Ya viene su sonrisa bajo el ala del sombrero. En cuatro zancadas cruza la oficina de cables. En Tina disminuye la opresión. Se adelantan dos brazos que pronto han de envolverla.
—¿Cómo estuvo, Julio?
—Bien. ¿Pusiste mientras el telegrama?
—Sí, Julio, pero ¿qué te dijo?
—Vámonos.
—¿De qué hablaron?
—En la casa te platico.
—Dímelo ya.
—Bueno, pues han venido a México dos matones cubanos. Magriñá me advirtió que andan tras de mí.
La opresión vuelve a doler en el pecho de Tina; tanto, que debe detenerse. Julio Antonio le echa el brazo izquierdo alrededor de los hombros, junta su cabeza con la de ella: «No te pongas así». Van cada vez más aprisa. El frío arrecia los pasos.
—Ves, Tinísima, ese asno con garras que gobierna Cuba me considera más peligroso aquí que en La Habana. —Intenta bromear, pero se le cae la voz. Por cada dos pasos suyos Tina da cuatro.
Cruzan Balderas. México, qué ciudad tan vacía, qué desierto. Desde que suenan las ocho campanadas de Catedral, su millón y medio de habitantes echan cerrojo y se parapetan en su casa. No pasa un alma por la calle Independencia; hasta el azul marino de los gendarmes fue a dormir.
—Vámonos por Morelos, Julio. Es más ancha, menos oscura.
Julio le ciñe la cintura bajo la chaqueta negra. Tina quisiera hundirse en su costado, ser con él un solo aroma nocturno. Ojalá tuviera las piernas más largas, caminarían enlazados. «Falta poco», piensa. A unos metros los espera el abrazo.
Al doblar a la izquierda en Abraham González, un estampido, una raya de fuego la inmoviliza. Otra detonación casi simultánea. «Es contra él», piensa Tina. Se da cuenta de que ya no sujeta el brazo de Julio. «Julio, Julio», ¿grita, nombra, calla? Una sombra se aleja a sus espaldas —«Julio»—, allá va adelante. Lo ve dar tres pasos, otro más y desplomarse. «Julio», corre hacia él. Grita en todas direcciones. Auxilio, auxilio, Julio, auxilio. Un automóvil, ayuden por favor, un médico, por caridad. Lo único real en la calle es el olor a pólvora en la manga quemada de su chaqueta y entre sus brazos la cabeza de Julio murmurante: «Pepe Magriñá tiene que ver en esto». Julio desangrándose, y en un supremo esfuerzo: «Muero por la Revolución».
—No, Julio, vas a estar bien, Julio, ahorita. —Lo besa en la frente.
Las rodillas de Tina se empapan en sangre, Julio no pesa. Se le va, ya casi no es él.
—¡Pronto, señor, un automóvil por favor! ¿Usted no es médico? Señor, ¿no hay un médico por aquí? ¡Hay que llevarlo al hospital!
Ya no está sola. En la oscuridad miradas los rodean.
—Mi amor.
Tina lo besa una y otra vez, le acaricia la frente, los cabellos.
—Señor, su sombrero, se quedó tirado, es aquel. Démelo, por favor.
¿En la Cruz Roja, los familiares de los internos no luchan; postrados, se tiran al suelo y esperan lo que Dios quiera. Tina exige, ningún poder humano va a impedírselo. Va y viene. La mala noticia corre por los barrios como el viento de enero. Los compañeros del Partido Comunista comienzan a llegar.
Rosendo Gómez Lorenzo, el Canario, a medianoche va por café a la esquina de El Oro: «Anda, Tina, traje para todos». El frío se ata al miedo y Tina no deja de estremecerse. Junto a ella, Enea Sormenti le devuelve el idioma de su infancia, la serena con golpecitos en el brazo; ya, ya, ya, ya, caricias suaves, ya, ya, idénticas, ya, ya, ya, hasta que Tina rendida recarga la cabeza en su hombro y parece sufrir menos; se da cuenta de que las lágrimas le escurren hasta el cuello, de que trae el pelo en desorden, de que siente tanto frío.
—Non si può fare altro, aspettiamo, Tina, aspettiamo.
El doctor Díaz Infante sale del quirófano, a Tina le parece normal escuchar que «técnicamente, la operación ha resultado un éxito». La noticia tiene el tamaño de su esperanza.
—Suturamos con siete puntos la herida de proyectil. El orificio de ocho milímetros en el tórax atravesó el epigastrio y la cavidad abdominal. Otro proyectil entró en el eje medio del brazo, pero esa herida es de menor importancia.
—¿Habló?
—No. Lo recibimos inconsciente… Mire, son poquísimas las esperanzas, su estado es grave en extremo, pero resistió la intervención; es un atleta, quizá con la ayuda de Dios salga adelante; tenemos que darle un plazo…
Tina deja que el llanto la anegue por esa mínima esperanza. Que viva, reza, aunque yo jamás vuelva a verlo, que viva. Ofrenda todo en un momento brevísimo. Entre los batientes de vidrio opaco sale otro de los cirujanos y, al encontrar sus ojos, Tina presiente sus palabras:
—Ha muerto.
Son casi las dos de la mañana. Los amigos la rodean, se abrazan entre sí, Luz Ardizana no pierde uno solo de sus movimientos, Tina es su dueña, Sormenti se quita el sombrero de fieltro negro, parecido al que Julio acostumbraba y dice con voz grave en el idioma de su infancia:
—Devi essere forte d’ora in avanti.
—¿Podrían dármelo, doctor?
—Lo siento, señora, es contra la ley.
—Oh, Dio —Tina aprieta los puños…—, quiero entrar a verlo.
—Tiene que esperar, señora.
—El cuerpo —insiste ella, crispadas las manos—, el cuerpo, quiero su cuerpo…
—De aquí lo llevarán al hospital Juárez, allá después de la autopsia se lo darán.
—La señora quiere verlo —interviene el Ratón Velasco— un ratito, mi doc.
—No es petición, es exigencia. Soy su esposa —miente Tina—; tengo derecho a verlo.
El médico retrocede, incómodo.
—Con su permiso.
—¿Puedo pasar?
—No, pero mire, póngase abusada. Cuando se lo lleven al Juárez, pídales a los de la camilla que la dejen verlo. ¿Trajeron sábana?
¿Cómo van a traer sábana? ¿Quién anda por las calles con una sábana para envolver a su muerto? Sandalio Junco ofrece: «Voy por una a mi casa». «¡No hombre, Peralvillo está muy lejos!». «Vivo por el Reloj Chino», informa el Ratón Velasco, «yo la traigo». «¿Qué hora es?». «Fíjate bien que nadie te siga». «Mejor compramos una nueva». «No; todo está cerrado». «Por fin, ¿quién va?». Hay temor en la voz de Alejandro Barreiro: «Seguro nos andan siguiendo. Si esto le pasó a Julio, qué no nos pasará a nosotros. Es mejor que no nos vean en la calle». «Podríamos pedir aquí una prestada, luego la devolvemos».
El comisario, señor Carrillo Rodríguez, y el empleado de la comisaría, señor Palancares, llegan desde el fondo de un pasillo con sus largos cuadernos de cartón bajo el brazo. Frente a Tina conservan sus sombreros puestos, nada tienen que ver con el interfecto, mucho menos con sus deudos. Con voz de subastador, el comisario enumera en medio del silencio:
«Un pantalón negro.
»Un saco negro.
»Una combinación color morado.
»Una camisa.
»Un suéter café.
»Unos tirantes.
»Un abrigo color rata.
»Un cinturón negro.
»Una libreta roja, con lápiz.
»Un periódico: El Machete».
—A ver, Palancares, apunte usted: «…Al registrar la ropa del occiso se encontró claro un orificio de proyectil en la espalda del abrigo color rata, de tela corriente; igualmente en la espalda del saco de casimir negro, en la parte trasera de un suéter de estambre, en la de la camisa, y en la de la camiseta color morado…».
El comisario toma cada prenda, manoseándola. Al mencionar cada orificio introduce su meñique por el agujero para mostrarlo y luego avienta la prenda sobre el escritorio, en un montón de desamparo.
—«…La salida del proyectil se nota en la combinación y en la camisa, pero no en el suéter ni en el saco, tampoco en el abrigo. Esto denota que el proyectil, después de haber traspasado el cuerpo, debió quedarse en el estambre del suéter y caer, probablemente al ser recogido el lesionado…».
—¿Me van a entregar su ropa? —inquiere Tina con voz neutra.
—Usted, ¿quién es?
—Soy su compañera. ¿Puedo llevarme su ropa?
—A usted se le va a citar para que declare y no le vamos a dar la ropa. Desde ahora va a ser muy acuciosa en sus respuestas, porque van a quedar asentadas en el expediente. Diga usted si reconoce en esta agenda la letra de su marido o compañero.
—Sí.
—No hay nada en ella, solo este nombre garabateado y este número. Diga usted si sabe quién es Magriñá.
—Sí, y ese es el número de su teléfono.
—¿Dónde está el arma?
—¿Cuál arma?
—La que mató a su marido o compañero.
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Recogió usted el proyectil que lo mató?
—¿Qué? No pensé en eso. Yo buscaba su sombrero, él lo necesitaba.
—Señora, el cadáver queda a disposición del Servicio Médico Forense en el hospital Juárez y usted a disposición del Ministerio Público.
—En el Juárez trabaja un cuate mío —recuerda el Canario.
—Quiero tomarle a Julio una fotografía. ¡Mi cámara!, que alguien vaya por ella, tengo que dejar una constancia. Luz, ¿puedes traerla de mi casa? Tienes llave.
Luz sale corriendo como los voceadores de Bucareli.
—¿Quiénes están esperando el cuerpo? —chilla una voz.
—Nosotros. —Salta el Canario.
—Bueno, ya mero.
Desde las tres de la mañana el grupo se trasladó al corredor de la sala de autopsias del hospital Juárez. En la rueda del infortunio giran sangre, orina, vapor de cloroformo, gargajos. Cerca del baño de mujeres se desborda un tambo atascado con vendajes, papel de escusado y las porquerías ensangrentadas de todo el día que nadie se ha ocupado de retirar. Sormenti mira a Tina recargada en la pared de mosaico blanco, Graflex en mano, mortalmente cansada. Ya no llora. Tiembla. Sormenti se quita el saco y se lo acomoda en los hombros.
—No tengo frío.
—Quédatelo.
Le permitieron tomar la fotografía de Julio Antonio, su cabeza. No la dejaron sola, ni siquiera en ese instante. Disparó el obturador y salió erguida. No iba a darles a los cuicos el gusto de que la vieran derrotada. Más tarde le contaría a Luz Ardizana: «Con el pretexto de la toma, acaricié su mejilla. Solo eso, mi mano sobre su mejilla, un segundo, sin que se dieran cuenta».
Tina le pasa la Graflex a Sormenti y enciende otro cigarro raspando el cerillo en la pared. Toda la noche, a la altura de las sienes, la cabeza le ha latido tanto que pensó con alivio: «Se me va a reventar», y eso le dio esperanza; la tenderían junto al cuerpo de Julio, la amortajarían con él. Pero sigue viva. La eternidad se junta con la mañana.
—¿Quién es el responsable? —Se asoma un enfermero.
—La señora… bueno, nosotros; todos somos responsables.
—Ah, bueno, porque ya mero.
—Hombre, estamos aquí desde las tres de la mañana, ya son casi las dos de la tarde, no es posible que una necropsia dure once horas.
—Es que no namás es el de ustedes, tenemos muchos, y van por turno.
Tina aplasta el cigarro contra un radiador, la colilla rueda al piso; la patea y la destroza con el zapato. Automáticamente toma otro, se lo pone en un ángulo de la boca y lo prende, ocultando el cerillo en el hueco de su mano.
Entre los que esperan el cadáver de Mella, destaca por negro Sandalio Junco. Cada vez que los batientes de la puerta se abren, Sandalio se precipita, con Teurbe Tolón y el cigarrero Alejandro Barreiro Olivera. «Son buenos compañeros», solía decir Julio, «los tres». Y ahora Tina busca en ellos algo de Julio, los «no, chico» en su conversación rápida y desolada. No se han sentado un minuto; fuman, los ojos enrojecidos, las cabezas juntas.
«Así que la vida es esto», piensa Tina, «este tránsito, esta espera». Recorre el pasillo una y otra vez, cigarro en mano. «Has fumado ya una cajetilla», le reprocha Sormenti. «Toma tu saco». «Sigues temblando, Tina». «Sí, pero no de frío, de rabia». «Claro, es comprensible. Te has portado como una verdadera comunista. Tu valentía…». Al ver su mirada se detiene.
Su valentía… Cuando más la necesitó fue al verlo en la plancha. Tina cierra los ojos, oye en sordina la voz de los compañeros. De pronto un portazo la vuelve a la realidad: está en un corredor, espera el cuerpo de Julio como se espera una maleta: ahorita sale su bulto.
—¿Usted se lo va a llevar? —Se asoma un guardia.
—Hace horas que llegó la funeraria —reclama exasperado Gómez Lorenzo— y, como nosotros, también espera el cuerpo, ya ni la amuelan.
—Ah, carajo, bueno… pues ya mero.
Tina encaja sus dedos en la palma de sus manos; tiene que enfrentarse al simple hecho de seguir viviendo. Siente que no puede mover los dedos, ni sus piernas.
El Canario advierte:
—¿Saben qué? Sin mordida, no hay celeridad. La única manera de apresurarlos es con un billete. ¿Cuánto traen?
El único que trae dinero es Sormenti.
11 DE ENERO DE 1929
Los compañeros deciden velar a Julio en el salón principal de la sede del Partido Comunista en Mesones 54. Visten el féretro, paños rojos y negros cubren las ventanas y los muros del salón. Los focos apenas escurren luz, todo invita al recogimiento. Tina busca la penumbra de un rincón y por un momento se tranquiliza con sonidos familiares. Empieza a verlos a todos en lontananza, una que otra silueta se perfila en la sombra y cuando se acercan a abrazarla renace el dolor lacerante. Es por Julio todo esto, es por Julio, y así como él van a morir ellos, los de la Liga Antiimperialista de las Américas, los del Socorro Rojo Internacional, los de la Liga Nacional Campesina, los de la Federación Comunista de México, todos condenados, los que aspiran a liberarse del hambre. Y liberar a los demás: al pueblo. Porque los otros, los que no son el pueblo, esos sí van a salvarse, a ellos nadie los cazará como a ratas callejeras, nadie los verá desplomarse y rodar, la sangre encharcándose bajo su cuerpo.
Jacobo Hurwitz se sienta a su lado, extrañamente presuroso. Habla también con rapidez, y de súbito Tina advierte efervescencia en el Partido, siempre tan lento en arrancar.
La atmósfera ha cambiado; ahora es un campo de batalla. En la sala de velación hay silencio, pero en la escalera, en los pasillos, en la recepción, en la calle, el movimiento es evidente. Tina se acerca al balcón, observa y dice para Julio: «¡Cuánto esfuerzo, fíjate cuánto! Pintan mantas, reparten volantes que huelen a tinta fresca. En pocas horas han organizado más actos de protesta que en los pasados tres meses. Cómo luchabas, Julio, por sacar adelante un mitin, la cantidad de reuniones preliminares, tus idas a la imprenta, tu rabia de que la gente no acudiera. Miedosos, decías, miedosos. ¡Míralos nomás ahora, Julio, hay un hervidero de gente aquí abajo!».
Son muchos los telegramas, las delegaciones de provincia que anuncian su llegada. Por la noche se hará la primera manifestación de protesta. Una comisión, integrada por Monzón, Cerda, Crespo, Ortega y Hurwitz, organiza las guardias junto al féretro. Varias agrupaciones esperan en los pasillos y solicitan la presencia de la compañera Modotti.
Acostumbrada a la disciplina, Tina se pone de pie. Junto a ella, Luz hace lo mismo sin dejar de mirarla. «Tengo que tomarme entre manos, tengo que rehacerme», quiere ser la mujer reservada y serena que los compañeros conocen. No se dejará vencer, el cansancio amortiguará el dolor, así la ayudará.
—Tina —aconseja Luz Ardizana—, deberías ir a cambiarte. Tienes la falda manchada.
—Dio!
Ve la sangre seca de Julio, siente la cabeza de Julio en sus brazos, escucha la voz de Julio: «Muero por la Revolución». ¿O fue ella quien imaginó estas palabras? Porque Julio y ella habían llegado a ser uno solo, inmenso, indivisible. Como la vida que es una, inmensa, indivisible, aunque ahora se le astilla en calles y banquetas que sus zapatos negros de trabita recorren solos rumbo a su casa, sin las zancadas de Julio a su lado.
