La ruleta giró de nuevo

Retomo la historia desde donde pienso que volvió a girar la ruleta de la vida para mí. Empecé a tener sueños de riqueza, pero lo complicado era que no sería una vida fácil de vivir. Quería casa para mi hijo y su madre, carro y un negocio para poder sostenerlos.

Tampoco era mucho, pero para la forma tan humilde en la que me crie, sí que era demasiado.

Volví a andar con los amigos de la pandilla, los de la invasión. Ya éramos adultos, nuestras edades oscilaban entre los 19 y 22 años; yo tenía 20 años. Emprendí las andanzas con ‘Javier, el Socio’, uno de los más problemáticos en tiempos de pandilla en el barrio y ‘Alex, Cama’.

Podíamos catalogarnos como uno de los grupos que conformaban la pandilla, pero ya armada de revólveres, pistolas y guacharacas. Aunque casi siempre salíamos con una sola arma y sin transporte, porque íbamos a los alrededores del barrio. Ya habíamos decidido robar motos, carros de la gaseosa, de la leche y negocios.

Uno de mis primeros robos, ya con armas originales, fue una moto por la que en ese tiempo pagaban $ 250.000. En realidad, desde el presente, reflexiono que es más relevante el daño que hacíamos a la sociedad.

Nos reuníamos en la esquina del parche, donde la cita no necesitaba previo aviso, solo era llegar; cualquiera esperaba la compañía de algunos de los muchachos. Cierto día nos encontramos ‘el Socio, Cama y yo’; nosotros planeábamos el robo de la moto para llevar leche y comida a nuestras familias.

Socio: Parceros, vamos a pillar qué nos robamos.

Cama: Yo tengo el fierro, ¡vamos!

Charlie: Ese es un fierrote, un colt caballo 38 mm, pa’ lo que sea.

Arranqué con mis parceros a pie, porque no teníamos ni bicicleta, en ese entonces, para volarnos. Era un sol abrasador de medio día, estábamos sudados y con los zapatos sucios del polvo.

Visualizamos a unos 50 metros una moto grande, al lado de una puerta en una esquina. Y lo mejor: el dueño de la moto estaba descuidado, hablando con una mujer y con las llaves en la mano. Nos acercamos muy suavemente, la puerta estaba cerrada, -mejor aún-, así lo pensamos. Mientras más nos aproximábamos a nuestras víctimas, repasábamos el plan.

Charlie: Páseme el fierro yo lo pongo de quieto… ¿quién lo requisa?

Socio: Yo soy el que mejor maneja, yo me llevo la moto.

Cama: Todo bien, yo lo requiso y, si se mosquea, ya sabe.

Charlie: Todo bien, yo lo controlo. Pasaron unos largos segundos mientras nos acercamos más. El corazón latía fuertemente, mis pensamientos eran rápidos y confusos. El miedo nos invadió, pero la decisión prima sobre este sentimiento.

La víctima seguía de espalda, la mujer charlaba con él, el objetivo estaba cerca. A escasos tres metros no se enteraban todavía de lo que les iba a suceder.

Charlie: ¡Quieto, malparido! No se mueva o lo mato. Requísalo bien.

Socio: ¡Pasá las llaves, pasá las llaves!

‘El Socio’ se las arrebató y se encaminó a subirse en la moto, abrió el switch y dio la patada. Mientras el otro parcero le hablaba a la víctima.

Cama: ¡No te movás, no te movás, malparido!

Era la frase que le decía mientras lo requisa y comprobaba que no estaba armado. ‘El Socio’ arrancó en la moto y lo vimos alejarse.

Cama: Ahora caminás hasta la esquina, malparido, sin mirar atrás y, si lo hacés, ya sabés que te matamos.

Charlie: ¡Ya sabés, malparido! No vas a mirar.

Mientras nosotros corríamos para el lado contrario, buscando escaparnos sin que la justicia nos cobrara lo hecho.

Minutos más tarde en la invasión del barrio…

El Socio: Fue breve, parceros. La moto ya la vieron estos manes y ofrecieron 250 lucas, que es lo máximo que dan.

Cama: Ya está eso aquí y ya la vio más de uno, es mejor que nos den eso rápido.

Charlie: Qué más toca, parceros, ya nos despaspamos (resolvimos).

Llegó el dinero de la venta del ilícito y nos tocaron 83 lucas por cabeza. Yo compré leche para mi pequeño Cris y el resto para conseguir comida. Aún vivía en la casa de mi madre, en una pieza donde solo había un camarote que me había regalado ella y una mesita que todavía esperaba un televisor para ocuparla.

Los días transcurrían en el rebusque. Ya más organizados, planeábamos el robo a un asadero de pollo de cadena, era fuera del barrio, necesitábamos transporte porque el sitio quedaba retirado. Se pegó a la vuelta ‘Maro’ que manejaba un taxi.

Éramos ‘Armando’ y yo. La información decía que había $ 700.000 de las ventas, tipo 9:00 p.m. del domingo. Mientras tanto, yo soñaba con el televisor para llevarlo a mi casa.

Ya nos encontrábamos juntos repasando el plan.

Armando: Yo llevo la guacharaca (escopeta).

Charlie: Entonces yo voy por el dinero.

Contestó el que nos iba a dar carro.

Maro: Yo los espero a la vuelta, donde no se vea el carro.

Quedamos así, ya el taxi rodando y nuestras mentes maquinando, a pesar de que nos hacíamos los más tranquilos, para no quedar mal el uno frente al otro, como si fuéramos a hacer algo normal, algo que no nos afecta. Sin embargo, mi corazón latía a mil; la edad hacía que nuestra sangre estuviera caliente, con ganas de acción y sueños de riqueza.

‘Maro’ consumía drogas, pero tenía buena presencia.

‘Armando’ era de tez morena, sano de vicios.

Llegamos al sitio, el plan se había repasado en el camino.

Maro: Aquí los espero, lleguen sin correr.

Armando: Tranquilo, yo dejo que Charlie salga primero, que él lleva la plata.

Charlie: Hagámoslo, parceros.

Llegamos al asadero, muchos se percibían entretenidos viendo televisión, yo caminé rápidamente hacia la caja registradora mientras se oía una voz fuerte que decía:

Armando: ¡Quietos! ¡Quietos! No se muevan o los mato.

A la vez cargaba su guacharaca wínchester de 8 cápsulas.

Charlie: ¡No se muevan, no se vayan a hacer matar! Venga, usted, que es la encargada.

Le dije a una mujer blanca.

Puse mi mano en su espalda y la conduje hasta donde estaba el dinero guardado en una caja menor, la hice abrir y vi unos billetes, los saqué todos y luego llevé a la misma mujer hacia la caja registradora, -ella lloraba de miedo-, se la hice abrir, terminé de recoger todo el dinero.

Charlie: Ya recogí todo, parcero.

Armando: Parcero, llevémonos el televisor también.

Charlie: Ya lo voy a bajar.

Armando: Rápido, parcero, rápido.

Pasados unos segundos y ya con el televisor de 20 pulgadas en mis manos, pasé enseguida de mi parcero y le dije suavemente:

Charlie: Deme el aguante mientras llego al carro con esto.

Armando: Rápido, rápido.

Caminé y volteé en la esquina, se me hizo largo el trayecto por el peso del televisor, pero casi corriendo llegué al taxi. Mientras, me esperaba con las puertas abiertas, casi que tiré el televisor al asiento de atrás y me acomodé.

Maro: Hágale rápido, parcero.

Charlie: Ahí viene Armando.

Traía todavía la guacharaca en la mano, pero por debajo de su brazo. Se subió, y dijimos casi al unísono: “Hágale, hágale rápido que de pronto se salen”.

En ese tiempo nos tocó un reparto de a $ 300.000 con la venta del televisor.

Compré un televisor de 14 pulgadas con teclas y así, por fin, obtuve con mi dinero mi primera pertenencia.

De esa forma, entre pequeños robos, fue pasando el tiempo, y a través de él, adquirí experiencia. Más adelante, en mi barrio conocí a ‘Nandito’. Ya nos distinguíamos por las pandillas de barrio. No la íbamos, pero ya había pasado el tiempo y nuestro objetivo era el dinero.

