Pero nuestros padres se entregaron a la soberbia...

Reflexiones sobre el «affaire» de los hermanos Philippe y de Jean Vanier

Pero nuestros padres se entregaron a la soberbia y no obedecieron tus mandatos. No quisieron escuchar y no se acordaron de las maravillas que habías realizado para ellos.

Nehemías 9,16-17

1. Lo que se ha convenido en llamar el «Affaire» ha suscitado, con razón, una consternación generalizada en la Iglesia, y aún más el asombro. Altas figuras de la renovación, en el orden religioso o en las obras de caridad, personas que para muchos aparecían como santas y daban abundantes frutos, resultaron ser personas de doble vida, manipuladoras, perversas, que se justificaban con una doctrina reservada a los «iniciados» que se hacían llamar entre ellos los «pequeñines» —apóstoles de los últimos tiempos, hijos elegidos y preferidos de la «Madre admirable»—.

Si nos fijamos en la materialidad de los hechos, no entran necesariamente dentro del terreno del derecho penal civil. No tienen la gravedad manifiesta de un «acto de barbarie contra un menor de quince años». Solo están implicados adultos, y el modus operandi nunca implica violencia física, sino una cierta dulzura, una amabilidad envolvente e incluso pueril. Lo que significa que el drama, en este caso, es ante todo espiritual. Su gravedad, posiblemente menor en lo que a los hechos se refiere, no es menor en cuanto al fondo de los mismos.

Esta gravedad nos plantea interrogantes sobre ciertos desarrollos de la espiritualidad contemporánea, e incluso sobre la esencia del cristianismo, planteando cuestiones radicales, tan radicales que nos encontramos apresados por la tentación de la negación, dado que estas cuestiones resuenan como otras tantas objeciones: ¿cómo es posible que frutos como El Arca o la comunidad de San Juan, que han servido a verdaderas conversiones y siguen prodigando inestimables beneficios, hayan podido madurar en ramas tan enfermas? ¿Cómo han podido convertirse en inveterados los delirantes desvaríos de tal o cual padre, teólogo «muy importante para el enderezamiento doctrinal» de nuestro tiempo?10. ¿Cómo pudo semejante duplicidad ser obra de personas íntimamente convencidas y paradójicamente sinceras? Por último, ¿cómo es posible que la dulzura e incluso el «espíritu de infancia», con un innegable sentido de la fragilidad y un amor por los débiles absolutamente efectivo, hayan podido llevar a semejantes violencias psicológicas?

2. Mi reflexión no se propone centrarse en la detección, tan necesaria por otra parte, de fallos individuales o institucionales ni en desentrañar lo adventicio y lo sistémico. No tengo ni el mandato ni la competencia necesarios para hacerlo. Me propongo hablar como un cristiano entre otros. Y por esta misma razón, que es también la de mi fe, debo decir que la palabra «affaire» me parece menos adecuada que «enigma»: el enigma del ahogamiento dentro del arca, el enigma de los pequeñines que se vuelven aplastantes... Y más allá del enigma, hay algo que remite al misterio de la iniquidad (2 Tes 2,7), por lo mucho que lo admirable y lo execrable se mezclan y nos exponen a la perplejidad: los lobos no solo se disfrazan de corderos, sino que se comportan, en ciertos momentos, como buenos pastores, y se lo creen11.

El libro de Tangi Cavalin, L’Affaire, subraya el carácter parcial —incluso inoperante en lo esencial— de las categorizaciones ordinarias y de las interpretaciones sociológicas o psicológicas: «La cuestión de las relaciones entabladas con mujeres en el marco de la dirección espiritual o de la confesión no puede reducirse a los pares de términos opuestos que se esperan en este tipo de casos: masculino/femenino, dominante/dominado, abusador/víctima. Estas oposiciones binarias no carecen, ciertamente, de pertinencia. En su misma simplicidad, contribuyen a poner nombre a lo indecible, a denunciar la violencia, a darle la vuelta a la vergüenza. Pero son insuficientes para comprender lo que está en juego en estas relaciones»12.

En cuanto a la explicación familiarista —dado que la desviación era compartida por dos hermanos, una hermana y un tío, todos religiosos, lo que indica un poderoso anclaje en el clan Philippe-Dehau—, Cavalin también la rechaza, al igual que rechaza toda causalidad «mecanicista». Otros miembros de la familia no han seguido la misma pendiente y se han esforzado en denunciar las acciones de Thomas Philippe, aunque fuera hermano o primo. Este simple hecho basta para «poner en duda cualquier interpretación mecánica de los efectos de la socialización recibida desde el nacimiento»13.

De este modo, se deja, implícitamente, todo su espacio al enigma, y las audiencias del affaire pueden llevarnos a lo inaudito. Algo que adelantaba Jacques Maritain ya en 1951: «El diablo y la psicología humana han liado las cosas... En mi opinión, el padre Thomas está loco. El padre Marie-Dominique conoce los hechos y declara que, puesto que su hermano es un santo, todo está bien así. Otro loco. El diablo se ha desatado en este asunto inaudito»14. Algo inaudito que requiere, en consecuencia, nuestra escucha más atenta que podamos, a fin de que, tras el mazazo, recuperemos nuestras mentes y pasemos de la estupefacción a la consideración.

3. El enfoque que aquí se propone no se sitúa en el registro de la indignación, ni de la acusación, ni siquiera de la explicación. Puede parecer chocante porque no parece muy escandalizado. No cabe duda de que estoy sujeto a cierta deformación profesional. Como escritor y dramaturgo amante de Dostoievski, Bernanos y Flannery O’Connor, mi primera reacción tiende con frecuencia a ser más estética que moral. Personas cercanas a mí han sorprendido en mi boca este tipo de exclamaciones: «Comparada con este affaire, La Colina inspirada de Maurice Barrès es cerveza ligera... una bluette15 para la Biblioteca Verde...».

Si tengo poca propensión a denunciar a los demás o, pretendiendo tirar una piedra al estanque, a tirarle piedras a la mujer adúltera, no es por virtud, sino por tropismo teatral: me intereso primero por la intriga, por la complejidad de los personajes, por la fuerza dramática de los acontecimientos. Por eso consulté primero las miles de páginas del expediente Philippe-Vanier porque me parecieron fascinantes —desde el punto de vista de la novela o de la tragedia—. Lo que no quiere decir que me las tomara a la ligera, convirtiéndolas en entretenimiento o en alimento para mi curiosidad. La tragedia, como género dramático, es una forma antigua y venerable de abordar las cosas más serias, e incluso de dejarnos abordar por ellas, hasta no disponer ya de otro recurso que un desgarro vertical interpelando a los dioses. Somos ante todo espectadores, pero es para hacer imposible la posición de espectador y juez, y para recordarnos la precariedad radical de nuestra condición.

El motivo personal de mi enfoque puede resumirse en esta frase: la historia de los hermanos Philippe y Jean Vanier me ha edificado más que sus enseñanzas. Se trata de una edificación ex negativo y no ex exemplo. Si bien a veces he quedado fascinado por los opúsculos del padre Thomas Dehau, los libros de Marie-Dominique Philippe siempre me dejaban frío, y los testimonios de Jean Vanier me parecían demasiado sentimentales. Una vez más, son mis limitaciones, no mi sagacidad, las que me han hecho impermeable al encanto, y no prejuzgo la inteligencia de nadie que pueda ser sensible a él. Lo cierto es que hoy su caso, más que sus escritos, me da verdaderamente que pensar, me confronta con una realidad que resiste, en el extremo opuesto las cantinelas teóricas o moralizantes, y, con ello, me invita a adentrarme más en el misterio de la Redención, es decir, también a una mayor vigilancia.

