Por qué se abusa de la gente amable
En este capítulo aprenderás…
• Por qué no es una buena señal que a todo el mundo le resultes tan simpático.
• Cuáles son los dos programas de tu cabeza que te hacen decir «sí», aunque en realidad quieras decir «no».
• Por qué, según un estudio, las personas amables están especialmente mal vistas.
• Cómo estuve a punto de morir desangrado por el simple hecho de ser amable.
Test: ¿Soy demasiado amable?
Cuando alguien te dice que eres simpático, ¿te sientes bien por ello? ¿De verdad te alegras de corazón por este cumplido? O en el fondo tienes la incómoda sensación de que tal vez la otra persona solo te encuentra «simpático»…
• porque le sonríes, aunque estés de mal humor,
• porque le dejas tomar la iniciativa, en lugar de hacer valer tus intereses,
• porque le dices lo que quiere oír, en lugar de lo que realmente piensas,
• porque intuye que puede sacar tajada si se junta contigo,
• porque le dices que sí, aunque en realidad quieras decirle que no
Existe una amabilidad saludable que te ayuda y una amabilidad malsana que te perjudica. ¿Cuál de ellas practicas tú? Ahora puedes averiguarlo en tan solo unos minutos. En este test, te enfrentarás a doce situaciones delicadas que se dan en el transcurso de un día. Marca en cada caso el comportamiento que tiendes a adoptar. No aquello que consideras que es más inteligente, sino lo que es más probable que hicieras en esa situación. Este test te dirá si tu amabilidad te ayuda o te perjudica. Vamos allá:
Imagina que tu día empieza de forma inesperadamente temprana. A las cuatro de la mañana en punto, mucho antes de que sea la hora de levantarte, el golpeteo de un bajo eléctrico te despierta. Las paredes vibran, la música en el piso de al lado retumba con estruendo. Al parecer, tu vecino está teniendo otro de sus ataques nocturnos de hard rock, lo cuales se dan al menos dos veces al mes, entre las dos y las cuatro de la madrugada. Tu corazón se acelera, estás totalmente despierto. ¿Cómo reaccionas?
a) Llamo a su puerta, le recuerdo la hora que es y le prohíbo que siga haciendo ruido. Si entonces no para, llamo a la policía.
b) Me abstengo de echarle la bronca en plena noche. En realidad, es una buena persona. Además, es posible que, después de todo, consiga volver a dormirme.
El despertador suena a las seis de la mañana, pero tú sigues despierto. Totalmente agotado, te arrastras hasta el dormitorio de los niños y dices: «Arriba, ya es la hora». Tu hijo —pongamos que tienes uno—, no se mueve. Solo cuando se lo repites por segunda vez le oyes suplicar: «No he podido dormir nada por culpa de la música. Déjame dormir un poco más». Tú sabes que, si dejas que tu hijo duerma más allá de las seis, no podrás ir a trabajar. ¿Qué haces?
a) Le digo: «Tienes que levantarte ya, si no, no nos dará tiempo. Quiero salir sin prisas y llegar a tiempo al trabajo».
b) Entiendo que mi hijo necesita dormir bien y no quiero ser demasiado estricto por la mañana: «Está bien, pero solo cinco minutos». Aunque puede que al final sean diez.
Entras en la cocina, donde tu pareja acaba de terminar de desayunar. Siempre tiene que salir quince minutos antes que tú por la mañana, y ayer te prometió que limpiaría sus platos y prepararía el almuerzo del niño. Sin embargo, es evidente que hoy se ha olvidado de hacer ambas cosas. ¿Cómo reaccionas?
a) Le digo: «¿Puedes recoger los platos y prepararle el almuerzo? Es lo que acordamos».
b) Me abstengo de montar una escena. Al fin y al cabo, también ha pasado mala noche a causa del ruido.
Una hora más tarde, sales de casa con tu hijo, a toda prisa, naturalmente. Nada más salir por la puerta, te tropiezas con tu ruidoso vecino, que se dirige al trabajo con unas ojeras de aúpa. Se te acerca, sonríe tímidamente y te dice: «Siento mucho haber hecho tanto ruido esta noche. Te prometo que no volverá a ocurrir». ¿Cómo reaccionas?
a) Le digo: «Me parece una falta de respeto, llevo despierto desde las cuatro de la mañana. Hace ya un tiempo que viene ocurriendo y es la segunda vez este mes. La próxima vez llamaré a la policía».
b) Valoro que haya sacado el tema y se haya disculpado. A mí me habría resultado difícil abordarlo. Así que le digo algo como: «Bueno, tampoco es el fin del mundo, pero que no vuelva a pasar».
Después de dejar a tu hijo en el colegio y llegar al trabajo, tu «compi» se abalanza sobre ti. Todas las mañanas igual: antes de que te hayas quitado siquiera la chaqueta, ya te está contando los últimos cotilleos de su barrio. Estas historias te aburren y te distraen de tu trabajo, pero parece que no tiene a nadie más con quien hablar. ¿Qué haces?
a) Le digo: «Lo siento, apenas he dormido y no conozco a tus vecinos, así que me resulta difícil seguir tus historias. ¿Podemos llegar a un acuerdo y que, en adelante, pueda dedicarme a mi trabajo tranquilamente por la mañana?».
b) Me compadezco de él, porque es evidente que se siente solo y tiene una gran necesidad de comunicación. Hago como que le escucho atentamente, y en un momento dado me pongo a trabajar, esperando que se dé cuenta de que ahí termina nuestra conversación.
Va a ser un día ajetreado, estás hasta arriba de trabajo y tienes la cabeza como un bombo, una cita urgente sigue a la siguiente y no sabes cómo vas a gestionarlo todo. A última hora de la mañana —¡por si no tuvieras suficiente!— aparece tu jefe: «Acaba de entrar algo muy urgente. Esto tiene que estar terminado hoy, de lo contrario los de arriba se me echarán encima. Y si hay alguien de nuestro equipo que puede hacerlo, eres tú: sé lo trabajador y eficaz que eres». Te das cuenta al instante de que esa tarea no puede realizarse dentro del horario de trabajo. Además, has quedado para salir a correr con un amigo justo después del trabajo. ¿Cómo reaccionas?
a) Le digo a mi jefe: «Gracias por confiar en mí, pero estoy hasta arriba. Y de horas extraordinarias mejor ni hablamos. Además, tengo planes para la tarde».
b) Me resulta increíblemente difícil decir que no, así que cedo, sobre todo porque me halaga que mi jefe piense tan bien de mí.
Más tarde, durante la pausa para comer, estás sentado a la mesa con un compañero al que le encanta hacer reír al grupo. Todo el mundo le escucha con atención cuando cuenta un chiste. Su humor es grosero, nada en tu onda, ni siquiera esta vez. Sin embargo, los colegas de la mesa estallan en carcajadas. ¿Cómo te comportas?
a) No pongo mala cara y si alguien me pregunta digo que el chiste no me hace gracia. Si me río con este tipo de chistes, lo único que hago es animar al bromista para que haga más de lo mismo.
b) Me río con ellos, quizá un poco más bajo que los demás. Es algo automático. También me parecería descortés no reaccionar a su chiste. Al fin y al cabo, se ha esforzado por entretener al grupo.
