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PAN COMIDO AL ESTILO ANTIGUO TESTAMENTO

 

Dejad que empiece por el principio. Todo tendrá más sentido. No mucho, pero más del que probablemente tiene ahora.

 

 

La noche que empezó esta historia estábamos casi todos en el bar: Monica Naber, el grandullón de Cielito, el Joven Elvis y el resto del Coro Enfermizo. Bueno, Kool Con Filtro estaba abajo, fumando en la acera, debido a los cambios que se habían producido recientemente en las ordenanzas locales. Sí, algunos ángeles fuman. (Yo antes fumaba, pero ya no.) Después de todo, estamos de prestado en nuestros cuerpos y no nos preocupa demasiado morir. En fin, era una noche bastante normal en El Compás hasta que mi amigo Sam entró seguido de un novato enfundado en un abrigo.

—¡A la mierda los pobres y todas sus excusas! —gritó para que lo oyesen todos—. ¡Que alguien me ponga algo de beber! —Sam arrastró hasta donde yo estaba a aquel chaval al que no había visto nunca y, de un empujón, lo sentó en una silla que había a mi lado—. Aquí hay alguien a quien tienes que conocer, chaval —le dijo—. Te presento a Bobby Dollar, rey de los capullos.

Sam se dejó caer sobre una silla al otro lado de su acompañante. El chaval estaba atrapado, pero aún no estaba aterrorizado. Me sonrió como si se alegrase de verme, con una enorme y estúpida sonrisa, ligeramente forzada. Por lo demás, era delgado, blanco y parecía un ratón de biblioteca. Además, llevaba un corte de pelo que, de no haber sido un ángel, habría resultado evidente que se lo había hecho su madre. Supuse que era un novato que controlaba la teoría, pero si se codeaba con mi colega Sam iba a recibir unas cuantas lecciones rudimentarias de teología práctica.

—¿Quién es tu amiguito, Sammy? —Sabía que era uno de los nuestros (podemos reconocernos entre nosotros), pero parecía incómodo dentro de aquel cuerpo—. ¿Aficionado o profesional de visita?

Inmediatamente, Junior me miró con cara de perro inteligente, en plan: «No tengo ni idea de qué me estás hablando, pero estoy haciendo todo lo posible para intentar que parezca que sí». Me impresionó tan poco como su sonrisa nerviosa.

—A ver si lo adivinas —contestó Sam, y giró la cabeza—. ¡Eh, Slowpoke Rodríguez! —le gritó a Chico, el barman—. ¿Se puede saber por qué me comes la polla gratis pero eres incapaz de ponerme una copa ni aunque te la pague?

—Cállate, Riley. Me aburres —dijo Chico, pero soltó el trapo que llevaba en la mano y se volvió hacia el armario de los vasos.

—Sammy, resultas aún más encantador que de costumbre —comenté—. Dime, ¿quién es? Yo diría que es un aprendiz.

—Pues claro que sí. Joder, B, ¿no ves que aún huele a la Casa? —Así es como Sam llama a lo que casi todo el mundo conoce como «el Cielo». Habla de la Casa como si los demás trabajásemos en la plantación.

—¿En serio? —preguntó Monica Naber, levantándose en el reservado de al lado con tanta elegancia que probablemente no habríais adivinado que llevaba desde última hora de la tarde bebiendo chupitos de tequila—. ¿Lo habéis oído, chicos? ¡Tenemos a un novato!

—¿Ah, sí? —contestó el Joven Elvis. Llevaba dos años siendo el novato oficial y estaba encantado con la noticia—. ¡Dadle una patada en ese culo de novato!

—Cierra el pico —dijo Walter Sanders sin levantar la vista de su vaso—. Que tú fueses un novato idiota no quiere decir que todos lo sean.

El nuevo se removió en la silla, a mi lado.

—En realidad no soy del todo un novato...

—¿Ah, no? —Esa vez, Sanders levantó la vista. Es un tipo muy intenso, y miró fijamente al chaval como si quisiera examinarlo a fondo—. ¿Dónde has ejercido de ángel de la guarda? ¿Durante cuánto tiempo?

—¿Ángel de la guarda? Pero... yo no... —El chaval parpadeó—. Estaba en el Archivo...

—¿El Archivo? —Sanders frunció el ceño como si acabase de beber leche cortada—. ¿Eras archivero y ahora eres abogado? Enhorabuena... Menudo ascenso.

En ese momento, Chico cerró de golpe la caja registradora, que hizo ¡ting!

—Mira, papá —dijo Sam imitando el tono de voz chillón de un niño—. La seño dice que cada vez que suena una campana, un ángel consigue sus alas.

—No seas malo —replicó Monica Naber—. El chico no tiene la culpa.

Junior la miró agradecido por haber saltado en su ayuda, pero había cosas que él no sabía: con Monica uno vive según su lógica, pero también muere según su lógica. Da miedo lo frías que pueden llegar a ser las mujeres, incluidos los ángeles del sexo femenino.