—¿Y Tina? —pregunta el Canario.
—Fue a su casa, a cambiarse.
—¿Sola?
—Se me adelantó, ya no la vi.
—Hombre, Luz, es imprudente dejarla sola.
—Ella es fuerte.
—No me refiero a eso.
A los veinte minutos Tina regresa sofocada y busca el rostro de Luz Ardizana.
—No pude entrar a mi casa. Hay policías.
—¿Qué?
—Están cateando mi casa. No sabían quién era yo, les pregunté qué pasaba, y me dijeron —Tina palidece de pronto— que hubo un crimen pasional; vi todos los libros tirados, mis medias en el suelo. Han vaciado los cajones, Luz, lo esculcan todo. No sé ni cómo regresé. No sé ni en qué camión me subí.
—Tranquilízate, Tina, siéntate. Ahorita te consigo una falda.
—¿Qué va a ser de mí, Luz? ¿Qué hago?
Luz mira hacia la puerta; han entrado dos hombres de sombrero que no conoce. Examina al gentío. El local del Partido es la segunda casa de los compañeros. Pero ahora ve caras nuevas. Ninguno habla. Los desafía en voz alta.
—Ten, Tina, esto nos protege. —Y Luz Ardizana le pone, sobre la manga del brazo izquierdo, el brazalete negro con la estrella roja—. Ven, hay que decírselo a los compañeros. Vamos a denunciar esta infamia.
—Canario, aquellos son agentes.
—Siempre han sido muy notorios. De secreta no tienen nada. Vienen por Tina. Vigilan hace horas.
En un rincón se agrupan Teurbe Tolón, Sandalio Junco, Alejandro Barreiro y varios cubanos más. Hacen memoria de Julio, de La Habana, de la lucha.
Rafael Carrillo —informa Gómez Lorenzo— se ha ido a enviarle un telegrama a los Wolfe, en Nueva York, para que le notifiquen al Daily Worker «el crimen y la situación gravísima para masas trabajadoras América Latina».
Los estudiantes de la Universidad de La Habana subían de prisa la larga escalinata. Enfundados en trajes de dril cien con chalecos de ojales y corbata bien anudada se detenían a posar como maniquíes para un invisible fotógrafo en lo alto de la colina universitaria, un pie sobre un escalón, el brazo con el sombrero de pajilla levantado, a modo de saludo, la sonrisa al futuro porque un luminoso porvenir ascendía desde las calles de La Habana hacia ellos. Tres mil alumnos inscritos en las facultades de derecho y medicina ejercerían las carreras de mayor prestigio, gozarían de weekends en Varadero, membresía del Havana Yatch Club, viajarían a Europa.
En la colina, un círculo se formaba en torno a Julio Antonio Mella, algunos se abrían camino a codazos para quedar más cerca de él o por lo menos oírlo; otros, muy pocos, seguían de largo.
—¿Vamos a tolerar que le den el doctorado honoris causa al procónsul Crowder? Es un insulto a la patria.
El pelo crespo de Mella se insubordinaba; el traje, mejor cortado que el de sus compañeros, le caía bien de los hombros a las largas piernas y por los puños de la camisa de seda escapaba la llama de sus manos.
—El gobierno de Washington tiene nuestra isla convertida en colonia. ¡Y todavía queremos honrar a su procónsul!
—Hablemos con el rector, chico.
—¡Qué rector ni qué nada! —gritó Mella—. Hay que llegar al presidente. ¿Cómo es posible que nuestra universidad acceda a darle lo mejor que tenemos a un generalote de West Point? ¡El solo hecho nos deshooooooooonra, nos deshonraaaaaaaaaaaa! ¡Tenemos que impedirlo! —se desgañitaba Mella.
Arrebataba a sus oyentes. Los viejos profesores se miraban. ¿Quién era ese mozalbete tan rudo en su rechazo a los yanquis? «Hay que tenerle cuidado a Mella». «Un apasionado de la Revolución de Octubre y estamos a miles de millas de los rusos y nadie sabe en claro qué sucede allá, pero este habla sin cesar del triunfo del proletariado». «Conoce a Martí. Lo cita bien». «No estudia. Lo único que hace es política». «Es un provocador. No sé de dónde saca su odio a los americanos, su padre es un sastre de polendas, el más próspero de La Habana». «Es un fanático; todo fanatismo es aberración».
Los terratenientes y los empresarios se disputaban el honor de ser recibidos en el USS Minnesota. Como lapas adherían sus embarcaciones al cuerpo del acorazado. Beber un martini con Crowder, definitivo; él podía imponer y destituir secretarios de Estado. The World había publicado: «Esperamos que la visita del general Crowder despierte al pueblo cubano y le haga ver la posibilidad de una intervención».
Mella propagó su rebeldía no solo a sus compañeros de derecho sino a los de medicina y farmacia. De la colina universitaria bajaron apiñados: «¡Fuera yanquis! Crowder go home! ¡Únete pueblo!». Al verlos pasar, los obreros se incorporaban. Era bueno desahogarse a mentadas de madre.
El presidente, de ojos plisados —le decían el Chino Zayas—, aceptó recibir una comisión de quince estudiantes. En su presencia enmudecieron. Mella rompió el silencio, reclamó el derecho a tomar parte activa en el gobierno de la universidad, denunció a los profesores fósiles. «No hay ni siquiera formol en los laboratorios de anatomía y disección». En la universidad habían enraizado el verbalismo, la rutina, la corrupción, copia fiel de la corrupción del país. Y para rematar, ahora le regalaban un doctorado a Crowder.
Tomado por sorpresa, Zayas respondió que citaría al rector y al secretario de Educación y los despachó.
Apenas ayer el zorro de Crowder le había dicho: «Me pregunto cómo podrán salir del atolladero sin el préstamo de J. P. Morgan». Echarse encima un enemigo del tamaño de los Estados Unidos era suicida. ¡Imbéciles! ¿Iban a enseñarle a él estos críos todavía en pañales a manejar el país?
Mella tenía dieciocho años. Al mirar sus ojos incendiados, el Chino Zayas supo que lo recordaría muchos años. La imagen le produjo insomnio. «Parece una pira», se dijo, «no le importa quemar su propia vida».
Temerario, Mella lo fue desde niño, desde que Longina, la mujer que lo cuidó, lo llevó de la mano por el malecón de La Habana. «Solo se teme lo que no se entiende, tú puedes hacer cualquier cosa que te propongas». Una tarde ella subió una pequeña cuesta. Él se quedó abajo llorando. «Tú puedes, ven tú hasta acá, chico». A gatas, berreando de rabia, el niño iba trepando. A veces resbalaba y las piedritas rodaban presagiando su caída. Arriba, Longina le tendía la mano. Cuando llegó, arrastrándose como gusano, temblaba de felicidad y Longina besó sus mejillas empapadas. Julio Antonio jamás olvidó la lección. Así aprendió a nadar a los cuatro años, y aún adolescente sería campeón de remo.
Entre los muros de su casa la voz de Longina era el único estímulo a la vida. En la sala, de cortinas corridas para que no entrara el sol, su madre, Cecilia, aguardaba. Miraba siempre por la ventana hacia un mar que nada tenía que ver con el mar gris que se recarga pesado en las costas de Irlanda. Si salía, un parasol y un sombrero de paja de anchas alas aislaban del trópico sus cabellos rizados. Odiaba el sol de Cuba, por él permanecía encerrada, a la espera. Miraba a sus hijos, Julio Antonio y Cecilio, sin verlos, y se dirigía a ellos en inglés. O no hablaba. Esperaba rabiosa. Su impaciencia permeaba toda la casa. Una bomba de tiempo, esa casa; un detonador, su madre. Cuando los niños sentados a sus pies se volvían turbulentos —sobre todo Julio Antonio—, decía en su mal español: «Vayan a su manejadora». Algunas tardes, hacia las seis, hora en que cede el sol, llegaba Nicanor Mella. Longina servía té o naranjada y Mella besaba a sus hijos. Luego Cecilia ordenaba pasearlos y lo último que Julio veía era la cortés inclinación de su padre que inquiría:
—How are you today, Cecily?
—Not well —respondía vindicativa.
—Can I do anything about it?
—It’s up to you. —La voz se hacía hiriente.
Aunque no entendía esas palabras, el rencor materno habría de enraizar en su memoria. Y durante todos sus años huiría de las mujeres que no se sienten bien, las de suaves chalinas, las vaporosas, las que alargan sus piernas demasiado blancas como manecillas de un reloj de tedio, siempre en espera de un tic-tac ajeno.
Tres veces por semana, Martínez Villena daba un seminario de marxismo, en el que además de hablar de Lenin y Martí, Rubén los increpaba: «Díganme, sin Cuba, ¿qué son ustedes? ¿Para qué quieren su vida?». Entre otros, lo escuchaban Julio, Sarah, Olivín.
Julio sintió una enorme simpatía por Sarah Pascual, porque nunca se enfermaba, se veía dispuesta a llevar a imprimir los volantes, o a recaudar las firmas de protesta. Aunque era delicada, grácil, de huesos delgados, como que no se hacía caso. Desde muy joven, Sarah aprendió a vivir vuelta hacia los demás, de lleno en la realidad. Una noche, le dijo a Julio: «Sabes, soy muy afortunada, tengo un concepto real del mundo». Sarah no planteaba problemas de índole emocional o doméstico: «Solo tengo esta vida y quiero vivirla comprometida con las causas de los hombres».
Olivín Zaldívar también era batalladora, se enfrentaba a los profesores y eso atraía a Julio. Nada retenido en ella, desbordaba mieles, juguitos, perfumes, esencias. También su voz era sabrosa, escurría y había que chuparla. Atrabancada, su forma de adelantarse a los demás la hizo ser la primera en cortarse el pelo a la garçon, y ¡qué bonita se veía su cara redonda, los hoyuelos en sus mejillas, el pelo negro corto!
«¡Vamos chicas!». Mella enlazaba la esbeltez de la cintura de Olivín y de Sarah y en el malecón los estibadores veían aparecer, entre las grandes pencas de plátano macho, al trío redentor. Venían caminando de prisa sobre el piso resbaladizo y humeante. «Aquí todos somos desempleados», le decía un encamisetado. «Se ha restablecido la libre contratación en el puerto y nos pagan lo que se les da la gana». Sarita compungida hablaba con ellos; Olivín Zaldívar se iba familiarizando con los changadores, ocupados en estibar bultos de azúcar y pacas apretadas de tabaco en rama. Rubén Martínez Villena abrazaba al líder Alfredo López; Alfredo palmeaba a Julio, cómo te va chico, lo tomaba del brazo, ¿tienes sed? Julio sorbía el jugo de piña de un jalón, Alfredo le ofrecía otro, ustedes los jóvenes son capaces de tragarse el mar. Olivín bebía café con ron entre los carretilleros. Sarita, buena chica esa, con su voz delgadita y sus inmensas ganas de ayudar, no aceptaba ni un vaso de agua. Julio llegaba rodeado de chicas; se veía a leguas su avidez por las mujeres, el gusto por el óvalo de su rostro, la redondez de sus nalgas. La juventud sudorosa y ardiente de los tres restauraba al fatigado Alfredo López; lo envolvían en su euforia.
Siempre de saco blanco y de camisa y corbata de moñito blanca, Alfredo López se mantenía impoluto entre cáscaras y barriles, hedor y fermentación. Mella anteponía el «maestro» a cualquier pregunta a Alfredo López y este lo aquilataba con su mirada profunda. «¿Cuántos ingenios yanquis hay en nuestro país; a ver, ustedes lo saben mejor que nadie, a ver?», se inflamaba Julio. «Todas las minas de hierro, oro, el asfalto, los depósitos de cobre, petróleo, cromo y manganeso pertenecen a compañías yanquis. Cuban Asphalt Company, Havana Petroleum Corporation, Antillan Corporation, Cuban Cane ¿es esto español? Cuba es la azucarera del mundo pero cuatro de cada cinco terrones pertenecen a los yanquis. Ellos fijan los precios. Los yanquis nos compraron como a Nicaragua y a Haití, nuestro gobierno nos vendió».
Julio manejaba cifras, porcentajes, el número de toneladas obtenidas en cada zafra, «un millón de toneladas más que la India», aseguraba. Este muchacho era de confianza. «¿Por qué no somos los dueños de la riqueza?». Su lenguaje lo entendían los torcedores, chaveta en mano, los despalilladores, los jornaleros, las mujeres de servicio que con sus amplias canastas del brazo se detenían a escucharlo en el mercado mientras Olivín se perdía entre los puestos de verduras y volvía a aparecer, argüendera y pidonguera, cachonda. Reía por encima de las naranjas a punto de desparramarse. Ponía una piña encima de su cabeza y movía las caderas entre las montañas de ciruelas campechanas amarillas. Olivín decía que hasta en la fruta había música; las sandías daban vuelta sobre sí mismas, refulgían sobre los doce costados. «Mira qué fruta bomba. Baila chica, baila». El aire traía olores de malanga con chicharrón, tasajo, boniato bien cocido, ajiaco con ñame. Las negras zambombas exhibían sus viandas en cacerolas de peltre. Sarah, cohibida por Olivín, le advertía que algún día el pueblo ya no pediría baile sino un techo, educación y medicinas para sus hijos, educación sí, esa sí, verdadera fruta bomba.
Julio hacía revolotear la lucha social entre el fino polvo del frijol negro que produce tos al pasar del costal al cucurucho de papel periódico; el tabaco etiquetado: Cuban Land and Leaf Tobacco Company, y las ideas se iban posando en cada cubano. Sin embargo, no lograban penetrar en los gremios de tabacaleros y portuarios. Este es mi país, se repetía y lo sabía porque su vida misma era esa muchedumbre cuya ondulación lo fascinaba. Hubiese querido gritarles: «Vivo para ustedes, soy de ustedes, doy mi vida por su vida, son ustedes mi razón de ser» al mar de gente, la mar de cubanos entretejidos en la plaza y el mercado, sacudiendo sus huesos, su carne, su costal humano entre los peines de carey y el coral en rama, recién sacado del mar como un rojo arbolito del deseo.
La Habana era su casa, pero más la universidad. La amaba con su sexo ardiendo, su corazón insatisfecho, la profundidad de sus pulmones de remero. Los cubanos aman con su sexo. Salen a buscar a las mujeres; las alientan con su sexo. Mella así amaba a la universidad. La tomaba en brazos, la detenía en la esquina, la poseía, filtraba el sol por sus ventanas. Cuando los demás llegaban, Julio Antonio ya estaba allí; era el último en irse. Muchas noches las dormía en una banca, tres o cuatro horas de sueño le eran suficientes. A todos les impresionaba su entrega; para muchos estudiantes, la universidad era Mella, presente en su paso rápido por los corredores, en el arrebato de su palabra. «Va a hablar Mella» y los profesores veían vaciarse las aulas. «Este chico es una calamidad», gruñía el maestro Loredo. «Ha confundido la universidad con un partido político; hace proselitismo».
Nicanor Mella ya no aguantaba a Julio. «Estoy perdiendo mi clientela. Tú juegas a la política como jugabas con Cecilio al cachumbambé. Gasta tu energía remando, vete al Havana Yatch Club, no te metas en líos. ¿Qué tienes tú que ver con un guajiro, tú, educado en colegios católicos? Si sigues, te vas de casa».
—Nuestro gobierno es tan sucio, tan torpe, tan inepto que hasta el procónsul yanqui se propone implantar la honradez y la eficacia en nuestra administración para que Cuba pueda pagar su deuda. Entre otras medidas, Crowder exigió que la lotería cubana deje de ser un antro de inmoralidades.
Sarah Pascual se comía a Julio con los ojos, para ella la vida era un mitin cálido, fogoso, en vez de las cátedras de los profesores cuya expulsión Mella exigía. Hubiera podido exclamar de no ser tan pudorosa: «Julio es mi alma mater».
A Sarah le apasionaban los planteamientos de Mella pero era Rubén Martínez Villena quien tenía la palabra final. Conocía a fondo la ley, sabía lo que se podía hacer, calculaba la reacción del gobierno, preveía las consecuencias: «Serán implacables».