Pienso en aquel momento y mi conclusión es que ahí fueron mis primeros pasos como futuro integrante de la banda los R-15. Empezamos a organizar vuelticas; lo digo así porque supe cómo se charlaban cosas de más nivel, con sus respectivos inicios.

Ahí mostré fortaleza e inteligencia al momento de resolver situaciones. A pesar de mis 22 años.

‘Nandito’ era un amigo parlanchín, pero con un poco más de experiencia, había estado en la cárcel, además, era muy inteligente.

Nandito: Parcerito, ahí llegó una vueltica pa’ que la hagamos, están iniciando una platica buena.

Charlie: Bueno, parcerito, ¿y qué es?

Nandito: Un almacén de zapatos.

Charlie: ¿Es fácil?

Nandito: Jajaja, en pleno centro de Cali, sábado en la mañana, antes de que vayan a consignar a medio día.

Charlie: ¡Huy, parcerito, es duro! Pero hagámoslo.

Empezamos a charlar la vuelta y nos dijeron que estaban iniciando $ 20 millones. El inicio pertenecía a la gente de confianza del negocio. Nos darían toda la información que necesitáramos, estarían allí cuando entráramos, nos dirían dónde guardaban el dinero. Había dos vigilantes, uno de ellos estaba armado. El dueño se mantenía muy pendiente de todo, era muy jodido. Las empleadas eran mujeres jóvenes.

Me grabé eso mentalmente. Quedamos en que había que ver el sitio. Así puse en marcha mi trabajo de inteligencia; ya me creía bandido.

Llegué al sector en uno de los taxis que volteaban con nosotros. Pleno centro, calles atestadas de gente, bullicio, vendedores ofreciendo sus mercancías. Seguí caminando con el objetivo de estudiar el sector para saber cómo se trabajaba allá adentro, para que la gente de la parte de afuera no se diera cuenta y así poder salir sin contratiempos, es decir, sin bala y sin heridos.

Entré al almacén de zapatos que quedaba a mitad de cuadra (punto difícil por ser tan concurrido). La gente se medía los zapatos, unos vitrineaban, otros pagaban en la registradora, las empleadas atendían su clientela. Mientras tanto, yo miraba con el rabillo del ojo dónde se ubicaban los vigilantes y dónde estaba el dueño. Lo principal era controlar las armas existentes; ya conocía los rostros para llegarles aquel sábado, día del robo.

Con ‘Nandito’ habíamos acordado la hora del trabajo, 10:00 a.m., y qué gente necesitábamos. Entre esas personas teníamos en cuenta a ‘Héctor’, uno de los primeros personajes fuertes e inteligentes, con un buen recorrido en el mundo de los ladrones finos. Ya era banquero.

Con él, con ‘Nandito’ y yo íbamos para adentro, llamamos a las personas que se necesitaban, aunque yo era el de menos experiencia. Se citaron para dar moto a ‘Pablito, el Maro’ y ‘el Flaco’, solo dos para tres que éramos los encargados de controlar en el asalto, por supuesto, un carro a la vuelta de la esquina.

Sábado 10:00 a.m.: nos encontrábamos reunidos en la casa de ‘Angy’ (robusta, blanca y alta) listos para salir a cumplir el objetivo. Repasábamos el plan, el momento era de tensión, pero pensar en dinero nos activaba.

Ya era hora; alistábamos los revólveres. Salimos, nos subimos al taxi uno a uno, sin llamar la atención, las motos salían de una vez para estar cerca al sitio. Nos dábamos fuerza camino al centro.

Ya estábamos a dos cuadras, hasta que empezó ‘Julio, el taxista’, a dejarnos; primero a dos y luego al último en la esquina acordada. Caminé hacia el sitio con mi objetivo claro: coger el vigilante armado, mientras ‘Héctor’ y ‘Nandito’ se aproximaban con decisión al almacén.

Entraron con la tarea lista por hacer: controlar otro vigilante, al dueño y a las empleadas. Cada uno con su trabajo en mente. Uno detrás del otro fuimos entrando y tomando posición, yo busqué mi objetivo: el vigilante, que estaba armado y, a un lado, cerca de la pared, un poco más hacia la entrada.

El otro vigilante estaba sin arma, se encontraba caminando y muy pendiente de su entorno. Había bullicio, tenían una buena cantidad de clientes, el dueño del almacén apoyaba a la señora que estaba atendiendo en la caja registradora. Nos miramos entre los tres diciendo con los ojos que ya estábamos en posición.

No podíamos hacer mucho ruido a la hora de coger (asaltar). Había puestos de venta de ropa y otras cosas a dos metros, frente a la entrada, con vendedores y clientes del momento.

Mi corazón se aceleró, mi mente maquinaba, se escuchó una voz fuerte que ordenó.

Nandito: Quieto todo mundo, quietos ¡Esto es un asalto!

Con revólver en mano mientras, simultáneamente, yo corrí al vigilante, me ayudó en la cogida ‘Héctor’ que corrió a desarmar al vigilante, mientras le apuntábamos fijamente con nuestras armas.

Charlie: ¡Quieto, quieto, no se mueva o lo mato, no se mueva!

Héctor: ¡Quieto, quieto!

El vigilante trató de moverse, pero más rápida fue la sorpresa. ‘Héctor’ le llegó rápido y le sacó de un estrujón el revólver de la chapuza. Ya con las armas en su mano, guardó la del vigilante y prosiguió a requisarlo. Pero aún no había terminado la cogida. Mientras nosotros controlábamos el vigilante en décimas de segundos, ‘Nandito’ le hablaba al otro vigilante, que quedó inmóvil al ver la rapidez con que desarmamos a su compañero.

Al que notamos raro y se movía sospechosamente era el dueño; delgado, blanco y alto.

Seguíamos hablándole a la clientela que, asombrada, no podía creer: algunos no entendían lo que pasaba. No comprendían que se trataba de un asalto.

Se les decía que se quedaran quietos, a la vez ‘Héctor’ cuidaba que nadie se saliera.

Nandito: ¡Quieto, hijo de puta, quieto!

Le decía al dueño, mientras le apuntaba con su 38 especial.

Yo corrí hacia él, apuntándole con mi revólver y hablándole fuerte.

Charlie: ¡Quieto, quieto, no se vaya a hacer matar, hijo de puta, quieto!

Nandito: No te vas a hacer matar.

En ese momento sospeché que portaba un revólver y lo tenía en su cintura.

‘Nandito’ le apuntó y yo me arrimé rápido, pero sigilosamente.

Nandito: Al piso, al piso, no te vas a hacer matar.

Charlie: Al piso hijo de puta, al piso hijo de puta.

Este señor grande y Maro sintió la presión, pero dudaba aún.

Se arrodilló de forma suave, seguíamos presionándolo mentalmente con la voz fuerte, para que borrara de su cabeza la reacción. Lentamente siguió doblándose, hasta que se acostó en el piso boca abajo con los brazos abiertos.

Charlie: Voltéese suavecito, no se vaya a hacer matar.

El señor se volteó dócilmente. Ahí le subí un poco la camisa y en su cintura brilló algo.

Le aparté un poco el abdomen de la pretina del pantalón, y ¡sorpresa! Un revólver corto de cacha ortopédica. Lo tomé en mi mano izquierda, mientras ‘Nandito’ le hablaba y le decía que se quedara quieto. El dueño dijo: «Todo bien, ya perdí».

Todo quedó en silencio, solo se oían nuestras voces. Tomamos el control del almacén, cerramos las puertas y cortinas para que no entrara nadie más al sitio.

‘Nandito’ corrió hacia la puerta de atrás, a la bodega, donde nos habían dicho que estaba el dinero. Mientras, ‘Héctor’ y yo controlábamos el almacén. Todo estaba sano por fuera, nadie se enteró de lo que pasaba.

Salió ‘Nandito’ corriendo de la bodega con el paquete en la mano. ¡Encontró el dinero por el que íbamos!

