El viento se detuvo. Nadie dijo ni una palabra. Todos tenían los ojos bien puestos sobre Zeus o sobre su hijo, recientemente convertido en dios, que lucía totalmente confundido.
—¿Padre? —dijo Hércules, sujetando la mano de Meg.
—Respondo que no a tu petición, muchacho —repitió Zeus.
Meg se dio cuenta de que el resto de los dioses habían percibido la tensión en el aire y estaban comenzando a alejarse. Sin duda, nadie quería estar en la mira de Zeus. Sólo Hera permaneció a su lado, escuchando con paciencia el razonamiento de su esposo. Fil le hizo un gesto a Pegaso, subió al lomo del caballo y echó a volar sin siquiera despedirse. El transporte de Meg se había ido.
—Hemos esperado una vida entera para tenerte de vuelta y que ocupes tu sitio entre tu madre y yo —explicó Zeus—. Y, ahora que estás aquí, ¿pretendes renunciar a todo y seguir siendo humano?
—No, pero quiero estar con Meg —dijo Hércules pasándose una mano por los rizos, como siempre hacía cuando se ponía nervioso—. Si yo no puedo regresar, ¿puede quedarse ella aquí?
—No —dijo Zeus de nuevo, dejando escapar una risa—. El monte Olimpo no es lugar para mortales.
Dijo la palabra mortales como si fueran la escoria de la Tierra. «Nosotros somos quienes rezamos a los dioses, hacemos sacrificios y cumplimos su voluntad, y sin embargo no somos dignos de su compañía», se dijo Meg, de pronto a la defensiva, a pesar de que había pensado justo eso mismo sólo unos momentos antes.
—Zeus —empezó a decir Hera, pero él siguió hablando.
—Hijo, cuando visitaste mi templo, me sentí agradecido por saber que seguías vivo y que estabas bien. —Tomó a Hera de la mano y sonrió—. Tu madre y yo esperábamos que siguieras vivo en alguna parte y te encontrásemos algún día, y rezábamos por ello. Sin embargo, eres tú quien nos encontró.
Meg dirigió la vista hacia Deméter. La diosa no mostraba expresión alguna, aunque percibió que tenía los vellos de punta. «Zeus está mintiendo», pensó.
—Ése es el motivo por el que te impuse un trabajo para convertirte en héroe —continuó diciendo Zeus—. Queríamos que volvieras a ser un dios. Hiciste todo lo que te pedimos, e incluso más, para conseguirlo. Luchaste con cada bestia que se interpuso en tu camino y la venciste. Has demostrado ser abnegado y un luchador. Te mereces volver a ser un dios, chico, y como bien sabes los dioses deben estar aquí. Has pasado un tiempo en la Tierra con los mortales, y me alegra que hayas disfrutado con ésta —dijo mirando a Meg para luego apartar los ojos con desdén—, pero ahora debes quedarte aquí con nosotros.
Hércules soltó a Meg.
—Pero, padre...
Meg se quedó fría. «Me alegra que hayas disfrutado con ésta». ¿Hablaba en serio Zeus? ¿Quién era él para juzgar su relación cuando apenas la conocía? ¡Si ni siquiera conocía a su propio hijo! Si lo que decía Deméter era cierto, a Hércules no le había hecho falta esperar para probar su valía como héroe. Zeus lo había dejado en la Tierra hasta necesitar su ayuda. Había abandonado a su hijo como la habían abandonado a ella infinidad de veces. Y, en ese momento, el dios estaba despreciando el amor que sentía Hércules por ella como si no valiera nada. ¿Por qué seguía sorprendiéndose? Cuando su primer amor yacía moribundo, no había sido Zeus quien lo salvara, sino Hades.
Meg sintió un arrebato de ira. Si Hércules iba a quedarse en el monte Olimpo, merecía saber lo que su padre había hecho, igual que ella había descubierto la dolorosa verdad sobre el suyo. Ambos los habían abandonado a su suerte.