Después de acompañar a Sarah a su tranvía, a Julio le daban las tres de la mañana en el local del Centro Obrero escuchando a Alfredo López, el tipógrafo de traje blanco que se veía como un general ordenando la batalla entre los linotipos y las mesas de formación. «Qué gran estratega», pensaba Julio. «Este taller es la mejor escuela y Alfredo López el maestro que siempre esperé».
Volvía a su casa codo con codo con Alfredo López y Rubén Martínez Villena. Antonio Penichet se ufanaba: «Con veinte años de retraso pero lo hicimos. Fundamos la Federación Obrera de La Habana».
—En la lucha contra los yanquis, la fuerza obrera debe ser la clase dirigente —decía Rubén.
—¿Y la estudiantil?
—La estudiantil no puede ser una clase, Julio. Su transitoriedad lo impide. Yo ya no soy estudiante y dentro de dos años tampoco lo serás tú.
Alfredo López se entusiasmó con la idea de Mella: crear una universidad para los obreros.
—Tendrás todo el respaldo de la Federación Obrera.
Un mes después del Congreso Estudiantil, quinientas obreras y obreros se inscribieron en la Universidad Popular José Martí inaugurada en el aula magna de la universidad, con la presencia de Raúl Haya de la Torre, recién deportado del Perú.
Julio Antonio se dedicó a reclutar trabajadores y campesinos en Santiago de las Vegas, Guanabacoa, Bejucal, San Antonio de los Baños, Guantánamo, Manzanillo, Cárdenas, Matanzas. Nadie más receptivo que los guajiros abandonados en el campo por el gobierno.
Al llegar a algún ingenio, Julio, Sarah Pascual, Rubén, Antonio Puerta, Gustavo Aldereguía y otros montaban su tablado: «Compañerito, ayúdame; compañera, ven para acá, vamos a encimar estas cajas». Rubén cautivaba a sus oyentes. ¿Cómo era posible que tanto ardor saliera de un cuerpo tan frágil? Afiebrado, repetía a Martí: «Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar» y advertía: «De vez en cuando es necesario sacudir al mundo para que lo podrido caiga a tierra… Ha llegado la hora. Porque no tenemos nada, estamos dispuestos a todo».
Ante los campesinos de la Media Luna, de Palma Soriano, de Bayamo, la figura de Sarah era una aparición sobre la improvisada tarima. Sarah los oía corear: «Sara, Sarita, Sara, Sarita, Sara», sus voces la cimbraban de la cabeza a los pies. Pedían tan poco, vivían con tan poco y a cambio de nada daban su vida, sus duras jornadas y ahora le entregaban su espera confiada. A Sarah se le ocurrió ponerse a recitar de pie frente a ellos Bandera roja. Esto, dicho como discurso, habría provocado encarcelamiento, pero Sarah lo entonaba meciéndose en su vestido blanco. Los propios campesinos la prevenían: «Aquel de la camisa celeste, no lo conocemos» o «Vinieron dos mamalones, mira, son los que fingen esperar el acto». Después de Bandera roja Sarah explicaba quién era su autor, Carlos Baliño, cuya cabeza blanqueaba, compañero de lucha de Martí, quien luego, junto a Mella, fundaría el Partido Comunista cubano, poeta y traductor de obras marxistas. Entonces, muchos ensombrerados se formaban para afiliarse al Partido. Una noche oscura, al despedirse Sarah, los guajiros sacaron sus machetes y aplaudieron con ellos en alto. Al chocar las hojas se produjo un rumor de fragua que primero atemorizó a Sarah y luego la llenó de asombro. Asociaba ese rumor con el rostro móvil de Mella.
Aquella tarde en la plazuela de Cristo, sobre la banca desvencijada en la que Julio y ella se sentaron —una tregua entre dos obligaciones inaplazables—, él tomó su mano, jugueteó con su anillo de perla, su cabeza rizada pegada a la suya, su color trigueño rosado al lado de su mejilla blanca, sus labios muy rojos, su aliento tierno junto al de ella y le dijo sonriente: «Algún día, esta sortija será mía», y siguió haciéndola girar entre sus dedos como a ella la hacía girar en la universidad. Ambos rieron, ella de felicidad, pero él, Julio, ¿de qué se había reído?
Cuando el Italia atracó en La Habana, se veían los Camisas Negras afanándose en la cubierta de proa y en el puente.
—Fuera de Cuba los Camisas Negras. ¡Abajo Mussolini! ¡Muera el fascismo! —Los agredió Julio Antonio.
Cecilio advirtió a su hermano:
—Nuestro padre está furioso.
Lo mismo sucedió cuando llegó a La Habana Vicente Blasco Ibáñez. Mella se opuso violentamente a que diera una conferencia en el aula magna. Nicanor lo conminó: «¿Qué puede importar que hable un novelista viejo y famoso? No seas sectario». «¿Qué, no has leído su El militarismo en México, papá, editado por los yanquis, tú que querías que entrara yo en México al Heroico Colegio Militar?». «Eres tan obcecado como tu madre». «Tengo sangre irlandesa, padre». «La sangre irlandesa lleva al martirologio. ¿Eso buscas?».
El colmo fue cuando Julio no quiso unirse a la celebración pública de agradecimiento a los Estados Unidos, porque el senado norteamericano había reconocido el derecho de Cuba a la Isla de Pinos.
—Isla de Pinos es nuestra. ¿Por qué Estados Unidos no les da su libertad a Puerto Rico y a Filipinas? ¿Por qué no devuelve los territorios robados a México y a Panamá? ¿Por qué promueve la guerra entre Chile y Perú violando el laudo de Tacna y de Arica? Hemos acordado alterar el desfile.
—Me has colmado la paciencia, pero lo más grave es que también se la has colmado al gobierno.
Anticipándose a la manifestación oficial, Mella y sus compañeros entregaron su protesta impresa en tinta roja en el palacio presidencial. El Chino Zayas se sulfuró. ¡En qué términos se expresaban de él y de los diplomáticos extranjeros! Mella era hijo natural; con razón los malnacidos estaban infestados por la lepra roja. «¡Detengan al bastardo y a sus secuaces!», ordenó.
El Chino Zayas, el Caco Crowder, como lo conocía el pueblo, Gerardo Machado y las autoridades civiles encabezaron el desfile. «¡Procesión de arrodillados!», gritó Rubén Martínez Villena. «¡Servilismo!», hizo eco Juan Marinello. «Los estudiantes y los hombres libres repudiamos la farsa». Cecilio junto a su hermano: «¡Isla de Pinos siempre fue cubana! ¡Muera el imperialismo yanqui! ¡Abajo el gobierno lacayo! ¡Abajo Zayas! ¡Abajo Machado! Crowder go home!». Zayas, Machado y Crowder, que planeaban llegar a pie a palacio, abordaron sus automóviles y en los toldos negros cayó la rechifla. «Zayas baila el foxtrot que le tocan los yanquis». «Crowder, lárgate en tu Minnesota». Alfredo López enardecía a los obreros.
Resguardado en el palacio presidencial, Crowder preguntó: «Tell me, whatever happened to that student Mella?». «¡Abajo el imperialismo yanqui!», contestó por arte de magia el grito de Mella que llegó al balcón. «Esta es una farsa inmunda, el gobierno está vendido a los yanquis… Tiranos, polichinelas, Zayas lacayooo, lacayoooo lacayoooooo…».
El juez, impresionado por la multitud en el recinto de Cuatro Caminos y la presencia de catedráticos como Emilio Roig de Leuchsenring, Juan Marinello y Rubén Martínez Villena, sancionó a los treinta detenidos con una multa de doscientos pesos o ciento ochenta días de cárcel.
—Con mi dinero no alimento parásitos —gritó Mella.
Pagaron la multa entre todos. Mella, la frente abierta por una ancha herida, siguió arengándolos. Cecilio no lo perdía de vista, veía peligrar su vida. «Hermano, has avanzado mucho, ya cállate, hay que curarte, hermano, por favor, tranquilízate, vamos al 105 de la calle Obispo… Nuestro padre…».
—Yo no vuelvo a la sastrería.
Julio se había casado con Olivín Zaldívar, y a Sarah le dolió el alma porque Olivín nunca hizo nada para que Julio la amara. Mientras ella hacía doble jornada, Olivín cuidaba los hoyuelos en su cara bonita y lo que menos le interesó fue que su redonda persona desapareciera tras un ideal. ¡Cuántas noches ella frente al mimeógrafo y Olivín en el cine! Olivín se imponía como individuo y a Sarah le parecía sorprendente que Julio aceptara sus caprichos que habrían de apartarlo de los demás. Julio está enculado, oyó decir Sarah.
NOVIEMBRE DE 1925
Machado sustituyó a Zayas en la presidencia. «Cárceles, palizas, persecuciones, a Mella no le hacen mella», coreaban los muchachos. Olivín tuvo una hija, Natasha, después de un primer hijo que nació muerto.
La fama de Mella se extendía hasta la provincia, no había brote de descontento en el que no interviniera. «Él está detrás de cada acto contra el gobierno». «Bastardo». «Tiene padre, es dominicano». «Ya ves chico, ese provocador no es ni cubano». La policía hizo estallar tres petardos en distintos lugares de La Habana para acusar a los comunistas. Machado ordenó encerrarlo en la galera 5 de la cárcel de La Habana junto con Alfredo López, Sandalio Junco, Antonio Penichet, Alejandro Barreiro, Carlos Baliño y treinta y cuatro más. En respuesta, la Liga Antiimperialista y el Partido Comunista repartieron volantes en las calles: «Cuarenta hombres están en la cárcel no por poner una bomba sino porque se teme su influencia sobre los obreros».
—Vamos a convertirla en casa de estudio; la prisión política es una buena escuela de combate.
—Como nos tendrán aquí durante años, Julito, podemos, teóricamente, derribar a Machado y a todos los títeres a sueldo de América Latina. —Rio Sandalio Junco.
En una mesa coja, al centro de la galera, Julio Antonio y sus compañeros iniciaron su círculo político y social, una extensión de la Universidad Popular José Martí para los presos. «Aquí, camarada, te enseñamos a leer, a escribir». Julio no dejaba de teclear en su máquina portátil; escribía el artículo «La unidad de América» para la revista Venezuela Libre y ya Rubén le había pedido otro. En esos primeros días ninguno se sintió preso. Discutían, tomaban el sol; la cárcel era una experiencia formativa. Sin embargo, Alfredo López, que llevaba varios encierros, decía que solo era un alto en el camino y como hombre fogueado sabía que la lucha no debe detenerse. «Se diluye el entusiasmo; los militantes se dispersan».
5 DE DICIEMBRE DE 1925
—Mella ha decidido no comer hasta que salgamos libres.
Alfredo López fue a la celda a convencerlo de que era inútil:
—Miren compañeros, la jugada de Machado es dejar que corran las semanas hasta que la gente nos olvide. Pero mi huelga de hambre levantará un movimiento de protesta popular. Voy a ayunar hasta arrancarle a Machado la orden de libertad.
Rubén Martínez Villena, Jacobo Hurwitz, exiliado del Perú, y otros activistas, atizaron la huelga general. El gabinete se alarmó:
—Si estalla la huelga general, las garantías que hemos dado a los norteamericanos caerán al suelo.
Campesinos y obreros de los centros azucareros preguntaban por Mella. Rubén Martínez Villena entregó una carta al presidente Machado pidiéndole que fijara fianza a los presos. Hasta a los delincuentes comunes se les otorgaba libertad bajo palabra. Firmaban Juan Marinello, Porfirio Barba Jacob, de paso por Cuba, Enrique Roig de Leuchsenring, Enrique J. Varona y Manuel Márquez Sterling, quien años antes intentó salvar a Madero en México.
Las mujeres del Partido hubieran querido turnarse junto al camastro de Julio para cuidarlo, sin embargo Sarah Pascual no iba a la cárcel. La sola idea de visitarlo le hacía el efecto de una mano apretándole las entrañas.
Sarah conservaba sus ademanes, traía los mismos zapatos, llevaba a los mítines su vestido blanco, su cuaderno rayado, pero interiormente había cambiado. Algo se había roto, algo que hacía su vida atrozmente distinta. Le resultaba intolerable ver en primera plana la fotografía de Mella con el rostro adelgazado y barbudo. El derrumbe físico era evidente; cada mañana amanecía con menos fuerza, su musculatura de remero se derretía a ojos vistas. A los diez días, Gustavo Aldereguía, quien consiguió ser nombrado médico de Mella, lo trasladó al hospital.
Ya las protestas venían no solo de Sagua la Grande y Tejadillos sino de América Latina. Intelectuales, estudiantes, el presidente de México Emilio Portes Gil, el senado de México, el senado argentino, demandaban su libertad. Los jóvenes apedrearon las embajadas de Cuba. El cuadro clínico de Mella se hizo más crítico. Había perdido dieciocho kilos.
—Gustavo, ya no puedo pensar ni decidir. Te pido que veles por mi dignidad de revolucionario.
Aldereguía envió un mensaje al Partido Comunista: «Si no se pone fin a la huelga de hambre en veinticuatro horas, Mella morirá. El dilema es aceptar su muerte o alimentarlo a la fuerza».
José Peña Vilaboa, secretario general del Partido Comunista, protestó:
—No consultó, violó la disciplina partidaria. Se lanzó a la huelga de hambre sin autorización del Comité Central.
—Es cierto —respondió Carlos Baliño—, el recurso de Mella es extremo, pero lo ha convertido en un héroe.
El Heraldo anunció huelga general, decretada por el Comité Ejecutivo de la Confederación Nacional Obrera.
La tenacidad de Mella había volteado a la población en contra del régimen. Era un escándalo ya nacional. El gabinete en pleno aconsejó a Machado liberar al rebelde y, al día siguiente, el juez dictó su libertad mediante una fianza de mil pesos.
A las cinco de la tarde, sostenido por Martínez Villena y Aldereguía, Mella salió libre. En su primera entrevista de prensa, atacó a Machado. En los días que siguieron, no dejó de injuriar al régimen machadista.
—Chico, corres peligro —le advirtió Rubén—, debemos organizar tu salida de Cuba a la mayor brevedad.
Dejar Cuba, nunca lo había pensado. Olivín llorosa, la anchura de su vientre, su hija Natasha; salir de su país. Cecilio, Nicanor, el malecón, los espacios abiertos, el calor y sobre todo el mar, las colosales palmeras.
Gustavo Aldereguía lo acompañó hasta la pequeña estación de Aguadulce a tomar el tren a Cienfuegos. En el andén se abrazaron. Desde la plataforma del tren, Julio le gritó: «Hasta la vista en Cuba libre».
En el muelle esperaba el carguero Cumanayagua, de la Flota Blanca, empresa naviera de la United Fruit.
Mella enseñó su pasaporte a nombre de Juan López. El capitán, puesto sobre aviso, lo encerró en un camarote hasta llegar a mar abierto. Al abrirle, el capitán oyó el tecleo de una máquina de escribir. Durante toda la travesía, Julio no dejaría de escribir ni de leer.
En Puerto Cortés, Honduras, la policía bajó a Mella y lo encarceló durante quince días. Viajó entonces en un barco de vela hasta Puerto Barrios, Guatemala. El Boletín de Torcedores habría de publicar en Cuba un fragmento del diario que Mella escribía en su cabina: «…de destierro en destierro, la peste roja es la más peligrosa de las enfermedades de esta época. Los que estamos atacados por ella no tenemos perdón en ninguna parte del mundo». De Guatemala también lo deportaron. En la frontera mexicana sobre el río Suchiate, desde Marista, Julio pudo enviar telegramas a dos mexicanos amigos, Enrique Flores Magón y Carlos León, que le consiguieron permiso de entrada. «Veremos lo que nos depara en México nuestra calidad de apestados por la peste roja», anotó Mella. A Alejandro Barreiro le escribió: «No dejes de enviarme todas las noticias, periódicos obreros, etcétera, que tú sepas son de interés para mí».
17 DE FEBRERO DE 1926
Julio Antonio descendió del tren en la estación de Buenavista. Las calles del centro de la Ciudad de México le parecieron vacías. No vio a nadie, no se oía el mar, el aire no era salitroso. Después del bullicio de La Habana, que vivía de cara al mar y con el corazón en las calles, México era mudo, una ciudad cerrada, de párpados de concreto. En su recorrido, Julio solo encontró a una manada de perros tras de una perra exhausta. ¡Cuántos perros sin dueño! Desaparecieron en un rebumbio de patas en la neblina del amanecer.
Cansado de caminar durante horas, en una fonda en la calle de Dolores, pidió un café con leche en vaso. «Es lo primero que tomé en México cuando vine a los diecisiete años a ver si podía ingresar al Colegio Militar», le explicó al chino que le llevó los bísquets.
