CAPÍTULO 2

No hay secreto que el tiempo no revele.

JEAN RACINE

Robert Norton y Katie Coleman se casaron una espléndida mañana de principios de mayo de 1938 en la iglesia de Tuskegee. Los invitados pudieron degustar un delicioso ágape, servido por una legión de camareros y criados negros ataviados con impolutos uniformes, en el amplio jardín de la casa de los Coleman, una vasta construcción de dos plantas, con un gran porche y cuatro altas columnas, que se alzaba señorial mostrando el prestigio de sus propietarios.

La única rebeldía que había mostrado Katie a lo largo de su vida frente a la rígida educación sureña inculcada por su madre había sido enamorarse del hombre inadecuado. Los Coleman, o más bien la señora Coleman, habían pretendido hasta el último minuto casar a su hija con Lucas Ewell, cinco años mayor que Katie, hijo del socio y amigo del señor Coleman y médico del instituto del hospital John Andrews. Sin embargo, los ardides que empleó la señora Coleman para separar a Katie y Robert en beneficio de Lucas Ewell habían resultado fallidos, y no hubo más remedio que ceder ante la evidencia de un embarazo en ciernes. Una vez asumido lo inevitable, y antes de que el escándalo fuera aún mayor, la mujer aceptó de mala gana aquel enlace que, en su opinión, empezaba con mal pie, por mucho que se dijera que un hijo era una bendición de Dios para una pareja de recién casados. Por su parte, el señor Coleman acogió la noticia con alivio: Robert Norton le agradaba para su Katie mucho más que el insoportable hijo de su buen amigo Ewell, quien, por cierto, encajó muy mal la derrota.

Los padres de Robert Norton regentaban un exitoso restaurante en el centro de Tuskegee que se había hecho famoso por su cerveza bávara y sus salchichas Frankfurter o Weisswurst, buena comida al más puro estilo alemán. Desde muy pequeños, Robert y su hermana Rose ayudaban a sus padres en el negocio siempre que las clases y los estudios se lo permitían, en fines de semana o vacaciones. Wolfgang Norton creía firmemente que la educación era el camino más seguro para enfrentar la vida y lo que les permitiría llegar hasta donde se propusieran, por eso puso todo su empeño en proporcionársela a sus dos hijos. Su esposa y él trabajaron hasta la extenuación, ahorrando cada penique con el fin de que sus vástagos pudieran llegar a la universidad. A pesar de los efectos perniciosos para el empleo en los años que siguieron a la Gran Depresión, el señor Norton envió a su hija Rose a una universidad privada en Boston, donde se graduó en Medicina con unas notas excelentes. Unos años después lo hacía en Derecho su hermano Robert en Harvard. Rose, cuatro años mayor que él, encontró trabajo en el hospital John Andrews de Tuskegee, aunque no como médico, sino como asistente del doctor Lucas Ewell. Era algo más que una enfermera, pero con menos capacidad de decisión que su jefe.

Robert había estado formándose como abogado durante un año en el prestigioso bufete Makenzie & Cooper, situado en el corazón de Manhattan, pero, a pesar de la insistencia de los socios del despacho, que le querían en su equipo, optó por regresar a Tuskegee junto a Katie, la mujer de la que estaba enamorado desde los quince años. En el momento de casarse con ella llevaba un año trabajando con Samuel Keating, un yanqui procedente de Nueva York muy comprometido con la defensa de los derechos de los negros.

Oliver Coleman era el hermano mayor de Katie. Había nacido el mismo día que Robert Norton y a muy poca distancia uno de otro. Oliver y Robert hicieron buenas migas desde muy niños, aunque nada tenían que ver entre ellos. Oliver era impulsivo, vanidoso, obstinado, pero también un loco encantador y muy divertido; se atrevía a hacer aquello que el sensato Robert jamás habría hecho, lo que, en varias ocasiones, había puesto a Norton en serios aprietos. Los dos amigos habían asistido juntos a la universidad, pero Oliver no se dedicó a la abogacía, sino que se convirtió en ayudante del fiscal, ya que su padre, el señor Coleman, era el fiscal del distrito con aspiraciones de alcanzar alguna de las altas esferas jurídicas de Washington.

Los recién casados ocuparon una preciosa casa, regalo de boda del señor Coleman. Tenía dos plantas y un porche en la parte delantera. Se encontraba al norte de la ciudad, cerca de la casa principal de la familia Coleman y algo alejada del centro.

Katie llevó mal el embarazo y, para cuidar tanto de la madre como del futuro bebé, Robert Norton contrató a Maudi, una mestiza marcada por «la regla de una gota»: hija de padre blanco y madre negra, a Maudi no la aceptaban los blancos porque era medio negra, y tampoco la querían los negros porque tenía sangre blanca y no se fiaban de ella. Robert la conocía desde hacía años, ya que en muchas ocasiones los había cuidado cuando eran pequeños mientras su madre estaba en el restaurante. Maudi era trabajadora y cariñosa con los niños, y además sabía leer y escribir. Katie estuvo de acuerdo, pero tuvo que bregar con la oposición de su madre, que había pretendido imponer a su propia candidata. Katie estaba encantada con Maudi porque no la dejaba hacer nada. La nueva señora Norton había sido educada para el matrimonio siguiendo la antigua tradición de las damas sureñas propietarias de grandes plantaciones de algodón, según la cual la mujer asumía la gestión del nuevo hogar, poniendo orden, delicadeza y refinamiento. Katie había adquirido todas estas virtudes, pero carecía de carácter, nada que ver con su madre; ella se dejaba llevar, rechazaba cualquier cosa que supusiera un esfuerzo, le asustaba asumir responsabilidades, todo lo delegaba en otros; su mayor virtud era estar siempre perfecta, su pelo rubio recogido en un moño impecable, sus labios pintados, su ropa sin tacha y sus zapatos limpios. Era elegante y exquisita en sus formas, anfitriona ideal en cualquier evento y conseguía que todos los que la rodeaban se sintieran a gusto. También era dulce y alegre, aunque le faltaba la chispa de su hermano Oliver. El gran problema de Katie era la presión constante que su madre pretendía ejercer sobre ella. Ella trataba de desprenderse de su acoso, pero resultaba complicado, porque la señora Coleman siempre estaba presente, opinando, calculando, organizando la vida de los recién casados.

A finales de octubre de aquel año llegaba al mundo el pequeño Ben, diminutivo que se le impuso desde su primer día de vida para diferenciarlo de su abuelo materno, Benjamin Coleman.

Robert Norton tenía un viejo Chevrolet de 1920 muy deslustrado, incómodo y sin capota que avergonzaba a Katie. Él se resistía a cambiar de coche, ya que cumplía su cometido de llevarle y traerle cuando lo necesitaba, que era en muy pocas ocasiones. Le gustaba salir temprano y caminar hasta el centro de la ciudad. Solía almorzar en el restaurante de sus padres, que le pillaba muy cerca del bufete de Samuel Keating. Se sentaba en un extremo del local, cerca de la puerta de la cocina, y mientras comía, observaba a su madre ir y venir cargada con varios platos estratégicamente distribuidos en sus brazos, que iba dejando en las mesas con sorprendente habilidad. Su padre atendía a los clientes en la barra. Resultaba muy gratificante verlos siempre con una sonrisa, siempre alegres, dispuestos a cuidar lo mejor posible a su clientela. Hacía tiempo que habían contratado a una cocinera, la señora Molly, una negra de ojos grandes y saltones, pecho enorme y gruesos brazos, vestida siempre con un delantal almidonado que le cubría el cuerpo y un turbante blanco atado a la cabeza. La mujer había conseguido coger el punto «alemán» a todo lo que se servía en el restaurante. También habían tenido que contratar a un camarero para que los ayudase cuando los dos hermanos Norton se marcharon a estudiar fuera. El acceso al restaurante era el mismo para los blancos y los negros, pero, debido a las presiones recibidas por parte de las autoridades, tuvieron que habilitar una sección aparte para los negros, con el fin de que algunos clientes blancos, demasiado escrupulosos, no se sintieran agraviados al tener que compartir espacio con la gente de color.

Las cosas marchaban bien en la vida de Robert Norton, tenía un trabajo que le gustaba, estaba con la mujer a la que amaba, Ben crecía feliz y aquel nieto había colmado de felicidad a sus padres, conscientes de las pocas posibilidades que tenían de que su hija Rose, siempre independiente, aceptase algún día atarse a un hombre y mucho menos tener hijos. La plácida vida de Tuskegee parecía transcurrir sin demasiados sobresaltos; las gentes solían murmurar lo de siempre, los chismorreos se extendían siguiendo su curso habitual, los domingos las mujeres y los niños se bañaban y los hombres se afeitaban para acudir a la iglesia con sus mejores trajes.

Todo empezó a torcerse la madrugada del 1 de enero de 1939. Después de la cena en casa de los padres de Katie, y de cantar juntos Auld Lang Syne, Oliver Coleman invitó a su amigo y cuñado a tomar unas copas en el centro de la ciudad para celebrar la llegada del nuevo año. Se les unió Lucas Ewell y uno de sus asistentes en el hospital, un tipo provocador y pendenciero de nombre Hightower, quien desde hacía tiempo pretendía conquistar a Rose Norton, a pesar de que ella le había dejado claro que no le interesaba en absoluto. La noche transcurrió de un bar a otro cargada de música, alcohol y tabaco. Bien entrada la madrugada, los cuatro hombres regresaban a casa en el nuevo Buick verde de Oliver Coleman, que conducía a demasiada velocidad cuando, a la luz de los faros, aparecieron de repente un grupo de jóvenes que caminaban por un lado de la carretera. Para evitar el atropello, Oliver se vio obligado a dar un súbito volantazo y frenar en seco. Por suerte, los ocupantes del coche solo se llevaron algún que otro golpe y algunas magulladuras sin mayor importancia, pero Oliver estaba furioso. Él fue el primero en bajar del auto, seguido por Lucas Ewell y Hightower, este muy borracho. Robert, que viajaba atrás, fue el último en abandonar el vehículo. El grupo al que estuvieron a punto de atropellar lo formaban tres chicos y dos chicas de color, todos muy jóvenes, ninguno de ellos había cumplido los veinte años. Permanecían inmóviles en medio del camino, aún impactados por el susto. No dijeron nada, solo esperaban, atentos a que ninguno de los ocupantes hubiera sufrido un percance de gravedad.