A última hora de la tarde, asistes a una reunión. Tu jefe pregunta: «¿Quién va a hacer el informe?». Se produce un silencio incómodo y él prosigue. «Tampoco espero una novela, con unas cuantas frases es suficiente. ¿Quién quiere hacerlo?». Todos bajan la mirada, la situación se vuelve cada vez más incómoda.
a) Hago lo mismo que los demás: No me muevo. ¿Por qué habría de ofrecerme?
b) Es muy posible que no pueda soportar la embarazosa situación y libere al jefe de su apuro. «De acuerdo, lo haré, pero, de verdad, solo unas frases».
A medida que avanza la reunión notas que tu dolor de cabeza empeora, obviamente es una secuela de la noche en vela. El dolor te hace palpitar la sien con tal fuerza que apenas puedes seguir la reunión. ¿Qué haces?
a) Me arriesgo y digo: «Lo siento, me duele mucho la cabeza. No puedo quedarme a la reunión, necesito irme a casa».
b) Me abstengo de hablar y espero que la reunión termine pronto. No voy a decir nada porque no quiero fastidiar la reunión ni que me consideren un quejica.
De camino a casa, tienes que hacer la compra porque la nevera está casi vacía. Quieres llegar a casa lo antes posible. En la caja un joven se pone delante de ti en la cola y te sonríe: «Solo llevo tres cosas, no te importa que pase antes, ¿verdad?». ¿Cómo reaccionas?
a) Le digo: «Perdona, vuelve a ponerte detrás de mí, que yo también tengo prisa. Y la próxima vez, por favor, pregunta antes de colarte delante de alguien».
b) No me parece bien que se haya colado a empujones, pero ¿voy a montarle una escena en una tienda llena de gente? Ese minuto no va suponer ninguna diferencia.
Llegas a casa agotado, haces algunas cosas y te pones la ropa para ir correr. A las 18.30 tu amigo te confirma que va a quedar contigo. Esperas que hoy llegue puntual, ya que últimamente ha llegado tarde dos veces (lo cual te ha provocado un ligero resentimiento). Sin embargo, justo cuando estás estirando, recibes un mensaje en el móvil: «Llegaré 15 minutos tarde». ¿Qué vas a hacer cuando le veas?
a) Le digo que me molestan sus constantes retrasos, sobre todo hoy, que he tenido un mal día. Y le pido que en adelante sea puntual.
b) Puede que haga una pequeña broma sobre su impuntualidad, porque cualquier otra cosa sería mezquino entre amigos. Él ya sabe que llegar tarde no está bien, incluso sin mi reprimenda.
Después de correr, cuando ya te has duchado y cenado, suena el teléfono. Es tu madre, que te recuerda que el sábado es el cumpleaños del tío Enrique: «Tienes que ir a felicitarle». Le recuerdas amablemente que no te llevas bien con el tío Enrique, y que él nunca te felicita. Además, ya tienes planes para el fin de semana. Tu madre responde: «¡No seas tan arisco! Ya sabes que el tío Enrique está enfermo. Además, no hace falta que te quedes mucho rato». ¿Cómo reaccionas?
a) Le digo que me parecería hipócrita acudir al cumpleaños del tío Enrique y que organizaré mi fin de semana como estaba previsto.
b) No quiero provocar una discusión familiar y acepto una breve visita al tío Enrique (aunque sospecho que me quedaré más tiempo del previsto, porque no quiero ser el primero en irme y arruinar la fiesta).
Dos horas más tarde, caes en la cama muerto de cansancio y por tu mente rondan distintas preguntas: ¿Cómo ha ido realmente el día de hoy? ¿Me he cuidado bien? ¿O he vuelto a ser, sobre todo, amable con los demás? La siguiente evaluación te ayudará a juzgar.
EVALUACIÓN: ASÍ DE PELIGROSA ES TU AMABILIDAD
Por favor, repasa el capítulo y cuenta cuántas veces has elegido la opción «a». He aquí la evaluación:
DE 10 A 12 VECES: SALUDABLE AMABILIDAD
Tu amabilidad se mantiene dentro de unos límites saludables. Sabes tomarte en serio tus propias necesidades y representarlas ante los demás. Al mismo tiempo, no pasa nada por el hecho de que algunas veces te ofendas.
A tu favor: Evidentemente, te resulta fácil defender tus propios límites y hablar claro a los que te rodean. Esto te da un perfil más elevado, te permite actuar con autenticidad y evita que te sientas abrumado.
8 A 9 VECES: AMABILIDAD FLUCTUANTE
Lo amable que seas depende, obviamente, de la situación y de tu estado de ánimo ese día. A veces consigues enfrentarte a los demás, y otras veces pierdes de vista tus propias necesidades y solo complaces a los demás.
A tu favor: eras capaz de trazar límites claros en numerosas situaciones, pero ¿con qué frecuencia? Piensa en cómo puedes utilizar esta habilidad más a menudo. Cuando actúas con autenticidad, proteges tu integridad y te ganas el respeto de los demás.
DE 4 A 7 VECES: AMABILIDAD PELIGROSA
Como persona extraordinariamente amable, tiendes a considerar a los demás más importantes que a ti mismo. Tu deseo de armonía llega tan lejos que rara vez te arriesgas a entrar en conflicto. En consecuencia, corres el riesgo de que los demás te pasen por alto o no te tomen lo suficientemente en serio. Así, tus intereses se ven fácilmente comprometidos.
A tu favor: tienes un alto grado de empatía. Además, a veces consigues dosificar tu amabilidad y defender tus límites personales. Fíjate en cuándo te resulta más fácil hacerlo y qué necesitas para ello… ¡Y hazlo más a menudo!
1 A 3 VECES: AMABILIDAD DOLOROSA
Tu amabilidad no tiene límites. Eres una persona pacífica que evita los enfrentamientos y casi siempre intenta complacer a los demás. No obstante, aunque haces todo lo posible por complacer a tus semejantes, tus propias necesidades quedan a menudo relegadas a un segundo plano.
A tu favor: cada día demuestras que sabes leer y cumplir los deseos de los demás. Si consigues trasladar esta cualidad a tus propios deseos, tu calidad de vida mejorará enormemente.
Esto es lo que te impide decir que no
¿Eres más amable de lo que te conviene? Si es así, ¿a qué se debe? En mi consulta, a menudo escucho: «Yo soy así», «Está en mi naturaleza» o «Tendría que dejar de ser yo mismo para ser diferente». Resulta interesante el hecho de que la mayoría de las personas amables no eligen serlo, simplemente lo son. No controlan su amabilidad, sino que su amabilidad les controla a ellos. Sonríen, dicen que sí, se mantienen al margen, son serviciales, ayudan a los demás, hacen que las cosas funcionen y soportan las dificultades porque parece que no pueden evitarlo.
Las verdaderas razones de la peligrosa amabilidad yacen en lo más profundo, pero hay una pregunta que te pondrá en el buen camino: «¿Qué pasaría si no fueras amable?». Siéntete libre de repasar tu día ficticio. ¿Qué pasaría…
• si le dices a tu vecino con palabras claras que no tolerarás más su ruido por las noches?
• si rechazas el trabajo extra de tu jefe con un rotundo «no»?
• si le dices a la persona que se ha colado en el supermercado que se ponga detrás?
• si muestras tu enfado ante la impuntualidad de tu amigo?
• si le insistes a tu madre en que no vas a ir al cumpleaños de tu tío?
Cada vez que te desmarcas y dices «no», te arriesgas a un conflicto, a una «confrontación». Tomado literalmente: en lugar de sentarte junto a la otra persona, te sientas frente a ella. Y este acto de separación despierta en ti un miedo primario: «¡Le voy a caer mal a los demás!».