Al cabo de un rato pasó el revuelo y casi todos los parroquianos retomaron sus conversaciones privadas o sus cavilaciones solitarias. Sam fue a recoger lo que había pedido de beber. Miré al nuevo, que ya no sonreía como si todo fuese maravilloso.

—¿Se puede saber cómo has acabado aquí? —pregunté—. ¿Quién ha movido los hilos?

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

—Sabes a qué nos dedicamos, ¿no?

—¿Los abogados? Claro —contestó, asintiendo con fuerza—. Estoy deseando...

—Cállate e intenta no perderte. ¿Cómo te han ascendido a un puesto que a la mayoría nos cuesta años alcanzar?

Faros, coma, un ciervo que se te cruza…

—No... No lo sé. Me dijeron que...

—Ajá. ¿Quién vela por tu carrera? Alguien tiene que ser. Piénsalo bien.

—¡No sé de qué me hablas!

Sam volvió con sus bebidas, un chupito de bíter generosamente aderezado con tabasco y un refresco de zarzaparrilla para acompañar. Sam lleva varios años sin probar el alcohol, pero eso no le impide frecuentar El Compás.

—¿Ya le has hecho llorar, B?

—No, pero estoy en ello. ¿De dónde has sacado a este pardillo, Sammy?

—He estado en la Casa. Me lo han endosado allí. —Algo empezó a zumbarle en el bolsillo—. Mierda. ¿Un cliente, ya? —Miró el teléfono frunciendo el ceño, se bebió el bíter de un trago y tomó aire como si alguien le hubiese echado queroseno en la entrepierna—. ¿Te importa acompañarnos? —me preguntó—. Hazme ese favor. Así podrás explicarle unas cuantas cosas a Clarence, el ángel en prácticas.

—¿Clarence? No se llamará así de verdad, ¿no?

—¡No me llamo así! —exclamó el chaval. Por primera vez nos plantaba cara con dos cojones. Ya me caía un poco mejor, aunque no demasiado.

—Ya, pero no me acuerdo del nombre que me dijeron, así que voy a llamarte Clarence —dijo Sam. Se acabó el refresco y se limpió la boca con el dorso de la mano, como en los viejos tiempos, cuando la bebida acabó por matar a su anterior cuerpo—. ¡Vámonos!

—Para ya. No me llamo Clarence, me llamo Haraheliel. —El nuevo se estaba comportando como un valiente, como un soldadito de verdad—. Mi alias es Harrison Ely.

—Vale. Te quedas con Clarence —dije—. Sam, ¿en mi carro o en el tuyo?

—Estoy medio subido en la acera y nadie se ha dado cuenta todavía, así que supongo que deberíamos coger el mío.

No fue fácil bajar de la acera el insulso sedán de la empresa de Sam. Un camión había estacionado para descargar y, para cuando logramos salir de allí, nos habíamos dejado buena parte de la pintura del coche en el parachoques del camión. De haber sido mi coche, me habría puesto a gritar, pero Sam no les da ninguna importancia a los vehículos.

—¿Dónde está? —le pregunté al doblar por la calle Main, una de las calles con más tráfico del centro de Jude. Allí se concentraban los comercios, las torpes actuaciones callejeras y la mendicidad a lo grande.

El chaval forcejeaba con el cinturón de seguridad, que llevaba mucho tiempo sin usar, intentando sacarlo de entre los asientos de atrás. Casi todos los edificios más famosos quedaban a nuestra espalda, pero las brillantes torres de Mission Shores estaban bastante cerca, hacia el norte, y las misteriosas siluetas de las grúas del puerto se alzaban por delante de nosotros, iluminadas desde abajo, angulares como una flota de naves de desembarco alienígenas.

—En el agua —contestó Sam—. Muelle 16, para ser exactos.

—¿Lo han encontrado flotando?

—Más o menos. Ha caído al agua hace unos minutos. Seguramente se habrá saltado alguna barrera.

—¿Lo conozco?

—Es una vieja apellidada Martino. ¿Te suena?

Mientras negaba con la cabeza, el chaval saltó desde el asiento de atrás:

—Esa no es manera de hablar de un alma humana única.

«Ángeles —pensé para mis adentros—. Somos ángeles, y los ángeles somos pacientes».

 

 

El Puerto de San Judas ocupa unos veinticinco kilómetros cuadrados en la costa sudoeste de la bahía de San Francisco. El coche estaba en el agua al final del muelle; una barrera de madera rota señalaba el punto por donde había entrado en la grada vacía. Los reflectores cortaban la oscuridad, salpicaban de luz las altas fachadas de los edificios de oficinas del puerto y hacían brillar como el jade el agua de la bahía.

En tierra, parecía que la policía portuaria y los otros agentes hubiesen llegado con prisa; también había un par de grúas y un camión de bomberos aparcados junto al muelle de un modo un tanto extraño. Un buzo acababa de salir del agua después de enganchar algo con unos cables; levantó el pulgar en señal de aprobación y los cabrestantes de las grúas comenzaron a girar. Los cables se tensaron, los motores gimieron y, al cabo del rato, la parte de atrás de un gran vehículo blanco emergió del agua, pero casi inmediatamente uno de los motores tableteó y se apagó. El otro hizo un esfuerzo y siguió funcionando a duras penas unos segundos más hasta que también acabó por rendirse. Los conductores de las grúas y varios policías portuarios empezaron a gritarse entre sí mientras salíamos del coche.