Hightower, Oliver y Lucas comenzaron a insultarlos y se fueron hacia ellos enfurecidos. Con ademán protector, los chicos se pusieron delante de las dos chicas y uno de ellos, el más alto, vestido con un pantalón azul de dril, camisa blanca y un sombrero echado hacia atrás, trató de calmar los ánimos.

—Lo siento mucho, señor —dijo con amabilidad—. Mis amigos y yo esperamos que no hayan sufrido ningún daño.

Hightower se plantó delante del chico con una expresión mezcla de amenaza y soberbia.

—¡Maldito negro de mierda! —rugió fuera de sí ante el tono sereno de aquel chico—. Que lo sientes... Dices que lo sientes... —Con la respiración desacompasada y sin dejar de mirarle, se desabrochó el cinto de cuero del pantalón y lo agarró por la parte contraria a la hebilla—. Yo haré que lo sientas de verdad.

Alzó la mano y le soltó un latigazo con toda la fuerza de su brazo. El chico se inclinó a un lado, pero no pudo evitar que le atizara en la cara.

Los demás se apartaron asustados, caminando hacia atrás, agarrados unos a otros, buscando apoyo para defenderse. Oliver y Lucas permanecían flanqueando la figura de Hightower, uno a cada lado, con la misma actitud arrogante y malévola.

—¡Arrodíllate, maldita sea! —gritó Hightower con autoridad, blandiendo la correa—. Bésame las botas si no quieres que te azote hasta arrancarte la piel, a ti y a todos tus sucios amigos.

El muchacho se quedó quieto, con más respeto que miedo.

—Señor, le he pedido disculpas...

—¡Te he dicho que te arrodilles! —bramó Hightower señalando hacia el suelo, y volvió a fustigar el cinto sobre sus hombros.

Las risas beodas de Oliver y Lucas rompían el tenso silencio. Robert alzó la voz, detrás de ellos.

—Déjalo ya, no ha sido culpa suya. Oliver iba demasiado rápido. Vámonos a casa de una vez. Estoy cansado.

Hightower ni siquiera se movió. No dejaba de mirar al joven negro que se mantenía frente a él con una dignidad vacilante.

—Agáchate y bésame la bota o lo lamentarás. —Esta vez el tono fue muy pausado—. Hazlo...

El chico miró un instante a sus amigos, que permanecían a un lado, paralizados por la amenaza y el miedo. Luego, en medio de un estremecedor silencio, miró al suelo, se arrodilló lentamente, primero una rodilla, luego la otra, se inclinó para bajar la cabeza, y justo cuando estaba a punto de tocar la bota, Hightower lanzó el pie contra el rostro del chico. El golpe le tiró al suelo. El chico miró perplejo a su agresor con la mano en el labio partido y se levantó con movimientos pausados.

Los tres hombres reían a carcajadas. Robert lo observaba todo desde la distancia, apoyado el cuerpo en el coche, deseando zanjar aquel circo.

—Hazlo otra vez —ordenaba Hightower—. Arrodíllate y besa mis pies. Has estado a punto de matarnos a los cuatro, así que te arrodillarás y me besarás las botas cuatro veces, para resarcirnos a todos... —Señaló con el dedo al suelo—. ¡Vamos!

Robert perdió la paciencia; avanzó hasta situarse entre el muchacho y Hightower, y le miró a los ojos.

—Basta ya —repitió—. Deja que se vayan.

—Tú ¿qué eres? —le espetó el otro—. ¿Un defensor de niggers?

—No, no lo soy —habló con un deje irritado—. Me importan un bledo los negros y tus ajustes de cuentas con ellos. —Mentía, no le gustaba ese acoso a los negros por el mero hecho de serlo, pero no le apetecía discutir sobre ese asunto con Hightower—. Lo que quiero es irme a casa. Y tú deberías hacer lo mismo. Es muy tarde...

Hightower hizo una mueca. Miró a Oliver, que estaba a su derecha, y su labio superior se alzó un instante. No era una sonrisa. Luego se giró a su izquierda, donde Lucas le observaba atento. En la expresión de los tres hombres había un reflejo de mofa por la intervención de Robert.

—Está bien —dijo abriendo los brazos con aire socarrón—, está bien... Vayámonos a casa... Dejemos que estos perros sarnosos se marchen sin un escarmiento.

Se dio la vuelta y se agarró a Oliver Coleman echándole el brazo por los hombros. Cuando Robert echó a andar hacia el coche, Hightower se giró de forma imprevista y trató de embestir al chico negro, que logró esquivarle con un hábil movimiento. Con el impulso, Hightower perdió el equilibrio, trastabilló unos pasos hacia delante y cayó de bruces contra el saliente de una roca al borde de la carretera.

El golpe sonó fuerte y seco. Durante unos largos segundos, todos permanecieron quietos, expectantes a la reacción de Hightower, que continuó inmóvil en el suelo, las piernas abiertas, los brazos dislocados sobre la tierra y la cabeza ladeada contra el suelo, iluminada la escena por los faros del coche. Oliver se acercó a él, le dio con el pie manteniendo apenas el equilibrio que le había arrebatado el exceso de whisky.

—Vamos, levántate, no seas capullo.

Pero Hightower no lo hizo. Lucas Ewell se inclinó hacia él y se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos; sin embargo, no había mirada en ellos y un hilo de sangre le manaba de la sien. Alarmado, le buscó el pulso.

—Está muerto —dijo con la voz ahogada mientras se levantaba lentamente.

Un silencio sepulcral condensó el aire húmedo de invierno haciéndolo irrespirable.

—¿Muerto? —preguntó Oliver Coleman, con la dicción beoda—. No puede ser...

Ewell se acercó hasta el grupo de chicos y se enfrentó al que había hablado.

—Sé quién eres, maldita sea. No te había reconocido hasta ahora porque de noche sois todos iguales... —Hacía un esfuerzo por que su voz gangosa fuera clara—. Eres el hijo de John Sanders, ese malnacido...

Los chicos tiraron de su amigo para alejarse. Estaban muy asustados. Robert se acercó hasta ellos.

—¡Marchaos de aquí! —les gritó—. Vamos, largaos de una vez.

—¡No te escaparás, Sanders! —bramó Ewell con el puño en alto—. Dile a tu padre que me cobraré mi venganza.

Los chicos se alejaron muy despacio, hasta que, a una cierta distancia, con la confianza suficiente, echaron a correr y desaparecieron en la oscuridad.

 

 

Jimmy Sanders fue detenido en la tarde del día siguiente acusado de asesinar a Brent Hightower. De nada sirvió la versión que ofreció Robert Norton, ya que tanto Oliver como Lucas se pusieron de acuerdo para alegar que, cuando sucedió todo, Robert dormía la mona en el interior del coche y, por lo tanto, no pudo ver nada. El hecho de que Oliver Coleman, ayudante del fiscal de distrito, hubiera sido testigo directo y declarara que Hightower había sido atacado y golpeado de forma violenta por el acusado bastó para que se le imputase su asesinato. Los testimonios de los amigos de color de Sanders no se tuvieron en cuenta.

—Quiero defender a Jimmy Sanders.

Robert Norton había contado todo lo ocurrido a Samuel Keating. Este le había escuchado con atención, sin interrumpirle, hasta que oyó esa frase de labios de su protegido.

—¿Eres consciente de que el fiscal del distrito al que te enfrentarás es tu suegro? ¿Cómo crees que se lo va a tomar Katie? —preguntó, pero Norton mantuvo un mutismo reflexivo—. Si te embarcas en este asunto es muy probable que se cree un grave conflicto en tu matrimonio.

Robert bajó la cabeza con la intención de ocultar la duda en sus ojos. Negó con un leve movimiento y volvió a alzar la cara, mirando de nuevo a su jefe.

—Yo vi lo que pasó... —Le miró con los ojos graves, fijos, y habló con voz serena—. Fue un accidente, señor Keating. Ese hombre es inocente. Es la verdad.

Keating resopló.

—La verdad es la que se forme el jurado con los elementos que ellos elijan, no con lo que tú aportes. —Le observaba con las pupilas apagadas—. Robert, aquí no hablamos de lo que es justo o injusto o de lo que es cierto o una burda mentira. Debemos bregar con las leyes y costumbres que tenemos, no nos queda otra. Ni una sola vez he salido airoso de un juicio defendiendo a un hombre de color acusado de un delito contra un blanco. En un caso semejante, los miembros del jurado seguirían pensando que el negro es culpable, aunque les diera con las pruebas más irrefutables en la cabeza. Esta clase de escrúpulos son muy difíciles de cambiar.

—Pero aun así usted los defiende.

—Porque estoy convencido de que es necesario hacer valer los derechos de todo ser humano, el derecho a un juicio justo, cualquiera que sea el crimen por el que se le acusa. Pero eso no quiere decir que los que componen los jurados se atengan siempre a la justicia que yo defiendo. Ellos lo entienden de otra manera, y muy poco se puede hacer ante eso.

—Entonces, ¿de qué nos sirve la justicia? ¿Para qué tenemos tribunales?

—La justicia está para ejercitarla, y los tribunales para hacer cumplir la ley, aunque cuando se trata de negros esa ley se retuerza sin apenas consecuencias, salvo para ellos. —La firmeza de Keating se acompasaba con la tranquilidad de su expresión—. La mayoría de los blancos de esta ciudad cumplen con sus obligaciones como ciudadanos, son padres diligentes, buenos maridos o esposas virtuosas, trabajadores responsables, acuden puntuales a la iglesia cada domingo y dan limosna al necesitado. Pero cuando se trata de prejuicios instalados en lo más profundo de la conciencia, olvidan todo lo que los hace honrados vecinos y se vuelven animales rabiosos sedientos de venganza, una venganza que ni les concierne ni les aporta nada, ni siquiera la satisfacción de ver reparado un daño, porque no es su daño, pero la perversión de las costumbres arraigadas hasta la médula o el temor a ser señalados por el resto los incapacita para actuar de otra manera.

