A medida que el sol se alzaba sobre la sabana africana, los primeros rayos de luz iluminaban un espectáculo asombroso: una inmensa manada que, atronadora, atravesaba las Tierras del Reino. Desde los elefantes más fuertes hasta las cebras más veloces, los animales se dirigían hacia la Roca de la Manada, donde se iba a celebrar el nacimiento del hijo de Mufasa.

El majestuoso rey león, Mufasa, y la reina Sarabi se alzaban orgullosos en lo alto de la Roca de la Manada. Un viejo y sabio babuino llamado Rafiki se adelantó con un cachorro de león en brazos. El rey y la reina le habían invitado a presentar a su hijo recién nacido a todo el reino animal.

Rafiki alzó al pequeño en el aire. Las nubes se abrieron y un rayo de sol iluminó al cachorro para que todos pudieran contemplarlo.

Un respetuoso silencio se fue extendiendo entre los animales que contemplaban al príncipe recién nacido. Uno a uno, se inclinaron ante Simba, el cachorro que un día se convertiría en su rey.

Todos los animales del reino habían venido a honrar a Simba… excepto uno.

El hermano de Mufasa, Scar, no asistió a la ceremonia. Estaba rabioso por haber dejado de ser el segundo en la línea de sucesión al trono y, enfurruñado, se había quedado en su guarida. Scar jugaba con un ratón cuando apareció Zazú, el mayordomo del rey.

—Más vale que tengas una buena excusa para no haber asistido a la ceremonia de esta mañana —le reprendió a Scar.

Scar se distrajo con las palabras de Zazú y el ratón aprovechó para huir.

—Por tu culpa he perdido mi almuerzo —se lamentó Scar.

A continuación, se quedó mirando a Zazú y se preguntó si el ave estaría gustosa.

Pero, antes de que Scar pudiera echarle mano a Zazú, apareció Mufasa. El rey le recordó a su hermano que debería haber sido el primero en acudir a conocer a Simba.

Mientras Scar se alejaba, Mufasa dio un rugido y dijo:

—¡A mí no me des la espalda, Scar!

—No, Mufasa… ¡Eres tú el que no debes dármela a mí! —replicó Scar.

El tiempo pasó y Simba se convirtió en un cachorro muy inquieto. Un amanecer, Mufasa llevó a Simba hasta lo alto de la Roca de la Manada.

—Toda la tierra que baña la luz es nuestro reino. Un día, Simba, el sol se pondrá en mi reinado y ascenderá siendo tú el nuevo rey —dijo Mufasa.

—¿Y todo esto será mío? —preguntó Simba, asombrado. Luego, se fijó en una mancha oscura de tierra—. ¿Incluido ese lugar oscuro?

—Eso está más allá de nuestro reino —respondió Mufasa—. Nunca debes ir allí.

Mientras padre e hijo exploraban las praderas, Mufasa instruyó a Simba sobre el reino animal.

—Todo cuanto ves se mantiene unido en un delicado equilibrio. Todos estamos conectados en el gran Ciclo de la Vida —dijo Mufasa.

Pero el inquieto Simba se distrajo. Le apetecía cazar.

Mufasa se agachó a su lado y le dijo:

—Deja que un viejo profesional te enseñe cómo se hace.

Sin embargo, padre e hijo tuvieron poco tiempo para practicar, ya que llegó Zazú e informó a Mufasa de que se habían detectado hienas peligrosas en las Tierras de la Reino.

—Papá, ¿puedo ir? —preguntó Simba.

El joven león quería enfrentarse a las hienas y demostrarle a su padre lo valiente que era. Pero Mufasa ordenó a Zazú que llevara a Simba a casa, y salió corriendo a proteger el reino él solo.

—¡Hola, tío Scar! —exclamó Simba, a salvo en casa—. Mi padre me acaba de mostrar todo el reino, ¡y yo reinaré en él!

Scar contempló a Simba y, de repente, se le ocurrió un malvado plan.

—¿Te enseñó lo que hay más allá de la frontera del norte?

—Me dijo que no puedo ir allí —respondió Simba.

