitó la camisa y se puso a bailar en pantalones y descalzo.

—¿Él solo?

—Eso no habría tenido ningún chiste, señorita Pulido: ¡bailó con todas! ¿Por qué no? Tenemos pies, caderas, piernas. Somos viejas pero aún podemos movernos. —Ely se frota la rodilla—: Sigue doliéndome, pero valió la pena. Hacía añísimos que no bailaba. Cuando Ray me sacó creí que no iba a poder dar un paso pero él me tomó de la cintura con tal firmeza, con tanta seguridad… En cambio yo no me atrevía a ponerle la mano en el hombro desnudo, húmedo, caliente. Guardo la sensación en mis dedos.

—Esos detalles no me interesan y mucho menos lo que usted haya sentido o sienta —ataja la señorita Pulido.

—Pues ¡qué mal! Si le importaran entendería que, pese a nuestra edad, seguimos siendo mujeres y nos agrada lo mismo que a todas. Y si para darnos ese gustito debemos pagar, pues ¡pagamos y ya! —Raquel observa el piso de mosaico—: Me alegra que por una vez los miserables ahorritos no me hayan servido para vendas y medicinas.

—No sé cuánto les haya costado traer a ese mono…

—¡Monísimo, señorita Pulido, mo-ní-simo! —La intervención de Martha provoca hilaridad—. Sobre todo de cuerpo. ¡Qué bárbaro! Ray es plano como burro de planchar.

—… pero lo que haya sido me parece un desperdicio, un derroche —continúa la señorita Pulido—. Por cierto ¿cómo dieron con el dichoso Ray?

—Alguien metió su tarjeta por debajo de la puerta. Porfirio la encontró cuando barría. Como está cegatón pensó que era propaganda y me la dio. La leí: «Ray: para una fiesta inolvidable» y la guardé. —Gloria hace una pausa—: El viernes recordé que el domingo iba a ser el cumpleaños de Ely y se me ocurrió que entre todas le regaláramos ese agasajo. Se lo propusimos y ella estuvo de acuerdo.

—Creí que eran inconscientes pero veo que están locas. Mañana el voluntariado analizará la situación. No sé qué vaya a decidir pero será algo drástico. —La señorita Pulido parpadea—: Me extraña verlas tan serenas. Yo, en su caso, estaría aterrada de pensar que por treinta minutos o una hora de diversión tal vez lo pierda todo.

—No todo: me quedará la memoria de este cumpleaños. Fue maravilloso —afirma Ely.

—Y ese recuerdo ¿cuánto tiempo cree que pueda durarle?

—No sé. Me basta con que dure hasta el día de mi muerte. —Ely suspira—: Y si es posible, un poquitito más.

Mañana olvidarás

Camina rápido sin importarle tropezar contra los exhibidores de mercancías y los comerciantes que las pregonan. Uno con los brazos tatuados le sale al paso y le pregunta si está ciega o loca. Si tuviera fuerzas Érika le diría que sólo está cansada, aturdida. El encuentro con Rubén la dejó sin ánimos, sin huesos. Como aquellas noches en el cuartito al que entraba su padrastro oloroso a sudor y a tabaco, exigiéndole el cuerpo e imponiéndole silencio: «Tú, calladita. No querrás darle un disgusto a tu madre, verdad. ¿O sí?».

Sin responder, Érika se mordía las uñas mientras esperaba oír el golpe de la puerta al cerrarse y los pasos sigilosos alejándose por el corredor hacia la recámara conyugal. Después se acostaba ovillada en el piso esforzándose por olvidar pero sin saber cómo lograrlo.

I

Lo mismo se pregunta ahora que camina sin rumbo, ansiosa de olvidar, aunque sólo sea por un minuto, la conversación con Rubén. Fue muy breve. Duró los minutos que ella tardó en beber el café tibio y amargo mientras él hablaba indiferente al efecto devastador de sus palabras: «Me conoces. Sabes que no me gustan los compromisos y no pienso cambiar. Así que mejor aquí le paramos». Érika siguió con su lucha perdida: «¿Por qué? Nunca te he exigido nada. Si crees que lo he hecho, discúlpame. No volverá a suceder. Hago lo que sea con tal de que…».

Algo en el gesto de Rubén le impidió seguir hablando. Lo miró sonreírle, inclinarse hacia ella y tuvo esperanzas de haberlo convencido de seguir juntos, viéndose ocasionalmente, como a él le gustaba. Pero lo que escuchó fue un tijeretazo: «En buen plan, ten un poquito de dignidad y no te arrastres, al menos ante mí, porque eso me jode. ¿Estás llorando otra vez? No, así no podemos hablar».

