Prólogo

Un tiempo atrás...

—¡Excusas, excusas! ¡Lo mismo todas las semanas!

—No son excusas, Thea. Es la verdad.

—¿La verdad? ¿Esperas que crea que todos los días sales de casa para ir a trabajar?

Sus voces resonaban por el diminuto espacio, sin poder evitar que llegasen a oídos de Megara, de cinco años, que estaba sentada junto a la ventana en la habitación contigua. La niña ni se inmutó cuando la discusión fue acalorándose y subiendo de volumen. Intercambiaban palabras muy hirientes, que Megara no entendía. Las peleas de sus padres se habían vuelto tan frecuentes como la salida del sol cada mañana y el brillo de la luna al caer la noche. Incluso su madre parecía preverlas, como si presintiera una inminente tormenta. Cuando el sol comenzaba a ponerse, la llevaba a la única habitación de la casa antes de que su padre entrara por la puerta.

—Quédate aquí jugando, Megara —le decía su madre, que parecía cansada incluso antes de que empezasen los gritos—. Pórtate bien y no hagas ruido.

Su madre solía colocar el stromvos frente a Megara para tenerla entretenida, una peonza tallada por su padre que era el más silencioso de todos sus juguetes, aunque nunca había sido su preferido. El que más le gustaba era el platagi, pero el cascabel hacía demasiado ruido para su padre, y los spheria rodaban por todo el suelo. Una vez su padre se había tropezado con las canicas y había gritado tanto que las paredes retumbaron. Con lo que de verdad le habría gustado jugar era con una muñeca cuyos brazos y piernas se movieran, como la que tenían unas niñas en el mercado, aunque sabía que no debía pedir un regalo tan caro, ya que la mayoría de los días su madre se esforzaba por conseguir suficiente dinero zurciendo para comprarle leche.

—¿En qué te gastaste el dinero que conseguiste, Leonnatos? Lo necesitamos para la renta. Maya llegará en cualquier momento a cobrar.

Megara lanzaba el stromvos sujetándolo con el pulgar y el índice.

—No espero que entiendas cómo me siento cuando tú no haces más que pasarte aquí todo el día sentada con ella.

—¿Ella?, ¿quieres decir tu hija, esa niña que es tu viva imagen?, ¿a la que ignoras mientras yo, para alimentarla, me dedico a remendar y limpiar para otros, dado que tú no puedes encargarte?

Megara hizo un leve movimiento con los dedos y la peonza salió disparada, giró por el alféizar de la ventana y todos sus colores se fundieron en uno solo.

—¡Ya es bastante complicado alimentar una sola boca! ¿Esperas que gane lo suficiente para tres cuando no hay trabajo en toda Atenas?

—Querrás decir que no hay ningún trabajo que estés dispuesto a hacer, Leonnatos. Te veo cuando voy con Megara al mercado. Te pasas el día con esos patanes riendo, sin hacer nada, mientras yo peleo por comprarle leche.

—¡Ya basta!

El rugido de su padre le recordó al día que jugaba con las spheria y él aterrizó de espaldas tras pisar una de las canicas. Durante un instante, Megara miró hacia la puerta y contuvo la respiración, preguntándose si él irrumpiría en la habitación y comenzaría a gritarle aunque no hubiese hecho nada malo, como ocurría a veces.

—Ya no puedo más, Thea. Nunca he querido esta vida.

—Y aun así es la vida que tienes —dijo la madre de Megara con tristeza—. Hay que pagar hoy la renta, ya no queda comida y hay una niña en la otra habitación que nos necesita.

—No tengo nada que darle. —Su profunda voz se quebró—. Ahora depende de ti. Adiós, Thea.

Megara observó la peonza aproximándose al borde del alféizar de la ventana. Si no lo impedía, el stromvos caería.

—¡Ni se te ocurra salir por esa puerta! —exclamó la madre de Megara—. ¿Leonnatos?

Megara oyó abrirse la puerta de la otra habitación y, acto seguido, se cerró de golpe. A su madre se le escapó un sollozo y luego se quedó callada.

El stromvos siguió girando un instante antes de caer al suelo. Se deslizó por la habitación y aterrizó frente a la puerta. Megara se dio la vuelta con intención de recogerlo, pero, justo antes de que pudiera alcanzarlo, se abrió la puerta, lanzando la peonza al otro lado de la habitación, que acabó bajo una silla.

Su madre entró en la habitación y comenzó a meter mantas y ropa en un saco gigante. Su pálido rostro lucía cansado y llevaba su cabello castaño en un chongo descuidado, sujeto con una de sus agujas de tejer.

—Megara, recoge tus cosas. Nos vamos, así que date prisa.

—¿Vamos al mercado? —preguntó Megara esperanzada, dado que su estómago rugía, recordándole lo hambrienta que estaba.