Los dos hombres se mantuvieron callados durante un rato. Keating encendió un cigarro con parsimonia, aspiró el humo y lo expulsó lentamente entre los labios. Tenía ese aire de inquebrantable respetabilidad que siempre había apreciado Norton.

—Yo he pagado un precio muy alto por defender este tipo de casos, muchacho. Mi esposa no pudo soportarlo... Ella no pudo soportar la presión. —Se llevó el cigarrillo a la boca con la expresión ensombrecida—. Ni un solo día he dejado de preguntarme si podría haber evitado su muerte.

—Fue un infarto, señor Keating. Nadie podía prever lo que pasó.

Keating le miró y le dedicó una apesadumbrada sonrisa.

—O tal vez sí... —murmuró cabizbajo.

En los días previos al fallecimiento de la señora Keating, estaba a punto de celebrarse un juicio en el que se acusaba a tres hombres de color de violar a una mujer blanca. Samuel Keating era el abogado de los tres hombres. Él intuía que su esposa había sufrido en la tienda el acoso de miembros del Ku Klux Klan para que le convenciera de que abandonase el caso. Ella nunca le habló del asunto. Dos días después de enterrar a su esposa, el señor Keating se presentó en el juicio, defendió a los tres chicos, demostró con pruebas inequívocas que la chica no fue violada por los acusados sino por el que era su prometido, al que trataba de proteger con aquella infame acusación; sin embargo, el jurado, formado por doce hombres blancos, condenó a los acusados por unanimidad. A pesar de que Keating presentó la apelación a la sentencia, unos meses después fueron colgados.

El silencio fue una muestra de respeto. Al cabo, Robert habló en tono sosegado, firme, poniendo énfasis en su convencimiento.

—La madre de Sanders ha venido esta mañana a primera hora para pedirme que defienda a su hijo. Está dispuesta a venderlo todo para pagarme. Ella sabe que yo le vi. Tengo que hacerlo, señor Keating, yo soy su única esperanza.

Keating le observó con una mezcla de prudencia y admiración.

—Si defiendes a Jimmy Sanders, habrá consecuencias graves. No solo para ti, también afectará a tu familia: tus padres, tu hermana, tu hijo, incluso Katie se verá perjudicada, a pesar de ser una Coleman. Yo estoy solo, no me importa que haya gente que aparte la mirada a mi paso, que me llamen amanegros o me señalen. Conozco bien al fiscal Coleman —insistió—. Las presiones serán muchas. No se detiene ante nada, tampoco lo hará contigo por muy yerno suyo que seas, incluso tal vez actúe con más saña por eso mismo... Sin contar con ese indeseable de Lucas Ewell, que hará lo que sea por salirse con la suya. He ahí todos los ingredientes para la tormenta perfecta. Hay que tener la sangre muy fría para soportar la presión, o nada que te ate a este mundo.

—Señor Keating, desde que tenía quince años he asistido a todos los juicios en los que usted actuaba. Me resultaba admirable la dignidad y el pundonor que mostraba en el estrado. Me hice abogado porque quería ser como usted... —Le miró con insistencia, buscando su aprobación—. Una vez le oí decir que la victoria no está en la sentencia. La victoria se halla en la conciencia de cada uno.

Sin dejar de mirarle, Samuel Keating apagó el cigarrillo aplastando la colilla en el cenicero y expulsó el humo entre los dientes. Alzó las cejas, abrió sus manos y asintió.

—Está bien, Norton, si eso es lo que quieres, no te dejaré solo en esto. Me tendrás a tu lado.

Se estrecharon la mano como señal de mutuo compromiso. Keating sonrió con una expresión de orgullo por su discípulo. Tenía cuarenta y cinco años; era bajo de estatura, robusto de cuerpo, su abundante pelo castaño empezaba a encanecer por las patillas; sus ojos eran oscuros y risueños, aunque en su mirada siempre había un reflejo de melancolía. Se había instalado en Tuskegee, renunciando a un prometedor futuro profesional en el norte, tan solo por complacer los deseos de su esposa de regresar a su Alabama natal, donde residía su madre enferma, que regentaba una tienda de telas en el centro de la ciudad. Al fallecer la madre, la señora Keating se había hecho cargo del negocio. Una mañana la señora Keating no despertó. El señor Keating cargó con la angustiosa sensación de culpa de haber provocado el infarto que había acabado con la vida de su esposa.

 

 

—¿Cuándo pensabas decírmelo? No puedes hacerme esto, Robert. No es posible que nos hagas una cosa así.

Katie estaba furiosa. Se movía de un lado a otro, los puños apretados, dirigiéndose a su marido, que permanecía sentado en el sillón junto a la chimenea. La madre de ella lo observaba todo desde la otra butaca, muy tiesa, muy seria, los labios prietos, haciendo un gran esfuerzo para no soltar lo que le pasaba por la cabeza. Había sido ella quien había llevado la noticia a su hija: su marido sería el abogado defensor de un negro, en contra de su propio padre y de su hermano. A la señora Coleman, el solo hecho de pensarlo le provocaba escalofríos.

—Es la comidilla de toda la ciudad —objetó esta sin poder reprimirse con una expresión ofendida—. Si sigues adelante con esto, se convertirá en un escándalo que nos salpicará a todos.

—Vas a actuar contra mi padre —intervino Katie nerviosa—. ¿Cómo crees que voy a asumir todo esto?

—Con naturalidad, Katie —respondió él dedicándole una sonrisa a su esposa—. Tu padre es fiscal, yo soy abogado defensor, cada uno tenemos nuestro cometido y cumplimos con nuestra obligación...

—No, Robert —le interrumpió fuera de sí—. No puedes hacerlo. Tú no. Que lo haga ese Keating. No te expongas, te lo suplico.

Robert tenía los ojos puestos en el fuego. El niño rompió a llorar. Él se levantó y fue hacia el capazo, pero Maudi entró como una exhalación en la sala y le cogió en brazos antes de que su padre llegara a alcanzarle. Robert acarició la manita del bebé y se la llevó a los labios con un beso mientras le dedicaba unas tiernas palabras en alemán.

—No le hables en ese idioma, por el amor de Dios —le recriminó Katie incómoda al advertir la expresión de horror de su madre.

Robert hizo un gesto a Maudi para que se llevara al niño. Se volvió hacia su esposa, las manos entrelazadas a la espalda, la expresión tranquila, a la par que su conciencia.

—Te he contado lo que pasó, Katie. Ese chico es inocente.

—Mi hermano y Lucas dicen que estabas tan borracho que no te enteraste de nada.

—Por lo que veo, los crees a ellos y no a mí.

—¿Por qué iban a mentir? —preguntó indignada la señora Coleman.

—No lo sé —contestó Robert airado—. Debería preguntárselo usted a su hijo. Lo que sí le aseguro es que yo no miento.

—Qué importa eso, Robert —replicó su esposa—. Se trata de un negro. No puedes poner en peligro nuestra reputación, mancillar el nombre de los Coleman por querer emular a ese loco de Keating, que te llena la cabeza de pájaros...

—Un comunista —recalcó la señora Coleman con un tono envenenado—. Eso es lo que es, un sucio judío y un peligro para la estabilidad de esta ciudad. Siempre lo ha sido.

Robert se revolvió hacia ellas indignado por primera vez.

—No es ningún loco —dijo a su esposa enfadado—. Y no es comunista ni judío —rebatió con aspereza a su suegra—. No tiene usted ni idea de lo que dice.

—Pues deja que le defienda él —insistió Katie suplicante—. No nos hagas esto.

Robert relajó de nuevo el gesto. Se acercó hasta ella, la tomó con suavidad por los hombros y la besó en la frente. Le sonrió mostrando ternura en sus ojos.

—Lo siento, Katie, debo hacerlo yo. —La soltó, se dio la vuelta y se alejó unos cuantos pasos hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo—. Quiero que quede clara una cosa: he sido yo el que ha elegido defender a ese chico. La decisión es mía, no de Keating. Y lo voy a hacer hasta el final, cueste lo que cueste, porque se merece una defensa como cualquiera, y porque es inocente.

Cuando salía de su casa vio llegar el fastuoso Lincoln Model K Coupe conducido por el señor Coleman. Norton ralentizó el paso y el coche frenó a su lado. Esperó a que su suegro descendiera y los dos hombres quedaron frente a frente.

—Buenos días, Robert. ¿Está mi esposa en tu casa?

—Sí, señor Coleman, está con su hija.

Robert hizo ademán de seguir su camino, pero la voz de su suegro le retuvo.

—¿Piensas hacerlo?

—Debo hacerlo, señor.

Coleman se mantuvo en silencio durante un rato, analizando a su yerno.

—Seré implacable, Robert.

—No espero otra cosa de usted, señor.

—Nos veremos en el juicio, entonces. —Coleman se tocó el sombrero y esbozó una leve sonrisa—. Te deseo suerte, muchacho, la vas a necesitar.

Le dio una palmada en el hombro y se adentró en la casa. Norton observó cómo se alejaba. Sentía por aquel hombre un gran respeto. Bajo su gesto severo se escondía un ser humano sosegado y afable. Era un gran conversador, sus opiniones resultaban interesantes y siempre tenía la sensación de aprender cosas de él. En su juventud había sido uno de los más asiduos al restaurante de sus padres y tenía muy buena relación con su padre, hasta que se casó con la señora Coleman; entonces tuvo que alejarse de la gente basura, como ella llamaba a los que no consideraba de su clase. En alguna ocasión, después de varias copas, le había llegado a confesar a su yerno cuánto echaba de menos los platos alemanes de los Norton.

Robert emprendió el camino en dirección al centro de la ciudad. Pasó por delante de la carpintería del señor Joyce, que le había construido una preciosa cuna para su hijo, además de algunos de los muebles que decoraban su nueva casa. El hombre estaba sentado en la bancada de la puerta, muy concentrado, tallando una figura en un trozo de madera.