Como disculpándose, Érika se enjugó rápido la cara y lo vio levantarse: «Tengo que irme, pero si tú quieres, quédate». Alzó el brazo y le pidió la cuenta a la mesera que atendía a un numeroso grupo de comensales: «Esa señorita se va a tardar horas y me están esperando en el negocio. Te dejo para que pagues». Sacó la cartera y puso un billete sobre la mesa. A Érika le recordó el que su padrastro, algunas noches, le ponía entre las manos para premiarla por su docilidad y su silencio: «Y tú, calladita. No querrás darle un disgusto a tu madre, ¿o sí?».

II

Érika no tuvo la intención de disgustar a su madre cuando le mostró el primer billete con que había sido gratificada. «Mira.» «¿De dónde sacaste este dinero?» «Me lo dio tu marido.» «Si no quieres decirle papá al menos llámalo por su nombre: Andrés. Es un buen hombre, se preocupa por nosotras, sobre todo por ti. Siempre quiere halagarte, la prueba es que te regaló ese dinero. ¿Qué te vas a comprar?» «Nada. No lo quiero.»

Érika se ha preguntado mil veces qué tendría que hacer para olvidar el enojo de su madre ante su rechazo y la incredulidad con que escuchó su confesión deshilvanada: «Entra en mi cuarto. Me habla de cosas feas y me obliga a repetirlas. Me toca. Me dice que no te lo diga porque te vas a enojar mucho. Pero tú no estás enojada conmigo, ¿verdad? Vámonos de aquí».

«¿Solas? ¿A dónde? Además no tengo motivos para dejar a Andrés.» «¿Te parece poco lo que acabo de decirte o no me oíste?» No. Su madre no la había oído porque siguió hablando de su apego: «Él me hace feliz. Lo quiero. Tú también deberías quererlo, o por lo menos hacer la lucha, en vez de levantarle falsos».

Que su madre creyera más en Andrés que en ella duplicó su orfandad y le inspiró la urgencia de contarlo todo, aun lo más repugnante, para que ya no hubiese duda de que decía la verdad y le sobraban motivos para querer huir de esa casa, de ese cuarto que tanto aborrecía. Érika concluyó su relato aturdida, horrorizada de sus palabras, de su cuerpo y acabó por estarlo también de su madre cuando la oyó decir: «Estás muy jovencita. Malinterpretas. No le des tanta importancia a las cosas que no la tienen y deja de pensar en ellas. Te aseguro que todo lo olvidarás mañana».

III

Han pasado diez años y no llega el olvido de aquellas noches sofocantes. Cuántos tendrán que transcurrir para que se borre de su pensamiento lo que acaba de sucederle con Rubén. Tal vez nunca logre perder las humillaciones a las que se sometió con tal de retenerlo, aunque fuera bajo las condiciones impuestas por él: nada de compromisos, ni de preguntas y mucho menos de casorio. Expresaba su aversión al matrimonio en términos vulgares: «Soy de los hombres que detestan la comida corrida y prefieren las botanas».

Muy pocas veces, y siempre algo borracho, Rubén se dejaba llevar por los sueños de Érika: «Aunque no nos casáramos, ¿dime si no sería bonito que tuviéramos un cuarto en donde vivir?». «¿Un cuarto? No. Mejor una casa, no te digo que lujosa, pero sí amplia.» «Ay, sí, con dos recámaras: una para nosotros y la otra para el bebé, por si llegamos a tenerlo.» «En ese caso, me gustaría que fuera mujercita. Las niñas son más cariñosas, más dóciles.»

Siempre que Rubén aludía a esa posibilidad, Érika terminaba llorando porque la remitía al cuarto abominado, a la voz de su padrastro: «Te has visto en el espejo. Sabes que eres una niña muy linda. Por eso mismo tienes que ser cariñosa y dócil. Ven, acércate». Tan doloroso como esa visión era el recuerdo de los consejos de su madre: «Malinterpretas… Hazme caso… Mañana todo lo olvidarás».

IV

«Mañana es martes y hasta el viernes nos pagan.» El comentario de la desconocida que pasa a su lado devuelve a Érika a la realidad: lunes, cinco de la tarde. Faltan horas para que pueda refugiarse en su habitación y evitar las preguntas de su madre. Ruth adoptó la costumbre de interrogarla hasta el cansancio desde que Andrés la abandonó luego de que ella, en un arrebato de celos, lo acusó de engañarla. «Ruth, ¿de veras me crees capaz?», preguntó él sin imaginar cuál sería la respuesta: «Si te has atrevido a meterte con mi hija ¡cómo voy a dudar de que lo haces con otras!».