El pegamento social que te une a los demás se está disolviendo. Tal vez imagines que ya no le caes bien a tus semejantes, que te dejan de lado, que te excluyen y, de repente, te encuentras solo.
Este miedo existencial en el inconsciente tiene dos raíces: la evolución y la infancia. ¿Qué hacían los primeros humanos para sobrevivir? Ellos se organizaban en pequeñas comunidades. Solo ahí eran capaces de sobrevivir en estado salvaje. Los que pertenecían al grupo estaban protegidos, los que eran desterrados de él estaban a merced de la muerte1.
Así se desarrolló en nuestro cerebro un sistema de alerta primario que se activa inmediatamente cuando amenazamos con violar las expectativas de los demás: el miedo a la exclusión. Las neuronas espejo de nuestro cerebro nos permiten percibir con sensibilidad los sentimientos de los demás2, y en cuanto la persona con la que estás hablando envía señales de molestia, por ejemplo, entrecerrando los ojos o enfriando el tono, el sistema de alarma evolutivo de tu cerebro se dispara: ¡Cuidado! No pongas a la otra persona y al grupo en tu contra. De lo contrario, tendrás que arreglártelas tú solo y sufrirás una muerte miserable.
Observa cómo se comporta tu cuerpo cuando te ves atenazado por esta ansiedad social:
• Te pones rojo cuando algo te avergüenza.
• Empiezas a sudar cuando alguien te hace un reproche.
• Se te acelera el pulso cuando piensas en decepcionar a otra persona.
Para evitar este estrés, las personas amables suelen preferir inconscientemente adaptarse a las expectativas de los demás:
• Adivinamos lo que alguien quiere oír cuando nos pide nuestra opinión y decimos exactamente eso, para no ofenderle.
• Cumplimos las expectativas de otras personas que no nos caen bien solo para evitar avergonzarnos o hacernos impopulares.
• Dejamos que otros se salgan con la suya con comportamientos que nos desagradan únicamente para no ofender a nadie.
• Evitamos hacer críticas justificadas exclusivamente para mantener la armonía.
La segunda raíz de la amabilidad procede de tu socialización. De pequeño, dependías de tus padres. Solo recibías de ellos lo que necesitabas para vivir: cobijo, comida, seguridad. El fin de su afecto podía suponer el fin de tu existencia3.
No obstante, ¿qué podías hacer de pequeño para contentar a tus padres? Al fin y al cabo, era imposible hacer algo comparable a cambio. A esa edad, no estabas en posición de hablar de igual a igual con tus padres ni estabas en condiciones de comprarle a tu madre un ramo de flores como muestra de agradecimiento.
Tan solo había una forma de tener contentos a tus padres: ser un buen hijo. Para ello, tenías que entender lo que tus padres querían de ti y comportarte exactamente como ellos esperaban. Eso era todo lo que tenías que dar. Si, de niño, conseguías cumplir los deseos de tus padres y hacerles sonreír, podías contar con sus elogios y su reconocimiento. Sin embargo, ¿qué pasaba si te desviabas de esta voluntad? Entonces, el rostro de tus padres se ensombrecía, te regañaban, reprendían y se mostraban descontentos, y como niño pequeño, te preguntabas inconscientemente: ¿Todavía les merece la pena seguir cuidándome? ¿O ya la he fastidiado?
Toda forma de educación es una escuela de adaptación4. La «voluntad propia», es decir, la voluntad del niño, no es deseable durante la infancia temprana. Esto es cierto incluso con padres cariñosos, y está en la naturaleza de las cosas. Los niños pequeños a menudo «desean» cosas que en realidad no son buenas para ellos, como, por ejemplo, correr a ciegas por una carretera en hora punta, o meter los dedos mojados en un enchufe.
Desde los primeros años de tu educación, llevaste el mensaje contigo: No hagas lo que tú quieras, ¡sino aquello que queremos que hagas! (véase a partir de la página 75). La sensación de no estar haciendo lo correcto nos corroe el cerebro y puede acompañarnos toda la vida, haciéndonos susceptibles al control externo y a la determinación de los demás5.
Imagina tu cerebro como un ordenador en el que se almacenan los programas de evolución y socialización hasta el día de hoy. Cada vez que conoces a alguien, este software se activa en secreto. Aunque seas una persona civilizada, actúas como un ser humano prehistórico; aunque seas un adulto, reaccionas como un niño pequeño. Por ejemplo, te comportas amablemente de forma «automática» para caerle bien a los demás, aunque este comportamiento te perjudique.
El impulso de ayudar a los demás para complacerlos puede tener consecuencias fatales. Las personas que trabajan en el ámbito social, por ejemplo, suelen centrar tanta atención en sus clientes que ellas mismas se encuentran en la oscuridad emocional. El psicólogo Wolfgang Schmidbauer acuñó el término «síndrome del ayudante». Este término hace referencia a la «incapacidad de expresar los propios sentimientos y necesidades, combinada con una fachada aparentemente omnipotente e inexpugnable», una amabilidad hasta el extremo de la negación de uno mismo que a menudo conduce a un agotamiento extremo (burn out)6.
El camino para salir de esta trampa es obvio: hay que pasar del piloto automático al control manual. Este cambio requiere atención plena. Tienes que controlar tus pensamientos en lugar de dejarte controlar por ellos y actuar según viejos patrones7. Este libro te ayudará a tomarte tus propias necesidades al menos tan en serio como las de los demás, lo cual ya es mucho.
Por qué a nadie le cae bien la gente buena
Todas las personas amables tienen un gran corazón. Evalúa cuáles de los cinco rasgos del modelo de personalidad de los cinco grandes destacan especialmente en ti8.
• Apertura: ¿Eres una persona abierta? ¿Te gustan las nuevas experiencias? ¿Te aburres con facilidad? ¿Eres creativo e imaginativo?
• Diligencia: ¿Eres una persona organizada y responsable? ¿Se puede confiar en que cumplirás tu palabra? ¿Eres capaz de sacrificar las recompensas a corto plazo por el éxito a largo plazo?
• Extraversión: ¿Tú necesidad de estímulos del exterior es grande? ¿Te gusta la compañía de los demás? ¿Tienes muchos amigos y tiendes a ser optimista?
• Compatibilidad: ¿Eres una persona amable y compasiva? ¿Sabes escuchar? ¿Das la cara por los demás y te adaptas a tu entorno?
• Neuroticismo: ¿Fluctúas emocionalmente? ¿Eres una persona propensa al estrés? ¿Te preocupas a menudo y te bloqueas con pensamientos negativos?
Muchas personas amables muestran un alto grado de compatibilidad, a menudo combinado con responsabilidad. La palabra compatibilidad significa «tolerar». Las personas sociables no solo soportan las cargas de su propia vida, sino también las de los demás.
• ¿Es posible que estés cargando sobre tus hombros los problemas de tus semejantes?
• ¿Eres alguien que piensa en los demás, les ayuda y les soporta cuando están necesitados y flaquean?
• ¿Se te da bien «soportar» los lamentos y las quejas de tus semejantes porque, de lo contrario, te remordería la conciencia?
Unos valores de compatibilidad elevados significan que rara vez te enfadas, discutes u ofendes a los demás. Eso es bueno. Sin embargo, al mismo tiempo, te resulta difícil imponerte y hacer valer tus prioridades9. El deseo de caerle bien a todo el mundo puede hacer que te traiciones a ti mismo10.
