Lo que cuenta es el interior
Corre el año 1962.1 Timmie Jean Lindsey tiene veintinueve años, ojos azules claros y el pelo negro peinado al estilo bouffant corto. Sophia Loren llevaba el mismo corte en la fotografía que le hizo Loomis Dean a finales de los cincuenta: muy cortito en la nuca y rizado y voluminoso en la coronilla. En la Loren, ese peinado quedaba glamuroso, desaliñado y sexi. En Timmie, es práctico: le esconde las orejas, que siempre ha tenido de soplillo, y no le molesta cuando está trabajando, que es todo el rato. La historia de su vida es breve, pero está plagada de callejones sin salida y oportunidades perdidas: un matrimonio impulsivo a los quince, un divorcio a los veintiséis. Ahora trabaja en una fábrica, en una cadena de montaje. La mayoría de sus compañeras son mujeres —el trabajo (ensamblar placas de circuitos hechos de partes diminutas e intricadas) es más fácil si tienes las manos pequeñas— y se parecen a ella: a duras penas consiguen llegar a fin de mes. Seis hijos, un empleo en la fábrica y un salario que no se puede estirar para cubrir todo lo que necesitan.
Es la pobreza la que lleva a Timmie al Jefferson Davis Hospital de Houston; la pobreza y la vergüenza. Ha salido con hombres desde su divorcio, o lo ha intentado, pero lo único que ha sacado de todo ello es una serie de corazones rotos y dos tatuajes cutres: una rosa roja en cada pecho. Su último novio, Fred, la animó a hacérselos cuando estaban de vacaciones y Timmie se dejó llevar por el impulso y accedió.2 Ahora Fred está en paradero desconocido, pero los tatuajes siguen ahí, recordándole cada día su relación fracasada, sus errores del pasado. Aunque se puede quitar los tatuajes con microdermoabrasión, no la puede pagar, y esa es la razón por la que está sentada en la sala de exploración del hospital municipal, para el que cumple los requisitos que le permiten ser atendida pese a no tener seguro.
Timmie quiere deshacerse de las rosas rojas. Quiere que la piel de sus pechos quede libre de marcas, impecable. Quiere quitarse a restregones cualquier evidencia de su vida —el tatuaje, las vacaciones, el propio Fred— y empezar de cero, como si nada de aquello hubiese ocurrido.
No quiere un implante de senos.
Se lo van a hacer de todos modos.
* * *
El sistema tegumentario es el más grande de cuantos hay en el cuerpo: es su superficie. La piel, los dientes, las uñas… forman una barrera entre los vulnerables órganos y el inclemente y peligroso mundo. Es un sistema cuyo único propósito es proteger el interior del exterior. Como resultado, la medicina que trata este sistema posee un componente superficial único, que no se ciñe solamente al tratamiento de erupciones, lesiones y otros males, sino que incluye también el elemento cosmético, lo estético. Los doctores cuya principal preocupación es la belleza son libres, si así lo desean, de centrarse más en el estilo que en la sustancia; de quitar, remeter y desmontar cuerpos perfectamente sanos con la esperanza de mejorar lo que ha creado la mismísima naturaleza.
A diferencia de otros capítulos de este libro, esta historia no va de cómo el desinterés ha provocado que los problemas de salud de la mujer pasen inadvertidos, sean ignorados o se diagnostiquen mal. De hecho, es la preocupación del médico por los cuerpos de las mujeres, por su belleza, la que ha impulsado muchos de los avances que se han producido en este campo, a veces sin darle mucha importancia a la opinión de las propias mujeres sobre el asunto. Cuando esta área de especialización estaba aún en pañales, los doctores varones se encontraron con que tenían el poder suficiente para hacer a la vez de facilitadores y de responsables de forzar el canon de belleza femenina, puesto que ellos le ponían el sello de la legitimidad médica a la presión social de tener que ser guapas. En la actualidad, la práctica de la medicina estética se mueve en la fina línea entre empoderar a las mujeres para que se hagan con el control de sus cuerpos y atraparlas en una jaula dorada de estrictos estándares de belleza.
Pese a las actuales connotaciones pijas de que se trata de una actividad de ocio para mujeres de clase alta, la cirugía plástica tiene su origen en el campo de batalla y entre hombres.3 Los primeros pacientes eran soldados y los primeros y más espectaculares avances empezaron siendo una búsqueda para dar respuesta a las heridas faciales sufridas en la guerra de trincheras. El armamento de la época —granadas, mortero y ametralladoras— no tenía precedentes en cuanto a su impacto en el cuerpo humano, ya que, además de tener la capacidad de infligir daños significativos, aumentaba las posibilidades de volarle la cara a una persona. Muchos de los supervivientes quedaban brutalmente desfigurados: les faltaba algún ojo, tenían la mandíbula hecha añicos o la piel y los huesos completamente sajados o mostraban un hueco ennegrecido donde antes había una nariz o una mejilla. La legitimación de la cirugía plástica como campo de la medicina coincide casi exactamente con la reincorporación de los veteranos heridos de la Primera Guerra Mundial a la sociedad. La American Association of Plastic Surgeons (Asociación Estadounidense de Cirujanos Plásticos) fue fundada en 1921;4 la American Society of Plastic and Reconstructive Surgeons (Sociedad Estadounidense de Cirujanos Plásticos y Reconstructivos), en 1931; y el American Board of Plastic Surgery (Junta Estadounidense de Cirugía Plástica), en 1937. Esta última institución supuso un gran avance: un año después, en 1938, se la reconoció oficialmente como subsidiaria del American Board of Surgery (la Junta Estadounidense de Cirugía).5
Al mismo tiempo, la aparición de la anestesiología moderna cambiaba la naturaleza misma de la cirugía junto con el tipo de pacientes que recurrían a ella.6 Antes de la existencia de la anestesia general, no había más remedio que soportar consciente las operaciones —o, en el mejor de los casos, sumido en un sopor inducido por el alcohol o el opio que se usaban a modo de analgésico— y se amarraba o sujetaba a los pacientes para impedir que se apartaran cuando empezaban las incisiones. La noción de cirugía electiva era inconcebible; dados el dolor y el horror que entrañaba, pocas personas se sometían al bisturí a menos que fuera estrictamente necesario, y los doctores se ceñían a las operaciones que tenían como objetivo restablecer las funciones normales —masticar, tragar o respirar— y no la apariencia física. Con la anestesia, en cambio, los doctores podían operar a los pacientes, que, sumisos e inconscientes, no se estremecían ni se retorcían ni gritaban; y la promesa de pasar durmiendo por los peores momentos de una operación atrajo a un nuevo tipo de personas a la consulta de los cirujanos plásticos. Surgió así la posibilidad de la cirugía entendida como la mejora de uno mismo.
A medida que evolucionaba la especialidad, los cirujanos empezaron a dividirse en dos campos: los que llevaban a cabo cirugías reconstructivas en rostros y cuerpos dañados7 y los que realizaban procedimientos cosméticos en personas perfectamente sanas.8 Es aquí donde la línea entre autoridad médica y moral se empieza a desdibujar. Los doctores, desde siempre valorados por su pericia en asuntos relacionados con la salud y la sanación, ahora se convertían también en árbitros de lo estético. La belleza, como siempre, estaba en la mirada del observador, pero ahora el observador tenía un bisturí en las manos.
Si los soldados cuyo rostro ha sido arrancado por las bombas en el campo de batalla podían volver a hacer una vida prácticamente normal con una cara nueva creada con la magia de esa nueva ciencia que es la cirugía plástica, ¿por qué no iban a poder las mujeres cuyo rostro ha sido asolado por algo tan explosivo como el paso del tiempo recobrar los contornos firmes y definidos de la juventud?
MAX THOREK,
doctor en Medicina, cirujano plástico, 19439
Los pacientes de la cirugía reconstructiva y los de la cirugía estética se dividen visiblemente según el género. La mayoría de las intervenciones reparadoras se circunscribían al ámbito de los hombres con desfiguración facial y se trataban como una necesidad médica, aunque la razón para llevarlas a cabo fuera, de hecho, social en su naturaleza: tener una apariencia monstruosa dificultaba la empleabilidad del hombre en cuestión, pese a que fuera funcionalmente capaz de vivir y trabajar con normalidad. Sin embargo, las cirugías con finalidad cosmética, en las que se trataba principalmente a mujeres, carecían de legitimidad entre buena parte del establishment médico. Los cirujanos reconstructivos eran doctores que practicaban la medicina, en tanto que los estéticos eran matasanos que les vendían procedimientos chapuceros e innecesarios a señoras feas e ingenuas.