Ahí quisimos pensar en la huida, con todo mundo tirado en el piso. Los hacíamos pasar uno a uno hacia la bodega. Pero una de las empleadas levantó la cara y vaya sorpresa la que me llevé. Me conocía y era del sector por donde me movía.

No le dije nada, pero mis ojos hablaron: «Quédese callada». Metimos a todos en la bodega y los encerramos. Ahí les vociferé:

Charlie: No se vaya a salir nadie, voy a estar un rato acá afuera, el que se asome, lo mato.

Mientras, ‘Héctor’ y ‘Nandito’ empezaron a salir. Las motos no se necesitaron, todo quedó sano afuera. Salimos uno por uno a buscar la esquina donde nos esperaba el taxi.

Veía que mis compañeros iban delante de mí, a solo pasos. Era eterno el camino, el bullicio del centro presionaba, pero así mismo nos perdimos entre la multitud.

Llegamos uno a uno al taxi que nos esperaba con las puertas ajustadas para que fuera más rápida la subida. Ya todos en el carro le dijimos a ‘Julio’: «Arranque, parcero, que ya nos llevamos eso».

Cuando huíamos del lugar, mi mente estaba preocupada por la empleada que me reconoció. Le conté a mis compañeros lo que me acababa de suceder. Ellos quedaron pensativos, pero el problema era mío.

Ya en el sitio donde llegamos a repartir el dinero, ‘Nandito’ hizo el conteo de personas en asalto, más el inicio.

Vimos que no sacamos todo el dinero que habían dicho, pero haciendo la cuenta, nos tocaba a cada uno un reparto de a $ 2 millones y medio. Después de haber distribuido el dinero, le dije a mis compañeros que me acompañaran donde la muchacha que me reconoció.

Ellos me dijeron que sí, pero en la tarde. Quedaron contentos con mi trabajo.

Fui a la casa donde vivía en ese momento con mi pareja y mi hijo, me cambié, salimos a mercar y a comprar algunas cosas que necesitábamos. Almorzamos y los dejé en casa para acudir a la cita.

Ya en la tarde, me acompañó ‘Nandito’ adonde la empleada del almacén que me reconoció.

Llegamos en un carro a la casa, toqué y salió la mamá muy nerviosa, quien me decía que no les fuera a hacer nada, que la hija estaba atrás en la habitación muy asustada. Yo le respondí que todo estaba bien, que no se preocupara, que mejor me recibiera lo que le iba a dejar y que no pasaba nada. Ella contestó: bueno, confiamos en usted.

Saqué $ 200.000 y le dije que los recibiera. Le di las gracias y me despedí. Volteamos a la esquina donde nos esperaba el carro. Luego pasó la moto que teníamos en la otra cuadra por si alguien nos esperaba. Dimos la aprobación para que se fuera.

Buscábamos más asaltos para organizar. Entre estos, hubo uno que me dejó mucha experiencia a mi corta edad.

Me invitaron a un robo donde tocaba salirle al paso a un automóvil azul. El dinero iba encaletado en el asiento trasero. Era para hacerlo en las afueras de la ciudad. Este nuevo robo le había llegado a ‘Nandito’ a finales del año 1996. Lo organizamos rápidamente y, así mismo, lo llevamos a cabo.

5:30 a.m. en las afueras de Cali, en una vía sin pavimentar, vamos “Mecánico” quien era el dueño del taxi (de bigote, piel blanca, delgado, 36 años), ‘Don Cocho’ (flaco moreno), ‘Nandito’ (tez blanca, bajo, de nariz chata) y yo. Íbamos en camino, buscando ver el carro, ya sabíamos que era color azul, teníamos el número de la placa y conocíamos el conductor al que ya le habíamos hecho el seguimiento para poder estar seguros del trabajo que haríamos.

Llevábamos ya media hora en camino y nos acercábamos adonde se iba a coger el objetivo, paramos un momento dando tiempo para que llegara al lugar que teníamos planeado; era una vía de herradura. Escuchamos a lo lejos el sonido de un motor. Le dijimos a ‘Mecánico’ que atravesara el taxi. ‘Don Cocho’, ‘Nandito’ y yo nos quedamos al lado derecho de la carretera; dejamos las luces encendidas.

‘Don Cocho’ llevaba un 38 Smith, ‘Nandito’ llevaba un 38 Cassidy y yo un 38 Martial.

Desenfundamos los revólveres, nos agachamos en el monte, solo era esperar; cada vez era más cercano el sonido, más se aceleraba mi corazón.

Empezamos a ver las luces, ya no había vuelta atrás; el objetivo estaba a unos metros. Se escuchó el ruido del motor haciendo fuerza para avanzar en la vía destapada.

‘Mecánico’ se hizo el varado, levantó el capó, le miró la placa, confirmó y nos hizo que sí con la cabeza.

El objetivo estaba a diez metros del taxi, pensé que ese era el momento para llegarles.

Les dije: Ahí es.

Íbamos agachados, avanzábamos suave por entre la maleza. De un momento a otro empezamos a correr en dirección al objetivo, me atravesé en el camino, la luz del conductor me iluminó por completo mientras pasaba la vía. Pero ya era tarde, cuando menos pensaron, me había subido en el descanso de la puerta, le apunté a la cara, les dije que se quedaran quietos. Por el otro lado, mis dos compañeros les hablaban para que no se movieran y fueran a reaccionar. Yo le apuntaba al conductor y le decía que lo dejara en neutro, que colaborara para no hacerle nada, que dejara las manos en el timón.

Abrimos simultáneamente las puertas, les dije que no fueran hacer nada raro, que se bajaran lentamente; lo mismo pasaba con el copiloto al otro lado. Mis compañeros les decían: «¡Quietos, quietos!». Me arrimé al conductor con desconfianza, le dije que no fuera a hacer nada. Mientras le apuntaba, lo requisaba; primero la cintura, luego los testículos, le di la vuelta, le requisé toda la pretina, la espalda, luego debajo de los brazos, el pecho, las piernas y, por último, los tobillos.

Por mi parte, no nos responderían con ninguna acción, yo aseguraba siempre mi puesto, mi seguridad, mi trabajo. La seguridad del grupo era prioridad. Ya sabía que una falla en ese momento desencadenaría otros hechos en contra.

Estaba limpio de armas, lo hice tirar al piso. Se pasó ‘Nandito’ hacia mi lado, me dijo que iba a correr el automóvil a un costado donde pudiéramos requisar bien por dentro; le dije que listo. Quedamos de esconder a los manes en el matorral, mientras buscábamos el dinero.

Hicimos parar a los dos señores que habíamos cogido, les dijimos que nos acompañaran y los sentamos a unos metros del objetivo, allí no veían nada por lo alto de la vegetación. ‘Nandito’ se subió al auto, aún estaba prendido, lo corrió unos metros más adelante. ‘Don Cocho’ me acompañó a cuidar a los cogidos. Un momento después, me dijo que iba a ayudar a buscar el dinero para irnos rápido.

No me opuse, porque me gustaba darle vía al asalto. Aunque sabía que, al cuidarlos solo, se podrían llenar de valor y tratar de hacer algo en contra mío o del operativo.

Les hablaba para mantener sus mentes ocupadas.

«Señores no quiero hacerles nada, colaboren, estén quietos que ya en esto acabamos con lo que vinimos a hacer. A ustedes no les va a pasar nada, solo ayuden con lo que digamos».

Más adelante estaba ‘Mecánico’ que nos esperaba con el taxi prendido mientras buscaban el dinero.

Sonaban golpes metálicos, yo me imaginaba a los compañeros en el desespero por encontrar rápido lo que necesitábamos.

Ya empezaba a salir el sol, llevábamos unos diez minutos en desarrollo, pero nada que hallaban el dinero. De un momento a otro se escuchó el sonido de un automóvil a lo lejos. Los que yo cuidaba se pusieron alerta, mi reacción fue hablarles.

«Señores ustedes tienen familia y quieren llegar a sus casas, ¿cierto?, entonces van a colaborar y se van a quedar quietos, o me toca darles bala. ¿Van a colaborar o los amarro y les tapo la boca?, ustedes escogen, lo que no quiero es que me hagan un movimiento raro o me vayan a hacer bulla; ya saben».