Con su máquina de escribir en la mano caminó hasta la sede del periódico El Machete, en la calle de Mesones 54. El recibimiento no pudo ser más caluroso. Xavier Guerrero, de natural reservado, lo abrazó. El Canario, Tachuela, el Tapón, Evelio Vadillo, el Ratón Velasco, Fausto Pomar lo saludaron efusivamente. Xavier Guerrero le enseñó un artículo publicado durante su huelga de hambre. «Mira, estos dibujos los hice yo», le dijo Guerrero enseñándole una colección de El Machete. «Estamos muy familiarizados con todo lo que sucede en Cuba. Tienes que colaborar en el periódico. Lee cuanto hemos escrito sobre tu huelga de hambre, la cubrimos por entero». «Julio Antonio Mella, el primer estudiante proletario de la América Latina, está en peligro de ser sacrificado. Enviad protestas, organizad manifestaciones y mítines pro-libertad de Mella. El sordo presidente de Cuba tendrá que oírnos; tendrán que oírnos sus amos, los imperialistas gringos. Y si Mella muere juramos que su muerte será vengada».
—Enviamos telegramas al cabrón de Machado —intervino el Canario Gómez Lorenzo viéndolo tras de sus anteojos de arillo. Protestamos frente a la embajada de Cuba, organizamos una manifestación.
Miguel Ángel Velasco, con su sonrisa de hombre bueno, le dijo:
—Vas a estar bien entre nosotros, ya verás.
El Ratón Velasco recordaría esa bienvenida al entrar al local del Partido a ver el ataúd de su amigo aquel 11 de enero de 1929.
Gran fiesta en el campo aéreo con desfile militar y la presencia de Plutarco Elías Calles, presidente de la República. En un avión de alas forradas de lona impermeabilizada con parafina y sebo, en un vuelo sin escalas desde Washington, aterrizó el joven piloto Charles Lindbergh. Es el mismo avión con el que cruzó el Atlántico, en treinta y tres y media horas, el Spirit of St. Louis. El embajador de los Estados Unidos, Dwight Whitney Morrow, lo invitó para estrechar los lazos de amistad entre los dos países. Cuando el héroe Charles Lindbergh desdobló su impresionante estatura para salir de la carlinga, la multitud lo vitoreó. Muchas banderolas agitadas al aire decían: «Washington-México».
Tina, Enea Sormenti y Juan de la Cabada aplaudieron felices:
—¡Ese hombre tiene la edad mía, Sormenti, la edad mía, te das cuenta, yo podría ser él, y llegar en veinte minutos a Campeche!
Enea y Tina ríen.
—Hace un año, Mella y yo oímos las noticias por radio cuando el yanqui ese espiritifláutico atravesó el Atlántico. Mella no cabía en sí de la furia: «¡Ya va a llegar, ya va a llegar…! Podríamos ser nosotros los primeros, carajo, Juanito. ¡Qué rabia que estos cabrones hagan los viajes antes; nosotros estamos capacitados, lo impide nuestra situación de país hipotecado, nuestro atraso, caray!». Golpeaba la radio. «En parte son nuestras carencias que nos hacen depender del imperialismo, en nuestra América no hay ni con qué investigar».
—Inteligente ese muchacho Mella, ya me he fijado en él. Lo escuché en la Liga Anticlerical Revolucionaria de esa catalana Zárraga.
—Mella vive muy mal en la casa de huéspedes de San Antonio Abad, no tiene ni en qué caerse muerto, Sormenti.
—¿Y tú sí tienes?
—Yo tampoco, pero mi cuarto de alquiler en Topacio no está infestado por las ratas. Cuando Mella y yo no tenemos para el café de chinos, nos sentamos en cualquier acera. A veces, compramos plátanos y dos bolillos de a dos por cinco, así grandotes, les metemos los plátanos adentro, en la lechería nos venden un litro de leche a diez centavos y pum pas pum, pa dentro, ya está, vámonos, ya listos. Cuando ni a quince centavos llegamos, vamos a ver al chaparrito Antonio Puerta, el de la hermandad ferroviaria de Cuba, y nos ayuda, ¿ya sabes cuál? Ese que da pasitos chiquitos, tin, tin, tin, tin, tin… Si no, buscamos a Siqueiros que siempre trae más que nosotros.
—Miren, miren —señala Tina—, lo va a abrazar Calles, miren la valla, miren, lo quiere besar la muchacha de blanco pero no lo alcanza, miren, allá va la afición con un ramo de flores, miren a los pilotos mexicanos, qué alborotados. ¡Ya le echaron serpentinas y confeti en los ojos! ¡Pobre del altote! ¡Se ve muy buena gente!
—Hiciste muy mal en ir a recibir a Lindbergh, Juan. —Se molestó Gómez Lorenzo—. ¿No ves que le haces el caldo gordo a Morrow y compañía? O ¿no te has dado cuenta cómo se mete el embajador en la política mexicana? Sormenti es libre de hacer lo que se le da la gana, es internacional, pero ¿tú? Y ¿para qué diablos se llevaron a Tina? Me quedé solo con el montonal de trabajo en El Machete.
Enea Sormenti desaparecía continuamente. Salía en misión. De Moscú recibía una orden misteriosa. A veces se ausentaba durante tres, cuatro meses. A su regreso, el relato de sus aventuras se convertía en un acontecimiento en la redacción de El Machete. En su último viaje a la Conferencia Panamericana en La Habana, apenas si salvó el pellejo. Calvin Coolidge previno a Gerardo Machado: «Aquí está un tal Enea Sormenti, italiano, que quiere matarlo».
Era del dominio público que el dictador cubano tiraba a sus enemigos políticos desde el Castillo del Morro a la bahía infestada de tiburones. Dos hombres pescaron un tiburón y encontraron en él un prendedor de corbata y un anillo. Se averiguó que el anillo pertenecía a un comunista de nombre Cabrera.
De Cuba, Sormenti había viajado a Moscú, regresado a Cuba y organizado la juventud comunista cubana con Fabio Grobart. A Fabio lo tomaron preso. Sormenti se salvó gracias a Rubén Martínez Villena, quien lo puso en un carguero. «Si te quedas te matan».
Tina lo escuchaba incrédula. Sormenti, gestudo y vehemente, la hacía reír.
De provincia, Juan de la Cabada traía pésimas noticias, lo habían metido al bote por hablar mal de los cristeros y del gobierno. «Es una pura robadera la del movimiento cristero, los cristeros roban, los del gobierno roban. La cristiada es una fuerza ciega, bruta, que los curas conducen. ¿Qué campesino se va a levantar en armas para defender a los terratenientes? ¿Tú crees, Tina, que si a los trabajadores les hubieran dado tierra y educación habría cristeros? ¡No, mujer!».
Juan de la Cabada insistía:
—Hay que darle en la madre al líder Luis N. Morones quien controla el movimiento obrero. No sé qué le ve Sormenti a ese Lombardo, si es lugarteniente de Morones.
Mella no se quedaba atrás en cuanto a viajes. Muy pronto destacó y el Comité lo escogía. En febrero de 1927, Julio había ido al Congreso Mundial Antiimperialista en Bruselas con José Vasconcelos y Ramón P. de Negri en representación de México. Era el delegado de la Liga Antiimperialista de las Américas y de la Liga Nacional Campesina de México; también de la sección salvadoreña de la Liga Antiimperialista.
Firmaba junto a Henri Barbusse, Nehru, los luchadores alemanes Willi Münzenberg y Alfonso Goldsmith, y Carlos Quijano, representante de la Asociación de Estudiantes Latinoamericanos de París. Allí, en el palacio belga de Egmont se encontró a Vittorio Codovilla, del Socorro Obrero Internacional y a Víctor Raúl Haya de la Torre, del Frente Único de Trabajadores del Perú. En esos días, los chinos campesinos y obreros le quitaron Shanghái a los ingleses. Los delegados lo celebraron. Chiang Kai-shek envió un telegrama de felicitación al Congreso; ahora sí la Revolución china resplandecía.
Julio se unió a Roger Baldwin para exigir la libertad de los pueblos africanos y de origen africano, la igualdad de la raza negra con las otras, y propuso medidas contra el imperialismo, el chauvinismo, el fascismo, el kukluxklanismo y los prejuicios de raza. Apoyado por su amigo Leonardo Fernández Sánchez, las intervenciones de Julio fueron muy aplaudidas. Henri Barbusse lo invitó al Segundo Congreso que tendría lugar en París, el 20 de julio de 1929. «Es usted un delegado de una brillantez poco común». «Es demasiado visceral e individualista», criticó Vittorio Codovilla. «Necesitamos militantes disciplinados, no próceres».
De Bruselas muchos delegados viajaron a la Unión Soviética, entre ellos Mella, para asistir al IV Congreso de la Internacional Sindical en el palacio de los sindicatos de Moscú. Mella volvió a destacar el 4 de marzo, cuando rindió su informe sobre los trabajadores antillanos en los ingenios azucareros. El argentino Vittorio Codovilla se prometió informarle a Sormenti que había visto a Mella conversar con Andrés Nin, acusado de desviacionismo. Por iniciativa de Codovilla expulsaron a Nin, y de buena gana el argentino habría expulsado a Mella porque tenía muchas simpatías entre los asistentes. «¿Cómo van a elegirlo representante de nuestro continente y del Caribe si no tiene experiencia?», alegó Codovilla. Ismael Martínez, del Sindicato de Obreros y Campesinos de Tampico y Tamaulipas, seguía a Mella como perro a su dueño. Los delegados de Haití, de Panamá, Alfonso Goldsmith, representante del Partido Revolucionario Socialista, se inclinaban por Mella y eso Codovilla no podía tolerarlo.
Rafael Carrillo les escribió a los Lobos, los Wolfe, Bertram, el Coyote, y Ella, la Ardillita a «Gringolandia», el 4 de diciembre de 1928:
…Al regreso Sormenti y Ramírez pasaron por Cuba y allí vieron durante una semana al Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Este les entregó una resolución por medio de la cual se pedía que el grupo cubano en México se subordinase al CC del PCM y no escribiese y obrase por su cuenta y riesgo, comprometiendo de una manera verdaderamente criminal a nuestros compañeros que trabajan en Cuba. Nosotros les hicimos saber esa resolución a Mella y sus secuaces y él se desató con furia contra el Comité Central del Partido Comunista cubano y contra nosotros enviándonos una renuncia insultante. Nosotros estamos listos a publicar una resolución sobre su caso y circularla por toda la América Latina y EEUU inclusive, pero ayer mismo me hizo llegar una carta arrepentida donde retira la renuncia y promete seguir trabajando en el Partido. Esta misma semana resolveremos el asunto. Sobre esto yo les escribiré más largo. Mella ha tenido siempre debilidades trotskistas.
4 DE JUNIO DE 1928
La primera vez que Tina y Julio se quedaron solos en la redacción de El Machete, el cuerpo entero de ella entró en expectativa, como perro de caza que de pronto aguarda perfectamente quieto en su tensión. Tina trató de apretar sus labios que se entreabrían, de acallar los latidos bajo su ombligo; supo que no podría erguirse sino hasta que él se alejara, sus piernas no la sostendrían, él la condujo al cuartito llamado «el archivo». Se amaron de pie, luego sobre los periódicos caídos. Ninguno de los dos se preocupó de que alguien entrara a la sala de El Machete. Olvidada de sí misma Tina se sintió Julio. Ella era Julio, él era Tina, ella era el deseo de Julio, lo mismo que él sentía, lo sentía por sí misma. Julio era lo más fuerte de Tina, lo más vigoroso, iba más allá de ella misma. Tina lo miraba y se veía en sus ojos, y detrás de él estaba la Tina a la que aspiraba. «Quiero ser eso que está detrás de tu cabeza, Julio, quiero ser la forma en que me miras». Julio era su vía de acceso al conocimiento, la mejor concepción de sí misma.
Para ver a Julio, Juan de la Cabada ya no iba de su cuarto de alquiler en Topacio a la casa de huéspedes de San Antonio Abad sino a casa de Tina. Al mudarse Julio con ella a Abraham González, Tina ya no supo de qué otro modo podía ser la vida. Le parecía que desde siempre había ido a la esquina de López con Ayuntamiento por medio kilo de caracolillo y medio de planchuela, para regresar a molerlo a su casa en un viejo molino de cajita que sujetaba entre sus rodillas. Julio, al verla, simplemente la levantó en brazos y la llevó a la cama. «No vuelvas a moler café delante de mí». Le habló de sus rodillas, las más hermosas que había contemplado, de sus piernas de barro pulido, que en ese momento echaban chispas, como si estuvieran horneando los granos de café que tronaban.
Si tenía que salir, Tina regresaba deprisa, con la necesidad de Julio, el hormigueo en su vientre, el deseo de que la estrechara por la cintura, la mano de él sobre su muslo, sí, ella era su mujer, la de él, su compañera. Nunca antes tuvo el sentido de pertenecer, ni con Robo, ni con Edward, ni con Xavier. Con Julio sí. Al penetrarla la absorbía, deleite casi intolerable, que se respiraba electrizando las partículas, una danza misteriosa borbolleaba en el espacio, se dejaban ser, sin conciencia de estar transportados.
Tina prefería ver su casa convertida en estación de tren de tan concurrida, con tal de que Julio no se fuera. Los inmigrados cubanos prácticamente vivían con ellos y los escuchaba repetir: «Hoy va a caer el Mussolini del Caribe». Venían todos los días. Si Julio no estaba, serían bien acogidos por la compañera Tina, su fortaleza, la plenitud emanando de sus ademanes. Tina nunca sospechó que si primero fueron por Julio, después irían por ella.
En los primeros tiempos, ofrecía: «¿Un cafecito?», se esfumaba para hacer la cama, guardar la ropa, mientras los hombres hablaban. Había días en que la victoria era posible y se exaltaba, pero otros en que lavaba una taza, una cuchara, con el miedo acogotándola por el futuro de ambos, miedo a seguir viviendo, miedo a consumirse en ese desgaste interior que sentía al escuchar el mismo lenguaje de lucha que no parecía llevarlos a parte alguna; la clandestinidad, ese sentimiento de falta de espacio, de no vivir a todo lo ancho, de caminar por las calles repegándose a la pared y estar usándose por dentro en esta vida que sin embargo había escogido: «¡Es mi voluntad, carajo!» se repetía enjuagando la taza para llevarla de nuevo a la mesa. «¡Qué contradictoria, qué inconsciente soy!». Había otros días en que los granos de café crujían bonito y Tina se reconocía en la vida de los revolucionarios. La falta de dinero era el sino de todos y cuando Tina recibía de su hermana Yolanda, de San Francisco, unos cuantos dólares, iban a dar a la organización de un acto, el alquiler de las sillas, la compra del papel para los volantes.
Todo con tal de llegar a la noche. A esa hora, sus labios se hinchaban en anticipación, Julio la tomaba de la mano para guiarla a la recámara o la levantaba en brazos, tirando la silla en su prisa. Julio la amaría esta noche en forma nueva, inventarían, la sentaría sobre su vientre, ensartándola, la columpiaría, subiéndola y bajándola a todo lo largo de su pene hasta que ella cayera sobre su pecho, su cabeza pegada a la de Julio, anidada en su cuello, Tina sin piel o como una piel vaciada de sí misma, Tina vaciada de su día de trabajo y de sus preocupaciones, olvidada de todo, la boca abierta, estática, a no ser por su respiración sobre el hombro de Julio, sus gritos sofocados, su mano vuelta hacia arriba, la palma laxa, colmada.
Tina vivía en un torbellino. Había escogido el peligro del lado de los comunistas y compartía su clandestinidad, sus luchas. Si antes veía a intelectuales, ahora sus amigos eran luchadores, ferrocarrileros, albañiles. Tina y Julio congregaban en Abraham González al exilio latinoamericano, a los líderes obreros, a los campesinos. «Aquí se está mejor que en el Partido». Venían del Caribe, de Nicaragua, de El Salvador. Al lado de Mella, los compañeros cobraron para Tina un fulgor inusitado. Ya no eran grises. Refulgían. Sus pasiones desatadas provocaban conflictos aleccionadores, corrían riesgos, la fuerza de su ideal le resultó durante esos meses inspiradora. Tina acompañaba a Julio a sus mítines y lo oía hablar con fervor. Con Julio a su lado, podría enfrentarse a todo. Julio Antonio combatía a la CROM, la poderosa central de obreros. Hacía mucho que su líder Luis N. Morones se había quitado el overol para hacerse dueño de edificios, casas, terrenos y queridas y, gordo y con papada, sus manos ensortijadas le descontaban a todos un día de trabajo. Lo llamaban Luis N. Millones.