—¡Espera! Hércules, mereces saber la verdad —dijo casi sin aliento, ya que estaba algo mareada, pues la altitud había acabado perjudicándola—. Zeus sabía que estabas vivo, incluso antes de que fueras al templo. Te dejó en la Tierra para que crecieras hasta que te necesitase para luchar contra los titanes.
Se oyeron resoplidos, y Zeus la miró con desprecio. Meg buscó a Deméter, pero la diosa había desaparecido de repente entre la multitud, y también Afrodita. Inteligente movimiento. Quizá debió haber pensado lo de revelar una noticia así teniendo público.
—¿Qué? —susurró Hércules.
La expresión de dolor del chico hizo que a Meg se le encogiera el estómago.
—Zeus, ¿es eso cierto? —preguntó Hera, en cuyo rostro se reflejaba la misma angustia que en el de su hijo.
Zeus desvió la mirada mientras se ponía cada vez más rojo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hércules.
—Escuché a alguien contando la historia —reconoció Meg, decidiendo no revelar el nombre de Deméter; ya era bastante tener a un dios enfadado con ella—. Eras mortal, así que te dejó en la Tierra esperando hasta que Hades resucitó a los titanes para que lucharas contra ellos por él —continuó diciendo mientras le ardían las mejillas al pensar en que Hércules no era más que el peón en el juego de un dios—. Sólo quiere que te quedes aquí para que luches en sus batallas. Lo siento, creo que debes saber a lo que te enfrentas.
Hércules miró a Zeus, cuya expresión era incluso más pétrea.
—¿Padre?
Zeus le lanzó una mirada feroz a Meg.
—¿A quién vas a creer, hijo, a mí o a esta mortal?
A Meg le centelleaban los ojos.
—No soy yo quien dejó que secuestraran a su propio hijo mientras dormía —dijo.
En cuanto las palabras salieron de su boca, supo que había ido demasiado lejos.
Los dioses que quedaban se esfumaron enseguida. Hera no se movió. Meg se preguntaba si era porque estaba consternada.
Zeus parecía haber triplicado su tamaño y su rostro se tornó violeta. Tras él, el cielo empezaba a oscurecerse. Una tormenta eléctrica se aproximaba, cuyos rayos cruzaban el cielo. Instintivamente, Hércules se colocó delante de Meg y le puso una mano en el brazo, pero ella se apartó. Había vivido con Hades, no le asustaba enfrentarse a Zeus.
—¿Te atreves a cuestionar mis decisiones, Megara? —tronó Zeus mientras las nubes de tormenta se arremolinaban en torno a él y los rayos caían peligrosamente cerca de donde estaban Hércules y ella—. Tú, la mujer que trató de impedir que mi hijo completara su trabajo.
Pensándolo mejor, quizá Meg sí debería de haberle tenido cierto miedo a Zeus, sobre todo ahora que se daba cuenta de que él estaba al tanto de lo que ella había hecho.
—Sí, también lo sé todo sobre tu vida, Megara —dijo Zeus—. Sospecho que mucho más de lo que sabe mi hijo.
A Meg se le encendieron las mejillas. Era cierto que no le había contado todo al fortachón.
—Cumpliste las órdenes de mi hermano, tratando de engañar a Hércules sobre el lugar que debía ocupar a mi lado. ¿Crees que voy a dejar que vuelva contigo a la Tierra?
Mientras Zeus hablaba, Hera la miraba a ella.
—Yo...
Meg quería explicar sus motivos, aunque sabía que Zeus tenía las de ganar.
—¿Pensabas que poner a mi hijo contra mí haría que se quedase contigo? No eres digna del amor de un dios.
—¡Padre, ella me salvó la vida! —exclamó Hércules.
Zeus se estremeció y los rayos cesaron.
