Las coincidencias son manifestaciones de una unidad cósmica más amplia, con una fuerza tan poderosa como la gravedad, pero que actúa selectivamente, enlazando elementos por afinidad.
PAUL KAMMERER
Lo confieso. No creo en la casualidad. Tiempo habrá para contar, en las páginas que siguen, alguna de las experiencias personales que sustentan mi convicción. Antes, sin embargo, me gustaría hacer una consideración a vuela pluma, basada en los casos expuestos en el capítulo anterior.
Una primera conclusión es que cuanto más sorprendente es la coincidencia —como en el caso de las Buxton o los fulminados Primarda—, parece dibujarse con mayor claridad la sensación de que unos dedos invisibles manejan nuestro destino como si fuéramos marionetas. Hay, incluso, quien defiende la idea de que tras las coincidencias se esconde una inteligencia superior —llámale Dios— o un sistema de universos paralelos que opera en dimensiones diferentes a las nuestras. Sea cual sea la causa, los efectos son estremecedores. Juzga por ti mismo.
Durante veinte largos años, Mavis Jackson pasó a diario por delante de la Catedral de Cristal, una impresionante obra del arquitecto Philip Johnson, construida con diez mil paneles rectangulares de vidrio, que se erige en Garden Grove, California. Y todos los días se decía lo mismo: «Algún día tengo que entrar.»
Un domingo por la mañana cumplió su promesa. Se vistió con sus mejores galas y entró en la megaiglesia. La Catedral de Cristal dispone de tres mil asientos que normalmente se llenan y posee el órgano tubular más ancho del mundo, que consta de más de dieciséis mil tubos. Así que tomó un asiento al azar y se dejó acariciar los oídos por la música, acompañada por las voces majestuosas del coro, que parecían rodearla.
Al final del oficio, Mavis se puso de pie y esperó a que el pasillo se despejara. Entonces reparó en la joven que había estado sentada a su lado y, tratando de no parecer demasiado emocionada, le dijo: «Estoy muy contenta de haber venido hoy. ¿No ha sido maravilloso?»
La joven asintió con la cabeza.
—¿Es usted de aquí? —preguntó Mavis con intención de iniciar una conversación.
—No, yo soy del Medio Oeste —le explicó la joven, y agregó—. En realidad estoy aquí en una misión.
Hizo una pausa y continuó explicando:
—Estoy buscando a mi madre biológica.
—Imagino cómo se siente —repuso Mavis—. Hace mucho tiempo yo misma tuve que renunciar a una niña y darla en adopción. Yo no quería..., pero...
Se hizo el silencio. Entonces, la joven clavó la mirada en los ojos de Mavis.
—¿Te acuerdas de... su cumpleaños?
—Sí, el 30 de octubre.
—¡Ése es mi cumpleaños!
La diosa «fortuna» hizo que madre e hija se reencontraran en estas circunstancias tan extrañas. ¿Qué tipo de fuerza trascendental es ésta? ¿Una «señal» de Dios? (encima, en una iglesia). ¿Cuál es la probabilidad de que suceda un acontecimiento de estas características?
Necesitaríamos un número seguido de muchos, muchos ceros.
El filósofo catalán Salvador Pániker plantea, sin embargo, que si mezclamos una baraja de naipes y después, al echar las cartas sobre la mesa, éstas nos aparecen rigurosamente «ordenadas» según los cuatro palos de la baraja, y de as a rey, nos quedaríamos estupefactos; parecería increíble que el azar hubiera producido tanto «orden» pero, en realidad, este supuesto «orden» tiene tantas posibilidades de salir como cualquier otra combinación, concretamente es de una entre 2.235.197.406.895.366.368.301.559.999. El azar, a su juicio, no existe. En el universo, pues, todo obedece a una causa.
Así lo creía, también, el eminente científico Albert Einstein, quien pronunció la célebre frase que encabeza este capítulo para demostrar su disconformidad con la mecánica cuántica. Según su teoría de la relatividad, el universo es ordenado y predecible. Pero a principios del siglo XX, las leyes inmutables fueron puestas en cuestión por la física cuántica. Según sus postulados, el universo «físico» era esencialmente «no físico» y el tiempo y el espacio no eran más que conceptos de esa inmaterialidad. Vamos a explicarlo de una forma más sencilla.
La materia está formada por átomos. Éstos ocupan un lugar específico en el espacio y, por consiguiente, podemos precisar su situación según unas coordenadas a las que asignamos tres puntos diferentes. Hasta ahí es fácil.