«Hay un tiempo para el debate, otro para la acción, vivimos en la época de la acción», se enronquecía Mella. Ahora sí, surgiría una organización roja, no una dependencia del gobierno, una verdadera confederación obrera. «Los trabajadores —antes peones de hacienda— verán el fruto de sus esfuerzos. La Revolución se hizo para aumentar salarios. ¿Qué hacen los empresarios fuera de ganar dinero? A los obreros no nos consideran humanos, para ellos somos mercancía, la única forma de tener poder es organizarnos. Estamos hartos de sistemas de gobierno a base de oro, espada y sotana». Él proponía el bautismo socialista.
—Julio, te estás matando.
—Yo solo hago mi deber y todavía me queda tiempo para amarte.
Tina conoció el peligro desde que Julio se mudó a su casa de Abraham González. Sobre su cabeza pesaba la orden de extradición; en Cuba —si el gobierno de México accedía—, su muerte era segura, pero también aquí podían matarlo. Sentirse vigilado cansa, Tina ya no iba por la calle sin volver la cabeza. ¡Cuánta tensión!
—Ojalá pudieras salir unos días, Julio, ha sido tanto el ajetreo de los últimos meses. Bien sé que eres fuerte, pero estás abusando de tu resistencia.
A Mella lo tocó el tono triste y suave en su voz. Parecía una niña reclamando un juguete largamente deseado.
—Tinísima —la abrazó—, no te pongas así, te prometo que nos escaparemos, te lo juro, a fines de mes, nos vamos a Veracruz, el propio Mussolini del Caribe será causa de nuestro viaje; festejaremos su caída, iremos a La Habana a darnos un hartazgo de victoria.
A ella le entró una alegría olvidada. «Vamos a tomarnos unas vacaciones», repitió Julio para aumentar su emoción.
En El Machete Julio denunciaba que la bahía de La Habana era la sepultura de cientos de desaparecidos y «suicidados», enumeraba rabioso nombres de líderes asesinados: Enrique Varona, Tomás Grant, Baldomero Duménigo, José Falcón, los cien campesinos isleños de las Canarias baleados en La Trocha y colgados de los árboles como pesadas banderas empapadas en sangre. Estallaba en mayúsculas. ¡Abajo la dictadura del bandido Machado! «Van a venir a buscarlo hasta México», pensaba Tina, «Gerardo Machado va a dar la orden». También en El Libertador, que dirigía Úrsulo Galván, defendía a los presos políticos. Rubén Martínez Villena, Gustavo Aldereguía —«él me salvó de la muerte, sabes, Tina»—, Orosmán Viamontes, Alejo Carpentier y dos mexicanos contra quienes Machado tenía especial encono porque «todos los mexicanos son unos forajidos, uno de ellos apellidado Enrique Flores Magón». En La Hoz y el Martillo, se quejaba de que El Universal y Excélsior dedicaban sus páginas al Niño Fidencio y sus curaciones escandalosas para distraer a la opinión pública de la sumisión vergonzosa de los gobiernos de América Latina a los Estados Unidos a raíz de la Conferencia de La Habana.
«Ya se va Cuauhtémoc Zapata» (seudónimo con el que firmaba en El Machete o con el de Kim). «Dentro de poco, escribirás tú solo el periódico». «Sí, sí y si me das un plumero quitaré las telarañas del edificio y limpiaré el pasillo, destaparé los caños, tiraré la basura, El Machete es mi casa».
Ese lunes, Tina sacó la Graflex y tomó la máquina de escribir de Julio Antonio. Sobre el rodillo había quedado la frase con la que quería empezar su artículo: «La técnica se convertirá en una inspiración mucho más poderosa de la producción artística; más tarde encontrará su solución en una síntesis más elevada, el contraste que existe entre la técnica y la naturaleza», León Trotsky.
Alejandro Gómez Arias lo detuvo en el patio de la Facultad de Leyes de la universidad.
—Es importante la lucha, pero hay que recibirse, hombre.
—La lucha es mi escuela… Vine a imprimir Tren blindado.
—¿Por qué ese nombre? ¿No está muy ligado a Trotsky?
Julio corría a la imprenta. Permanecer durante horas frente a la mesa de formación corrigiendo páginas y viendo componer una plana con los maestros tipógrafos le recordaba a su querido Alfredo López, secretario de la Federación Obrera, recientemente asesinado por Machado. ¿No le había dicho Gómez Arias que sus artículos eran doctrinarios? Alejandro, lúcido y escéptico, lanzaba sus dardos. El pesimismo es reaccionario. Y sin embargo qué pasión en ese niño bonito, ese catrín, cuánta elocuencia y cuánta capacidad para convencer. Julio caviló. ¿Era doctrinario escribir: «Triunfar o servir de trinchera a los demás. Hasta después de muertos somos útiles. Nada de nuestra obra se pierde»?
Tina, Julio y Luz, de camino a El Machete, se detuvieron. Luz Ardizana se quitó de inmediato los anteojos como si fuera a recibir macanazos. Tina se conmovió. Dos muchachos llegaron corriendo y dieron vuelta a la esquina. Otro los perseguía cubeta en mano.
—Es que es el día de San Juan. Al rato, nos toca el baño a nosotros.
Se escucharon gritos. En la banqueta de enfrente, otro peatón se sacudía el agua.
—¡Qué estúpidos! —estalló Julio.
El muchacho le aventó al siguiente peatón la cubeta a la cabeza.
—Esto es intolerable.
Tanta furia asustó a Tina.
—¿Qué te pasa, Julio? Es solo un juego.
—Es inaceptable. ¿Viste cómo le abrió la ceja? ¿Sabes en qué acaban las novatadas? Primero es solo el agua, después vienen los golpes, el abuso de la fuerza, más tarde el sadismo.
Tras de sus anteojos, ahora en su lugar, los ojos de Luz se agrandaron.
—Más tarde, el de la cubeta asesinará a los nativos de Haití, de Santo Domingo, Filipinas y Centroamérica. Las novatadas son invención de los universitarios yanquis que primero persiguen por deporte y después se transforman en bestias.
—Julio, no es para tanto.
—Sí lo es Tina, lo es. ¿Qué no te das cuenta de que se trata de una represión colectiva impuesta por una masa a otra?
—Es un juego, no dramatices.
—Tiene razón Julio —intervino Luz, sombría.
—No puedo vivir pensando que los demás solo intentan agredirme —rechazó Tina.
—O violarte —finalizó Julio.
Tina soltó su brazo y no volvieron a dirigirse la palabra. Era su primera discusión. Desconsolada, al llegar al periódico se sentó frente a su máquina.
—¿Eres tú la que va a hacer la crítica a la CGT? —preguntó Gachita.
—No, esa le toca a Rafa.
—Que la haga el cubano.
—No, él no, necesitamos a alguien más pacífico —acotó el Canario—. Entre él y Evelio Vadillo harían volar Washington.
Qué libres eran los cubanos, hablaban atropellándose, montados los diálogos de unos en los de otros, los «pero chico», los «qué tú cre», saltando por encima de su cabeza como salta el aceite fuera de la sartén, ay, tanta carne y yo comiendo hueso, ay, ay, ay, a Tina la envolvían, la mareaban. En Abraham González prepararon la comida para la noche cubana.
—El secreto es el mojo, chica, si tú sabes guisar el mojo, chica, ya sabes guisar a la cubana. Aquí no hay plátanos chatinos, esos platanitos dominicos son una mierda, por eso el arroz no sabe como en Cuba. Los limones córtalos en cuatro, así hasta oyes el ruido de los limoneros, okei, que se les vea su pulpita. Menéale al arroz para que se dore por igual. Mientras, nosotras preparamos el alijo.
—Entre tanto vamos a echarnos una bailadita, no te pongas brava; un bailecito a nadie le hace mal, okei…
—A mover el bote, a mover el bote. No es posible que un cubano no baile. Tú, Sandalio, muévete patiflaco, pareces una mesa coja.
—Changó, changó, qué ganas de tener un radio, qué mujer es esa. Con razón el Julio anda tan picao…
Así sabrosamente prepararon la noche cubana en el local del Centro de Obreros Israelitas, calle de Tacuba número 15, para recaudar fondos destinados a la ANERC y a la revista Cuba Libre. «Ningún tipo de propaganda política», especificaron los israelitas y, el mismo día, antes de que comenzara la fiesta, Raúl Amaral Agramonte puso en el lugar de honor una bandera cubana de papel de china muy mal hecha:
—No chico, no —protestó Teurbe Tolón—, ¿cómo vas a poner esta bandera tan burda? Es ridículo. Los judíos nos pidieron que no pusiéramos na’, llévatela.
Teurbe Tolón lo sacó a golpes con todo y bandera. Y no hubo noche cubana, ni Tina bailó con Julio. Amaral no era ningún perseguido sino un soplón al servicio de Machado. De todos, era el único que podía entrar a Cuba. Ese mamarracho de bandera de papel era una clásica provocación.
Julio aún defendía a Amaral, cuando apareció la noticia a ocho columnas en La Habana: «Fue profanada en México la bandera cubana por Julio Antonio Mella». Mella se alarmó: «Con esto, el asno con garras va a voltear la opinión pública en mi contra… Este tipo de ataques impresionan a la gente… Cabrón, comemierda, pisoteó la bandera, ¿te imaginas, Tina? Seré un antipatriota que ultraja el lábaro patrio. Los que me conocen sabrán que es mentira, pero los que no, lo van a creer a pie juntillas».
—Urge enviar un telegrama, Tinísima, ¿podrías tú llevarlo hoy en la noche a la oficina de cables y allá me reuniría contigo? Yo tengo que encontrarme con Magriñá en una cantina cercana y procuraré que la entrevista sea lo más corta posible; te recojo en la oficina de cables…
—Dio, ¿tienes que ver a ese tipo, Julio?
—A fuerza. Mientras, tú envías el cable al periódico La Semana. Sergio Carbó es mi amigo. Aquí te escribo el texto: «Rogamos desmienta calumniosa campaña iniciada enemigos nuestros. Nunca profanóse bandera. Detallamos correo. Afectuosamente, Mella».
Tina mira la cabeza rizada de Julio, su cuello, sus hombros. De pronto una ráfaga de agua lo desnuca. En la playa solo ve la bandera cubana, el papel de china pegado a la arena como una débil membrana; a la segunda ola, Tina todavía alcanza a ver unos fragmentos retorciéndose como gusanos sobre la orilla de la playa. De la nada surge un militar y se agacha: «Es papel, solo papel», grita Tina presurosa, pero el hombre, alto y fornido, abombando el pecho responde: «Hay algo más». El agua llega hasta la punta de sus botas, él no parece verla, las botas relucen al sol mientras él pica con su bastón en la arena buscando los gusanos de papel. «Hay algo más, estoy seguro, hay algo más». Tina también hurga con la mirada, pero solo ve burbujas de agua en el declive de arena mojada; ningún papel, nada, nada, ni el recuerdo de un papel, solo el hervor del agua reventando la arena, ploc, ploc, ploc, ploc.
10 DE ENERO DE 1929
Bajaron a la calle con un café negro en el estómago, porque hoy el dinero se gastaría en el telegrama. Tina caminó en la dirección opuesta; a veces tomaban juntos el camión y esto le significaba una alegría que habría de alimentarla durante horas, pero desde la carta de su amigo Fernández Sánchez, Julio decidió salir por separado. A veces, a través de la ventana, Tina lo veía alejarse, su cabeza ensombrerada, un punto negro que avanzaba sobre la banqueta, hasta que de pronto ya no tenía cabeza, ya no estaba, ya…
15 DE ENERO DE 1929
Cierra los ojos. La envuelve el agua, se va a pique mar adentro; cerca de la esquina formada por las calles de Morelos y Abraham González, el mercenario oculto tras la barda apunta su arma en contra de Mella; una bala en la espalda, la otra en el codo. A Tina la jala una corriente de agua helada, la arrastra más adentro. De golpe la pone a salvo en otra playa. Mira a Julio cruzar la calle, pero no llega a la otra orilla. Tina grita auxilio, auxilio, pero de su boca solo salen burbujas de aire. «Nadie me oye, nadie me entiende». Vuelve a escuchar: «Pepe Magriñá tiene que ver en esto», y ahora ve al asesino Magriñá entrar en el juzgado, enorme y lustrosa víbora de agua y recuerda el estertor de Julio: «Pepe Magriñá tiene que ver en esto», y piensa: «Ese hombre es tan horrible como su voz por teléfono». Magriñá no le quita los ojos de encima mientras responde con prestancia a las preguntas del juez, su voz resbalando como batracio, avanzando hacia ella, los ojos saltones, para lanzar el dardo final:
—Yo desconfío de usted, señora, lo natural era que volviese la cabeza para ver a los individuos que mataron a Mella.
A lo mejor sí, tiene razón, sería normal, ¿por qué no lo había intentado siquiera? Tina se estruja las manos. Pude salvarlo, no lo hice. Habría dado mi vida por Julio, sí, mi vida, sin embargo los tiros no me tocaron. En el juzgado, Magriñá vestido de paño azul marino, peinado hacia atrás con gomina, causa buena impresión. Su figura resalta próspera; tiene los atributos de la decencia, pañuelo blanco en la bolsa pechera, zapatos lustrados, corbata discreta. Sus amigos son el embajador, el empresario, el padre de familia; él mismo se recoge temprano todos los días, en su casa de privada de Nazas número 19, con su mujer y sus hijos; su negocio de anuncios de gas neón le da tranquilidad; en cambio Mella siempre fue un estudiante revoltoso, un extranjero enemigo del orden y de las autoridades, metido con una aventurera extranjera de costumbres nada recomendables, con la que compartía una buhardilla de artista, una i-ta-lia-na, nada más véanla ustedes.
Tina se mira en un gran espejo de agua. Una ola levanta el bulto de su cuerpo, la ola crece, el golpe de agua la voltea boca arriba. Arroja espuma y sangre por la boca. Alguien la saca del agua, alguien también le da respiración boca a boca. «Es pura rutina», escucha una voz, «porque esta mujer tiene varios minutos de ahogada». Un fuerte olor a alquitrán invade el aire, un olor como el de Nueva York al llegar en el barco de inmigrantes.
«Por más que se quiera no va a volver en sí», dice el salvavidas. Aguza el oído, a lo lejos se adivina el ruido del mar. Y se dice a sí misma: «No oigo más que el mar, solo el mar».
En el juzgado, Tina escucha la lectura de las declaraciones que hizo en la Cruz Roja y en el hospital Juárez, y sus palabras suenan cruelmente impersonales. Julio tuvo cita con el cubano Magriñá en la cantina La India, esquina de Bolívar y República de El Salvador, mientras ella lo esperó en Independencia y San Juan de Letrán, donde puso un cable.
…que a las veintiuna horas llegó Mella y acompañado de la que habla se dirigieron a pie hacia Balderas, siguieron por la avenida Morelos y entraron a Abraham González y que al dar vuelta a esa calle oyó dos detonaciones y el señor Mella, que iba del brazo de la que habla, echó a correr y cayó tan pronto como atravesó la calle. Que se dio cuenta de que el ataque fue hecho por la espalda de ambos y hasta percibió el humo de la pólvora. Que antes de todo esto, el señor Mella le había dicho que Magriñá a su vez, en la entrevista celebrada, le había advertido que habían venido de Cuba unos matones expresamente para asesinarlo. Que en momentos en que fue herido, el señor Mella dijo: «José Magriñá tiene que ver con este delito», y entonces se dirigió a los transeúntes que se detenían diciéndoles que Machado lo había mandado matar y agregó estas palabras: «Muero por la Revolución…».
—Señora, al dar sus generales dijo usted llamarse Rosa Smith Saltarini.
—No, yo me llamo Tina Modotti.
—¿Ah, sí? ¿Por qué dio usted otro nombre?
—Porque estaba… es lamentable… Soy fotógrafa… no quería que me… tuve miedo… a los comunistas, la policía nos… además, puedo ser Rosa Smith.
—Dijo usted ser profesora de inglés, domiciliada en la calle Lucerna.
Silencio en el aire. La mecanógrafa hace girar el rodillo de la Underwood. Tarda en sacar papel carbón e insertarlo entre las hojas.