El sonido del carro seguía acercándose. Pararon los golpes metálicos por un momento.

Se acercaba más.

Les hice con la mano un gesto, me llevé el dedo a la boca para que guardaran silencio.

El sonido pasaba por nuestro lado, se escuchaban varias voces.

Me agaché un poco más; suavemente les dije a los cogidos que se tiraran al piso. El auto paró unos metros más adelante. Me preocupé.

Se escuchó una voz desconocida que preguntaba fuerte si estaban varados. Les dije a los cogidos en voz muy baja: «miren al suelo, miren al suelo. Ojo, hijos de puta, con alguna vuelta rara o con hacer bulla».

Escuché a mis compañeros diciéndole a la persona que les hablaba, que sí, que estaban varados, pero que ya habían encontrado el daño.

El señor les contestó que si necesitaban algo para ayudarles.

Mis compañeros respondieron que ya habían ubicado el daño, que habían ido por el repuesto y dieron las gracias.

El carro aceleró de nuevo, se escuchó la voz despidiéndose; lo mismo hicieron mis compañeros. Se alejaba de nuevo el sonido.

Les hablé nuevamente a los cogidos, les dije que se estuvieran tranquilos, que ya pronto íbamos a acabar.

Ya habían pasado varios minutos, era mucho tiempo para estar al aire libre. La ventaja que teníamos era que por el camino de herradura no pasaba mucha gente.

Seguía el ruido de los golpes, hasta que por fin escuche que dijeron. «¡Ya, ya la encontramos, ya la encontramos!».

Unos tres o cuatro minutos después llegó ‘Don Cocho’. Me dijo: «Listo». Miramos a los que tenía tendidos en el suelo. Empecé a hablarles.

«Señores no quiero herir a nadie, ustedes se van a quedar tendidos aquí, yo voy a cuidar hasta que mis compañeros vayan lejos. Tengo una moto guardada aquí adelante para irme, si alguno de los dos levanta la cabeza, lo aseguro a bala, ¿escucharon?».

Contestaron que sí, sin levantar la cabeza.

Le dije a ‘Don Cocho’ que arrancara, que yo los alcanzaba en la moto, pero con señas le hacía que ya les llegaba.

Caminó de primero, cuando me llevaba unos 20 pasos, empecé también a hacerlo suave. Al retirarme, les dije: «Van a permanecer diez minutos allí. Voy a cuidar que no se levanten». Seguí caminando, pisando suave, tratando de que no me escucharan. Luego, troté hasta que alcancé el taxi de ‘Mecánico’, que ya me esperaba con la puerta ajustada. Subí, le dije que le diera lo más rápido que pudiera, que los manes habían quedados tirados solamente, porque no me gustaba amarrarlos.

Iba ‘Nandito’ de copiloto, atrás ‘Don Cocho’ y yo.

Les pregunté por el dinero y me mostraron un maletín con bastantes billetes de $ 10.000 y $ 5.000.

Miré hacia atrás y no se veía nada más que polvo, mientras el carro saltaba por todos los huecos de esa carrera.

‘Mecánico’ me preguntaba si los manes habrían visto algo del taxi, yo le contesté que mientras yo los cuidé no vieron nada, que de salida estuve pendiente de que no levantaran la cabeza. Que habían cooperado bastante.

Les pregunté por las llaves del carro y me dijeron que las habían dejado en el tablero pegadas, pero que le habían arrancado unos cables para que no prendiera.

Nos bajamos en la casa de ‘Nandito’. Por su parte, ‘Mecánico’ siguió a guardar el taxi para volver al instante.

Nos reunimos nuevamente para ver el dinero que había.

Lo sacamos del maletín y lo tiramos al piso. Empezamos a acomodar los billetes por tacos; como venían envueltos.

La suma dio $ 120 millones. Contamos los puestos. Éramos cuatro los que estuvimos, más el inicio, otros compañeros y colaboradores, de tal forma que daba de $ 20 millones para cada uno.

Los $ 20 millones que quedaban, los repartimos entre las casas donde nos reuníamos. Terminamos de dividir el dinero y nos fuimos.

Ese mismo día teníamos que movernos de las casas por seguridad, había que cuidarse.

Como yo era buen amigo de ‘Nandito’, me dijo que tenía un familiar en Tuluá, Valle del Cauca, que nos fuéramos para allá. Yo le dije que estaba bien, que arrancáramos de una vez.

Salimos cada uno con su familia, llegamos a la casa del primo; nos acomodaron en dos habitaciones.

Era la primera vez que me traía un dinero como ese, estaba nervioso, solo me daban ganas de tomar líquido. Ese día traté de dormir, pero no pude hacerlo.

La preocupación de lo que se podía venir y la felicidad de lo que podría hacer con el dinero no me dejaban descansar. Conversaba con la mamá de mi hijo mayor sobre lo que haríamos. Lo primero era comprar una casa cerca al barrio de crianza, luego los electrodomésticos y lo que necesitáramos. Éramos una pareja joven con un hijo de un año. Teníamos muchas expectativas por cumplir.

Al otro día nos levantamos, desayunamos las dos familias y nos fuimos a pasear.

Así pasaron varios días. ‘Nandito’ compró una moto DT-125 negra y yo una RX-115 Carnauba. Era el primer transporte que tenía para salir con mi familia y daba estatus porque era la moto de moda para salir de los asaltos.

Nandito’ y yo tuvimos una charla en la que acordamos que no íbamos a ir al barrio Los Robles o a los alrededores para que no nos fueran a entregar, para quitarnos o matarnos por lo que nos habíamos robado.

En ese tiempo había una oficina de cobro que atemorizaba a Cali, una de las primeras en montar este sistema y ese terror. Llevaba el nombre del jefe de ellos: ‘Los Momo’.

Esta era una de las razones por la que quedamos con mi compañero de cuidarnos y no dejarnos ubicar. Siguieron pasando los días, ‘Nandito’ empezó a decirme que iba para Cali a hablar unas ‘cositas’, pero que no se dejaría ver por nadie conocido. Algunas veces regresaba al otro día. Yo guardaba la palabra, si necesitaba hacer algo en la ciudad, lo hacía siguiendo las reglas ya habladas. Regresaba el mismo día y no me dejaba ver por nadie conocido.

Estaba consiguiendo una casa de alquiler para instalarme con la familia por allá mismo.

Había pasado un mes más o menos hasta que un día, hablando con ‘Nandito’, me dijo que ya no pasaba nada en el barrio, que todo estaba sano. La verdad, yo no había escuchado nada tampoco. Me llamó la atención volver a nuestra ciudad de crianza.

Pasaron unos días y volvimos a habitar las casas que ocupábamos antes de irnos.

Hice traer todo lo que había comprado, pero a mi mujer y a mi hijo todavía los tenía donde mis suegros.

Llevaba dos días en la ciudad, pero no dormía en mi casa.

Al segundo día, iba en mi moto por el barrio Mojica. Entró un mensaje al beeper (dispositivo de telecomunicaciones para mensajes cortos). Era ‘Nandito’ saludándome. Le hice la llamada de un teléfono público. En la conversación me preguntó dónde estaba. Yo le contesté el sitio, luego le dije: «Más rato voy».

Me preguntó si estaba armado. Luego me dijo que estuviera alerta que había mucha policía molestando.

Él sabía que yo mantenía armado y que, con revólver en mano, hacía mucho. En ese momento punteaba los operativos.

Le contesté: «Todo bien, ya le arrimo»; terminé de hacer lo que necesitaba y me encaminé a la casa de mi amigo. Pasé el puente entre Mojica y Poblado ll, seguí suave por lo que hoy es La Troncal, volteé por la cuadra que da al hospital Carlos Holmes Trujillo, anduve unas seis cuadras, giré a la derecha por la invasión (donde era mi antigua pandilla), pasé a Los Robles y llegué a la casa de ‘Nandito’.

Lo encontré por fuera, sentado al frente en un asiento plástico. Pensé que, después de lo que habíamos hecho, no debería estar allí por seguridad.