—Buenos días, señor Joyce —saludó Robert con amabilidad.

El carpintero alzó la vista, le miró un instante, escupió al suelo y siguió con su tarea, ignorando el saludo. Robert se detuvo, extrañado.

—Señor Joyce —su tono era suave y cordial—, le he dicho «buenos días».

—No saludo a un amanegros —replicó sin levantar la vista de su tablero—. Váyase al diablo, Norton, usted y todos sus amigos niggers.

Robert le observó unos segundos: su pelo cano, sus manos angulosas y fuertes, su mandil de cuero y sus botas recias. Decidió no responder a la ofensa y continuó su camino hasta llegar al restaurante de sus padres. Estaba casi vacío, algo nada habitual a esa hora de la mañana. Vio a sus padres hablando al final de la barra. Robert se acercó hasta ellos y se sentó al otro lado del mostrador.

—Buenos días, hijo —dijo su madre en alemán—. ¿Cómo está mi pequeño Ben?

—Creciendo, madre, y llorando mucho. Resulta agotador, sobre todo para la pobre Katie. Menos mal que está Maudi, no sé qué haríamos sin ella.

—Es hijo de su padre; menudas noches nos diste en tu primer año.

—Matilda, tráele un café al chico.

—Muy cargado, por favor —lo aceptó Robert.

Miraba a su padre, que a su vez le observaba con esos ojos escrutadores que él conocía tan bien. Cuando su madre se alejó para preparar el café, Robert dirigió la mirada hacia el local.

—¿Qué pasa hoy? ¿Por qué hay tan poca gente?

El padre arqueó las cejas. Con expresión seria, apoyó los codos sobre la barra para acercarse más a su hijo.

—Se han enterado todos, Robert. Ayer por la tarde estuvieron aquí tu cuñado Oliver con ese Lucas Ewell y otros dos fanfarrones que desprecian el más común de los sentidos que es la convivencia pacífica de un pueblo pacífico. A esa hora el local estaba lleno a rebosar. Gritaron como hienas asustando a todo el mundo; nos acusaron de proteger a los negros, incluso se metieron con la señora Molly. —Wolfgang soltó una risotada—. Si la hubieras visto... Se puso hecha una fiera con ellos. Casi los atiza con una sartén.

—¿Os hicieron algo? —se alarmó a pesar de las risas de su padre.

—No, no... No te preocupes. Son inofensivos. Fue algo desagradable, nada más.

Matilda Norton se acercó con el café y unos huevos revueltos con tostadas. Robert apartó el plato que le había puesto delante.

—Solo quiero café, gracias. No tengo hambre.

—No permitas que esa gente te quite el apetito, Robert —le dijo ella.

Volvió a acercarle el plato con esa expresión persuasiva que solo una madre puede mostrar. Robert cogió el tenedor y, cabizbajo, hurgó en el revuelto sin llegar a llevárselo a la boca. En ese momento se oyó tintinear la campanilla de la puerta y su hermana Rose apareció con gesto serio. Llevaba un vestido de flores bajo un abrigo de lana gris y un sombrero de fieltro color canela. Las botas de hombre le daban un aire recio a su forma de caminar. En cuanto los vio, se acercó a ellos. Casi nunca llevaba polvos en la cara y tampoco solía pintarse los labios ni las uñas, convencida de que trabajar en el hospital no requería esas fruslerías, pero aquel día Robert notó que sí se había maquillado y sus uñas brillaban con una capa de Cutex Natural. Llevaba un grueso libro bajo el brazo, lo dejó sobre la barra y se sentó junto a su hermano.

—Dame una Coca-Cola, por favor —pidió dirigiéndose a su madre—. Necesito algo que estimule mi mente. —Luego miró a su hermano y le sonrió, dándole un ligero empujón cariñoso en el hombro—. Buena la has montado, hermanito. Ese Lucas Ewell va diciendo barbaridades sobre ti por toda la ciudad, es un indeseable, igual que tu cuñado.

—¿Te han hecho algo?

—Que no se atrevan, que les parto la espalda —dijo convencida. La madre dejó la botella de Coca-Cola delante de su hija. Ella la cogió y bebió un trago—. ¿Cómo ha reaccionado Katie?

—Se lo ha contado su madre... Me insiste en que no puedo hacerlo.

—¿Cómo has dejado que se entere por esa bruja? —criticó su hermana.

—No la llames bruja —le reconvino Matilda.

Robert bebió un sorbo de su café antes de hablar.

—Tienes razón, debería habérselo dicho yo, pero no encontraba el momento. —Tras un silencio incómodo, continuó hablando con los ojos puestos en su padre—: Si os quedáis sin clientes... No quiero crearos problemas.

—No eres tú el que crea problemas —objetó Wolfgang—. Ellos son el problema, y nada ni nadie puede solucionar eso, al menos nosotros no lo veremos.

—No todos —precisó Rose—. Hay mucha gente que no piensa igual, pero tienen miedo a que los señalen, a que la gente deje de comprar en su tienda o se cruce de acera cuando se encuentren con ellos... Hay que entenderlos. La presión es mucha y no todos son fuertes como los Norton. —Alzó el puño cerrado, sonriente.

Robert bajó de nuevo los ojos hacia el plato humeante. Su postura denotaba preocupación.

—Vosotros me habéis enseñado que las cosas en las que uno cree hay que hacerlas, aunque tengan consecuencias. Yo vi lo que pasó, fue un desgraciado accidente. Ese chico es inocente.

—No quiero que te disculpes —dijo su padre con firmeza—, te creemos, y tu deber es defender a ese chico. Y debes hacerlo con la mayor dignidad posible. —Miró el local vacío—. Esto será así durante unos días. Podremos soportarlo. No tardarán mucho en volver. La vida no es la misma sin los deliciosos platos de la señora Molly.

—Tiene razón papá —añadió Rose—, esto no durará mucho. Mientras tanto, habrá que aguantar. —Miró a su madre—. Dile a la señora Molly que me prepare una de sus deliciosas Bratwurst bien tostada, por favor. Me muero de hambre.

Su padre se alejó de ellos para atender a un hombre de color que acababa de entrar.

—¿Qué lees? —Robert señaló el libro que su hermana había dejado sobre la barra.

Ella lo tomó en sus manos, acarició la cubierta y se lo mostró.

Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell.

—He oído hablar de él —afirmó él echándole una ojeada—. Dicen que es muy bueno.

—Refleja como nadie el carácter de esta tierra, aunque creo que trata de blanquear nuestro oscuro pasado. Plantea el dilema de si todo vale con tal de salvar del hambre y la miseria a aquellos a los que amas. Le dieron el Pulitzer hace dos años y están rodando una película. Me quedan cien páginas. Te lo pasaré cuando lo termine para que juzgues tú mismo.

Los dos guardaron silencio. Sabía que algo le preocupaba.

—Imagino que estarás desolada —dijo él en un intento de levantar los ánimos—. Con la muerte de Hightower te has quedado sin pretendiente.

—Hightower era un malnacido —contestó ella en un tono desabrido, como si el hecho de nombrarlo le produjera grima. Luego se quedó callada, mirando fijamente el líquido oscuro de su botella. Arrugó la frente y se giró hacia su hermano—. Robert, ¿qué pensarías...? —Se detuvo y apartó la mirada—. Bah, déjalo... No importa...

Su hermano la miró de reojo. La conocía muy bien. Pese a su aspecto delicado —alta, rubia y muy delgada—, Rose era fuerte como un roble, resolutiva, nada se le resistía. Su seguridad en todo lo que hacía ahuyentaba a cualquier hombre que pretendiera someterla. Era un espíritu libre, como decía su padre.

—Rose, soy tu hermano pequeño, siempre te he escuchado, lo quisiera o no... Suelta de una vez qué es lo que te preocupa. ¿Es por el asunto de Sanders?

—Sanders tendrá la mejor defensa posible gracias a ti, estoy segura. Pero no es eso lo que me preocupa, ni siquiera las presiones que van a ejercer sobre ti y tu entorno. —Echó una rápida mirada al local vacío. Bajó los ojos y encogió los hombros, tensa—. Es muy posible que tenga que marcharme de Tuskegee.

—Habrá buenas razones para ello, imagino.

—Son muchas las razones, una de las principales es que cada vez soporto menos mi trabajo en el hospital. Lo que estamos haciendo con esos hombres es tan repugnante...

—¿Ese experimento? —Ya habían hablado antes de ello.

Ella asintió con un gesto.

—Llevan seis años sin recibir tratamiento, los estamos engañando...

—¿Por qué no lo dejas? Abandona. Te lo he dicho varias veces. Eres médico, no enfermera, tu puesto no es ese. No tienes que estar allí, déjalo de una vez.

—No es tan fácil... —murmuró desencantada—. Ellos, sus familias, sus mujeres y sus hijos, confían en nosotros. Creen que los estamos curando y todo es una mentira. Los utilizamos como conejillos de Indias solo porque son negros.

—¿No hay ni un solo hombre blanco en ese estudio? Seguro que habrá más de uno con sífilis.

—A los blancos se les da medicación, los intentamos curar. Eso no ocurre con los negros.

—Me contaste que en Oslo se había hecho algo similar con hombres blancos.

—Lo de Oslo fue distinto. Se trataba de un estudio retrospectivo de la evolución de la sífilis en hombres ya contagiados y con la enfermedad muy avanzada, y solo duró unos meses. Es cierto que los tratamientos para estas enfermedades venéreas son muy tóxicos, pero se está avanzando mucho, y creo que en poco tiempo habrá una solución más efectiva, al menos para paliar los daños más graves; el deterioro y el sufrimiento a los que aboca la sífilis pueden llegar a ser terribles. Sin embargo, a los hombres de color de Tuskegee no se les está haciendo un estudio con el fin de curarlos, sino para ver cómo evoluciona la enfermedad en sus cuerpos. No es algo terapéutico. Es como si dejásemos que una persona se desangrase por una herida con el único fin de observar cómo reacciona su organismo. —Hizo una pausa con el ceño fruncido, movió la cabeza y la voz salió ronca de su garganta—. Estudié Medicina para curar, no para observar cómo enferman hombres utilizados como cobayas con la pobre justificación de que se hace en beneficio de la humanidad... ¿De qué humanidad? ¿La de los blancos? Es una locura...