Ahora dirás: ¡Pero ser simpático me hace popular! ¿Es eso cierto? Volvamos a tu día ficticio:
• ¿Aprecia tu vecino que le perdones mansamente por perturbar tu descanso? En realidad, es más probable que eso haga que su musiquita nocturna vuelva a sonar pronto. Como no trazas una línea clara, él lleva su desconsideración un paso más allá.
• Tú «compi» no te tiene en mejor consideración por el hecho de que siempre le prestas atención. Más bien lo ve como una señal de que sus historias te parecen apasionantes y te encanta escucharlas.
• ¿Te aprecia más tu jefe por sacarle las castañas del fuego? Es más probable que te pierda el respeto, se aproveche de ti y se olvide de tus logros en la próxima negociación salarial.
Un estudio de la Universidad Estatal de Washington analizó la popularidad de las personas amables dentro del grupo11. El resultado es demoledor: las personas amables ocupan los últimos puestos. Cuando intentas afianzarte en el centro de un grupo a base de amabilidad, te deslizas hacia los márgenes. El estudio ofrece tres explicaciones:
1. Los demás tienen la sensación de que ellos mismos quedan en mal lugar en comparación con las personas amables.
Si nadie de la reunión quiere redactar el informe y tú te ofreces, los menos amables se sienten moralmente relegados por ti. Del mismo modo que un alumno parece más estúpido al lado del empollón de la clase que entre el resto de compañeros.
Podrías argumentar que estás haciéndole un favor al grupo, pero los demás no lo ven de una forma tan racional. Tu brillante ejemplo hace que se sientan eclipsados y presionados. La próxima vez tu jefe esperará que todos os ofrezcáis voluntariamente a hacer el informe, ¡solo porque tú lo has hecho!
2. Los demás ven la amabilidad como una forma de romper las reglas.
Supongamos que en el supermercado alguien en la cola al lado te ve dejando que el joven se cuele. Entonces podría pensar de ti: «¡Qué persona tan generosa!». No obstante, es más probable que piense: «¿Adónde vamos a ir a parar si se premia a la gente que se cuela? Seguro que la próxima vez se cuela delante de mí y dirá que los demás se lo permiten». Es evidente que has infringido la norma no escrita de que hay que castigar a los que se cuelan. Este comportamiento te hace tan popular como un esquirol que marcha al trabajo con paso firme mientras sus compañeros se sientan a las puertas de la fábrica haciendo sonar sus silbatos.
3. Los demás desconfían de los motivos de las personas amables.
En lugar de suponer que eres amable de corazón, aquellas personas menos amables se preguntan qué (egoísta) intención se esconde detrás de tu comportamiento. ¿Qué quieres conseguir con tu comportamiento? ¿Qué buscas? Esto lleva a interpretaciones que no son nada halagüeñas. Naturalmente, no vas a redactar el informe para que la reunión transcurra sin sobresaltos ni para hacerles un favor a los demás. Lo que buscas es hacerle la pelota a tu jefe para obtener alguna prerrogativa, o tal vez quieras dejar a tus compañeros como vagos, o bien es posible que albergues un desagradable plan para introducir secretamente tu propio punto de vista en el informe como si fuera la «opinión mayoritaria».
Al igual que un pintor solo puede utilizar colores que encajen con su propia paleta, la mayoría de la gente solo encuentra explicaciones para las acciones de los demás que se correspondan con su propio sistema de valores. En psicología, esto se conoce como «proyección». Las personas menos amables presuponen que tienes motivos más cuestionables porque a ellas nunca se les ocurriría hacer algo por el mero hecho de ser amables.
Cuando eres amable, caes en una trampa conocida como intolerancia a la ambigüedad12. Esto es, dejas lugar a la interpretación, lo cual te convierte en un lienzo en el que los demás proyectan sus propios defectos.
También existe la llamada ley de la atracción. Si actúas amablemente por miedo a caerle mal a los demás, atraerás aquello que temes: la antipatía13. Y es que cuanto más tengan tus semejantes la sensación de que deberían encontrarte simpático, menos lo harán.
No obstante, hay una excepción: las personas amables caen bien a quienes comparten sus valores, es decir, a aquellas que también son amables. Cuando dos personas amables se encuentran, compiten en amabilidad. Por ejemplo, ambas se dirigen hacia una puerta, pero cada una insiste en que la otra pase primero. También he visto a dos personas amables de un mismo equipo dar prioridad al rendimiento de la otra sobre el suyo propio durante una reunión. El diálogo entre dos empleados altamente cualificados de una empresa de biotecnología se desarrolló lo la siguiente manera:
—Tania, tu conversación con el cliente nos dio el impulso decisivo. Ha sido estupendo.
—No exageres. No he hecho nada, solo he pasado diez minutos al teléfono. Sin embargo, tu idea del nuevo principio activo nos ha ayudado mucho.
—¿Mi idea? Tan solo la saqué de un libro. Fuiste tú quien trajo la idea al equipo.
—Eres demasiado modesto. No fue cosa mía, fuiste tú….
Estos diálogos son interesantes ya que todos conceden al otro lo que se niegan a sí mismos: preferencia, ya sea a la hora de pasar por la puerta o de obtener reconocimiento público. Sin embargo, la vida cotidiana no es un jardín de rosas, y por eso es mucho más probable encontrarse con personas menos amables. Además, ya se sabe que las ovejas indefensas atraen a los lobos:
• Si eres conocido por dejar que otros tomen la iniciativa, atraerás a personas que te apartarán sin miramientos.
• Si tienes fama de restar importancia a tu parte del trabajo, otra persona lo utilizará para exagerar la suya.
• Si tienes fama de no saber decir que no, atraerás a otros que se aprovecharán de ti con peticiones constantes y fuera de lugar.
Ser amable es un pasatiempo peligroso. Además, no todo el mundo puede permitírselo. Hablemos del precio.
Hace quince años estuve a punto de morir desangrado a causa de mi amabilidad. Tres errores sellaron mi desgracia. El primero de ellos lo cometí por la mañana. En realidad, no había querido leer ningún correo electrónico del trabajo mientras estaba de vacaciones, pero entonces me saltó el asunto: «¡Necesito tu consejo urgentemente!». Una cliente mía, Anne Eiger14, me escribió para decirme que había recibido inesperadamente una oferta de trabajo y necesitaba tomar una decisión pronto. Me pidió si podíamos hablar por teléfono «cuanto antes». Yo sabía que la señora Eiger tenía un gran concepto de mí. No podía defraudarla. No pasaba nada por hablar una hora por teléfono, incluso en vacaciones. Así que concerté una cita con ella para las cuatro de la tarde.
El segundo error se produjo una hora y media antes de la cita. Mientras fregaba los platos, se me rompió un plato en la mano. Antes incluso de sentir el dolor, el agua se llenó de sangre. Saqué la mano y corrí hacia el botiquín. La sangre brotaba a borbotones por un profundo corte en el dedo índice derecho; las tiritas no servían de nada. Una venda de gasa se tiñó de rojo oscuro en un santiamén, al igual que un montón de pañuelos. «Tienes que ir al médico», pensé. Pero una voz interior me contestó: «No puedes dejar a la señora Eiger en la estacada. Ocúpate de la herida más tarde».
Esta decisión supuso el tercer error del día, y el destino me lo señaló irónicamente porque a las 4 de la tarde —con un paño de cocina blanco enrollado alrededor de mi dedo, ahora rojo sangre— esperé en vano la llamada. A la 16:30 vi que la señora Eiger había enviado un correo electrónico diciendo que su hija pequeña se sentía mal. De repente, su petición ya no parecía tan urgente.