Me saludó y dijo con cara de preocupación, que había que estar pendientes, porque habían llamado a la casa de abajo preguntando por él. Que tuviera cuidado con la policía, que estaban molestando mucho para ese sector. También me dijo que había cosas para trabajar.

Miré el reloj; eran las 7:30 p.m. Le dije que más tarde nos veíamos. Me contestó: «Listo».

Caminé hacia la moto y recordé lo que me había dicho sobre la policía. Me devolví, le pedí que me hiciera el favor y lo guardara, mientras, sacaba de mi cintura el revólver. Pasé a la acera del frente, entré, me ubiqué detrás de la puerta de la casa y lo puse en el suelo.

Pensé que más bien lo dejaba para no tener un problema con la policía. No me gustaba nada que tuviera que ver con ellos.

Pasé nuevamente a la otra acera. Me despedí.

Prendí mi moto y empecé a salir lentamente de la cuadra.

‘Nandito’ me había dado un poco de confianza al estar afuera de la casa.

Llegando a la esquina por la misma cuadra, en la cancha de Quimbaya, ahí mismo en el barrio Los Robles, vi unos manes que no eran del sector. Lo malo, era que iba atravesando por la mitad de ellos. Traté de pasar inadvertido. Pensé en girar a la derecha, hacia la parte de atrás del barrio Calipso, cuando comprendí la magnitud de lo que estaba pasando.

Había unos cuatro en motos, más tres carros con casi todos sus ocupantes; tenían las luces prendidas. Esto me extrañó.

De repente, me salieron al paso unos cuatro personajes. Me hicieron parar. Preguntaron por ‘Nandito’; me preocupé, pero no lo demostré. Miraban hacia los lados. En un momento pensé que era la judicial de la policía, me pidieron documentos y, cuando leyeron mi nombre propio, de una reaccionaron, uno de ellos no aguantó y dijo: «Este es Charlie, este es uno». Comprendí que no eran policías, se les vio el hambre por mí, no era nada encubierto.

Tenía la moto en neutro y no me habían mostrado armas, todavía podía reaccionar.

Puse la mano lentamente encima de la manigueta del clutch; lo fui apretando lentamente.

Empezaron a hablarme algo sobre un robo. En ese momento terminé de llevarlo a fondo, le bajé un cambio, quedé en primera y, cuando menos pensaron, aceleré y arranqué de una vez. Trataron de agarrarme, pero la sorpresa iba primero: les cogí una ventaja de unos 15 metros, escuché cómo aceleraban los carros en el momento en que pasé por el lado de ellos.

Por obligación tuve que cruzar a la derecha en la calle sin pavimentar, detrás del barrio Calipso. Vi que me perseguían, la moto no cogía velocidad por la tierra, piedras y huecos de esta calle. Mandé mi mano izquierda a la pretina, mientras aceleraba. Buscaba mi revólver, cuando caí en cuenta que lo había dejado, sentí el vacío y lo desprotegido que había quedado sin él. Me entró el miedo y aceleré más, pero uno de los carros me llevaba poca distancia. La moto no daba más, subí del segundo al tercer cambio, me incliné un poco hacia la izquierda. Pensé en girar a ese mismo lado para coger distancia. De repente, sentí un golpe seco por la parte de atrás de la moto, como reacción apreté fuerte mis manos a los manubrios, pero la embestida del carro que iba detrás fue tan fuerte que no la aguanté.

La moto me cogió ventaja, perdí el control, iba resbalado contra el piso. Fue tan rápido que no entendía lo que pasaba. El golpe me atontó unos segundos, volví a pensar en el revólver desde el zumbido de mis oídos y de mi cabeza.

Por supervivencia, me paré como pude y empecé a correr. No me daba cuenta de que cojeaba mientras trataba de avanzar. Ellos no se me arrimaban, giré a la derecha por La Troncal. Yendo hacia el barrio Poblado ll, traté de correr una cuadra más, pero el dolor de los golpes en el cuerpo, y lo lastimada que iba mi pierna derecha por la caída, no me dejaban adelantar mucho. A la primera cuadra que vi a mi diestra por toda la avenida, me volvía a entrar al barrio Los Robles, traté de girar, pero las motos y los carros que me perseguían me habían rodeado. No podía más, el cuerpo no me daba, ni tenía energía, ya me apuntaban con sus armas, me decían: «¡Quieto, no te vas a hacer matar, no te movás!» Escuchaba todo a lo lejos.

Yo sabía que esta oficina de cobro me iba a recoger.

Me prendí de la reja del ante jardín de la casa de la esquina, por la que pensaba voltear.

Las luces de las motos me alumbraban la cara, no veía rostros, solo armas, luces, y no escuchaba muy bien en ese momento de aturdimiento por la caída y los golpes.

Se acercaron varios a cogerme mientras los otros me apuntaban, me decían que me soltara de la reja. Yo hacía fuerza para no desprenderme, mientras, cuatro manes me agarraban de los brazos y luego de las piernas. Sabía que lo más posible era que me mataran. Me aferraba aún más. No aguanté más los jalones que me hacían y me solté.

Me llevaron cargado hasta un carro y me tiraron al piso en la parte de atrás. Me decían que agachara la cabeza, que no mirara a nadie.

Se subieron tres más al carro, dos atrás para cuidar que no me fuera a ir y el otro adelante con el conductor.

Ya en camino, pude verle la cara a uno de los que me había cogido. Era el encargado del operativo, hizo parar el carro para hacer cambio de placas.

Hablaba por celular mientras iba en camino, decía que tuvieran listo todo, que ya en unos minutos llegaban. Me decían que agachara la cabeza, unos 20 minutos después, el que iba manejando el carro, les avisa a los otros que más adelante hay un retén.

En ese descuido, mientras ellos miraban hacia allá, yo alcancé a levantar un poco la cabeza: vi a unos 100 metros un pequeño trancón que no reconocí en el momento.

Me alcanzó a ver uno de ellos con la cabeza arriba y de una me gritó: «Agachá la cabeza, hijo de puta, que si llegás a hacer algo aquí ya conocemos donde vivís con tu familia».

Entendí que era un retén. Eso me hizo bajar la cabeza de nuevo, ya estábamos a unos 30 metros de la policía, volvieron a decirme: «Agachá la cabeza hijo de puta, no vas a hacer nada raro porque te matamos».

Sabía que iban motos adelante y carros pendientes de cualquier movimiento.

Quedó todo en silencio; imaginé que ya habíamos pasado el retén, pensé en gritar, tenía susto de que me fueran a torturar por información o por quitarme dinero, pero pensar en mi familia me hizo obedecer.

Con mucho miedo empecé a pensar en todo lo que me podrían hacer. Todavía no sabía quién era el que me había recogido.

De un momento a otro recordé el sitio por donde me llevaban, era el retén de la policía que hacían en la salida de Cali por la portada al mar que va hacia Buenaventura. Me aterré aún más porque me llevaban fuera de la ciudad, lo más posible era que me desaparecieran.

Luego cogieron hacia la izquierda por una calle oscura sin pavimentar. Yo decía en mis adentros: «Ya me van a matar». Las luces de la ciudad ya no se veían.

Pensaba: «Me dicen que me baje del carro en una calle de estas oscuras para torturarme», pero el carro seguía avanzando. Luego de haber recorrido unos 250 o 300 metros, giró a la derecha. Empezaron las luces de la vía a ir y a venir, levanté la cabeza en un descuido de ellos y me pareció ver un sitio que reconocí. Era muy oscuro y solitario, esperaba la muerte en un paraje de estos, habíamos recorrido varios minutos por esa vía, traté de levantar en otro descuido la cabeza.

Vi a unos 60 metros un motel que reconocí en la vía. Casualmente voltearon a mano izquierda por el mismo, así que me ubiqué: era la subida al kilómetro 18. Mi miedo crecía sin saber cuál sería mi destino. Pasaron unos diez minutos más, hasta que llegamos a un sitio donde paramos un momento, mientras les abrían las puertas.

Pensaba en mi hijo Cris, que tenía un año, lo más posible era que no lo volviera a ver.