4. En la encrucijada del enigmático affaire y de mi apetito dramático, me parece que lo mejor que puedo hacer es realizar una lectura bíblica. Para decirlo mejor, se trata de mostrar que el escándalo de los hermanos Philippe y Jean Vanier corresponde perfectamente a los relatos de la Biblia, sobre todo a los de Jueces y Reyes. Es cierto que este escándalo ensucia a la Iglesia, y hiere tanto más a la Madre por el hecho de que fue en su propio nombre como hirió a sus hijos. En otro aspecto, sin embargo, se trata de una tragedia típica, que atestigua la verdad de la Revelación. Dicho esto, no lo minimizo. Intento abrirlo al abismo, ensancharlo hasta las profundidades insondables de las Escrituras.

Que este ensanche de la perspectiva sea una tarea dice mucho de ella. Nosotros nos pretendemos cristianos, pero hemos perdido el relato bíblico. Los preceptos y dogmas que hemos extraído de él los hemos alejado de su trama para insertarlos en esquemas heroico-paganos o tecno-compasionales. Nos olvidamos del método del Verbo encarnado tal como nos lo presentan los Evangelios, incluso después de su resurrección, para leer el Evangelio: Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras (Lc 24,27).

No cabe duda de que hubiéramos estado mejor prevenidos contra los abusos espirituales si no hubiéramos sustituido por completo la lectura del Antiguo Testamento por las guías espirituales y las hagiografías. El Antiguo Testamento, por oscuro que sea, sigue estando inspirado; las hagiografías no lo están, ni siquiera en sus luces. La inmensa mayoría de las hagiografías forman parte de la historia piadosa y del deseo piadoso, que acomodan la incomprensible existencia de los santos a estándares de grandes centros comerciales. El Antiguo Testamento, divinamente experto en humanidad, se opone a estas simplificaciones, y nos conduce hacia pensamientos que no son nuestros pensamientos, caminos que no son nuestras sendas (cf. Is 55,8).

5. La Biblia contiene en sí misma la crítica más severa del religioso: ¿Qué me importa la abundancia de vuestros sacrificios? | —dice el Señor—. | [...] Cuando venís a visitarme, | ¿quién pide algo de vuestras manos | para que vengáis a pisar mis atrios? (Is 1,11-12). No ignora la ambivalencia, la zona gris: los falsos profetas, pero tampoco los verdaderos que se descarrían o se manchan de falsedad, los mesías que se convierten en monstruos, los sabios que caen en la locura, o que son locos y sabios a la vez, monstruos y mesías, Jano, Sirena, algo que el solo nombre de Salomón debería bastar para hacer entender.

Por desgracia, escuchan sin oír ni entender (Mt 13,13): no queremos oír. Nos aferramos a nuestros hechizantes gurús, a nuestros héroes inequívocos, a los ingenieros del alma que nos ponen sobre raíles o a los papás sobreprotectores que nos pasean en carrito de bebé ascensional, en nombre de la infancia en el Espíritu. Pedimos la liberación, pero no la libertad, porque la libertad es responsabilidad con respecto al otro, y por tanto carga, prudencia y audacia, discernimiento y trabajo duro, escucha e inventiva cada día, sin desatender nunca el consejo de los otros, una prueba también de nuestra propia impotencia y de nuestra miseria hasta no poder más, excepto suplicar al Padre de las misericordias.

Alguien que pasó once años con los hermanos de San Juan me confió hace poco que el padre Marie-Dominique Philippe tenía «dos bestias negras»: la exégesis y la psicología» —se podría añadir la gran literatura—. Bordeando cuidadosamente estos lugares molestos y de matiz, donde la sonda se hunde y no vuelve a subir, «pasaba sin transición de sus mantras metafísicos a la espiritualidad».

Es, pues, una crítica a esta espiritualidad apresurada la que quisiera hacer aquí: una crítica que, por consiguiente, no me deja fuera, y se vuelve contra mis propias facilidades. Una de ellas sería no distinguir entre el reproche y el reconocimiento. Porque hay que afirmarlo ya de entrada, en la tradición de una Biblia en la que las genealogías (toldot) no dejan de desconcertar a la lógica (y viceversa) —pero también de acuerdo con el sentido común—: aunque nuestros padres se entregaron a la soberbia y no obedecieron tus mandatos, no por ello dejan de ser nuestros padres. La vida ha podido pasar a través de ellos.

Un principio visto por Jean de Menasce: El aplastamiento de lo místico sobre lo afectivo

6. El padre Thomas Philippe representó, en el seno de la provincia de Francia, la reacción al método histórico del hermano Marie-Dominique Chenu, al que se juzgaba como relativista. L’Eau vive, escuela de sabiduría fundada por Philippe, se construyó contra la escuela de Saulchoir, que seguía «contaminada» por Chenu después de haber sido sustituido. Aunque invitó a Jacques Maritain, el primogénito de los Philippe no siguió realmente sus pasos en sus esfuerzos por promover un «tomismo vivo», abierto a la filosofía y a la poesía contemporáneas. Su tomismo era funcional: un bastión atrincherado, una caja de herramientas o un armero para defenderse del pensamiento de fuera, siempre asimilado a la herejía moderna.

Thomas Philippe también pretendía ser más misionero y más místico, por temperamento, por herencia de su tío, el hermano Thomas Dehau, y para llegar más directamente a la juventud. Desde el principio, se ve apuntar en él tanto un rechazo de las pacientes minucias de lo discursivo como de las inciertas intrigas de la narrativa. En una carta a su provincial fechada el 9 de mayo de 1943, Chenu cuenta que Thomas Philippe «dio una serie de cursos sobre la ‘presencia’ como medio de acceso a la realidad, el conocimiento por contacto, fuera de los cauces de la razón abstracta y dialéctica»16. De este modo se implantó una metafísica del ser en la que el presente prima sobre el futuro, la inmediatez sobre la mediación, el éxtasis sobre la relación con una alteridad irreductible.

En aquel tiempo, el vuelco místico-sexual ya se había producido. Se había producido al menos cinco años antes. Thomas Philippe tenía treinta y dos años y enseñaba teología en el Angelicum. Por aquel entonces, estaba conociendo una serie de experiencias espirituales, de las que dará cuenta en una pro memoria redactada durante su proceso ante el Santo Oficio. En ella, el hecho prínceps está claramente establecido, y los acentos son de una sinceridad difícilmente recusable: «En 1938, en varias ocasiones en Roma (Mater admirabilis, y Santa María la Mayor sobre todo, y también en San Pedro), recibí ciertas gracias muy oscuras, que todavía no llego a definir con exactitud ni a clasificar: estas gracias no eran luces ni consuelos; aunque tenían las mismas características y los mismos efectos que las gracias interiores de quietud o de unión, implicaban un dominio divino sobre el cuerpo, claramente localizado en la región de los órganos sexuales y que irradiaban desde allí, como desde el interior, sobre todo el cuerpo y todo el espíritu. [...] Después de haber suplicado a la Santísima Virgen que apartara al demonio, si él era el autor, me puse en sus manos inmaculadas y me dejé hacer por ella. Era como un nuevo conocimiento de María. [...] Tuve entonces la aguda percepción de que, si yo aceptaba esta nueva vía, significaría el fin de una vida en la que exteriormente todo parecía tener éxito, y en la que la vida interior y la vida de teólogo y apóstol se ayudaban y completaban mutuamente en una hermosa armonía»17.

Al leer estas líneas, no puedo quitarme la fuerte impresión de que Satanás no solo se ha disfrazado de ángel de luz (2 Cor 11,14), sino también de Virgen María. El disfraz parece incluso imprimir su giro al resto de la historia: dos hermanos dominicos que siguen llevando el hábito de su orden, pero que abrazan cada vez menos esta forma de vida, que escapan a sus superiores, sin residir apenas en el convento que se les había asignado, tras haber recibido dispensa para hacer que los demás vistan hábito gris, mientras ellos conservan su hábito blanco.