No obstante, una mujer poco atractiva que mejoraba su apariencia sí que obtenía unos beneficios sociales y económicos no muy diferentes de los que percibía un hombre a quien le hubieran reconstruido el rostro fracturado. Para un hombre, parecer normal —si bien no manifiestamente guapo— era clave para seguir siendo un miembro visible, empleable y productivo de la sociedad. En cambio, para la mujer, cuyo acceso a la sociedad iba aún más ligado no solo a parecer normal, sino a ser sexualmente deseable, la cirugía estética prometía marcar la diferencia entre una vida solitaria e infeliz en los márgenes o una vida realizada y productiva como esposa y madre. Los hombres podían operarse y conseguir un empleo; las mujeres podían hacer lo mismo y conseguir un hombre.
La cuestión era cómo patologizar las tribulaciones de una mujer poco atractiva, cómo hacer que una intervención quirúrgica para mejorar su apariencia pareciera un asunto de necesidad médica, con la misma urgencia y legitimidad que se le concedían a la restauración del aspecto de un soldado con la nariz cercenada por la metralla.
* * *
Es la primavera de 1932 y una multitud sin entrada de asiento irrumpe por la fuerza en el salón principal del neoyorquino Hotel Pennsylvania.10 La sala es enorme y está ornamentada; la ilumina un gigantesco candelabro de cristal que cuelga del techo pintado con un decorativo motivo art nouveau de círculos entrelazados. La platea está flanqueada por gruesas columnas que soportan una galería en el segundo piso. Entre columna y columna se extiende un balcón de mármol que llega a la altura de las caderas y está decorado con un intricado bajorrelieve y un pasamanos de hierro en la parte superior. Todos los asientos del salón están ocupados, de manera que es en la galería donde se apiñan el resto de los espectadores, apretados contra el pasamanos en una concurrencia de cálidos alientos y cuerpos que reclaman alborotadamente ver el espectáculo que tiene lugar abajo.11 Sobre la tarima situada en el centro de la sala, parpadeante a causa del resplandor que emiten dos enormes lámparas de arco de carbono, está de pie J. Howard Crum, con gafas y una bata médica cuyas mangas lleva enrolladas por encima del codo, aunque todas las miradas se posan en su paciente, reclinada en una camilla junto a él.12 Conocemos el nombre del doctor pero no el de ella, que, además de anónima, es amorfa: una sábana blanca le cubre el cuerpo; un turbante blanco, la cabeza. Oculta la mitad superior de su rostro una máscara de papel con unos pequeños recortes en forma de diamante que no acaban de coincidir con la ubicación de los ojos y solo dejan ver con claridad uno de ellos, que es de color marrón oscuro y mira fijamente a la muchedumbre que la observa embelesada.13
Crum ya ha hecho antes esta misma operación delante de un público, en este mismo salón, con más de mil personas observando atónitas. En aquella primera ocasión su paciente fue una actriz de sesenta años llamada Martha Petelle, un exbellezón que recuperó su atractivo en dos días gracias a un procedimiento de estiramiento del cutis que Crum denomina «el Hollywood».14 Esta otra operación, en cambio, va más allá, es especial. La mujer enmascarada echada en la mesa de operaciones no es una actriz, sino una asesina recién salida de la cárcel donde acaba de cumplir una condena de veinte años por acabar con su marido.15
* * *
Años más tarde, Crum escribiría sobre esta paciente rememorando el día en que entró en su consulta: «¿Acaso se podía confundir el tipo de persona que era, que con tanta claridad y definición se leía en su rostro? En su cara, las señales de sus actividades mentales están esculpidas con la misma precisión con la que un escultor las habría cincelado en la piedra».16 En su opinión, la conexión entre fealdad y criminalidad es evidente, incluso orgánica: cuando una mujer tenía una apariencia de mala persona tan manifiesta, ¿cómo podía evitar acabar siéndolo? Y, si una cara fea engendra una personalidad fea, está claro que la redención podía venir de la mano de la belleza, y, de paso, también la legitimidad del propio Crum como practicante de la medicina. Él cree que, algún día, los guardianes de las puertas de la sociedad médica las abrirán por fin para doctores como él. Entonces verán lo equivocados que han estado al rehuirlo, descartarlo, llamarlo «matasanos» y «sinvergüenza». Algún día, de esto Crum no tiene la menor duda, el mundo entero se dará cuenta de lo que con tan acertada intuición comprende ahora la audiencia boquiabierta ante él: que algunas de las patologías más viles no penetran más allá de la piel.17
La paciente de Crum aguarda, sentada, su transformación. Su expresión, lo poco que se adivina de ella tras la máscara, es plácida. Tiene el rostro adormecido por la novocaína. Está lista: para que la rehagan, la completen, para que borren cualquier rastro de la persona que le quitó la vida a un hombre y se ha pasado los últimos veinte años en una jaula. Para parecer una mujer que se merece una vida mejor y, quizá, llegue a tenerla.
Cuando el bisturí desciende, cuando hace la primera incisión, ella no emite ningún sonido.
Si bien la cirugía plástica no puede, por supuesto, erradicar las señales internas y las cicatrices del corazón, no cabe duda de que la eliminación de las señales externas hace mucho por sanar y restaurar un corazón roto.
J. HOWARD CRUM,
doctor en Medicina, 193318
J. Howard Crum se convirtió en uno de los cirujanos plásticos más renombrados y solicitados de su tiempo; cabría decir que fue también el primer cirujano plástico famoso, décadas antes de que la idea llegara a aceptarse con normalidad. Fue el primero en establecer la cirugía plástica como una especie de deporte con espectadores, y sus demostraciones públicas parecen claras precursoras de los actuales perfiles en las redes sociales o de los programas sobre cambios radicales en los que cirujanos plásticos publicitan sus servicios transformadores.
Cuando The New Yorker escribió sobre el procedimiento de estiramiento facial de Crum en julio de 1932, lo hizo en tono jocoso, con admiración y tan solo una pizca de sarcasmo: «No trabaja con mujeres gordas y trata a muy pocos hombres»,19 señalaba el articulista, que añadía más adelante que «muchas mujeres que se han estirado el rostro jamás lo admiten, ni siquiera a sus mejores amigas. A los fisgones de sus maridos les dicen que se han cortado en un taxi».20
Tal vez por estar tan adelantado a su tiempo, la imagen pública, la práctica y la filosofía de Crum demostraron ser un poco demasiado salvajes para los tipos corrientes de la American Medical Association;21 no logró que lo admitieran ni que le dispensaran el mismo respeto que a otros doctores de disciplinas médicas consideradas más serias. Sin duda, le hubiera fascinado ver cómo sus dotes teatrales se han hecho por fin un hueco entre el público contemporáneo: es imposible no ver el paralelismo entre la convicción de Crum en su capacidad para rehabilitar a una asesina embelleciéndola y la premisa de programas como Cambio radical, o ese sádico reality de los horrores llamado The Swan (El cisne).22 En este último, mujeres «feas» pasaban tres meses en una casa sin espejos, donde no solo las sometían a diversas operaciones de cirugía plástica, sino que recibían sesiones con un tutor particular, un dentista y un terapeuta hasta que llegaba el momento de salir de nuevo al mundo transformadas. Ese momento de revelación iba invariablemente precedido de un efusivo discurso del terapeuta de la casa sobre las ganas de vivir renovadas de la concursante, de cómo su rostro y su cuerpo, esculpidos a golpe de bisturí, le habían permitido empezar a sanar por dentro.
No obstante, Crum había dado con algo en lo que respecta a la naturaleza patológica de la fealdad y su impacto en la vida de las mujeres, un tema que comentó usando ese lenguaje propio de los años treinta que suena escalofriante y, tal vez, tristemente contemporáneo: pese a la «actual emancipación de la mujer en todo el mundo […] una cara bonita sigue considerándose uno de los bienes más valiosos con que cuenta una mujer».23
La idea de que existe un vínculo médico entre salud, bienestar y belleza —un corazón roto por dentro va acompañado de una cara estropeada a juego— no tardó en volverse fundamental para la práctica de la cirugía estética electiva en mujeres que, por otra parte, estaban sanas. Los cirujanos plásticos buscaban legitimidad científica para su disciplina y distanciarse de unas ideas de la estética sentimentales y subjetivas, y para ello reinventaron su trabajo asemejándolo a la psiquiatría, con la diferencia de que, en el caso de la cirugía plástica, el problema mental tenía una solución quirúrgica.