Los carros siguieron, se parquearon. Me dijeron que no fuera a levantar la cabeza. Se bajaron todos los ocupantes, dejaron solo las luces de los carros encendidas.

Empezaron a hacer llamadas y a decir que ya estaban en el sitio.

Dejaron que me levantara para bajarme del carro. Me encandilaban las luces, no veía nada, me cogieron del hombro y de la pretina del pantalón. Tenían revólveres en la mano, me llevaron hacia una casa finca.

Cuando empecé a caminar, vinieron todos los dolores físicos por la caída.

Cojeando, noté un roto en el jean a la altura de la rodilla, sangraba y se mezclaba con la tierra que se me había pegado; me dolía el brazo derecho, el hombro y el pecho del mismo lado.

Mientras caminaba como podía, me condujeron a una sala grande de una casa muy bonita. El piso era blanco, estaba bien amoblada. Me hicieron sentar mientras me apuntaban con sus armas.

Me amarraron los pies, luego las manos a los descansabrazos, de la silla. Recuerdo que mi buzo beige, con una raya café, de manga larga, estaba roto por el lado del codo derecho y, además, muy sucio.

Miré a los cuatro que habían llegado hasta allí conmigo, no podía creer que estuviera en esta posición, próximo a morir y de qué forma. Era un letargo en mi mente.

Ya no estaba el que los lideró al principio. Había dos de los que me llevaban en el carro, reconocí al que me tumbó de la moto y a uno de los que me arrancaron de las rejas.

Empezaron a hablarme. Me decían que ellos sabían cómo había sido todo, que yo era el que había cogido el chófer. Sentí que se me venía el mundo encima, ya se habían enterado.

Pensé: ¿Será que es el dueño del dinero?

Estaba muy asustado; estar amarrado sin saber qué me iban a hacer o cómo iría a morir era apabullante.

La primera reacción fue negarme. Les contesté que no sabía de qué me hablaban.

Reaccionó uno de ellos y me pegó un golpe en el estómago que me sacó el aire.

Sentí que me ahogaba, me dolía bastante.

Mientras tomaba aire volvieron a preguntarme: «¿Vos, Don Cocho y Nandito?, ¿cierto?, usted cogió al chófer, ‘Don Cocho’ ayudó a coger al copiloto con ‘Nandito’, luego se llevaron el carro para otro lado y vos fuiste el que cuidó a los del carro».

Cada vez que me decían cómo habíamos trabajado me asustaba más.

Lo que me parecía raro, de momento, era que el dueño del dinero no aparecía a preguntarme quién había iniciado ese dinero. Debería estar con más ganas de verdades y de venganza por el irrespeto que por el mismo monto.

Mientras pensaba, les contesté que no sabía nada de lo que me hablaban. Sacó un puño que dio en mi mandíbula, sentí que se me desencajaba. Veía estrellas y, además, amarrado, dolía bastante.

En ese momento caminó en dirección hacia mí el que me había tumbado de la moto. Traía en la mano un objeto metálico, pesado, de unos 25 centímetros, con tres puntas como para enroscarle tuercas. Me miró las rodillas y eligió la que tenía el roto en el jean; se veía en carne viva.

Me amagó con que me la golpeaba. Lo miré a la cara con mucho susto, pero lo reparé mejor.

Me dijo: «Ustedes se robaron un dinero del patrón de nosotros, son $ 120 millones y sabemos que les tocó de a $ 20 millones. Hijo de puta, si no nos colabora, le voy a partir la rodilla con esto». Volvió a levantarlo contra mí.

Les pregunté que, qué era lo que querían que les dijera; esto lo hice porque no veía al ofendido, al dueño del dinero.

Me contestó el que me había golpeado el estómago: «Necesitamos recoger el dinero que le robaron al patrón».

Entre sollozos por el dolor que sentía en mi cuerpo y el instinto de supervivencia les acepté, pero les dije que yo no había ido al robo, que por colaboración me habían dado menos.

Uno de los que estaba ahí sacó otro puñetazo y me lo pegó en el estómago nuevamente.

El que tenía el objeto metálico lo levantó para golpearme.

Yo, sin aire, viendo casi oscuro, con mucho dolor, reaccioné y les dije que yo les pasaba lo que tenía, pero que no me fueran a hacer nada.

Me preguntaron: «¿Cuánto tiene?»

Yo les contesté que tenía $ 10 millones.

El que tenía el objeto de tres puntas en la mano, me contestó riendo y aseguró que ellos sabían cuánto me había tocado.

Me decían: «Vé, gonorrea, hijo de puta, si no me pasás todo lo que tenés, te matamos y luego recogemos a tu familia». Me preocupé y empecé a pensar en ellos.

No quería que le pasara algo a mi hijo, ni a su mamá.

Califiqué esta situación: no podía hacer nada.

A pesar de mis 21 años y corta experiencia, venía a mi mente que alguien me había entregado y, por ende, les habrían pasado la información de todo el robo y repartición.

Noté que no preguntaban tanto por el dinero en general, si no por el mío. Querían que les entregara el que me había robado hacía unos días. Pero también sabía que la ley de esos días en la calle era: al que recogían, lo mataban para no dejar enemigo vivo.

Les dije que les iba a entregar lo que tenía, pero que no me fueran a hacer nada. Que no tenía todo ese dinero, porque el resto ya lo había gastado. Se les notó la ambición cuando les dije esto. Pero yo tenía que llamar para poder dar la orden de que les entregaran.

Contestó el que más hablaba conmigo: «Ojo con alguna vuelta rara, que aquí nadie sabe dónde está. Dígales que no vayan a llamar la policía ni a nadie más. Ya sabe que lo matamos a usted».

Le contesté que yo no iba a hacer nada raro; solo era para decir que entregaran.

Me dijeron que iban a hacer unas llamadas para no matarme por colaborar.

Me dejaron solo unos 20 minutos.

Seguía amarrado de pies y manos. Me dolía todo el cuerpo por los raspones y los puñetazos que había recibido, pero pesaba más el miedo a morir de esta forma.

Empecé a pensar en mi hijo, me entristecía saber que lo más posible era que no lo volvería a ver, pero iba a entregar el dinero porque tenía en mente que lo material se recuperaba. No quería heridos ni algo peor, sobre todo, si de eso dependía la vida de mi familia y la mía.

Comencé a cuadrar mentalmente las cosas para devolver. Pero la llamada principal era para la mamá de mi hijo Cris; ella sabía lo que había hecho con el dinero. Habíamos comprado una casa en el barrio El Vergel en el Distrito de Aguablanca. Le habíamos abonado $ 12 millones al abuelo materno de mi hijo. Había quedado de pagarle por cuotas el resto de lo que costaba.

Compré todo el mobiliario, pagué deudas y guardamos el resto para las necesidades familiares.

Tenía que pensar cómo empezar a entregarles el dinero.

Regresaron los ‘manes’ que me tenían cogido y me dijeron que habían colaborado diciéndole al patrón que yo iba a devolver, que no me matarían, que a quién iba a llamar para empezar a entregar.

Les contesté que lo hacía por mi familia, para que no les pasara nada y para que no me fueran a matar.

Me mostraron un celular Star TAC que servía para que no los fueran a rastrear.

Me advirtieron: «Ojo con lo que dice por ahí, solo hable lo que tenga que ver con esto, dígales que no llamen la policía, porque si no, se muere usted».

Me preguntaron el número al que iba a llamar y marcaron.

Les contestaron; era la mamá de mi hijo, me la pasaron. Ella estaba muy preocupada, casi llorando, me preguntó cómo estaba, si me habían hecho algo.

Le contesté que bien para poder tranquilizarla. Le pregunté cómo estaban ella y Cris.

Ella: Estamos bien, ¿pero usted cómo está?

Charlie: Bien, yo estoy bien. Escuche lo que le voy a decir.

Ella: ¿Está herido?

Charlie: No, tranquila, yo estoy bien. Hágame el favor y présteme atención, que necesito decirle algo, me están pidiendo todo el dinero.

Ella: ¿Lo de estos días?

Charlie: Sí, hágame el favor y les entrega lo que pueda. Hable con su papá a ver en qué me puede colaborar.

