Introducción

Celia Cruz es la cantante más importante de la música popular de Cuba y una de las figuras más trascendentes en la cultura de la nación. Su impronta recorre de manera transversal el siglo XX cubano, al tiempo que proyecta la relevancia de su música más allá de la isla, en el impacto que alcanza a nivel internacional. Celia es, además, uno de los eslabones principales en la historia cultural de la mujer afrocubana.

Pero Celia Cruz es también el misterio que acompañó mi niñez y mi juventud, un enigma alegre y jacarandoso que siempre asocié a la felicidad, al talento y al triunfo personal. Hubo tiempos en que su voz rotunda e inconfundible desapareció de mi entorno, su imagen se esfumó y mi madre y mis tías pronunciaban su nombre en voz baja. Sin aptitudes artísticas de las que pudiera yo presumir, el ejemplo de sus logros en Cuba espoleaba mis afanes juveniles para ser alguien en la vida, y su recuerdo era para mí indudablemente inspirador en todo lo que me propusiese.

La carrera musical de Celia Cruz, su leyenda real y tangible, comenzó en Cuba, donde se encuentran las raíces de su arte, auténtico y profundamente popular. Desde un medio social y familiar humilde supo vencer todos los obstáculos de una sociedad patriarcal y de fuertes prejuicios de clase, raza y género.

En Celia en Cuba (1925-1962) quiero mostrar cómo estos logros fueron posibles gracias al talento natural, la inteligencia, la disciplina y el profesionalismo que desde muy temprano marcaron el carácter y la personalidad de Celia Cruz, en una carrera profesional creativa y ascendente, durante la cual mostró siempre un coherente sentido de pertenencia a la nación y de defensa de su identidad cubana y afrocubana.

El libro se propone llenar vacíos documentales en el recorrido biográfico de Celia en Cuba. Contextualiza con amplitud el camino ascendente de la diva como una de las protagonistas de la época de oro del teatro musical, la radio, la televisión y el cabaret cubanos; subraya sus triunfos y decisiones personales; ubica épocas y sucesos musicales y extramusicales, en particular la relación con su país y con su tiempo. Para ello se sustenta en una exhaustiva investigación basada en la prensa de la época, tanto cubana como de los países donde actuó, así como en declaraciones de la propia cantante y entrevistas y testimonios de personas que la conocieron en esos contextos.

Aunque Celia vivió en Cuba hasta el 15 de julio de 1960, el libro se prolonga hasta junio de 1962 para abordar un periodo de incertidumbres e indefiniciones personales y contextuales, y culminar en el simbolismo de un momento que marcó personal y profesionalmente el inicio de una nueva etapa en su vida.

A más de dos décadas de su muerte, Celia Cruz sigue siendo una de las más grandes figuras de la música cubana a escala mundial. Pocos cantantes consiguen mantener tan asombrosa vigencia, aun después de su desaparición física, entre legiones de seguidores, el público y los músicos que en el mundo se aferran a su legado clásico, o lo reinterpretan —como ella misma hubiera hecho— según los modos más actuales de hacer y asimilar sus guarachas, sones, afros y boleros. Y algo muy importante: Celia ha continuado inspirando a millones de niñas y jóvenes en todo el mundo, trascendiendo definitivamente las barreras raciales, sociales, geográficas y políticas.

No hay tiempo en la vida para todo lo que deseamos hacer. Hoy doy gracias por haberlo tenido para cumplir con Celia, y, como mujer cubana, devolverle las décadas de silencio y entregarle este libro. Los autores cubanos se lo debíamos.

¡Gracias, Celia Cruz, por todo y por tanto!

La partida

Domingo conducía sin prisa su carro de alquiler por la avenida de Rancho Boyeros. Sabía que, como solía ocurrir con ella, disponían de tiempo suficiente para no andar corriendo y llegar sin sobresaltos al aeropuerto José Martí. Era puntual y disciplinada como ella sola. Él estaba habituado a conducir el auto que la llevaba a todas partes. Era viernes y aquel 15 de julio de 1960 La Habana transpiraba bajo su habitual calor de ese mes. Hacía quinientos cuarenta y cinco días, exactamente, que la vida de Cuba había experimentado un cambio que sería todo lo definitivo que puede ser la duración de una vida, pero en ese momento nadie sabía, ni siquiera imaginaba, que habría de ser así. Ella, Celia Caridad Cruz Alfonso, tampoco.

Ni por asomo había motivos conocidos para la despedida estremecedora que se sabe definitiva, o el recuento solemne y nostálgico de un adiós consciente. El viaje era uno más entre los muchos que en los últimos años hacía para cumplir contratos, en su condición tanto de cantante solista como de voz femenina de La Sonora Matancera, uno de los conjuntos cubanos más destacados e influyentes de las últimas décadas. Ella no lo sabía en ese momento, pero luego lo supo, y hoy lo sabemos nosotros: ese día se cerraba el ciclo originario de una de las carreras más relevantes y exitosas que haya tenido jamás una cantante y, no sería errado decirlo, unas de las más triunfales e impactantes en toda la historia de la música cubana y su proyección al mundo, un símbolo de coherencia cultural y la síntesis de los valores universales de la música cubana.

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El 15 de julio de 1960 Celia Cruz salió de Cuba sin saber que la política marcaría, a partir de ese momento, no solo su carrera musical, sino también su vida y la relación con su país de origen, su patria amada, a la que nunca había cantado tanto como lo hizo después de este momento, sobre todo cuando supo que podía no regresar nunca. En su país, ese concepto, el de patria, ya había comenzado a reinterpretarse, y sufrió un secuestro dual del que ella no pudo escapar.

Lo que sí le pertenecía del todo era la música y su historia personal, el recorrido iniciado en su país en plena adolescencia a golpe de talento nato, autenticidad, persistencia, disciplina y responsabilidad, unido todo a una pasión verdadera por la música. Una historia donde no hubo mecenas ni príncipes que convirtieran a la niña pobre en reina: eso lo hizo ella misma, por sí sola, lidiando con prejuicios y obstáculos en una sociedad marcada por las diferencia de poder económico, raza y clase social. Nada le fue regalado, salvo el don de la musicalidad y la gracia personal con los que vino al mundo.

Camina por la losa del aeropuerto en dirección al avión. Protege su cuidadoso peinado con un pañuelo atado al cuello. Sujeto el bolso con elegancia, desafía la estrechez de su vestido y sus tacones de vértigo al subir la escalerilla del avión. Así la imagino en los últimos instantes antes de poner rumbo a México. El tiempo que transcurrió desde entonces hasta el miércoles 16 de julio de 2003, el día en que su leyenda se hizo intangible y eterna, fue mayor al que vivió en el país donde nació. Pero fue allí, en Cuba, donde para ella se inició todo, donde cinceló su personalidad escénica y donde pasó de ser una cantante empírica bien dotada a una extraordinaria figura de la escena. Fue en Cuba donde cimentó sus creativos aportes a los géneros de la música popular. Solo por eso, su nombre no ha podido ni podrá ser extirpado de la cultura y la historia de Cuba, el país que ha hecho una de las mayores contribuciones a las músicas del mundo.

Abriendo los caminos

Era el jueves 2 de octubre de 1913. Aquella linda negra, joven y esbelta, debió vestir de modo muy similar a la única foto que de ella se conserva. O quizás su atuendo era aún mejor, porque aquel era un día especial. Esa única foto denota seguridad en su porte, altivez en su gesto y una mirada en un punto impreciso, rasgos de una personalidad que hacía valer en los escenarios y allí donde decidía entonar su voz. Desde fechas cercanas a 1910, Angelita Bequé se dio a conocer cantando en los programas que animaban las proyecciones del cine silente de la época en las salas habaneras. Ese día, el Teatro Oriente, que ocupa una de las esquinas donde se cruzan las calles Belascoaín y San José, prestó su escenario al homenaje que se le rindió a ella, que también cantaba en dúos con los trovadores Rafael Zequeira y Manuel Corona.

Angelita Bequé, reputada como una «notabilísima intérprete del cancionero trovadoresco de los dos primeros lustros del siglo», fue la primera cantante cubana negra triunfante sobre un escenario de que se tenga noticia. Una breve y enigmática referencia a «La letanía del cura», acreditada al trovador santiaguero Patricio Ballagas, que debió recoger el dúo Bequé-Zequeira en uno de los discos primigenios de 78 revoluciones por minuto para el naciente sello Odeón, lo que también convirtió a Angelita Bequé en la primera cantante negra en realizar una grabación sonora. Era una guaracha. En Cuba, los cantantes y músicos negros pudieron grabar discos antes que sus iguales en Estados Unidos; no había restricciones que lo impidieran. Angelita Bequé se anticipó doce años a la cantante de blues Mamie Smith, primera afroestadounidense que grabó un disco.

La grabación del dúo de Angelita Bequé con Rafael Zequeira antecedió a la era de las grabaciones eléctricas y presumiblemente fue fijada en un disco que nunca se ha encontrado, enigma que se adiciona a la imagen de la linda negra cubana: la última referencia que se tiene de ella data de 1916, cuando desapareció de los escenarios y de la prensa, probablemente por la razón más común entonces. Las mujeres encontraban pareja, se casaban, y el hombre les exigía abandonar toda esperanza de seguir cantando.

Al dúo con Rafael Zequeira llegó otra muchacha de apenas dieciséis años, una mulata de voz clara y cristalina, que venía de Guanajay, pequeña ciudad del interior, y se hacía llamar María Teresa Vera. Frecuentaba los encuentros y fiestas en casas de trovadores y amigos, y por su poderosa segunda voz la codiciaban quienes se consideraban las primeras voces de esos tiempos: el propio Rafael Zequeira, Manuel Corona, Miguelito García, Higinio Rodríguez. Si la soprano Chalía Herrera fue la primera mujer cubana, y probablemente la primera latinoamericana, en grabar lieder y óperas en discos, María Teresa Vera, mujer y negra, le siguió a Angelita Bequé y marcó los más tempranos hitos en la formación de la música popular cubana. Fue la primera en realizar ingentes grabaciones comerciales, que conforman una notable discografía, a través de sus contratos con los sellos Victor y Columbia, que se iniciaron en 1914. María Teresa Vera fue también pionera en el son: estuvo presente con su segunda voz, su guitarra y su audacia proverbial en las primeras grabaciones del llamado Sexteto Habanero de Godínez, realizadas en Cuba el 8 de febrero de 1918 en una habitación del hotel Inglaterra, frente al Paseo del Prado. La portentosa muchacha cubana marcó un momento significativo al ser la primera mujer en poseer y dirigir una agrupación de hombres, el Sexteto Occidente, al que también llevó a Nueva York, e hizo que su sonido quedara para siempre estampado en el disco.

Quizás no fueron ellas las únicas mujeres negras, acaso ni las primeras, que pocos años después de iniciarse el siglo XX se atrevieron a cantar más allá de las reuniones familiares o los encuentros de amigos. Lo hicieron ante un público en un teatro, en un café, en una glorieta, pero su escasa o nula presencia en medios de prensa y en escritos que, dentro de la cultura hegemónica patriarcal, pretendían ahondar en la historiografía musical cubana, impide que hoy conozcamos otros nombres de féminas negras en medio de tantos hombres trovadores y soneros.

Ni Angelita Bequé ni María Teresa Vera podían imaginar que con su huella precursora estaban iniciando la historia de la mujer afrocubana en la música de su país, en su crecimiento creativo en los escenarios y en su registro sonoro en el siglo XX, que, coincidentemente, inauguraba el periodo republicano en la isla tras siglos de colonialismo español. La canción trovadoresca, el son y la guaracha eran parte esencial del repertorio de María Teresa Vera. La trayectoria de esta artista cubana es una de las referencias más tempranas que se encuentran sobre grabaciones de temas que reivindiquen los orígenes africanos introducidos al ámbito del son y la guaracha, con piezas como El yambú guaguancó, de Manuel Corona, y Los cantares del Abacuá, clave ñáñiga de Ignacio Piñeiro, grabadas por ella a dúo con Rafael Zequeira cerca de 1920.

Angelita Bequé y María Teresa Vera abrieron y comenzaron a construir el camino reivindicativo de la presencia y el aporte de la mujer negra a la cultura musical cubana, que continuaron de manera notable en los siguientes decenios Rita Montaner y Paulina Álvarez.

Y después, una muchacha delgada y alegre de la barriada de Santos Suárez fue de las muchas que siguieron esa huella. Pero solo ella, Celia Caridad Cruz y Alfonso, llevó la música popular cubana a los más altos planos en cuanto a su asimilación, difusión y expansión a escala internacional. Para eso, se nutrió del aporte y el talento de esas antecesoras, así como de otras mujeres anónimas que influyeron en ella, Celia Cruz, para que fuera la síntesis y el resumen de la contribución de la mujer afrocubana a la música y a sus modos, instrumentos y medios para perpetuarse y permanecer.

El comienzo

(1925-1939)

Santos Suárez era en el siglo XIX una zona de arroyuelo y río, alejada del centro capitalino hacia el sureste. Cerca de 1915 la empresa Mendoza y Compañía, dedicada a comprar fincas que después revendía en parcelas, propició el inicio gradual de la urbanización del barrio que tomó el nombre de Leonardo Santos Suárez y Pérez, figura de la vida política cubana en el periodo colonial y que, junto al padre Félix Varela y a Tomás Gener, fue elegido diputado para representar a Cuba en las Cortes Españolas durante el trienio constitucional que vivió España entre 1820 y 1823. Pronto el trazado urbanístico del barrio de Santos Suárez evidenció las diferencias sociales en un enclave de clase media y trabajadora donde convivían personas de todas las razas. En la zona más empobrecida, atravesada por calles sin asfaltar y donde se alzaban precarias casas de madera, nació Celia Cruz el miércoles 21 de octubre de 1925.