—¡Y tiene toda la razón! —replicó Scar—. Solo los leones más valientes se atreven a ir allí. Un cementerio de elefantes no es lugar para un joven príncipe.

El joven Simba se quedó muy intrigado con las palabras de su tío.

Más tarde, Simba fue a buscar a su mejor amiga, Nala. La cachorra estaba recibiendo un baño de su madre.

—¡Acabo de oír hablar de un sitio genial! ¿Podemos ir Nala y yo? Está cerca del manantial —mintió Simba, pues sabía que su madre nunca les dejaría ir más allá de la frontera.

—De acuerdo… Siempre que Zazú os acompañe —aceptó Sarabi.

Mientras seguían a Zazú camino del manantial, Simba le susurró a Nala un plan para escaparse y aventurarse hasta el cementerio de elefantes.

—Vuestros padres estarán encantados —dijo Zazú al ver que los cachorros se llevaban tan bien.

A continuación, les explicó que había una antigua tradición que dictaba que Simba se casaría algún día con Nala.

—No puedo casarme con ella, ¡es mi amiga! Cuando sea rey eso será lo primero que anule. Y tú tendrás que hacerme caso —se burló Simba.

Zazú frunció el ceño.

—Si sigues con esa actitud, me temo que serás un rey patético.

—Yo no opino lo mismo. ¡Estoy deseando convertirme en rey! —respondió Simba.

Simba pensaba que, cuando fuera rey, podría hacer lo que se le antojara.

Finalmente, Nala y Simba lograron despistar a Zazú tras meterse en medio de una manada de cebras.

Sin embargo, como Simba y Nala caminaban despistados, acabaron precipitándose por un acantilado y cayeron de bruces junto a un enorme cráneo de elefante.

Cuando Zazú logró encontrar a los traviesos cachorros, oyó el sonido de una siniestra carcajada. Tres hienas babosas llamadas Banzai, Shenzi y Ed salieron al encuentro de los jóvenes leones sonriendo maliciosamente.

—Vaya, vaya, vaya, Banzai. ¿Qué tenemos aquí? —preguntó Shenzi relamiéndose.

—Un trío de intrusos —respondió Banzai.

A Ed se le cayó la baba y se echó a reír.

Zazú descendió volando para interponerse entre las hienas y los cachorros, pero el pajarillo no era rival para los hambrientos depredadores.

Justo cuando las hienas estaban a punto de atacar a los jóvenes leones, apareció Mufasa y emitió un rugido profundo y poderoso. El rey saltó delante de Simba, Nala y Zazú, y acorraló a las hienas.

Mufasa arremetió contra las hienas con sus fuertes patas y les amenazó con su poderosa dentadura.

—¡No volváis a acercaros a mi hijo! —advirtió.

Las hienas huyeron despavoridas. Mufasa miró a su hijo con cara de disgusto.

—Me has desobedecido deliberadamente.

—Lo siento —dijo Simba, pero Mufasa estaba demasiado molesto para escuchar a su hijo.

—Volvamos a casa —dijo mientras se daba la vuelta para guiar a los cachorros de regreso a las Tierras del Reino.

Simba bajó la cabeza, avergonzado.

Nadie se dio cuenta de que Scar los observaba escondido.

Ya era noche cerrada cuando el grupo estaba de vuelta en casa. Mufasa condujo a Simba hacia la llanura. Mientras hablaban y jugaban en la hierba, Mufasa dirigió la atención de Simba hacia las estrellas.

—Los grandes reyes del pasado nos observan desde esas estrellas —le explicó Mufasa—. Así que, cuando te sientas solo, recuerda que esos reyes siempre estarán ahí para guiarte… y yo también.

Mientras, Scar visitó las hienas en el cementerio de elefantes.

—Os ofrecí a esos cachorros en bandeja de plata, y ni siquiera habéis logrado eliminarlos —se mofó.

—¿Qué se suponía que teníamos que hacer? ¿Matar a Mufasa? —se quejó Banzai.

—Precisamente —respondió Scar.