Rosa Smith Saltarini, de veintidós años, viuda, oriunda de San Francisco, California, profesora de inglés y domiciliada en la casa número 21 de la calle de Lucerna. ¿Por qué habré pensado en Saltarini?, se pregunta sonriente en su fatiga. Saltarini es otro de mis apellidos, tonta que soy, nunca he sabido mentir. El Saltarini la hace sentir ternura por sí misma y por ese abuelo y aquel bisabuelo, al recordar que saltaban como chivos en los campos de Udine, ganándose así el nombre de saltarines, de chivitos brincones. Eran tan pobres que no habían alcanzado apellido, solo un sobrenombre: «Allí vienen los saltarines». Tina gozó una súbita visión de Istria, de Friuli, de su abuelo-niño saltando los arroyos, de ella, de Mercedes, de Gioconda, de Yole, de Benvenuto, a brinca y brinca, sus piernas en el aire, y la mamma gritándoles que ya, que se metieran porque Beppo quería cenar, y ellos —porque solo saltan los que son felices— entraban a puro salto en la casa a recogerse al final del día en torno a la polenta.
Hacía mucho que Tina no pensaba en su infancia, en Udine; todo lo había absorbido Julio, era como si de pronto Julio la arrojara al mundo, desnuda, recién nacida.
De llamarse Rosa Smith, no sería ella, Tina, la que ahora bajo esta luz descarnada respondiera preguntas, ni sería Julio quien la aguardara metido en un cajón, porque Julio Antonio nunca amó a Rosa Smith.
—Señora, tiene usted que ser muy precisa. Tina ¿es su verdadero nombre? ¿Tina, así como la del baño?
—Bueno, es Assunta, pero me dicen Tina.
Tina recuerda que su madre la llama Tinísima y de pronto mira cómo el rostro de su madre se ensancha en el juzgado. «Dio, estoy perdiendo la razón, qué les estoy diciendo».
—¿Es ese su único nombre?
—Assunta, Adelaida, Luigia…
—Eso no consta en el expediente; hay que añadir esa letanía que siempre se ponen los extranjeros. ¿Y el apellido?
—Modotti.
—¿Cómo se escribe? A ver, escríbalo usted para poder copiarlo y de una vez el materno.
—Mondini.
—A ver, póngalo letra por letra.
Súbitamente Tina ya no es fotógrafa, ni tiene obra. No es nadie salvo un apellido que se deletrea trabajosamente, con displicencia, casi con asco, lanzándole además miradas de desprecio que subrayan que ella es ex-tran-je-ra, y por tanto capaz de inmiscuirse en política y de hacer declaraciones falsas.
A las preguntas del juez, Tina responde que antes de tratar a Julio Antonio Mella se enteró por la prensa de su huelga de hambre en La Habana. Lo conoció en México en la redacción de El Machete, aunque lo había escuchado —era un orador de primera—, en el gran acto de protesta por el asesinato de Sacco y Vanzetti, en abril del año anterior.
A partir de junio de 1928 hizo con él una buena amistad, que se convirtió en íntima a fines de septiembre. Tres meses de vida en común le bastaron para darse cuenta de que él estaba amenazado de muerte.
Acerca de su estado civil, Tina confirma que es viuda y que Mella era casado, con una señora cubana de nombre Olivín a quien él escribía con frecuencia pidiéndole el divorcio.
Sí, es comunista, sí, tiene su carnet desde 1927 y lloró de alegría al recibirlo, porque ser militante es lo que más anheló en su vida. Sí, a ella y al occiso los unían los mismos ideales, querían un cambio en el mundo.
De pronto las preguntas y las respuestas suenan aviesamente insidiosas. El recinto las amplifica y la mecanógrafa las registra mientras el Ministerio Público interroga como empujándola a una trampa, cuando lo único que ella desea es regresar a Mesones para sentarse junto a Julio.
Sí, le parece que la riqueza está injustamente repartida y debe quitárseles a los ricos para dársela a los pobres.
Sí, la Revolución rusa es admirable, nada tan importante ha sucedido sobre el planeta Tierra y los países tienen mucho que aprender de ella.
Sí, el socialismo sí, el socialismo sí, el socialismo sí.
Regresa a Mesones, custodiada por dos agentes, Luz Ardizana tomada de su brazo. Le dice que no ve la necesidad de responder con tanta voluntad a preguntas de tan mala fe. «Pero si yo lo que quiero es que detengan al asesino», responde Tina cansada, mirando sus pies presurosos. Hay que concentrarse en lo inmediato, no tropezar, no perder tiempo, caminar, un minuto en la calle es un año sin Julio.
—No necesitas ser tan explícita; respondes con demasiada amplitud.
—¿Tú también, Luz?
13 DE ENERO DE 1929
En la gran sala convertida en capilla ardiente, Tina ya no se considera agredida; frente a ella desfilan las agrupaciones que formaron parte de la vida de Mella en México: el Club Obrero Radical Israelita, la Unión de Carpinteros de los Ferrocarriles, el Partido Revolucionario Venezolano, El Niño Luchador (órgano de los Pioneros Rojos), la Confederación Nacional de Estudiantes Comunistas… los de la ANERC, que se reunían con Julio todos los días a preparar el número de Cuba Libre. La miran consternados, sombrero en mano, sin saber qué decirle, y ella los va estrechando en sus brazos, agradeciéndoles el solo hecho de ser como son. Una ráfaga de miedo recorre a los dolientes. Al hacerse presentes desafían el peligro.
La mayoría no ha venido a velar a Julio sino a refugiarse al local del Partido, en torno al cadáver de Mella. Buscan su protección. Hay agentes dondequiera, los distingue su prepotencia al lado del desamparo general. Qué desvalidos se ven. Qué amolados. Tachuela, con su pequeña estatura y su sombrero metido hasta los ojos, la mira desolado. Evelio Vadillo habla con sus paisanos tabasqueños. El Ratón Velasco y el Canario Gómez Lorenzo conversan sin darse cuenta del contraste entre sus personas: uno pequeñísimo y avispado, el otro alto, flaco y narigón. Siempre están juntos. Fausto Pomar, con su hermosa cabeza olmeca, se ha recargado en el barandal de la escalera. Abarrotan la pieza. El Canario tiene que pedirles que la desalojen: «Esto puede venirse abajo, el edificio es muy viejo, hay riesgo de sus vidas».
En la calle se han formado hombres, mujeres y niños tras el estandarte del Partido Comunista. Los jóvenes, con Jorge Fernández Anaya a la cabeza, levantan mantas: «El asesinato de Mella, obra del criminal machadismo. Centro Internacional de Mujeres». «Condenamos el inicuo asesinato». «Exigimos justicia». «Machado asesino». Las mantas gritan sus letras negras, y también las manchas negras entre la multitud: los enlutados. Son tantos, que un comité de orden vigila la subida a la capilla. «Hay muchos orejas». «Que solo pasen los que enseñen su carnet». «Esos tres son agentes, los conozco. Voy a mentarles la madre». «Contrólate, Vadillo, este es un acto luctuoso». «Eres un collón, Canario». «Y tú un provocador, ¿qué sacas con tus desplantes?». La multitud los desborda, no hay posibilidad de exigir nada; delegaciones de campesinos se acomodan con sus hijos en los rincones. Dos máquinas de escribir juegan a las carreras y la escalera se bloquea constantemente. Vocean en los pasillos: «Se solicita la presencia del compañero Carrillo. Hay una llamada para Zapata Vela». «No está, chico», responde una aguda voz con acento cubano, «está haciendo una parada en la esquina de Tacubaya y Francisco Márquez desde las ocho de la mañana».
Luz Ardizana informa:
—El embajador de Cuba se negó a recibirnos, ya pidió protección a la policía y van a acordonar la embajada. Les llevé tortas a Baltasar Dromundo, José Muñoz Cota y Carlos Zapata Vela, y dicen que, pase lo que pase, no se van a ir. Allí mismo se turnan para lanzar vivas a Mella y mueras a Machado.
Las banderas del Partido y de la juventud comunista abren la manifestación. Sandalio Junco grita, puño en alto: «Muera el asesino presidente Machado», hasta convertir su grito en una porra que los demás taconean en el asfalto: «Que mue-ra Macha-do. Que mue-ra Macha-do». Los niños también patean el suelo: «¡Que mue-ra Macha-do!», y se le escapan a su madre de la mano. «Fuera Morrow», «Fuera Mascaró de México», «Saquen a Fernández Mascaró». La muerte de Mella no puede quedarse así, lo vengarán, sí que lo vengarán.
Un grito abre todas las bocas: «Viva Mella, viva Mella, Mella presente, Mella presente, Me-lla, Me-lla, Me-lla. Viva el proletariado cubano. Viva la Cuba de Mella. Viva el Partido Comunista. Viva Lenin. Viva la Unión Soviética».
En la descubierta, Luz es la más vehemente. Se ve muy pequeña al lado de Diego Rivera, quien habla del ejemplo luminoso del general Sandino. «Si los países latinoamericanos no nos unimos el oro de Wall Street va a tragarnos». Por un momento, los niños dejan de corretearse y esperan en silencio lo que va a suceder.
A medida que el tiempo avanza, Tina empieza a temer el momento en que también se rompa esto: la presencia de Julio en su ataúd. No es la cantidad de gente lo que la molesta, ni su respiración caliente; al contrario, sus alientos la acompañan; teme el instante en que este bloque humano lo cargue en hombros para llevárselo.
«No quiero separarme de Julio», piensa Tina. De nuevo el sonido gutural que viene de muy hondo se abre camino a través de sus pulmones, su tráquea y surge quemante de su garganta. «No quiero dejar a Julio», dice en un sollozo.
—Tina.
—¿Ya?
—Sí, ya.
Seis compañeros del Comité Central toman la caja en hombros. Entonces, Rosendo Gómez Lorenzo, el Canario, hace un comentario obvio:
—Es la última vez que el compañero Mella baja estas escaleras.
Cuando el ataúd está en la calle, cubierto con la bandera roja de la hoz y el martillo, Rafael Carrillo sale al balcón:
—¡Compañeros, el responsable de este asesinato es Gerardo Machado, presidente de Cuba! Ese chacal puede sonreír ahora cuando lea la prensa de México; pero al proletariado del mundo ya le tocará también su instante de reír. El embajador Fernández Mascaró tiene en las manos sangre de Mella. Recogemos todo el odio de Mella por la tiranía machadista y cada uno de nosotros ha ganado un enemigo más. Desde aquí despido al camarada caído en la lucha. Aun muerto como está, su muerte hace temblar al tirano miserable. ¡Muera Machado, compañeros, muera el traidor! ¡Viva Julio Antonio Mella…!
El cortejo inicia su marcha, Tina siente un golpe en el estómago. El sol de enero lanza rayos que taladran; cuando se mete, el frío acuchilla.
«Machado, cobarde verdugo», grita Sandalio Junco los brazos al aire, y los compañeros en las filas siguientes corean: «Ma-cha-do, co-bar-de ver-du-go, Ma-cha-do, a-se-si-no». Miles de pies lo aplastan sonoramente contra el piso.
Tina mira el féretro obsesivamente; le preocupa alejarse de él medio metro. Al llegar al Zócalo, Rafael Carrillo le asegura: «Nadie te va a separar de él, Tina, nadie». En el hermoso patio de la Facultad de Leyes, Tina piensa que van a arrebatárselo; los estudiantes colocan el féretro en un sitio de honor y junto a él un micrófono. Alfonso Díaz Figueroa, de la Confederación Nacional de Estudiantes y de la Sociedad de Alumnos, es el primero en hablar: «…El camarada Julio Antonio Mella no era cubano ni mexicano; no tuvo patria porque los socialistas no tenemos más patria que el mundo… Ya no es Julio el camarada, el amigo; ahora es el símbolo, la bandera de la Facultad de Leyes».
Un joven de ademanes distinguidos, perfectamente trajeado, toma el micrófono:
—Soy Alejandro Gómez Arias y hablo a nombre de las minorías no-comunistas de la Facultad de Leyes. Mella nos une mejor que todas las banderas. Todos los que amamos esta cosa informe y dolida que es México, vemos en él un propósito puro… Muere por aquellos que no pueden ver la claridad donde la hay de sobra. La muerte debe haberlo visto llegar con sus ojos verdes y tranquilos. Para nosotros, su ejemplo. En paz, Julio Antonio Mella.
Muchos quieren llevar el féretro en hombros. Tina nota que Gachita abraza un ramo de claveles rojos, tan grueso que apenas puede sostenerlo, y empieza a repartir manojos encarnados que salpican de fuego el cortejo. La comitiva de obreros y estudiantes sigue por San Ildefonso hasta dar vuelta en Brasil; allí quedan embotellados, pegados hombro con hombro. Le recuerdan a Tina la tercera del trasatlántico repleto de refugiados que habrían de permanecer en cuarentena en Ellis Island antes de ser admitidos en los Estados Unidos; el rostro temeroso de los hombres dentro de sus bufandas, las mujeres con su pañoleta en la cabeza y su hijo en brazos. Cuánto sufrimiento en su manera de recargarse unos en otros, los niños siempre entre las piernas de los mayores. Ahora es el mismo mareo, el mismo calor, los mismos hombros vencidos; llevan el cuerpo de Julio, el cuerpo muerto de Julio, cómo estará el cuerpo de Julio. En el Juárez lo había acariciado, ¡oh, Julio, si pudiera devolverte el calor!
En la calle Madero, una voz entona La Internacional, se unen otras, y siguen todos cantando tras del féretro la Marcha Fúnebre y La Varsoviana.
Pasan frente a Bellas Artes que está en construcción, es un esqueleto a medio vestir. En la calle de Abraham González, se detienen donde Mella cayó herido. Hernán Laborde toma la palabra: «Compañeros, aparte del desgarramiento hecho en nuestra propia carne por las balas que asesinaron a Mella, aparte del derramamiento de nuestra propia sangre, la sangre de los comunistas y antiimperialistas de todo el mundo, un hecho reclama la más vehemente protesta de todos y la inmediata atención del gobierno, y es que el brazo asesino del presidente Machado se extiende hasta México para ejercer el terror. Esto constituye una violación a nuestra soberanía… No es tiempo de llorar, camaradas, es tiempo de exigir al cobarde gobierno de la Revolución que tantos sacrificios ha costado al pueblo mexicano, que rompa relaciones con el gobierno de Cuba».
Una salva de gritos ratifica a Laborde. Los aplausos resuenan en los muros; parecen volar apalomados de las manos de los manifestantes que los hacen tronar; rebotan en los costados de la calle; luego el aire se los lleva haciendo que nuevas ventanas se abran.
Tina mira hacia la barda de la carbonería; Julio y ella pasaron por allí hace apenas dos noches; intenta entrever su ventana en el edificio Zamora, pero la multitud tapa la esquina. «Qué raro», piensa, «no siento nada, no siento absolutamente nada». Ahora sí, el sol arde con fuerza, ese sol de enero que a mediodía es una bola de fuego y hornea la ropa de lana. Sin embargo todos resisten; algunas mujeres se han echado el suéter sobre la cabeza; llevan más de cuatro horas caminando y todavía falta Chapultepec, el bosque, la cuesta de Dolores y la ceremonia final en el panteón. Tina oye la pregunta de un niño:
—¿A qué horas se acaba?
A la izquierda, más allá de unos barbechos, negrean en un descampado las casas del pueblo de Tacubaya, por allá un ejército de albañiles construye el edificio Condesa. En la ciénaga de la Condesa, la torre de la Coronación está en obra. El sol de invierno quema y congela a la vez. Es un sol blanco. Un alfalfar se extiende hasta perderse de vista. «Ojalá no le caiga una helada».
En Dolores, trece banderas rojas rodean la fosa recién abierta. Empuñadas por hombres sudorosos, empiezan a dar coletazos. Los compañeros cubanos abren la tapa del féretro unos segundos y Tina puede ver por última vez el rostro de Julio Antonio. Más pálido, menos hermoso que cuando lo retrató en la Cruz Roja. Sufrir cansa mucho. «No siento nada, no sé nada, no entiendo nada». Ni una lágrima escurre sobre su mejilla. Los ojos le arden secos. Qué ganas de estar sola, arroparse en la cama, descansar la cabeza sobre la almohada. Volver a casa… «¡Cuál casa, si la ha tomado la policía!».
De pronto una ráfaga de viento frío golpea; las banderas ondean a sabanazo limpio. Tina se endereza bajo el chicotazo. Dos pasos al frente, Rafael Carrillo se adelanta, el pelo al aire, de cara a los dolientes.
