Uno: En el aire

Presente

La vista era espectacular. Eso fue lo primero que pensó Megara cuando el fortachón la levantó en sus brazos y una nube los transportó a los dos por el aire sobre la ciudad de Tebas.

Lo segundo fue no mirar abajo. No iba a dejar que su miedo a las alturas estropeara el momento. Hércules estaba a su lado, y su cuerpo entero relucía en un tono dorado ardiente como el sol. Con sólo mirarlo, Meg supo que había completado su trabajo. El fortachón ya era un dios, y ella... ¿Qué era exactamente?, ¿estaba viva?

En los últimos años, Meg había ido al infierno y vuelto, literalmente. Había vendido su alma al dios del Inframundo y pasado sus días y noches cumpliendo cada orden de Hades. A pesar de que seguía caminando por el mundo de los vivos, su vida ya no le pertenecía.

Conocer a Hércules había despertado algo en ella. Sinceramente, no sabía de qué se trataba, pero sí que era importante. ¿Por qué si no iba a colocarse frente a una columna que estaba cayendo para salvarlo, causando así su propia muerte? Aquel momento y el rescate posterior del fortachón ya estaban algo borrosos, como tantas otras pesadillas que intentaba olvidar. Lo siguiente que recordaba era el aire llenando sus pulmones, como si hubiera estado aguantando la respiración bajo el agua demasiado tiempo. Después, un relámpago, un remolino de nubes y el fortachón y ella conducidos por los cielos hasta el monte Olimpo.

La ciudad descansaba sobre un lecho de nubes que brillaban tanto como el sol que resplandecía tras ellas. El majestuoso hogar de los dioses se elevaba en el cielo. Las cimas llegaban hasta las nubes, y en ellas había varios edificios y cascadas. Cuando su nube se acercó a la enorme escalinata que conducía a las puertas perladas del monte Olimpo, Meg oyó el júbilo. A ambos lados de los escalones, se disponían en fila todos los dioses del Olimpo para felicitar al fortachón.

—¡Tres hurras por el poderoso Hércules! —gritaban mientras lanzaban flores y daban besos al aire en señal de gratitud.

En ese momento, Pegaso aterrizó en una nube cercana con Fil. El sátiro atrapó una flor amarilla en el aire y comenzó a masticarla felizmente mientras contemplaba la celebración.

—¡Lo conseguiste, chico! —gritó Fil.

—¿Puedes creerlo, Meg? —dijo Hércules, asombrado—. Me están vitoreando a mí.

—Te lo mereces —respondió ella afectuosamente..., pero algo la atormentaba.

Tenía sentido que Fil estuviese allí: había entrenado al fortachón en la Tierra y lo había ayudado a ser un auténtico héroe. Sin embargo, ¿cómo es que ella también estaba en aquella fiesta en primera fila? Su alianza con Hades, y acatar sus órdenes, casi le había costado a Hércules vivir este momento. ¿Eran conscientes aquellos dioses de que la mujer que estaba junto al recién ungido dios casi había acabado con su sueño?

—¿Meg?

Alzó la vista. Hércules estaba ofreciéndole la mano. En algún momento debía de haberse detenido, porque estaba quieta mientras la nube se balanceaba ligeramente.

—¿Vienes?

Meg dudó, pasando la mirada desde Hércules hasta la multitud de admiradores que había en aquellos inmensos escalones que subían hasta las puertas del monte Olimpo. Su cabeza era un hervidero de pensamientos, y no todos ellos eran agradables.

Tal vez el fortachón la quisiera allí, pero estaba claro que un mortal no tenía cabida entre las deidades del monte Olimpo, y Hércules se había transformado en dios. ¿En qué los convertía aquello?, porque los mortales no podían salir con dioses, ¿no? ¿Sería ésa la última vez que lo viese? En tal caso, allí estaba, echándolo todo a perder, sin decir nada de lo que quería, pero ¿qué quería decirle en realidad?

Por un lado, él tenía una manera única de hacerle apreciar cosas de la vida en las que nunca antes se había fijado, como el perfume de los lirios o la sonrisa de un niño en el mercado. Él tenía un optimismo contagioso que colmaba su recién adquirida energía. Por otro lado, estaban los momentos robados entre los entrenamientos y triunfos de Hércules y los espantosos encuentros de Meg con Hades. Paseaban por el jardín y hablaban tanto como podían. No se cansaban nunca de estar juntos, se embebían de los pensamientos y observaciones del otro como granjeros sedientos buscando agua en un pozo rebosante. Hércules le apartaba el cabello de los ojos a Meg, y ella se burlaba de él, haciendo que las orejas se le pusieran coloradas de una forma adorable. Ambos se retaban a considerar distintos puntos de vista, a expandir su mundo mucho más allá del monte Olimpo y del Inframundo. Aquellos momentos habían sido sólo suyos, o quizá aún lo fuesen. ¿Sabrían los dioses todo el tiempo que pasaban juntos?, ¿les importaba?