—¿Por qué no lo sacan del todo? —preguntó Clarence con los ojos como platos—. ¡Pobre mujer!

—Porque probablemente pese mucho: está lleno de agua —le dije—. Pero la conductora ya está muerta; si no, no habríamos recibido la llamada, así que da igual el tiempo que pase ahí sentada. ¿Sabes en qué consiste salir al Exterior?

—¡Por supuesto! —exclamó, ofendido.

—El tío es un hacha —dijo Sam, y se dirigió hacia el resplandor que ya aparecía en el aire, como un espejismo vertical, y anunciaba una salida. El término oficial para cada una de estas salidas es «egresión», pero aquí abajo las llamamos «Cremalleras». Las abrimos siempre que las necesitamos, pero los ángeles terrenales no sabemos cómo funcionan. El caso es que funcionan.

Mientras el chaval y yo seguíamos a Sam para entrar, un par de transeúntes miraron brevemente hacia donde estábamos, pero enseguida perdieron el interés. Con el paso de los años he descubierto que no es fácil vernos cuando estamos trabajando. Seguimos ahí, no sé si me explico —tenemos cuerpos de verdad—, pero si no queremos que nos veas, es probable que no nos veas, o al menos luego no recordarás habernos visto.

Sam y el chaval desaparecieron en el interior de la línea brillante que se abría en mitad del aire y yo los seguí.

Como siempre, lo que más me llamó la atención al principio fue el silencio que reinaba en el Exterior, un silencio pesado, como si de repente nos hubiesen soltado en la biblioteca más grande y silenciosa del universo. Básicamente, seguíamos en el mismo sitio: en los muelles, con los coches de policía y los vehículos de seguridad iluminando la oscuridad con sus luces rojas y azules, y la silueta de los edificios más altos del centro estirándose hacia el cielo, allí al fondo, como una cadena montañosa. Pero no se movían ni los reflectores de la policía, ni las bocas de los polis, ni el helicóptero que sobrevolaba la torre Intel, ni el buzo flotando en un mar de gelatina verde, ni siquiera las pocas gaviotas a las que aquel revuelo había espantado de los pilotes y parecían haberse quedado congeladas en pleno vuelo, como ejemplares disecados colgando del techo de un museo. Solo cambiaba una cosa en el Exterior: una mujer de pelo corto y gris con un impermeable oscuro estaba plantada entre los policías petrificados, aunque ninguno de ellos podía verla.

—Es ella —dijo Sam—. Oye, B, ¿quieres acompañar al chaval a conocer a la cliente mientras yo espero al ángel de la guarda? Así tendrá la oportunidad de aprender del mejor.

—Cabrón mentiroso —contesté, pero Sam me dio todos los datos que necesitaba saber y eché a andar con Clarence por el muelle vidrioso.

—Aquí tenemos el mismo aspecto —dijo el chico mirándose las manos—. Sí, ¿no? ¿El mismo de nuestros cuerpos terrenales?

—Más o menos.

—Pensaba que tendríamos un aspecto más... angelical. —Parecía avergonzado—. Como en el Cielo.

—Esto no es el Cielo. Seguimos en el plano de la existencia terrenal, más o menos. Simplemente hemos salido del tiempo, pero aquí no tenemos por qué conservar nuestro aspecto; solo es una tradición. Los chicos del otro lado prefieren adoptar un aspecto más intimidatorio. Ya lo verás.

Mientras nos acercábamos a nuestra nueva cliente, la mujer nos miró fijamente, con una expresión que he visto en muchas caras y en muchas situaciones similares: de total y absoluta confusión.

—Silvia Martino —dije—. Dios te ama.

—¿Qué ha pasado? ¿Quiénes sois? —preguntó, y agitó las manos señalando a los policías y bomberos inmóviles—. ¿Qué les pasa a esos?

—Están vivos, señora Martino. Me temo que usted no. —Con el paso de los años he ido rebajando el nivel intelectual de mis explicaciones. Antes pensaba que lo más considerado era ir contándoselo poco a poco, pero luego descubrí que no—. Parece que ha caído al agua con el coche. ¿Tenía algún motivo?

La mujer tenía algo más de sesenta años, pero no era vieja. De hecho, parecía una de esas personas que, aunque se hagan mayores, nunca acaban de hacerse mayores, no sé si me explico. Entonces recordé que ya no envejecería más allá de aquel momento.

—¿Con el coche...? —Miró la enorme mole de su todoterreno colgando al final de los cables en tensión de la grúa como si fuese Moby Dick, decorado con unos alerones de agua vítrea e inmóvil—. Ay, madre. Ese es mi coche, ¿no? —Abrió los ojos como platos. Estaba empezando a caer en la cuenta—. He intentado dar media vuelta y supongo que me habré... confundido. —Parpadeó y añadió—: ¿De... de verdad estoy...?