Gachita y Cuca dejan de repartir claveles. No quieren distraer a Rafael con su rito silencioso:
—Ahora cayó Julio Antonio Mella en pleno combate, de cara al enemigo implacable, y en esta tarde venimos a darle la última despedida. Posiblemente sus restos sean conducidos a la patria lejana de todos los revolucionarios, a la Moscú querida donde podrán descansar junto a los restos de los grandes caídos por la lucha del comunismo internacional. Nosotros vamos a ocupar nuestros puestos, sí… Porque no tenemos derecho a la tregua.
Rafael quita del ataúd la bandera que cubrió a Mella y los empleados de la funeraria comienzan a bajarlo con anchas cintas corredizas. Tina entonces tira su clavel a la fosa y una avalancha roja incendia el féretro. La pala del sepulturero rasca el cemento fresco. Luz Ardizana cimbra el aire con un grito fuerte y duro: «Adiós, Julio», que hiende el silencio como pedrada. Luego Rafael Carrillo echa un puñado de tierra blanda y los demás lo imitan.
La procesión desciende para dispersarse en la puerta del cementerio. Cuando Tina vuelve la cabeza por última vez, sabe que Julio es ya parte de la inmensidad. Su tumba ocupa un espacio diminuto sobre la tierra frente a los volcanes.
14 DE ENERO DE 1929
El juez Pino Cámara asignó a Tina su casa, en el quinto piso del número 31 de Abraham González, como prisión preventiva. Allí se turnan los agentes, día y noche custodian a Tina.
Luz Ardizana sale de madrugada a comprar los periódicos a Bucareli y regresa temblando a leerlos. En ninguno de sus múltiples encarcelamientos ha padecido este nerviosismo; cada portazo la sobresalta, no puede tolerar pregunta alguna. La esperanza de ver a Tina impide su derrumbe, aunque no las dejen solas.
Echa doble llave a la puerta y pone los periódicos sobre la cama. Nunca se encierra pero ahora necesita estar sola. El asesinato de Mella ha reventado como una pústula y desquicia al Partido, nadie puede fijar su atención sino en las noticias.
Luz se cala los gruesos anteojos, toma El Universal, luego Excélsior, La Prensa y El Nacional: «La creencia de que Tina Modotti conoce al asesino y que no quiere denunciarlo a las autoridades se robustece por las diligencias policiacas…». «Versión comunista del vil asesinato. Tina Modotti y algunos de sus compañeros reconstruyeron ayer la tragedia de la calle de Abraham González… Creen que el individuo que asesinó al estudiante cubano estaba oculto tras una barda no muy elevada». «Tina cuenta sus amores y sostiene que es inocente». «Protestas en Sudamérica». «Historia poco pulcra». «Preparan los elementos comunistas una velada el 24 del actual en homenaje al estudiante muerto». «Mensaje de Moscú con motivo de la muerte de Mella. Otros cablegramas han sido enviados por diversos países protestando por lo mismo». «El misterio continúa impenetrable».
Luz recorre columnas de letras pequeñas y duras que se le clavan en la retina. Le salta a la cara el cadáver de Julio Antonio Mella puesto a disposición del hospital Juárez para la autopsia: «…Correspondía a un hombre como de veinticuatro años de edad, rígido, que medía ciento ochenta y dos centímetros de longitud, ochenta y cuatro de perímetro torácico, y ochenta y seis de abdominal, con livideces en las partes declives, sangre seca en la pared interior del tronco y del miembro superior izquierdo».
Una ráfaga de espanto la entume al seguir la trayectoria del proyectil y leer que «el estómago tenía olor a éter y restos de comida —garbanzos, para mayor precisión—, los pulmones pálidos, el corazón vacío, la vejiga con poca orina, el hemotórax izquierdo con un lleno de dos litros». Todo acaba en estas actas, su infame jerga legista, las vísceras pálidas ahora destazadas, la vejiga inútil, el corazón vacío. Julio en letras de molde, sus órganos en la tabla de picar del carnicero, frente a sus tripas expuestas zumban los periodistas. ¿Qué les hacen a las vísceras? ¿Vuelven a metérselas al cuerpo o las tiran todavía calientes al basurero? A Julio ¿lo entregaron sin entrañas para su sepultura? Sus lágrimas no le impiden seguir leyendo.
De lejos era fácil confundir a Luz con un adolescente. Andaba de pantalones, saco negro, masculino, y su nuca, un poco más frágil quizá, tenía el mismo corte de pelo, las mismas orejas despejadas de un muchachito. Tras los anteojos de tarro de cerveza, la mirada inquisitiva, vigilante, lista para caer sobre su presa. Las demás la adivinaban y volvían la cara: «Mira, ya llegó Luz».
Indispensable en las pintas, Julio Antonio la levantaba en hombros y Luz escribía a tres metros de altura: «Abajo la carestía», «Fuera el mal gobierno», «Muerte a los hambreadores», y pegaba los anuncios de los mítines. Lo mismo hacía con Juanito de la Cabada, sumar alturas para que los mozos de limpia no alcanzaran a raspar aquellos papeles que el sol amarilleaba. De un salto a la banqueta, Luz la emprendía de nuevo, «gracias, compañero», e inmediatamente cogía la cubeta del engrudo para dirigirse a toda velocidad a la siguiente barda. Cuando la policía los atrapaba, ella corría peor suerte, porque le llovían las cuchufletas de los cuicos. «Mira nomás, una machorrita. ¿Te gusta sentirte hombre? ¿Cómo te llamas, Lucho o Lucha? Deberías estar en tu casa tejiendo, mamacita, ¿o qué?, ¿te crees muy gallo-gallina? Tú necesitas que te cojan, una buena cogida y se te quita la maña». Luz miraba de frente el muro descarapelado y sucio de la delegación; eran muchas las bancas de madera en que había pasado la noche, una más no le afectaría. Lo que ahora la espantaba era esa feroz exhibición de la intimidad, Tina y Julio en boca de todos, su recámara abierta, su lecho revuelto, sus caricias desgajadas como quien arranca las hojas de un periódico, su piel adelgazada hasta la transparencia.
15 DE ENERO DE 1929
En su casa de Abraham González, los agentes siguen a Tina hasta para ir al escusado, y aun entonces se paran tras la puerta. La saña desplegada en su contra es ilimitada; Tina se mantiene por encima del acoso. Su gran deseo de que se encuentre al asesino es evidente, colabora con el juez, no pierde una palabra de los interrogatorios. «Tina, ese cuate es un desgraciado», le advierten Hernán Laborde y Luis G. Monzón a propósito del detective Valente Quintana, y ella tiene entonces un desfallecimiento, «no puede ser». Laborde la anima: «Tranquilízate, Tina, el Partido no va a dejarte sola».
El interrogatorio se lleva toda la mañana, pero Tina regresa al juzgado en la tarde, siempre flanqueada por los agentes a ver si hay algo nuevo. Su vida es el juzgado, y sus compañeros los escribientes. Antes que nada les pregunta: «¿Tienen alguna noticia?». Saluda con su cigarro en la mano al juez Pino Cámara y hasta al último de los mozos; le interesa el profesionalismo de José Pérez Moreno, reportero de Policía de El Universal, quien investiga por cuenta propia.
—No debe descartarse la posibilidad de que hayan sido dos los que atacaron, pero de esos dos solo uno hizo fuego —aventura el periodista.
En el juzgado, las entradas y salidas de testigos con nuevas evidencias dejan a Tina exhausta. Procura que su emoción no se trasluzca, pero enciende un cigarro con la colilla del otro; fuma devorada por las imágenes de Julio que surgen de lo que escucha. El señor Victoriano González, propietario de un taller mecánico en Abraham González, presenta una bala calibre 45 que, según él, conserva alguna pelusilla del abrigo de Mella.
—Es la bala que lo mató, licenciado.
—¿Cómo la encontró?
—En el asfalto, a un metro de la banqueta. Se conoce que algún carro le pasó por encima y la aplastó. Mire, tómela usted.
—Pero entonces fueron más tiros —exclama Tina.
Quintana sostiene la bala entre índice y pulgar.
—Este es el proyectil que causó la lesión mortal. La bala quedó entre el suéter y el pantalón, y probablemente cayó al ser puesto el herido en la ambulancia. De allí la pelusilla. El hallazgo del señor González viene a determinar el sitio del crimen.
Valente Quintana parece oficiar la santa misa. Salvo Pérez Moreno, los periodistas son sus acólitos, participan en el sacrificio con aplicación; no importa su desconocimiento del latín jurídico, ellos se hincan a tiempo.
Luz Ardizana recuerda la primera audiencia, cuando le preguntaron a Tina en qué forma caminaba con Mella por la calle de Abraham González «aquella noche fatal»; se levantó sin más del banquillo y fue a tomar el brazo de Quintana.
—Así iba yo del brazo de Mella, yo del lado de la pared y él hacia afuera, le sujetaba el brazo izquierdo así…
No advirtió los codazos y las risitas; simplemente siguió el impulso de repetir la escena de la caminata. A partir de ese momento ni los ujieres le quitaron los ojos de encima.
—¿Cómo se explica usted entonces que Mella haya recibido un balazo en el codo izquierdo, mismo que usted cubría con su brazo, y otra herida del mismo lado, sin que usted resultara lesionada?
—No me lo explico, no me lo explico. De veras, ¿qué raro, verdad? —interrogó a su vez a Valente Quintana.
Desconcertada, se llevó la mano al codo buscando una improbable herida para después llevársela a la frente y quedar pensativa. Respondió con una ingenuidad que hubiera desarmado al más fiero:
—No recuerdo con exactitud cómo iba yo cogida del brazo de Mella, pero sí iba yo del lado de la pared; sentí los fogonazos en la mejilla derecha, mire, aquí mismo…
Tina volvía obsesivamente a la reconstrucción de los hechos: la junta del Socorro Rojo Internacional en la calle de Isabel la Católica número 83, a la que habían ido Mella, Enea Sormenti y Jacobo Hurwitz; el encuentro en el correo. Se torturaba tratando de desmenuzar paso a paso lo que habían hecho, entre una fumada y otra revivía en voz alta su caminata, en qué parte de la banqueta se hallaban cuando escuchó la primera detonación, cómo había corrido tras él; cayó primero frente al número 15 y todavía tuvo fuerzas para levantarse y volver a caer frente a la casa número 19, donde ella lo alcanzó y lo tomó entre sus brazos. «¿Por qué no volvemos a Abraham González, señor juez? Aunque sea espantoso, yo podría recordar mejor».
—No se preocupe, tenemos que hacer la reconstrucción en el lugar de los hechos.
Ellos la miraban de arriba abajo buscando sus muslos. Tina se movía continuamente y cada pregunta suscitaba una reacción corporal. La seguían con los ojos ávidos y Luz se ordenaba a sí misma: «Tengo que advertirle que no hable con las manos, que no se mueva; así son los italianos». Pero no se atrevió, lo único que sostenía a Tina era la certeza de que se haría justicia. De vez en cuando, Tina mojaba sus labios; las miradas de los hombres se colgaban pastosas en las comisuras de su boca, su lengua rosada que hacía asomar sobre los labios para eliminar la creciente resequedad, sus mejillas enrojecían al calor del interrogatorio. Entonces, envuelta en la intensidad de sus propias declaraciones, y ya sin sombrero, algunas mechas se le escapaban familiarmente del chongo. Más convincente que su alegato era su cuerpo, sus manos que siempre encontraban el gesto cuando su voz no hallaba la palabra y de pronto se estampaban sobre su falda evidenciando su vientre. Luz concluyó que Tina atraía porque aquellos hombres nunca habían visto a una mujer tan de acuerdo con su cuerpo, como si acabara de hacer el amor y la plenitud de su carne fuera contagiosa. Invitadora, eso era Tina, invitaba por su disposición a la entrega. Atraer era su naturaleza. Los periodistas escribían: «La atractiva veneciana de ojos negros y de mirar profundo», «la bella protagonista del trágico suceso», y José Pérez Moreno se extendía al atuendo: «Tina Modotti se presentó vistiendo un traje estilo sastre de color azul marino, con una blusa celeste y un sombrero de fieltro color beige». «De un aspecto bastante agradable, sin ser bonita es de las mujeres que atraen desde luego por su simpatía».
Los editorialistas, apoyándose en el material recogido por «las infanterías en el lugar mismo de los hechos», solemnes pontifican:
… a través de los adjetivos con que la calificó algún reportero entusiasta, es inquietante, seductora, cautivadora, torturante y meneable. Tina Modotti, si hemos de juzgarla a través de su situación social y aspecto físico, es una mujer moderna a quien no traban los prejuicios ni estorban los escrúpulos de antaño. Tina Modotti, si la hemos de ver con el prisma de las doradas ilusiones, resulta una compañera ideal para la vida tropical, una dulce hurí con alma de artista y cuerpo de pequeña bailadora… Tina Modotti, si todavía la queremos examinar más cuidadosamente por medio del criterio técnico policial, ya no es una inocente adolescente sino una aventurera peligrosa que sabe más de lo que le han enseñado…
Luz levanta la vista de El Universal; ser mujer descalifica a Tina. Producto en el mercado: la sopesan. Guajolota, gallina, ternera. ¿De qué será su relleno? Se relamen. «Lo que acontece en el juzgado es fisiológico», piensa, «visceral». Todos la poseen, los tinterillos, el juez, los escribientes, los ujieres se le montan y no la van a soltar. Julio Antonio es un pretexto, es ella quien les interesa. ¡Jijos, qué buena está! Toda la definición de ser humano de Tina se condiciona por ese cuerpo, su espacio físico entre los hombres. Los reporteros acumulan epítetos bajunos y los asombrados compañeros del Partido Comunista leen un día que Tina es una hurí y al otro una mujer otoñal quien debe contentarse con la piedad de los que antes fueron sus amantes. «No puede inspirar sino un sentimiento de compasiva amistad, ya que sus treinta y cuatro años la reducen a una vida tranquila, sedentaria como las canas que obligadamente no tardará en peinar». Incluso el buenazo de Teurbe Tolón, amigo íntimo de Mella, revela su desconcierto cuando el juez Alfredo Pino Cámara le pregunta si Mella era celoso:
—Mella decía que antes que las mujeres estaba el triunfo de la causa. Así, un hombre no puede ser celoso.
—¿Y cuál era la vida que llevaban Mella y Tina Modotti?
—Es un poco elástica la pregunta… pero desde luego ya dije que él era morigerado.
—¿Morigerado?
—Sí, porque en Cuba Julio tuvo muy buenas oportunidades para relacionarse con bellas mujeres y no lo hizo por dedicarse a la lucha.
—Y la italiana, ¿no le daba motivo para estar celoso?
—No, ella no es una mujer coqueta.
Luz lee en voz alta que Tina es una mujer de acero revestido de carne, que se obstina en no decir la verdad, que no la estorban ni los prejuicios ni los escrúpulos de antaño.
Desgraciados, la quieren fregar. Los editoriales son voceros del gobierno y todos están contra ella. ¿Qué vamos a hacer? Tengo que hablar con Gómez Lorenzo, el Partido debe emitir un comunicado, algo, lo que sea. «Tina posee la verdadera clave del asesinato», lee Luz. «¿Crimen pasional? ¿Crimen político? De todos modos, si el móvil del homicidio de Mella no es pasional, Tina es el instrumento de los enemigos del comunista cubano».
Luz esconde los periódicos en el ropero de su recámara, sale corriendo y avisa de pasada:
—Voy al juzgado, ya se me hizo tarde.
Una barandilla aísla a Tina en un escenario como de circo romano con foso y leones. Los testigos, interrogados por Quintana, responden levemente aturdidos. Afirman estar seguros de lo que vieron, y Tina se asombra de que tantos presenciaran el asesinato en la calle vacía. ¿Por qué no la auxiliaron antes? El gendarme número 72, Miguel Barrales, vio un automóvil —desde el cual se hicieron los disparos— escapar hacia Paseo de la Reforma. Al final se desdice. En realidad, no quiere que sus superiores se enteren de que aquella noche no estuvo en su puesto. El propietario del estanquillo La Bohemia dormía a la hora del crimen y ni disparos oyó. Los dueños de la carbonería, en cuyo muro quedaron incrustados los proyectiles, tampoco escucharon nada. El patrón de la Sanitary Bakery sí oyó dos detonaciones y mandó a su empleado Toribio Illescas, con domicilio en Calzada de San Lázaro casa sin número, a ver qué pasaba, y este regresó diciéndole que habían asesinado a un hombre. El electricista Mario Montante, según Valente Quintana testigo presencial del drama, ahora asegura que ni siquiera pasó la noche en su casa de Abraham González. Sin embargo, Quintana, el «fiscal de las causas célebres», no ceja en su empeño:
—A ver, a ver, esto es importante. Vamos a regresar al punto de partida.