La certificación de nacimiento, emitida por el juzgado municipal de Puentes Grandes el 4 de diciembre de 1961, transcribe de modo fidedigno, en el tomo 221, folio 61, los datos tomados del libro de asiento de los nacimientos: Simón Cruz, natural de Los Palacios, provincia de Pinar del Río, de oficio fogonero, y Catalina Alfonso Ramos, natural de Pinar del Río, ama de casa, ambos residentes en ese momento en la calle Ynfanta número 508, inscribieron a la niña con el nombre de Celia Caridad el 16 de enero de 1929, tres años, dos meses y veintiséis días después de su nacimiento, que da fe de su ocurrencia el 21 de octubre de 1925 en la calle Atocha número 8 (era común en los años veinte del siglo pasado que los bebés no fueran inscritos con inmediatez en el Registro Civil). Se indica como abuela paterna de la recién nacida a Luz Cruz, natural de Los Palacios, y como abuelos maternos a Ramón Alfonso y Dolores Ramos, oriundos de Pinar del Río. Como testigos del acto fungieron Serafín Díaz González, natural de Pinar del Río, mayor de edad, soltero, albañil y con residencia en Flores 511, y Ramón Calzadilla González, natural de Santa Clara, mayor de edad, soltero, de oficio pintor y residente en Jesús del Monte 558.

Sin embargo, en su libro autobiográfico Celia Cruz cuenta: «La casita donde nací y me crié estaba situada en la calle Serrano número 47 entre las calles Santos Suárez y Enamorados». Y en 2000, en una entrevista televisiva en el programa colombiano Yo, José Gabriel, afirmó: «Calle Flores entre San Bernardino y Zapote: ahí me crié. Ahí fui a la escuela, cerca de mi casa, la Pública número 6, República de México» (donde se matriculó cuando tenía seis o siete años). Celia es la segunda hija de Ollita, después de Dolores Ramos Alfonso, a quien llamaban la Niña; luego vendrían Japón y Norma, los dos hermanitos que murieron siendo muy pequeños. De ellos tuvo Celia vagos recuerdos, pero muy nítido el sufrimiento de su madre. Luego nacieron Alejandro Bárbaro Ramos y la menor, Gladys Ramos.

Su abuelo Ramón Alfonso combatió en la guerra de 1895 por la independencia de Cuba frente a la dominación española, con el número de orden 5197, en el regimiento de infantería Pedro Díaz de la primera brigada de la segunda división, sexto cuerpo del Departamento Occidental. Al parecer no obtuvo grados en el Ejército Libertador; solo fue un soldado raso. Celia siempre se enorgulleció de ser nieta de un mambí.

El nacimiento y la infancia de Celia transcurrieron en medio de una revolución cultural en la joven república. Los elementos africanos presentes en la vida colonial cubana se manifestaron, desde lo desconocido, con un peculiar atractivo para la creación musical desde el surgimiento del sentido de identidad nacional y de los sentimientos libertarios. Si bien en el siglo XIX había claras muestras de la imposibilidad de ignorar el legado cultural africano sembrado en la isla con la esclavitud, fue en el siglo XX cuando ocurrieron verdaderas transformaciones en el modo de asumir y de mirar hacia esa cultura en una nación de relativa corta edad, en la que cierta fascinación por el aporte africano se hacía cada vez más ostensible. La erosión que ya venía experimentando la corriente que privilegiaba el legado cultural hispánico se hizo irreversible.

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Se abrió paso, lenta pero decididamente, el reconocimiento intelectual y también popular a la importante contribución de la población negra, antes esclavizada, que ahora representaba un componente significativo que tributaba a la construcción de la nación y su cultura.

Comenzaban el reinado y la expansión internacional del son, y daba inicio un movimiento que revolucionó las bases de la música sinfónica en el país en favor del reconocimiento y la inclusión del componente africano de la cultura cubana, que se expandió a la literatura, el teatro y las artes plásticas. Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla fueron los líderes del llamado Movimiento Afrocubano, que introdujo de manera orgánica elementos e instrumentos afrocubanos en la música de concierto.

En 1928 Roldán compuso y estrenó su trascendente obra La rebambaramba. En esa misma década de los veinte Caturla compuso numerosas obras, entre las que destacan su laureada Obertura cubana y Tres danzas cubanas para orquesta sinfónica, que se estrenó en España en 1929.

A finales de los años veinte, el son cubano llegó y plantó bandera en París, de la mano de Rita Montaner. Acompañada por Sindo y Guarionex Garay y los bailarines Carmita Ortiz y Julio Richards, triunfó en la Ciudad de la Luz con El manisero (Moisés Simons) y Ay, Mamá Inés (Eliseo Grenet), que había estrenado en La Habana de 1927. El poeta francés Robert Desnos, tras participar en un congreso de periodistas en La Habana, de regreso a París había llevado consigo, maravillado por la experiencia vivida, los discos con los sones que descubrió y disfrutó en la capital cubana. Los mostró en París en audición especial ante un público que escuchaba absorto lo que iba contando con la excitación del descubrimiento, y contribuyó también a su difusión junto con su amigo el joven periodista Alejo Carpentier, a quien antes había ayudado a salir de Cuba, perseguido por el gobierno dictatorial de Gerardo Machado. El Sexteto Nacional Ignacio Piñeiro desembarcó en España para mostrar el son en la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929 y realizar importantes grabaciones.

Se trata de años en los que el son penetró en la industria del disco; los mejores sextetos —Habanero, Boloña, Nacional, Occidente, las santiagueras Ronda Lírica Oriental, Estudiantina Oriental y otros— coparon los espacios en radios, teatros, verbenas y bailes. En 1930 la Orquesta de Don Azpiazu, con Antonio Machín como cantante, arrasó en Estados Unidos con El manisero e inició la llamada rhumba fever, que no fue otra cosa que la fiebre por el son, la guaracha y la rumba cubanas. El clásico de Moisés Simons se convirtió en el primer éxito de ventas millonarias de la música cubana y tuvo una entrada triunfal al cine en el filme norteamericano Cuban Love Song.

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En un amplio diapasón —que va desde el reflejo realista de las vivencias hasta el imaginario idílico en el que muchas conciencias encontraron sosiego ante los horrores de la esclavitud y sus secuelas—, los temas, las escenas, las palabras asociadas o provenientes del universo del negro tienen presencia creciente en la música y la literatura: en la década de los treinta Nicolás Guillén publicó sus Motivos de son (1930) y Alejo Carpentier su primera novela, Écue-Yamba-Ó (1933). Siendo aún una veinteañera, Margarita Lecuona compuso los dos temas suyos que han alcanzado más amplia difusión: Babalú y Tabú, dos clásicos del repertorio afrocubano, al cual ella también aportó Negro gangá y Mersé la mulatita.

Los hermanos Grenet destacan por el tratamiento del tema negro en la música con sus composiciones. Eliseo compuso Ay, Mamá Inés y otros temas inspirados en obras de Nicolás Guillén (Sóngoro Cosongo y Motivos de son); Emilio Neno Grenet firmó Quirino con su tres, Yambambó y Tú no sabe inglé, mientras que el menor, Ernesto Grenet, es el autor de la inmensa canción de cuna Drume negrita. Compositores y directores orquestales como Gilberto Valdés y Armando Oréfiche figuran entre quienes por esos años defendían, con sus obras, la herencia africana en la música popular.

Influencia de la radio

En las familias que lo poseían, desde la cercanía de aquel aparato que emitía voces y sonidos, o, para la mayoría, desde lejos, por la ventana vecina o el próximo balcón, la radio ejerció una influencia decisiva. En los cantantes y músicos emergentes, aquellas orquestas irrumpían cada día, cada noche, alimentando ese círculo para nada vicioso que despertaba en ellos el deseo de ver, oír y bailar con aquello que las ondas radiales les llevaban cada vez con más frecuencia.

La radio había llegado oficialmente a Cuba en 1922, cuando el 10 de octubre se inauguró la estación PWX, comandada por el músico cubano Luis Casas Romero bajo la égida de la Cuban Telephone Company, que la dotó de instalaciones y equipos de alto nivel tecnológico, ubicados en el edificio central de la Empresa Telefónica, en la calle Águila número 161. La música fue uno de sus componentes principales, al tener como tema de sus transmisiones diarias La paloma, habanera del español Sebastián Iradier. En la inauguración, junto al discurso de rigor por el presidente de la república, el doctor Alfredo Zayas, se ofrecen piezas de la llamada música clásica interpretada por la Orquesta Casas, dirigida por el propio Casas Romero, pero también de la música popular: canciones cubanas en la voz de Rita Montaner, del tenor Mariano Meléndez y la soprano Lola de la Torre; y, por supuesto, del aclamado danzón, que tuvo sus exponentes en Princesita y La niña de mis amores, de Luis Casas Romero, y Primavera, de Felipe Valdés. De nuevo una mujer afrocubana está fijando un hito: Rita Montaner, con su voz, es una de las protagonistas de este acto fundacional.

Seis meses después, el 16 de abril de 1923, Casas Romero inauguró su estación radial propia, la 2LC. A partir de 1930 se produjo un boom que registró la creación de sesenta y una estaciones radiodifusoras en toda Cuba, que, junto con la transmisión de noticias y los cuadros teatrales de comedias y dramas, contribuyeron a la difusión musical.

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Celia era ya una adolescente. La radio y los bailes eran su contacto más inmediato con el universo de la música. El artefacto sonoro esparcía a los cuatro vientos las voces del galán Fernando Collazo, del melodioso Pablito Quevedo, del increíble Abelardo Barroso, de la poderosa Paulina Álvarez.

Eran también tiempos de tangos, que Celia seguía a través de la radio, cantándolos, a la par que las canciones de esos ídolos suyos, acompañada a veces por su hermana, la Niña. Los carnavales eran de las fiestas que más le gustaban. Ollita no veía bien que sus niñas anduvieran detrás de las comparsas, porque con mucha frecuencia el ambiente de jolgorio y libertad era propenso a riñas y peleas entre hombres. También temía que ellas, en el frenesí de la conga, siguieran a la comparsa hasta calles que les fueran poco conocidas y donde pudieran perderse con facilidad. Pero nada de eso fue obstáculo para que Celia siguiera y arrollara detrás de Los Jornaleros, la comparsa de los barrios de Santos Suárez y La Víbora, ni para que, junto con la radio, los festejos del carnaval se sumaran a las influencias que asimiló en sus primeros años.

Las sociedades de instrucción y recreo de negros y mulatos

Celia estaba atenta, igual que sus hermanas, a los anuncios de las sociedades de negros y mulatos más cercanas, y frecuentaba los bailes que sus orquestas preferidas animaban en esos sitios. Con sus amigos iba a bailar al Club Antilla, en las calles Luz y Delicias, en la cercana zona de La Víbora, y también a la Sociedad Jóvenes del Vals, muy popular, primero en su sede inicial en la calle Rodríguez número 7 esquina a Atarés, en la barriada de Jesús del Monte, y poco después en su nueva ubicación en la intersección de la calzada de 10 de Octubre y la calle Correa. Estaba organizada al uso de este tipo de sociedades, que proliferaban en Cuba desde el siglo XIX, como continuidad y complemento de los llamados cabildos de nación. En el caso de las sociedades de negros y mulatos, en sus propósitos y objetivos hacen énfasis en la superación personal y de la comunidad como intentos para conseguir reconocimiento y demostrar capacidad de integración, desde la cultura y la educación, a una sociedad criolla prejuiciada, con preeminencia y supremacía de la raza blanca en el orden social y económico.

Los bailes organizados por las sociedades de instrucción y recreo, y también por las sociedades regionales de naturales españoles, desempeñaron otro importante papel: se convirtieron, por regla general, en espacios importantísimos para el desarrollo de los conjuntos y las orquestas de música popular desde las primeras décadas del siglo XX. Además de representar una creciente fuente de empleo, eran el sitio donde confrontaban con los bailadores sus más recientes temas, los arreglos más innovadores y los nuevos ritmos. Los bailadores decidían si una pieza o un ritmo podían convertirse en éxito, si el nuevo cantante que entraba a reemplazar al saliente funcionaría o no, si un arreglo podía entusiasmarlos o si había llegado la hora de hacer cambios. Los bailes de las sociedades eran verdaderas plataformas de interacción y experimentación, donde orquesta y bailador se retroalimentaban. La recaudación de los bailes hablaba también de la salud de cada orquesta o conjunto.

Será difícil entender el significado del nombre Jóvenes del Vals en aquel contexto. En los años treinta los afiliados a esta sociedad debieron alguna vez bailar valses, aunque por ese tiempo el danzonete los traía de cabeza. Lo que sí se sabe es que aquellos muchachos y muchachas negros y mulatos de la barriada de La Víbora y sus alrededores, junto con la directiva de Jóvenes del Vals, supieron hacer de esta sociedad una de las más importantes y amistosas hacia las orquestas, conjuntos y cantantes que emergían y se iban haciendo populares. El recuerdo de Celia sobre esos años en que frecuentaba la Sociedad Jóvenes del Vals era vívido: «Ahí fue donde conocí a Arcaño y sus Maravillas; al gran músico Israel Cachao López, a Orestes López, el hermano de Cachao, y también a la orquesta Melodías del 40», contó muchas décadas después.

En 1932 una muchacha camagüeyana llamó la atención como cantante solista de una orquesta masculina. Era Candita Batista, elegida poco después por Obdulio Morales como cantante de su Orquesta Típica Moderna, del Coro Folklórico, antecedentes de la compañía Batamú, la primera integrada por actores y músicos afrocubanos. Fue la primera cantante negra en desarrollar el estilo de la vedette, que llevó a su prolongada carrera internacional.