Robert arrugó el ceño.

—Me molesta que te vayas por un asunto así, aunque respeto tu decisión.

—No es solo por ese maldito experimento. —Rose le miró y el semblante se le iluminó con una sonrisa—. Hay algo más... —Le agarró la mano con un gesto cariñoso—. Robert, creo que me he enamorado...

Él tardó unos segundos en reaccionar. Nunca antes su hermana había mostrado interés alguno por ningún chico salvo cuando con catorce años se enamoró perdidamente de su profesor de Aritmética, enamoramiento que duró hasta el verano, cuando el profesor se marchó a Virginia para casarse con la hija de un tendero de Richmond.

—Pero eso es fantástico. Mi hermanita, la más dura del condado, por fin ha caído en las redes del amor... Debe de ser un tipo muy especial para que te hayas fijado en él.

—Lo es: interesante, inteligente, guapo, bueno, delicado. En fin, todo un caballero.

—Tiene que ser de fuera porque no se me ocurre un solo hombre en esta ciudad que cumpla con todas esas virtudes. ¿De quién se trata?

Ella sonrió satisfecha.

—En efecto, es de Nueva York, y creo que no le conoces, al menos él no había oído hablar de ti hasta ayer, precisamente por el tema de Sanders. Se llama Caleb Douglas. Es médico especialista en enfermedades venéreas, llegó hace unos meses al hospital. Le han enviado de Sanidad para recopilar información sobre el «experimento Tuskegee».

—Me alegro por ti, Rose. Imagino que cuando él se vaya, te irás con él.

—Caleb podría quedarse. Le han ofrecido un buen sueldo, una casa y ser el director del experimento, pero lo ha rechazado. —Sus ojos estaban fijos en la botella que tenía entre las manos. De repente le miró—. Robert, la razón por la que me iré de Tuskegee es porque aquí Caleb y yo no podríamos casarnos.

Robert la miró mientras asimilaba despacio el sentido de esas palabras.

—¿Caleb es negro?

Ella asintió.

La réplica de Robert surgió ahogada de su garganta.

—Rose, por favor, ten mucho cuidado...

 

 

—¿Te has enterado de esto?

El señor Keating dejó un ejemplar del New York Herald Tribune sobre el escritorio. Robert lo cogió y lo desplegó. Una fotografía ocupaba casi toda la portada: un anfiteatro presidido por una enorme esvástica lleno de hombres uniformados en un orden de apariencia milimetrada.

—¿Es Berlín?

Keating negó con la cabeza y puso el dedo índice sobre el periódico.

—Es el mismísimo corazón de Nueva York. El Madison Square Garden, nada menos, lleno absoluto. Fue hace apenas una semana, el 20 de febrero. Y no es el único acto de apoyo a las políticas de ese fanático de Hitler.

—Parece que el odio se extiende hacia este lado del océano.

—Por desgracia, está anclado en este país desde hace tiempo. En vez de judíos, pon negros y ahí lo tienes. Las leyes de Núremberg que los nazis aprobaron hace cuatro años se moldearon sobre nuestras leyes de segregación de Jim Crow, esa cínica doctrina de «iguales pero separados».

—Mis padres tienen familia en Alemania, primos y tíos que les informan de la complicada situación en la que se hallan los judíos que se han quedado allí. Los acosan y los maltratan, muchos de los que han salido del país lo han tenido que abandonar todo. Debe de ser algo abrumador.

Keating prendió el cigarrillo y se alejó de la mesa de Robert para acercarse a la suya.

—Es sorprendente y contradictorio a la vez —dijo sin mirarle—. La gran mayoría de los estadounidenses condena la política nazi contra los judíos, pero esa misma mayoría rechaza que se abra la mano para admitir en nuestro país a más refugiados judíos que huyen del nazismo. Condenamos, pero que no nos molesten con su presencia. —Cogió el periódico y buscó una página, lo dobló por la mitad y se lo mostró señalando con el dedo un artículo—. Dorothy Thompson, una mujer extraordinaria, la conocí en Nueva York. Fue corresponsal en Berlín, consiguió entrevistar a Hitler en 1931 y criticó la deriva de locura, a pesar de que se la jugaba. Eso le supuso el «honor» de ser la primera corresponsal extranjera expulsada por el gobierno nazi en 1934. En este artículo ha dado en el clavo al considerar una falta de humanidad de nuestros tiempos el hecho de que, para miles y miles de personas, un trozo de papel con un sello sea la diferencia entre la vida y la muerte. Son muchos los que claman volver a la política de American First de los presidentes Wilson y Harding. Nuestro país y nuestros ciudadanos primero —murmuró con gesto frustrado.

Robert cogió el periódico y leyó el artículo. Keating daba paseos a un lado y otro del despacho, inquieto.

—Roosevelt se resiste a entrar en cualquier provocación de Alemania, sigue una línea de apaciguamiento que están manejando Inglaterra y Francia. Pero ese Hitler no tiene límites, y la guerra en Europa es inevitable.

—Ojalá se equivoque —replicó Robert.

—Me temo que no será así, y lo vamos a ver antes de lo que imaginamos. —Se detuvo unos segundos, pensativo. Echó una mirada cavilosa hacia Norton, analizándole. Luego hundió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un sobre. Se lo dejó encima de la mesa—. Lo he encontrado esta mañana debajo de la puerta de mi casa. Nunca se habían atrevido a tanto.

Norton lo abrió y desplegó un trozo de papel con una frase escrita en mayúsculas: «Lárgate de Tuskegee, sucio judío, o lo lamentarás». Alzó los ojos con el estupor reflejado en su rostro. Le vino a la memoria la acusación de su suegra.

—¿Es usted judío, Keating?

—Qué más da que lo sea o no. Para muchos en este país, ser negro, judío, homosexual, comunista o defender a cualquiera de estos es motivo suficiente para señalar, insultar o vilipendiar —meneó la cabeza con un gesto hacia el anónimo que sostenía Norton en sus manos—, y ahora para amenazar.

En ese instante llamaron a la puerta. No les dio tiempo a contestar porque se abrió de inmediato. Era Oliver Coleman.

—Hola, Robert. Señor Keating, ¿puedo pasar?

—Coleman, adelante —dijo Keating mostrando una postura erguida, marcando el terreno que le pertenecía—. ¿Cómo está su padre?

—Muy bien, gracias. —Puso su atención en Norton, que le observaba con recelo—. ¿Puedo hablar contigo, Robert? Será solo un minuto.

La relación entre ambos se había enfriado desde el incidente de la Nochevieja. Después de que Oliver y Lucas cuestionaran su declaración bajo una falsa acusación de embriaguez, Robert pidió explicaciones a ambos. Lucas le mandó al diablo sin más, y Oliver le había evitado sin darle ninguna, hasta aquel momento.

Keating cogió su sombrero y su abrigo.

—Os dejo. Tengo que ir al juzgado. Adiós, Coleman, salude a su padre de mi parte.

Al quedarse solos, Oliver se acercó hasta Robert, quien no se había movido de la postura en la que estaba, en una actitud de alerta. Los dos se miraban con reparo. La tensión era evidente.

Fue Oliver quien rompió el silencio.

—Robert, somos amigos desde siempre. Estás casado con mi hermana, me has hecho tío de un niño precioso... —Abrió los brazos con expresión fraternal—. ¿Por qué te empeñas en estropearlo todo por un maldito negro?

—¿Te ha enviado tu hermana?

—Sí —contestó entregado—, está muy preocupada, y mi madre, y yo, maldita sea...

—No te preocupaste de los míos cuando entraste en su restaurante a amedrentar a la clientela.

Oliver bajó la cabeza, torció el gesto y esbozó una sonrisa.

—Lo siento, Robert, reconozco que no fue lo más acertado. Lucas se empeñó...

—Siempre te he advertido de la clase de persona que es Lucas Ewell. No tiene moral y no le importa arruinar la vida de gente honrada con tal de salirse con la suya. Incluso la tuya o la mía.

La expresión de Oliver se ablandó, asumiendo los reproches de su amigo. Movió las manos buscando algo a lo que aferrarse.

—¿Es que no lo entiendes? Si sigues adelante con tu empeño de defender a Sanders nos vas a perjudicar a todos.

—Ese chico es inocente, los tres sabemos que solo fue un accidente. ¿Por qué insistes en inculparle?

Oliver tomó aire y lo soltó con un gesto pesado. Se quitó el sombrero, lo echó sobre el escritorio de Robert y se sentó en una silla al otro lado de la mesa.

—A mí me da lo mismo ese Sanders, incluso Hightower. —Puso cara de desagrado—. Bien muerto está. No me caía bien. Todo es cosa de Lucas... Fue él quien insistió en cambiar la versión. Tenía una cuenta pendiente con el padre de Sanders. ¿Recuerdas el juicio en el que nos acusaron de contrabando y de matar a un chico negro?

Lo recordaba: durante los últimos años de la Ley Seca, Oliver se había juntado con Lucas Ewell, dos años mayor, y este le arrastró al peligroso mundo del contrabando de alcohol con graves consecuencias para él; habría acabado en la cárcel de no ser por la intervención de su padre y la inestimable ayuda del sheriff del condado de Macon.

—Claro que lo recuerdo. Tú saliste absuelto y a él le impusieron dos años de cárcel de los que no cumplió ni una semana.

—Ya, pero John Sanders tuvo la desfachatez de testificar en nuestra contra. —Abrió las manos como para mostrar la evidencia y arqueó una ceja con una mueca sardónica—. Para Lucas ha llegado la hora de saldar ese asunto.

—No te entiendo, Oliver. —Robert parecía realmente desconcertado—. ¿De verdad vas a acusar de asesinato a un inocente para vengarte de que su padre dijera la verdad? Porque tú sabes que en aquel juicio Sanders dijo la verdad, tú mismo me lo confesaste. La cosa se os fue de las manos y Lucas disparó a ese hombre.