Refugiada en su cuarto Érika escuchó insultos, muebles que caían. Sin pensarlo tomó unas tijeras y las empuñó como arma para proteger a su madre contra la violencia de Andrés. Los vecinos se acercaron a preguntar qué sucedía. Andrés aprovechó el momento para salir gritando: «Ruth y su hija son un par de locas asesinas. Me largo antes de que me maten». Con forcejeos, Érika evitó que su madre fuera en busca de Andrés. Jadeante, llorosa, Ruth apenas tuvo fuerzas para decir: «Hija: ¿ves lo que hiciste?». «Defenderte. Y te advierto que si ese tipo vuelve…» «No volverá, el corazón me dice que no volverá.»

De nuevo Érika se sintió desplazada por el hombre que tanto daño le había hecho. La sensación renace cuando su madre le confiesa que su vida no es nada sin Andrés. Entonces, como buena hija, ella se apresta a consolarla valiéndose de las frases que tantas veces escuchó de niña: «No debes darle importancia a las cosas que no la tienen. Hazme caso: deja de pensar en ellas. Te aseguro que mañana todo lo olvidarás».

Sembrar olvido

Las que eran pláticas informales entre Elisa y yo se han vuelto sesiones psicoanalíticas. Nunca he asistido a una, pero Julieta, mi prima que trabajaba en una fábrica de medias, me ha contado cómo son: llegas con un doctor o una doctora, según te toque, y le dices lo que te hace sufrir. Entonces ellos te ayudan a entender cosas de ti, de tu vida, y a aceptar que algunos problemas tienen remedio y otros no porque no dependen de ti. En este caso lo mejor es guardarlos en una bolsa (mental, claro), cerrarla bien y ponerla en algún sitio en donde no te estorben.

A Julieta le dieron resultado las terapias. Por lo pronto dejó de pensar en suicidarse porque Eduardo se había ido cuando a ella acababan de recortarla de la fábrica y sin importarle que se quedara con la sarta de hijos y deudas con todo el mundo, hasta conmigo. No me fijo, que me pague cuando pueda, después de todo somos familia. La bronca son los demás acreedores. En vez de escondérseles, Julieta debería darles la cara y decirles: «No manchen, espérense a que me reponga». Eso quién sabe cuándo será, desde luego ni mañana ni pasado. Julieta espera conseguir otra chamba formal. Lo dudo. Anda por los cuarenta pero se ve mayor (Eduardo se la acabó) y en este mundo la edad es un pecado imperdonable.

II

A los patrones sólo les interesa la gente joven con experiencia pero ¿cómo quieren que alguien la tenga si no le dan oportunidad de foguearse? Ahora, supongamos que aunque pases de los treinta, te contratan, como le sucedió a Julieta. Entonces, en prueba de agradecimiento, ella se desvivió por demostrar su capacidad. Aceptó el turno que le dieran. Por el mismo sueldo cubrió las funciones de dos o tres compañeros. Cuando se lo indicaron se presentó a trabajar los fines de semana aunque eso le significara prescindir de la convivencia con su familia.

Varias veces me dijo que se sentía culpable por eso, pero dados los problemas económicos en su casa no le quedaba más remedio que entrarle al toro. Sus patrones no tomaron en cuenta su interés y su buena disposición. Cuando les convino la despidieron sin decirle ni «agua va».

Eduardo no se portó mejor. Él, que se veía tan orgulloso de ella y tan comprensivo, fue el primero en reclamarle a Julieta que asistiera a la fábrica sábados y domingos. Un día que estaba de visita en su casa me tocó oírlos discutir el asunto. Me consta que mi prima le dijo en buen plan: «Mi amor, si no quieres que los deje a ti y a mis hijos los fines de semana ¿por qué no buscas un trabajo extra? Con el licenciado te desocupas a las tres. Podrías manejar un taxi de cinco de la tarde a ocho de la noche».

Fue suficiente. Eduardo la puso pinta y la acusó de un montón de cosas enfrentito de sus niños y de mí. Como me enseñaron que «entre marido y mujer nadie se debe meter», quise irme pero Eduardo no me lo permitió. Según él, debía enterarme de la clase de mujer que era mi prima. Allí sí ya no me aguanté, salí en defensa de Julieta —para eso somos familia ¿o no?— y le saqué al Eduardo todos, pero todos, sus trapitos al sol.