Dos referentes decisivos: Paulina Álvarez y la tía Ana

Vivir algunos años de su adolescencia, antes de cumplir los dieciséis, en la casa de la tía Ana fue una experiencia determinante en la formación de la personalidad y en la futura carrera de Celia. El afán de superación, la decisión de ir tras sus objetivos y sueños, la seguridad en sí misma fueron rasgos de su personalidad cincelados desde temprano bajo la influencia de la hermana mayor de su madre, Ollita. Anacleta Alfonso Ramos fue algo más que una tía amorosa: «Por medio de Ollita me llegó la voz, pero de tía Ana desarrollé el amor por el escenario», reconoció Celia. Desde entonces, muy temprano, la tía Ana se percató de la singularidad de su sobrina predilecta, de las dotes vocales naturales con que vino al mundo y de la necesidad imperiosa de ayudarla a encauzar ese talento.

Celia cantaba todo el tiempo, pero no se movía; no había aún el instinto de libertad que la acompañó después sobre los escenarios. La tía Ana fue de las primeras personas que le insistieron para que desarrollara una proyección a la altura de su voz, una de las primeras personas que tuvieron fe en lo mucho que Celia lograría en su vida. La tía Ana anticipó la idea del éxito artístico de su sobrina. Ambas disfrutaban mutuamente del tiempo que pasaban juntas: Ana reforzaba en Celia valores universales que estaban presentes en su madre, Ollita, y su padre, Simón; influía en el gusto estético de Celia, en el temprano trazado de la imagen escénica que debía tener para cantar. La entrenaba para lograr el reconocimiento social y le trasladaba todo aquello que consideraba herramientas y códigos necesarios para encontrar su lugar en la sociedad y, sobre todo, para alcanzar sus objetivos. Celia absorbía como esponja las enseñanzas de la tía Ana, con la que empatizaba de manera total, y la convirtió en una suerte de apoyo espiritual, de consejera cercana e incondicional. La vida permitió que la tía Ana asistiera a la consagración internacional de su sobrina, algo que Ollita no alcanzó a ver.

Celia siempre reconoció en la gran cantante Paulina Álvarez otra influencia decisiva en su vida y carrera. En particular, la conocida como Emperatriz del Danzonete fue un modelo decisivo para Celia en los años en que, muy joven, la familia y los amigos la animaban a cantar en fiestas y concursos. Recordaba Celia:

A Paulina la conocí cuando cantaba en los Jóvenes del Vals […]. Como a mi tía Nena le gustaban mucho los bailes, llevaba a sus hijos Nenita, Papito y Minín con ella, y a mí también me llevaba, porque sabía cuánto me gustaban. Además, las dos éramos fanáticas de Paulina […]. En Cuba se les permitía entrar a los menores de edad a los establecimientos que vendían bebidas alcohólicas, así que todos podíamos ir a oír buena música sin importar la edad. Nos sentábamos todos en primera fila, pero yo me pegaba al escenario para ver bien a Paulina. Con las claves —la base de la música popular cubana— en la mano, ella cantaba con la orquesta de Neno González. En todos sus retratos, Paulina siempre se ve con un par de claves, y como yo quería ser igual que ella, me regalaron dos. Es más, puedo decir que modelé mi forma de cantar en Paulina, por lo mucho que la admiraba […]. Paulina fue la pionera en el campo de la música, ya que empezó a presentarse ante el público en los años veinte, cuando casi no se oía a las mujeres cantar ese tipo de música bailable cubana.

Paulina Álvarez fue desde entonces un importante referente para Celia, y parece que su influencia no fue únicamente en lo musical: ciertos rasgos de la personalidad de Celia Cruz estuvieron marcados por lo que conquistó Paulina Álvarez en plenos años treinta: aquella negra aindiada, con ojos que no pueden ocultar la cercanía de los ancestros asiáticos, alegre, con voz de privilegio, alcanza lo que muy pocas mujeres en la Cuba de entonces, al convertirse en la primera mujer en Cuba en ser dueña y directora de una orquesta de hombres, dedicada a la música bailable, y en reinar como soberana absoluta del ritmo de moda: el danzonete, una variante del danzón que incorporaba algunos elementos del son, sobre todo rítmicos. Causó un efímero furor por esos años, copando las transmisiones radiales, e introdujo nuevos modos de tocar y bailar.

La popularidad de Paulina Álvarez había alcanzado niveles increíbles en 1939, al punto de que se organizó una gran verbena en su homenaje en los Jardines de la Polar para el sábado 2 de septiembre, donde actuaron diecisiete orquestas y hubo numerosas atracciones, con un gran despliegue publicitario que incluyó un show aéreo donde el conocido aviador Juan Ríos Montenegro realizó piruetas en el aire en honor de la cantante triunfadora. Probablemente fue Paulina la primera cantante negra en aparecer destacada con una entrevista publicada a página completa y con fotos en el exclusivo Diario de la Marina. Según su columnista y crítico José Sánchez Arcilla, Paulina estaba en la cúspide de la fama: «Ha triunfado. Remontó la empinada cuesta con valentía inigualable y hoy nadie le discute la corona imperial del danzonete». No había para las muchachas negras de entonces un mejor referente de valía y empoderamiento que Paulina Álvarez.

Musicalmente, el éxito de Paulina, que había pasado antes por la orquesta danzonera de Cheo Belén Puig y la de Neno González, se debió no solo a su voz y su estilo, sino también a la cuidada selección que supo hacer de sus músicos, entre los que destacaron —por los años treinta— el flautista Manolo Morales, el contrabajista Rodolfo O’Farrill, el güirero Gustavo Tamayo y el afamado pianista y arreglista Everardo Ordaz.

Del repertorio que le escuchaba a Paulina Álvarez, Dulce serenidad era una de las piezas preferidas por la muy joven Celia Cruz. El original era una hermosa canción del compositor y músico dominicano Luis Rivera, que a finales de la década se dio a conocer en Cuba en las versiones del Trío Matamoros, de Alfredito Valdés con la orquesta de Cheo Belén Puig y de Paulina, estas dos últimas como danzonetes. A diferencia de Matamoros y Alfredito Valdés, Paulina nunca la llevó a discos. Décadas después, Celia dijo que siempre quiso grabarla en honor a la Emperatriz del Danzonete, pero por una razón u otra no fue posible. Sin embargo, la vida le reservó otros momentos memorables vinculados a Paulina Álvarez y su admiración por ella.

Debut radial

En 1938 Obdulio Morales creó la primera agrupación artístico-musical dedicada exclusivamente al universo afrocubano, el Grupo Coral Folklórico, con un formato orquestal al que introducía tambores, güiros y otros idiófonos de origen africano. En su nómina estaban los cantantes Esther Valdés, Candita Batista, Merceditas Valdés, Alfredo León, y en los tambores, Pedro Mena, Trinidad Torregrosa, Francisco y Juan Reigada, y Flores Hernández. Entre los músicos, Roberto Ondina y otros que venían de la orquesta sinfónica de Gonzalo Roig. Con los espectáculos Jungla africana, Batamú y El tambor, Obdulio Morales consiguió llevar a su compañía a la escena de los teatros Campoamor y Martí. El impacto en el público, que por vez primera se enfrentaba a auténticos bailarines y tamboreros inmersos en cantos y toques de origen africano, fue innegable y representó un hito en la difusión de la verdadera música afrocubana.

A principios de ese mismo año, en la barriada de La Víbora, el Cine Moderno inauguró el espacio sabatino Atracciones viboreñas, una matiné de tres horas, de la una a las cuatro de la tarde, con un gran show que incluía populares artistas y orquestas, proyección de selectas películas y un desfile de aficionados. Las esperadas matinés eran patrocinadas por el programa La hora del té, de Radio García Serra, que cubría diariamente la franja de cinco a seis de la tarde todos los sábados. Sin que Celia lo supiera, allá fue alguien a inscribirla como aficionada, alguien que fue muy importante en la vida de la cantante: «Yo tenía un primo muy bueno que se llamaba Serafín, que en paz descanse —cuenta Celia—. Serafín era muy inteligente y se percató de que yo atraía a la gente con mi voz. Pues un día […], sin decirme nada, me inscribió en un programa de aficionados que se llamaba La hora del té, patrocinado por una estación de radio llamada Radio García Serra».

Con el identificativo de CMCU, transmitiendo en la frecuencia de 1110 kilociclos, la emisora de los hermanos Jorge y Roberto García Serra tenía sus estudios en la calle Estrada Palma número 63, esquina a Felipe Poey, en la barriada de La Víbora, cerca de la casa donde vivía Celia con su familia. En su parrilla, durante años, Radio García Serra incluía al menos dos programas de música bailable cubana en los horarios de una a dos y de dos a cinco de la tarde. Recuerda Celia Cruz:

Me puse un vestido blanco, unas medias blancas con un bordado de colores y mis zapatos de charol blanco, que estaban muy de moda. Mi mamá Ollita me hizo un moño y me puso un prendedor pasador. Yo me sentía muy tranquila, aunque de verdad no sé por qué estaba tan segura de mí misma. Quizás se debía a que llevaba conmigo las claves que me habían regalado, las mismas claves que yo relacionaba con mi ídolo de la canción, Paulina Álvarez. Tal vez estaba tranquila porque pensaba que las claves de Paulina me daban un poder casi mágico. No sé, pero así me sentía aquella mañana […]. Cuando me tocó a mí, canté un tango que se llama Nostalgia, acompañándome con mis claves. Nostalgia no era un tango arrabalero con bandoneón ni nada por el estilo, pero parece que el toque de las claves les gustó mucho a los jueces, porque al final, yo gané el concurso. Hasta me invitaron a que regresara el mes siguiente y me dieron mi premio: un cake muy bonito.

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Debía después presentarse al mes siguiente en la ronda eliminatoria, donde volvió a cantar Nostalgia y volvió a ganar. Esa vez el premio fue una fina cadena de plata para el cuello. Sin embargo, diecisiete años después, en entrevista para la revista Show, Celia lo dejó claro: su debut ocurrió en el mes de mayo del año 1943, probablemente haciendo referencia a su primera aparición formal como cantante. Ha contado la notable cantante y actriz Olga Chorens:

Celia y yo éramos del mismo barrio y asistíamos a la misma escuela, solo que en clases diferentes. Nos conocimos en un desfile escolar en honor a José Martí en el malecón. Ella conversaba con otros muchachos y la escuché decir que cantaba en una emisora que se llamaba García Serra. Yo también quería cantar, y al escucharla me aproximé a ella y le pregunté si cualquiera podía ir a cantar allí, y me dijo que sí. Me explicó que cruzara el parque de la escuela, y que fuera a la casa grande que estaba en la esquina y que ahí ensayaban. El programa era los sábados, se llamaba La hora del té y su dueño y director era Edulfo Ruiz. Entonces yo fui un sábado y me gané el primer premio. Después Edulfo consiguió pasarlo para los Curros Enríquez. Así empecé yo. Gracias a que Celia me dijo adónde podía ir a cantar […]. Después pasaron muchos años y nos reencontramos en Radio Progreso, ya cuando yo tenía allí El programa de Olga y Tony, y nos hicimos muy amigas. Y ya en el exilio, mucho más».

Celia se dio cuenta de que, además de hacer lo que más le gustaba, cantar, en esos concursos le podía ir muy bien y decidió continuar presentándose en cuanto concurso pudiera. Puso la mira en los que organizaba la Sociedad de Naturales Españoles Curros Enríquez, nombrada así en honor al notable poeta español, y cuya sede se encontraba también en Santos Suárez, La Víbora. El primo Serafín cumplió su palabra y continuó buscándole posibilidades a Celia para presentarse en certámenes y programas de aficionados, tan de moda entonces. Después de ganar en Radio García Serra participó en La Corte Suprema del Arte, el famoso programa de participación que dirigía y animaba José Antonio Alonso y que duró por muchos años, retomado luego en la televisión. Contaba:

Algunas veces ganaba, otras, perdía, y una vez hasta me sonaron la campana, aunque eso no fue por culpa mía. Eso me pasó porque por la tarde, cuando fui a ensayar, el pianista, que se llamaba Candito Ruiz, decidió que a mí no me iba a ensayar. Había muchos cantantes ahí, y supongo que no fui santa de su devoción. Me dijo: «No, a ti no te ensayo. El número sale así». Bueno, por la noche yo llegué para el programa, y el tono no salía. La canción se llamaba Chiquilla, y la intentamos tres veces, pero como no salía, a la tercera me dieron el campanazo. Así y todo, la gente me aplaudió porque sabían que yo sí sabía cantar, y muchos ya me conocían. Eso fue una lección muy buena, ya que desde ese día, ni grabo ni canto si primero no tengo el tono bien. ¡Qué cosa, de eso hace muchos años y nunca se me ha olvidado! Mi primo Serafín me acompañaba a todo eso. Era como mi representante, pero no oficial.

Fue cerca de 1938. No había cumplido aún los quince años cuando, determinada a presentarse en cuanto concurso fuera posible, Celia acudió a un popular programa de Radio Lavín para elegir a quien mejor cantara la conga, el ritmo que por ese tiempo Miguelito Valdés y el compositor Eliseo Grenet habían puesto de moda en Estados Unidos. En el jurado estaban nada menos que Rita Montaner, Miguel Matamoros y Gonzalo Roig, y el propio Grenet acompañaba al piano a quienes se animaban a presentarse para competir por la corona de rey o reina de la conga. Celia se ciñó la corona de reina de la conga, en premonitorio aviso de los sucesivos reinados como intérprete de los ritmos cubanos que años después alcanzaría a lo largo de su carrera.

Por esos tiempos, a inicios de los cuarenta, la adolescente Celia también colaboró con un grupo musical de su barrio, El Botón de Oro, que dirigía Francisco Gavilán. Cantaba con ellos en fiestas y eventos del barrio, antes de que se les uniera su hermana Dolores. Seguía acudiendo a cuanto concurso o programa de participación le anunciara Serafín y sucediera en su tiempo libre, porque ya entonces Celia se había matriculado en la Escuela Normal para Maestros de La Habana. Era lo usual, casi la única opción posible para las jóvenes de su raza y procedencia social. El dinero que conseguía como premios de esos concursos le alcanzaba para comprar los libros que sus estudios requerían.