De pronto, la fealdad dejaba de ser una cuestión estética para convertirse en una patología, una enfermedad cuyos síntomas se manifestaban en forma de un trastorno psicológico conocido como «complejo de inferioridad». Los rasgos poco atractivos —o los efectos de la edad— se replanteaban cada vez más como «deformidades» que incapacitaban a la paciente para llevar una vida funcional normal. Los esfuerzos por dotar a la cirugía estética de legitimidad científica dieron como resultado algunos razonamientos verdaderamente asombrosos y a menudo racistas: en un momento dado, los criterios para diagnosticar una deformidad estuvieron plagados de estereotipos raciales sobre la indeseabilidad de los rasgos «étnicos», ya que los cirujanos plásticos afirmaban que rehacer a un paciente para hacerlo más genérico —léase blanco— evitaría que fuera objeto de persecuciones, discriminación y otros daños psicológicos.24 Curiosamente, los médicos aseguraban también que no era necesario pertenecer a una minoría étnica para beneficiarse psicológicamente de los procedimientos; según ellos, y desde un punto de vista médico, tan malo era parecer judío o asiático como serlo de verdad. Uno de estos médicos, Maxwell Maltz, llegó incluso a sugerir que un estudiante universitario que se había quitado la vida podría haberse salvado de haber hecho algo con su nada atractiva narizota.25
En 1943, el cirujano plástico Max Thorek insufló algo de poesía en los beneficios salvadores de la cirugía estética para la salud mental: «La esperanza repentina, brotando de los corazones femeninos, y a veces de los masculinos; que donde la naturaleza ha escatimado en dones de pulcritud, el bisturí del cirujano remedie la carencia».26
Huelga decir que siempre eran las mujeres las que al parecer salían peor paradas cuando la naturaleza se ponía a repartir pulcritud. Equiparar la fealdad de una mujer con el tipo de trascendental desfiguración que obligaba a los exsoldados a operarse para llevar una vida normal únicamente funciona en un mundo donde el valor social de la mujer está inextricablemente ligado a su apariencia física, además de a su atractivo sexual. Y quizá por eso era inevitable que la mirada del cirujano plástico, y su bisturí, acabaran apuntando más abajo del cuello.
Frank era un médico muy cualificado, pero le gustaban los pechos grandes.
BERNARD PATTEN,
doctor en Medicina, neurólogo jubilado
y amigo del doctor Frank Gerow, 200727
Corre el año 1962 y el doctor Frank Gerow ha colocado con éxito el primer implante de pecho de silicona en una paciente adulta llamada Esmeralda.28 Han pasado tres semanas desde la operación y no ha habido complicaciones, salvo, claro está, que la perra no para de intentar quitarse el implante mordiendo los puntos.
Ese es el problema, que Esmeralda es una perra.29 Si Gerow quiere que el procedimiento para aumentar el pecho avance —y, lo más importante, dejar en evidencia a sus colegas del Jefferson Davis, que trabajan en ese momento en la creación de un corazón artificial—, necesita un sujeto humano en quien probar su invento.
Quiso la fortuna que Timmie Jean Lindsey y sus pechos tatuados lo estuvieran esperando en la sala de exploración del final del pasillo.
Gerow, junto con el doctor Thomas Cronin, su amigo y colega, está trabajando en lo más puntero de un área nueva —y totalmente desregulada— dentro del campo de la cirugía plástica. El aumento de pecho es un procedimiento que aún está en pañales, y Gerow está convencido de poder mejorar las opciones disponibles en ese momento, poco naturales a la vista y, sobre todo, al tacto. Es una visita a un banco de sangre la que le brinda su momento «eureka», cuando, al coger una bolsa llena de sangre, se da cuenta de que la sensación táctil no es muy diferente a la de agarrarle el pecho a una mujer.
Maravillado ante la idea de rellenar pechos reales con bolsas de alguna sustancia —si no podía ser sangre, algo parecido— para aumentarlos de tamaño sin que perdieran naturalidad a la vista ni al tacto, el siguiente avance llega cuando Gerow y Cronin se enteran de la existencia de la silicona, una sustancia con la densidad y el tacto adecuados para ello.30 Antes de todo esto, ya hubo doctores que probaron a inyectar silicona directamente en el tejido mamario, para lo cual solían utilizar de cobayas a las jóvenes esposas de los estudiantes de Medicina.31 Sin embargo, los resultados no habían sido muy halagüeños: la silicona no se asienta de manera homogénea y acumula tejido cicatricial, lo que causa dolorosas durezas y hasta desfiguraciones. Introducir la silicona en una funda es la clave. Ese es el tipo de implante que Gerow y Cronin colocan en la perra Esmeralda; y, no mucho después, en Timmie Jean Lindsey, de veintinueve años.
Gerow ya se había reunido con Timmie en una ocasión, cuando ella acudió a su consulta para deshacerse de sus tatuajes. Si bien la joven no se había planteado aumentarse el pecho, al doctor no se le escapó que era la candidata perfecta: joven, sana y dotada de una copa B que tenía el aspecto de… en fin, el aspecto que tienen los pechos de una mujer que ha parido y amamantado a seis criaturas. No obstante, cuando Gerow le pregunta a la paciente si quiere unos implantes de pecho, ella se muestra decididamente reacia. No le preocupan sus pechos, y, en cualquier caso, ha oído historias de terror sobre mujeres que han intentado agrandárselos mediante implantes de esponja o inyecciones de silicona. Incluso conoce a una, prima suya, que se sometió al procedimiento y después vio que su nuevo busto no conservaba su forma y tendía a migrar mientras dormía.
Pero lo cierto es que daba igual que Timmie Jean Lindsey no quisiera implantes. Sus doctores sí querían que los quisiera. Necesitaban que así fuera. Y cuando ella volvió a poner reparos, diciendo que preferiría que le arreglaran las orejas de soplillo a tener los pechos más grandes, Gerow y Cronin contestaron que se encargarían de eso también si accedía a someterse a la intervención.
Al final, Timmie salió del hospital con una apariencia muy diferente a la que tenía al llegar: las orejas ya no eran de soplillo, los tatuajes habían desaparecido y ahora lucía un par de sutiles cicatrices gemelas en el lugar por donde le habían introducido los implantes, y un par de pechos, copa C, no tan sutiles.
* * *
Para los médicos implicados en la transformación de Timmie Jean Lindsey, la historia tuvo un final feliz, pues fue una cirugía exitosa practicada a una paciente dispuesta, aunque claramente coaccionada. Cuando los periodistas del Houston Chronicle dieron con el doctor Thomas Biggs, el único miembro de aquel equipo médico que seguía vivo décadas más tarde, su recuerdo estaba teñido de color de rosa: «Timmie confió en nosotros con los ojos cerrados», aseguró.32 Y puede que cuando Lindsay llegó a la mesa de operaciones fuera cierto, pero la realidad es que someterse al procedimiento no había sido idea suya, que ella había manifestado que prefería no hacerlo y que al parecer nadie había tenido en cuenta su opinión.
Hay que reconocer que Timmie Jean Lindsey fue una paciente atípica. La mayoría de los cirujanos plásticos están acostumbrados a ver a pacientes que no solo desean estar en sus consultas, sino que han buscado sus servicios por iniciativa propia. Cuando una paciente entra en la consulta de un cirujano plástico, tiene un objetivo, un problema: una nariz aguileña, unos párpados caídos o el mentón hundido. No hay ningún misterio médico, ningún síntoma desconcertante que requiera una explicación. La paciente trae su propio diagnóstico y el cirujano interviene con su bisturí.
Esta dinámica entre doctor y paciente es única, y además suele darse en ella un sesgo de género: la mayoría de las pacientes de cirugía plástica son mujeres y a casi todas las tratan doctores varones. En otras áreas de la medicina se han producido grandes avances en lo que respecta a la paridad de género; esta área en particular, y pese a un pequeño incremento en el número de mujeres, sigue estando ampliamente dominada por hombres. Un estudio de 2007 indicaba que el número de hombres cirujanos plásticos sobrepasaba al de mujeres a razón de cinco a una; la American Society of Plastic Surgeons (Sociedad Estadounidense de Cirujanos Plásticos o ASPS, por sus siglas en inglés) no tuvo una mujer presidenta hasta 2007.33
En consecuencia, la historia de la cirugía plástica es, básicamente, una historia de doctores varones operando a mujeres. Pero es sobre todo la historia de hombres con poder para hacer bellas a las mujeres y autoridad para decidir qué aspecto tiene esa belleza. El desarrollo de nuevas y mejores técnicas de cirugía plástica a menudo ha estado impulsado por los gustos personales de un doctor y no por lo que deseaban las mujeres. Dicho desarrollo ha hecho también que se trate a las pacientes más como conejillos de Indias que como consumidoras que determinan la demanda. El desarrollo, el perfeccionamiento y la promoción de un procedimiento determinado siempre han dependido de un hombre lo bastante interesado en él como para ponerse manos a la obra.