Ella: Listo, yo hablo con él, ¿pero lo dejan salir a usted?

Mientras hablaba con ella por celular, el que me lo había pasado, tenía su oído pegado al otro lado de este aparato escuchando todo.

Ella: Vea, dígales que yo les entregó todo, pero que lo suelten, que no le vayan a hacer nada.

Charlie: Yo les digo, hágame ese favor. ¿Cómo están usted y Cris?

Ella: Bien, nosotros estamos bien.

El que sostenía el celular mientras yo hablaba, me hizo señas que le dijera que estuviera pendiente de la llamada. Yo había hecho marcar al fijo de la casa donde habíamos llegado a vivir.

Me hicieron señas de que ya tocaba colgar.

Ella: Vea, ¿de verdad está bien?

Charlie: Sí, yo estoy bien, colabóreme con eso. Se cuida. Le dice a Cris que lo amo mucho.

Ella: Bueno, yo le digo. Él pregunta mucho por usted, acá lo esperamos, ¿oyó?

Se escuchaba su preocupación, su desespero, yo sentía su dolor. Ella trataba de ser fuerte, pero sabía que posiblemente no volvería a escucharme y, menos, volver a verme.

Charlie: Tengo que colgar, los amo mucho.

Ella: Dios lo bendiga, se cuida. Ya hablo con mi papá. También lo amamos mucho…

Ya iba a contestarle que gracias, cuando me quitaron el celular del oído y lo apagaron.

Empezaron a hablarme de nuevo. Tomó la vocería el que tenía el celular en la mano. Me dijo: «Vea, parcero, nosotros llamamos luego a su mujer para que nos diga cómo nos van a entregar el dinero. Todo depende de cómo entreguen, sin vueltas raras, ya sabe que lo matamos a usted».

Ya habían pasado unos 50 minutos desde que me habían recogido.

Seguía amarrado, golpeado, asustado, sin saber de qué forma me irían a matar.

Volvieron a salir a charlar, a llamar para los pormenores de la recogida del dinero, me imaginaba que a eso salían, pero más temía por mi vida.

Unos 15 minutos después, entraron dos de los que habían hecho que llamara.

Me dijeron que más tarde se comunicaban con ella, que todo dependía de la rapidez de la entrega para no matarme. Les contesté que sí.

Dijeron que me iban a soltar un momento de la silla, que ojo con hacer algo, que ahí si me mataban de una vez, mientras me mostraban sus revólveres. Les conteste: «tranquilos, yo no voy a hacer nada».

Uno de ellos guardo el revólver, sacó una navaja y empezó a cortar las amarras de los tobillos. Luego cortó las de mis muñecas.

Se separó de mí, mientras el otro me apuntaba con su arma.

Para poder pararme, tomé impulso con mis manos sobre los descansabrazos de la silla, sentí un dolor terrible en el pecho, el hombro, las costillas, el brazo. La rodilla me falló; volví a caer sentado.

Ya la adrenalina había pasado, con el transcurrir de las horas se había enfriado mi cuerpo. Los dolores eran fuertes.

Se arrimó el que me había desatado las amarras, me cogió el brazo y me ayudó a levantar. El otro me apuntaba y me decía que ojo con hacer algo raro.

Mi cuerpo no tenía energías para nada, ni para pensar en escaparme, solo dolía. Además, pensaba en mi familia.

Ya de pie, con el que me ayudó a levantar, me puso la mano en el hombro, me señaló con su mano un pasillo y empezó a conducirme hacia una habitación. Yo cojeaba, el dolor me hacía ir muy lento.

Mis pensamientos decían que lo más posible era que me mataran, pero me preocupaba más que llegara el dueño del dinero. Él era el más ofendido.

Me señalaron una habitación, volteé a mano derecha para entrar. Era grande, de paredes blancas, con el piso en cerámica blanca. Tenía closet en madera, con cortinas beige estilo persianas que tapaban un gran ventanal. Tenían la luz prendida.

Lo único que amoblaba la habitación, era un colchón tirado en el piso.

Me habló el que me apuntaba con el arma: «Acuéstese ahí, que ya lo amarramos otra vez».

Caminé cojeando hasta el colchón, traté de agacharme para sentarme de una vez, pero al doblar la rodilla y el codo donde tenía las raspaduras, me dolieron bastante, me dejé caer lentamente; sentía dolor en todo el cuerpo.

Empezaron a amarrarme de nuevo: primero las piernas juntas, luego las manos por las muñecas.

Me dijeron que me acostara, que hasta que no se recogiera el dinero, no se sabía qué iba a pasar conmigo. Me recosté, hacía mucho frío. Me encogí de brazos y piernas como pude, porque los nervios y el clima querían hacerme temblar. Buscaba calentarme un poco mientras mi mente terminaba de convencerse de lo que me estaba sucediendo.

Salieron de la habitación y se pararon a un lado de la puerta, hablaron algo y se fue el que me había apuntado con el arma. El que quedo, sacó su revólver y me dijo que no intentara hacer nada, porque si no, le tocaba matarme.

Le contesté que no había problema.

Cogió un asiento, lo puso a un lado de la puerta dentro de la habitación. Me preguntó por ‘Don Cocho’ y por los otros que habían ido conmigo.

Le contesté que no sabía quién era, que no conocía a ninguno. Contestó que ellos sabían cómo había sido todo.

Me quedé callado porque no sabía qué tanto les habían contado de lo que había pasado. Luego estuve pensando en mi hijo y la mamá, en cómo estaría haciendo ella para recoger el dinero. También en cuánto tiempo me matarían y cómo.

Creo que ya habían pasado unas tres horas y media desde que me habían recogido. Me quedé dormido, me vencieron la tristeza, el miedo, el dolor, el cansancio y el frío de la zona.

Desperté nuevamente por ahí unas tres horas después. Abrí los ojos lentamente, esperando que todo lo que me había pasado fuera una pesadilla.

Volví a la realidad. No podía abrir los brazos ni las piernas, seguía amarrado, volteé a dar una ojeada buscando quién me cuidaba. Estaba el mismo.

Sostenía su revolver sobre la pierna derecha; me miró, no dijo nada.

Seguí en mis pensamientos que martillaban mi mente: la entrega del dinero, mi familia, mi vida. Todo regresaba una y otra vez.

Volví a quedarme dormido otros minutos, hasta que desperté en la madrugada. El cuerpo me dolía cada vez más.

Pasaron las horas. Vi cómo amanecía, cómo entraban los rayos del sol por la persiana. Me miré y estaba muy sucio, con la ropa rota y untada de sangre.

El que me cuidaba se paró a un lado de la puerta, cargaba el revólver en la cintura.

Creo yo que, siendo las 7:00 a.m., escuché el sonido de dos carros que llegaban al sitio.

El que me cuidaba pasó hacia la ventana y abrió un poco la persiana. Noté que se relajó, pero a mí me preocupó, porque no sabía si llegaba la hora de mi muerte, no sabía qué había pasado durante la noche. Guardaba la esperanza de entregar el dinero y que me dejaran vivo. Pero también analizaba que ellos no quisieran tener un enemigo vivo, sabiendo que podrían salir del problema de una vez.

Yo sabía que posiblemente era la oficina de ‘Momo’; tenían la fama de matar a la gente después del cobro.

Entró el que lideraba el operativo el día anterior cuando me estaban recogiendo y movilizando. Venía con tres más. Todos con revólveres en la cintura.

Me miraron, el líder me habló, me dijo que si recogían el dinero no me mataban, que estaban en eso.

Les dijo a dos de los que venían con él, que se quedarán cuidándome, que él iba a estar comunicándose para saber qué hacían conmigo.

Dejó a un señor blanco y a uno Maro. El que había amanecido vigilándome salió con el líder y otro que venía con él.

Se escuchaban varias voces en la parte de afuera. Duraron unos diez minutos más, encendieron sus vehículos y empezaron a alejarse los sonidos.

Con la incógnita de si iba a ser mi último día, empezaba la mañana.