El paso de Celia Cruz por la Normal terminó siendo decisivo en su vida futura, pero ella en ese momento no podía saberlo; solo disfrutaba la posibilidad de crecimiento personal y aprendizaje que le brindaban la institución académica y el ambiente estudiantil. Como hizo siempre en los colegios por donde pasó, cantaba en los actos de la escuela y en pequeños espectáculos que se organizaban, y a los que sus compañeros y los maestros, sabiendo cuánto y cómo cantaba, la invitaban siempre a participar. Como no podía ser menos, cantó también en el acto el día de su graduación. De la importancia de ese día en su vida, Celia contó a la periodista Ana Cristina Reymundo:

Después que concluyó el acto, cuando la mayoría de la gente ya se había ido, me le acerqué a mi profesora, la señorita María Rainieri, una de las profesoras más bellas y más simpáticas de la escuela. Le pregunté qué tenía que hacer yo para buscarme un aula en donde enseñar, y ella me miró a los ojos y muy seriamente me dijo: «Celia, a ti Dios te ha dado un gran don. Con esa voz que tú tienes puedes ganarte la vida muy bien. Mira, si tú te dedicas a cantar, vas a ganar en un día lo que a mí me cuesta un mes ganar. No pierdas tu tiempo enseñando. Tú viniste al mundo para cantar y alegrar a la gente con tu voz». Me sorprendió oír a mi profesora hablarme tan abiertamente, pero no puedo negar que me sentí muy bien por lo que me dijo, y fue en ese momento que decidí ser cantante. Aunque sabía de sobra que tendría que soportar la desaprobación de mi papá, sentí que debía enfrentármele a mi destino y utilizar el don que Dios me dio para hacer feliz a la gente.

La decisión que Celia tomó, sopesando las consecuencias y los obstáculos que debía enfrentar, no solo se origina en su pasión por cantar, por la música, sino en un carácter enérgico, resolutivo y centrado que había ido construyendo su personalidad y que tan temprano puso a prueba. Los pasos que emprendió después también dan muestra de ello: al decidirse por la música buscó orientación, identificó los sitios donde podía estudiar en esa dirección, y por ese camino llegó a la Academia Municipal de Música, donde estudió solfeo, piano y teoría de la música, mientras que en paralelo tomó clases de piano con una profesora que le buscó su tía Ana, hasta llegar al maestro Oscar Muñoz Bouffartique, muy reconocido por sus dotes pedagógicas y como pianista profesional. Narra Celia:

El maestro Boufartique me decía: «Celia, tú te tienes que cortar las uñas si quieres aprender a tocar bien el piano», pero yo nunca me las quise cortar. Ahora me pesa no haber aprendido a tocar el piano como debería, porque las uñas crecen y esa oportunidad yo no la supe aprovechar. Aun así, conocí a muchas de las personas que trabajaban en el mundo de la música y me fui relacionando con ellos en la Academia [el Conservatorio Municipal de Música de La Habana]. Con eso y los concursos de aficionados que yo seguía ganando, y que eran cada vez más reconocidos, comenzaron a contratarme en las emisoras.

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Bouffartique tuvo después un lugar especial en la carrera de Celia Cruz y aportó con su obra algunos de sus más grandes éxitos.

Afros, guarachas y la Mil Diez

(1940-1944)

En los años cuarenta, los estereotipos musicales acuñados en los años veinte y treinta como influencia africana, y que permearon el teatro lírico cubano, encontraron reflejo en un tipo de canción que dejó atrás los elementos vocales característicos de esa expresión escénica y la hizo más popular y asequible a los cantantes que ni tenían ni pretendían cantar en ese estilo vocal. Con el surgimiento y la difusión de la radio, lo afro se hizo aún más popular y consiguió una mayor empatía entre cantantes, músicos y público.

Cuando irrumpió la década de los cuarenta, los cantantes y los músicos negros habían tenido contadas oportunidades en otras emisoras. Formatos novedosos, como los de programas de participación al estilo de La Corte Suprema del Arte, también les fueron adversos. Allí preferían a negros y mulatos, cuya propuesta artística se clasificara dentro de los géneros que se consideraban los que les correspondían o los adecuados. Es el caso del pregón, en el que triunfó Aurora Lincheta, con claras dotes para el canto lírico, aunque ella a la larga debió cancelar el género como aspiración en su carrera, incluso tras haber demostrado sus dotes en el cine, con su aparición en el filme Siboney. Otro nicho en el que arrinconaban a los afrocubanos era el de la sátira o el humor, del que emergió el excéntrico musical Carioca, que se convirtió en el artífice de la guaracha paródica.

Algunos, sin embargo, lograron franquear esas barreras. De las cantantes negras, la que alcanzó cotas más altas fue Olguita Rivero, que a inicios de la década consiguió insertarse entre los artistas exclusivos de la estación de radio CMQ. Isolina Carrillo, pianista, pedagoga, compositora y directora de agrupaciones, conquistó quizás el punto más alto alcanzado por una música de su raza cuando Amado Trinidad, el entonces magnate de la RHC Cadena Azul, la radioemisora de mayor rating en ese momento, le extendió un contrato por seiscientos pesos, cifra elevadísima para la época. Las funciones artísticas en la emisora le permitieron desarrollar sus múltiples capacidades e iniciativas en una de las etapas más importantes de su carrera como lideresa de su propia formación, el conjunto Vocal Siboney, y como pianista y compositora con cierta exclusividad para la emisora. En algún momento Celia Cruz pudo hacer fugaces presentaciones en la RHC de la mano de Isolina, y, según algunas fuentes, fue esta quien muy tempranamente le recomendó a Celia que reorientara su repertorio, pues los tangos no eran precisamente lo que se esperaba de las cantantes negras. En 1942 Celia atendió la sugerencia de Isolina y, acompañada al piano por ella, cantó un programa entero con pregones de Gilberto Valdés en el estudio de la emisora de Amado Trinidad en la esquina del habanero Paseo del Prado y la calle Cárcel.

La Mil Diez

El 1 de abril de 1943 el Partido Socialista Popular inauguró la radioemisora Mil Diez Estación Popular, valorada en la perspectiva histórica como un intento de diversificar la propuesta radiodifusora en Cuba en cuanto a contenido, asimilación del trabajo de artistas y músicos emergentes preteridos o discriminados por otras emisoras, y estilo en el diseño de la comunicación. El Partido Socialista Popular, de tendencia izquierdista y comunista, contaba ya con otro medio, el diario impreso Noticias de Hoy, y su accionar, como el de los dos medios que había creado, era absolutamente legal en el ámbito jurídico-político nacional en ese momento.

Hasta entonces, las radioemisoras cubanas seguían al calco el modelo radiodifusor norteamericano, marcado por la dependencia de la gestión comercial y el accionar de las firmas anunciantes, entre las que tenía preeminencia la llamada industria jabonera —que abarcaba un sector de la perfumería además de fabricantes de detergentes y jabones—, liderada por las marcas Crusellas y Sabatés, y después la fuerte industria cervecera criolla, representada históricamente por las marcas Hatuey, Polar, Tropical y Cristal.

En sus transmisiones diarias, de cerca de veinte horas, la Mil Diez ofrecía una rica programación con espacios dramáticos y musicales de excelente factura, noticieros y editoriales, con el propósito de contribuir a elevar el nivel cultural del auditorio, que iba ganando en variedad y procedencia. El tema de identificación de la emisora, con la que abría cada día sus transmisiones, era La bayamesa, canción original de José Fornaris y del patriota Carlos Manuel de Céspedes, como claro mensaje de su apego a la cubanía y a la independencia.

En su corta vida —poco menos de siete años—, la Mil Diez tuvo en su roster de artistas contratados a muchos nombres emergentes, que lograron convertirse después en grandes figuras de nuestra música. Entre las cantantes, además de Celia Cruz, figuraba una larga lista de intérpretes de música popular y también lírica, entre ellas Olga Guillot, Elena Burke, Olga Rivero, Zoila Gálvez, Anoland Díaz, Miriam Acevedo, Aurora Lincheta, María Cervantes. Entre los hombres, Miguelito Valdés, Bebo Valdés, Reinaldo Henríquez, Pepe Reyes, Bienvenido León y Tony Chiroldy. Por los micrófonos de la llamada Emisora del Pueblo pasaron agrupaciones ya entonces muy populares: el dúo Guevara-Barbarú; el Trío Matamoros y su derivación, el conjunto Matamoros —exclusivo de la emisora—, con un fabuloso cantante llamado Bartolo, que poco después se convirtió en Benny Moré; los tríos Hermanos Rigual y Calonge; los conjuntos Arsenio Rodríguez y Jóvenes del Cayo —los más originales y seguidos del momento—. La Mil Diez acogió a un Dámaso Pérez Prado veinteañero que comenzaba a experimentar con sus novedosas improvisaciones en el piano, y dio apoyo y acogida a los compositores del feeling, entonces desconocidos: José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Niño Rivera y otros.

El día inaugural la Mil Diez inició su programación a las seis y media de la mañana, y así fue cada día después en su vida a través del éter. El programa de esa memorable jornada incluyó una amplia y variada oferta musical, que comenzó con la presentación del dúo de trovadores Guevara-Barbarú —Walfrido Guevara y Raúl Barbarú—. Con una hora de duración, de las once de la mañana a las doce del mediodía, Arsenio Rodríguez y su Conjunto se presentó en un segmento propio que desde ese día mantuvo durante varios meses. En la parrilla también se escuchó al Trío Matamoros; el dúo de Sindo Garay y su hijo Guarionex; Julio Cueva y su orquesta con su cantante Orlando Guerra, Cascarita; el trío Hermanos Rigual, y el pianista Oscar Calle. La orquesta de la Mil Diez, dirigida por el maestro Enrique González Mantici, acompañó a los cancioneros Reinaldo Henríquez y Panchita Trigo, a Radeúnda Lima en el segmento dedicado a la música guajira, y a la cantante del llamado género afro Chiquita Serrano.

La Mil Diez abrió de inmediato una puerta a los músicos emergentes y sobre todo a los de raza negra, preteridos en el acceso a las opciones de trabajo, a juzgar por lo que contó Bebo Valdés a su biógrafo, el sueco Mats Lundahl: «Era una estación que no discriminaba tanto como la CMQ y muchas otras […]. Los blancos tenían los mejores trabajos. Entonces, Mil Diez contrató a Julio Cueva, Olga Guillot, Elena Burque [sic], Celia Cruz, Benny Moré, Miguel Matamoros, Antonio Arcaño, todo lo mejor del género negro. Ellos se apoderaron de todos los músicos a quienes los otros no querían». Bebo contribuyó además al trabajo de la emisora haciendo arreglos para Bienvenido León, Miguel de Gonzalo, Rita Montaner, Olga Guillot, Cascarita y la propia Celia. Y a propósito de los arreglos, fue este uno de los grandes aportes de la Mil Diez, pues, como subraya Cristóbal Díaz Ayala, fue la primera planta radial en encargar y exigir arreglos para las presentaciones de orquestas y cantantes, práctica que no existió antes en otras emisoras.

Chiquitica Serrano, conocida en Europa como Chiquita Serrano, encontró su oportunidad en la Mil Diez cuando le asignaron el primer programa dedicado al afro en esta emisora. A solo once días de la inauguración, el periodista Luis Alfonso, en su columna en el diario Noticias de Hoy, la caracterizó como «la gran contralto negra, fiel intérprete de nuestra música afrocubana, que tanto ha gustado». Sin embargo, se mantuvo por corto tiempo en la programación de la naciente emisora. No era novata: por el contrario, ya tenía un camino recorrido como pocas cantantes de su época. Tras comenzar su carrera musical, en la década de 1920, decidió marchar a París vía España, allá por 1929, como parte de un grupo musical con los cubanos Alcides Castellanos, Rafael Ruiz-Zorrilla y José Riestra, su esposo. Fue una época dorada para la música cubana en París, que se fascinó con el son y las canciones llenas de ritmo que allá llevaron Rita Montaner y Sindo Garay, y ya algunos músicos se hicieron populares en ciertos círculos parisinos adoradores de la música cubana, que la demandaban en los sitios de la noche.

Entre 1932 y 1939 Chiquita Serrano grabó una importante cantidad de discos para los sellos Polydor, Pagode, Gramophone, Odeon y Pathé, como voz principal de la Rico’s Creole Band, la Orquesta Típica de Castellanos de la Cabain Cubaine y las orquestas de Oscar Calle, con Don Barreto, José Riestra y Pedro Guida, continuando así la saga de la mujer afrocubana en las grabaciones discográficas.

El 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán invadió Polonia y, en rápida sucesión de acontecimientos no previstos del todo por Hitler, Francia y Reino Unido le declararon la guerra, dando inicio a la Segunda Guerra Mundial en Europa, y agravó el panorama la invasión de la Unión Soviética a Polonia. La bonanza que vivían los músicos cubanos en el Viejo Continente enfrentó una amenaza real y, como muchos otros, Chiquita Serrano y José Riestra regresaron a Cuba e intentaron reinsertarse en el panorama musical. La nueva emisora radial Mil Diez les abrió sus puertas, y con su programa, caracterizado como afrocubano, marcó un momento de cambio en la programación radial, pero su paso por la Emisora del Pueblo fue fugaz.