Si son capaces de crear tanta ilusión, es porque padecen y alimentan —y más aún, se hacen ilusiones— con una ilusión más elevada: pseudo-apariciones, locuciones interiores, raptos místicos... No es que a las veces, do cazar pensamos, cazados quedamos, sino que el que iba a cazar había aceptado ser enteramente cazado: «Soy todo para la Inmaculada, ¿cómo podría ser aún capaz de mancillarme?». Esta persuasión íntima, sin perspectiva ni ansiedad, confiere a quien la posee, en la medida en que es poseída, un poder inquebrantable para persuadir a los demás.

Por eso, lo que más me llama la atención en esta pro memoria, además de la localización sexual de las «gracias oscuras», es el uso positivo del término «dominio», asociado a todo un vocabulario de pasividad e infancia: te pones en cuerpo y alma en manos de tu madre para «dejarte hacer por ella», para que cambie, lave y ponga el pañal a su bebé.

7. Es un pequeñín que se deja conmover en su sexo, con toda inocencia. Pues el lactante no solo es cambiado, sino conducido a un placer que irradia desde sus partes genitales hasta la extremidad de sus miembros y de su espíritu. El caso no es el de un sacerdote «pedófilo», como se dice, sino el de un religioso que anuncia una Virgen pedófila. Afirma haber tenido el insigne privilegio de haber sido iniciado en esta pedofilia mariana, que es también, puesto que es su hijo, un incesto18.

Según Claude Lévi-Strauss y la etnología, el tabú del incesto es un principio elemental de la moral común y «el proceso fundamental en el que se realiza el paso de la naturaleza a la cultura»19. La abolición del incesto en la experiencia de Thomas Philippe permite reivindicar una mística por encima de la moral, una gracia fuera de la ley, un paso de la cultura a una cierta sobrenaturaleza (mientras que la sobrenaturaleza no existe —según Tomás de Aquino, existe la naturaleza humana, y lo sobrenatural es algo que la eleva sin quitarle nada—).

Además, puesto que la prohibición del incesto responde al imperativo de la exogamia, es decir, al mandamiento de buscar esposa fuera de la familia (Gn 2,24), es comprensible que su prodigiosa rehabilitación traiga consigo una concepción tribal, replegada sobre sí misma, de la religiosidad. Para Thomas Philippe, María es una casta Yocasta, y sufrir su dominio en una sexualidad más espiritual que carnal no es sacarse los ojos, sino abrirlos a la clarividencia de hijo privilegiado, que está más allá de la razón, y por tanto como antes de la edad del uso de razón.

La separación de su vida interior de su vida de teólogo es una prueba más de su renuncia infantil ante tal privilegio o privación. Estamos más allá del precepto y del dogma. El contacto prevalece sobre el concepto. La experimentación mística no está solo más acá de la edad de la razón, sino antes del pecado original. El goce procede de la Inmaculada, lo que garantiza una pureza a toda prueba.

8. Thomas Philippe puede vivir, por tanto, su condena por el Santo Oficio como una providencia que le justifica. Como escribió a Jean Vanier y Jacqueline d’Halluin (aunque tenían prohibido cartearse), él será a partir de ahora el profeta oculto, mientras que ellos serán los apóstoles públicos. A pesar de este apostolado de cara al exterior, nuestros «últimos apóstoles, más inflamados de amor», se abstendrán de predicar abiertamente la «nueva vía»: «... los apó. deben ser muy discretos, no hablar [tres palabras ilegibles] o se les acusaría de iluminados»20. Como en el caso de los gnósticos de los primeros siglos, habrá dos doctrinas, exotérica y esotérica, una para los cristianos que aún no están preparados para escuchar la revelación de los últimos tiempos, la otra para los «perfectos», pero perfectos que son los muy pequeños, los predilectos de María, los predilectos de su ternura: «Este era ‘el secreto para los hijitos de la Santísima Virgen’»21.

Cuando el corazón se abre a ese amor, es menester que los ojos de la inteligencia se cierren22. Más que de gnosticismo, habría que hablar de «eroticismo» y de infantilismo, ya que el amor inmaduro proporciona el modelo que debe suplantar al conocimiento. Sin embargo, aunque el conocimiento quede totalmente sobrepasado por el amor, sigue existiendo el paralelismo con la gnosis, por ejemplo la de Mani, a través de un dualismo ético más que metafísico. El alma no es una chispa de luz divina siempre virgen, aunque esté atrapada en el fango del cuerpo, pero si la intención es pura, caritativa, incluso en medio de una fornicación patente, el alma permanece virgen y justifica a un cuerpo cuyos extravíos a los ojos del mundo son elevaciones a los ojos del Espíritu. San Agustín analizaba así su fe maniquea: «Me gustaba excusarme y acusar a no sé qué otra cosa, que estaba conmigo pero no era yo». Y añade como consecuencia que, en esta doctrina, él «ya no podía progresar»23. No hay maduración posible cuando solo se trata de «dirigir bien la propia intención», en este caso, adoptando la postura del niño pequeño que se deja llevar por su madre24.

Si solo se tratara de acostarse con mujeres y luego confesarse... pero no, se es demasiado puro para eso. En cuanto a proclamar valientemente tu apostasía y declarar que lo que haces está completamente en línea con la ortodoxia de la habanera25 («El amor es un pájaro rebelde que nunca ha conocido ley alguna»), es imposible: no se cree fuera de la Iglesia, sino en el corazón de ella. Como Enrique VIII, que se empeñaba firmemente en seguir siendo «defensor de la fe» y temía más que nada caer en la misma categoría de voluble que su homólogo y rival Francisco I: te conviertes en el jefe de los creyentes, modificando la religión para adaptarla a tus costumbres.

Así que nos desnudamos en el reclinatorio, no en un tocador. Lo que los sádicos hacen por transgresión, los pequeñines lo hacen por obediencia suprema. La dirección espiritual se convierte en un lugar propicio para las caricias de todo tipo, pero evitando la penetración, con sus peligros de fecundidad animal. Sin duda, la doctrina sobre este punto ha variado un poco. Se produjo el embarazo de Ana de Rosanbo.

Esto conmocionó a Thomas Philippe: ¿no debería la admirable Madre haber hecho que su semilla fuera vivificante espiritual y no físicamente (podríamos hablar aquí de inmaculada contracepción)? Rezaron para que el niño muriera en el útero, y acabaron llamando al médico para que practicara el aborto el 8 de septiembre de 1947, día elegido a propósito para coincidir con una fiesta mariana: el asesinato del feto coincidiría con la Natividad de la Santísima Virgen (¿acaso la madre de esta no se llama Ana, como la madre de aquel?). Lo bautizaron mientras los instrumentos quirúrgicos hacían su trabajo, y luego sus restos fueron cuidadosamente encerrados en un relicario. Tenían que justificarse dando culto al niño abortado, primer mártir de la «nueva vía»26.

9. Este «affaire inaudito», cuyos personajes principales son tan deslumbrantes y están tan cegados, está repleto, sin embargo, de personalidades lúcidas. Estas vieron pronto el problema, sin poder reaccionar siempre como hubiera hecho falta: Madeleine Guéroult, la primera que «lanzó la alerta», Jacques Maritain, Charles Journet, el beato Marie-Eugène de l’Enfant-Jésus, Jean de Menasce, en el que me detendré aquí, entre otros muchos aún... El hermano Jean de Menasce, judío converso, dominico que estudió con Marie-Dominique Philippe, participó en la obra de L’Eau vive y enseñó también en Friburgo durante doce años, se ha señalado en nuestro caso por ser el que emitió un diagnóstico precoz y penetrante.