Esto no solo sucede con los procedimientos cosméticos, sino también con los reconstructivos, en casos en los que el deterioro del paciente se debe a algo mucho más devastador que el simple paso del tiempo. A mediados de la década de 1970, muchos doctores seguían creyendo que reconstruir las mamas de una paciente de cáncer mastectomizada era un esfuerzo frívolo e innecesario.34 Era objeto de burla, incluso entre algunos de los médicos más respetados de la época, la idea de que las mujeres que habían tenido que someterse a una mastectomía radical pudieran estar traumatizadas porque sus cuerpos habían quedado desfigurados de por vida. T. A. Watson, un oncólogo radioterapeuta puntero en el tratamiento de pacientes con cáncer de mama, escribió en 1966 que las mujeres sugestionables solo manifestaban sentirse devastadas por la pérdida de sus senos porque los doctores insistían en preguntarles al respecto: «Nos asombran a menudo las pasiones terapéuticas que despierta lo que es, en esencia, […] una afección de un apéndice superficial meramente funcional y fácilmente descartable».35
La actitud de Watson respecto a la reconstrucción, y a las mujeres que la deseaban, denota, además de una falta total de compasión —¡¡¡un apéndice meramente funcional y fácilmente descartable!!!—, una cerrazón mental centrada únicamente en erradicar la enfermedad de forma agresiva, a cualquier precio. Los médicos estaban para evitar que las mujeres murieran, no para garantizarles una buena calidad de vida posterior; de hecho, la reticencia a reconstruir los pechos tras la mastectomía estaba en parte motivada por el miedo extendido entre los médicos de que hacerlo les dificultara detectar una posible recidiva. De esta manera, se esperaba que las pacientes se conformaran con sus cuerpos sin mamas; a fin de cuentas, según Watson, no habían perdido nada valioso.
Hubo críticas a Watson entre los oncólogos y los cirujanos de la época, desde luego, y algunos médicos no solo se espantaron ante su insensibilidad, sino que trabajaron con ahínco para dar con tratamientos menos disruptivos, como la tumorectomía y la radiación, que pudieran ser una alternativa a la amputación total de la mama.36 Sin embargo, el gran avance del implante de pecho como solución reconstructiva para mujeres mastectomizadas no llegó en última instancia de la mano de un doctor especializado en cáncer, sino de un cirujano plástico al que le gustaban las tetas grandes.
Me siento muy orgullosa de que esté disponible para tantas mujeres. Hacerse una reconstrucción no tiene nada que ver con la vanidad. Yo creo que es necesaria. Las vuelve a dejar completas. Me alegra mucho que fueran los implantes de silicona del doctor Gerow los que lo empezaron todo.
TIMMIE JEAN LINDSEY,
The New York Daily News, 201237
Con el transcurrir de los años, los periodistas han perseguido con frecuencia a Timmie Jean Lindsey para recordar su papel de conejillo de Indias de Gerow. En lo que respecta a los implantes de silicona, la opinión mayoritaria y la legislación gubernamental han seguido evolucionando desde que ella se operó. Miles de mujeres acabaron demandando a Dow Corning, el fabricante de implantes, al que acusaban de haberles causado enfermedades del tejido conjuntivo y cáncer, de manera que la Food and Drugs Administration (la Administración Estadounidense para los Alimentos y los Medicamentos o FDA, por sus siglas en inglés) se apresuró a prohibir los implantes de silicona en 1992; una moratoria que no se levantaría hasta catorce años más tarde.38 En cualquier caso, y a pesar de que sus implantes se calcificaron con los años, Lindsey nunca se los quitó. Cuando alguien le pregunta ahora qué opina de la operación, sus respuestas son ambivalentes. En una ocasión, dijo que se consideraba una privilegiada por que se la ofrecieran, sin reparar, al parecer, en que ella también les había dado algo a los doctores. Y, si bien aseguraba que gracias a sus nuevos pechos los hombres le habían hecho más caso, en las entrevistas que concedió siendo anciana decía que su mayor satisfacción y orgullo era que su participación en aquella cirugía experimental hubiera ayudado a normalizar el procedimiento para las pacientes mastectomizadas.
No hay duda de que los implantes de silicona de Gerow desempeñaron un papel importante en la cirugía reconstructiva para las mujeres que han perdido las mamas a causa del cáncer. Pero lo cierto es que Gerow no había concebido los implantes con unos fines tan altruistas; él solo era un tipo al que le gustaban los pechos, sobre todo la idea de hacerlos más grandes. La población que él tenía en mente no eran las pacientes de cáncer, sino aquellas mujeres cuyos senos se hubieran descolgado tras dar a luz.
Igual que muchos de los hombres que aparecen en este libro, Gerow tuvo un impacto positivo en su campo, aunque no se debió a sus buenas intenciones, sino a pesar de otras muy cuestionables. Tras patentar su tecnología de implantes, Cronin y él se embarcaron en la misión de legitimar la cirugía de agrandamiento de senos usando la lógica, por entonces ya conocida, de que tenerlos pequeños era una deformidad limitante. Las aseveraciones de Gerow en el Tercer Congreso Internacional de Cirugía Plástica, celebrado en 1963, no dejan lugar a duda sobre cuáles eran sus prioridades.
Ya hace unos años que, al menos en Estados Unidos, las mujeres se sienten inseguras con sus pechos. Quizá se deba en gran medida a la tremenda cantidad de publicidad que se les está dando a algunas actrices de cine bendecidas con senos generosos. Muchas mujeres con un desarrollo limitado de los pechos son extraordinariamente sensibles hacia este tema, al parecer porque se sienten menos femeninas y, por lo tanto, menos atractivas. Si bien la mayoría de las mujeres se sienten satisfechas o, al menos, se conforman con el uso de «rellenos», es probable que todas ellas fueran más felices si pudieran de algún modo recibir un atractivo agrandamiento desde dentro.39
Si la noción de que los pechos pequeños son una deformidad que requiere corrección quirúrgica parece absurda, no es así como se percibía en el campo de la cirugía plástica. Los doctores rebautizaron el hecho de tener los pechos pequeños con un término médico que sonaba aterrador: «micromastia», que no tardó en aparecer por doquier en los manuales de referencia médicos y los libros de texto.40 Veinte años después de que Gerow y Cronin convencieran a Timmie Jean Lindsey de que los dejara colocarle implantes, la American Society of Plastic and Reconstructive Surgeons solicitó a la FDA que desregulara los implantes de silicona para casos de necesidad médica, describiendo los pechos pequeños también como un trastorno en lugar de como una deformidad únicamente.
Existe, sin embargo, un corpus significativo y creciente de información médica y la opinión de que estas deformidades son en realidad un trastorno que en la mayoría de las pacientes provoca sentimientos de inadecuación, falta de autoestima, distorsión de la percepción corporal y una ausencia total de bienestar debida a una falta de feminidad autopercibida. El agrandamiento del pecho femenino es, por lo tanto, con frecuencia muy necesario para garantizar una mejora en la calidad de vida de la paciente.41
De este modo, mientras que doctores como T. A. Watson seguían condenando el narcisismo egoísta de las mujeres que lloraban la pérdida de sus apéndices superficiales meramente funcionales y fácilmente descartables —aunque les salvara la vida—, Frank Gerow no solo fue pionero en el procedimiento para aumentar el pecho, sino que introdujo en la consciencia colectiva la idea de que era un procedimiento crucial, incluso necesario desde un punto de vista médico. Y además de aumentar el pecho de las mujeres, también les dio permiso para preocuparse por su aspecto, para creer que no era un apéndice fácilmente descartable, sino un bien valioso y crucial para su feminidad, su salud y su felicidad.
Mucha gente pensaba, como es lógico, que el triunfo del feminismo relegaría la belleza a un segundo plano en cuanto a su importancia en la vida de una mujer. No obstante, el poder de la belleza es igual de inconquistable que el del amor o la muerte.
J. HOWARD CRUM,
doctor en Medicina, 192942
Hay un proverbio talmúdico, popularizado en su día por Anaïs Nin, la mundialmente famosa diarista y bon vivant francesa, que dice: «No vemos las cosas como son, sino como somos».43 Sin embargo, cuando Nin se miraba en el espejo, veía algo más: imperfecciones físicas que la frenaban y que solamente conseguirían restarle valor para la sociedad a medida que fuera cumpliendo años. De hecho, Nin se sometió a dos operaciones cosméticas: una rinoplastia cuando estaba en la treintena y un estiramiento facial algún tiempo después. La operación de nariz, que le hicieron entre principios y mediados de la década de 1930, era aún poco común en la época y Nin era perfectamente consciente de haberse arriesgado a estropearse para siempre la cara en su cruzada por hacerla un poco más bonita. Escribió en su diario que planeaba cortar relaciones con prácticamente todo el mundo y retirarse de la vida pública si la operación salía mal. Y, pese a ello, al despertarse y mirarse al espejo, su reacción fue de puro júbilo: «Entonces llegó el momento de verme la nariz en el espejo, ensangrentada y recta, ¡griega!».44
Mucho antes de que quitarse y remeterse cosas se pusiera de moda, Nin había llegado intuitivamente a la misma conclusión que Crum en lo que respecta a la ubicación de su valor social como mujer: no estaba en su corazón ni en su pluma, sino en la superficie de su piel. También fue crucial para Nin comprender que estaba en su mano perseguir la belleza, pero no definirla, porque la belleza no solo iba de belleza, sino de deseabilidad. ¿Y quién decidía lo que era deseable?