En la sociedad Jóvenes del Vals, Celia había coincidido con la joven cantante Julieta Peñalver y el trompetista Enrique Torriente, Pilderot, director de la orquesta Cubaney. Volvieron a encontrarse en la Mil Diez, ante cuyos micrófonos los tres comenzaron a presentarse de manera aleatoria. En 1944 ya Celia integraba en la radioemisora el elenco del programa Mosaico Trinidad y Hermano —un espacio patrocinado por la marca cigarrera del dueño de otra emisora, la RHC Cadena Azul—, que salía al aire cada noche a las 9:35 de la noche, junto con las cantantes Margarita Díaz, Esther Peyret y la propia Julieta Peñalver. Las voces masculinas eran las de Zephir Palma, Alfredo de la Fe, Bienvenido León y Wilfredo Fernández, acompañados todos por la Gran Orquesta Mil Diez, dirigida por el maestro Enrique González Mantici. Lo logrado en la Mil Diez en ese momento era lo más cercano a una vida profesional en la radio.

Celia adoraba cantar y se implicaba en cualquier evento donde le permitieran hacerlo. En el periódico Noticias de Hoy, en su edición del 12 de agosto de 1944, apareció una foto suya de estudio, firmada por Armand —probablemente la primera que le hiciera el gran fotógrafo cubano y la primera en aparecer en un medio de prensa—, donde se anunciaba su participación al día siguiente, a las nueve de la mañana, en un espectáculo en el Cine-Teatro Ideal, junto con la soprano Margarita Díaz y otros artistas. Esa misma noche Celia cantó también en un espectáculo conjunto organizado por Amado Trinidad (RHC Cadena Azul) e Ibrahim Urbino (Mil Diez), con artistas de sus respectivos elencos, para homenajear al dirigente sindical Lázaro Peña y a la Central de Trabajadores de Cuba. Subieron a la escena del Teatro Nacional, además de Celia, Rita Montaner, Margarita Díaz, Zephir Palma, Benny Castillo, Tito Alvarez, el Trío Matamoros, Bienvenido León, Julieta Peñalver, Alfredo de la Fe, Wilfredo Fernández y otros.

Como parte de su trabajo en la Mil Diez, Celia acudió a la llamada del Teatro Popular, dirigido por el actor Paco Alfonso. En su edición del 17 de noviembre de 1944, Noticias de Hoy incluyó un recuadro que anunciaba los siguientes espectáculos de este conjunto dramático en el Club Hebreo, situado en la intersección de las calles Zulueta y Gloria, presentando (además de los noticiarios, sketches humorísticos y otras variedades) a la Embajada Artística de la Mil Diez con un elenco variable cada día. El show del día 18 incluyó a los cantantes Tito Álvarez, Julieta Peñalver, Celia Cruz, Miguel Ángel Penabad, el trío de Landa, Llerena y Tabrane (que más tarde se convirtió en Trío Taicuba). La presentación de la Embajada de Mil Diez del 22 de noviembre fue en el local de Plantas Eléctricas, en Prado 615. Presentó un espectáculo con Recodo Argentino, el Trío Taxqueño, Tito Álvarez y Celia Cruz. Las funciones se extendieron al 24 de noviembre en la sede del Sindicato Independiente de Almacenes, en las calles San Ignacio y Muralla, y en la de los Ómnibus Aliados, el 29, pero de la información de prensa no queda claro si Celia también participó en ellas.

La Mil Diez logró rápidamente posicionarse en el favor del auditorio como la tercera radioemisora preferida. Una tríada bien experimentada llevaba las riendas: Ibrahim Urbino, director general; Honorio Muñoz, director artístico, y Félix Guerrero, director musical. Sin dudas, la gran sensibilidad y el conocimiento de Guerrero fueron determinantes para que muchos cantantes y músicos emergentes encontraran espacio donde trabajar y ser valorados por el público.

Del Momento afrocubano a la lucha sindical (1945)

La Asociación de la Crónica Radial Impresa, en su selección anual, distinguió a María Teresa Vera como la intérprete más destacada de 1944. Esta categoría, años después, conoció el nombre de Celia Cruz, quien, demostrando la continuidad de influencias y herencias en la música popular cubana, recibió muchas veces el premio.

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Dos meses después, en enero de 1945, Julieta Peñalver y Celia Cruz consiguieron que la dirección de la emisora les asignara sendas franjas horarias para centrar un programa musical personal. A partir del 1 de enero, Julieta, que cantaba por lo general canciones y boleros, tuvo el programa De mí para ti, cada tarde a la una y media, acompañada por la orquesta de planta, esta vez dirigida por el maestro Félix Guerrero. Celia, por su parte, fue la estrella del programa Momento afrocubano, respaldada por la orquesta de planta, conducida por su titular, el maestro Enrique González Mantici. Era su primer programa personal: pequeño pero suyo. El anuncio, con gran destaque en la página, decía así: «Mil Diez presenta cada noche a las diez y cuarto de la noche el programa Momento afrocubano con la actuación de la siempre aplaudida Celia Cruz, notable intérprete de nuestros motivos negros. Cantos afros en la voz y estilo pimentoso de la más destacada figura de este género en la Radio Nacional».

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Este anuncio, publicado en Noticias de Hoy el 18 de enero de 1945, fue probablemente el primero donde Celia apareció destacada en un medio de prensa como figura principal de un programa o evento. La música afro en Mil Diez tenía ahora un nuevo nombre, que reemplazaba a Chiquita Serrano, quien dejó los estudios de la Emisora del Pueblo para poner rumbo de nuevo a Europa y asentarse allí definitivamente. Fue Celia Cruz, con su Momento afrocubano, la encargada de mantener un programa del género afro en las ondas radiales de la Mil Diez, en una línea de continuidad no concertada que inició antes Radio Cadena Suaritos.

La industria discográfica da fe de que el término afrocubano comenzó a utilizarse, al parecer, en la década de 1920: entre las numerosas grabaciones, la de Antonio Machín en 1928, acompañado de un coro masculino y la orquesta Simons, de Paso ñáñigo (Victor-46445), clasificada genéricamente por su autor, Moisés Simons, como «aire afrocubano». Simons asignó esta palabra como género a otras composiciones suyas, por ejemplo, Chivo que rompe tambó. En la primera mitad de la década de 1940, Santos Ramírez, fundador y líder de la comparsa El Alacrán, había creado o se proponía crear su Septeto Afrocubano, y Mario Bauzá y Frank Grillo, Machito, fundaban en Nueva York la orquesta Machito and His Afro-Cubans.

Desde los años veinte y hasta el momento en que cobró auge como denominación genérica o estilística, marcador de identidad o elemento publicitario para la radio y el show business, se utilizó la palabra afro, como apócope de afrocubano, para distinguir las manifestaciones culturales y artísticas que tenían sus raíces en el legado de las poblaciones negras esclavizadas y traídas a Cuba desde sus sitios originarios en África.

El término afro fue inexacto y limitante desde los inicios de su uso: no reflejaba con suficiente amplitud los elementos resultantes de los arduos, complejos y contradictorios procesos de resistencia e integración de esas poblaciones negras como parte ineludible del tronco de la nación cubana, ni la asimilación y el intercambio de influencias y apropiaciones recíprocas, principalmente de las culturas francohispánicas, en las diferentes zonas de su asentamiento en el país. Pero probablemente, y hasta hoy, a falta de otro más exacto, el término afrocubano permitía definir las dos vertientes principales de una noción de unicidad más abarcadora: la criolla o cubana de origen español y la africana.

Dejados atrás los tangos, definitivamente, y junto con los temas del género afro, en su programa de la Mil Diez y en sus presentaciones en teatros, Celia comenzó a cantar guarachas y canciones y a delinear los primeros trazos en la búsqueda de un estilo propio.

Rita Montaner, Rosita Fornés y Celia, en lucha por los artistas

Celia había venido trabajando duro, perfeccionando su canto y sus conocimientos musicales. Llevaba su voz y su encanto adondequiera que la llamasen, y se iba adentrando en el ambiente artístico, construyendo inconscientemente el lugar que su talento la haría ocupar. En 1945 se recrudeció la vieja batalla de los artistas y músicos cubanos contra los empresarios cinematográficos, que habían secuestrado los teatros, despojándolos de una de sus mayores fuentes de empleo, al aumentar las proyecciones de películas y en muchos casos suprimir el segmento de música donde actuaban solistas y agrupaciones. La lucha sindical se agravó cuando crearon el Comité de Lucha Pro Artistas y Músicos en Teatros y Cines Diarios, y se lanzaron a la calle a exigir al presidente Ramón Grau San Martín la promulgación de un decreto-ley que les garantizara que se mantuviera el trabajo a artistas y músicos en los teatros.

Celia se implicaba en las exigencias y manifestaciones, al igual que muchos artistas que emergían al mundo del escenario desde los estratos más empobrecidos de la sociedad. El gremio vivía momentos de penurias económicas y escasez de fuentes de trabajo. Las figuras más enérgicas en tales demandas, en apoyo a sus compañeros, fueron Rita Montaner y Rosita Fornés, quienes, con el prestigio que ya ostentaban, podían influir de modo decisivo en las administraciones que tenían en sus manos la solución del problema.

El 31 de julio la prensa nacional anunció la solución del diferendo: Ramón Grau San Martín, presidente de la República en su segundo mandato, aprobó y firmó el decreto-ley que establecía la presencia obligatoria de shows o espectáculos con músicos y artistas en las programaciones de los cines-teatros, junto con la exhibición de películas. Las protestas de los artistas en la calle habían dado resultados.

En agradecimiento y en honor al presidente Ramón Grau San Martín se realizó el 2 de agosto, desde tempranas horas, un gran acto artístico prolongado en la avenida de las Misiones, frente al Palacio Presidencial, en el que participaron figuras principales, como las propias Rita Montaner y Rosita Fornés; los cantantes líricos Luisa María Morales, Hortensia Coalla, Iris Burguet, Hortensia de Castroverde, René Cabel, América Crespo y Miguel de Grandy; la Coral de La Habana, dirigida por María Muñoz de quevedo; la rumbera Isora y su conjunto de baile, y también Celia Cruz, en lo que constituyó su primera actuación en un evento de esa envergadura. Los maestros Rodrigo Prats, Enrique González Mantici, Félix Guerrero, Oscar Calle, Alfredo Brito, Adolfo Guzmán y Manuel Duchesne Morillas, indistintamente, dirigieron una orquesta especialmente formada para la ocasión, con más de doscientos músicos, así como la Filarmónica y la Lecuona Cuban Boys.

El periodista Hilarión G. Boudet entrevistó a Celia para la publicación Arte Radial. Anuario de la Radio, y a la pregunta de cuál había sido el momento más emocionante de su vida, Celia, con apenas veinte años cumplidos, respondió: «Cuando actué ante el señor Presidente de la República, en el show organizado por el Comité de Lucha de Músicos y Artistas para testimoniar al Primer Mandatario de la Nación, y el público, que rebasaba el millar, me tributó la mayor ovación que he recibido en actuación alguna».

Pasado algún tiempo, este logro de los artistas fue escamoteado: el decreto-ley fue incumplido por los empresarios. El gobierno de Grau miró para otro lado, pues en el fondo no quería problemas con las empresas cinematográficas estadounidenses, que movían los hilos de las entidades locales que manejaban los cines, contrarios todos a intercalar espectáculos en el intermedio o al final de los pases de las películas.

En medio de esto, Celia fue poco a poco conquistando cada vez mayores espacios. El 22 de diciembre formó parte de un espectáculo que subió a la escena del Cine-Teatro Reina, con Rita María Rivero, Mario Fernández Porta, Olga Rivero, Miguel Ángel Ortiz, Dandy Crawford, Orlando Guerra, Esperanza Chediak, Manolo Fernández. El momento culminante fue la reaparición de Rita Montaner después de presentarse en la cercana república mexicana.

Cuando terminó el año 1945, Celia Cruz había alcanzado logros significativos: se mantenía como la cantante por excelencia del llamado género afro en la Mil Diez en momentos en que la emisora subía en los ratings de audiencia gracias a su variada programación. En lo musical, formaba parte de un elenco que centraban Olga Guillot, Elena Burke, Zefir Palma, Arcaño y sus Maravillas —que ya se anunciaba como «la orquesta del nuevo ritmo»—, el conjunto Jóvenes del Cayo y otros, junto con figuras extranjeras, como el Trío Janitzio, de México. Celia contó otro triunfo más al ser destacada en el Anuario de la Radio por el periodista Hilarión G. Boudet, quien, con el lenguaje de la época, escribió de ella:

Los ritmos negros tienen en Celia Cruz, la simpática chiquilla que actúa con singular éxito por las ondas de la Emisora del Pueblo Mil Diez, una de sus más destacadas intérpretes. Una prueba palpable de lo que decimos anteriormente es la enorme cantidad de correspondencia que recibe solicitando su atractiva silueta.

Celia Cruz es una de las cultivadoras de la música afro, que, sin grandes ditirambos, ha llegado a un lugar preferente en la radiofonía nacional. Esta bella mujer ebánica nació el 21 de octubre de 1925 en la ciudad de La Habana. Su peso es de 106 libras, tiene una estatura regular. Su cabello y ojos negros contrastan admirablemente con el color bronceado de su tez. Y para satisfacción de muchos, sí, de muchos, es solterita… y sin compromiso.

Al resumir la vida musical de Celia en esos momentos, el periodista apuntaba:

Como casi todos sabemos, Celia se inició en la vida artística como aficionada, en un programa para nuevas promesas que presentaban las emisoras García Serra. Una sola presentación en el mencionado programa bastó para que la que más tarde es una de las mejores intérpretes del patio obtuviera los primeros premios.

Unos años consagrada al estudio y perfeccionamiento de su voz […] y a las lides profesionales a través de las más populares emisoras y en los más exclusivos teatros de esta capital e interior de la República».

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Por el mismo Boudet podemos conocer algunos de los teatros donde Celia se había presentado ya en diciembre de 1945: «Fausto, Nacional, Campoamor, Alkázar, Villaclara y Caridad, De Las Villas, Sauto de Matanzas y otros». Según el Anuario, en esos momentos Isolina Carrillo y Facundo Rivero eran los compositores favoritos de Celia, de los que ya, al parecer, cantaba varias obras.

