10 de marzo de 2020
Bea y yo estábamos en el coche charlando, acababa de recogerla del trabajo y nos dirigíamos a cenar, cuando, de repente, recibí un mensaje de mi madre que decía: «Papá ha dado positivo en Covid y lo ingresan en el hospital».
Mi padre llevaba varios días con fiebre y no se encontraba bien. Las noticias ya hablaban del nuevo virus que estaba poniendo en jaque a países como China o Italia, y, en España, cada nuevo caso era un titular. Mi padre se había convertido en uno de esos casos.
Nos miramos, sin saber cómo reaccionar. Dejé a Bea en su casa y me fui al hospital. Al despedirme, ninguno de los dos era consciente de que no nos volveríamos a ver hasta casi tres meses después. El país, al igual que el mundo entero, se confinó durante cien días por culpa de una pandemia.
Afortunadamente, mi padre se recuperó y a las dos semanas le dieron el alta. Comenzaron esos días de estar 24/7 en casa, haciendo lo que buenamente se podía.
La pandemia, además de unirme mucho más con mi familia, me sirvió como una especie de retiro. Tuve mucho tiempo para pensar, para compartir con mis padres y para charlar sobre la vida, el amor, la familia y el matrimonio. Echaba mucho de menos a Bea. Cada día de pandemia me daba más pena estar alejado de ella. Hacíamos videollamadas todos los días y en una de ellas recuerdo que le dije: «Quiero que sepas que la próxima pandemia o el próximo confinamiento me pilla contigo».
Cuando finalmente pudimos salir y reencontrarnos, tuve clarísimo que en los días siguientes le pediría matrimonio. Era una decisión pensada y hablada mucho por ambos, pero me hacía ilusión darle una sorpresa más romántica, con anillo y rodilla en tierra.
El día que le pedí matrimonio fuimos a un santuario que para Bea y para mí es muy especial. Llevábamos seis años yendo allí cuando teníamos preocupaciones o queríamos pedir y dar gracias a Dios por algo que nos había ocurrido. Todo fue muy sencillo. Mientras rezábamos ante una imagen de la Virgen, pidiendo salud para la familia y por nuestros trabajos, miré a Bea y dije en voz alta:
—Quiero pedir por otra cosa más… Quiero pedir por mi futura mujer. —Bea me miró confundida y, en ese momento, hinqué rodilla, saqué una cajita con un anillo que tenía guardado en el bolsillo y le pregunté—: ¿Quieres casarte conmigo?
Nos abrazamos durante un minuto largo. Los dos llorábamos y reíamos emocionados. Me separé y le dije:
—Todavía no me has contestado. —Bea sonrió y secándose las lágrimas dijo:
—Claro que sí.
Nos sentamos y saqué una carta que le había escrito explicando los motivos por los que le pedía matrimonio. No era una decisión tomada al azar ni fruto de un impulso.
La carta terminaba con una frase que me parece muy bonita para cualquier noviazgo y matrimonio. Esta decía: «No me caso porque te quiero, sino porque quiero quererte siempre».