En una carta del 21 de mayo de 1952 dirigida a Paul Philippe (un homónimo que no era pariente, empezó por sentirse fascinado por Thomas y acabó, como comisario del Santo Oficio, convirtiéndose en su inflexible juez), Menasce detectaba en el hermano Thomas «un sustrato psico-fisiológico anormal: al no haberse producido la purificación natural de los sentidos que proporcionan el arte (aunque sea en grado mínimo) o el sentido común (teniendo en cuenta la naturaleza), las profundidades sexuales, al haber quedado simplemente entre paréntesis por la hiperespiritualidad, sin verdadera lucha o renuncia directa, iban a emerger en plena espiritualidad y parasitarla. Si tiene usted alguna noción del tantrismo indio, esto puede darle una idea de lo que quiero decir. No hubo en él una vida propiamente moral (no quiero decir que esta no haya sido más que dispositiva respecto a la vida contemplativa, lo que quiero decir es que había sido simplemente abolida ya de entrada). De ahí también el impulso extraordinario que sabía imprimir desde el principio a la vida contemplativa de los otros, la impresión de pureza que emanaba de él, pero también su extraordinaria preterición de todo lo que era moral, natural, temperamental, y el horror indiscriminado que le producía toda psicología del inconsciente de tipo psicoanalítico. Eso es el sustrato. Hay santos que son así... y que, por lo general, mueren jóvenes»27.

No se podría decir mejor. Allí donde Maritain evoca «un caso extraordinario de esquizofrenia, un vino demasiado rico (sed sincera de santidad, etc.) en un odre de doble fondo cuya podredumbre lo convierte todo en perversión», Menasce insiste más bien en una unificación lacunar, un aplastamiento de lo superior sobre lo inferior: nubes místicas sobre una necedad sexual, hiperespiritualidad sobre infraanimalidad... Un supuesto cuarto grado de oración se aplana sin fisuras sobre los juegos eróticos del niño pequeño (ese niño pequeño al que Freud califica, sin denotación moral ni patológica, de «pervertido polimorfo»). Así, se puede «hacer beber la propia semilla» y persuadirse de que se trata de un «brebaje de amor»28, afirmar las caricias entre la Madre y el Hijo y pretender que, aunque los mayores las juzguen desnaturalizadas, los pequeños sabrán considerarlas como prácticas sobrenaturales, de antes de la caída o de después de la resurrección29.

10. Jean de Menasce pone así de relieve un principio de «paréntesis» o de cortocircuito. Una especie de ley Le Chapelier en el orden antropológico: al igual que en 1791 la ley Le Chapelier abolió los cuerpos intermedios —familias, corporaciones, asociaciones...— para dejar solo a los individuos y al Estado, Thomas Philippe ignoró los estratos intermedios entre las «profundidades sexuales» y las alturas espirituales: el estrato del «sentido común» que permite al hombre normal distinguir modestamente su izquierda de su derecha y su arriba de su abajo; el estrato del arte, que a la vez eleva el deseo sensible hacia la belleza no sexual y denuncia las ilusiones que él mismo puede provocar; el estrato de la moral ordinaria, con sus lentas deliberaciones, su navegación visual, sus tanteos en la oscuridad; los estratos tanto de la razón psicológica como de la razón teológica, el uno más bien dudoso, el otro más bien abstracto.

Este cortocircuito entre lo espiritual y una afectividad inmadura opera en el plano individual. Pero hay otro similar que opera en el plano de la comunidad. En casa de los Philippe, con ocho vocaciones sobre doce hijos, bajo la protección del tío Thomas Dehau, cuyo hábito blanco le entronizaba como papa de la tribu y cuya ceguera le marginaba en la orden dominica, se tendía a identificar la familia natural con una Iglesia del Espíritu, joánea más que petrina. Se saltaba por encima de las socializaciones intermedias: la ciudad (demasiado decadente), la jerarquía eclesial (demasiado tímida o burocrática), los superiores dentro de la orden (demasiado anticuados). La intimidad del capullo coincide con la eclesialidad más mística; de ahí el gusto por el pequeño círculo, por los secretos de alcoba, por los trapos sucios que se lavan juntos y en secreto30.

De ahí deriva un tercer cortocircuito, relativo al tiempo. Obnubilados por la querella del modernismo, una querella interna de la Iglesia, los historiadores del affaire Philippe descuidaron un tanto el contexto general, el de la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas. En el tiempo en que Thomas Philippe experimentaba sus primeros arrebatos, hacía mucho tiempo que Mussolini había marchado sobre Roma, Hitler y Stalin estaban en el poder, y una Europa que se había bajado los pantalones firmaba los Acuerdos de Múnich. El año 1947, cuando tuvo lugar el aborto bautismal de Anne de Rosanbo y Thomas Philippe, fue el «año terrible»31. André Gide escribió en su diario: «La dureza de los tiempos es tal que resulta difícil imaginar [...] que hubieran podido ser tan trágicos en cualquier otro momento de la historia». Las humaredas de la Shoah apenas se habían disipado de los cielos cuando ya planeaba la amenaza nuclear. Francia estaba inmersa en la guerra de Indochina, en una sangrienta represión en Madagascar, mientras las huelgas se multiplicaban por todo el territorio en un clima de insurrección. Muchos se preguntan: ¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz, o antes de nuevos Hiroshima? Los mejores, los más bienintencionados, pueden ceder así a un milenarismo que esquematiza la complejidad de la historia. Para responder a los signos de los tiempos, se dicen, ¿no debe entrar la Iglesia en una nueva era? ¿No están algunos de sus miembros elegidos llamados a «salvar a la Iglesia» (una forma de excluirse de ella mientras creen estar en su corazón)? La «nueva vía» de los más pequeños se presenta así como una preparación para la Parusía. Se jacta de anticipar el descenso de la Jerusalén celestial.

Este triple aplastamiento —individual, social, histórico— de lo místico sobre lo afectivo, al destruir la parte central, la más humana, provoca, sin embargo, una «impresión de pureza» en el exterior. El padre de Menasce lo constata, por haberlo experimentado él mismo, y no es la menor cualidad de su diagnóstico que nos permita religar el cortocircuito psíquico de Thomas Philippe y «el extraordinario impulso que supo dar desde el principio a la vida contemplativa de los otros». No basta, en efecto, con señalar una errancia, hay que explicar cómo esta pudo resultar tan atractiva. El que logró mostrar la completa aberración de una herejía fracasa a la hora de comprender su expansión: más le valdría delimitar la parte de verdad y experimentar su encanto.

Thomas Philippe podía parecer un santo precisamente porque no estaba atrapado en los tormentos habituales de la humanidad. Tras haber puesto entre paréntesis todas nuestras cargas, como una bailarina cuidada, sus alas no levantaban ningún peso. No se parecía en nada al cura alcohólico a lo Graham Greene, al religioso tentado por el comunismo, al cura tropezón, que sobrenada bien que mal en el pantano de los minúsculos combates espirituales, entre la peregrinación en bicicleta de montaña y la tómbola de la parroquia.

El cortocircuito le permitía, por el ardor de sus palabras, por su intransigencia sin vacilaciones ni compromisos con el mundo, incendiar las almas y disponerlas a las conversiones. Carisma bueno para un renacimiento, tal vez, pero no para crecer hacia la edad adulta del hombre. Un predicador así, capaz de dar, en efecto, el impulso inicial, no es capaz de hacerle progresar, de secundarle en la perseverancia y en la necesaria aclimatación de la gracia a la vida cotidiana. Enciende el fuego, pero no es capaz de mantenerlo. Produce chispas, pero desdeña utilizarlas en la olla diaria para el guiso, las deja apagar o las tira con la despreocupación del pirómano. No cabe duda de que ha liberado la vida nueva y, sin embargo, si no deja paso a otros acompañantes más maduros, mantiene a sus dirigidos bajo su tutela, en un estado de inmadurez espiritual permanente.