En el mundo artístico la noticia más importante al cierre del año fue la elección de Rita Montaner como Reina Nacional de la Radio 1945, como resultado del concurso auspiciado por el diario Mañana, cuyo jurado debió elegir entre artistas de todas las emisoras radiales del país.

Celia, Harlem y el inicio del mito

(1946)

La prensa continuó insertando elogiosos comentarios sobre el trabajo de la joven Celia Cruz. El periódico Alerta la calificó como «intérprete insuperable de nuestra música vernácula», mientras se mantenía en la Mil Diez y se beneficiaba de la competitividad y los altos ratings de la emisora, que logró tener en su programación al Trío Matamoros, a Olga Guillot y a los colectivos sonoros que los bailadores llamaban los Tres Grandes: Melodías del 40, con sus danzones en el espacio de las nueve de la mañana; Arsenio Rodríguez y su conjunto, en el segmento más escuchado, a las cinco de la tarde, y Arcaño y sus Maravillas, la Radiofónica de Arcaño, a las siete de la noche.

Rimas y ritmos negros: su segundo programa

El programa Rimas y ritmos negros comenzó a salir al aire el primer día de febrero de 1946; transmitió los martes, jueves y sábados a las diez de la noche con quince minutos de duración y se extendió durante todo 1946 y parte de 1947. Celia Cruz y el actor y declamador Amador Domínguez combinaban poesía, estampas costumbristas y música, según anunciaba Noticias de Hoy. Con horarios que cambiaron en algunos meses, fue uno de los espacios de mayor permanencia en la parrilla de programación de la emisora. Amador Domínguez fue uno de los primeros actores negros de la radio cubana. Se había iniciado en la compañía de Julio Chappottín, dirigida por Enrique Medina, y en 1939 ya hacía coreografías en la Compañía Cubana de Color —toda de actores, músicos y bailarines negros—, dirigida por el destacado músico, compositor, arreglista y director Obdulio Morales, que se presentaba en el Teatro Nacional. Ese fue el origen de la compañía de revistas musicales Batamú, bajo las órdenes del propio Obdulio y el coreógrafo Armando Borroto. En la radio, Amador Domínguez había trabajado en varias emisoras, incluida la RHC Cadena Azul. Era uno de los actores que colaboraban con Paco Alfonso en el elenco de Teatro Popular, y también formó parte del grupo teatral ADAD, donde demostraba su calidad en empeños dramáticos que iban más allá de los roles que usualmente se destinaban a los actores negros. Los días 16, 17, 18 y 21 de marzo, Noticias de Hoy insertó un anuncio en recuadro sobre este programa en el que Celia aparecía destacada.

Para dar una idea de la importancia de la Mil Diez en la década, cabe mencionar algunos momentos de su vida y su programación. En su cartel musical, en esos momentos en que Celia era artista de la emisora, figuraban Bebo Valdés, los cantantes Berta Velázquez y Miguel de Gonzalo, Bobby Collazo, Tony Chiroldy, el Trío Matamoros, Arsenio Rodríguez y Olga Guillot, entre muchos otros. Al uso de las estrategias comerciales que seguían las radioemisoras que compartían con la Mil Diez la preferencia de los radioescuchas, la Emisora del Pueblo continuaba organizando y produciendo espectáculos en los principales teatros, donde los artistas de su elenco tenían aún una mayor visualidad y protagonismo.

Desde las nueve de la mañana del 31 de marzo, el Teatro América abrió sus puertas a un macroconcierto que coincidía con el tercer aniversario de la emisora. Se trataba de un homenaje a Olga Guillot, elegida como la cancionera más destacada de 1945, y el festejo por el cumpleaños de Ibrahim Urbino. Con el respaldo de la orquesta de la Mil Diez, dirigida por Félix Guerrero, Roberto Valdés Arnau y Rafael Ortega, subieron a escena, encabezados por Rita Montaner, la Única, los cantantes Zoraida Marrero, Elizabeth del Río, Olga Guillot, René Cabel, José Fernández Valencia, a Bola de Nieve, el Trío Matamoros, Bienvenido León y Alfredo de la Fe, Miguel de Gonzalo, las mexicanas Hermanas Águila, Canelita, el Trío Loquibambia, los Diablos del Swing y otros artistas, así como la actuación especial —así se anunciaba— del conjunto Jóvenes del Cayo. Celia Cruz hizo parte de este fabuloso espectáculo en honor a la Guillot y a quien poco después fue esposo de esta, Ibrahim Urbino.

En la Mil Diez, la marca cigarrera Regalías El Cuño patrocinaba una orquesta dirigida por Enrique Pilderot con el nombre de la conocida firma. Sus cantantes eran Juan Antonio Ramírez, el Fantasmita; Bienvenido León; Jesús Díaz, y alguien que llegó a ser muy cercano a Celia, de hecho su primer y único novio conocido en Cuba: el sonero y cantante de afros Alfredito León. De estirpe sonera y trovadoresca, pero también rumbera, Alfredito heredó dotes de buen cantante, pues era hijo de Bienvenido León, una de las segundas voces más portentosas de Cuba. Alfredito había sido uno de los pilares del Septeto Segundo Nacional y ya por esos tiempos era uno de los mulatos mejor plantados y más elogiados en la escena galante de La Habana.

Los lunes, miércoles y viernes a las cuatro y media de la tarde, Bebo Valdés mantenía su programa Agutex en la Mil Diez, y con el bajista Luis Felipe Torriente repasaba las más populares melodías norteamericanas. Los martes, jueves y sábados centraba el programa el joven pianista emergente Frank Emilio Flynn con los cantantes Miguel de Gonzalo y Berta Velázquez. Otras orquestas, todas estelares, seguían animando los espacios bailables en la programación: la Ideal, de Joseíto Núñez, Arsenio Rodríguez y su Conjunto; Pedrito Calvo; los Comandos de René López; Arcaño y sus Maravillas, y otros.

En la medianoche del 16 de noviembre, el Teatro Alkázar abrió sus puertas a un gran show en homenaje a Félix Guerrero, destacado compositor, director orquestal, y en esos momentos director musical de la Mil Diez. El elenco no podía ser más relevante: encabezaban el cartel, en este orden, el maestro Ernesto Lecuona al piano; Ignacio Villa, Bola de Nieve; Marta Luque; Celia Cruz; Olga Guillot; Alfredo de la Fe; los bailarines Doris y Roberts; los cantantes Elvirita López y Zaphir Palma; la soprano Zoraida Marrero; la cantante mexicana Chela Campos; Orlando Guerra, Cascarita; Rolando Ochoa; Blanca Becerra; Bienvenido León; el Trío Matamoros; el ensamble Los Diamantes Negros; los bailarines Felo y Freddy; Humberto de Dios, y una gran orquesta integrada por cincuenta profesores y dirigidas por Enrique González Mantici, Roberto Valdés Arnau y el director austriaco Paul Csonka, quien acompañó al pianista Rafael Ortega. Pudo ser esta la primera vez que la novel Celia Cruz coincidió en un elenco con quien ya era un gran maestro, pianista y productor: Ernesto Lecuona.

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En paralelo, Celia asumió otros trabajos: en la pantalla del Cine Reina aún se podían ver las atractivas imágenes de Judy Garland y Mickey Rooney en el filme En alas de la canción cuando, el 8 de mayo, la proyección dio paso a un espectáculo musical que reunió a Celia Cruz, los tríos Loquibambia y Juvenal, la cantante Iraida Lazaga y una orquesta dirigida por Roberto Valdés Arnau. Según el anuncio publicado en la prensa, Celia encabezaba el cartel. Junto a Rita Montaner, Olga Guillot, Elizabeth del Río, Dandy Crawford y Carlos Suárez, con Orlando de la Rosa al piano, subió el 15 de mayo al escenario del Teatro Cervantes para cantar en el homenaje al joven cancionero Tony Herrera.

Celia y Harlem. Primer contacto

El Teatro Campoamor, en lo que anunciaba como la «glorificación de los ritmos negros», presentó la revista Estrellas de Harlem y de La Habana, para la que contrataron a cinco artistas negros de los escenarios de Broadway: los bailarines acrobáticos Son & Sonny, la pareja de bailes de salón Smiles and Smiles —muy populares por sus apariciones en el cine— y la cantante Dolores Brown. Encabezaron la lista de los cubanos en el elenco Cascarita, los rumberos Rolando y Aida, y Celia Cruz, ya insertada en el principal circuito teatral de la capital cubana. El espectáculo se anunció por una semana, del 24 de noviembre al 1 de diciembre de 1946, con cuatro funciones diarias.

El Campoamor era uno de los principales teatros habaneros y uno de los importantes aportes urbanísticos que la comunidad asturiana dejó en el entramado visual de la capital cubana. Ubicado en una de las esquinas que forman las calles Industria y San José, en lo que entonces se identificaba con el centro de la capital cubana, el Campoamor se alzaba muy próximo al Paseo del Prado y a los teatros Payret y Nacional.

La crítica de arte del diario Noticias de Hoy, Mirta Aguirre, por lo general dedicaba su columna semanal al teatro y la música de concierto. Sin embargo, en esa ocasión, 27 de noviembre de 1946, destinó un espacio significativo a reseñar esta revista negra que presentó el teatro Campoamor.

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Al hablar del desempeño de Celia, la conocida intelectual acertaba:

En el programa que vimos en la noche inaugural del lunes, Celia Cruz inició el desfile artístico, con su voz hermosa y su honda manera de decir las canciones que se inspiran en nuestra liturgia de raíz africana. A Celia Cruz, sobria y exacta en el género que especializa, solo cabría recomendarle más cuidado en la utilización del micrófono. Este, tabla salvadora para las gargantas pobres, conspira a veces un tanto contra las voces potentes como la de Celia Cruz, sobre todo en locales pequeños. Alejarse un poco más del aparato amplificador o controlar el volumen vocal es lo aconsejable en estos casos.

Y aprovechó para congratularse por la idea de la empresa Artists International de traer a esos artistas de Harlem, no sin advertir acerca de lo grotesco en el tratamiento del tema negro en la escena cubana de aquellos tiempos:

Lo negro, con harta frecuencia —por ahí anda demostrándolo nuestro Chicharito—, es tomado como pretexto para desbarrancamientos artísticos de cepa discriminatoria. El espectáculo del Campoamor demuestra que lo negro, lo popular, en nada contradicen la alta calidad artística tanto en lo técnico formal como en el fondo de la orientación estética.

Esta observación de una prestigiosa crítica de arte como Mirta Aguirre resultaba importante, pues era muestra de que, tan temprano como en 1946, Celia Cruz ya mostraba el buen gusto interpretativo que la caracterizó durante toda su carrera, apelando únicamente a su voz, su plasticidad escénica y su naturaleza alegre y desinhibida. Fue esta una de las primeras críticas aparecidas en la prensa cubana donde se ponderase la solvencia que, con apenas veinte años, ya mostraba Celia sobre los escenarios.

Las Mulatas de Fuego. Preámbulo

Con su minimalista arquitectura art-déco, el Cine-Teatro Fausto se alzaba desde 1938 en la esquina del habanero Paseo del Prado y la calle Colón. Entonces esa era una zona privilegiada dentro de lo que se consideraba el centro neurálgico de La Habana. Su patio de butacas podía albergar a mil 640 espectadores y en 1946 era uno de los más importantes del circuito cinematográfico, que, como ya se sabe, debía por ley incluir espectáculos musicales y artísticos además de los pases de las películas. En 1947, el Fausto hacía parte del Circuito Teatral Paramount, junto con otros espacios de importancia en cuanto a sus espectáculos musicales, como el Alkázar y el Encanto. Este circuito proyectaba filmes de las distribuidoras norteamericanas Columbia, Warner Bros., MGM, Universal y Paramount. En los inicios de la vida artística de Celia, el Cine-Teatro Fausto tuvo una importancia cardinal.

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Ese año un joven mulato santiaguero llamado Roderico Neyra era uno de los productores y coreógrafos de esos espectáculos. Venía del teatro Shanghai, espacio popular entre la población masculina habanera por sus espectáculos subidos de tono, reconocido sitio precursor de la escena porno en Cuba. Allí había sido bailarín y había realizado sus primeros escarceos como diseñador de escenas de baile. En el Fausto, Celia y Roderico iniciaron una relación amistosa que llegó más allá de sus días de gloria en el cabaret cubano. Ese teatro marcó también la carrera de quien sería la Guarachera de Cuba. Al cabo de algunos años Roderico se convirtió en el mítico Rodney: el hacedor de las fantasías más inimaginables y fastuosas en la historia del espectáculo nocturno, y uno de los grandes amigos de Celia Cruz para toda la vida.

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Con las películas El ladrón de Bagdad y Hogueras de pasión en la pantalla, el 8 de diciembre la prensa anunció en el escenario del Fausto la revista Acuarela del Brasil, con la vedette brasilera Elvira Pagán acompañada de Miguel de Gonzalo, Olga Salas, Felo Bergaza y la Orquesta Fausto, junto con «seis bellas modelos». No se olvide este detalle, pues de ellas y su relación con Celia se hablará más adelante. Mientras todo esto sucedía, en los bajos del cabaret Montmarte, en las calles 23 y P, en El Vedado habanero, comenzaban las primeras pruebas experimentales para introducir la televisión en Cuba, el llamado Televisión show, en función continua de tres de la tarde a siete y media de la noche a través de la emisora CM-21P. Y a poco de que llegara la Nochebuena, Pascuas o Navidad, como solían llamar los cubanos a los días 24 y 25 de diciembre, la Mil Diez promovía un bailable gigante a través de sus ondas radiales con los Tres Grandes —Arsenio, Melodías del 40 y Arcaño, además del Quinteto Tomé y los Jóvenes del Cayo. Por esos días, finales del año, La Habana era el centro de muchas cosas, entre ellas la reunión cumbre que llevó en secreto a la capital cubana a los jefes de las familias de la mafia italiana en Estados Unidos, la famosa y persistentemente legendaria reunión del Hotel Nacional. También, y sin vínculo con esto, el fin de año traía el regreso triunfal de Miguelito Valdés, Míster Babalú, a Cuba —la prensa anunciaba en primeros titulares su llegada el 27 de diciembre de ese año 1946— y Celia participó en sus presentaciones en La Habana.