—Mucho me temo que sí.

Entonces se echó a llorar. Esa es la parte que menos me gusta de mi trabajo. A veces tus clientes se alegran tanto de abandonar sus cuerpos enfermos y moribundos que casi se ponen a bailar. Pero a aquellos que les pilla por sorpresa, que comprenden de repente que se acabó, que han llegado al final de la partida... En fin, eso sí que es duro. No se puede hacer gran cosa mientras lo asimilan, pero si lo necesitan, siempre puedes abrazarlos cuando estás en el Exterior, y eso fue lo que hice. Vosotros también lo habríais hecho.

Al rato ya había pasado la peor parte. Era una mujer fuerte, me caía bien. Se apartó de mí y se secó los ojos.

—¿Y tú, quién eres? —preguntó, y me miró atentamente, como si yo tuviese intención de liarla con alguna estafa post mortem.

—Me llamo Doloriel. Soy un ángel abogado de la Tercera Casa. —No me molesté en presentarle a Clarence, porque estaba seguro de que habría dicho alguna tontería; por ejemplo, prometerle que todo iba a solucionarse. (Por su expresión desilusionada intuí que eso era justo lo que tenía pensado hacer.) Le señalé a Sam, que estaba detrás de nosotros hablando con el ángel de la guarda de la señora, una cosa tenue y translúcida que brillaba en sus pliegues como una bioluminiscencia—. Ese de ahí es Samariel, otro ángel abogado. Él hablará por usted.

—¿Que hablará por mí? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—En el juicio —contesté—. Muy pronto.

—¿Juicio...? —preguntó asustada, abriendo los ojos como platos.

—Espere aquí, por favor.

Me llevé al chaval a un lado y le dejé bien claro lo que se le permitía hacer y decir; luego lo dejé con la difunta. La muerta y él se quedaron mirando el coche medio sumergido, como deseando que alguien saliese de un salto del vehículo y les ayudase a mantener una conversación. Me alegré de que no abriese la boca. La gente asume antes (y mejor, o eso creo yo) la terrible y definitiva realidad cuando dejas que lo hagan solos. Además, ¿qué vas a decirles? «¡Era broma, no estás muerto de verdad! ¡No es más que un aviso para que pongas en orden tu vida!». No lo es. Es el final, al menos de su vida en la Tierra, y eso no va a cambiarlo ninguna conversación, por animada que sea.

El ángel de la guarda había acabado de informar a Sam cuando me uní a la conversación. El procedimiento no se parece demasiado a lo que supone «informar» en el mundo real: los ángeles de la guarda ponen su conocimiento a nuestra disposición, y eso se queda ahí, a tiro de piedra mental mientras dure el proceso, como si los recuerdos fueran nuestros. Menos mal que todo termina cuando dictan sentencia; si no, sería abrumador tener que cargar a perpetuidad con los detalles de cada vida que te ha tocado defender. Bastante difícil es ya gestionar los datos que no se te olvidan.

El ángel de la guarda me miró con interés, o eso pensé yo, aunque no es fácil saberlo, porque tienen un aspecto mucho menos humano que nosotros; también son mucho menos corpóreos. Obviamente, no tienen cuerpos de carne y hueso; si no, la gente se preguntaría qué hace una especie de medusa humana brillante flotando siempre a su lado.

—Eres Doloriel —dijo—. He oído hablar de ti.

—No puedo decir lo mismo de ti mientras no me digas cómo te llamas.

—Ifeo. —Me miró fijamente y titiló un poco—. Dicen que te gusta cabrear a la gente.

—Eso de que me gusta me parece mucho decir.

—Oíd —nos interrumpió Sam—. Si queréis conoceros mejor, siempre podéis organizar una cena romántica. Ahora mismo...

El ángel de la guarda se estremeció ligeramente y su fulgor perdió intensidad.

—Ya está aquí.

Algo había entrado por un portal de luz roja procedente del otro lado (su equivalente a la Cremallera no era tanto una brillante línea blanca, sino que se parecía más a una herida ardiente) y se estaba quitando alguna pelusa imaginaria de su impecable traje color sangre.

—Grasuza —dijo Sam—. Mierda. Esta vez voy a tener que emplearme a fondo.

La señora Martino dio un grito ahogado al ver al demonio y me arrepentí de haberla dejado con el chaval. El momento en que un cliente comprende que el Infierno es real resulta bastante desagradable. Confiaba en que lograse aguantar el juicio sin venirse abajo; hay algunos jueces muy capullos con eso. Aunque la clemencia caiga del Cielo como una dulce lluvia, cualquiera diría que a veces hay sequía.

Alguien más salió de la herida unos segundos después del fiscal Grasuza; era un demonio peludo y musculoso, vestido con un traje barato y con un hocico y una pose de lobo. Ya lo había visto antes, aunque no recordaba dónde: era un tipo asqueroso llamado Vozatroz. Los guardaespaldas no suelen hacer acto de presencia en este tipo de trabajos rutinarios en territorio neutral. Me pregunté por qué pensaba el fiscal que necesitaba protección. Por cómo olisqueaba el aire, todo apuntaba a que Vozatroz estaba trabajando. Aquello no tenía mucho sentido. Su jefe hizo como que no lo veía.