El cirujano del hospital me dijo negando la cabeza: «¿Hace tres horas? ¿Y por qué viene ahora?» Yo ya estaba completamente pálido. «Podría haber muerto desangrado». Me cosió la herida con varios puntos. Tuve que quedarme unas horas más en observación. No volví a casa hasta medianoche. La señora Eiger todavía no sabe nada de mi accidente. No quería hacerla sentir mal; ella no tenía la culpa de mi estupidez. Sin embargo, me molestó que cancelara la cita con tan poca antelación.
En aquella ocasión, me guie por los siguientes principios, los cuales observo en muchas personas amables:
1. Ayudo siempre que puedo.
Inmediatamente, siento que es mi responsabilidad ayudar a los demás. Percibí la petición de la señora Eiger como un «grito de auxilio», como si yo fuera un ángel salvador que debía acudir en su ayuda a toda costa.
2. Los demás tienen preferencia.
Dejé de lado mis propias necesidades para complacer a otra persona. Interrumpí mis vacaciones para hacerlo. Y, a cambio, me arriesgué a retrasar el tratamiento de mi corte.
3. Mi sacrificio debe ser apreciado.
Me decepcionó que no me pagara con la misma moneda. En lugar de reconocer mi compromiso, canceló la cita, lo que me disgustó un poco. Ella solo había actuado con más sensatez que yo.
4. No debo llamar la atención sobre mí mismo.
Durante nuestra siguiente conversación no fui del todo sincero porque me callé lo de mi accidente. No quería «molestarla», hacerla sentir culpable ni llamar demasiado la atención sobre mi persona.
A lo largo de los últimos quince años, he conseguido poco a poco regular mi amabilidad hasta un nivel más razonable. Sin embargo, reconozco mi comportamiento anterior en muchos de mis clientes. He aquí cinco ejemplos de los últimos meses:
• Lars Müller (33) espera ser ascendido. Sin embargo, en una reunión individual, su jefe le dice: «Eres un buen tipo, pero en este puesto algunas veces hay que enseñar los dientes, y no veo eso en ti».
• La directora de proyectos Lisa Hartmann (41) dice que su marido la dejó «de forma totalmente inesperada», a lo que ella le reprochó: «¡Siempre me he desvivido por ti!». Su respuesta: «Eso es exactamente lo que falló. Dejaste tu vida por la mía». Se decidió por otra persona que parecía más segura de sí misma.
• Sandra Bertram (24) relata: «El otro día, un hombre se chocó conmigo mientras caminaba por la acera. ¿Y qué le dije yo? “¡Disculpe!”. Es típico de mí disculparme, aunque la culpa no sea mía. Después me siento doblemente mal».
• Nina König (54) cuenta que su jefe se aprovecha de ella: «Me encarga las tareas que no le gustan, a menudo justo antes de acabar la jornada laboral: “Sé que puedo contar con usted, señorita König”. Y yo le respondo como una estúpida: “Por supuesto, me encargaré de ello”. Mi equilibrio entre trabajo y vida privada está totalmente desajustado, pero no me atrevo a decepcionarle».
• Volker Niebel (39), con un cargo intermedio, acude a consulta porque sus empleados «le torean en sus narices». Me doy cuenta de que no deja de llevarse la mano a la espalda, con la cara contorsionada por el dolor. Cuando le pregunto, me dice: «Me hice daño en la espalda en el tren. Tengo problemas de espalda desde hace años. Había colocado mi maleta debajo de un asiento, pero cuando vi que una mujer menuda intentaba subir una maleta grande al maletero, tuve que ayudarla. Fue entonces cuando ocurrió».
Dejemos una cosa clara: en este libro no quiero animarte a que en el futuro vayas por la vida como un egoísta. El hecho de que nuestro clima social se esté enfriando no es razón para que nosotros mismos actuemos con frialdad; necesitamos más calor y afecto. El hecho de que los narcisistas se salgan con la suya no justifica que nosotros mismos actuemos de igual modo. Hace falta más solidaridad. Además, el hecho de que cada vez haya más gente que trate de lograr el éxito a base de codazos no justifica que nosotros hagamos lo mismo. Lo que necesitamos es más cooperación y menos competencia.
Y precisamente por eso tú, como buena persona, no debes seguir dejando que se aprovechen y te avasallen. No solo te lo debes a ti mismo, sino a toda la sociedad. Con cada paso que tú das hacia atrás, permites que un ególatra llegue más lejos. Por cada objeción que te guardas, hay un punto de vista no cualificado que se impone aún más, y cada vez que te haces invisible, le das más visibilidad a una persona que se traiciona a sí misma.
La idea de abrirse paso a codazos va en aumento. Un estudio de la Universidad de Michigan reveló que los universitarios de hoy son un 40% menos empáticos que hace treinta años. Los investigadores sospechan que los motivos pueden la competencia diaria, los reality shows, y un cierto embotamiento causado por las redes sociales15.
¡No sigas reprimiéndote! Enfréntate a los codazos con valentía. Cada metro que ganes no solo te beneficiará a ti, sino también al clima interpersonal. Y es que, como persona amable, ganas más visibilidad y poder, en lugar de cederlo a personas menos amables sin luchar.
¿Te sientes preso de tu amabilidad?
¿Qué te hace comportarte de forma desinteresada? ¿Por qué dejas que un coche que se aproxima por una calle lateral se incorpore delante de ti cuando hay mucho tráfico, aunque tengas tú la prioridad y vayas con prisa? La psicología social reconoce varias formas de comportamiento altruista16:
• Altruismo moral, que se basa en principios: dejas que el otro coche pase antes porque crees que es lo correcto («procedimiento del cierre de cremallera»).
• Altruismo empático: dejas que se incorpore a tu carril porque simpatizas con él o te sientes inmediatamente benévolo hacia él. La decisión es subjetiva, depende de si te resulta simpático o no.
• Altruismo racional: lo dejas pasar porque calculas que tú mismo obtendrás una ventaja similar en la siguiente oportunidad. Sopesas los pros y los contras.
El altruismo moral es un arma de doble filo. Es cierto que las normas son necesarias para que una sociedad funcione. Sin embargo, con cada norma (secreta) a la que te sientes sometido, tu libertad de acción disminuye. Entonces te sientes tras las rejas de tu amabilidad como en una cárcel y no puedes salir de este comportamiento. Esto atrae a personas menos propensas a adherirse a estas normas y que se aprovechan de ti. Por ejemplo, los estudios demuestran que las personas amables tienen problemas de dinero con más frecuencia17.
• A veces ayudan a pagar las facturas de otros.
• A veces prestan dinero que no recuperan.
• A veces se dejan timar en las negociaciones salariales.
El altruismo que mejor resulta para ti es aquel que se basa en tu libre elección: eres social y amable porque quieres ser social y amable. Esto te permite elegir el comportamiento más adecuado en cada situación. Por ejemplo, en una negociación comercial, decides reducir tu amabilidad para que no te subestimen. En cambio, a un amigo empático le pagas conscientemente con la misma moneda: con empatía y amabilidad.
Hay un principio del economista italiano Vilfredo Pareto que puede servirte de guía: Actúa de forma que al menos una de las partes implicadas salga ganando y nadie salga perjudicado18. El altruismo de Pareto permite que no haya perdedores, sino ganadores; una máxima inteligente que garantiza unas relaciones sostenibles.