Oliver se incorporó e inclinó el cuerpo hacia delante. Su gesto era grave, ceñudo.

—Un negro puso en duda nuestra versión, Robert, y eso lo tiene que pagar, da igual cómo, pero ha de pagarlo. Y si se nos presenta la ocasión con su hijo, pues tanto mejor.

Robert tragó saliva turbado, no comprendía cómo se podía llegar a ese grado de envilecimiento. Replegó los labios y bajó los ojos, preocupado. Luego se levantó, se acercó a la ventana y observó la calle. Era la avenida principal de la ciudad. La gente iba y venía abstraída en sus propios asuntos; un coche tuvo que frenar bruscamente para evitar llevarse por delante a un transeúnte despistado que invadió la calzada; se oyó el bocinazo seguido de las voces de protesta del conductor. Robert se volvió hacia su cuñado.

—Defenderé a Sanders.

—No permitiré que hagas daño a mi familia.

—También es la mía, Oliver. —Regresó al escritorio y se quedó al lado de su cuñado, las manos en los bolsillos del pantalón, la mirada tranquila. Le escrutaba desde arriba, como si estuviera a una altura moral diferente—. No puedo hacer otra cosa. Sería ir contra mi propia conciencia.

Tras unos instantes de un incómodo silencio, Oliver se puso en pie con gesto arrogante. Cogió su sombrero y se lo caló, ajustándolo a la frente.

—Espero que tu conciencia no te juegue una mala pasada.

 

 

La mañana en la que se celebró el juicio contra Jimmy Sanders caía una fina lluvia que ensombrecía la tierra roja de los campos de Tuskegee. El aire estaba cargado de una fría humedad. Gente llegada de todo el condado para asistir al procedimiento se apretujaba en la entrada del edificio del juzgado. Los dos policías que organizaban el acceso no daban abasto. Entretanto, un numeroso grupo de hombres y mujeres de color esperaba paciente su turno para entrar. Muchos de ellos se habían cobijado bajo los soportales que rodeaban una parte de la plaza, a cubierto de la lluvia; otros permanecían quietos en la explanada frente al juzgado, sin importarles que sus viejos sombreros se empapasen, los ojos clavados en aquel edificio de fachada blanca con pórtico de piedra de cuatro columnas en cuyo interior impartía justicia un tribunal que debía considerar a todos los hombres iguales ante la ley. A su debido tiempo fueron accediendo poco a poco a las gradas superiores, donde se distribuyeron en bancadas sin respaldo. Desde aquella galería que rodeaba por tres lados el perímetro de la sala se podía ver a los ciudadanos blancos sentados en filas de bancos con un pasillo en el centro. Delante del todo, separado del público por una baranda de madera, se veía la cabeza y la espalda de Benjamin Coleman encorvado ante su mesa en su papel de fiscal. Le acompañaba su hijo Oliver y detrás estaba sentado Lucas Ewell. En la parte izquierda, al otro lado del pasillo central, Robert Norton miraba unas notas muy concentrado. El señor Keating se sentaba junto a él, muy erguido y alerta. Los doce miembros del jurado entraron por una puerta lateral y ocuparon sus asientos a la derecha del estrado destinado para el juez. Por otra puerta apareció Jimmy Sanders, esposado por las muñecas y escoltado por dos policías que lo condujeron junto a Norton, y solo entonces le quitaron las esposas y se sentaron en unas sillas justo detrás de él. Una potente voz anunció la entrada del juez Winder y todos en la sala se pusieron en pie.

El juicio se desarrolló con normalidad, sin demasiados aspavientos. El primero en prestar declaración fue Lucas Ewell, quien juró ante la Biblia decir la verdad, pero luego esgrimió un testimonio cuajado de mentiras al respecto de un «violento» Sanders frente a un «indefenso» Hightower. El siguiente en declarar fue Oliver, con el mismo mensaje bien aprendido sobre los hechos desplegado antes por Ewell, aunque con mucha menos contundencia. Robert Norton también prestó declaración, con los hechos por delante. Los ácidos ataques de su suegro resultaron muy incómodos, pero sostuvo con dignidad el interrogatorio. Los testimonios de los amigos de Sanders y del propio acusado se desarrollaron como estaba previsto, a pesar del intento de manipulación y retorcimiento de las preguntas planteadas por el fiscal Coleman.

Parecía que todo estaba resuelto. El ambiente en la sala era de expectación en la parte de abajo y de desesperanza en las gradas. Cuando el fiscal estaba a punto de desplegar su alegato final ante el jurado, ocurrió algo que lo alteró todo, incluso al tranquilo juez Winder. Un hombre blanco se puso en pie al fondo de la sala y alzó la voz:

—Señor juez, yo vi lo que ocurrió aquella noche, y si me lo permite, puedo dar testimonio de lo sucedido.

Tras unos segundos de pasmo por lo inesperado, una oleada de murmullos fue ascendiendo en intensidad hasta convertirse en tal algarabía que Winder tuvo que dar varios golpes con el mazo y advertir a voz en grito que mandaría desalojar la sala si no se guardaba el orden.

Cuando se impuso el silencio, el juez pidió al hombre que se acercase.

—¿Por qué no se ha presentado antes a este juzgado?

—Porque nadie me lo ha pedido.

—¿Y dice que quiere testificar?

—Sí, señor.

El fiscal Coleman se levantó indignado pidiendo que no se aceptara dicho testimonio, pero el juez desestimó la protesta e invitó al hombre a subir al estrado.

Después de jurar, el hombre se sentó.

—Díganos quién es y qué sabe de este caso —le indicó el juez.

—Mi nombre es Stuart Calvert, soy de Hogansville, en el estado de Georgia, y allí vivo con mi esposa Peggy y mis dos hijas. En las Navidades pasadas mi esposa y yo vinimos a pasar unos días a la granja de la señorita Philby; ella es tía de mi esposa y vive sola desde que enviudó hace un año. La madrugada del 1 de enero del presente, después de cenar, me acerqué caminando hasta el centro de Tuskegee con la intención de dar un paseo y celebrar el nuevo año. Cuando regresaba a la granja me alertó el frenazo de un coche. Oí voces y corrí hacia donde se veían las luces pensando que tal vez pudiera haber alguien herido. Pero al aproximarme fui testigo de la misma escena que ha contado el señor abogado —dijo señalando hacia Robert Norton—. Nadie me vio porque me mantuve oculto entre los arbustos. Enseguida me di cuenta de que se trataba de un altercado en el que no debía entrometerme, no quería problemas. Pero lo que sí le aseguro es que la muerte de ese hombre fue un fatal accidente en el que no tuvieron ninguna responsabilidad ni el acusado ni ninguno de sus amigos.

Tras sus palabras, un extraño mutismo espesó el aire de la sala. Durante unos largos segundos nadie se movió, hasta que el fiscal Coleman reaccionó y se levantó de nuevo con actitud vehemente.

—¡Protesto, señoría! Este hombre miente.

Winder le miró sorprendido.

—Fiscal Coleman, este hombre ha jurado decir la verdad sobre la Biblia. ¿Por qué habría que creer a sus testigos y no a él? —El juez no le permitió responder. Dio un golpe de mazo antes de manifestar «protesta denegada».

—¿Y por qué no se ha presentado antes? —insistió el fiscal algo desaforado.

—Ya lo ha dicho —dijo el juez.

El hombre volvió a tomar la palabra dirigiéndose al fiscal, dispuesto a aclarar las cosas.

—Esa misma mañana de enero regresé a Hogansville con mi esposa y no supe nada de este juicio hasta hace unos días, cuando recibimos la carta de la señora Philby, en la que nos daba noticias de todo lo que estaba pasando aquí, en Tuskegee. —Luego se dirigió hacia el juez—. En conciencia, pensé que debía venir para contar la verdad. Ese chico es inocente —añadió señalando a Sanders.

Tras aquella sorpresa de última hora, el juez Winder ordenó a las partes que presentaran sus alegatos finales ante el jurado. Los argumentos del señor Coleman contra Sanders fueron demoledores, utilizando las pruebas testimoniales de forma artera. Mientras le escuchaba, Robert Norton tuvo que reconocer que su suegro era uno de los fiscales más habilidosos y perspicaces que había conocido; aunque careciera de toda probidad resultaba tan convincente en sus argumentaciones que si él mismo no hubiera sido testigo directo de los hechos, le habría hecho dudar. Cuando llegó su turno, trató de hacer una defensa serena de Sanders, basada en el convencimiento de que el jurado actuaría en conciencia.

Después de dos horas de deliberaciones, los doce miembros del jurado presentaron su veredicto al juez Winder. Jimmy Sanders fue declarado culpable, pero no por asesinato sino por homicidio de Brent Hightower, lo que le libró de la silla eléctrica. Se le impuso una pena de diez años de prisión.

 

 

Aquella sentencia podría considerarse un triunfo para Robert Norton. Resultaba totalmente insólito que un hombre de color acusado por dos hombres blancos de asesinar a otro se hubiera librado de la pena de muerte. Así lo vieron y lo celebraron los que le apoyaban en este asunto. De la cárcel se sale tarde o temprano, de la tumba no. Las habladurías en favor y en contra duraron unos cuantos días; pasado un tiempo, la mayoría de los que habían estado pendientes del juicio volvieron de nuevo a sus quehaceres, y otros chismes hicieron olvidar a muchos el pulso mantenido por Norton.

Los Coleman, sin embargo, no olvidaron tan fácilmente, y comenzaron a tratar a Robert con una fría displicencia. La señora Coleman dejó de acudir a casa de su hija y esa circunstancia permitió a Robert ganarse a Katie a su favor. Katie sostuvo su enfado durante algunos días, pero al final no pudo resistirse al amor que sentía por Robert y acabó por ceder, ocultando su reconciliación a sus padres, incluso a su hermano Oliver, quien dejó de hablar a Robert y actuaba como si no le conociera. Norton asumió aquella actitud, persuadido de que el tiempo colocaría las cosas en su sitio. A lo largo de los años, Oliver y él habían tenido muchos encontronazos, malentendidos y conflictos mal cerrados que los habían alejado durante una temporada; a pesar de ello, siempre había un momento para enterrar el hacha de guerra y tomarse unas copas con las que olvidar lo pasado.