—Puede que eso sea cierto —dijo encogiéndose hasta volver a su tamaño habitual—. Y también es cierto que yo habría podido ir antes a buscarte, hijo. —Su voz reflejaba el arrepentimiento mientras dirigía una breve mirada a su esposa—. Sin embargo, no tenía sentido que acabase con tu infancia cuando unas buenas personas como Anfitrión y Alcmena podían protegerte y mantener tu identidad oculta hasta que fueras lo suficiente mayor como para luchar por tu derecho a ser un dios de nuevo. Y eso es lo que debía hacerse. Sólo un dios puede llamar hogar al monte Olimpo, y necesitabas tiempo para asumir ese papel. Habría sido estúpido y egoísta apremiarte. —Entrecerró los ojos mirando a Meg—. Por ese motivo, sacrifiqué nuestro tiempo juntos, no porque no te quisiera aquí, jamás por eso.
A Meg le ardían las mejillas y apartó la mirada. «De acuerdo, eso tiene cierto sentido. Muy bien, Meg».
—Intentaba protegerte —añadió Zeus—. Megara, ¿puedes decir que tú has hecho lo mismo durante el tiempo que pasó Hércules en la Tierra?
Meg bajó la vista al suelo. Ambos sabían la respuesta.
—Lo siento, hijo, pero esta mortal no merece tu amor —añadió Zeus—. Mi decisión es firme. Tú te quedarás aquí, y ella se irá de inmediato.
—¡No! —gritó Hércules.
Hera entornó los ojos.
—¡Hermes! —bramó Zeus.
Su mensajero llegó volando a su lado en un instante.
—¿Me llamó, señor?
Hermes revoloteaba frente a él gracias a las alas de su sombrero. Limpio sus lentes para verlos mejor a todos.
—Sí —dijo Zeus—. Lleva a Megara de vuelta a la Tierra. —Miró a su hijo y su expresión se suavizó levemente—. Los dejo un momento para que se despidan —añadió.
Se deslizó por las escaleras en dirección a las puertas. Las nubes de tormenta comenzaron a disiparse poco a poco.
Hércules dirigió la vista a Meg.
—Yo... No..., no te muevas de aquí. Hablaré con él. —Se echó a correr tras Zeus—. ¡Padre!
Hermes voló al lado de Meg.
—Vaya, tú sí que sabes cómo hacer enojar al grandulón. ¿Lista para irte?
Hera apareció frente a Meg.
—¿Nos dejas un momento, Hermes? —dijo.
Hermes se alejó volando, y ambas mujeres se quedaron mirándose la una a la otra. De cerca, Hera aún imponía más: desprendía una luz cegadora y era la viva imagen de la realeza, con su túnica brillante y el cabello rosado recogido sobre la corona. Unos pequeños anillos de oro sostenían las mangas drapeadas de su peplo, que se agitaban con el viento. Al contrario que Zeus, ella mostraba una expresión franca y curiosa mientras observaba a la mortal que tenía enfrente. Extendió un brazo.
—Creo que deberíamos hablar —se limitó a decir la diosa.
Meg respiró hondo.
—Sobre lo que dije antes...
—Más tarde me ocuparé de Zeus, no es de eso de lo que quiero hablar contigo. Quiero saber por qué sentiste la necesidad de contarle a mi hijo lo de su padre. ¿Esperabas ganarte el favor de Hércules?
—No. Sólo creí que merecía saberlo.
—¿Por qué?
—Porque nadie debería vivir con mentiras —dijo Meg.
—¿Y?
Estaba claro que Hera buscaba algo. Meg pensó unos instantes.
—Y porque se lo debo. Él me ha cambiado la vida —añadió.
Hera se acercó más. En cuanto Meg se acostumbró a la luz que emanaba de la diosa, se dio cuenta de que Hércules tenía los mismos ojos que ella. Sí, Zeus compartía el mismo tono azul magnético, pero la bondad de la mirada de Hera y Hércules la tranquilizó al momento.
—¿Y cómo hizo eso?