A continuación, les contó su nuevo plan. Esta vez, Simba no escaparía… ni Mufasa.

Al día siguiente, Scar puso en marcha su plan. Condujo a Simba hasta un desfiladero escarpado y le dijo que esperara en una roca.

—Tu padre tiene una maravillosa sorpresa para ti —le dijo a Simba.

—¿Me gustará la sorpresa, tío Scar? —preguntó Simba.

—Es para morirse, Simba —prometió Scar.

Tras abandonar a Simba, Scar hizo señas a las hienas para que asustaran a una manada de ñus. La manada descendió en estampida hacia el desfiladero, ¡directamente hacia Simba!

Scar se apresuró a ir a buscar a Mufasa y a Zazú, y los guio hacia el cachorro. Simba se había subido a la rama de un árbol para evitar ser aplastado.

—¡Aguanta, Simba! —gritó Mufasa.

Mufasa saltó al desfiladero y se apresuró a llegar hasta su hijo con todas sus fuerzas. Agarró al asustado Simba con la boca y lo llevó a un lugar seguro a través de las atronadoras pezuñas. Pero, justo cuando posaba a Simba en un saliente fuera de peligro, un ñu tiró a Mufasa al suelo.

Mufasa luchó por ponerse a salvo, pero la manada era inmensa. Finalmente, logro aferrarse al borde de un acantilado… donde le esperaba Scar. Su malvado hermano se inclinó sobre Mufasa con una sonrisa maléfica.

—¡Ayúdame, hermano! —suplicó Mufasa.

Scar clavó sus garras en las patas delanteras de Mufasa y logró acercarlo un poco.

—Larga vida al rey —susurró Scar.

Y lo soltó.

Cuando los últimos ñus atravesaron el desfiladero en medio de una polvareda, Simba vio a su padre tendido en el suelo. Corrió junto a Mufasa.

—¿Papá? Papá, vamos —suplicó Simba mientras empujaba a su padre.

El cachorro intentó que su padre reaccionara. Le acarició con la pata y le tiró de la oreja, pero su padre seguía inmóvil. El gran rey había muerto.

Simba se acurrucó al lado de su padre. Cerró los ojos y no los volvió a abrir hasta que escuchó que lo llamaban.

—Simba, ¿qué has hecho? —dijo Scar al acercarse.

—¡Intentó salvarme! Ha sido un accidente —respondió Simba.

—¡El rey ha muerto! Si no fuera por ti, aún seguiría vivo —dijo Scar—. Huye, Simba. ¡Huye y no regreses jamás!

El sol empezó a ponerse. Confuso y desolado, Simba emprendió la huida. Siguiendo órdenes de Scar, las hienas fueron tras Simba hasta el límite de una meseta. Desesperado por escapar, el león saltó a un espeso matorral. Las hienas fueron demasiado cobardes para seguirlo.

—De todos modos, es como si estuviera muerto —dijo Shenzi.

En las Tierras del Reino, Scar ocupó su lugar como rey. Anunció el amanecer de una nueva era en la que los leones y las hienas vivirían juntos.

Rafiki lloró por Mufasa y por Simba. Observó cómo las hienas aullaban victoriosas, y negó con la cabeza, consciente del terrible destino que esperaba a las Tierras del Reino bajo el despiadado reinado de Scar.

Muy lejos de su hogar, Simba deambulaba por un páramo seco bajo un sol abrasador. No sabía dónde estaba ni a dónde iba. Lo único que sabía era que nunca podría volver a casa. Finalmente, el abatido y agotado cachorro no pudo dar un paso más y se desplomó. En el cielo, los buitres volaban en círculos, acechantes.

Afortunadamente, un suricata descarado llamado Timón y un facóquero de enorme corazón llamado Pumba encontraron a Simba y lo llevaron junto a una charca.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Timón.

—¿Qué importa? No puedo volver. Hice algo terrible —respondió Simba.

—¿Podemos ayudarte en algo? —le preguntó Pumba.

—No, a menos que podáis cambiar el pasado —respondió Simba.