Las primeras grabaciones

(1947)

 

El cantante estaba en la cúspide de la fama en Nueva York, tras conquistar a legiones de norteamericanos desde su debut, años antes, con la orquesta de Xavier Cugat. Miguelito Valdés, ya conocido como Míster Babalú, a esas alturas de 1946 había vendido decenas de miles de discos y había hecho carrera también en el cine: había sido portada de la influyente revista Billboard en 1942 y había aparecido en filmes de Hollywood (Panamericana, Bailando nace el amor y Suspense) y de México (Mi reino por un torero, Imprudencia, Conga Bar, Cimarrón, Esclavitud). Sus dos éxitos más sólidos eran Babalú (Margarita Lecuona) y Negra Leonó (Ñiko Saquito). Era en Estados Unidos, sin dudas, el cubano más popular.

Celia y Miguelito Valdés en La Habana

Al arribar al aeropuerto de Rancho Boyeros, Miguelito estaba en condiciones de decidir, y lo hizo: sus primeras presentaciones fueron, por voluntad propia, en la Mil Diez, la Emisora del Pueblo, y rápidamente Mirta Aguirre lo entrevistó y anunció su debut

en un programa monstruo, a las ocho de la noche, cantando arreglos suyos, con una orquesta de cinco saxofones, cinco cuerdas, cuatro metales, piano, bajo y percusión; con Félix Guerrero en la batuta; con Olga Guillot, la cancionera más destacada del año; con Celia Cruz, la mejor voz negra de la radio nacional. ¡Un espectáculo único! Todas las noches, desde el miércoles primero hasta el sábado cuatro. Durante todo enero, los lunes, miércoles, viernes y domingos.

El anuncio de este programa resaltó en los medios de prensa. Noticias de Hoy lo insertó cada día con las fotos de los tres cantantes y el maestro Félix Guerrero. La elección de Celia para presentarse junto a Miguelito Valdés hablaba alto del lugar que ya había alcanzado entre las cantantes cubanas. Todos coincidían en el significado de este hecho y la nombraban con diferentes epítetos: «la insuperable intérprete de nuestra música vernácula», «la mejor voz afro de la radio».

Patrocinado por la marca cigarrera Regalías El Cuño, el viernes 17 de enero ofrecieron un programa especial, en el que participaron también Celia y Olga Guillot, y se sumaron el Trío Matamoros, el conjunto de Arsenio Rodríguez, Arcaño y sus Maravillas y el conjunto Jóvenes del Cayo. Miguelito era la noticia. A propuesta de los ediles Nicolau, Ortega y Escalante, y atendiendo a los triunfos del cubano en Estados Unidos, que lo habían convertido, sin dudas, en un embajador de nuestra música, la Cámara Municipal de la capital cubana distinguió al cantante con la Medalla de La Habana, que le fue entregada en un grandioso homenaje en el Gran Stadium de La Habana (hoy Stadium Latinoamericano) el 25 de enero de 1947. Fue un espectáculo maratónico en el que actuaron Rita Montaner, Bola de Nieve, Olga Guillot, María de los Ángeles Santana, Graciela Santos, las Hermanas Márquez, el Trío Servando Díaz, el barítono René Castelar, Nilda Espinosa, los actores cómicos Aníbal de Mar, Mimí Cal y Leopoldo Fernández, el animador Rolando Ochoa, la rumbera Isora, Cascarita, Alfredo de la Fe, los tríos Moreno y Hermanas Lago, el conjunto Cuban Star Swing y, por supuesto, Celia Cruz. Todos respaldados por una gran orquesta, que dirigieron durante la velada los maestros Félix Guerrero, Enrique González Mantici y Roberto Valdés Arnau. La cantante mexicana María Luisa Landín, el puertorriqueño Bobby Capó, el argentino Trío Mastra, los norteamericanos Rolling and Rolling y los españoles de Los Ibéricos, que trabajaban en emisoras de radio y escenarios habaneros en ese momento, se sumaron también al elenco del homenaje.

Durante ese mes de enero Celia alternó esas presentaciones al lado de Miguelito Valdés con el programa Variedades Mil Diez, junto con los cantantes Margarita Robles y Alejandro Rodríguez, el argentino Trío Mastra, Los Ibéricos, el Trío Antillano, el Indio Naborí y Eloy Romero, con la orquesta de la Mil Diez. Al cuarto para las dos de la tarde, la voz rotunda y alegre de Celia salía durante quince minutos por las ondas de la emisora con el indicativo CMX. La revista Radio-Guía destacaba su nombre en ese segmento de programación. Miguelito se presentó también en el Teatro América y en el cabaret Tropicana, con resonante éxito. Celia, involucrada en algunos momentos de la visita de Miguelito Valdés a La Habana, asistió también a la fiesta de despedida que organizó Ibrahim Urbino, director de la Mil Diez, el 28 de enero.

Celia seguía siendo designada para presentarse con artistas visitantes. A inicios de febrero llegó a La Habana, contratado también por la Mil Diez, el conjunto Los Paraguayos, intérpretes del folklore guaraní. El 8 de febrero se presentaron en el teatro de Ómnibus Aliados escoltados por Olga Guillot, Celia Cruz, el conjunto vocal Cubanacán y el conjunto español Los Ibéricos, con Roberto Valdés Arnau al piano. Un mes después cumplió la invitación a participar en un homenaje al trío Hermanos Rigual, con un elenco estelar encabezado por Rita Montaner y con Bola de Nieve, la soprano Zoraida Marrero, Olga Guillot, Tony Chiroldy, los conjuntos de Isolina Carrillo y Facundo Rivero, María de los Ángeles Santana, Dandy Crawford, las Hermanas Márquez, el pianista Felo Bergaza, los cantantes Miguel de Gonzalo y Vilma Valle.

Celia, The Nicholas Brothers y Serenata Mulata

En su edición del 7 de febrero, el Diario de la Marina insertó un anuncio sobre el inminente debut de The Nicholas Brothers en el Teatro Campoamor al día siguiente a las doce de la noche, tras el pase del filme Morena obscura. Según la gráfica, los extraordinarios bailarines norteamericanos serían escoltados por las actuaciones de Cascarita y Celia Cruz. The Nicholas Brothers eran los mejores exponentes del tap y del baile acrobático en la mejor tradición afroestadounidense. El espectáculo denominado Fiesta negra recogía los lauros cosechados por la revista con artistas afroestadounidenses que el coliseo de Industria y San José había presentado en el mes de enero y ahora unía a estos genios de la danza con nuestros Cascarita y Celia Cruz. No ha sido posible confirmar si, efectivamente, Celia llegó a presentarse con The Nicholas Brothers, ante la duda que provoca un anuncio similar dos días después, donde en su lugar aparecía el nombre de la cantante mexicana María Luisa Landín.

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Un mes más tarde, el exclusivo Diario de la Marina publicó la primicia de un evento titulado como una famosa canción de Bobby Collazo. «Diez cuadros divididos en dos actos hacen la más sensacional revista que La Habana haya disfrutado en los últimos diez años. Serenata mulata será la sensación del año en el teatro Principal de la Comedia el próximo miércoles [19 de marzo] a las nueve y media de la noche. Colores, lujo, rico vestuario, gran orquesta y las actuaciones de primerísimas figuras de nuestra escena y la radio: Olguita Guillot, Zaphir Palma, Celia Cruz y la gran soprano y destacada artista Issa Mar […]. Hará desfilar en bellísimas evoluciones a las ocho mulatas auténticas más hermosas de La Habana». Al día siguiente, el mismo medio confirmó la noticia y agregó, refiriéndose al programa y a otros artistas que se sumarían: «Celia Cruz, creadora del afrocubano, el conjunto musical Loquibambia, especialistas en swing, la sensacional pareja de bailes Mercedes y Rolando, el bailarín José Rodríguez y la destacada intérprete de los cantos afro Mercedes Lafayette y ocho auténticas mulatas que harán levantar de su silla a los espectadores». Es, ni más ni menos, la primera aparición, al completo, de quienes pronto serían Las Mulatas de Fuego, a las que Celia estaría vinculada.

En mayo Celia inició una gira por el interior del país que la llevó a diferentes pueblos y ciudades y que la prensa calificó como «llena de triunfos». Al regreso comenzó una segunda etapa en la Mil Diez, a partir del 2 de junio, en el programa Radio cocktail musical, a las nueve treinta y cinco de la noche. En el cartel, el trío Servando Díaz, los populares Trovadores Sonrientes, la cancionera Inés María y el dúo de excéntricos musicales Elmar y Spiegel, los meloparodistas vieneses. Así la anunciaba Noticias de Hoy: «Sí, es ella: Celia Cruz, la indiscutible máxima intérprete del género afrocubano, que regresa a los micrófonos de la Mil Diez con su maravillosa voz y su gracia criolla».

Rapsodia en Blanco y Negro

El filme estadounidense Las cuatro plumas, del director Zoltan Korda, se proyectó en la pantalla del Cine-Teatro Fausto y no pasaría de ser otra película en su calendario de programación si no fuera porque para alternar con ese filme se anunció el debut de Rapsodia en blanco y negro, un gran show producido por Roderico Neyra, presentado ya como Rodney, en el anuncio publicado en el Diario de la Marina el 19 de junio de 1947. Destacaba como primeras figuras del espectáculo a Celia Cruz, Nora Peñalver y Elena Burke, junto al cuarteto vocal de Facundo Rivero y veinte artistas más, todos acompañados por la orquesta Fausto y arreglos de Felo Bergaza. Continuó en cartelera hasta el 1 de julio, ahora con la proyección del filme La dama imperfecta, con Ray Milland y Theresa Wright. Rapsodia en blanco y negro fue el antecedente inmediato de la primera experiencia internacional de Celia Cruz, algo que llegaría el siguiente año.

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Bebo Valdés colaboró con Rodney en los ensayos y así quedó el hecho en su recuerdo:

Yo había trabajado con él […] cuando hizo la primera coreografía de mambo, para Las Mulatas de Fuego, en un show en el teatro Fausto, de manera que nos conocíamos […]. Eran seis mulatas y fue un éxito tremendo. Celia Cruz cantaba con el grupo. Los arreglos eran míos y de René Hernández, creo… Pérez Prado tenía un par de arreglos también.

Algunas fuentes señalan a Felo Bergaza, entonces pianista de la orquesta del Fausto, como otro de los arreglistas participantes.

En julio Celia continuó en la Mil Diez en el programa Radio cocktail musical, ahora con la inclusión de los cantantes Toty Lavernia y Tony Chiroldy, Carioca y el dúo Romay, más un espectáculo cómico que reunía a Amador Domínguez, el argentino Ricardo Dantés, Thelma Norton y Luis Sánchez, entre otros, y alguien que tres años después tuvo que ver con su carrera: la guarachera puertorriqueña Myrta Silva.

El 11 de agosto comenzaron a actuar en el programa Radio cocktail musical la emergente cantante mexicana Chavela Vargas, recién llegada a La Habana, contratada en exclusiva por la Mil Diez, y el barítono José Fernández Valencia, que se sumaron al elenco anterior, en el que permanecieron Celia y Tony Chiroldy. Junto con Herminda García y Ramón Espígul, Jr., Celia y Chavela compartieron micrófono durante varias semanas en jornadas que se insertaron en los inicios de la carrera de la gran diva de la canción ranchera.

Celia en Unión Radio con Gaspar Pumarejo

El 6 de octubre, de la mano del emprendedor Gaspar Pumarejo, Unión Radio comenzó sus transmisiones y entró en la pelea por la radioaudiencia nacional, ya entablada y liderada por CMQ, el circuito pilotado por Goar Mestre, y RHC Cadena Azul, encabezada por Amado Trinidad, el Guajiro. Pumarejo es una figura ineludible en la historia de los medios de comunicación. En los momentos en que creó Unión Radio, ya había transitado con éxito desde los estratos más bajos, como vendedor de la marca Humara y Lastra —la más importante distribuidora de aparatos de radio, discos, equipos eléctricos y, luego, de victrolas—, hasta posicionarse con éxito como locutor, productor y empresario radial. Más tarde fue precursor de la televisión en Cuba y su labor como productor y presentador fue influyente.

En 1947 Pumarejo era un creativo conocedor del poder de la publicidad. Al constituir Unión Radio se empleó a fondo para llegar a todos los rincones del país donde hubiera un aparato de radio. Unión Radio se anunciaba retransmitiendo a través de veintiuna emisoras locales y, en particular, en La Habana, con el indicativo CMCF a través de los 910 kilociclos. Para las transmisiones iniciales, Pumarejo trajo especialmente desde México a la bolerista María Luisa Landín y, como director invitado de la orquesta que la acompañaría, a Mario Ruiz Armengol. Para que no decayera el entusiasmo, anunció para cuatro meses después la contratación en exclusiva de Pedro Vargas, el Tenor de las Américas.

Cuarenta días después de su inauguración, Unión Radio promocionó en el Diario de la Marina, con desbordada prosa, el espacio que Gaspar Pumarejo había diseñado para dar un toque diferente a su parrilla de programación: Rapsodia Afrocubana de Celia Cruz.