Habían transcurrido dos meses de la sentencia cuando Rose se presentó en el despacho de su hermano.

—Quiero que conozcas a Caleb. Me gustaría invitaros a ti y a Katie a casa.

—¿A Katie? Imposible —replicó Robert negando con un movimiento vehemente de las manos—. Tal y como están las cosas, si Katie se entera de que una Norton se va a casar con un hombre de color... —dejó la frase en el aire.

—No es para tanto —dijo su hermana con la voz apagada.

—Démosle tiempo, Rose. Lo de defender a Sanders lo tengo casi resuelto. Ponerle delante otro posible motivo de humillación familiar... —miró al techo y puso cara de mártir— sería insoportable para ella.

—Está bien, pero quiero que tú, papá y mamá le conozcáis. No creo que la familia Coleman ponga pegas a eso, ¿no? También me gustaría, si a ti te parece bien, invitar al señor Keating. Está siempre tan solo... Me da un poco de lástima.

—Es un buen tipo. Seguro que aceptará encantado.

—Me fastidia tanto tener que estar escondiéndome —dijo Rose con desesperación—. Como si amar fuera un delito.

—Lamentablemente, según las leyes del estado de Alabama, vuestra relación lo es y os puede costar la cárcel a los dos.

Ella lanzó un largo suspiro con gesto cansado.

—Estoy harta de fingir, harta de tanta hipocresía y tanto cinismo.

—Sé que no tiene que ser nada agradable para ti, pero debéis ir con mucha cautela. No me gustaría que alguien te incomodase.

—Robert, soy tu hermana mayor. He sido yo la que siempre te he protegido.

—Lo sé, lo sé... —rio—. Sé que puedes con todo, pero seamos discretos, ¿quieres? —Se quedó un instante callado con expresión pensativa—. El lunes de la semana que viene, Katie acompañará a su madre a Montgomery a visitar a una de sus primas Coleman, que ha dado a luz a su cuarto hijo. Pasarán allí unos días. Sería una buena ocasión para conocerle.

—Es perfecto, el restaurante cierra el lunes por la tarde, así papá y mamá podrán venir sin problema. Yo me encargo de avisarlos. Ah... —alzó el dedo para puntualizar algo importante—, y no te dejaré entrar ni siquiera en el jardín si no traes contigo a mi pequeño Ben. Que venga también Maudi, así me ayuda a preparar la tarta de manzana, que a mí nunca me sale como a ella.

—No me perdería esa tarta por nada del mundo.

—Yo me encargo de recoger a papá y a mamá cuando salga del hospital. Se lo diré al señor Keating también, por si quiere venir con nosotros. Así iréis más cómodos en tu horrible coche.

—¿Qué tienes contra mi Chevrolet descapotable?

—Que es horrible —repitió ella riendo—. Os espero el lunes a las siete. —Se acercó a su hermano y le dio un beso en la mejilla—. Robert, gracias.

—Me tienes de tu parte, hermanita...

 

 

Aquel lunes, al filo de las seis y media de la tarde, Robert se dirigió hacia el este de la ciudad al volante de su viejo Chevrolet con Maudi atrás llevando al pequeño Ben en brazos. La casa de su hermana quedaba a unos cinco kilómetros de la suya. Era una vivienda antigua de una planta con dos habitaciones, un pequeño salón y un chiribitil bajo el tejado. Estaba algo aislada y cerca de una zona de cabañas habitadas por familias de negros que trabajaban en el aserradero de los Coleman, pero a Rose no le importaba porque nunca tuvo miedo a nada ni a nadie. La había alquilado a su propietario, un comerciante que se había trasladado a Columbus. Fue lo único que encontró asequible para su sueldo. Aunque adoraba a sus padres, tenía la necesidad de instalarse sola y vivir independiente.

Caleb Douglas resultó ser un hombre apuesto, inteligente, con una conversación exquisita, un yanqui de pies a cabeza, bien vestido, leído, instruido, amante de los libros, del arte y de la música. A los Norton los dejó encantados, aunque no pudieron ocultar su preocupación por el miedo a que la gente se enterase de la relación que mantenía con Rose. Caleb reconoció a su vez que Tuskegee le provocaba claustrofobia.

—Señor Norton, en cuanto termine mi trabajo aquí, que será en un par de meses, regresaré a Nueva York, y quiero que su hija Rose venga conmigo. Allí nos podremos casar y vivir sin escondernos.

—Y yo te doy mi bendición, Caleb. Aunque nos alejes de nuestra hija, nunca me opondría a su decisión.

Todos brindaron por la felicidad de la pareja. La charla se alargó hasta casi la medianoche. El pequeño Ben llevaba un buen rato durmiendo plácidamente en un capazo que le había preparado Rose para que estuviera cómodo y abrigado. Llovía con fuerza desde hacía un rato. Robert propuso llevar a casa al señor Keating y a sus padres, y luego volver para llevarse al niño y a Maudi, pero Rose le hizo replanteárselo.

—Deja que Ben y Maudi se queden aquí hasta mañana —dijo a su hermano—. Llueve demasiado y tu coche tiene goteras. No me perdonaría que mi sobrino cogiera frío. Además, Maudi se acaba de dormir, mírala. —Le abrió la puerta de una habitación con una cama en la que la mujer estaba acostada, encogida sobre sí misma. Rose se acercó y le echó una manta. Luego miró al bebé, que dormía tranquilo a su lado—. Está agotada, la pobre. Para qué despertarla. Mañana los llevaré a casa en mi coche.

—¿No te importa? —preguntó Robert. Su hermana negó con la cabeza—. Está bien. —Cerró la puerta con mucho cuidado e hizo un gesto hacia Caleb, que charlaba amigablemente con el matrimonio Norton y con el señor Keating—. No se quedará a dormir aquí, ¿verdad? —añadió alarmado.

Rose trató de utilizar un tono convincente.

—Se irá en cuanto os vayáis vosotros.

Él la miró fijamente: no la había creído. Ella se revolvió.

—Robert, no te preocupes. Tenemos mucho cuidado. No pasa nada, ¿vale? Se marchará en un rato. No tenemos muchas oportunidades de estar solos.

—Está bien, confío en que sabes lo que haces. Mañana nos vemos.

Los Norton subieron al coche junto al señor Keating. El coche se alejó y Caleb entró en la casa y cerró la puerta. Rose se abrazó a él. Se sentía segura en su regazo fuerte y acogedor.

—Todo ha salido bien. Les has encantado —dijo ella aspirando el aroma de su ropa. Se despegó de su cuerpo y le miró con expresión ansiosa—. ¿Crees que tu familia me aceptará a mí?

—Si no lo hicieran serían estúpidos. —Caleb la estrechó entre sus brazos, acariciando su pelo—. Les vas a encantar, no lo dudes. Eres la mujer más extraordinaria que he conocido nunca. Nada ni nadie se interpondrá entre nosotros.

Se besaron.

—Tengo que marcharme —susurró él al separarse—. Se lo he prometido a tu hermano.

Rose sonrió.

—Te irás, pero primero vendrás conmigo.

Apagaron las luces. Procurando no hacer ruido para no despertar a Maudi y al bebé, se metieron en la cama.

 

 

Hacía un buen rato que había dejado de llover. En la quietud de la noche, Caleb abrió los ojos sin moverse. Rose dormía profundamente envuelta en sus brazos. Un ruido fuera de la casa le había despertado. Con mucho cuidado, se deshizo del abrazo de Rose y se levantó sigiloso, pendiente del crujir de la cama. Se puso en pie y cuando caminaba de puntillas hacia la ventana percibió el resplandor de una llama. A través de las cortinas vio una tosca cruz de madera que ardía en la entrada del jardín. La flama alumbraba la imagen siniestra de varios tipos con capirotes y túnicas blancas del Klan que se movían delante de la casa. El corazón le dio un vuelco. Se fue hacia Rose y la zarandeó suavemente para despertarla. Cuando abrió los ojos, sobresaltada, él le pidió con un gesto que no hiciera ruido. Entre susurros le explicó la situación.

—Si me pillan aquí te crearé muchos problemas. Saldré por la parte de atrás y me ocultaré. —Le agarró la cara con las dos manos y la besó en los labios, un beso rápido, nervioso—. No me iré muy lejos. Estaré pendiente de que no te hagan nada. Intenta mantener la calma, ¿de acuerdo?

Ella asintió. Mientras él se alejaba hacia la puerta, Rose se levantó, se puso el camisón y se echó un chal de lana sobre los hombros. Luego se acercó de puntillas a la ventana. Enseguida atisbó aquellos espectros blancos entrando en el jardín.

Rose corrió hacia la habitación en la que estaba Maudi, con el temor de que, si no encontraban lo que buscaban, tal vez la emprendieran con ella. La mujer se había despertado y estaba junto al capazo del niño. Rose se llevó un dedo a los labios para indicarle que no hiciera ruido. En ese momento se oyó una voz fuerte de hombre que procedía de fuera.

—¡Rose Norton, abre la puerta! Sabemos que tienes a un negro en tu cama.

Ella, aterrada, le hizo una señal a Maudi para que la siguiera. El niño se había despertado y se removía inquieto en su improvisada cuna. Maudi le cogió en brazos y le arrulló para evitar que llorase. Salió de la habitación y, siguiendo las indicaciones mudas de Rose, se introdujo en un tabuco que había bajo el hueco de la escalera que subía al sobrado.

—Escóndete ahí hasta que se vayan —le susurró oyendo las voces insistentes procedentes de fuera—. Me desharé de ellos.

Después de cerrar, Rose echó un vistazo a la parte de atrás de la casa para asegurarse de que Caleb había salido. Solo entonces se irguió, tomó aire y lo soltó procurando calmarse.