—Siempre hay que dejar el pasado atrás —le aconsejó Timón a Simba mientras le ofrecía una hoja repleta de bichos—. Tienes que disfrutar de la vida. Sin reglas, sin responsabilidades y sin preocupaciones. ¡Hakuna matata!

La alegría y el optimismo de Timón y de Pumba animaron rápidamente a Simba. Sus nuevos amigos le enseñaron a vivir sin preocupaciones y, poco a poco, incluso empezaron a gustarle los bichos.

Pronto, Simba se había olvidado de sus problemas y vivía feliz en la selva en compañía de Timón y de Pumba.

Con el paso del tiempo, Simba se convirtió en un león joven y fuerte.

Sin embargo, una noche, mientras contemplaba las estrellas con sus amigos, Simba recordó las palabras de Mufasa.

—Alguien me dijo una vez que los grandes reyes del pasado están ahí arriba, vigilándonos —dijo Simba.

Timón y Pumba se echaron a reír.

—¿Quién te ha dicho una locura así? —preguntó Timón.

Simba se puso a reír con sus amigos, pero no pudo evitar la tristeza que le produjo el recuerdo de su padre.

Simba se marchó porque le apetecía estar solo. Pensó en el pasado que había dejado atrás. Mientras caminaba, pisó un algodoncillo. La pelusa quedó atrapada en la brisa nocturna y se alejó.

El algodoncillo voló por el aire y llegó hasta el árbol donde vivía Rafiki. El viejo babuino recogió la pelusa del aire y la estudió. Rafiki percibió que había algo especial en ese algodoncillo.

—¡Simba! —exclamó el sabio babuino cuando se dio cuenta de que el hijo de Mufasa estaba vivo.

Rafiki usó polvos de colores para pintar una melena roja alrededor de un cachorro de león grabado en el tronco de su árbol. Había llegado la hora de que el auténtico rey regresara a las Tierras del Reino.

Al día siguiente, Pumba caminaba entre los árboles cuando llamó la atención de una leona hambrienta. Pumba gritó mientras la leona lo perseguía por la selva. Timón encontró al asustado jabalí atrapado bajo la raíz de un gran árbol. La leona estaba a punto de alcanzarlos cuando…

… ¡Simba apareció! Los leones se enzarzaron en una pelea hasta que la joven leona finalmente logró inmovilizar a Simba en el suelo. Al mirar a la leona a los ojos, Simba la reconoció.

—¡Nala! Soy yo, Simba —dijo.

—¿Simba? —respondió Nala, quien, de repente, reconoció a su amigo de la infancia—. Todos pensábamos que estabas muerto. Pero estás vivo. ¡Y eso significa que eres el rey!

—¿El rey? —preguntaron Timón y Pumba al unísono.

Simba y Nala corrieron por las praderas cubiertas de hierba, persiguiéndose y jugando entre los pájaros. Hablaron de todas las cosas que se habían perdido al estar separados. Simba no tardó en enamorarse de Nala.

Simba quería contarle lo que había pasado con su padre, pero le daba vergüenza.

Tras pasar un tiempo con Nala, Simba se alejó porque deseaba estar solo. Tenía miedo de volver a las Tierras del Reino y enfrentarse a su pasado. Estaba sumido en sus pensamientos cuando apareció Rafiki tarareando una extraña melodía.

—¿Quién eres? —preguntó Simba.

—¿Quién eres tú? —respondió Rafiki.

—Creía saberlo, pero no estoy seguro —suspiró el león.

—Bueno, yo sé quién eres. Eres el hijo de Mufasa.

Rafiki condujo a Simba hasta un estanque transparente.

—¡Tu padre está vivo! Y yo te lo mostraré. Mira…

Pero Simba solo vio su propio rostro.

—Mira mejor —insistió el babuino.

Simba volvió a echar un vistazo y, mientras miraba su reflejo, de repente vio la cara de su padre observándolo fijamente.

—¿Lo ves? Él vive en ti —sentenció Rafiki.

De repente, la imagen de Mufasa apareció en las nubes. Su voz llenó la mente y el corazón de Simba.