Visto de lejos, el fiscal Grasuza parecía un hombre, pero a medida que te ibas acercando comprobabas que las sombras que tenía bajo los pómulos eran en realidad huecos en la piel, a modo de branquias, por donde podía verse el músculo que había debajo; su pelo, casi cortado al rape, parecía formado por cerdas o incluso escamas. Además, nadie habría podido confundir sus ojos de serpiente con los de un humano. Como ya le había dicho al chaval, a nuestros adversarios les gusta intimidarnos.

—Buenas noches, señores —dijo Grasuza enseñando sus dientes extremadamente largos e igualados—. ¿A quién tengo en contra? ¿A Doloriel? —La sonrisa se le torció ligeramente en una de las comisuras—. Será un placer.

—No, a mí —contestó Sam.

—Ah, Samariel —dijo, asintiendo con la cabeza—. No te veía desde Acción de Gracias. Fuiste tú, ¿no? Lo del tipo aquel con el cuchillo.

—Cuchillo eléctrico —nos explicó Sam a mí y al chaval, que se había acercado a ver sus primeros demonios de verdad, o al menos eso parecían indicar sus ojos abiertos como platos—. Se cargó a toda su familia.

—Un tipo concienzudo —dijo Grasuza frotándose las manos—. ¿Nos ponemos manos a la obra?

—¿Ya te han informado? —pregunté.

—Descuida. —El fiscal se metió una mano en el bolsillo y sacó algo del tamaño de una araña gorda, pero mucho menos atractivo, que hizo oscilar en el aire sosteniéndolo de una pata escamosa: era la versión infernal de un ángel de la guarda—. El ejecutivo de cuentas de la señora Martino ya me ha informado de todos los detalles.

Mientras Sam y el fiscal llamaban a un juez, tiré de Clarence para llevármelo de allí y recordarle las normas de intervención (en realidad, para asegurarme de que no hacía ninguna tontería).

—Vale, quédate aquí y escúchame atentamente. Vamos a defender el alma de esa mujer, y ese es nuestro objetivo más importante, ¿entendido? Si haces algo que pueda ponerlo en peligro, te arrancaré el halo y te daré una paliza con él. ¿Lo pillas?

Clarence asintió con la cabeza; seguía con los ojos como platos.

—Porque nos enfrentamos al Infierno, y van a mentir, hacer trampas y retorcer cada verdad todo lo que puedan. Por eso seguimos ciertos trámites. No podemos permitirnos enfadarnos, porque entonces no estaríamos haciendo un buen trabajo, ¿entendido?

Volvió a asentir y lo noté un poco impaciente. No soporto a los novatos.

—Pero lo más importante de todo, chaval, es que NUNCA debes confiar en la Oposición.

—¿Confiar en ellos? ¿Estás de broma...?

—No siempre está tan claro. Tú recuerda lo que te ha dicho el tío Bobby y todo irá bien. —El tío B. ya había cometido todos esos errores de novato y había tenido la suerte de sobrevivir a algunas lecciones dolorosas—. Cuando un demonio abre la boca, es para mentir. Y punto. Si presupones cualquier otra cosa, tu último cheque tendrán que imprimirlo en amianto, porque estarás en un lugar muy caliente.

En ese momento apareció el juez Xathanatron como un relámpago silencioso.

Ver manifestarse a un principado por primera vez puede ser muy duro, por eso había apartado de allí al chaval. La primera vez que vi a un juez me zumbaron los oídos durante una semana; eso por no hablar de las manchas de luz que no podía dejar de ver flotando en el aire. Los ángeles importantes son... brillantes. Sobrecogedores. Son hermosos, pero dan mucho miedo; tanto que hasta el más devoto se lo pensaría dos veces antes de decidirse a conocer al Altísimo.

En aquel intenso resplandor era imposible distinguir una cara, ni siquiera una forma; era como si alguien hubiese hecho un ángel para el árbol de Navidad con un cable de magnesio quemándose, pero yo sabía que se trataba de Xathanatron porque... Bueno, lo sabía y punto. Cuando estás en su presencia, percibes lo que los principados quieren que percibas de ellos, nada más. Por propia experiencia sabía que Xathanatron era severo y algo tradicional, pero rigurosamente justo. No intentaría engañar a Sam, pero tampoco iba a sorprenderlo dándole una oportunidad.

Me situé entre Clarence y Vozatroz: el chaval era muy capaz de mearse de miedo si tenía que ponerse al lado del demonio. La señora Martino se acercó a nosotros con la cara solemne y los ojos secos. Ya éramos cuatro los miembros del público. Noté que ella intentaba mantener la compostura por todos los medios. No pude evitar admirarla una vez más. Confiaba en que pudiésemos ayudarla.

—¿Por qué habéis venido tantos santurrones? —me gruñó Vozatroz al oído—. Esto no me gusta.

