CAPÍTULO 5

SINCRONICIDAD

Einstein, no le diga a Dios

qué hacer con sus dados.

NIELS BOHR

El psicólogo suizo Carl Gustav Jung estaba convencido de que existe una relación entre el universo y la psique humana, un paralelismo que transciende las leyes de la física y que él denominó «sincronicidad», y dedicó los últimos años de su vida a investigar su funcionamiento. Jung creía que todos los seres humanos compartimos no sólo rasgos genéticos sino, también, psicológicos, que todo este material puede convertirse en consciente mediante símbolos y sueños, y catalizar o provocar situaciones externas.

Lo pudo experimentar en carne propia. Según relata en su libro Sincronicidad (1952), una paciente suya de mentalidad muy racionalista le explicó durante la terapia que el día anterior había soñado con un escarabajo dorado. Entonces, inexplicablemente, «algo» empezó a golpear los cristales de la consulta de Jung. Perplejo, el psicólogo se acercó a la ventana y contempló con asombro que el causante de los golpes era una Cetonia aurata o, lo que es lo mismo, un escarabajo con tintes dorados infrecuente en Centroeuropa. En palabras del psicólogo, parecía que este escarabajo quería entrar en la habitación justo en el momento durante el cual la paciente contaba su experiencia onírica.*

¿Podía producirse un acontecimiento similar por pura chiripa, por simple azar?

Jung creía que no. Es más. En aquel momento, la aparición material de un escarabajo «onírico» tenía un contenido simbólico muy significativo que consiguió romper las barreras racionalistas de su paciente y permitió avanzar en su terapia. Jung asoció la conexión entre la aparición del escarabajo y el concepto de la muerte y el renacimiento de la filosofía esotérica de la antigüedad, un proceso que, de manera simbólica, la paciente debía experimentar para conseguir una renovación y revitalización de su personalidad, a causa de la neurosis que padecía.

Si los símbolos son el lenguaje de los sueños y éstos pueden manifestarse ocasionalmente en nuestra realidad cotidiana, entonces, la sincronicidad podría actuar como un vaso comunicante entre el mundo de la vigilia y el mundo de los sueños. Algo verdaderamente inquietante.

Los arquetipos

Jung revolucionó el paradigma mecanicista de la psicología, poniendo el acento en la importancia del inconsciente por encima de la mente consciente, de lo misterioso en lugar de lo conocido, de lo místico en lugar de lo científico, de lo creativo en lugar de lo productivo.

Su concepto del inconsciente va mucho más allá de lo personal e individual. Hablaba de un inconsciente colectivo, universal y suprapersonal que contendría la inmensa herencia psíquica de la evolución humana formada por unas estructuras que denominó arquetipos.

Éstos se nos revelarían simbólicamente a través de los sueños, las fantasías, las obras de arte y los mitos. Los arquetipos estarían conectados con el pasado, pero también con el futuro. Y por esa razón son transformadores, funcionando como guía, como una suerte de línea indicadora que muestra el camino a seguir, aunque sin obligarnos. Jung entendía que los arquetipos carecen de forma y, en consecuencia, no se pueden visualizar. Tampoco pueden comprender se directamente por análisis racional; «el intelecto —escribía— no puede contenerlos ni alcanzar las profundidades de sus múltiples significados, sólo podemos sentirlos cuando se llenan de contenido individual». Tal vez por esa razón decía que aproximarse a los arquetipos significa acercarse a lo numinoso pues, en su opinión, reflejan y favorecen la experiencia de lo divino.

En ese contexto es como Jung comenzó a colaborar con el notable físico Wolfgang Pauli, uno de los padres de la mecánica cuántica y conocido con el pseudónimo del «Látigo de Dios» («Die Geissel Gottes»). Sus enfoques sobre la sincronicidad formaron un matrimonio entre la física y la psicología. La vida y obra de estos dos hombres contienen el embrión sobre el que fue evolucionando el concepto de sincronicidad, y puesto que la curiosa historia de su encuentro es desconocida por la mayoría, será bueno conocerla antes de continuar.