Bueno, estaba claro que quedaban asuntos pendientes, y Meg ignoraba por completo lo que estaba pensando el nuevo dios que tenía frente a ella. Eso es lo que de verdad quería saber, pero dudaba si preguntárselo justo en ese momento, por el que tanto se había esforzado, y bajo la atenta mirada de todos los dioses del Olimpo.

De pronto, la multitud quedó en silencio. Meg siguió la mirada de los demás hasta las dos figuras que habían aparecido en la parte superior de la escalinata. Zeus y su esposa, Hera, componían una majestuosa escena: Zeus, una bola de luz cegadora con larga barba y abundante cabello, y unos músculos tan marcados que parecían pertenecer a varios hombres; Hera, desprendiendo destellos rosas, la melena ondulada y una túnica que deslumbraba cual gema.

Meg sintió la fuerte respiración del chico al ver a sus padres. Aquello era lo que él quería, por lo que había trabajado toda su vida. Hércules la miró un instante antes de echar a correr escaleras arriba para encontrarse con ellos. Meg no dijo nada, se limitó a observar sus prominentes pantorrillas mientras subía. Sólo un pensamiento le vino a la mente: «Debí haber tomado su mano».

«Muy bien hecho, Meg. Hércules te pregunta si vas con él, y tú te limitas a quedarte ahí plantada como una estatua griega. ¿Por qué no hablas con él? ¿Por qué no le dijiste “fortachón, quiero que te quedes, no te conviertas en dios”? Claro que eso sería algo egoísta. Además, ¿qué derecho tengo yo a pedirle eso, después de lo que le costó conseguirlo?». Podría haberle dicho la verdad. «¿Y cuál es la verdad, Meg? —se preguntó a sí misma—, ¿qué es lo que sientes en realidad por él?».

Cuando Meg lo vio alcanzar las puertas, le dio un vuelco el corazón. Sólo había una cosa de la que estaba segura.

—No te vayas —susurró.

Hércules estaba demasiado lejos como para oírla.

—Hércules —dijo Hera abrazando a su hijo—, estamos muy orgullosos de ti.

—¡Excelente trabajo, muchacho! —Zeus le dio un golpe en el brazo con cariño mientras sus ojos azules, que se reflejaban en los de Hércules, brillaban con orgullo—. ¡Lo conseguiste: eres un auténtico héroe!

Meg sintió los ojos de Hera sobre ella. Todos los demás dioses allí reunidos voltearon para mirar a la única mortal que había entre las nubes. Meg se removió con incomodidad por la repentina atención de los inmortales.

—Estabas dispuesto a dar tu vida para rescatar a esta joven —dijo Hera con asombro.

Ni siquiera Meg podía creer que el fortachón pretendiese sacrificarse para salvarla, a ella, de entre todo el mundo, y aun así allí estaban. «No te vayas, no te vayas», pensó.

—Un verdadero héroe no se mide por su fuerza, sino por la grandeza de su corazón —le dijo Zeus a Hércules mientras lo rodeaba con su enorme brazo—. Ahora, al fin puedes volver a casa, hijo mío.

Las puertas del monte Olimpo se abrieron, revelando un mundo tras ellas que Meg era incapaz de describir. Era el cielo, simple y llanamente. El paraíso. Un mundo que no estaba hecho para una mortal como ella.

Fue consciente de lo que había cambiado cuando su corazón, que ya volvía a latir con normalidad, se detuvo de pronto al ver todo aquello. En cualquier momento, el fortachón atravesaría las puertas y no volvería a mirar atrás. No podía culparlo. Zeus le estaba poniendo en bandeja su sueño hecho realidad: la inmortalidad, su familia y un hogar.

Un hogar. Ése era el sueño de todo el mundo. Ella nunca había tenido uno, no de verdad. Durante años, había ido de un sitio para otro sin pasar el suficiente tiempo en ninguno como para colgar nada en la pared. Nunca había vivido en un lugar al que quisiera regresar, donde se sintiese querida y segura, un sitio que no quisiera dejar. Bueno, en realidad sí lo había tenido una vez durante un breve periodo de tiempo..., aunque el resultado no hubiera sido el esperado.

Los demás dioses se arremolinaron en torno a Hércules, vitoreando una vez más al chico que habían perdido y encontrado. Al oír un lamento, Meg no pudo evitar voltear. La diosa del amor, Afrodita, que emitía destellos púrpuras, era consolada por una diosa verde con un sombrero de hojas a la que no reconocía.

—No puedo creer que por fin tengamos a Hércules de vuelta —dijo Afrodita secándose las lágrimas—. Estoy tan feliz por esta familia. Hera lleva mucho tiempo esperando volver a ver a su hijo.

—Sí, bueno, eso podría haber sucedido antes, pero ya conoces a Zeus, es más de ver el bosque, y no el árbol —dijo la diosa verde, y Afrodita la miró con sorpresa—. No me hagas caso en tan feliz ocasión. No es más que un rumor que me contaron.

Afrodita se acercó.

—Cuéntamelo todo, Deméter.

Deméter era la diosa de la cosecha, a la que el primer amor de Meg siempre rezaba cuando cultivaba los campos para el año siguiente. Meg aguzó el oído para entender lo que decía la voluptuosa diosa de labios rosados.