Tu bondad debe ser como una paloma que siempre regresa a su palomar. Por ejemplo, prestas dinero a un amigo de confianza y le ayudas a salir de un apuro. Te lo agradece sinceramente, te devuelve el dinero en cuanto puede y te invita a cenar. En este caso, ambos os beneficiáis: tu amigo consigue salvar sus problemas de liquidez y tú haces algo bueno sin necesidad de hacer sacrificios económicos ni emocionales.
Algunos estudios estadounidenses señalan que el comportamiento caritativo puede prolongar la vida. La tasa de mortalidad de los ancianos pobres que ayudaban a otros era un 60% inferior a la de otros en el mismo estado de salud que no lo hacían19.
Lo que es peligroso, sin embargo, es una amabilidad que solo sirve a aquel que la recibe, pero perjudica a aquel que la ofrece. Por ejemplo, un compañero de trabajo te pide dinero. Ya en el pasado te ha dejado a deber dinero. Ahora te dice: «Ya me has salvado unas cuantas veces y no sabes mucho que te lo agradezco. Necesito que me eches un cable una vez más, solo necesito 50 euros. Te devolveré el dinero la semana que viene».
Probablemente sentirás una gran reticencia, pero como eres una buena persona, una voz interior te susurra: «¡No seas así! Tienes el dinero. Ya has oído lo agradecido que está. A lo mejor necesita el dinero para pagar la factura de la luz y si no le ayudas se va a quedar a oscuras». Supón que le das el dinero. ¿Cómo se sentirá cuando salga de la oficina? Él satisfecho y aliviado, y ¿tú? Fatal. El altruismo de Pareto no funciona aquí. ¡Sin duda te sentirás peor después del trato! Sobre todo, porque sospechas que tu compañero se está aprovechando deliberadamente de ti. En su libro Verbotene Rhetorik (en español, retórica prohibida) Gloria Beck recomienda emplear la «técnica de la compasión». A las personas empáticas las denomina «personas objetivo» y le da al lector consejos sobre cómo «mostrar una emergencia ficticia» y cómo azuzar y manipular a la persona compasiva, a la que denomina «víctima».
Las breves instrucciones son las siguientes: «Usted describe una situación de emergencia. La persona compasiva experimenta entonces una reacción empática desagradable. Entonces ofrece su ayuda para evitar los sentimientos de culpa que surgirían si no lo hiciera. Lo asumen. Así de sencillo20.
No caigas en este tipo de patrañas. Pregúntate siempre antes de hacerle un favor a alguien si es bueno para ti, incluso a medio y largo plazo. ¿Estarás de acuerdo con tu decisión cuando lo recuerdes dentro de una semana, un mes o un año? La amabilidad unilateral agota la batería de tu vida y el contacto por radio con tus necesidades se interrumpe. La contradicción reprimida te perjudica. En lugar de articular tus necesidades, clarificar la relación y protegerte de las demandas excesivas mediante un grado necesario de agresividad, te refugias en un comportamiento infantil y protector21.
La agresividad sana que reprimes se convierte en autoagresión22. Entonces las dudas sobre ti mismo te roban el impulso; la ansiedad se apodera de ti y la depresión puede abrir sus oscuras fauces. Si eres amable por fuera sin quererlo, no lo eres por dentro. Y con cada paso que das a regañadientes hacia otro, te alejas de la esencia de tu ser. Entonces llevas una vida con el puño cerrado en el bolsillo, una vida dura que puede acabar en agotamiento.
Por eso la gente amable lo tiene más difícil hoy en día
El peligro de que la gente amable se quede por el camino es hoy en día mayor que nunca. El quitamiedos de la tradición se ha roto; tu vida consiste en una suma de decisiones que tienes que tomar tú mismo. Si te centras demasiado en las necesidades de los demás, te desviarás del camino. Antes era distinto, como demuestra el ejemplo de mis abuelos. María y Guillermo nacieron en la Selva Negra hacia 1895. ¿Corrían el riesgo de elegir la profesión equivocada? No, ambos nacieron en familias de agricultores, así que estaba claro que tenían que ser agricultores. ¿Corrían el riesgo de equivocarse de pareja? No, sus padres poseían explotaciones agrícolas igualmente grandes y casaron a María y Guillermo entre sí. ¿Corrían el riesgo de equivocarse en la planificación familiar? No, la Iglesia desconocía o prohibía los anticonceptivos, así que no era una opción. Tuvieron nueve hijos, mi padre fue uno de los más pequeños.
En lugar de gobernar sus vidas, sus vidas los gobernaban a ellos. Dirigían su propia granja, tal como habían querido sus padres. Allí vivían según un ritmo dictado por las horas del día y las estaciones. No decidían por sí mismos cuándo ordeñar las vacas, alimentar a las gallinas, preparar el heno o cosechar los campos; la naturaleza se lo dictaba. Sus vidas se guiaban por las exigencias de la granja. María y Guillermo no aceptaban invitaciones, no atendían peticiones especiales de los niños ni ayudaban en los campos de los vecinos hasta que su propia granja había sido cuidada y su propia cosecha recogida. Los granjeros vecinos hacían lo mismo. Demasiada amabilidad en el lugar equivocado habría puesto en peligro su existencia. Les resultaba fácil poner límites, porque podían apoyarse en un muro de tradiciones, normas y deberes.
Este muro se ha venido abajo en las últimas décadas. La gente ya no tiene un lugar fijo, como en las sociedades tradicionales, sino que tiene que luchar por él a base de confianza en sí misma23. Desde entonces, cada cual es artífice de su propia fortuna, y la amabilidad se ha convertido en una desventaja competitiva. Los siguientes cambios son formativos:
• La importancia de la iglesia es cada vez menor, casi nadie sigue permitiendo que la religión dicte su vida.
Consecuencia: Cada uno sigue sus propios mandamientos y define por sí mismo dónde terminan sus derechos morales y empiezan los de los demás. Las personas amables corren el riesgo de que se aprovechen de ellas personas menos amables.
• La importancia de los sindicatos está disminuyendo y cada vez son más los empleados que tienen que negociar por sí mismos sus salarios y condiciones de trabajo.
Consecuencia: Quienes no representan sus derechos con confianza se quedan rezagados en la carrera salarial.
• La importancia de las normas de etiqueta es cada vez menor. Mucha gente joven solo entiende por «etiqueta» la pegatina de los productos del supermercado.
Consecuencia: Quien se disculpa protocolariamente por cualquier cosa corre el riesgo de que su comportamiento sea interpretado como un signo de debilidad y se aprovechen de él.
• El consenso social es cada vez menor. Muchas verdades eternas son objeto de debate; en la actualidad, incluso se discute si existe un tercer género junto al hombre y la mujer.
Consecuencia: Quienes no defienden sus puntos de vista y derechos con suficiente firmeza en este concierto de opiniones quedan rápidamente relegados, aunque su opinión sea objetivamente la más sensata.
• La importancia de la comunidad rural está disminuyendo a medida que más y más gente se traslada a las ciudades. Mientras que en el pueblo el estatus de una persona estaba asegurado por su tradición familiar, hoy ese rango se renegocia a diario en cuanto conocemos a otras personas.
Consecuencia: Aquellas personas que no muestran firmeza en los primeros momentos de un encuentro son rápidamente subestimados, subyugados y explotados por los demás.
La gente de hoy en día tiene que hacerse valer constantemente. El mayor punto fuerte de las personas amables, empatizar con los demás, también encierra el mayor peligro: que se centren más en las necesidades de los demás en lugar de las suyas propias. Muchos jóvenes se dedican a una determinada profesión solo para complacer a sus padres. De este modo la hija buena no se convierte en artista, como soñaba, sino en funcionaria, porque sus padres la han convencido de que ése es el «camino más seguro». Quien no sabe decir «no» en los momentos importantes debe apechugar con las consecuencias durante el resto de su vida.