Los hombres, por supuesto.
Cien años de avances, tanto en feminismo como en medicina, no han logrado resolver la controversia que rodea la cirugía estética. Por un lado, imaginamos que la capacidad de cambiar su aspecto empodera a las mujeres, salvo porque este «empoderamiento» adopta la forma de una total y absoluta sumisión, la de una mujer tumbada inconsciente en una camilla mientras una persona a quien apenas conoce corta sus dóciles carnes con una cuchilla. ¿Y qué podemos hacer nosotras con las ideas contradictorias de que la belleza es la más superficial y frívola de las ambiciones y, al mismo tiempo, el mayor activo que puede poseer una mujer?
Hoy en día, esta paradoja encuentra su mejor ejemplo en el auge del spa médico, un establecimiento que encarna por completo la tensión entre medicina y estética, salud y belleza. Sin embargo, el spa médico no es más que la última iteración de esa larga tradición de legitimar y dotar de seriedad unos tratamientos de belleza mediante el sello de aprobación de un médico. Palmolive, por ejemplo, se anunciaba entre 1946 y 1953 como un producto aprobado por médicos que prometía «una complexión más encantadora», dando a entender que una tez clara es señal de buena salud.45 Es un patrón que se repite a lo largo de la historia. En 1962, un doctor obsesionado con los senos convence a una mujer de que se ponga unos implantes que ella no sabía que quería; en 1983, el establishment médico evangeliza sobre la necesidad médica de aumentarse los pechos; y en 2010, los implantes de pecho son la cirugía estética más popular en Estados Unidos.
La cirugía estética está mucho más regulada ahora que cuando el doctor Gerow introdujo unos implantes no testados en el pecho de Timmie Jean Lindsey en 1962. No obstante, el legado de esos primeros días persiste; se encuentra también en el proceso por medio del cual se patologiza el cuerpo normal y sano de una mujer, que pasa a ser una deformidad que requiere reparación quirúrgica, y en el que el «ideal» está tan basado en lo que desean los hombres como en lo que quieren las mujeres.
Me viene un pibón, todo curvas, para una reducción completa de abdomen y un BBL con liposucción 360. Lleva solo 1 mes de postoperatorio y está living con los resultados🔥🔥 El Doctor Curvas entendió exactamente lo que iba buscando 😉.
ANDREW JIMERSON II,
doctor en Medicina, Instagram, 202246
Su nombre es Andrew Jimerson, pero todo el mundo lo llama Doctor Curvas; ese es su usuario en Instagram (@drcurves), donde promociona liftings de glúteos, implantes de pecho y otras cirugías estéticas entre más de medio millón de seguidores. Sus publicaciones son chistosas, desvergonzadas y descaradamente provocativas. En un vídeo, muestra a una paciente sentada en una camilla, mirando a cámara con cara de arrepentida y con el siguiente texto superpuesto: «Nunca bailaría para conseguir un BBL». Niega con la cabeza y hace un gesto desdeñoso con la mano, como diciendo «ni hablar». Pero entonces hay un corte a una fotografía de Jimerson, sonriente y guapo con bata de médico. El texto superpuesto reza: «¿Y si el doctor soy yo?»47
El vídeo vuelve a la paciente: está de pie sobre la camilla, lleva la bata de papel abierta dejando entrever un tanga y un sujetador quirúrgicos de color negro, se gira y se contonea, ríe y saca la lengua. Los subtítulos dicen: «Bueeeeeno, si es el Doctor Curvas, ya es otro cantar…».
La publicación ha recibido miles de «me gusta» y cientos de comentarios positivos, la mayoría escritos por mujeres. Un comentario que representa la tónica general de las respuestas dice: «Joder, yo haría mucho más que bailar por un BBL», seguido de tres emojis de una carita riendo a carcajadas.
En otros campos se consideraría inusual, cuando no escandaloso, que un médico recurriera a su atractivo sexual para venderles una costosa cirugía electiva a sus pacientes. Sin embargo, en un campo donde los roles tradicionales de género siguen definiendo a menudo la relación entre doctor y paciente, las tendencias en cirugía plástica están aún muy ligadas al deseo masculino, a las nociones masculinas de belleza y a que las mujeres que solicitan este tipo de cirugía normalmente abrazan sin reparos esta dinámica. La opinión de un doctor varón heterosexual deviene representativa de los deseos de los hombres en general. La pericia del cirujano no se circunscribe a la técnica médica, sino a su capacidad de comunicar a sus pacientes qué apariencia deben tener si quieren despertar el deseo masculino.
Al mismo tiempo, el propio concepto de belleza ha experimentado una transformación radical espoleada por el auge de las redes sociales, el nacimiento de la cultura del influencer y la ubicuidad de la pornografía, entre otros factores. En algunos casos, son las propias mujeres quienes han impulsado los nuevos estándares de belleza, que se podrían considerar positivos al corresponderse con una mayor diversidad de aspectos y cuerpos considerados deseables, así como con un acceso más generalizado y asequible a los procedimientos estéticos. Ha llovido mucho desde los tiempos en que los médicos consideraban que tener un aspecto demasiado «étnico» era una deformidad que causaba un malestar psicológico que era necesario subsanar por la vía quirúrgica.
Sin embargo, en muchos casos, el deseo masculino, las preferencias específicas de los hombres, siguen teniendo un gran peso en el quirófano del que nadie quiere hablar. El lifting de glúteos brasileño (BBL, por sus siglas en inglés) es hoy lo que el implante de pecho fue en la década de 1960; esto es así no solo porque remodela los cuerpos de las mujeres hasta convertirlos en una caricatura de la deseabilidad sexual, sino también por la atmósfera desregulada y de salvaje Oeste que envuelve el procedimiento.48 A medida que se disparaban la popularidad y la visibilidad de los BBL, hizo lo propio una industria casera de servicios quirúrgicos «de saldo» que ofrecían descuentos a pacientes que se operaban varias veces,49 así como de centros de recuperación sin licencia que vendían paquetes de servicios postoperatorios con nombres como El Sueño, El Melocotón o La Leona (este último incluía el viaje de ida y vuelta al aeropuerto y el trayecto de ida y vuelta a la operación, que las pacientes recibían tumbadas bocabajo sobre un colchón en la parte de atrás de una furgoneta sin distintivos).50 Al final, la situación se volvió tan terrible que la ASPS creó un cuerpo especial para solucionar el problema y establecer una normativa que recogiera una serie de técnicas estándar que permitiera mejorar la práctica del BBL. Antes de hacerlo, la mortalidad del procedimiento era terrorífica: fallecía una de cada tres mil pacientes.51
Y, pese a todo, hay mujeres que siguen solicitando este tipo de procedimientos e incluso los publicitan activamente a futuras pacientes mediante vídeos editados con música en los que muestran orgullosas los resultados de su operación, y que luego sus cirujanos plásticos y los community managers de estos se encargan de difundir. Mientras que el doctor Gerow y Cronin tuvieron que convencer a Timmie Jean Lindsey de que se pusiera implantes tras encontrársela en el hospital, doctores como Jimerson contactan con mujeres a través de las redes sociales y acumulan de este modo miles de visionados de las fotos y los vídeos de las transformaciones de sus pacientes. El paso de los pechos a los culos en la cultura de la belleza ha servido también para invertir un canal quirúrgico existente: mientras que los cirujanos utilizaban antes injertos procedentes de las nalgas para el aumento de pecho, en el caso del lifting de glúteos brasileño se utiliza el exceso de grasa del tronco superior para remodelar las nalgas.
* * *
Luego está la labioplastia. Uno de los términos más populares con que se busca este procedimiento en internet es el de «vulva de Barbie».52 Al igual que el implante de pecho de antaño, la labioplastia es la solución quirúrgica para algo que no se había empezado a considerar un problema aceptable hasta hace poco: a algunas mujeres les desagrada el aspecto de sus genitales, normalmente debido a que sus labios menores son asimétricos o más largos de lo que les gustaría. En los últimos años, las labioplastias han aumentado un 40 por ciento; hace apenas diez años, casi ni se había oído hablar de ellas.53 Y, si bien hay razones funcionales para someterse a la intervención —la labioplastia es especialmente popular entre las mujeres ciclistas, a las que unos labios protuberantes les pueden resultar molestos o provocar lesiones—, la amplia mayoría de las mujeres alegan motivos de índole estética para querer someterse a la cirugía, lo cual plantea la pregunta de quién decide la estética que dicta el aspecto de una parte del cuerpo que rara vez está en una posición que permita que alguien la vea, ni siquiera la propia mujer.54
Los factores sociales que llevan a una mujer a solicitar este procedimiento son diversos, pero la disposición de los doctores a proporcionarlo es un tema diferente que recuerda sospechosamente a aquella práctica inicial de catalogar partes sanas y funcionales del cuerpo como deformidades desde el punto de vista médico para legitimar una cirugía. ¿Cuántas de las mujeres que acuden a la consulta del médico solicitando una labioplastia elegirían someterse al procedimiento si supieran que tener labios vaginales más largos o asimétricos no es una condición minoritaria, sino muy común entre las mujeres? ¿Cuántos médicos, sabiendo lo anterior, seguirían operando a pacientes que solicitan tener una vulva de Barbie?