Meg cerró los ojos y pensó de nuevo en el fortachón. Recordó su encuentro en una pradera apartada, un pícnic sorpresa al borde del agua. Aquellos momentos eran algunos de los más felices que había vivido en mucho tiempo. Él había salvado literalmente su cuerpo de la laguna Estigia, su alma de Hades, pero era mucho más que eso. Cuando estaban juntos, se sentía tan ligera como las nubes que flotaban bajo sus pies. Todo lo que sabía con certeza era que estar a su lado la hacía feliz, como al colocar en su sitio la pieza de un rompecabezas. Sin embargo, ¿cómo iba a contarle todo aquello a la madre del chico? De ninguna manera. Mejor hacerlo sencillo.
—Me devolvió mi vida. Una chica no olvida eso.
Hera se quedó pensativa mientras se golpeaba la barbilla.
—Ya veo. ¿Ésa es la única razón por la que deseas que mi hijo regrese a la Tierra contigo?
Meg abrió la boca, pero volvió a cerrarla.
—Supongo que quieres que regrese a la Tierra, ¿verdad? No protestaste cuando él lo sugirió —añadió Hera esbozando una sonrisa.
Meg volvió la vista a Hércules, que parecía estar hablando con sus manos, moviéndolas como si estuviera a punto de lanzar un disco.
—Yo... Claro que me encantaría pasar más tiempo con él, pero si es feliz aquí... —Sintió que se le formaba un nudo en la garganta y no podía creer que aquello estuviera sucediendo; no lloraría mientras hablaba con Hera—. Quiero que sea feliz, se lo merece.
Hera asintió.
—Y tú, Megara, ¿mereces ser feliz? Todo me lleva a pensar que eres tú quien lo hace feliz a él. Y, si él se queda aquí y tú regresas, no creo que ninguno de los dos lo sea. —Observó a su hijo y a Zeus, aún discutiendo—. No, está claro que esta decisión de mi esposo no va a funcionar. Debemos idear otro plan.
¿Estaba la diosa del matrimonio y el alumbramiento ofreciéndole una rama de olivo? Meg respiró hondo y trató de medir sus palabras.
—¿Qué sugieres?
Hera no apartó la vista de ella.
—Eso depende. ¿Estás enamorada de mi hijo?
—¿Enamorada?
Meg dio un paso atrás. Recordó algo que le había dicho a Hércules mientras yacían moribundos en Tebas: «La gente hace locuras cuando se enamora».
¿De eso se trataba, de amor? ¿Estaba enamorada de un dios? No. Sí. Tal vez. ¿Cómo se sabía a ciencia cierta? Podría decirse que su trayectoria en lo referente al amor era algo turbia, en el mejor de los casos, y el fortachón y ella no se conocían desde hacía demasiado tiempo. Estaban bastante unidos, sí, pero en el momento en el que aquellas palabras salieron de su boca pensó que era el final del camino. Su experiencia con el amor hasta entonces había sido desastrosa y llena de dolor, aunque había sentido que las cosas podrían haber sido diferentes con Hércules, si se hubiese dado el caso: ésa era la clave. No tenía ninguna duda de lo que haría nada más descender de su nube, sobre todo si su mundo no incluía al fortachón. ¿Le estaba dando Hera la oportunidad de cambiar su destino una vez más? Meg miró a la diosa. Si decirle que estaba enamorada suponía una oportunidad para Hércules y ella de saber lo que les deparaba su historia, no podía hacer ningún daño.
—Claro que lo estoy —dijo Megara con firmeza.
Hera juntó las manos y sonrió.
—¡Maravilloso! Entonces no hay más que hablar: tú, Megara, has de convertirte en diosa.
Meg no estaba segura de haber entendido a Hera.
—¿Cómo dices?
—Has de convertirte en diosa —repitió Hera, como si fuera igual de sencillo que comprar higos en el mercado—. Es la única solución lógica a todo este lío.
Meg entornó los ojos. Los dioses no ofrecían el don de la inmortalidad sin razón aparente. La gente reza por tal honor todo el tiempo, pero, al contrario que Hércules, que había nacido dios y perdido tal condición tras su secuestro, ella podía contar con los dedos de la mano los dioses que conocía que habían empezado siendo mortales: Psiqué, Tíone, Ariadna...