—Bueno, me dijeron que Hera estaba inconsolable por la pérdida de Hércules. Por ello, Zeus se propuso encontrar al muchacho, y así lo hizo, pero, cuando se dio cuenta de que el chico era mortal, lo abandonó. Las Moiras predijeron que el hijo de Zeus sería el único capaz de detener a los titanes dieciocho años después de su nacimiento, por lo que Zeus se limitó a esperar. Ahora ya tiene al muchacho entrenado y lo suficientemente fuerte para las batallas venideras.

Meg resopló, y Afrodita ahogó un grito.

—¡No! ¿Abandonó al muchacho en la Tierra? A Hera se le rompería el corazón si lo supiera.

«¡Por Zeus! ¿Será cierto?», pensó Meg.

Deméter se encogió de hombros y agitó con poco entusiasmo una hoja de palma a modo de celebración.

—Bueno, sólo es un rumor, pero te diré una cosa: si fuese mi hija, nunca la hubiera dejado en una cuna para que se la llevasen, y jamás hubiera permitido que fuese sola por la Tierra. Si supiera dónde está, nada podría detenerme hasta que la recuperase. Nada.

Afrodita le dio una palmadita en la espalda.

—Encontraremos a Perséfone, no te preocupes. Estoy segura de que la chica no está más que vagando de nuevo por las praderas y los cultivos, como le gusta hacer.

—Quizá, pero pronto tendrá que encargarse de las cosechas en la Tierra —dijo Deméter con los ojos puestos sobre Zeus mientras éste recibía elogios por su hijo—. De todos modos, lo único que sé es que no descansaré hasta que la encuentre.

Fil se apresuró a ir junto a los dioses, pasando junto a Meg sin siquiera saludarla. Corrió por las escaleras tan deprisa como sus pequeñas pezuñas le permitían. Meg lo observó, distraída. No podía quitarse de la cabeza lo que Deméter había dicho. ¿Sabría Hércules que su padre lo tenía localizado y que no había ido a buscarlo a pesar de saber dónde estaba durante toda su vida?

Meg sintió un escalofrío. Intentó olvidar el rumor y no dejar que la afectase. Ya tenía bastante de lo que preocuparse, incluyendo despedirse del fortachón en su gran momento. Él le había descubierto todo un nuevo estilo de vida, uno en el que el sacrificio se veía recompensado, la gente era buena y los héroes salvaban el mundo. Sin embargo, tenía que regresar sola a la Tierra. No le quedaba nada en Tebas. Ya no.

No podía culpar a nadie por su desgracia. Aquello que su madre siempre decía, lo de no confiar más que en sí misma, era cierto. Después de que su padre las abandonase, perdiera a su madre y, al final, a su primer novio, ¿cuándo entendería que el amor era un juego peligroso en el que nunca se ganaba? ¿De verdad le resultaba una sorpresa estar a punto de perder también al fortachón?

Estaba al borde del llanto, pero Meg se resistió. No tenía ni idea de lo que pasaría después, aunque por el momento podía seguir en su nube y observar a Hércules hasta que desapareciese tras las puertas del Olimpo. El muchacho estaba en casa, y ella se sentía feliz por él, de verdad, incluso aunque sintiera el impulso de gritar «no te vayas» una vez más.

—Felicidades, fortachón —dijo en voz baja mirándolo por última vez—. Serás un gran dios.

No había dado más que unos pasos cuando alguien la agarró de la mano. Sorprendida, se dio la vuelta. Sin saber cómo había llegado, Hércules estaba tras ella.

—Padre, éste es el momento que siempre he soñado —dijo—, pero una vida sin Meg, incluso siendo inmortal, estaría vacía. —La estrechó junto a él y la miró a los ojos, haciendo que su corazón volviera a latir deprisa—. Me... me gustaría quedarme en la Tierra con ella.

Meg le apretó el brazo con fuerza. ¿Había escuchado bien?

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Estás seguro? —susurró, sin creer a sus oídos.

—Al fin sé cuál es mi sitio —respondió Hércules también susurrando—. Y es contigo.

De pronto, Hércules la estaba besando, y ella lo rodeaba con los brazos mientras él la elevaba en el aire. Oía los vítores de los dioses, y esa vez no eran sólo por Hércules. Era por los dos y por su amor, que de alguna manera desafiaba toda lógica.

Meg se echó a reír y luego pensó que podría llorar. Contempló sus ojos azules sin saber qué decir. No pasaba nada, no tenía que acelerar sus pensamientos. Tenían tiempo, un montón de tiempo. El fortachón regresaría con ella a la Tierra y les quedaba toda una vida por delante. ¿Al fin le estaba saliendo algo bien? No le parecía posible, aunque los labios del fortachón pegados a los suyos eran la prueba. Y los dioses lo aprobaban, estaban felices por ellos, estaban...

—No.

¿No? Al principio, Meg pensó que se había imaginado a alguien pronunciando aquella palabra por no estar de acuerdo con los deseos de Hércules, pero le bastó con mirar el severo rostro de Zeus para saber que el padre de todos los dioses estaba poniendo fin a su relación antes incluso de que empezase.