Sin embargo, mientras que los doctores aprenden durante su formación académica a reconocer la diversidad de formas y tamaños considerados normales de otras partes del cuerpo —el pene en particular—, no se reconoce igual la diversidad dentro de lo que se consideran unos genitales femeninos normales ni hay información disponible al respecto para quien la solicite. El estudiante de Medicina medio no ve muchas vulvas.55 Durante su formación es posible que vea el cadáver de una mujer de edad avanzada, un modelo de plástico de los genitales femeninos fabricado en masa, un manual de anatomía que solo sirve para enseñar cómo están estructurados funcionalmente los genitales femeninos en comparación con los masculinos —los labios son análogos al escroto; el clítoris, al glande del pene, etc.— y una práctica limitada en ginecología. Apenas hay ninguna lección sobre diversidad anatómica, existe un vacío de conocimiento exacerbado por el tabú que rodea la observación —o comparación— de las formas, los tamaños y la apariencia estética de las partes del cuerpo de un paciente por parte de los médicos. Lo que, en ciertos contextos, podría ser un buen consejo —«no te quedes mirando con la boca abierta»—, se convierte en este contexto específico en una falta de conocimientos que resulta problemática.
En definitiva, el estudiante promedio que se gradúa en una Facultad de Medicina accede a una industria en la que la cirugía estética genital femenina está experimentando un auge sin precedentes, aunque sin tener un concepto de la diversidad dentro de la normalidad anatómica femenina, sin fundamentos que le permitan asegurarle a una paciente a punto de operarse que no le sucede nada malo desde el punto de vista médico. Lo que sí tienen estos estudiantes, a partir de la combinación entre su experiencia personal y su consumo de pornografía, es una noción muy personalizada y probablemente basada en información errónea sobre el aspecto que «se supone que» deberían tener los labios vaginales.56
No se puede hablar de labioplastia, desde luego, ni de su predominancia en el campo de la cirugía plástica, sin hablar del porno. Aquí vemos, una vez más, que los estándares en la práctica de esta cirugía están influidos no por lo que es saludable, sino por lo que se considera atractivo: la labioplastia habitual tiene muy poco que ver con la necesidad médica y mucho con lo que les gusta mirar a los hombres. Ya hace tiempo que a los doctores les cuesta comprender que los genitales femeninos se presentan en toda una gama de formas y tamaños que son normales, lo cual forma parte de una historia impregnada tanto de misoginia como de una dosis nada desestimable de racismo. Sin duda, la labioplastia tiene su origen en la noción, provista de una enorme carga cultural, del aspecto que debe tener una vulva «civilizada» en contraposición a una «salvaje»; una idea que se remonta al siglo XVIII, cuando se consideró que los grandes labios vaginales de algunas mujeres africanas, bautizados con el nombre de «delantal hotentote», eran una señal de la depravación sexual propia de algunas razas.57
Uno de los viajeros coloniales que se adentraron en Sudáfrica a finales del siglo XVIII se lamentaba de que las mujeres con quienes se había encontrado fueran reacias a dejar que les examinara los genitales de cerca, sorprendido, al parecer, de que unas mujeres cuya vestimenta tradicional dejaba las piernas y el vientre al descubierto no apreciaran, por otro lado, que un desconocido escudriñara o manoseara sus partes privadas.58 Sus intentos de pagar a las mujeres para que le permitieran examinarlas fueron «rechazados con desdén por señoritas hotentotes medio desnudas», escribió.59 Las mujeres que accedieron fueron tratadas como juguetitos humanos y, a menudo, explotadas de forma cruel. A una de ellas, llamada Sarah Baartman, la llevó a Inglaterra el cirujano Alexander Dunlop, quien la exhibía desnuda en público o en las residencias particulares de familias adineradas selectas, donde los clientes podían pagar por tocarla. Las indignidades a las que se sometió a Baartman persistieron incluso después de su muerte: en lugar de enterrarla, exhibieron sus restos en el Musée de l’Homme de París, junto a un molde de cera de sus labios vaginales.60
La medicina moderna no se ha portado mucho mejor: en 1975, el profesor sir Norman Jeffcoate, médico y antiguo presidente del Royal College of Obstetricians and Gynaecologists (Real Colegio de Obstetras y Ginecólogos), comparó los labios menores alargados con las orejas de un perro y llegó a la conclusión —equivocada— de que las mujeres se causaban a sí mismas dicho trastorno masturbándose en exceso.61 Casi cincuenta años después, persiste la idea de que tener los labios más largos es señal de depravación o promiscuidad sexual, sobre todo entre las personas religiosas conservadoras que siguen librando las guerras de la pureza. No es nada extraño encontrar en 2022 un tipo en particular de publicaciones virales en las que hay una foto de un sándwich del que sobresalen unas lonchas de jamón con una leyenda que explica que es la representación de la vulva de una mujer promiscua (sin especificar, aunque hay alguna que otra extraña ocasión en que el meme va específicamente dirigido a Taylor Swift).62
Por raro que parezca, el momento de eclosión del concepto de «vagina de diseño» en la cultura —precursor, podría decirse, de la popularidad de las labioplastias— llegó en 2008, en medio de un escándalo sexual que acabó en la dimisión de Eliot Spitzer, gobernador de Nueva York. Ashley Dupré, la escort con quien Spitzer había estado liado, al parecer poseía «la vulva más bella de Nueva York», lo cual desató toda suerte de especulaciones sobre qué aspecto debe de tener una vulva bella.63 Aun hoy, en la edad dorada de la labioplastia, el lugar donde es más probable encontrar una de estas vulvas perfectamente simétricas y discretas es en una estrella del porno, una paradoja que parece escapárseles a los contendientes de esta particular guerra cultural. A fin de cuentas, la medicina sigue sin contar con un estándar que permita definir qué aspecto tiene una vulva «normal», aunque la cultura popular haya cambiado por completo de idea sobre qué tipos de labios vaginales deben exhibirse.
Sigue habiendo un cierto paternalismo en la cirugía plástica. Pero también hay pacientes que buscan esa interacción con su doctor. Quizá se operen para resultarles más atractivas a los hombres y valoren la perspectiva de un cirujano varón que les diga: «Te va a quedar así» o «Te va a quedar genial».
AVIVA PREMINGER,
doctora en Medicina, cirujana plástica, Nueva York,
fragmento de una entrevista de 202264
La cirugía de revisión de implante de senos que lleva a cabo Aviva Preminger —y hace muchas operaciones de este tipo— es frecuentemente una consecuencia del mismo problema: los senos son demasiado grandes, a veces lo bastante para causar daños en los tejidos, o más grandes de lo que deseaba la paciente. En algunos casos, el problema es subjetivo, y estético. El doctor creía que más grande era mejor, más bello, y la paciente, que prefería un implante menor, o bien cedió, o bien no se dio cuenta de que la estaban ignorando y habían decidido por ella.
* * *
Preminger comprende casi mejor que nadie lo importante que es encontrar el equilibrio entre lo bello y lo posible, así como saber en qué momento una cirugía estética puede torcerse hasta afectar las funciones. Los implantes demasiado grandes son una de las maneras en que pasa esto, las labioplastias demasiado entusiastas son otra.
«Los labios menores tienen su función», explica Preminger; un hecho del que las pacientes no siempre son conscientes.65 Eliminar demasiado tejido podría provocar en la paciente secreción vaginal crónica, irritación, excoriación o un dolor debilitante. Lo peor de esto es que se trata de un problema para el que no hay una solución fácil. Uno de los principios fundamentales de la cirugía plástica es que resulta relativamente sencillo quitar tejido corporal, pero muy difícil volverlo a poner. Por esta razón, cuando realiza una labioplastia, Preminger disuade a las pacientes de buscar la estética de la vulva de Barbie que podría provocar problemas médicos donde no los había.
En caso de que se presente una labioplastia chapucera o un implante de senos demasiado grande, resulta irrelevante de dónde saliera la idea. Ya fueran los médicos quienes convencieran a la mujer de someterse a un procedimiento inadecuado o que fuera ella quien lo solicitara, es tarea de Preminger y de otros doctores como ella disuadir a las pacientes de someterse a la intervención o arreglar el problema creado por otros.