11. No hay que considerar, por tanto, lo humano, sino fijar los ojos en la Santísima Virgen —apuntando a la estrella, olvidando su arcilla—, como el niño pequeño en su inconmensurable madre...

Marie-Dominique Philippe, llamado a declarar en el proceso de su hermano, no negó los hechos, pero se negó a afrontarlos de frente. Se defendió en una carta de 1952 al Comisario del Santo Oficio: «Le pido [a la Virgen] que le haga comprender a usted lo que creo que Ella me hizo comprender desde el principio de esta historia: he pensado en los hijos de Noé. Tras haberse embriagado Noé, uno de sus hijos le miraba con curiosidad, otro cubría la desnudez de su padre. Entonces me di cuenta de que solo debía mirarla a Ella [la Virgen], guardar silencio y defender la doctrina de mi hermano»32.

La referencia a los hijos de Noé proyecta una dura luz sobre el nombre del Arca y lo que se tramaba en sus bodegas. Como observan Florian Michel y Antoine Mourges: «El Arca de Noé es la obra cuya misión de salvación justifica al arquitecto incluso en su embriaguez. La obra del Arca salva a Noé, cuyos hijos se mantienen en silencio33.

Ese es el drama de tener conciencia. Sin conciencia, dejaríamos ingenuamente que el mal apareciera tal cual es. Si se tiene conciencia, y además una conciencia puritana, que es todavía más, hay que justificarse ante ella, darse coartadas, citar en nuestro apoyo una palabra de Dios fuera de contexto, como la serpiente en el jardín: Así que Dios ha dicho... o como el diablo en el desierto: Está escrito...

Lo fuerte en esta historia es que toda esta devoción desviada en torno a una Virgen María fantasmática será denunciada de manera decisiva por una María ordinaria, judía y casada, cuya trivial vida matrimonial le hace comprender de pronto el desorden de esta supuesta vida mística. Se llama Myriam Chemla, esposa de Tannhof, favorita de Thomas Philippe antes de Anne de Rosanbo. Padecía esta hasta tal punto su influencia que le pidió que presidiera su ceremonia nupcial. Su deposición durante la primera investigación del Santo Oficio desempeñó un papel determinante34. Fue la primera, junto con su marido filósofo, en llamar a las cosas por su nombre y en utilizar el término «secta» para referirse a los iniciados de L’Eau vive. He aquí, pues, de pasada, en alguien que pasó por allí, la verdad: María Madre de Dios está infinitamente más cerca de esta Myriam en su trivialidad prosaica que del ídolo alucinado por los hermanos Philippe y Jean Vanier.

Espíritu de infancia y dispositivo tecno-compasional35

12. Quisiera probar otro punto de entrada en lo inaudito del affaire, prolongando lo que viene siendo objeto de mis reflexiones durante casi treinta años: lo que el papa Francisco, en Laudato si’, llama el «paradigma tecnocrático», y que he desarrollado en varios textos con el nombre de «dispositivo tecno-emocional» o «tecno-compasional».

A menudo, sobre todo en el ámbito médico, pretendemos contrarrestar la reducción tecnológica del paciente con una ética del cuidado. Nos lanzamos entonces al elogio de la vulnerabilidad, del sentimiento, de una relación subjetiva que se opone a la pura objetivación del cuerpo. Se trata de una excelente intención, pero es preciso resituarla en una visión más amplia si queremos evitar que el pozo del infierno esté adoquinado con ella.

Si nos fijamos mejor, el dispositivo contemporáneo se revela elíptico: no tiene uno, sino dos focos opuestos que juntos se repelen y se atraen. El tecnocentrismo se junta con el patocentrismo. Las redes sociales bastan por sí solas para demostrarlo: los cableados más sabios, los cálculos más indiferentes, se organizan para permitir el desencadenamiento de las emociones más descabelladas: una expresión reducida a eslóganes, pasiones que saltan sin cesar de la adulación al linchamiento, una atención de peces de colores combinada con la impulsividad giratoria de un mosquito...

Por un lado, hay ruptura: abrimos la válvula, escapamos de un mundo demasiado mecanizado por la efusión febril. Por otro, hay conexión: permanecemos en lo binario, lo automático, lo pulsional, ya que toda esta maquinaria tiene como fin que el mundo esté inmediatamente disponible, pulsando botones.

A partir de esta impulsividad bifronte —la de la afectividad primaria y la de una ciencia aplicada— emerge un dispositivo tecno-compasional en el que la compasión se une a la tecnología para resolver todos nuestros problemas, encontrar la solución final y abolir la tragedia y el embrollo de la condición humana. Ya podíamos oírlo en la famosa sexta parte del Discurso del Método de Descartes. El proyecto que persigue el filósofo es «llegar a conocimientos muy útiles para la vida», mediante los que «se disfrutaría sin dificultad de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que en ella se encuentran», y «podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, y hasta quizás la debilidad que la vejez nos trae».

El sistema tecno-compasional tiende naturalmente a la generalización tanto del útero artificial como de la eutanasia: pulsamos un botón para hacer nacer y otro para provocar la muerte. Pero también puede invadir la vida interior, reduciéndola a recetas de desarrollo personal o a misticismo sentimental y desresponsabilizador, a fin de evitar el difícil cara a cara entre uno mismo con el otro, así como todas las complicaciones del discurso, todas las aproximaciones del juicio práctico.

13. Aquí es donde la doctrina de la infancia espiritual entra en perfecta consonancia con el mundo tecnocrático: todo te lo traen inmediatamente ya cocido al gaznate. El plug-in es el pezón que te amamanta. La paloma que desciende del cielo te alimenta con el pico. Y lo mismo ocurre con los iniciados de Thomas Philippe, que se convertirán en los de Jean Vanier por derecho de sucesión. El espíritu filial, alma de la vida cristiana, no es para ellos más que el espíritu de infancia. Se abandonan en los brazos de María, recuestan la cabeza en el pecho de Jesús y «siguen dócilmente la influencia del Espíritu Santo, ya nos haga Niño, ya nos haga Esposa»36.

Este tipo de espíritu de infancia se convierte en un medio irresistible de influencia, como se predica expresamente, en la misma medida en que se entrega uno mismo a algoritmos. En la medida en que sus aparatos están ahí para darnos el biberón, el progreso tecnocrático es, por esencia, antropológicamente regresivo. Sus cableados son un sofisticado remiendo del cordón umbilical, su metaverso, del líquido amniótico. El dispositivo es el mismo con esta infancia en que el Espíritu, en lugar de ser la patada paternal en el trasero que nos ordena hacernos hombres, se convierte en la falda de una madre que lo decide todo por nosotros. Entonces descuidamos la exigente distinción que hace san Pablo: Hermanos, no seáis niños en vuestros pensamientos, antes bien, comportaos como niños en lo que toca a la maldad, pero en lo que toca a los pensamientos, sed adultos (1 Cor 14,20).

No ignoro que Cristo declaró: En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18,3). Pero la Carta a los Hebreos declara por el contrario (5,13): Quien vive de leche, desconoce la doctrina de la justicia, pues es todavía un niño. Tal diferencia es típica de la palabra evangélica, que es todo lo contrario de un mando a distancia. En el sentido hay algo de jugar, porque está en juego, junto con algo de infantil, sin duda: Jugaba con la bola de la tierra, | y mis delicias están con los hijos de los hombres (Prov 8,31). Pero si la Sabiduría juega con nosotros, es para tener alguien que le responda. Su juego pretende provocar un Yo que la confronte. Suscita una interpretación como la que solo puede dar un hijo, no un niño pequeño, por muy mono que sea37.