Esto se aplica incluso a la planificación familiar. Por ejemplo, recuerdo a Petra Dreier (44), una empleada industrial, quien dijo:
—Cuatro hijos son demasiados para compaginarlo con una vida profesional. Si hubiera dependido de mí, solo habríamos tenido dos.
—¿Entonces su marido quería tener más hijos que usted? —le pregunté.
—No estoy tan segura de que fuera mi marido.
—¿Quién si no? —pregunté, confuso.
Y entonces me contó que ella había crecido en una familia de seis miembros y que su querida madre siempre había deseado de todo corazón «al menos cuatro nietos».
—En aquel momento no me di cuenta de la conexión, pero hoy estoy segura: yo no quería decepcionarla. Esa fue la razón principal para tener cuatro hijos.
Quien no se aferra a su vida, puede perderla rápidamente. Entonces entrega las riendas a otros, y su existencia se convierte en una ficción.
Las personas amables tienen unas antenas muy buenas; perciben lo que los demás esperan de ellas. Y como no quieren decepcionar a nadie, prefieren decepcionarse a sí mismas:
• En el trabajo, dejan que sus compañeros tomen la iniciativa cuando se acerca un viaje de negocios emocionante o hay que decidir las vacaciones anuales… ¡lo que sea con tal de no causar problemas!
• En una relación de pareja, renuncian a sus deseos para que la persona amada pueda realizarse, ¡lo que sea con tal de no ser egoísta!
• A la hora de educar a sus hijos, cumplen todos sus deseos, aunque el precio sea (demasiado) alto… ¡lo que sea con tal de no ofender a los niños!
• Son siempre educados en el trato con los demás, aunque se les echen encima o se sientan abrumados, cualquier cosa con tal de no provocar una discusión.
• Y las mujeres amables, en particular, tienden no solo a perdonar a su pareja por su comportamiento nocivo, sino también a querer salvar su frágil mundo, por ejemplo, como la eterna «enfermera» de un alcohólico24.
La capacidad de ponerse en el lugar de otra persona también entraña un riesgo: perderse uno mismo. Las mujeres corren más riesgo que los hombres, ya que son mejores descodificando los sentimientos de los demás. En un estudio de Harvard, se mostraron a los participantes secuencias de vídeo de personas muy alteradas, por ejemplo, tras ganar la lotería o recibir la noticia de un fallecimiento, con audio codificado. El objetivo era interpretar las expresiones faciales y el lenguaje corporal. Las mujeres eran, de media, un 80% mejores adivinando las emociones de una persona25.
No obstante, también los hombres amables viven peligrosamente. ¿Qué hombre no se ha sentido menospreciado por la mujer de sus sueños que le considera solo un «buen amigo»? Puede que se le haya adelantado un machote precisamente por no ser simpático, sino «masculino y atractivo». Hay incluso personas amables que se alejan de su pareja por pura modestia, como describe la periodista Annekatrin Looss en un ejemplo que ella misma vivió. El hombre que hasta entonces la había mimado con cartas, café a las 5 y poemas de amor se despidió de ella de la siguiente manera: «De todas formas, pronto me dejarás por alguien mejor»26. ¡Y adiós!
La gente amable practica una virtud que es muy alabada pero poco recompensada: la abnegación. Tómese el término literalmente: para ser «abnegado, hay que desprenderse de uno mismo, como de un lastre. Sin embargo, cuando renuncias a tu yo más íntimo, también pierdes proyección exterior:
• Si pasas por alto tus propias necesidades, también las pasarán por alto los demás.
• Si no te tomas a ti mismo en serio, los demás tampoco te tomarán en serio.
• Si sonríes ante cuestiones importante, los demás no te tomarán en serio, pero te sonreirán.
• Si tú mismo das por sentada tu amabilidad, también la darán por sentada los demás, como un regalo que no necesita respuesta.
Llevar el altruismo hasta el punto de abandonarse a uno mismo resulta fatal, sobre todo porque las redes sociales confieren a nuestra vida cotidiana el carácter de una competición. ¿Pulgar arriba o pulgar abajo? La autoestima solía venir de dentro, hoy viene de las comparaciones. ¿Quién tiene más seguidores en Twitter, más amigos en Facebook, más likes en Instagram, más éxito en el trabajo, la casa más grande, la pareja más simpática, o la cuenta bancaria con más ceros?
Los estándares están en el mundo exterior. No quieres tener éxito, quieres tener más éxito que los demás, no ser inteligente, sino más inteligente, no ser rico, sino más rico. Solo los que dejan atrás a los demás están por delante. Esta mentalidad está cada vez más extendida, y aquí es donde las cosas se ponen realmente mal para las personas amables:
• ¿Qué candidato ganará? ¿El más amable? ¿O el que se muestra asertivo y competente?
• ¿Qué compañero de vida o cónyuge se realizará más? ¿El más amable? ¿O aquel que defienda sus propios derechos?
• ¿Quién obtendrá un precio más justo al comprar un coche? ¿El comprador amable? ¿O el que negocia con más dureza?
Sin embargo, ¿acaso no es un buen rasgo de la personalidad el hecho de no tomarse a uno mismo tan en serio? ¿No es una buena idea salirse de la degradante carrera en pos del éxito? ¿Acaso no son las buenas personas, los aparentes perdedores, los que en realidad se ganan nuestro corazón?
Lo sé por las innumerables sesiones de asesoramiento que he realizado. Si no te tienen en cuenta para los ascensos, te discriminan en lo referente a subidas de sueldo, o se aprovechan de ti como amigo, entonces, esto definitivamente no es bueno para ti. Todo aquel que da quiere algo a cambio. Todo aquel que se esfuerza quiere ser recompensado. Y cuando no hay esa respuesta, entonces, crece la frustración.
En su filosofía de la singularidad, Friedrich Nietzsche distingue dos tipos de personas27. Unas se adaptan, sacrifican su individualidad y se desarrollan por debajo de su potencial. Se aferran a las barandillas de las normas, cumplen con los requisitos ajenos y miran a los demás para compararse. Los otros, sin embargo, los únicos, luchan por sus deseos, afirman su individualidad y no se comparan con los demás —ya que las cosas únicas nunca pueden compararse—, sino solo consigo mismos: «¿Qué estoy haciendo hoy mejor que ayer?». Siguen desarrollándose día a día, conforme al lema de Nietzsche: «Conviértete en lo que eres28».
Solo cuando tú, como buena persona, encuentres el valor para abandonar el camino de la conformidad, podrás embarcarte en la satisfactoria senda de tu individualidad, y llenar de vida tu singularidad.
¿Es peligrosa la imagen que tienes de ti mismo?
¿Qué hay que hacer para que los demás te reconozcan, ya sea en el trabajo o en tu vida privada? Las personas agradables suelen responder a esta pregunta:
• Soy un buen compañero de trabajo cuando echo una mano a los demás y les apoyo en la medida de mis posibilidades.
• Soy un buen compañero de vida cuando lo doy todo por la otra persona.
• Soy una buena persona cuando ayudo a los demás.
Estas frases suenan sociales, pero contienen material explosivo. La autoestima está vinculada a una condición. No soy valioso por ser la persona que soy. Tengo que hacer algo para ganarme mi valor, como si la autoestima fuera un salario que se me paga o se me niega en función de mi rendimiento:
• Soy un buen compañero de trabajo porque ayudo a los demás; si no lo hago, soy un mal compañero.