No habían comido nada más que un pequeño pan compartido el día anterior. El dinero que su madre conseguía remendando ropa nunca llegaba al final de la semana, y el último día Megara tenía suerte si conseguía una comida.

Megara recordó que la jarra con monedas estaba vacía esa mañana cuando su madre había echado un vistazo al interior para ver lo que quedaba. «Quizá hoy tu padre vuelva a casa con un salario», le había dicho con esperanza su madre, aunque ella no le había respondido: su padre nunca regresaba a casa con dinero.

—Nos vamos —dijo su madre sin mirarla—. Tenemos que salir de aquí antes de que Maya venga a cobrar la renta, un dinero que no tenemos porque... —Suspiró—. Porque tu padre no hace más que generar sufrimiento.

—¿Está enfermo? —preguntó Megara sin entender.

—Está cansado de nosotras —murmuró Thea.

Miró a su hija y su expresión se suavizó. Dejó caer el saco y se arrodilló a la altura de Megara.

—Mírame, niña —dijo sujetando a Megara por la barbilla con un solo dedo—. Tu padre se fue.

Megara parpadeó, no muy segura de lo que significaba aquella frase.

—¿Padre se fue al trabajo?

Aquello hizo que Thea riera, pero fue una risa amarga, como el sabor de las aceitunas de Kalamata. La miró a los ojos. Aunque se parecía a su padre en la piel pálida y en el cabello, profundamente rojo, compartía con su madre un extraño color de ojos violeta. Sus ojos eran tan magnéticos que no pasaba un día sin que alguien por la calle o en el mercado dijera algo sobre ellos. En ese momento, los ojos de su madre parecían estar encendidos.

—No. Tu padre se fue y no va a volver. Ahora sólo estamos tú y yo. Necesito que seas fuerte.

«Se fue». Megara parpadeó deprisa. Él no iba a volver. Por la forma en que su madre la miraba, intuía que aquello significaba que todo lo que conocía hasta entonces iba a cambiar. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No vamos a llorar, Megara. —Su madre le colocó un mechón de pelo tras la oreja derecha—. Estamos mejor sin él, ya lo verás. —Le levantó la barbilla—. Que esto te sirva de lección, niña. No dejes nunca que un hombre apague tu luz. En este mundo, sólo puedes contar contigo misma.

Megara gimoteó, pero no dijo nada.

Llamaron a la puerta.

—¿Thea? ¿Leonnatos? Soy Maya. ¿Están ahí?

Megara y su madre se miraron. Thea se llevó un dedo a los labios.

—Toma lo que puedas y vete a la ventana. Nos vamos.

—¿Ventana? —susurró Megara; la casa sólo tenía un piso, así que no había posibilidad de caer, pero nunca antes había salido por la ventana—. ¿La puerta no?

—Nada de puerta. —Su madre la llevó hasta la ventana y la abrió—. No hay súplica que valga con esa mujer —dijo lanzando el saco fuera—. ¿Crees que se sentirá mal por nosotras al saber que Leonnatos se ha ido, que no podemos pagar por estar aquí y que está dejando a una niña en la calle? No. Lo único que le importa es perder el dinero de la renta.

—¿Thea? ¡Sé que estás ahí!

—Encontraremos otro lugar donde vivir —le dijo su madre mientras los golpes en la puerta cada vez eran más fuertes—. Lo prometo.

Megara echó un último vistazo a la pequeña casa. Los escasos muebles, la manta hecha jirones sobre la cama que todos compartían, la diminuta mesa donde su madre se sentaba a zurcir y las orquídeas frescas en un jarrón (el único lujo que Thea se permitía). Ninguna de las posesiones que dejaban atrás era realmente suya, aunque había algo en aquel espacio en el que llevaba viviendo cinco años que Megara estaba segura de que les costaría volver a encontrar: un verdadero hogar. Su mundo no era gran cosa, pero su padre se lo había arrebatado. Posó los ojos sobre el stromvos, olvidado bajo una silla; aquella peonza era lo único que recordaba que le hubiera regalado su padre. Instintivamente, se echó a correr para recogerla y alcanzó la peonza a la vez que su madre la alcanzaba a ella.

—Megara, ¿qué estás haciendo? —susurró Thea.

Jaló a la niña y la levantó para sacarla por la ventana. A Megara se le resbaló el stromvos y lo oyó golpear el suelo dentro de la casa, aunque sabía que no debía pedirle a su madre que lo levantara. Su padre y la peonza ya no estaban, no tenía sentido llorar por ellos. Megara miró hacia arriba y vio a su madre saliendo por la ventana tras ella.

Maya apareció en la ventana muy enfadada.

—¡Me debes la renta!

Thea ignoró a Maya. Tomó a su hija de la mano y ambas comenzaron a correr.

—¡Thea!

Megara siguió oyendo los gritos de Maya por la ventana mientras ellas desaparecían entre la multitud al final de la calle. Si algo había aprendido en su breve vida era que el amor no valía la pena.