Con tal de que no siguiera hablando, el muy cabrón se hizo el arrepentido. Se le hincó a Julieta pidiéndole que lo perdonara y le prometió que iba a seguir su consejo de meterse a la ruletiada. Le creí. Bueno, las dos le creímos y, como quien dice, a las dos nos vio la cara de pendejas.

No había pasado ni un año del pleito cuando Eduardo se fue, pero antes envenenó a sus hijos diciéndoles que su madre era una tal por cual, que no iba a la fábrica sino a verse con un fulano. Al fin chamacos, los niños le creyeron y a los pocos meses quisieron irse a vivir con su abuela. Para mí que en aquel momento Julieta comenzó a desequilibrarse y a pensar en el suicidio.

Gracias a Dios aceptó ir con un psicoanalista. Las terapias le hicieron mucho bien, pero más todavía lograr que sus hijos regresaran junto a ella y conseguir trabajo en el restorancito. No gana lo mismo que antes pero ahí la lleva. De repente extraña a Eduardo y me pregunta adónde creo que se haya ido. Le digo que no sé pero no faltan almas caritativas que me vengan con chismes: que si vieron a Eduardo por la Tlaxpana, que si se caía de borracho en la fiesta de Zutanito, que si andaba en el tianguis de la San Felipe con un niño. Esto sí me dio mucho coraje pero fingí que no me interesaba, aunque me imagino que el chamaquito debe de ser un hijo que Eduardo tuvo con la Libre, una putarraca con quien el estúpido se metió al otro día de abandonar a Julieta.

Cuando me enteré del asunto tuve intención de contárselo a mi prima pero Elisa me recomendó que no lo hiciera porque resultaría más provechoso para Julieta permitir que el tiempo sembrara olvido en su corazón. Lo de «sembrar olvido» me convenció y ahora aplico ese método cuando algo me entristece. No es fácil conseguirlo, y menos sin consultárselo a Elisa. Desde mi ventana le cuento mis cosas y oigo las suyas.

Son raras, especiales y muchas veces no logro entenderlas. Hay algunas muy extrañas. Te las contaré algún día, antes de que el tiempo siembre olvido en mi corazón.

Desde el mirador

En el rancho, desde nuestra casa, podíamos ver el tren lejano avanzando en línea rumbo a la Ciudad de México. Al escuchar su silbato y verlo, los niños nos precipitábamos hacia la carretera y corríamos con la inútil esperanza de alcanzarlo. Antes de que se perdiera tras la curva nos deteníamos y agitábamos los brazos seguros de que los viajeros podían distinguirnos y responder, tras las ventanillas iluminadas, a nuestra despedida: «Buen viaje. Adiós, adiós».

Aun después de que el horizonte volvía a ser un cuadrado oscuro, impenetrable, nos quedábamos oyendo el silbato metálico del tren hasta que se transformaba en un rumor cada vez más lejano que al fin se desvanecía. Entonces la noche recuperaba su desnudez, los sonidos del campo, el rumor del viento entre las ramas de los árboles: siluetas oscuras, desiguales, que a la luz del día eran compañeros de juego y por la noche presencias misteriosas, amenazantes.

La visión nocturna y fugaz del tren despertaba el interés de la abuela por contarnos su único viaje a San Luis Potosí y el ansia de mi madre de que algún día abordáramos el ferrocarril rumbo a la Ciudad de México. Circunstancias muy adversas contribuyeron a que el sueño materno se realizara. Una noche dejamos de ser observadores del tren y nos convertimos en pasajeros. Desde las ventanillas mis hermanos y yo agitábamos las manos imaginando que nuestros conocidos del rancho podían vernos sentados en las bancas corridas de la segunda clase y escuchar nuestros gritos: «Adiós, adiós. Ya pronto vendremos a visitarlos».

II

En cuanto llegamos a la Ciudad de México descubrimos lo nunca antes visto: edificios, anuncios de neón, calles anchas, tranvías, agentes de tránsito, camiones, semáforos y después, muy altos en el cielo, los aviones. Incrédulos y temerosos, pero al mismo tiempo llenos de curiosidad, nos hacíamos cruces por saber cómo serían por dentro, a qué altura se elevaban y cómo era posible que bajaran sin romperse. Sobre todas esas cuestiones dominaba una pregunta: «¿Qué se sentirá al volar?».

Estaba claro que no íbamos a saberlo pronto. Subirse a un avión encabezó la lista de imposibles dictada por nuestras precarias condiciones económicas. Por fortuna al poco tiempo de vivir aquí y gracias a la sugerencia de Mercedes, nuestra vecina, encontramos la manera de resarcirnos en algo por la imposibilidad de volar: «Vayan al aeropuerto. No les cobrarán nada por subir al mirador. Desde allí verán muy bien cómo despegan y aterrizan los aviones. Seguido llevo a mis chamacos porque no gasto y se divierten como locos».