• Soy un buen compañero de vida porque lo doy todo por la otra persona; si no, soy un mal compañero de vida.
• Soy una buena persona porque ayudo a los demás; si no lo hago, soy una mala persona.
Hay una comparación que deja claro el riesgo: la persona que tiene un huerto, cultiva sus propias lechugas, tomates y pepinos. No depende de comprar sus verduras en una tienda. Y cuando va a una tienda, puede decidir por sí misma si está dispuesta a pagar el precio por las verduras. Si considera que un producto es demasiado caro, lo deja. Se mantiene fiel a sí misma, es independiente y tiene libertad de elección.
Los que no cultivan verduras, en cambio, dependen de las tiendas. Solo aquello que compran de antemano puede acabar en su plato. Tienen que acudir a las tiendas y, a menudo, deben aceptar cualquier precio. De lo contrario, acabarán con las manos vacías.
Muchas personas amables van por la vida con un carrito de la compra para obtener de las estanterías de los demás aquello que no pueden encontrar en sí mismas: reconocimiento. Se esfuerzan por recibir cumplidos. Se desviven para ser apreciados. Quieren obtener su autoestima del exterior en lugar de cultivarla en su interior.
En su maravilloso libro Los seis pilares de la autoestima, el psicólogo estadounidense Nathaniel Branden escribe: «El sentimiento de autoestima es una experiencia íntima. Reside en lo más profundo de nuestro ser. Es lo que pienso de mí mismo y siento de mí mismo, no lo que otra persona piensa de mí y siente de mí». Y llega a una conclusión que suscribo, sobre todo para la gente amable: «En la vida de muchas personas la tragedia es que buscan la autoestima en todas partes menos dentro de sí mismas».
Intentar obtener tu autoestima de los demás te hace dependiente y es una estrategia que está condenada al fracaso, pues cada pulgar que apunta hacia arriba puede luego girar hacia abajo. Además, se crea una dependencia:
• Cuando quieres reforzar tu autoestima haciéndote popular, lo que haces es debilitarla, ya que te pueden arrebatar la popularidad.
• Cuando quieres reforzar tu autoestima ayudando a los demás, la debilitas, porque tu ayuda puede llegar a ser superflua.
• Cuando quieres reforzar tu autoestima cediendo para pertenecer a un grupo, la debilitas, porque el grupo puede rechazarte y puedes perderte a ti mismo.
¿Por qué prohíbe la ley alemana de competencia los monopolios? Porque una empresa de la que dependieran los clientes cobraría precios indecentes. ¿Y qué hacen tus semejantes cuando se dan cuenta de que dependes de su reconocimiento? ¡Suben el precio! Tienes que hacer, dar y sacrificarte cada vez más para recibir ese reconocimiento. Al final, te ves amenazado por la insolvencia emocional.
Yo fui testigo de ello con una empleada industrial llamada Jane Gerber (32), la cual era considerada el «alma buena» en su lugar de trabajo. Cualquiera que tuviera problemas acudía a su mesa. En los primeros años, esto ocurría dos o tres veces por semana. Jane Gerber consideraba un cumplido el hecho de poder ayudar. Su autoestima se debía a que los demás la necesitaban.
Sin embargo, cuanto más conocida se hacía como «alma buena», más se le exigía. Cada vez más compañeros se acercaban a ella con problemas y las conversaciones eclipsaban su trabajo. Una compañero con «episodios depresivos» la utilizaba como terapeuta particular y a veces se sentaba con ella en la oficina durante horas.
Dejaba trabajo sin hacer, recibía reprimendas de su jefe y hacía horas extra para ayudar a sus compañeros. Actuaba así porque no tenía elección. Como «alma buena», tenía que hacerlo.
Al final, al compañero deprimido se le ocurrió empezar a llamarla después del trabajo cuando se encontraba mal. Casi todos los días. Y a menudo después de las diez de la noche. Las largas llamadas le robaban tiempo para su familia. Y a su marido no le hacía mucha gracia que mantuviera conversaciones más largas con un desconocido por teléfono que con él en el salón.
Cuando Jane Gerber acudió a mí en busca de asesoramiento, estaba al borde del burn out. Su párpado derecho temblaba, sufría insomnio y se culpaba todo el día porque, a pesar de su compromiso social, pensaba: «¡Ya no estoy ayudando a la gente!».
Durante la sesión de asesoramiento, le pregunté:
—¿Qué pasaría si mañana simplemente dijeras: «Ya no tengo energía ni tiempo para escucharos?».
—No creo que pudiera hacerlo. Va contra mi forma de ser.
—¿Va contra tu naturaleza decir la verdad?
—Entonces todo el mundo se mostraría decepcionado conmigo. Todos esperan que les dedique mi tiempo.
—Estás empleando un tiempo que no tienes. ¿Qué obtienes realmente de los demás?
—Bueno, me aprecian porque me consideran un «alma buena».
—Y si ya no tuvieras el oído abierto a todas las preocupaciones, ¿dejarías de ser un «alma buena»?
Se lo pensó un momento.
—Al menos no a los ojos de los demás.
En ese momento comprendió el origen de su problema: no tenía acceso a su despensa interior, así que llenaba su carro de la compra a base de reconocimiento externo. Y eso le costó caro.
LA PLAZA DE APARCAMIENTO ROBADA
La situación: Un sábado justo antes de Navidad, salgo a comprar unos regalos. El aparcamiento de la gran superficie está abarrotado, llevo minutos esperando un sitio. Por fin, un par de jubilados suben a su Polo para marcharse. Me sitúo y pongo el intermitente. El jubilado conduce tan torpemente que tengo que retroceder un poco para dejarle salir.
En ese momento un coche se me adelanta y ocupa la plaza de aparcamiento entrando desde el otro lado. Al volante va un joven corpulento con gorra de visera. Se me ha adelantado cuando yo ya había encendido el intermitente. Seguramente se ha dado cuenta de que me está quitando la plaza.
¿Debería quejarme y arriesgarme a tener una discusión? ¿O aceptar su comportamiento?
Ejercicio: ¿Cómo reaccionarías tú en mi lugar?
Mi reacción: Salgo del coche y hablo amistosamente con el joven: «Disculpa, pero llevo esperando un rato para aparcar en esta plaza y tenía el intermitente encendido. Tal vez no me viste, pero te has colado. Creo que los conductores debemos ser justos entre nosotros. ¿Serías tan amable de cederme el sitio?».
Su rostro se ensombrece por un momento. Ya me veo envuelto en un desagradable intercambio de palabras. ¿O acaso va a empezar una pelea? Pero entonces dice con resignación: «¡Vaya!, no me he dado cuenta. Solo tenía ojos para el aparcamiento. Disculpa, si ha sido así, buscaré otro sitio».
Evaluación desde la perspectiva actual: me alegro de haber reaccionado así.
Comentario: Actúo como defensor de mis propias necesidades. No estoy atacando al joven, sino describiendo observaciones y hechos. Mi declaración termina con una petición: digo lo que necesito. Y por eso lo obtengo.
La trampa de la amabilidad: Por un momento, me planteé esperar al próximo aparcamiento, en parte porque me imaginaba una reacción exageradamente airada del joven conductor. Las personas amables suelen retraerse cuando son tratadas injustamente, en lugar de afrontar los conflictos.
Mi lección: Cuando me alzo contra la injusticia, no soy yo quien está en posición de debilidad, sino la otra persona que se ha comportado injustamente.