Estabilizando a un futuro Nobel

Jung y Pauli se conocieron en 1932 en funciones de doctor y paciente. Tras cosechar sus éxitos profesionales como ayudante de Max Born en Gotinga y Copenhague, en 1929 Pauli se casó con Käthe Margarethe Dëppner, una cabaretera de quien se divorció meses más tarde. El físico entró entonces en una etapa caótica que le llevó a varios fracasos con las mujeres y al alcoholismo. Pocos lo saben, pero Wolfgang Pauli, este tipejo borracho y misógino, es el hombre «espiritualmente superior» al que se refiere Jung en su libro Psicología y alquimia, donde analiza sus sueños e impresiones visuales en estado de vigilia. Porque, a raíz de esta terapia, Pauli inició una recopilación de sueños y fantasías para tratar de descubrir qué era lo que le atormentaba. Jung sostenía que cada persona es el resultado de un equilibrio entre el pensamiento y los sentimientos. En una mente equilibrada, esta relación es armónica, pero en el caso de Pauli el pensamiento dominaba completamente sus sentimientos, de manera que éstos pertenecían a lo que Jung llamaba «la sombra». En otras palabras: el Látigo de Dios era una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Las imágenes y símbolos del mundo interior de Pauli permitieron al psicólogo suizo elaborar unas leyes universales de los procesos del inconsciente, tema que de inmediato atrajo el interés del físico, pues se parecía a su intento de descubrir los patrones de la armonía del universo y se relacionaba con su principio de exclusión.

El psicólogo había descubierto que el simbolismo de los sueños de Pauli era muy similar al de los alquimistas medievales. La culminación de este arquetipo onírico se plasmó en la imagen del Pájaro Negro (también llamado reloj mundial), que para Jung supuso una suerte de «conversión».

Se trata de dos círculos que se cortan y que, a su vez, están a lomos de un pájaro negro. El círculo vertical está dividido en treinta y dos secciones. Una manecilla gira sobre él. El círculo horizontal se divide en cuatro colores, y sobre cada uno de ellos hay un pequeño monje de pie. Orbitando alrededor de la escena hay un anillo que primero era oscuro y después se vuelve dorado. He realizado esta infografía para que se entienda mejor.

Wolfgang Pauli alcanzó a precisar el movimiento de los tres discos. Giraban en tres pulsos (pequeño, medio y grande) que avanzaban a razón de 1/32. El punto de rotación de los discos, al participar del movimiento pero estar fuera de él, fue relacionado por Jung con el espéculo místico. La figura entera era un arquetipo del Yo, que es a la vez centro y periferia del reloj mundial. El sueño —a juicio del psicólogo suizo— podía estar representando, también, un modelo del universo en sí. Además, las divisiones numéricas de los discos se parecían mucho a los sistemas de la cábala hebraica, por lo que Jung convirtió no sólo esta creencia sino otros aspectos del judaísmo en un pivote importante en torno al cual construir sus interpretaciones definitivas de los arquetipos y el inconsciente colectivo. Por eso he empleado anteriormente la palabra conversión para referirme a su cambio vital. No en vano, Jung dejó escrito que hasta después de la guerra no se había dado cuenta de hasta qué punto había sido afectado por la etapa nazi.

Carl Gustav Jung bebió a partir de entonces de las fuentes de Schopenhauer y Kammerer, buceó en el simbolismo de la alquimia medieval, en los textos tántricos y otros escritos orientales, visitó África y analizó los sueños y las fantasías de sus pacientes que muestran la interconexión de los elementos.

Pauli, por su parte, recuperó el control de su vida y su prestigio tras recibir el Nobel en 1945. El mismísimo Einstein le nombró su heredero espiritual, pero su carrera ya había adquirido nuevos bríos tras cinco meses de terapia. De esa relación nacería una amistad y un trabajo común con Jung. De hecho, ambos organizarían reuniones entre psicólogos y físicos destacados de la época. Creían que la física necesitaba de la subjetividad de la psicología y viceversa. Esta complementariedad pondría de relieve que, tras características distintas, existía un mismo fenómeno fundamental.