Dionisio también contaba, dado que supuestamente tenía una madre mortal, aunque Zeus era su padre. En cambio, ella no había hecho nada para ayudar a los dioses como los demás. Todo lo que había conseguido era provocar la ira de Zeus. Dirigió la vista de nuevo al fortachón, que continuaba suplicándole a su padre, quien parecía más enfadado que nunca.
—¿Y Zeus estará de acuerdo?
Hera movió una mano quitándole importancia.
—Deja que yo me ocupe de mi esposo. ¿Te interesa lo que te estoy diciendo o no? No tenemos demasiado tiempo.
Meg seguía sin creer lo que estaba oyendo.
—¿Qué tengo que hacer? Déjame adivinar: salvar a unos niños atrapados en un barranco. Ah, no, espera, eso ya lo hizo Hércules cuando Hades le tendió una trampa para que fracasara.
La sonrisa de Hera se desvaneció.
—¿Piensas que estoy intentando engañarte?
De acuerdo, quizá se hubiera excedido. De nuevo. El estruendo de un rayo a lo lejos hizo que Meg eligiese sus siguientes palabras con cuidado.
—Provengo de un lugar donde estos ofrecimientos no se hacen tan a la ligera. Tendrás que disculparme por preguntar dónde está la trampa.
La sonrisa de Hera regresó a su rostro.
—Me gusta tu carácter. Y sin duda se preocupan el uno por el otro. Mi hijo no pretendería renunciar a todo esto si no fuese así. —Miró fijamente a Meg—. Tengo el presentimiento de que formarían una buena pareja, y eso es bastante inusual, algo que también ayudaría al mundo. ¿De qué sirve un dios desdichado cuando puede haber dos dioses extraordinarios? Por eso quiero ayudarte. Te aseguro que mi oferta no es ningún engaño. Si puedes demostrar tu valía, se te concederá el don de la inmortalidad. En algunas circunstancias muy concretas, los mortales pueden convertirse en dioses y, si éstas acontecen, podrían estar juntos. —Sus ojos brillaban con picardía—. Le guste a Zeus o no.
Meg se había quedado sin palabras. Hera no bromeaba. La diosa le estaba ofreciendo algo con lo que jamás había soñado. Se tomó un instante para recuperar el aliento.
—Una diosa —repitió Meg.
—Una diosa —dijo Hera de nuevo—. Si puedes demostrar tu valía.
Meg se llevó una mano a la cadera y ladeó la cabeza mientras su cola de caballo se balanceaba.
—¿Y cómo voy a hacer tal cosa, ayudando a los niños a cruzar la calle y acompañando a los ancianos al mercado?
Hera se echó a reír.
—No. Si quieres estar con mi hijo y convertirte en una diosa digna del monte Olimpo, debes entender que el amor es una fortaleza, no una debilidad, que depositar tu confianza en alguien a quien amas no quiere decir que no puedas valerte por ti misma. Significa que sabes compartir la responsabilidad y aceptar ayuda cuando la necesitas. —Colocó las manos en los hombros de Meg—. Quiero que aprendas a ser vulnerable, Megara, y que entiendas que el amor requiere abrir tu corazón, incluso aunque la historia no siempre termine como deseas.
Meg se cruzó de brazos.
—Ya sé todas esas cosas.
Hera bajó los brazos y le sonrió con amabilidad.
—¿De verdad?
—Sí —insistió Meg algo desafiante.
Hera continuó examinándola.
—Entonces, supongo que le habrás contado a Hércules sobre los seres queridos que has perdido. ¿Le has hablado de Egeo?
El simple hecho de oír el nombre de Egeo hizo que a Meg le ardiesen los pulmones. Regresaron a su mente los llantos y los gritos que asociaba con el nombre de su primer amor. Como siempre, trató de eludir aquellos pensamientos.
—Por supuesto —dijo Meg, lo cual no era del todo falso, ya que el fortachón sabía que la habían despreciado antes, aunque no cómo exactamente.
A Hera le brillaban los ojos.
—¿Y le has hablado de tu madre?