III

El consejo era muy tentador pero no resultaba fácil acatarlo, entre otras cosas porque ignorábamos dónde estaba el aeropuerto y cuánto nos costaría llegar hasta allí. Mercedes nos dio toda clase de explicaciones y al final, viendo que aún teníamos dudas, nos hizo un mapa y nos escribió el teléfono del estanquillo donde le recibían llamadas para que le habláramos en caso de que nos extraviáramos.

Vencidos los obstáculos y ante la insistencia de mis hermanos mayores, mis padres decidieron llevarnos al siguiente domingo a ver de cerca los aviones. La noche del sábado, a causa de la emoción, estuvimos insomnes, conversando de una cama a otra hasta que un pleitazo en la vivienda de junto nos dejó sin palabras.

La mañana del día señalado mi madre se la pasó haciendo taquitos de fideo seco, tortas de frijoles y agua de limón que puso en un frasco. Todo eso lo metió en un morral. En otro acomodó una bacinica y una cobija. De haber tenido una brújula de seguro la habría agregado a nuestra carga.

A las ocho de la mañana, antes de salir, mi padre nos puso en fila para bendecirnos (como si en vez de llevarnos al aeropuerto fuera a conducirnos a un patio de fusilamientos) y nos hizo repetirle nuestra dirección para estar seguro de que sabríamos a dónde regresar si nos perdíamos.

Por su lado, mi madre cumplió con su deber haciéndonos una serie de advertencias: «No se alejen de nosotros. Agárrense bien. Cuando lleguemos allá no vayan a sacar la mano ni la cabeza». Supongo que con esa medida creía ponernos a salvo de que un avión, al pasar cerca de nosotros, pudiera dejarnos mutilados o, mucho peor aún, decapitados.

IV

El viaje desde Tacuba al aeropuerto fue larguísimo: dio tiempo a varios trasbordos y a que en el último camión mi padre discutiera con un pasajero impertinente y ebrio, a que mi hermana vomitara asqueada por el olor a gasolina, a que mi madre vaciara las bolsas en busca del papelito con el teléfono apuntado por Mercedes y volviera a llenarlas (indiferente a las risitas causadas por la dichosa bacinica) y a que a mi hermano mayor se le ocurriera hacer una competencia de adivinanzas y trabalenguas entre él y yo.

Debió pasar del mediodía cuando llegamos al aeropuerto: un edificio bajo y relativamente pequeño o al menos así lo recuerdo. Poca gente caminaba por el pasillo y ninguna parecía tener prisa. Nosotros, muy juntos, avanzábamos mirando en todas direcciones sin saber cuál tomar. Estuvimos yendo y viniendo de un lado a otro hasta que al fin mi padre se atrevió a preguntarle a un policía.

Por sus indicaciones y una serie de flechas dimos con las ruidosas escaleras de fierro que llevaban al mirador: una azotea cercada con una malla metálica. Fue difícil encontrar acomodo entre las familias y los grupos de jóvenes que habían llegado hasta allí con el mismo propósito que nosotros: ver el despegue y el aterrizaje de los aviones.

Como los otros visitantes al rústico mirador, mi familia y yo nos pasamos horas de aquel domingo alertas, nerviosos, aturdidos por el estruendo de los motores, minimizados por las ráfagas de aire caliente que nos desordenaban el cabello y la ropa, incrédulos ante la elevación, cegados por los reflejos metálicos de los aviones que parecían ir rumbo al sol y al esfumarse nos dejaban la sensación de haber estado cerca de contestar la pregunta que nos había tenido desvelados: «¿Qué se sentirá al volar?».

A partir de aquel domingo hicimos muchas otras visitas al mirador, pero ninguna tan emocionante como la primera. Ya no viven los miembros de mi familia con quienes compartí aquellas experiencias. Son sólo mías. Es también sólo mía la derrota de recordarlas fragmentadas y en desorden.

Lluvia de septiembre

Las muchachas y yo llevamos años de conocernos. Con todo y eso hay cosas en las que no logramos ponernos de acuerdo, en particular cuando hablamos de Coral. Ni siquiera coincidimos en cuanto a su edad. Unas creen que debe haber andado por los cincuenta cuando falleció pero yo le calculo un poquito más. La forma en que mis compañeras hablan del asunto me choca, entre otras razones, porque ninguna se atreve a decir «Coral se murió». Prefieren: «se nos adelantó en el camino», «se nos fue», «ya no es de este mundo», «dejó de sufrir».