* * *
Por otro lado, todavía resuenan en la cirugía plástica de hoy los ecos perturbadores de su pasado. Están en los influencers de TikTok que publican vídeos publicitarios diciendo que el bótox es una forma de cuidarse a uno mismo; o en la paciente a punto de recibir un implante de mama, con su gorro quirúrgico y la vía en el brazo, contoneándose para los seguidores del Insta de su médico antes de que la anestesia general le haga efecto; o en el consenso general que existe respecto a la idea, poco debatida pero ampliamente aceptada, de que una cirugía de implante de mamas se vuelve más tendencia si la ha hecho un hombre.
Vuelvo a pensar en Timmie Jean Lindsey diciendo que prefería que le arreglaran las orejas de soplillo a que le agrandaran los pechos.
Vuelvo a pensar en su médico diciendo en tono nostálgico: «Confió en nosotros con los ojos cerrados».
¿Cómo recuerdan a sus pacientes los doctores que colocaron los implantes que Preminger ha tenido que revisar después? ¿Piensan que les dieron lo que ellas querían? ¿Creen que sabían lo que querían las pacientes mejor que ellas mismas?
Únicamente hace falta comparar las cifras —las de cirugías plásticas realizadas cada año frente a las del número de pacientes que vuelven insatisfechas— para comprender que la cirugía estética ya ocupa un lugar permanente en nuestro tejido social. Muchas mujeres eligen operarse y cada vez menos se arrepienten. Las cifras no hacen más que crecer a medida que los procedimientos perfeccionan y su coste es cada vez menor. Los cirujanos plásticos que en su día se aprovecharon de la práctica de las reconstrucciones faciales a soldados mutilados les han cedido el paso a los spas médicos donde esteticistas titulados reparten medicamentos inyectables a mujeres en su descanso para comer. Delicados eufemismos han ido surgiendo a la par que estos nuevos procedimientos: levantamiento, aumento, alisado o relleno, por ejemplo. Todo suena agradable, más a autocuidados que a medicina. Sin embargo, no estamos más cerca que antes de poder desentrañar lo que quieren las mujeres para sus caras y sus cuerpos y lo que sus médicos, sus maridos o la presión social les dicen que deberían querer.
Se puede condenar la presión que sienten las mujeres para ajustarse a un estereotipado estándar de belleza y, al mismo tiempo, defender su derecho a tomar sus propias decisiones.
MARCIA ANGELL,
doctora en Medicina, editora jefe de
The New England Journal of Medicine66
Conocí a Amrita un día normal y corriente, aunque es una paciente inusual: tras ser diagnosticada de cáncer en su estado natal, ha recorrido más de mil kilómetros hasta Nueva York para recibir una segunda opinión. Está sola, su marido se ha quedado en casa con sus hijos adolescentes. Lo más sorprendente es lo entera que está aun cuando salta a la vista que el viaje la ha dejado exhausta. Lleva el pelo y el maquillaje impecables, hasta se ha pintado los labios de un tono ciruela mate que le queda muy bien con el color tostado oscuro de su tez.
Amrita se encuentra extraordinariamente bien pese al cáncer metastásico que se le ha extendido hasta los huesos. La mayor amenaza para su estado reside en la incertidumbre que lo rodea: la disponibilidad de tratamientos nuevos y eficaces para su cáncer implica que podría llevar una vida normal y saludable durante años, pero podría darse también el caso de que el cáncer mutara, empezando por una célula que resistiera el tratamiento, se propagara como el fuego y acabase con ella en cuestión de meses. En lo que respecta a esa incertidumbre, no le puedo ofrecer más garantías que los médicos que ya ha visitado en su estado de residencia, pero Amrita encaja con dignidad la difícil conversación haciendo preguntas incisivas y permaneciendo serena todo el tiempo. No fue hasta que me di la vuelta para salir cuando me dijo que tenía otra pregunta… y se echó a llorar.
«Me da mucha vergüenza hacérsela a mi oncólogo», me dice, y por un momento temo que no vaya a ser capaz de hacérmela a mí tampoco. Hacen falta mucha persuasión y unos cuantos arranques en falso hasta que me cuenta por fin qué la perturba: quiere ponerse bótox desesperadamente, pero no sabe si puede mientras esté recibiendo quimioterapia.
Amrita rompe a llorar de nuevo; dice que sabe que debería estar agradecida por seguir viva, aunque le avergüenza admitir lo mucho que le importa su apariencia. Pero claro que importa. Mi paciente ya vive de por sí con la carga de saber qué la va a matar. Ha visto su sombra en los escáneres. ¿Por qué tiene que verla también en su cara cada vez que se mire al espejo? ¿Por qué no habría de dar este pequeño paso para parecer menos vieja, menos enferma, menos afligida por las certezas con las que ya está viviendo? El cáncer se había llevado ya muchas cosas: su salud, su paz mental y una cantidad indescifrable de años. Al negarse a dejar que también se llevara su belleza, Amrita no solo se estaba regalando una apariencia más juvenil, estaba reclamando la sensación de tener el control de su vida.
Al final, derivarla a un dermatólogo —además de asegurarle que el bótox no pondría en peligro su tratamiento contra el cáncer— fue el consejo médico más importante que dispensé ese día.
Los médicos podemos olvidarnos de que nuestros pacientes tienen una vida más allá de la cita médica; una vida en la que su apariencia exterior importa mucho más en el día a día que lo sanos que estén bajo la piel. De hecho, esta compleja interacción entre belleza y salud puede marcar la diferencia entre un paciente que está viviendo en lugar de únicamente sobreviviendo. Mucho antes de convertirme en oncóloga, cuando estudiaba el grado de preparación antes de hacer Medicina y trabajaba en el Dana-Farber Cancer Institute, entendí que las operaciones estéticas eran el modo de conocer a los pacientes como personas en lugar de como un conjunto de partes que funcionan mal y hay que reparar. La boutique del Institute, donde les ponían pelucas o prótesis de mama a las pacientes, no trataba el cáncer en sí, pero estas intervenciones, mucho más que la radiación o la quimioterapia, hacían sentir a las mujeres que volvían a ser una persona completa. Estaba la profesional soltera de treinta y tantos que se preguntaba si volvería a salir con otras personas tras una mastectomía o la madre que lloraba al contar que a sus hijos les daba miedo verla sin pelo o sin pestañas; estas pacientes sentían su identidad desolada de un modo tan debilitante como cualquier otro síntoma del cáncer, con la diferencia de que muchos médicos se negaban a tomarse en serio este tipo de síntomas. Durante mi período de residencia me provocaba un enorme rechazo oír a colegas médicos decirle en tono de burla «Solo es pelo, volverá a crecer» a una paciente tan transformada por la quimioterapia que no reconocía su propio reflejo en el espejo. Por muy lejos que estemos de los días en que los médicos se referían a los pechos amputados como «apéndices inútiles», el legado de aquellos tiempos levanta su fea cabeza cada vez que tildamos con desdén a una paciente de vanidosa por preocuparse por su apariencia. Mientras que los cirujanos plásticos se han aferrado a lo largo de los años a la idea rectora de que la estética importa, la oncología y otros campos de la medicina tienen aún que ponerse al día con respecto al modo en que medimos cómo afectan los tratamientos a la calidad de vida de nuestros pacientes, y en este sentido las cuestiones psicológicas y estéticas son igual de importantes que los efectos adversos para la salud y la toxicidad. Incluso en la actualidad, hay médicos que ningunean tratamientos existentes que pueden prevenir la caída del cabello de algunos pacientes quimioterápicos, y las aseguradoras a veces tampoco los cubren porque no los consideran importantes.
Pese a todo mi empeño por comprender el cáncer en su nivel más microscópico, me recuerdo a diario que la vileza de esta enfermedad no radica en lo mortífera que es, sino en cómo destruye la vida de una mujer, su sentido de la identidad: interna, externa y en todos los aspectos. Para algunas pacientes, el mayor hito durante el tratamiento no es obtener una resonancia perfecta ni una operación exitosa; es cuando un día despiertan y ven que el pelo, las cejas y las pestañas les están volviendo a crecer. Es cuando ya tienen los pezones tatuados en sus senos reconstruidos. Es cuando se miran al espejo y se reconocen de nuevo.
El cliché de la crisis de la mediana edad de un hombre, con sus coches y sus aventuras, se percibe como un intento febril y ridículo de aferrarse a la juventud, sin duda, pero menos ridículo que una mujer que intente recuperar su cara de 1985.