—Hemos oído el rumor de que ibas a cantar el Ave María.

—De que iba a comerme tu cara, querrás decir. —Normalmente, el Infierno tiene los mejores guionistas... pero no siempre, claro.

—¿Qué va a pasar ahora? —me susurró el novato en la otra oreja.

—¿Tú qué crees? El fiscal Grasuza va a intentar convencer al juez de que la señora Martino debería ir directa al Infierno, que se acabó lo que se daba. Nuestro Sam va a argumentar que el Altísimo debería acogerla en su seno. —Miré al alma en cuestión, callada y asustada—. Así funcionan las cosas. ¿No te informaron de todo esto?

—No me dijeron gran cosa —contestó Clarence, mirando fijamente con esa especie de fascinación enfermiza que debían de sentir los cristianos clandestinos al ver cómo los leones romanos devoraban a sus compañeros que habían sido descubiertos—. Me han... enviado, nada más.

Lo habían enviado a realizar el que supuestamente era el trabajo más importante del Cielo —proteger a las almas humanas de la Oposición— sin apenas instrucción previa. ¿Que os parece misterioso? Qué me vais a contar. Aparqué aquel misterio para más tarde.

Grasuza estaba muy animado y se paseaba por el muelle ante el titilante juez como un duende bailando ante una chimenea, señalando con los dedos, largos y puntiagudos, mientras describía con todo lujo de detalles escabrosos hasta el último de los pensamientos mezquinos, palabras hirientes y faltas que la pobre señora Martino había cometido en vida. El fiscal no parecía tener demasiados argumentos, pero sí mencionó que la habían detenido por conducir en estado de embriaguez.

—Su marido la dejó tirada en una fiesta y se largó —dijo Sam—. Probablemente con alguna fulana, señoría. Venga ya, está claro que se le nubló el juicio.

—Ah, sí. Se le nubló el juicio… —replicó Grasuza, mirando con elocuencia el brillo que era Xathanatron, prácticamente carente de rasgos—. Ya hablaremos con más detalle de esas cosas.

—Esto podría alargarse durante varias horas —le dije a Clarence en voz baja—. ¿Estás seguro de que quieres quedarte? Podríamos ir a tomar un café. —Vi que miraba a la señora Martino—. Ella no, imbécil. Está muerta y no puede venirse a tomar un café.

—Quiero verlo —contestó, negando tozudamente con la cabeza.

Me encogí de hombros.

—Como tú veas.

 

 

Efectivamente, aquello se alargó durante horas. No os importaría si se tratase de vuestro juicio, ¿verdad? Toda vuestra vida resumida allí; vuestro destino eterno jugándose a cara o cruz, ¿culpable o inocente?

—Parece un sistema bastante elemental —dijo el chaval mientras veía trabajar a Sam.

Grasuza había empezado a sacar la artillería pesada, cosas como palabras crueles, hipocresía religiosa y hasta un hurto menor. (En una ocasión había robado veinte dólares de una colecta de la iglesia porque no tenía dinero para volver a casa.) A continuación, Grasuza fue soltando una sarta de pecados menores que se remontaban a su infancia. Mientras escuchaba cada alegación, Sam negaba con la cabeza o soltaba un resoplido de asco para dejar claro que todo aquello le parecía una bagatela. Mi colega siempre ha tenido espíritu de abogado de pueblo, pausado y tranquilo. Pienso que es la mejor manera de hacer las cosas con un fiscal como Grasuza, a quien siempre se le va la mano.

—Sí, es elemental porque el problema es bastante elemental —contesté, y tiré de él para alejarlo unos pasos de la difunta—. Solo hay dos opciones: o vas a un sitio o vas al otro. Hasta el Purgatorio es una victoria para nosotros, porque significa que puedes acabar llegando al Cielo. Siempre hay alguien que gana y alguien que pierde, y eso sucede miles y miles de veces al día. Los mejores sistemas son los más sencillos... Además, a nosotros nos funcionó. A ti, a Sam, a mí... Todos hemos acabado en el equipo celestial. Y si esa señora se merece ir a parar allí, irá a parar allí.

Le estaba mintiendo, claro. No es ni remotamente tan sencillo, y una de las razones es que buena parte de lo que habitualmente se tiene por pecaminoso es simplemente aquello en lo que consiste ser humano. No sé cómo serían antes las cosas, pero los jueces no suelen condenar a la gente por cometer infracciones leves. Parecen más interesados en la intención, aunque a veces se ponen puntillosos con algunos de los pecados tradicionales: asesinato, adulterio, etcétera. Pero saber en qué se fijan y qué pasan por alto es una zona gris tan vasta como el mismísimo Cielo, y uno tarda años en aprender a aprovechar al máximo las posibilidades que tiene un alma en un juicio. Ni siquiera estaba seguro de por qué estaba allí el chaval; no iba a enseñárselo todo en una noche.

Vozatroz había estado escuchando disimuladamente nuestra conversación. Se echó a reír, se pasó la larga lengua roja por los labios y nos enseñó un montón de dientes puntiagudos.