El juego ya se encuentra en las palabras de Jesús. No pide que «volvamos a ser niños», sino que «lleguemos a ser como niños». El paralelismo prohíbe cualquier identificación regresiva. La infancia de que se trata es trascendente. No es la de un hijo de los hombres, sino la de un hijo de Dios, más maduro y, por consiguiente, más dueño de sus juicios y acciones que las personas más adultas del mundo: Soy más sagaz que los ancianos, | porque cumplo tus mandatos (Sal 118,100).

14. La infancia se refiere a un estado, mientras que la filiación expresa una relación con otros, con el padre, con la madre, con toda una ascendencia, que constituyen la razón del origen. Este estado es, además, privativo. El niño es in-fans, el que aún no habla. La noción de hijo no contiene esta privación. El hijo, designado en su relación con sus padres, aquí más concretamente con el padre, que lo ha llevado en su verbo, no en su vientre, y reconocido ante los hombres38 (aunque solo sea ante su mujer y los funcionarios del registro civil), el hijo —decíamos— toma la palabra, responde a su nombre, sobre todo cuando va su espíritu en ello.

Mientras que el espíritu filial procede de una interpelación (De Egipto llamé a mi hijo, Mt 2,15), el espíritu de infancia está marcado por la no discursividad. Se despliega en el campo del pathos más que en el del logos, en el de la emoción más que en el de la enunciación, en el de la pasividad más que en el de la actividad (el niño que no habla tampoco camina, es llevado en brazos o empujado en un cochecito). Sin embargo, no por ello tiende menos a la actividad, a la enunciación y al logos como a su futuro, ya que su estado tiene por definición un carácter transitorio: el niño está ahí para convertirse en adulto, sin dejar de ser hijo.

El espíritu de infancia queda, pues, subordinado y polarizado por el espíritu filial, y la catástrofe se produce con la inversión de los términos (terminus a quo y terminus ad quem): creerse hijo para ser hijo, de modo que lo que se pretende no es estar con el Padre, como cooperador y heredero, sino, envuelto maternalmente por él, sentirse bien, como sobre ruedas, con el crucifijo como sonajero.

15. Esta inversión teleológica, que convierte la infancia en la meta de la filiación, también da la vuelta al significado de «espíritu». Lo que quiero decir es que el Espíritu Santo, en esta perspectiva, en lugar de conducirnos al Verbo del Padre en un «ocultamiento divino», comienza a valerse por sí mismo, por separado. Como está en su naturaleza «desvelar» a Cristo y «no habla de sí mismo» (Jn 16,13)39, puede, separado de su subsistencia trinitaria, convertirse en la referencia casi exclusiva de los «espirituales» que creen en una consumación infantil y afásica, donde el amor aplasta a la inteligencia.

Como observa mi amigo el teólogo Emmanuel Perrier a propósito de la doctrina de los hermanos Philippe, «la omnipresencia de la referencia al Espíritu Santo refleja la omnipresencia de una neutralización de la razón», y de la razón como logos que nos permite responder al otro y del otro como otro: «En este marco, el Espíritu no le hace a uno plenamente él mismo, plenamente activo, sino al contrario, plenamente pasivo. En consecuencia, no queda nada para distinguir una moción del Espíritu de una esclavitud de las pasiones. Esto conduce a una subversión de la causalidad final: el impulso ciego de la pasión se convierte en el lugar de una inspiración divina a la que no se debe resistir. Ya no es el bien que conocemos y queremos el fin de nuestras acciones, sino el impulso que se impone a la voluntad. Ya no es por ser bueno por lo que lo quiero, sino porque me siento irresistiblemente llevado hacia él por lo que debo quererlo y por lo que es bueno»40.

La eficiencia prima sobre la finalidad. El «Espíritu» se convierte en algo parecido a un comando informático. Es el impulso sin rodeos que nos empuja automáticamente hacia lo óptimo, y no la atracción de un rostro, la llamada que exige que se le responda (pues Dios no responde —en el sentido de una solución que se impone—, sino que llama, porque tiene la iniciativa absoluta, y a nosotros nos corresponde responderle). A decir verdad, cuanto más llena el Espíritu Santo nuestros corazones, más nos asaltan preguntas vertiginosas, rayanas en la perplejidad. Cuanto más estamos en él, más sentimos el deseo de pedir consejo hasta la súplica, de reflexionar hasta la discusión, de deliberar y decidir comprometiendo nuestra firma y nuestro honor. Él no nos debilita, sino que vivifica nuestra inteligencia y nuestra voluntad, hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud. Para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados a la deriva por todo viento de doctrina (Ef 4,13-14).

«Querido pequeño, eres el pequeñín amado de María — que crece en la pequeñez»41

16. Jean Vanier sirvió en la Royal Navy de los 13 a los 22 años, y aunque sus camaradas, según la vieja costumbre militar, cortejaban a las bellezas nocturnas, probablemente salió de allí sin haber hecho las locuras juveniles. No hay que lamentarlo: no pretendo que el burdel sea una propedéutica de la verdadera religión (a pesar de Rahab, la prostituta de Jericó a la que la tradición considera figura de la Iglesia, hospitalaria con los exploradores de Israel según Josué y, según la genealogía de Mateo, antepasada de Cristo). Sin embargo, creo que es necesario distinguir entre el virgen y el inculto, el puro y el ignorante. La castidad no es el rechazo de la sexualidad, bien al contrario, según el Catecismo, «significa la integración lograda de la sexualidad en la persona»42 . Ahora bien, una virginidad virtuosa no puede dejar de ser casta. Tiene que ver con la Esposa santificada (Ef 5,25-26), no con la mojigata. El hecho de que Juana [de Arco] sea la Doncella no significa que sea la Boba. No creo que se pueda decir lo mismo de Jean [Vanier]. Conservó la jerarquía del ejército (y con razón), pero no la licencia para los «permisos» (sin duda menos por prudencia que por mojigatería).

Así pues, es un joven obediente, pero espabilado, el que se encontró en 1950 con el hermano Thomas Philippe y se convirtió en su hijo espiritual, por no decir en «su discípulo más fanático», según el superlativo utilizado por el Santo Oficio en 1952. Su formación, unida a su ignorancia de las cosas de Venus, le dispuso a conocer también ese cortocircuito místico-sexual en el que la perversidad se difumina bajo la puerilidad, y el influjo se ejerce a través del culto a la infancia como superación de las cargas de una vida responsable.

L’Eau vive tenía como objetivo formar una élite intelectual. Puesto que la inteligencia tiene dificultades para justificar las nuevas vías del amor, puesto que la «vida interior», imposible de «definir con exactitud», ya no puede armonizarse con la «vida de teólogo», abandonamos esta Eau para embarcarnos en el navío, creamos el Arca, para acoger a los deficientes intelectuales. Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños (Mt 11,25).

¿Se presentaba solo como un trampantojo esta palabra del Hijo eterno? ¿Era solo una fachada para dar el cambio, para pasar desapercibido y seguir reuniendo a estos pequeñines en torno al profeta escondido en un lugar llamado «La ferme»?

Al no desenmascarar aquí más que hipocresía y maniobra táctica, el investigador se preserva como puede del enigma. Se queda en el western —buenos contra malos, todos blancos contra todos negros— para quedarse mejor en la superficie de sí mismo. ¡Si se limitara a ignorar la Biblia! Ni siquiera ha empezado a leer Edipo Rey... Mejor conjeturar aquí una duplicidad sincera, una artimaña que no se puede calificar de inocente, pero que cree en su inocencia, a causa de la exención concedida al niño, y porque el amor cubre multitud de pecados (1 Pe 4,8). Por supuesto, podríamos invertir la parábola: un hombre no había sembrado más que cizaña en su campo, y por la noche Dios sembró en él su mejor trigo. También podríamos retomar la historia del Arca, cuya empresa de salvamento excusa la comilona de su capitán. Ahora bien, para Jean Vanier, la doble vida era una sola y el cortocircuito de Philippe (¿demoniaco?) le impedía examinar seriamente el vacío que separaba los dos lados del abismo. La laguna la colmaban los buenos sentimientos.