El principio de sincronicidad

De todas las contribuciones de Pauli a la física, la más conocida es su principio de exclusión, un agregado a la mecánica cuántica de Heisenberg que repercute de un modo interesante en el concepto general de la sincronicidad. Veamos:

Wolfgang Pauli sostenía que, a nivel cuántico, toda naturaleza promueve una danza abstracta. Todas las partículas se pueden dividir en dos grupos en función de la danza que ejecutan.

Los electrones, protones, neutrones y neutrinos, junto con otras partículas, estarían en el grupo de la danza antisimétrica, mientras que en el bando de la simétrica estarían los mesones y fotones de luz. En el primer caso, la naturaleza de este movimiento o danza abstracta mantiene las partículas con la misma energía apartadas las unas de las otras. En otras palabras, en un mismo átomo no pueden existir dos electrones que tengan los mismos números cuánticos.

Cada electrón está o en diferente capa o en diferente tipo de órbita o, incluso, tiene distinto sentido de giro. Sin embargo, esta exclusión de partículas de su espacio de energía no es, según Pauli, el resultado de ninguna fuerza que actúe entre ellas ni una causalidad en sentido normal, sino que se origina en la antigeometría del movimiento abstracto de las partículas como conjunto. El patrón fundamental de la danza entera, por tanto, ejerce un profundo efecto sobre el comportamiento de exclusión, lo que provoca que los electrones en un átomo se amontonen en una serie de niveles de energía y hace que un átomo sea químicamente distinguible de otro.

El principio de exclusión de Pauli pone al descubierto, pues, un patrón abstracto que se oculta bajo la superficie de la materia y que determina su comportamiento de un modo no causal. Como ocurre con las coincidencias. Psicólogo y físico advirtieron muy pronto que la dificultad de abordar la sincronicidad desde una metodología solamente científica radicaba en que los eventos que se concatenan lo hacen sin tener una causa, al menos no una causa que podamos encontrar dentro de los límites de la física clásica y de un universo mecánico. Jung ensayó, pues, diversas definiciones como «la ocurrencia temporal coincidente de eventos acausales», que es un «principio de conexión acausal», una «coincidencia significativa» o, finalmente, un «paralelismo acausal».

Jung, lo mismo que Pauli, pensaba que la sincronicidad era una expresión de lo que denominaron «unus mundus», una realidad unificada subyacente de la que emerge todo lo que vemos y a la que todo regresa. Para Jung la improbable pero significativa coincidencia de una sincronicidad era posible por el hecho de que tanto el observador como el evento observado brotan de una misma fuente, de ese unus mundus. Es como si todo lo que ocurre en el universo sucede, en realidad, dentro de una sola mente. Una conexión acausal, a distancia, sin la aparente acción de una fuerza física (conocida) sería posible porque en profundidad todos los eventos y todos los sujetos que perciben un evento no son más que la misma cosa.

El término sincronicidad —a juicio de Jung— incluía la experiencia humana subjetiva de dos eventos fortuitos que superan el simple azar, como cuando recuerda en uno de sus escritos la experiencia que tuvo una de sus pacientes cuyo esposo murió de una afección cardíaca. Momentos antes del fallecimiento, una bandada de pájaros se posaba sobre el tejado de la vivienda familiar, como ocurriera antes con su madre y con su abuela, quienes, en efecto, habían muerto poco después de que se produjera dicho fenómeno.

Visto desde la distancia, el hecho de que Jung y Pauli coincidieran en el espacio y en el tiempo es casi una de sus conexiones acausales sin la que hoy en día no comprenderíamos el universo cuántico y el funcionamiento de la sincronicidad, lo que no deja de ser inquietante si vislumbramos que tras ese unus mundus se esconde esa inteligencia suprema a la que Einstein se refería —sin reparos— como Dios, aunque, justo es decirlo, no la relacionaba con un deidad alada sino con una ley física perfectamente elaborada.

Sincronía y espiritualidad

Y es que, muchas veces, la espiritualidad se atisba como un instrumento importante en las coincidencias significativas porque acude como una respuesta subjetiva a un problema que nos acucia. Como en el caso que sigue.