—Vas a ver, Dollar. Grasuza tiene calada a esa zorra. Cuando quieras darte cuenta, ya estará batiendo las alas en el viento oscuro.

El chaval se estremeció, pero no se atrevió a mirar al demonio.

—Pero las cosas son más complejas, ¿no, Bobby? ¡Además, ella no ha hecho nada malo...!

—Eso no lo puedes decidir tú —dije, levantando una mano para hacerlo callar—. Además, si te soy sincero, creo que no confiaría en el juicio de alguien que nunca ha llevado un caso. Una vez me tocó defender a un Scout Águila al que atropellaron mientras ayudaba a un hombre en silla de ruedas a cruzar una calle con mucho tráfico. Caso cerrado, ¿no? ¡Que le den un halo! Pero durante el juicio se descubrió que con ocho años había asfixiado a su hermano pequeño con una almohada. Era un chico guapo. En su iglesia ejercía de pastor de jóvenes. Que supiésemos, carecía de motivos. Simplemente, su hermano pequeño no le caía bien. —Había sido otro caso complicado y difícil de clasificar, pero no pensaba hablar de estrategia delante de nuestros adversarios: como ya he dicho, hay una enorme zona gris y toca aprender de las malas experiencias. Señalé con un pulgar a la difunta señora Martino—. Nunca te enamores de un cliente, chaval.

—¿Enamorarme...? —exclamó, horrorizado.

—Tú ya me entiendes. No lo conviertas en algo personal. —Esas eran las palabras más importantes que conocía..., unas palabras que podían salvarte la otra vida.

—Adulterio —anunció Grasuza—. Reiteradamente y sin confesión. Durante años.

—Mierda —dijo Sam. En realidad, no llegó a pronunciar la palabra, pero le leí los labios.

—Un gravísimo pecado contra la ley de Moisés —prosiguió Grasuza—. Y sin arrepentimiento. De hecho, acababa de tomar unas copas con su amante antes del accidente de esta noche, con lo cual ha muerto... inconfesa, como decíamos antes. ¿Acaso me equivoco?

Sam consultó algo rápidamente con el ángel de la guarda de la mujer.

—¡Hay un atenuante! —dijo Sam—. Su marido tiene una amante.

—Ya, pero con un error no se subsana otro, letrado Samariel —contestó Grasuza sonriendo. Parecía que le hubiesen metido los dientes de un caballo a presión en la boca. No era agradable de ver—. Aquí no estamos juzgando a su marido. Como bien sabes, ella está ante un representante de Dios el Altísimo —dijo, haciendo una seña a la ardiente presencia de Xathanatron—. No la están juzgando los amables recibidores de almas de la Hueste de los Niños. Pecó y siguió pecando. Solo la muerte le ha impedido seguir haciéndolo.

El fiscal sonrió de oreja a oreja. La condena empezaba a parecer pan comido al estilo Antiguo Testamento, que hubiese dicho Leo, mi antiguo mentor.

—¡Pero si yo no...! —alcanzó a decir Silvia Martino antes de que Grasuza se girase hacia ella y chasquease los dedos de sus garras. Su voz dejó de oírse. La mujer siguió intentándolo durante unos segundos, hasta que comprendió que la habían despojado del don del habla.

—Nadie te ha preguntado, puta —le espetó el fiscal, y se giró hacia Sam con una sonrisa en los labios—. ¿Y bien, abogado? ¿Algún comentario más a modo de recapitulación?

El nuevo estaba removiéndose a mi lado. ¿Qué mosca le habría picado?

—Para —le dije—. No llames la atención. No será agradable. —Pero fue en vano.

—¿Y qué hay del «No robarás»? —gritó el chaval—. ¿Es que eso no cuenta?

—Oh, mierda.

Esa vez fui yo quien lo dijo. Todos se volvieron para mirar a Clarence. Hasta Xathanatron el principado pareció dejar de arder y su fuego se oscureció ligeramente.

—¡Él no puede hablar! —gritó Vozatroz, con los pelos del cuello y los hombros, gruesos y feos, erizándosele.

Hizo ademán de moverse —tenía intención de abalanzarse sobre el novato para amenazarlo con sus garras y colmillos—, pero le di una buena patada en la corva y, cuando se le dobló la pierna, lo ayudé a tumbarse tirándole rápidamente del cuello del traje. El demonio cayó con fuerza —el Exterior es un lugar físico y real, solo que está fuera del tiempo— y yo me agaché a su lado para comprobar que no le pasaba nada. Vale, puede que hasta le hincase ligeramente la rodilla en la tráquea.

—Tranquilo, perrito —le susurré, pellizcándole el cuello hasta que dejó de ofrecer resistencia—. Deja que esto lo arreglen los mayores.

—¡Eh, tú! —De repente unas manos con garras tiraron de mí. No tenía intención de montar gresca delante de un juez celestial, así que dejé que tirasen de mí hasta que estuve de pie, aunque para cuando hube recuperado el equilibrio, Grasuza casi me había arrancado la chaqueta—. ¿Cómo te atreves? —preguntó con un gruñido, pero sin demasiada convicción. Creo que estaba exagerando de cara al juez.