—Simba, debes ocupar tu lugar en el Ciclo de la Vida —dijo Mufasa.

Pero Simba seguía teniendo miedo.

—¿Cómo puedo regresar? —preguntó.

—Recuerda quién eres. Eres mi hijo, el único y verdadero rey —le respondió Mufasa.

Cuando la visión se desvaneció, Simba supo que tenía que enfrentarse a su pasado.

Al día siguiente, Simba y sus amigos regresaron a las Tierras del Reino. El joven león se mostró horrorizado por lo que descubrieron sus ojos. La tierra estaba yerma. Había huesos por todas partes. A diferencia de Mufasa, Scar no había respetado el Ciclo de la Vida y había permitido que la tierra se secara.

Cuando Simba se preparaba para enfrentarse a Scar, sus amigos le aseguraron que estarían siempre a su lado.

—Te apoyaremos hasta el final —le prometió Timón.

Mientras tanto, Sarabi acudió a hablar con Scar.

Las leonas habían dejado de cazar. No quedaba nada que comer en las Tierras del Reino.

Sarabi se presentó ante el rey y le dijo con decisión:

—No hay comida. Debemos abandonar este reino.

Scar se negó en rotundo.

—Yo soy el rey y yo pongo las reglas.

Furioso, Scar golpeó a Sarabi, quien cayó al suelo.

De repente, un profundo rugido sobresaltó a Scar. Se giró y vio a un enorme león. Scar lo observó, aterrado.

—¿Mufasa? No puede ser, ¡estás muerto! —exclamó Scar con voz temblorosa.

—¿Mufasa? —dijo Sarabi, pero al volverse hacia el león, reconoció a su hijo—. ¿Simba? ¿Cómo es posible?

—Abdica, Scar —le exigió Simba—. Abdica o pelea.

Scar no tenía la menor intención de dejar que su sobrino le arrebatara el trono.

—¡Tú fuiste el responsable de la muerte de Mufasa! —dijo Scar.

A continuación, las hienas comenzaron a acercarse y fueron acorralando a Simba hacia el borde de la Roca de la Manada.

Entonces, Scar se abalanzó sobre Simba. El joven león retrocedió, tropezó y se precipitó por el acantilado, aunque finalmente logró aferrarse al borde. Scar se inclinó sobre Simba. En ese instante, un rayo impactó en el suelo y se desató un incendio bajo el joven león.

—Esto me resulta familiar. Es como estaba tu padre antes de morir —dijo Scar, quien, a continuación, sonrió y le confesó a Simba al oído—. ¡Yo maté a Mufasa!

Indignado, Simba sacó fuerzas de flaqueza y logró saltar hacia Scar.

—¡Asesino! —rugió para que todos lo oyeran.

Simba y Scar se enfrentaron mientras las llamas teñían el cielo de rojo. Scar lanzó un rugido de rabia mientras luchaba por proteger el trono que tanto le había costado conseguir.

Sin embargo, Scar no tenía nada que hacer contra Simba, el rey legítimo. Tras una feroz batalla, Simba arrojó a Scar por el acantilado y observó cómo se precipitaba hacia el suelo en llamas.

—Huye, Scar —dijo Simba, repitiendo lo que Scar le había dicho mucho tiempo atrás—. ¡Huye y no regreses jamás!

La lluvia comenzó a caer y apagó las llamas. Los truenos rugían mientras Simba ascendía a la Roca de la Manada. Una vez allí, alzó la cabeza hacia el cielo para recordar a su padre y todo lo que Mufasa le había enseñado. Mientras la lluvia seguía cayendo, Simba emitió un poderoso rugido.

El rey había regresado.

Bajo el sabio reinado de Simba, las Tierras del Reino florecieron de nuevo. La hierba y los árboles crecieron, los rebaños volvieron a pastar y la comida volvió a ser abundante. Y, entonces, una mañana, mientras el sol salía sobre la Roca de la Manada, Rafiki levantó al cachorro recién nacido de Simba y Nala para que todos lo vieran.

El Ciclo de la Vida se había completado.