17. A sus más de sesenta años, su correspondencia íntima se inflama con cartas dignas de un adolescente romántico. En 1992, escribe a una mujer a la que los editores se referían como «Brigitte»: «Oh amada mía, canto contigo el Cantar de los cantares, te canto este 7º capítulo: ‘Qué bella eres, amor mío...’. Espero con tanta alegría y acción de gracias el don de tu amor y la alegría de entregarme a ti, oh mi toda bella, oh esposa escondida, oh don del Espíritu Santo, oh María, te amo, tu tt p. J. [tu pequeñín Jean].... P.S. Me abandono como un niño pequeño en tus brazos, en tus pechos, luego, en otras ocasiones, Jesús me da su fuego. El fuego de su amor. El fuego del esposo, el fuego de la Trinidad. Oh, reza mi pequeña ‘Brigitte’. Que Jesús me transforme. Que todo lo que es ‘yo’ (el yo de los miedos, el yo agresivo, el yo que busca un sitio, el yo que busca afecto) muera para que solo viva Jesús. Que ya no sea yo quien vive, sino Jesús quien viva en mí»43.

El «tout petit Jean» (pequeñín Jean) ya no tiene un yo separado. Su firma no está escrita in extenso, sino contracta - in utero. Está abreviada, concentrada, replegada en sí misma con sus iniciales, el adverbio «tout» no tiene vocal, el adjetivo «petit» está acortado a su primera letra, al igual que el nombre Jean, que también podría ser el de Jesús. La alusión, difícil de descifrar para un tercero, es tanto más reconocible por la mujer que es a la vez la madre y la amada.

J. se olvida de sí mismo como un niño pequeño en los brazos de la Virgen, que se funden con los pechos de «Brigitte». Él mismo se convierte en un Jesús de fuego. La comunión refluye en confusión donde las identidades se pierden, donde las alteridades no son más que medios para una especie de dicha intrauterina, la dicha glotona de la lactación. La lactación es, de hecho, la cumbre de la vida espiritual, como atestigua otra carta dirigida a la misma mujer en 1993: «Oh ven amada, oh ven, dame tus pechos para que pueda beber»44.

18. Evidentemente, el procedimiento es un tanto desleal: estamos interceptando una correspondencia íntima, ahora bien, en una intimidad entre amantes, es normal adoptar el registro hipocorístico, el balbuceo cariñoso de «mi cariñito, mi pichoncito»... ¡qué ocurre con la palabra «extime»? En su «Contribution à une analyse critique de la pensée de Jean Vanier», Gwennola Rimbaut relee algunas de sus publicaciones y en ellas se interroga lo que ella caracteriza como una «falta de alteridad».

Esto parece, cuando menos, paradójico: ¿cómo podía ignorar la alteridad el fundador de El Arca, que prestaba tanta atención a las personas que sufrían de discapacidad mental, y que eran, por tanto, más diferentes, más otras que los demás?

En primer lugar, es forzoso observar que una teoría errónea no impide que tenga una gran eficacia práctica: san Francisco Javier estaba persuadido de que los que morían sin el sacramento del bautismo no podían entrar en la beatitud, y fue esta falsa visión —las almas de los indios y los japoneses descendiendo a los infiernos— la que le hizo sentir la urgencia de una misión a la que se consagró sin reservas. Hegel sistematizó, además, esta dialéctica del error, que sirve a la realización de la verdad mejor que la verdad misma: las pasiones particulares son más eficaces que la razón individual para hacer surgir la Razón universal en el mundo, porque las pasiones, incluso ciegas, son fuerzas motrices, mientras que la doctrina más verdadera, por el esplendor de su misma verdad, nos retiene con frecuencia bajo la lámpara de nuestro escritorio.

Lo hemos visto con Thomas Philippe: la zona ausente, humana demasiado humana, que Jean de Menasce detecta en su forma mentis, y que aplasta lo místico sobre lo afectivo, le confiere un poder notable para movilizar la vida interior de los demás. Podemos suponer sin temor a pecar de osados que esta forma mentis se encuentra en la teoría relacional de su hijo espiritual. Las palabras de Mateo 25: Lo que hicisteis a uno de estos más pequeños, a mí me lo hicisteis, no concierne solo al hacer, sino también al ser. Del mismo modo que «Brigitte» es María, el prójimo es Jesús, de modo que Jesús y el prójimo ya no son dos personas realmente distintas.

San Vicente de Paúl retomó este lema de san Juan de Chipre (siglo VI): «Los pobres son nuestros amos y señores». Jean de l’Arche la retoma, pero en la medida en que los pobres son defectivamente el Maestro, solo él, disfrazado, y no esos pobres, muy diferentes de él, con sus caras feas y su mal genio. Es que amamos más fácilmente a los pobres cuando su realidad se empobrece, y cuando no son más que un reflejo, un charco en el que saciar nuestro narcisismo, o un avatar transparente del Cordero.

Gwennola Rimbaut habla así de «la tentación de borrar la personalidad de las personas discapacitadas»: «En todos sus libros», escribe, «Jean Vanier da los nombres de los discapacitados, pero hace de ellos un retrato extremadamente escueto, incluso —digámoslo— particularmente pobre. No hay carne alrededor de esos rostros, como si su función principal fuera remitir al rostro de Cristo o valorizar la obra de El Arca». Y cita como apoyo un extracto de La fuente de las lágrimas: «Ya vivamos en El Arca, ya seamos amigos de El Arca, miembros del Consejo de Administración o sacerdote de la comunidad, tenemos un privilegio muy grande: el de estar cerca de Luisito, de Claudia, de los pequeños y de los pobres de este mundo, y de poder tocar físicamente a Jesús. Porque ese es el misterio, ese es el secreto del Evangelio: Luisito hace presente físicamente a Jesús»45.

19. En los verdaderos pequeñines sigue siendo aún borrosa la distinción entre el yo y el otro antes de la aparición del lenguaje. La relación sentimental es intensa, pero sigue siendo fusional. Ignora la dualidad irreductible de la relación con el otro como otro, esta separación y este encuentro en el frente a frente que establece el discurso.

Con Jean Vanier, estamos muy lejos del pensamiento de Emmanuel Levinas, cuyas raíces bíblicas son innegables. En 1948, en El tiempo y el otro, el filósofo judío critica las lógicas de la totalidad que estarían en la base del totalitarismo y para las que el amor debía resolverse en una fusión: «Lo patético del amor consiste en la dualidad insuperable de los seres. Es una relación con aquello que se nos oculta para siempre. La relación no neutraliza ipso facto la alteridad, sino que la conserva. Lo patético de la voluptuosidad reside en el hecho de ser dos. El otro en cuanto otro no es aquí un objeto que se torna nuestro o que se convierte en nosotros: al contrario, se retira en su misterio»46.

Se comprende mejor por qué Jean de Menasce, hablando de Thomas Philippe, remite al tantrismo, es decir, vía este yoga místico-sexual, a una tendencia general de la metafísica india: el advaita, la no-dualidad, según la cual la pluralidad de los seres no es más que una ilusión destinada a desaparecer en la unidad impersonal del principio.

También podemos entender el paso de L’Eau vive al Arca, del enderezamiento doctrinal al abajamiento compasivo. La conceptualidad es fácil de criticar, y ahí reside su valor: exige siempre el comentario, la contradicción, la alteridad en la disputa. La afectividad («Esto es lo que siento, ahí es donde sopla el Espíritu») sigue siendo infalsificable.