Puedo precisar que la taza de café que me acompaña mientras escribo está situada a un metro del suelo, a cuarenta centímetros de mi mano y a metro y medio de la pared. Esos parámetros que perciben mis sentidos hacen que cuando extiendo la mano vaya al lugar preciso para tomar un sorbo.
Sin embargo, con la luz no sucede lo mismo. Según el principio de incertidumbre formulado por Werner Heisenberg en 1926, no es posible conocer la posición y el momento de una partícula (fotónica) simultáneamente. Sólo podemos conocer con exactitud cuál era la posición y el momento de esa partícula en un momento del pasado. Por consiguiente, el futuro es esencialmente impredecible e incierto, mientras que el pasado es completamente definido. Según Heisenberg, nos movemos de un pasado definido a un futuro incierto.
Poco antes, en 1905, Albert Einstein había conseguido conciliar las dos hipótesis manejadas hasta entonces* en su interpretación del efecto fotoeléctrico, que había centrado los debates científicos durante más de dos siglos.
El eminente científico concluyó que la luz y, por extensión, las ondas electromagnéticas, son corpúsculo y onda a la vez, ya que están formadas por partículas sin masa y sin carga, llamadas fotones, que se propagan en el espacio con un movimiento ondulatorio, intercambiando energía con el entorno.
Sólo diecinueve años más tarde, basándose en la física de Einstein y Planck, un noble francés, Louis De Broglie, predijo que los corpúsculos materiales del exterior de los átomos, los electrones, deberían mostrar también un comportamiento ondulatorio. Algo que más tarde se pudo constatar experimentalmente cerrando el círculo de una de las propuestas más seductoras de la física cuántica: todo lo que existe es, al mismo tiempo, onda y materia.
En la teoría del campo unificado de Einstein se concibe que la realidad que nos envuelve está formada por átomos y ondas.
En nuestra vida cotidiana, los objetos que nos rodean —incluso nosotros mismos— se rigen por las leyes del movimiento y la gravedad postulados hace cientos de años por Newton. Estas reglas inamovibles funcionan estupendamente para precisar la situación o el comportamiento de la realidad que nos circunda, pero cuando descendemos a una escala menor, por ejemplo a nivel subatómico, quedan obsoletas. A ese nivel, las partículas pueden estar en diversos lugares a la vez, pueden comportarse como ondas expandidas por el espacio y por el tiempo, pueden estar conectadas pese a la distancia entre ellas, pueden estar unidas en un estado regulado por una función de onda. ¿Dónde está la frontera entre el mundo clásico y el cuántico? Sigue siendo un misterio que enfrenta a los científicos desde hace más de un siglo.
¿Qué realidad prefieres?
El ejemplo más notable en este sentido es la paradoja de Schrödinger, según la cual un gato encerrado en una caja que contiene un recipiente con veneno y una fuente radiactiva que rompe el frasco puede estar vivo y muerto al mismo tiempo.* ¿Encajan los parámetros cuánticos en nuestras experiencias ordinarias?
Desde una perspectiva mecanicista clásica somos máquinas biológicas que estamos en este mundo para nacer, reproducirnos y morir, pero según los postulados de la física cuántica no somos un mecanismo de relojería sino, más bien, un complejo sistema interconectado que se extiende en el espacio y en el tiempo. De este modo, todos nuestros pensamientos, todas nuestras experiencias, todas nuestras emociones afectan al entorno y, también, a los demás.
La teoría de los universos paralelos, origen de la «superposición cuántica», es seguramente la que ha conseguido llegar más y mejor al gran público gracias a películas divulgativas como ¿y tú qué sabes? Dentro de la madriguera (2004), en la que se viene a decir que la realidad es un número n de ondas que conviven en el espacio-tiempo como posibilidades, hasta que UNA se convierte en REAL: eso es lo que vivimos.
A la luz de lo expuesto, ¿puede la coincidencia ser un atajo a alguna de esas n realidades?

Trataremos de aportar algunas pistas en los próximos capítulos. Por ahora me basta con que se comprenda que en las leyes de la mecánica cuántica reina la incertidumbre y, por tanto, la única posibilidad que tenemos de pronosticar «algo» en el mundo cuántico es predecir todas las posibles soluciones o eventos que dimanan de un hecho o circunstancia. Por tanto, en el mundo subatómico, todo es un juego de azar, como tirar los dados.
Einstein rechazaba esta idea y afirmaba que en la física no cabía el azar, que las leyes físicas son siempre predecibles; simplemente «DIOS NO JUEGA A LOS DADOS».
Si Einstein está en lo cierto, igual no es casual que ahora estés leyendo este libro. Piénsalo. A veces, nuestra vida parece estar en manos de una fuerza invisible que nos hace sentir que nada ocurre porque sí. Nada en este universo escapa al orden, al control, al cosmos. Toda causa genera un efecto.
Vamos a tratar de comprobarlo.
Elige una de las siguientes cartas.

En realidad podrías escoger un número entre el uno y el 999 999, pero con los naipes simplificamos las cosas.
¿Ya lo tienes? Pues ahora presta atención. Puedes utilizar una calculadora si te resulta más cómodo.
A la carta que escogiste súmale ahora cinco. Multiplica el resultado por dos y a la cifra resultante réstale cuatro. Finalmente, divide entre dos la cifra que has obtenido. Anota este número.
Ahora toma el resultado anterior y réstale el número de la carta que elegiste al principio. Pasa la página, hay un mensaje para ti.