Conociendo a Coral me pregunto qué hará en el otro mundo, si de verdad ya no padece luego de que se pasó la vida entera —o al menos la porción de ella que conocí— mortificada por todo: las guerras, el desempleo, la inseguridad, el maltrato a los niños, las mujeres desaparecidas, los suicidios en aumento. Tal vez lo hacía para no pensar en sus problemas, que deben haber sido bastantitos.

Se le extraña, me cae que sí. A nosotras, mientras esperábamos clientes en la Plaza de Loreto, nos hacía reír con sus puntadas. No estoy diciendo que hiciera chistes al estilo de la Márgara, no. Me refiero a las cosas que le sucedían y nos las contaba de una manera muy natural, muy inocentona. Por ejemplo aquello del papel sanitario que un mono le robó o el capítulo de la dentadura postiza que el dichoso Tigre perdió en el hotel.

Todavía lloro de risa imaginándome a Coral, grandota como era, arrastrándose por todo el cuarto para buscar la dentadura de su cliente mientras que él, en calzoncillos y con calcetines, lloraba diciendo: «Mi señora sabe que nada más cuando entro en acción me quito la prótesis por temor a ahogarme. Si me le presento sin dientes adivinará que estuve con otra mujer y entonces sí no me la voy a acabar».

Gracias a Dios Coral encontró la placa en una de sus pantuflas. Aunque ya estamos grandes, a ninguna de nosotras se nos ocurre salir a trabajar en chancletas. A ella sí —lo hacía por los juanetes— pero me consta que cargaba sus sandalias en una bolsa de plástico por si al cliente se le antojaba que se las pusiera a la hora de la verdad. Hay hombres muy ideáticos a los que les gusta eso.

¿No me cree? Yo tuve un cliente que venía expresamente desde Comitán para quedarse conmigo los primeros viernes de cada mes. Se animaba sólo con verme puestas las sandalias que habían sido de su mujer. Me quedaban muy mal porque la difunta, que en paz descanse, había sido de pie grande, y yo calzo del dos y medio. Conseguir zapatos de mi número es bien difícil, por eso tengo que ir con Elías Raso para que me haga mi calzado.

Coral siempre me chuleaba mis zapatos y yo a ella los broches que se ponía en la cabeza para agarrarse el pelo. Tenía mucho, bien crespo, tirándole a cobrizo. Lo conservó hasta el fin, o sea hasta el día en que se nos adelantó en el camino.

II

¿Era jueves o viernes cuando la enterramos? Ya ni me acuerdo porque los días se van como agua. Lo que sí tengo claro es que entre todas hicimos una colecta para sus misas. Fueron nueve a las siete de la noche. Lo bueno es que la iglesia está cerquita de la plaza en donde nos sentamos a esperar: unas desde el mediodía y se van temprano. A mí me cae mejor presentarme después de las seis de la tarde, aunque luego tenga que irme nochecito, corriendo peligro y a veces sin haber sacado ni cincuenta pesos, que es mi tarifa más baja.

Este asunto es como todos los negocios: tiene sus temporadas buenas y otras malas. Nosotras sabemos que durante las fiestas patrias —quizá porque en septiembre llueve mucho— los clientes escasean; sin embargo, nos presentamos a la chamba y de acuerdo con la fecha nos ponemos rebozos, moños, adornitos tricolores para animar el ambiente. Pero ha habido ocasiones en que ni por ésas salimos adelante.

Me acuerdo de un mes de septiembre en que llovió tanto como ahora y hacía bastante frío. Estábamos bien tristes, apagadas y sin que nadie nos pelara, así que decidimos irnos temprano a nuestras periqueras. Nos despedimos. La única que se quedó en la banca fue Coral. Se me hizo feo dejarla sola y la invité a comernos un pozole en la fonda de Genovevo. De seguro estaría abierta porque ese hombre no baja la cortina ni el primero del año.

III

Coral y yo éramos las únicas clientas. Ordenamos rápido. En eso que entra a la fonda una pareja con un chamaquito bien simpático vestido de cura Hidalgo. Se sentaron cerca de nosotras y pudimos oír que sus papás se burlaban de él porque no había aceptado quitarse el disfraz que le pusieron para el festival de su escuela.

Nos reímos, pero noté que el gesto de Coral no era precisamente de alegría. Aunque sé que no le gusta hablar de sus asuntos personales le pregunté en qué pensaba.