Celia Cruz, la genial intérprete de nuestros ritmos, ha sido contratada con carácter de exclusividad con Unión Radio, la más moderna organización radial […]. Rapsodia Afrocubana de Celia Cruz, que se transmite los martes, jueves y sábados a las diez y media de la noche, es sin duda alguna el espectáculo más completo en su clase que se ha radiado en Cuba y cuenta entre otros atractivos, además de la extraordinaria actuación de Celia Cruz, con la magnífica Orquesta Cosmopolita [la banda de planta del afamado Cine-Teatro América] bajo la dirección del maestro Humberto Suárez y la colaboración de artistas invitados. Recomendamos a la radioaudiencia escuchar Rapsodia Afrocubana de Celia Cruz, que produce y escribe Roberto Garriga, con Juan José González como animador y con Celia Cruz, cuya voz de calidad excepcional y estilo personalísimo e inigualable la acreditan como una de las más rutilantes estrellas exclusivas de Unión Radio.

La Orquesta Cosmopolita era en 1947 una de las más destacadas jazz bands, con una nómina de experimentados músicos. Fundada por el saxofonista Vicente Viana en 1938, cubrió espacios en la RHC Cadena Azul en tiempos en que tenía como vocalista a Vicentico Valdés.

En realidad, y de acuerdo con las carteleras radiales que publicaba diariamente el Diario de la Marina, el programa de Celia comenzó a transmitirse al cuarto para las nueve de la noche y luego con dos espacios diarios de quince minutos en ese mismo este horario, además de una presentación a las once de la mañana. Eso propició la coincidencia de Celia con su ídolo, Paulina Álvarez, la Emperatriz del Danzonete, quien también centraba un programa con su nombre, a las tres y media de la tarde, en la misma emisora. Con ese contrato con Pumarejo, Celia dejó la radioemisora Mil Diez… por el momento.

Las primeras grabaciones, Changó y Babalú Ayé: un hito

Desde finales de la década de 1930, el antropólogo y etnólogo Fernando Ortiz estaba desarrollando una ingente labor investigativa y didáctica, orientada a aproximar los elementos culturales afrocubanos a la amplia percepción y comprensión de la sociedad. Comenzó en 1937, con las primeras conferencias ilustradas que impartió en el Teatro Campoamor, auxiliado de algunos tamboreros, iniciados en diferentes jerarquías dentro de la Regla de Ocha. Junto a una obra que ya era profusa y cardinal, Ortiz no detuvo su trabajo de extensión cultural. El 6 de agosto de 1947 dictó su famosa conferencia en el Anfiteatro de la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana, con una exhibición de genuinos instrumentos, cantos y bailes litúrgicos africanos enraizados en Cuba. Algunas emisoras radiales, como Radio Cadena Suaritos, Mil Diez y RHC, insertaban espacios para la llamada música afro, donde los cantantes y percusionistas introducían en el repertorio cantos y toques litúrgicos, que popularmente se conocían como toques de santo.

Por esos mismos años Radio Cadena Suaritos lanzaba al aire cada domingo a las siete de la noche una serie de programas dedicados al folklore cubano, que terminaron por cautivar a un número significativo de radioescuchas y la posicionaron en uno de los primeros lugares en la audiencia general. Con esta propuesta Radio Cadena Suaritos logró situarse durante algunos meses, en esa franja horaria, por encima de los líderes de la competencia de entonces, las radioemisoras RHC Cadena Azul y CMQ. Una orquesta dirigida por el pianista, compositor y arreglista Obdulio Morales —uno de los primeros en persistir en el empeño de extender la cultura musical afrocubana— y un conjunto de tambores batá liderados por Torregrosa acompañaron a la cantante Merceditas Valdés, quien llevaba a las ondas radiales los toques y cantos de las ceremonias yoruba. Otra cantante del género afro que pasó por los estudios de Radio Cadena Suaritos fue Candita Batista. Ya en la Mil Diez, con su programa Momento afrocubano, Celia comenzó a defender también la expresión de uno de los elementos más raigales de la cultura musical cubana.

Las fuentes al alcance de esta investigación no han sido suficientes para conocer las razones que motivaron a Ramón Sabat a realizar una serie de grabaciones que clasificó genéricamente como Toques de santo, pero entre ellas probablemente estuvo el impacto de la expansión de la música ritual afrocubana en varias emisoras de radio y escenarios teatrales, donde ganó espacios en favor de una actitud más desprejuiciada y de aceptación social. Sin embargo, las notas anónimas que aparecían en los reversos de la portada y contraportada del álbum con los tres discos de 78 revoluciones por minuto ponían en claro no solo estas razones, sino también el sentido cultural que Panart les dio —o debió darles— a esas grabaciones. Dichas notas se estructuran en tres breves partes, que refuerzan la tesis acerca de su sentido didáctico: «Introducción», «El toque de santo» y «Nomenclatura y simbolismos». En la segunda y tercera se explican la ceremonia del toque de santo, los nombres de los orishas y su identificación sincrética, así como diferentes símbolos y voces. En la introducción se lee:

Todo el patetismo que se desprende del cancionero sagrado afrocubano ha sido recogido en una notable colección de discos fonográficos que llevan el sello Panart, cuya dirección, en plan de hacer una obra de real envergadura, contrató al más famoso grupo de cantantes rituales lucumíes de las Antillas, el Coro Yoruba, que con el conjunto de Tambores Batá hizo marco a Mercedes Valdés y Celia Cruz, cuyo renombre de cantantes de «toques» es conocido en Cuba, en Haití, en Jamaica y aún más allá, dondequiera que haya un grupo afrocriollo que se dedique a sus ceremoniales ancestrales.

El álbum de Toques de santo de Panart ya ha recibido su consagración internacional al ser reconocido por la Unesco, rama cultural de la ONU, como la obra de divulgación musical más seria hecha en nuestro país sobre temas rituales afrocubanos.

Aquí, la referencia a la Unesco refuerza aún más la hipótesis acerca del sentido más cultural, por lo auténtico y raigal de estas grabaciones.

Changó y Babalú Ayé son los primeros registros fonográficos, los primeros discos realizados por Celia Cruz, pero también le cabe el honor de haber cantado para concretar las primeras grabaciones comerciales de música litúrgica yoruba afrocubana realizadas en el mundo. Con números de matrices 290 y 219 respectivamente, fueron publicadas con referencia de catálogo P-1140, inicialmente en un álbum número R-107, Toques de santo, contentivo de tres discos de 78 revoluciones por minuto. Merceditas Valdés tuvo a su cargo el segundo disco, P-1170, para el que cantó Ochún y Yemayá; en el tercer disco, P-1191, Merceditas Valdés, Bienvenido León y Facundo Rivero cantaron a Elegguá y Obatalá. En todos los casos los acompañan el Coro Yoruba de Alberto Zayas y los Tambores Batá de Trinidad Torregrosa, Jesús Pérez y Virgilio Ramírez. Estas grabacionees fueron reeditadas en 1959 en el LP Santero (Panart LP-2060).

En fecha muy cercana, en Nueva York, el empresario Gabriel Oller estaba grabando para sus sellos Coda y SMC a Chano Pozo y a un grupo de percusionistas en otras grabaciones similares, aunque no iguales, pues incluían cantos y toques abakuá, para también fijar el récord de ser las primeras grabaciones comerciales de esta música ritual.

A inicios de la década de 1940 el ingeniero Ramón Sabat había comenzado a amasar el sueño de crear una fábrica, un estudio y una marca de discos. Primero fue la aventura de Musicraft y luego la creación del sello Panart, el primero netamente cubano y establecido en la isla, en el número 410 de la calle San Miguel, entre Lealtad y Campanario, en el habanero barrio de San Leopoldo, donde mismo radicó el rústico estudio, allá por el año 1944. Estableció junto con su hermano Galo la fábrica de discos —inicialmente un pequeño establecimiento donde instaló el equipamiento de uso traído desde Estados Unidos—, bajo la razón social Cuban Plastic Records Corporation, y enfrentó con tremenda decisión lo que significaba tener a la RCA Victor como competencia, lo que señalaba formalmente el inicio de una industria discográfica netamente cubana.

Para 1944, la marca que creó se formaba por las primeras sílabas de las palabras Panamerican art (Panart). De acuerdo con los datos que ofrecen los propios discos de 78 revoluciones por minuto con sello naranja de Panart, fueron los muy populares Orlando Guerra y Cascarita, con la orquesta de Julio Cueva, quienes grabaron Ampárame y En el ñongo (ambos de la autoría de Chano Pozo). Ocuparon así el primer número de referencia del naciente catálogo: el 1001. Panart nació con una voz guarachera, mulata, popular, respaldada por la orquesta de un músico que estaba de regreso de notables lides internacionales: Julio Cueva había sido testigo y partícipe del boom de la música cubana en Londres y París en los años finales de la década de 1930 y el inicio de la de 1940.

A tres años de su creación, Panart fijó para siempre la voz de Celia en el primer escalón de su carrera discográfica. Sin embargo, a Ramón y a Galo Sabat les faltó visión al limitar la presencia de Celia en su catálogo a estos dos registros: el primer sello disquero auténticamente cubano dejó pasar la posibilidad de tener en su catálogo a las dos voces más grandes de la música popular cubana, Benny Moré y Celia Cruz. A diferencia de Moré, quien desde finales de la década de 1940 había establecido en México tempranos vínculos contractuales con la RCA Victor, Celia era en ese momento un talento virgen para la industria discográfica. Es de imaginar que, pasados los años, los Sabat nunca se perdonaron tal ausencia de acción y previsión dentro de su fértil y prolífica iniciativa empresarial.

Los registros Changó y Babalú Ayé fueron los únicos de la Guarachera de Cuba que exhibieron la etiqueta de Panart. Cuando todavía no había comenzado a cantar y a grabar con La Sonora Matancera, Celia dio muestras de su excelente desempeño interpretando en teatros y emisoras radiales, sobre todo afros, acompañada de grandes orquestas dirigidas por batutas incuestionables: Félix Guerrero, Enrique González Mantici y otros. No hubo iniciativas de las disqueras norteamericanas que operaban en Cuba, ni tampoco de Panart, para fijar la voz de Celia en esos contextos.

Santería vs. catolicismo. Religiosidad en Celia Cruz

La autenticidad que se percibe en estas grabaciones de Celia y en las que hizo a lo largo de su carrera hace a muchos no dudar de su pertenencia a la religión yoruba. Tal percepción la acompañó durante toda su carrera, pues los cantos dedicados a las deidades lucumíes continuaron figurando en su repertorio, ahora fuera del ámbito estrictamente ritual o religioso, extendiéndose a géneros populares como el son, la guaracha o el llamado afro.

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La formación espiritual de Celia Cruz era cristiana y desde su adolescencia fue católica practicante, a pesar de que los toques de santo, los santeros y santeras, los babalawos eran parte de su entorno vecinal y en una parte de su familia, con toda la discreción con que las religiones de origen africano eran practicadas en épocas en que conllevaban estigma y discriminación en importantes sectores de la sociedad.

«Si hablamos de la santería, te tengo que decir que Celia no era religiosa. Ella era totalmente católica y fue siempre católica». Quien así se expresa es Marta Castillo, una de las Mulatas de Fuego en su formación primigenia, ex primera bailarina del Sans Souci, Tropicana y Montmartre, y amiga de Celia desde los años cuarenta. Y continúa:

Celia respetaba las creencias de cada cual, pero nunca se hizo santo ni nada. Su marido Pedro Knight tuvo un hijo enfermo y le dijeron que le hicieran santo para que se salvara; se lo hicieron y no se salvó, por lo que él nunca creyó tampoco. Celia lo que sí fue muy devota de la santísima Virgen de la Caridad del Cobre. En su familia sí había personas que eran creyentes y practicantes santeros, como su hermano Barbarito, su hermano favorito. Para poder cantar esos cantos de los toques de santo que Celia grabó, debió tener ayuda de personas que sí eran santeras, quizás hasta la ayudara el propio Trinidad Torregrosa, que fue muy cercano a nosotras.

Celia misma se encargó décadas después de reiterar la misma respuesta a idénticas preguntas:

Mucha gente que no me conoce bien piensa que yo soy santera. Me ven cubana y negra, y por eso están seguros de que lo soy. Toda mi vida he luchado contra eso. Hay gente que hasta asegura que me han visto tomar parte en rituales santeros […]. Yo respeto todas las creencias y todas las religiones, incluso la santería, pero no la sigo. Tampoco niego que sé algo de ella. ¿Qué cubano hay que no sepa algo de la santería? Pero tengo que confesar que mis conocimientos de la santería son bastante superficiales. Para mí, la santería es un asunto del folklore cubano. Aun así, mucha gente insiste en calificarme como santera. Una vez más, repito que eso tiene que ver con los prejuicios de los demás, ya que al verme negra y cubana, piensan que no tengo más remedio que ser santera.

Fuentes familiares citadas por Omer Pardillo Cid, último manager y albacea testamentario de Celia, han afirmado que en su juventud un célebre santero conocido como Chino Poey le dijo con firmeza: «Tú has venido al mundo con una protección tal que no necesitas tener santo ni hacerte nada. ¡Nunca dejes que te toquen la cabeza!». Y Celia se atuvo siempre a tal premonición.

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Terminó 1947 y el 13 de diciembre la Compañía Lírica Cubana llevó al Teatro Martí la zarzuela Cecilia Valdés, con la dirección musical de su creador, Gonzalo Roig. En los roles principales, la soprano Marta Pérez, el tenor Miguel de Grandy, y Blanca Becerra en su legendaria Dolores Santa Cruz. Cantando el solo de la esclava, en ese papel, una joven de solo veintidós años llamada Celia Cruz. Es la primera información documentada sobre la presentación de Celia como figura destacada en uno de los teatros habaneros con mayor historia, pero ella nunca grabó esta importante pieza, que la inscribe en la historia de la zarzuela cubana.