Gerry Ponson, su viejo amigo Mac Ansespy y Booga, su perro labrador retriever, habían dejado la costa de Nueva Orleans a las cinco de la madrugada de un frío mes de diciembre para cruzar la bahía hasta su lugar favorito de caza de patos. El pronóstico meteorológico auguraba mal tiempo, sin embargo desoyeron el consejo de quedarse en casa.

Al llegar al centro de la bahía, las aguas se volvieron cada vez más agitadas, hasta que una ola se abalanzó sobre ellos lanzando la embarcación como si fuera un juguete.

El barco se hundió, y los dos hombres se aferraron a un poste que habían sido capaces de pinchar en el barro del fondo. El panorama no podía ser más desolador; Mac entró rápidamente en hipotermia y Booga se alejaba hasta perderlo de vista. Gerry no sabía qué hacer: podía intentar nadar los cinco kilómetros que le separaban de tierra firme y llamar pidiendo ayuda, pero temía que su compañero Mac no resistiría tanto tiempo. Estaba desesperado. Mientras Gerry luchaba contra las olas, trataba de transmitir optimismo a su amigo pero, en el fondo, sabía que era poco probable que salieran con vida de allí. Entonces se encomendó a Dios. Nunca había sido religioso, nunca había pisado una iglesia, pero le salió de lo más hondo mirar al cielo y rogar: «Dios, si me escuchas, por favor, dame una segunda oportunidad. Envíanos un barco». Dos minutos más tarde, vio como se dibujaba una cruz entre la espesa niebla... Casi le da un vuelco al corazón. No era una alucinación, en realidad se trataba de la cruceta del mástil de un barco. Se quitó la camisa, la ató al poste al que se aferraba Mac y la agitó en el aire. De lo contrario, nunca habrían visto a los dos hombres flotando en el agua en aquellas condiciones. Así pudieron ser rescatados. El pequeño barco se llamaba Second Chance («Segunda oportunidad»), por lo que Gerry terminó de convencerse de que la coincidencia no era tal, sino un milagro, un guiño de Dios. Al llegar a la orilla encontraron al perro sano y salvo. Desde entonces, Gerry Ponson es predicador en la Celebration Church de Nueva Orleans. Es de bien nacidos ser agradecidos, ¿o no?

Los beneficios de la «causalidad»

Y es que un suceso sincrónico suele ejercer un importante efecto de transformación sobre su protagonista o un observador en un momento trascendental de nuestras vidas. Puede comunicarse, como hemos visto también, a través de los sueños, visiones o coincidencias.

Éste es el caso del escritor William S. Burroughs, que mantenía un diario con la descripción de sus sueños, un álbum con recortes de prensa y anotaciones de sucesos cotidianos para hallar «causalidades». Burroughs estaba convencido de que la vida estaba empañada de coincidencias y creía que el hecho de incrementar la percepción de las mismas podía encerrar claves para nuestro desarrollo espiritual. «Todos los objetos hablan —solía decir—, el azar no existe; todo está escrito.»

Un estudio efectuado por la Universidad de Manitoba demuestra que las coincidencias son buenas para la salud en la medida en la que contribuyen a proporcionar un escenario más agradable, organizado y estimulante. El doctor Stephen Hladkyj comprobó, además, que las personas con mayor sensibilidad psicológica son las más propensas a los fenómenos relacionados con la sincronicidad.

Las personas más sensibles a las coincidencias son generalmente más confiadas y optimistas. Con cada nueva experiencia reafirman su confianza en sí mismos y se sienten más cómodos por tener la sensación de ser elegidos. No en vano, muchos de ellos atribuyen su «suerte» a una fuerza trascendental que controla su destino. Cuanto más sorprendente es la coincidencia, más estremecedora es la sensación de que unos dedos invisibles nos manejan a su antojo.

Es el caso de la señora Willard, que se hallaba angustiada frente a la puerta de su casa en Berkeley (California) porque había perdido la llave. Cuando se disponía a ir a buscar a un cerrajero apareció el cartero con correspondencia para ella. El sobre contenía nada menos que un duplicado de la llave que su hermano se había llevado a Washington accidentalmente.

Y es que hay coincidencias que resuelven problemas... A ésas se las denomina serendipias.