—En un 13 de septiembre. Yo estaba en quinto año cuando me vistieron como a ese niño. Y es que el compañero —Efraín Pons se llamaba— que iba a presentarse en el festival de la escuela como padre Hidalgo se enfermó y no pudo asistir. Urgía encontrar a alguien que ocupara su sitio. Me eligieron porque como era la más altota del grupo a nadie más le quedaría el disfraz de Hidalgo. No fue fácil ponérmelo: el greñero que tengo se me salía de la peluca y sólo con un montón de pasadores lograron escondérmelo muy bien. De todas formas la maestra Sarita me indicó que al ondear la bandera procurara no mover la cabeza.

Me gustó ver a Coral tan contenta, riéndose y hablando de sus cosas como nunca lo había hecho. Eso y el pozolito caliente me alegraron, pero más seguir oyendo a Coral:

—No creas que mi cabello fue el único problema. Tuve otro y para ése no hubo arreglo. Siempre fui una niña muy desarrollada. A los once ya tenía senos, y bastante grandecitos. La maestra Sara, quien me ayudó a vestirme, no logró aplanarme y tuve que aparecer en el escenario como un cura pechugón… Algunas personas entre el público se rieron y me puse muy nerviosa. Temblaba.

Coral se mordió los labios. Creí que iba a llorar. En vez de hacerlo me sonrió:

—No sé cómo le habré hecho, amiga, pero me controlé y seguí muy tiesa, como de palo, a fin de que no se me desprendiera la peluca. Al final del número mis maestros me felicitaron y mis compañeritos como que me vieron de otra forma. Todo cambió gracias a mi padre Hidalgo: mis bajas calificaciones no impidieron, como otros años, que participara en el festival; mi estatura, que siempre había sido motivo de burlas y de que me llamaran «caballona», se convirtió en una ventaja porque gracias a eso pude hacer el personaje más importante aquel 13 de septiembre.

Le pregunté a Coral si guardaba fotos de su actuación. Me dijo que sólo una y prometió mostrármela alguna noche. Nunca lo hizo ni lo hará. El tiempo no le alcanzó. Los días, como usted bien sabe, se nos van como agua.

Cartas desde Marte

Aunque nos viéramos a diario, Rodolfo y yo nos llamábamos todas las noches por teléfono. «Niña, cuelga», me decía mi madre con su voz cascada por el cigarro. Yo juntaba el pulgar y el índice para que me diera oportunidad de seguir hablando «un poquitito más»; pero ella, implacable, negaba con la cabeza. Ni modo. Órdenes son órdenes. De mala gana me despedía de Rodolfo.

Presiento que él vive. Tiene que vivir. Fue, es y será para siempre mi mejor amigo. Lo sabe y de seguro lo piensa aunque sea de vez en cuando. Supongo que en esos momentos le entrarán sentimientos de culpa por no haberse puesto en contacto conmigo y jurará que va a escribirme hoy mismo.

II

Llevo la cuenta de los años de incomunicación: ocho. En todo ese tiempo deben de haberle pasado a Rodolfo muchas cosas. Lo conozco y sé que le gustaría compartirlas conmigo, entonces ¿por qué no lo ha hecho? Sólo Rodolfo podría aclarármelo. Por desgracia no he recibido la carta que me prometió; es más, ni siquiera he vuelto a oír su voz desde que me llamó para decirme que, por exigencias del trabajo, su padre tendría que cambiar de plaza. Yo entendí «de casa». Es un error comprensible si tomo en cuenta que Rodolfo estaba viviendo a cientos de kilómetros de aquí.

Esa distancia enorme se ha ido alargando al paso del tiempo que llevo sin recibir noticias suyas (dividido en meses da 96, contado en días arroja una cifra espeluznante: 4 380) y ahora tengo la impresión de que Rodolfo está flotando en el espacio rumbo a Marte. Se me ocurre esa locura porque en una de sus cartas me contó que en su nueva escuela algunos compañeros, en una hora muerta, habían hecho una lista de los interesados en viajar al cuarto planeta. «¿Te inscribiste?», le pregunté a vuelta de correo. «Lo habría hecho si creyera que en mis condiciones iban a aceptarme.»

El obstáculo al que se refería eran sus piernas tan carentes de vigor como si no las tuviese. Era lógico que se descalificara por ese motivo pero no quise dejarlo indefenso ante una realidad, que al menos hasta aquel momento, era inmodificable: «¡Tonto! Se piensa con la cabeza. Imagino que en una primera expedición a Marte se necesitan personas que piensen y no corredores de fondo. ¡Inscríbete! Si llegas a irte, me cuentas».