Tina hace esfuerzos inauditos por guardar la calma. Resulta que Tina iba del brazo de dos hombres. El mozo de la carnicería La Invencible los vio caminar por la izquierda y no por la derecha de la calle, y que no entraron por Morelos, sino por el Paseo de la Reforma.
A cada declaración, Toribio Illescas ha repetido lo mismo, hasta que en su tercera comparecencia confiesa que no puede ser testigo de nada, porque salió a ver lo que había pasado cuando ya Mella agonizante yacía en el suelo. En cambio, el estudiante Álvaro Vidal escuchó más palabras del moribundo que la propia Tina:
—Me han mandado matar y voy a morir por la causa del proletariado. Estoy tranquilo con mi suerte. El atentado procede del gobierno de Cuba.
Como burros de noria, los testigos repiten lo mismo: «¿Por qué no pasamos a lo que sigue?», pregunta Tina cuando Valente Quintana insiste, como si se propusiera entorpecer el proceso, porca miseria!, con declaraciones que primero la sorprenden y luego la encolerizan: «Oh, esto es para volverse loca, ¿de dónde habrán inventado esto?». En un momento dado, no puede más e interrumpe:
—Caramba, ya esto me molesta, esas declaraciones que escucho me exasperan, yo he dicho la verdad.
—Si dijera la verdad, señora —sentencia Valente Quintana—, se evitaría usted estas molestias. ¿Quiénes la acompañaban y quién mató a Mella?
Tina vuelve a relatar —y a todos llama la atención su fortaleza— que en punto de las nueve y veinticinco de la noche entró Julio a la oficina de cables y que de ello está segura porque se fijó en un gran reloj que veía con impaciencia. «Entonces nos fuimos hasta Abraham González».
—A pie no hicieron este recorrido, señora —la interrumpe Quintana—, porque a las nueve y cuarenta y cinco minutos se registró el drama, y a las nueve y cincuenta se dio aviso a la Comisaría y a la Cruz Roja. A pie en ese tiempo, no se pueden caminar más calles. ¿Iban del lado del Paseo de la Reforma cuando desembocaron en Abraham González?
—No, señor, esto ya lo hemos discutido, íbamos del lado de la avenida Morelos.
—El señor Herberich afirma lo contrario.
De todos los testigos, Herberich es el más pesado porque se ofende y reclama, su rostro gordo y blancuzco, su pelo lacio pegado al cráneo.
—No, señora, yo los vi llegar a los tres del lado del Paseo de la Reforma, tan seguro estoy de ello como de que mi nombre es Ludwig Herberich, de cuarenta y tres años, con domicilio en Abraham González número 22.
—Ninguno iba con nosotros, seguramente es usted víctima de una ilusión óptica.
—No, señora, yo vi bien. Desde luego no es verdad que ustedes vinieran por el lado de Bucareli; venían por el Paseo de la Reforma.
—¿Cómo no voy a saber por dónde caminamos? —se desespera Tina.
—Señora, no tengo por qué mentir ni engañar a la justicia. Soy un comerciante que no gusta de verse envuelto en líos; por mí no hubiera venido aquí a declarar, pero lo que he dicho es la verdad y así lo sostengo. Siento tener que desmentir a la señora, yo me veo más perjudicado teniendo que dejar abandonada mi panadería. Yo la conozco, señora, porque usted iba a comprarme pan por las tardes a la colonia Condesa.
Con razón su rostro, que ahora ve ensancharse, le pareció familiar. Dejaba caer el pan en la bolsa de papel contando en voz alta el precio de cada cuerno, cada banderilla, cada polvorón, para después levantar su rostro inflado de concha blanda sobre ella y silabearle el diez centavos. Esto era cuando vivía con Edward Weston en la avenida Veracruz. Los incidentes absurdos, ofensivos, se acumulan y Valente Quintana les da paso y los divulga con tal de prestigiarse. Tina ha sido vista sentada en la banca de un parque y manoseándose con un hombre, hará menos de quince días. Otro puede atestiguar de su conducta impúdica en un salón de baile. El tercero la miró desnudarse en la noche frente al Lago de Chapultepec. Un testigo anónimo asegura en una carta que al tener que viajar a Cuba encargó a Tina —entonces su amante— a su mejor amigo: «Cuídamela». El amigo se acostó con ella. Tina escucha encolerizada. Quisiera decirles que baila mal, que a ella nadie la cuida, que es dueña de su cuerpo y de sí misma, que nunca nadie se ha aprovechado de ella; los largos conciliábulos, el continuo interrogatorio en torno a su vida privada, el arresto domiciliario la enfurecen pero no quiere estallar.
Los compañeros del Partido se miran atontados en medio de la consternación general. «¡Calma, Tina, calma, así son las cosas judiciales en México! No pierdas el control, sería lo peor que puede pasarte». Los periódicos no publican ni las protestas del Partido ni sus manifiestos. Sus mensajes indignados yacen rotos en el cesto de la basura de la redacción de Excélsior, de El Universal.
El Partido no solo tiene que preocuparse por la detención de Tina. Hay que movilizar al país, formar conciencia. Luis G. Monzón y José Muñoz Cota organizan marchas; lo que sucede en el juzgado es un jaloneo de sábanas y no están acostumbrados a inmiscuir la vida privada en la militancia. Desde el asesinato de Mella, hay efervescencia en Villa Cardel, Veracruz, donde Mella fundó la sección sur de la Liga Antiimperialista. Valentín Campa tiene organizado un acto en Monterrey, y de Tampico llegan telegramas exigiendo la inmediata aprehensión de los criminales. Los estudiantes amenazan paralizar el puerto de Veracruz, y doscientos cincuenta trabajadores del Sindicato Mayorazgo, segundo turno, piden romper relaciones con el gobierno cubano imperialista. Baltasar Dromundo continúa la parada permanente frente a la sede de la embajada de Cuba no obstante que la policía la acordonó. Carlos Zapata Vela, José Muñoz Cota y él se turnan en arengas continuas a los transeúntes: «Machado mandó asesinar a Mella». El Machete y La Hoz y el Martillo son volantes al aire al lado del poder de la gran prensa.
Al margen de estas actividades, Tina solo tiene a Luz Ardizana, los ojos de Luz atisbados entre las filas de oyentes. Apenas si Luz puede comunicarle en voz baja, por medio de frases muy cortas a la pasada: «Vinieron Diego y Miguel Covarrubias», «Rafael Carrillo acusó a Magriñá frente a Puig Casauranc», «Todos dicen que Machado ordenó el crimen», «La Unión de Carretilleros de Veracruz envió sesenta telegramas», «La muerte de Mella es una vergüenza para América Latina». Sin embargo, Tina percibe más la animadversión del público que el apoyo de los compañeros. Permanece sola, enfrascada en «recuentos de alcoba» como los llama Baltasar Dromundo. Solo Luz repite, incansable:
—Te vamos a sacar de esto, Tina, vas a ver, te vamos a sacar.
Tina encolerizada, respondona, gallarda, su cigarro en la mano, le da fuerza; pero Tina con la voz quebrada y el rostro apagado, la asusta. A guisa de saludo deja caer: «Qué imbécil soy, ¿eh Luz?».
Mira a Luz largamente, pero más que a Luz, parece descubrir a una nueva Tina reflejada en los ojos de su amiga, como si adquiriese una visión de sí misma que antes no tenía, como si otra mujer que viviera dentro de su piel súbitamente le fuera revelada. Algo le pasa; su corazón late en su contra. En los ojos de su amiga, Tina percibe un escalofrío. Luz se levanta precipitadamente y sale. De nada le sirve permanecer en el juzgado mientras quién sabe qué fuerzas oscuras se confabulan contra Tina. Tiene que fomentar alguna acción, precipitarla. Jirones de pláticas la sobresaltan y la confunden.
—¿Ya vieron la putiza que le están dando a Tina en los periódicos? —escucha Luz tras de una puerta en Mesones y cuando está a punto de entrar, silba la encolerizada respuesta, quizá de Rodolfo Dorantes.
—No hables así de Tina, cabrón, o te parto la madre.
—¡Pobre mujer, ahora sí ya la fregaron!
—Nada de pobre —irrumpe Luz exacerbada—, no la pobreteen. En vez de chismear en el café, vamos a hacer una campaña por la ruptura de relaciones entre México y el gobierno de Machado, fundar un Comité Femenil de Defensa de Tina Modotti. Tú, Gachita, podrías encabezarlo.
—Sería bueno esperar al pleno del Partido para conseguir más firmas.
—Újule, para entonces ya Tina estará hecha pedazos.
«Tengo que hacer algo, tengo que hacer algo, ay Tina, cómo te quiero, eres toda mi vida, eres mi partido». Luz redacta temblando un manifiesto, ella lo pagará aunque no coma durante días, lo llevará a la prensa, recogerá las firmas de Graciela Amador, María Luisa López, Guadalupe Narváez, Concha Michel, Refugio García, Esther Juárez, Mela Sandoval, Frida Ohne, María Luisa González, ¿quién más? Aunque solo sean diez, con ella once, al menos una protesta de las mujeres. ¡A ver qué alega Gachita, la más impugnadora!
El tiempo vuela. Qué caótica se ha vuelto la vida en el Partido. Cada vez que Luz pregunta por Rafael Carrillo, Gachita Amador responde: «Está en lo de Mella». Rodolfo Dorantes zanja la discusión con voz de mando:
—Hagan su desplegado hoy mismo.
En su casa de Abraham González, Tina se sienta en la cama. Los policías esperan en la otra pieza, sobre los sillones, en el suelo, total, ya están acostumbrados. Para ir al baño tiene que llamarlos; cruzar con uno de ellos la salita y la cocina. La encierran bajo llave. «Por favor», grita tras la puerta e inmediatamente la abren. Al rato ya no tiene que gritar: el oído de los agentes es finísimo; si busca algo dentro de su ropero preguntan a través de la puerta: «¿Le pasa algo?». Si cierra la ventana inquieren: «¿Qué hace?». Tina está segura de que la escuchan orinar. Ahora uno de ellos, el más robusto, le tiende un periódico con el encabezado: «La Mata Hari del Comintern». Lo que más la decepciona es el artículo de Pérez Moreno. «Creí que estaba de mi lado». Es un hombre atento; El Universal, su periódico, uno de los más serios. «Tiene cara de buena gente», se dijo la primera vez que lo vio, pero igual que los demás, habla de su vida «licenciosa».
Tina Modotti habita una verdadera buhardilla, nido de artista, y allí tiene su estudio. Viste la interesante italiana una falda negra y un suéter gris perla que entalla su ágil cuerpo. Se denota en su fisonomía un profundo abatimiento…
No tiene attelier (atelier con una sola t, Tina corrige mentalmente) pues retrata a domicilio y nos relató que comenzó a tomar parte en el movimiento revolucionario antifascista concurriendo a diversos mítines.
—¿Por qué es usted antifascista?
—Porque soy enemiga de las tiranías, y más aún de la de mi país, donde la gente humilde vive en condiciones lamentables.
Al margen de este asunto nos refirió con toda clase de detalles su vida desde el comienzo. Hija de un verdadero luchador, Giuseppe Modotti, nació en Venecia, pero muy niña pasó a Austria donde su padre viajó a buscar trabajo. Antes de terminar su instrucción volvieron a Italia y en su escuela de provincia la bajaron a los primeros grados. Por lo tanto se considera una inculta. En los Estados Unidos trabajó en una fábrica, aún es aficionada a la costura, se confecciona su propia ropa en casa, hizo vida de bohemia, se casó con un norteamericano quien murió en México de viruela y tuvo que pasar muchos trabajos para formar su personalidad hasta el momento en que se reunió con Julio Antonio.
Tina prende un cigarro. ¡Qué irrisoria suena esa versión de sus palabras! Una vida era como para tomársela en serio, la gente cuidaba el recuento de sus vidas con solemnidad, en cambio a ella le arrastraban sus días en la página roja. Le dolía la mención de Giuseppe Modotti, apasionado por los círculos socialistas y amigo ¡qué gran orgullo! de Demetrio Canal, director del primer diario socialista de Udine, Voz Libre. Recordaba cómo su padre la cargaba en brazos en los desfiles del primero de mayo para que viera a los obreros. De estar vivo, ¿qué diría él de que la llamaran la Magdalena Comunista?
Si a Julio lo habían asesinado, a ella, Tina, le pateaban la vida, reventándosela en la banqueta. México, México cruel y bárbaro le infligía el peor sufrimiento imaginable. «Si no hubiera caminado del brazo de Julio esa noche del 10 de enero, no estaría yo viviendo en este infierno».
¿Qué insinuaban los periodistas cuando repetían una y otra vez: «Mella cayó asesinado a sus pies y ella no sufrió ni un rasguño»?
«Sabe más de lo que dice…», concluía Pérez Moreno.
En 1927, en la gran manifestación a favor de Sacco y Vanzetti, entre las cabezas de los oyentes, Tina vio por primera vez la figura de Julio Antonio Mella en lo alto de un pódium. Era el único orador. «¿Viste nomás que hombre más chulo?», comentó una muchacha a su lado. Ejercía gran poder sobre la multitud porque ninguno lo perdía de vista. Electrizaba. Todo podía provenir de él, sus satisfacciones y sus dolores. Su eficacia misteriosa los hacía poner en
él su esperanza. Salvaría a Sacco y Vanzetti, pero también los salvaría a ellos. Pensaba por ellos; ellos dirían lo mismo, de saber hacerlo. Tenía la facultad de pensar y de comunicarse. Tenía fuerza sexual: los completaba. Tina se dejó ir. Este Julio Antonio Mella podía responsabilizarse del conjunto de un cuerpo, de la vida colectiva como la de una mujer amada.
Al final, entre los que se acercaron a abrazarlo después de la ovación, Tina esperó. Querían levantarlo en vilo. Julio sonriente no lo permitió. Cuando, por fin, Tina le dio la mano sintió su mirada como un bien precioso. Al verla, él la alzaba por encima del ruido, la singularizaba.
Lo siguió viendo en la sede del Partido, en El Machete, en el café, acompañado por Gómez Lorenzo, en reuniones de trabajo. Julio Antonio ejercía su mismo poder mágico de orador y su poder de hombre, ¿me permite darle un abrazo?, ¿puedo llamarte Juan, chico?, su exuberancia sonriente, encantadora. Su presencia transformaba. Tenía una visión clara de lo posible y lo imposible. Tina se dio cuenta de que si él lo permitía, los compañeros dependerían de él. Julio era un hombre habitado. Los países de América Latina se apelotonaban en su voz, los traía prendidos a su garganta, resguardados en su pecho.
15 DE ENERO DE 1929
Desde la noche del 13 Tina se acuesta con la ropa puesta, casi sentada, su cabeza sobre las dos almohadas, la suya y la de Julio. Evita dormirse porque entonces lo busca, no puede cerrar los ojos sin sentir su piel, su brazo pesándole, alguna parte de sí misma bajo el cuerpo de Julio, alguna parte del suyo pegado al de ella. A veces, a medianoche, despertaban y se buscaban en la tibieza del lecho, en la dulzura de sus propios cuerpos adormilados.
«Dame tu mano», Tina se siente arrastrada por una corriente marina que la jala llevándosela hasta el fondo del océano. «Julio, me ahogo, Julio, no puedo». Sus pies arañan la arena. Si pudiera fijarlos en el fondo, sentiría alguna seguridad, pero el fondo del océano, allí donde se hace el silencio, es una región inalcanzable.
Tina despierta sumida en su propia marejada, su garganta produce extraños sonidos, la boca llena de flemas, una reventazón sobre su costillar, miles de gotas de agua en su frente, en su cuerpo cubierto de un sudor frío.
—Ábranme, ábranme.
De inmediato oye un movimiento en la pieza contigua. Seguro la espían por el ojo de la cerradura; corre al baño a vomitar la viscosa baba verdosa, maligna como la ola que la revolcó. Vuelve a su cama. Al alba, el ronquido pendular de uno de los guardias gotea por debajo de la puerta. Tina se repite una frase que una noche le escuchó a Jorge Cuesta en casa de Lupe Marín y Diego Rivera: «Todos somos unos pobres diablos».