—Calmaos todos —dijo Sam interponiéndose entre el demonio y yo. Me ayudó a ponerme de nuevo la chaqueta y me dio unas palmaditas con un cuidado casi paternal. Sam y yo hemos pasado muchas cosas juntos—. Solo ha sido un malentendido —añadió, fulminando al chaval con la mirada.

Vozatroz también estaba levantándose. Parecía convencido de que él lo había entendido todo perfectamente: su mirada asesina podría haber levantado ampollas en la pintura.

—¿Un malentendido? —preguntó Grasuza mirándonos a todos. Una expresión de indignación calculada retorció sus desagradables gestos y los convirtió en algo aún menos encantador—. ¿Acaso he entendido-algo-mal —remarcó las palabras— cuando me ha parecido oír a un aprendiz, que no ha prestado juramento ni se ha identificado ante este juez, interrumpiendo a un fiscal? ¿O ha sucedido de verdad...?

—¿Qué Ha Querido Decir? —preguntó el juez. Cada una de sus palabras sonó como una campana de plata en un campanario, alta y vibrante, e interrumpieron a Grasuza justo cuando se lanzaba a una floritura oratoria. Xathanatron volvió su mirada sin rostro hacia Clarence—. Habla, Niño. Tienes Mi Permiso.

—Su marido... también... ¡también le robó a ella! —En su honor hay que reconocer que el chaval al menos parecía debidamente aterrorizado al ver en qué berenjenal se había metido—. Le robó su juventud.

—Qué chorrada —dijo Grasuza con la expresión de alguien obligado a contemplar una larga función teatral de primaria desde la calle y bajo la lluvia.

Clarence se volvió para mirar al juez de frente.

—Desde el día que se casaron, su marido solo le hacía el amor una noche al mes, como... como si fuese un trabajo. Sin... preliminares y sin besarse. Luego se daba media vuelta y se iba a ver la tele. —El chico se había puesto colorado y estaba avergonzado—. Después de tener a su cuarto hijo, no volvió a hacerlo. Le dijo a su mujer que se había descuidado. Que le daba asco. —Miró a la difunta, pero Silvia Martino parecía absorta en un recuerdo o incluso en un sueño, con la mirada perdida—. Eso es robar, ¿no? —concluyó.

Supe que no debería haber dejado que el chaval hablase con ella. Me entraron ganas de darme un puñetazo en los huevos por haberlo permitido. ¿Cuándo le había sonsacado toda aquella información? Hasta Sam parecía sorprendido, y eso que él había hablado con su ángel de la guarda.

El juez, al no convertir a Clarence inmediatamente en una nube de vapor caliente, dio a entender que iba a admitir aquella prueba. Sam sabía que a caballo regalado no debía mirarle demasiado el diente, así que adornó su recapitulación con un tono de sufrimiento trágico y cruzó la línea de llegada a lomos de aquel jamelgo.

Aun así, no estaba nada seguro de cuál sería la decisión de Xathanatron, pero cuando vi que una columna de luz lavanda envolvía a la difunta Silvia Martino y Grasuza adoptaba una expresión que hacía suponer que a un letrado del Infierno iba a caerle una buena bronca, supe que todo había terminado y que Sam había ganado.

De pronto, la difunta desapareció. Grasuza ahuecó el ala unos segundos después, en silencio y visiblemente enfadado. Vozatroz me señaló con un dedo tembloroso.

—¡Eres hombre muerto, Dollar! —gruñó, pero su voz todavía se oía un poco débil a causa de su tráquea dolorida por la presión que mi rodilla le había ejercido antes. Unos segundos después salió tras Grasuza por la herida brillante. Salvo el juez, todos los presentes en aquel momento congelado éramos ángeles.

—Enhorabuena —le dije a Clarence—. Hoy te has creado tus primeros enemigos.

—¿Cómo?

—Y no solo en el otro equipo —añadió Sam—. Si vuelves a hacerme algo así, chaval, nunca encontrarán todos los trocitos.

—¿Trocitos...?

—De tu cuerpo —contestó, y negó con la cabeza, asqueado—. Si se te ocurren más ideas brillantes, nos las cuentas a Bobby o a mí primero.

Me fijé en que Xathanatron, para mi gran inquietud, parecía estar mirándome. Confiaba en que al alto ángel le hubiese pasado inadvertido el altercado con Vozatroz.

Se Requiere Tu Presencia En La Ciudad Celestial, Ángel Doloriel —me dijo la columna de luz. Sam y el chaval no lo oyeron, pero yo lo escuché a un volumen tan brutal que los pómulos se me quedaron doloridos—. Tu Arcángel Desea Hablar Contigo.

Y entonces el gran resplandor desapareció.

—Vamos —me dijo Sam—. Ya es hora de volver. Voy a invitar a Clarence a un helado. Después de todo, hemos ganado el caso.

A mí me dio sed; así es como reacciono a los finales felices. Aunque, ahora que lo pienso, a los finales tristes reacciono exactamente igual.