Creí expresarme con un tono ligero, indiferente; pero Rodolfo, que me conoce mejor que nadie, adivinó mi nerviosismo y eso le dio oportunidad para divertirse conmigo haciendo cálculos de los muchos años que tardarían sus mensajes desde Marte. «Para cuando llegue ese momento —escribió subrayado— serás mucho mayor que yo y tal vez ya ni me recuerdes.»

El jueguito me ha resultado muy útil para soportar el silencio de Rodolfo. Imagino que sus cartas vienen descendiendo lentamente por el espacio y que un día, el menos pensado, caerán envolviendo piedras arrancadas a la superficie del Planeta Rojo.

III

Ese método de comunicación lo practicamos Rodolfo y yo mientras fuimos vecinos. Aunque nos hubiésemos visto en la escuela y nos hubiéramos hablado por teléfono antes de comer, por lo general entre cuatro y cinco de la tarde él lanzaba desde su ventana en el tercer piso hasta mi patio una piedrita (o cualquier otro objeto de peso) envuelta en su mensaje.

Esas notas, escritas minutos antes de ser enviadas, llegaban a mí envejecidas a causa de las arrugas en el papel. Aunque repitieran lo que nos habíamos dicho, leerlos era estimulante, alentador y también útil: me protegía contra todo lo que pasaba en mi casa y me hacía esperar con ilusión el momento de levantarme, salir, respirar el aire fresco de las siete de la mañana y correr por la avenida bordeada de fresnos que conducía a la escuela.

A Rodolfo lo llevaba su hermano Ernesto en una camioneta equipada con una silla de ruedas muy ruidosa. En ella mi amigo se dirigía al salón de clase. Con la ayuda del prefecto o del conserje se pasaba al pupitre junto a la puerta, cosa que le hacía fácil la ida al baño.

Para evitarse que dos de nuestros compañeros tuvieran que trasladarlo del mesa-banco a la silla y a su vuelta del sanitario realizar la operación a la inversa, Rodolfo decidió salir reptando impulsándose con los codos. La escena, vista ya muchas veces, inspiraba curiosidad y burlas. Eran crueles. Recordarlas aún me horroriza. En este sentido la situación no mejoró cuando pasamos a secundaria.

Para aquel momento Rodolfo y yo habíamos sostenido miles de conversaciones en la escuela y a través del teléfono. «Niña, cuelga.» Aparte yo tenía acumulada una buena cantidad de piedras-mensajeras. Esa rutina alimentada durante años nos unió como si fuéramos siameses. Era muy viva mi sensación de estar unidos. Cuando me enteré de que sus padres iban a llevárselo a Laredo sentí que se me rasgaba la piel como si fuera una más de las telas con que mi madre hacía vestidos por encargo.

IV

Me pasé la primera tarde en que Rodolfo estuvo ausente haciéndome las ilusiones de que su mensaje caería en mi patio. Imposible. A esas horas —según me dijo en su demorada comunicación telefónica— viajaba en un Greyhound rumbo al norte.

Después de aquel contacto sobrevino el silencio y luego una carta en donde Rodolfo me relataba el viaje y describía algo de su nueva casa: «Huele a pintura. No está permitido fijar clavos ni tender ropa en los balcones». Dejó a mi imaginación el resto de su vivienda. Mejor. De ese modo era más fácil figurarme que seguíamos conversando en los lugares consabidos.

Para evitar el gasto del teléfono y reproches familiares, optamos por seguir escribiéndonos cartas. También llegaban envejecidas a causa del pésimo sistema de correos. Ese desajuste enfurecía a Rodolfo, a mí no me disgustaba tanto y acabé por verlo como algo inevitable.

Cambié de opinión la mañana en que, con un mes de retraso, recibí una nota de Rodolfo en donde me informaba que él y su familia se iban a vivir a San Diego. Me pregunté en dónde estarían las cartas que, sin saber de su mudanza, le había enviado a Rodolfo. Preferí seguir leyendo. En las últimas líneas prometía mandarme su dirección.

Leí la fecha de la carta. Habían pasado cuatro semanas desde el momento de su escritura. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar noticias de mi amigo? Lo ignoraba pero seguí escribiéndole con ánimo de enviarle mi correspondencia acumulada en cuanto él me indicara su nuevo domicilio. Ya transcurrieron ocho años y aún no lo recibo. La tardanza puede deberse, entre otras cosas, a falta de tiempo, olvido, pésimo servicio del correo o, en recuerdo de una antigua conversación, a la enorme distancia entre la Tierra y Marte.