Procedentes de la misma provincia dominica, pero adversarios encarnizados, la dinastía de los Philippe y los curas obreros llegan al mismo descenso de una teología por el concepto a una «teología por el cuerpo»47. El cuerpo es incontestable, y más aún el cuerpo del enfermo, que reclama el cuidado y no la discusión, con una urgencia que no solo pulveriza la controversia en un polvo de sutilezas y de argucias, sino que disipa cualquier sospecha que pudiera tenerse del cuidador.

Sea como fuere, los hechos nos llevan a esta constatación: existe una simetría entre los pequeñines de la nueva vía y los discapacitados del Arca. Tanto los unos como los otros son gente marginada; se desvían de la norma, de la moral ordinaria; están fuera de jurisdicción, a causa de su pequeñez, y solo pueden suscitar amor. La indisciplina traviesa de la persona trisómica para justificar el régimen de excepción moral de los iniciados.

Además, aquel que, en sus conferencias públicas, declara que tocar a los pobres es tocar físicamente a Cristo, es también el que dice a «Brigitte», en sus cartas de amor: cuando te toco es Jesús quien te toca, mientras que yo, a través de ti, soy tocado por María. En esta santa familia, como ya he subrayado, el incesto deja de ser un problema. En cuanto se suprime la alteridad concreta, todo se vuelve igual. En cuanto el amor se reduce a una presencia total, a un contacto sin distancia, a una fusión del uno con el otro, siendo la esposa también la hermana, el hijo, el hermano, el pequeñín, Dios, etc., el incesto se convierte en el régimen normal. De nuevo, es Levinas quien nos advierte de esta posible deriva: «El amor como relación con el Otro puede reducirse a esta inmanencia fundamental, puede despojarse de toda trascendencia, solo busca un ser connatural, un alma hermana, puede presentarse como incesto»48.

20. En la filiación espiritual, conviene remontarse de Jean Vanier a Thomas Philippe, y luego de Thomas Philippe a Thomas Dehau, su tío en el orden familiar y su hermano en la orden dominica. Lo repetiré: si bien los textos de Jean Vanier y Marie-Dominique Philippe nunca me interesaron gran cosa, los del padre Dehau, inmediatamente después de mi conversión, me causaron una fuerte impresión. ¿No es el «Theonas» de Jacques Maritain, el que fue apodado, no sin razón, el «poeta de santo Tomás»? Con toda honestidad, debo reconocerle como un padre, aunque haya pocas dudas sobre su complicidad en el asunto y su implicación en el enigma.

Con una tal Hélène Cleys, a la que muchos imaginaban en comunicación directa con el Espíritu Santo, confirmó las orientaciones de su sobrino, y probablemente perpetró actos comparables. Esta apertura de mis ojos me impulsó a releer el libro, a mirar lo que tanto me había gustado para ver lo que podía ser desviado. Entonces recordé una de sus breves meditaciones. En aquel momento, como buen levinasiano que yo era, me hizo poner un poco de mala cara, pero finalmente la suscribí, dándola a leer a otros, porque invertía la perspectiva ordinaria (como discípulo de Nietzsche, y después de Chesterton, siempre he apreciado las inversiones).

Esta breve meditación se titula «Dios es como una madre». Presenta la vida sobrenatural siguiendo una evolución en sentido contrario a la vida natural. A decir verdad, se trata incluso de una involución. Como en el cuento de Francis Scott Fitzgerald El curioso caso de Benjamin Button, nacemos viejos y tendemos hacia el embrión. Aquí el poeta de santo Tomás de Aquino se aleja de uno de los principios más fundamentales del teólogo santo Tomás: Gratia naturam non destruit: la gracia no destruye la naturaleza (el principio más fundamental, quizás, si recordamos que santo Domingo luchó contra el gnosticismo albigense y, en consecuencia, contra la herejía de un demiurgo malvado, productor de la naturaleza material y antagonista del Dios de la gracia). Según este principio, el crecimiento espiritual sigue al crecimiento natural, y es muy conveniente, por ejemplo, administrar el sacramento de la confirmación a la edad del uso de razón, porque es el comienzo de la madurez y, por tanto, de una vida que puede asumir personalmente el testimonio de la fe.

El padre Dehau no teme ir más allá: su propia gracia —«gracia oscura»— subvierte e incluso invierte la naturaleza. Comienza con un hombre de cuarenta años que todavía tiene a su madre, que la respeta y la honra, pero a quien esta relación le sigue pareciendo demasiado externa en comparación con los abrazos de antaño (la relación madre-hijo, en la constelación Dehau-Philippe, se presenta sistemáticamente a la luz de una nostalgia ineludible). Por eso, hay que hacer retroceder el tiempo, al menos en el orden espiritual. «El alma a la que Dios hace avanzar» no cesa nunca de «rejuvenecer», debe retroceder a la infancia, pasar de los cuarenta a los veinte años, luego a los quince, luego a los diez, luego a los cuatro, luego volver al estadio del recién nacido: «¿Es este balbuceo infantil del pequeñín con su madre el final de la vida de oración? Continuemos con la comparación que iniciamos. Hay una edad en la que el niño no habla, no camina, una edad en la que, por consiguiente, el niño vive de su madre y reposa continuamente en sus brazos, en su corazón. Esa edad es la imagen de los grandes santos. Abismados en Dios, ya no pueden hablar: un silencio sagrado muy por encima del nivel del tartamudeo. Están entonces dormidos en el seno de Dios, alimentándose de su sustancia, incapaces de nutrirse de ningún otro alimento, como niños pequeñines que solo pueden vivir de la sustancia de su madre. Del mismo modo, los santos no pueden abandonar a Dios».

¿Hemos ido suficientemente lejos en el decrecimiento? No. Esta ley del silencio en el amordazamiento de la ubre no es todavía el «último progreso». Este se consuma en una regresión fetal perfecta: «La mayor unión que un niño puede conocer con su madre es la del periodo sagrado, en que es uno con ella. Ni siquiera puede verlo: vive en ella. Aquí, son los grandes santos los que ya ni siquiera pueden ver, tan perdidos están, fundidos en Dios, no teniendo más que una sola vida con él»49.

Si Dios es una madre así, no se puede imaginar una madrastra peor. Esta progenitora no quiere sobre todo que su hijo crezca, que se convierta en un hombre responsable, que se vuelva hacia otra mujer y hacia sus propios hijos. Al contrario, lo que quiere es que nunca haya nacido, que nunca haya abandonado el calor de su seno. Puesto que la perfección sobrenatural se realiza en un prenacimiento, es extrañamente similar a un aborto —por retención, sin duda, no por supresión—. Muchas mujeres que abortan alegan, además, esta razón: es porque el mundo exterior es demasiado duro, demasiado incierto, y por eso no quieren que su pequeño venga al mundo. Si pudiera vivir perpetuamente en su seno, y ellas mismas en un seno más amplio, impermeable tanto a toda angustia como a lo imprevisto, lo guardarían50.

La doctrina de la infancia espiritual conduce así a una apología del embrión que nada en el líquido amniótico, indistinto, libre de toda obligación. El espíritu de la infancia, así concebido, no tiene nada que ver con el espíritu filial. Basta con recordar un poco el Evangelio según san Juan para darse cuenta de ello. Cuando el Hijo se dirige a su madre, no lo hace ni en la ósmosis uterina ni en un balbuceo simplón. Al contrario, establece una distancia. En las bodas de Caná, le dice: Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? (Jn 2,4). Esa es la oración de la más alta espiritualidad mariana. Y cuando el Hijo está en la mayor unión con su Padre, no se pierde ni se funde con él. Al contrario, se enfrenta a él. En Getsemaní, le suplica: ¡Abba!, Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz (Mc 14,36). Y en el Gólgota le grita: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46).