FRANCES DODDS,
Coveteur, 201868
La tensa relación que la medicina mantiene con la vanidad y la estética es un reflejo de la tensa relación que la sociedad mantiene con la vanidad y la estética: hay reglas y expectativas que a menudo entran en conflicto entre sí. Es difícil saber dónde trazar la línea entre una deformidad que «merece» corregirse y unos rasgos simplemente indeseables que no, y eso sin entrar siquiera a valorar los cambios provocados por factores como la enfermedad, ciertas lesiones o la edad. El hecho de que una persona pueda someterse a una operación estética para mejorar estas circunstancias no ayuda a resolver el dilema moral de si debería hacerlo, especialmente porque el consenso social es con frecuencia que no, que hay algo de mal gusto en comprar belleza o hacerla regresar a golpe de talonario cuando empieza a desvanecerse. A pesar de la fijación de nuestra sociedad con la juventud, o la apariencia de juventud, reconocer abiertamente esta obsesión —que se te note en la cara porque salta a la vista que te has operado— nos sigue pareciendo ir demasiado lejos.
Se dice que las mujeres deberían envejecer con dignidad. Y, sin embargo, la noción de envejecer con dignidad requiere dignidad, en forma de una especie de pasividad tan atribuida a la feminidad como unos labios carnosos o unos pechos respingones. En este caso, la alternativa a interactuar con el establishment médico es resignarse. Elegir no plantarles cara a las impredecibles manifestaciones del tiempo, de la gravedad, de reír demasiado, de fumar o de la luz solar. ¿Y por qué? ¿Porque la cirugía estética es demasiado cara? ¿Demasiado dolorosa?
¿O será porque no nos la merecemos?
Pese a todo el tiempo transcurrido, seguimos atrapados en las mismas cuestiones de legitimidad que importunaban a la medicina estética en sus albores: ¿cuándo está bien intervenir? La superficie del cuerpo nos protege del mundo, y es también la intermediaria a través de la cual lo experimentamos y a través de la cual el mundo nos experimenta a nosotros. Algunas personas nacen bellas y son recibidas con los brazos abiertos; otras son menos afortunadas y se las acoge con menos clemencia. Si un médico podía convertir a una persona de la segunda categoría en una de la primera —si la propia paciente es la que llama a la puerta del cirujano plástico para pedírselo—, ¿quiénes somos nosotros para negárselo?
Si, según nos han contado, los cuerpos de las mujeres son el campo de batalla, entonces lo noble, lo elegante, es ondear una bandera blanca y darnos media vuelta; alejarnos al galope, arrugas en ristre, en dirección al ocaso de nuestras vidas. Pero, si esto es así, los cirujanos plásticos podrían llegar a parecer unos hermanos en armas, los guerreros que luchan con valentía al lado de quienes rehúsan marcharse en silencio, ayudando a las mujeres a hacerse con el control de sus rasgos faciales, de los contornos de sus cuerpos, de los efectos del mismísimo tiempo.
Complica todo lo anterior el hecho de que las cirugías estéticas sean a menudo empoderadoras para las mujeres que escogen someterse a ellas, ya que se vuelven más influyentes de lo que serían de haberse dejado el rostro intacto, sin atractivo o ajado. Un mal lifting facial puede ser sonrojante, pero uno bien hecho compra algo imposible de medir: unos cuantos años más de visibilidad en un mundo en el que las mujeres de cierta edad suelen volverse invisibles.
Y, claro, en los tiempos que corren, las mujeres que acuden a los spas médicos y las consultas de los doctores suelen ir acompañadas de sus madres y no de algún hombre.
* * *
Simran tiene veintiséis años cuando se entera de que la muerte viene a por ella.
Siempre había habido motivos para preocuparse, pues a su madre le habían diagnosticado un cáncer de mama a los treinta y tres. Y había más mujeres de su familia, las que aún vivían en India, con historias similares: cáncer de mama, cáncer de ovario, una historia compartida de agresivos tumores malignos que sugerían una conexión genética. Cuando su madre dio positivo en una de las mutaciones de los genes BRCA que causa el cáncer de mama, no fue una sorpresa.
En el momento en que Simran da positivo en la misma mutación, empieza una cuenta atrás. Como doctora especializada en cuidados paliativos, entiende mejor que la mayoría de la gente lo que se juega. El cáncer es casi seguro a menos que se opere, y pronto. Tener la edad de su madre en el momento del diagnóstico no es solo una tragedia, sino un punto de referencia, la fecha en la que tiene que extirparse las mamas si alberga alguna esperanza de evitar su mismo sino. Todos los médicos le aconsejan lo mismo: ten hijos y luego te haces la mastectomía; y después, le dicen, un implante de senos.
Pero Simran no quiere un implante.
Y no se lo va a hacer, le digan lo que le digan.
* * *
«Uf, fue horrible. Horrible», se lamenta Simran. Han pasado dos años desde la operación, pero el recuerdo del momento permanece indeleble en su memoria, y la rabia y la frustración aún son palpables.
Los tiempos en que los médicos despachaban la mastectomía como la pérdida sin importancia de unos apéndices inútiles hace tiempo que pasaron. A las pacientes se las anima a someterse a una reconstrucción de mama, ya sea mediante injertos de grasa o implantes, y se da por hecho que lo harán. Cuando Simran empezó a planificar su mastectomía, el cirujano plástico que la vio sugirió incluso incluir la reconstrucción en la misma intervención, reutilizando el tejido mamario extirpado en el implante. «Vino a decirme, básicamente: “Sí, el implante directo es lo mejor para ti porque, a ver, eres joven, estás sana, eres guapa”, esas fueron sus palabras exactas», recuerda ella.
Simran ya sabía que en su futuro no figuraban unos implantes. Como médico, conocía mejor que la mayoría sus opciones médicas y los posibles resultados de su elección, y tenía muchas razones para no elegir sustituir las mamas por silicona. Siempre había tenido los pechos pequeños, sobre todo tras dar a luz. No le gustaba la idea de un cuerpo extraño dentro de ella. Las mujeres con implantes que había conocido no estaban satisfechas; sus nuevos pechos les resultaban fríos al tacto, o tenían áreas irregulares en el tórax, o les daba la sensación de que no eran suyos. Su propia madre, a quien le habían reconstruido las mamas con injertos del abdomen, sufrió de dolores de vientre y espalda desde entonces; no solo eso, sus nuevos senos eran demasiado grandes. Simran quería un tipo diferente de reconstrucción llamado «cierre plano estético», que deja el tórax plano pero con poca cicatriz y los pezones intactos. No obstante, la actitud de su cirujano, la obsesión de este por ponerle implantes en el mismo quirófano, durante la mastectomía, la pilló desprevenida, de manera que pidió una segunda opinión, a una mujer esta vez, de quien esperaba más apertura de mente respecto a sus opciones. En la visita, Simran explicó detalladamente lo que quería y por qué.
Lejos de mostrarse comprensiva, la cirujana se opuso a la idea argumentando que un pecho plano le provocaría daños psicológicos.
«Me quedé de piedra. En ese momento sentí pena de mí misma porque salí de allí llorando, con la sensación de que no me habían escuchado», rememora.
* * *
La historia de Simran tiene un final feliz: su cirujana acabó haciéndole la reconstrucción torácica de pecho plano que ella quería y el resultado fue tan espectacular que, a menudo, la llaman otras pacientes que se plantean renunciar a los implantes y optar por el cierre plano. Pero lo que hace que esta historia sea extraordinaria es cómo encaja en la evolución de la cirugía plástica no solo como área de la medicina, sino como una forma de empoderamiento femenino que culmina en el momento en que la paciente elige qué apariencia quiere tener y, además, decide salirse de las ideas convencionales de belleza, de deseabilidad y de dónde reside su valor para la sociedad. Lo que le encanta a Simran del resultado de su operación, aparte de que la hace sexi y bella, es que la hace sentirse ella misma.
Si hablas con la gente sobre cómo es la cirugía plástica y qué experiencias han tenido, de cómo les va ahora, no te hablan de su apariencia. Te hablan de cómo se sienten.
CHARLES GALANIS,
doctor en Medicina, cirujano plástico, Beverly Hills,
fragmento de una entrevista de 202269
Todo esto y más hace de la cirugía plástica y de su historia un asunto particularmente complicado en su contexto. A diferencia de otros sistemas corporales, afligidos por enfermedades y trastornos para los que debemos encontrar cura si queremos vivir, la cirugía y la medicina estética son campos con los que las mujeres se relacionan por elección propia. La mujer entra al quirófano porque quiere, o porque cree que quiere.
Tal vez, como en el caso de Timmie Jean Lindsey, simplemente se sienta afortunada por tener la oportunidad y los medios para volverse más guapa. Y tal vez el cirujano plástico al que le gustan los pechos grandes o los labios vaginales pequeños no sea un ser todopoderoso que inflige castigadores estándares de belleza a sus desventuradas pacientes, sino un médico que ayuda a las pacientes a vivir las vidas que desean. En cualquier caso, seguimos persiguiendo la belleza, pese a que esta nos elude, se nos escapa, se desvanece. La batalla continúa. Y habrá sangre.