—¡¿Quiénes sois y qué queréis a estas horas?! —gritó desde donde estaba.

—Abre la puerta o la tiraremos abajo —se oyó fuera.

Rose se acercó hasta la puerta y pulsó el interruptor de la luz del porche. Tuvo que agarrar con fuerza el pomo porque le temblaban las manos. Corrió el cerrojo y abrió. Dos hombres ocultos bajo su disfraz permanecían a los pies de la escalera de acceso al pequeño porche. Rose empujó la puerta metálica y se apoyó en el quicio con los brazos cruzados y gesto retador.

—Vaya... —dijo con sorna en su tono—. Creí que la noche de Halloween había pasado. ¿A qué debo esta blanca visita?

—¿Dónde tienes escondido a ese negro?

—¿Qué negro? ¿Es que has bebido?

—Sabemos que está ahí dentro —indicó el único que hablaba—. Ese médico yanqui que te acompaña a todas partes como un perro faldero.

—Sabes mucho de mi vida —dijo ella afianzándose en su posición. Sabía que debía mantener la calma y convencerlos de que se marcharan—. ¿Te conozco?

—Hemos visto su moto en la parte de atrás de la casa. Si no sale, entraremos a buscarle.

—En mi casa no entran fantasmas ridículos con capirotes de payaso. Sois unos cobardes —arremetió rabiosa—. Enseñadme la cara si os atrevéis.

El que había hablado miró al otro y le hizo una señal. A continuación aquel subió los tres escalones y se precipitó hacia la puerta, pero Rose se irguió con la intención de impedirle el paso. Ambos quedaron muy cerca, frente a frente. Ella solo podía ver sus ojos enmarcados en los dos agujeros toscamente abiertos en la tela blanca. Sentía su respiración acelerada. La voz surgió susurrante desde detrás de la tela como un rugido contenido.

—Apártate.

Ella se sorprendió. Entonces cayó en la cuenta, aquellos ojos, aquella voz...

—¿Oliver?

El hombre la apartó de un empujón y a punto estuvo de tirarla al suelo. Entró como una exhalación. Rose se recompuso y se quedó junto a la mosquitera mirando hacia el interior. Se le oía trajinar por la casa de un lado a otro buscando por todos los rincones. De repente apareció y batió la puerta mosquitera.

—No hay nadie —dijo bajando la escalera—. Vámonos...

El que había hablado se mantuvo quieto, ignorando la orden que había dado el otro.

—¡Vámonos! —insistió el segundo ya desde el camino.

—Cuídate de tus compañías, Rose Norton, o lo lamentarás.

Retrocedió unos pasos sin llegar a volverse, y cuando lo hizo y estaba a punto de salir del jardín, se oyeron unas voces procedentes de la parte de atrás.

—¡Aquí, está aquí! Lo tenemos...

Los dos hombres corrieron para rodear la casa. Rose los siguió angustiada. Al otro lado de la valla que rodeaba el jardín, dos individuos vestidos con la túnica blanca forcejeaban con Caleb, que se resistía como un animal salvaje. Sin embargo, pronto le tuvieron controlado y maniatado. La imagen quedaba débilmente iluminada por las llamas de la cruz que seguía ardiendo delante del porche.

—¡Dejadle en paz! —gritó Rose yendo hacia los que le sujetaban—. No ha hecho nada. ¡Dejadle, maldita sea!

Antes de que pudiera acercarse, uno de ellos la agarró por los brazos con tanta fuerza que le resultó imposible soltarse por mucho que bregó para hacerlo. Como no paraba de gritar, su captor le tapó la boca. Con ayuda de otro, le ataron las manos a la espalda y acallaron sus gritos con una tela anudada en la nuca. La presión de la mordaza le hacía daño en la boca, pero se olvidó de todo ante el horror de ver a Caleb atado a un árbol con el torso al descubierto recibiendo latigazos, al tiempo que proferían toda clase de insultos contra él.

—Esto te enseñará a alejarte de las mujeres blancas —le decían mientras lanzaban sus trallas con saña y los verdugones asomaban sangrantes en la piel.

Rose miraba espantada e impotente el sufrimiento de Caleb. Se desgañitaba pidiendo que parasen, pero sus gritos quedaban ahogados en la garganta.

Uno de ellos se volvió hacia ella.

—Puta... —dijo con desprecio. Rose pudo ver el odio reflejado en aquellos ojos fijos, grises, maliciosos, que asomaban desde el interior de la caperuza blanca—. Eres una puta...

Alzó el brazo y restalló el látigo contra la cara de ella. El dolor fue tan intenso que a punto estuvo de desvanecerse. Cuando abrió los ojos, vio que el hombre había dejado el látigo y encendía una tea. En cuanto prendió se acercó a la casa, rompió un cristal y lanzó la llama al interior. Rose gritó horrorizada, trató de alertar de la presencia del bebé, pero aquellos hombres estaban demasiado ofuscados en su bacanal de violencia como para oír nada. Mientras el fuego iba avanzando en el interior y el humo salía por las rendijas de las ventanas, ellos no dejaron de golpear a Caleb y Rose no dejó de gritar la palabra bebé.

De repente, uno de ellos obligó a parar a los otros. Todos se mantuvieron atentos. Rose seguía con su esfuerzo sobrehumano. Los gritos de auxilio de Maudi se mezclaban con el llanto angustiado del bebé, filtrados con el humo que se escapaba desde dentro. El que se había dado cuenta miró a Rose, se fue hacia ella y le arrancó la mordaza de la boca.

—¡Hay un bebé en la casa! —gritó ella desesperada—. ¡Mi sobrino Ben está dentro!

El hombre miró a la casa, de forma inconsciente, se desprendió del capirote y quedó al descubierto el rostro trastornado de Oliver Coleman. Corrió hacia la puerta por la que un rato antes había salido Caleb, la abrió y, al intentar entrar, el humo le cegó y el calor abrasador de las llamas le obligó a detenerse. Se volvió tosiendo y gritó a los otros que miraban absortos sin hacer nada.

—¡Ayudadme! ¡Mi sobrino está dentro! ¡Tenemos que sacarle de ahí!

—¡Desátame! —chilló Rose consciente de que el fuego avanzaba demasiado rápido—. Yo sé dónde están. ¡Desátame!

Los otros no se movieron, estaban paralizados, con los látigos en las manos, meros espectadores de la tragedia. Caleb había perdido el conocimiento, y su cabeza se inclinaba vencida sobre su pecho lacerado. Oliver se fue hacia Rose y la desató. Al instante ella se precipitó hacia la casa, pero de nuevo el fuego y la humareda le impidieron entrar. Sintió que estaba ante la puerta del infierno. Vio su chal, que había perdido en el suelo del porche, lo cogió y se cubrió con él la cabeza y la boca. A gatas, procurando evitar el humo, se internó hacia la escalera. El niño seguía llorando y se oía la llamada angustiosa de Maudi aporreando la puerta. Rose consiguió llegar hasta donde estaban y trató de abrir la portilla, pero estaba atascada. Maudi la oyó desde el interior.

—Señorita Rose, abra, por favor, dese prisa. Hay mucho humo. Nos asfixiamos.

—¡Oliver! ¡Necesito que me ayudes! ¡Oliver!

—No puedo entrar, Rose, no se ve nada.

El humo la cegaba casi por completo y las llamas las tenía tan cerca que se le estaba empezando a chamuscar el pelo. Tiró del picaporte con tanta fuerza que se quedó con él en la mano. Apenas podía ver, le escocían los ojos y le ardían los pulmones. Necesitaba a Oliver, necesitaba su fuerza para echar abajo la puerta. Regresó fuera e instó a Coleman para que entrase con ella.

—La puerta se ha atascado —hablaba con prisa y la desesperación reflejada en sus ojos—. Sola no puedo hacerlo; vamos, Oliver, es tu sobrino.

Sin embargo, Oliver estaba conmocionado, incapaz de reaccionar. Negaba con la cabeza, su expresión era de un horror inmovilizante. Cuando Rose se dio cuenta de que no iba a conseguir nada, se dio la vuelta para volver a entrar. Solo se oían los golpes sobre la madera y las toses de Maudi. Estaba a punto de enfilar el pasillo cuando una parte del techo se derrumbó haciendo infranqueable el paso para llegar al hueco de la escalera.

—¡Nooooo! —su grito fue desgarrador.

Salió a gatas de la casa con la angustiosa sensación de que se estaba quemando por dentro. Se quedó sentada en el suelo. Le dolía el corazón con cada latido.

—Es inútil, no podemos hacer nada.

Al oír aquella frase, se levantó tambaleante con el puño cerrado en actitud amenazante y se enfrentó a Oliver Coleman, que seguía de pie, contemplando con horror cómo las llamas devoraban la casa.

—¡Maldito seas, Oliver Coleman! —gritó con la rabia abrasándole la garganta; luego se volvió hacia los otros—. ¡Malditos seáis todos! ¡Pagaréis caro esta salvajada, lo vais a pagar muy caro!

Solo entonces cayó de rodillas, los ojos clavados en la casa ardiendo, sintiendo que algo se le rompía por dentro.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el que había atrapado a Caleb.

—Nada —dijo otro.

Oliver se volvió hacia él, con el espanto reflejado en su rostro.

—Lucas..., hemos matado a mi sobrino...

—No me llames por mi nombre, imbécil.

—No cargaré yo solo con esto. Esta locura ha sido idea tuya.

—Nadie va a cargar con esto.

—Pero ella lo va a contar...

Un disparo le sobrecogió. Rose cayó hacia delante y quedó inerte. La sangre salpicó las botas y la túnica blanca de Oliver. A continuación Lucas Ewell se dirigió a grandes zancadas hacia el árbol en el que estaba atado Caleb y le descerrajó un disparo en la cabeza.

—Ya no hay testigos —dijo con frialdad. Se despojó del capirote y se secó el sudor de la frente—. Vámonos de aquí.

Tuvo que empujar a Oliver para que echase a andar. La casa continuó ardiendo durante mucho rato. Un silencio lúgubre se mecía con el crepitar del fuego.