Llegó a la casa un señor joven, estaba vestido de botas pantaneras y ropa de trabajo de campo. Miró a los que me vigilaban y les dijo: «Es mejor que lleven a este señor a la pieza que hay allá afuera. Es que puede llegar el dueño de la casa ¡hum! ¿Qué tal que se diera cuenta? Es mejor que lo lleven de una vez».

Uno de los que me vigilaba le contestó que bueno, que ya me movían.

El Maro se vino caminando pesadamente en mi dirección, se paró frente a mí y me habló: «Vea, parcero, le voy a desatar los pies, ojo con hacer bulla, correr o hacer algo raro, porque si lo hace, lo matamos».

Los dos que me cuidaban sacaron sus revólveres; el Maro sacó una navaja y cortó el amarre de mis pies. Pude abrir las piernas de nuevo. Seguía el dolor, traté de pararme, me quedó difícil. El Maro me ayudó a hacerlo. Empecé a caminar lentamente, cojeaba.

Me condujeron por el pasillo nuevamente hasta salir de la casa, luego caminamos hacia la derecha. Vi una construcción en ladrillo de unos cinco metros por cuatro, con techo en teja de barro. Me dijeron que caminara lo más rápido posible, que íbamos para allá y señalaron.

Pensé: «¿Será que me van a matar allí, será que es la disculpa para llevarme hasta ese sitio y solo necesitan que vaya por mis propios medios?»

Sentía miedo de que me fueran a matar. Pasaban muchas cosas por mi mente, hasta que llegué a la puerta de madera, la empujé, estaba ajustada. Se abrió de par en par. Me aterré al ver la habitación tan deprimente, sentí que no era el único que había estado allí en esas condiciones. Era una habitación en obra negra, sin cielo falso, con vigas de madera chonta, con telarañas. Una cama base con el colchón desnudo y una cobija vieja de color café doblada a un lado.

Me hicieron pasar adelante, caminé hasta la cama, el blanco sacó unas cuerdas del bolsillo, me dijo que pusiera las muñecas. Empezó a amarrarme, luego me dijo que me subiera al colchón y me sentara para poder amarrar mis pies. Me advirtieron: «Vamos a estar afuera, ojo con ponerse con vueltas raras, ya conocemos a su familia también». Después de amarrarme me preguntaron si ya había llamado. Les dije que en la noche me habían hecho llamar para decir que entregaran el dinero.

El Maro se quedó mirándome y me dijo: «Ya sabe, nada de vueltas raras. Vamos a estar afuera». Y salieron.

Ya estando solo, mientras pensaba en lo que estaba pasando, observé la habitación detenidamente. Había basura en el piso, cajas de comida, un asiento viejo de madera en una esquina. No se veía como un sitio para habitar, sino como una mazmorra donde se espera la decisión de vida o muerte.

Media hora después llegaron en un carro, unos cuatro hombres más, hablando de cómo me habían recogido el día anterior.

Uno de ellos me decía que el patrón estaba ofendido porque lo habíamos robado, que devolviéramos el dinero a ver si no me mataban.

Contesté con un nudo en la garganta que ya estaban en eso.

Uno de ellos empezó a repararme de arriba abajo, me preguntó dónde había comprado las botas.

Eran unas botas chatas, color café, en cuero nobuk, con cierre interno. Las había comprado en la avenida Sexta, que en ese entonces tenía los almacenes finos. Alguna vez vitrineando las vi, pero su valor era alto y tenía obligaciones por cumplir. Todavía no podía darme un gusto de esos.

Le contesté dónde las había comprado. Me miró y dijo que me las quitara, que se iba a quedar con ellas. Pensé: «Unos bandidos como estos, pegándose hasta de unos zapatos».

Les contestó el Maro que me vigilaba: «Qué se van a pegar de eso, déjenlo sano».

Al otro no le gustó lo que le habían dicho, se pudo notar en su cara. Terminaron de hablar entre ellos en la parte de afuera de la puerta, cerraron nuevamente con una cadena y un candado que unos 15 minutos después sonaba.

Me asusté porque pensé que ya era mi hora. Se abrió la puerta, era el tipo Maro con una bolsa plástica que levantó apenas me vio. Traía una caja con comida y un café en leche en un envase plástico.

Me dijo: «Usted no ha comido, aquí le traigo para que desayune, coma parcero». Le contesté que no tenía hambre. ¿Quién la tendría con un futuro tan incierto? Me repitió que comiera. Le di las gracias.

Salió y puso la cadena de nuevo. No era capaz de comer. Sentía un nudo en mi garganta.

Los minutos eran lentos, pero la cantidad de pensamientos que llegaban a mi mente los rebosaban. Iban y venían recuerdos de momentos con personas y sitios. Me hacía la pregunta muchas veces de si seguiría vivo. Guardaba la esperanza de que después de dar el dinero, me dejaran ir.

Caía en cuenta de la realidad, sabía que lo más posible era que después me mataran.

Pasaron unas horas más, me sentía cansado de estar amarrado. Sonó nuevamente la cadena.

Se aceleró mi corazón, entró el Maro, miró la bolsa que había dejado con comida en la mañana y me dijo: «Tiene que comer».

Le contesté que ya había tomado líquido, mostrando el envase plástico donde venía el café con leche. Me dijo: «Lo voy a soltar de los pies para que camine. Lo voy a llevar para que almuerce en la cocina, pero ojo con correr o gritar, que ahí sí me toca matarlo de una vez». Mientras sacaba el revólver de la pretina del pantalón, luego una navaja de uno de los bolsillos de atrás. Me dijo que me acomodara para cortarme el amarre de los pies.

Mientras lo hacía, me dijo: «Vea, parcero, la orden es tenerlo encerrado, lo voy a sacar como para que camine y coma. Hago esto porque usted me cayó bien».

Mientras me paraba, se retiró unos dos metros de mí, estaba alerta.

El frío y el miedo por morir congelaban mis huesos. Di el primer paso, me dolió todo el cuerpo. Empecé a caminar lentamente y cojeaba. El que me vigilaba caminaba a unos tres pasos atrás de mí. Me señaló una construcción de ladrillo más grande que en la que estaba, me dijo que caminara más rápido, que nadie podía verme.

Caminé unos diez metros para llegar a la otra puerta.

Asomaba un sol escuálido que poco me calentaba. Mi mente vagaba mientras caminaba. Me preguntaba a mí mismo: «¿Será que ella pudo cuadrar eso del dinero?, ¿será que luego de que entregue me matan?, ¿volveré a ver a mi hijo y a mi mujer?».

Llegué hasta la puerta de la cocina y pasé. Estaba el señor con botas pantaneras que había visto en la mañana, era como el cuidador de la casa.

Me senté en una banca de madera, se arrimó el que me vigilaba y le dijo al capataz que me sirviera el almuerzo.

Era caldo, arroz y agua de panela; me imagine que lo había cocinado él. La comida no tenía buena presencia, yo tampoco tenía ganas de comerla.

El que me vigilaba empezó a preguntarme de qué barrio era. Le dije que de Los Robles.

Miró mi plato y dijo: «Coma, hay que comer y no sabemos cuándo terminará esto». Empecé a tomar agua de panela, luego probé la comida, traté de masticar y tragar, pero no pude. Las circunstancias mentales no me dejaban.

Lo miré a la cara fijamente, le pregunté cuál era la orden. Me contestó que vigilarme mientras recogían el dinero, pero que aún no sabía nada.

Intenté comer nuevamente, pero no pude.

Se pusieron a charlar entre ellos mientras yo me hacía el que comía. Escuché que el capataz le decía que era mejor donde me tenían, porque de pronto llegaba el dueño de la casa, aunque casi nunca iba sin avisar.

El Maro que me vigilaba le contestó que ya estaban volteando en eso para que fuera rápido.

Al escuchar eso, volvía y martillaba en mí la duda sobre el destino que correría al final del día. Me preguntaron si tenía hijos, les contesté que sí, que tenía un hijo llamado Cris que para esa época contaba con casi dos años.

Saqué la billetera y de ella una foto pequeña de mi hijo, se las mostré a ellos.

El Maro la miró fijamente, observándola.

Noté en su rostro la conexión que hubo cuando la vio.

Me dijo: «El niño es muy bonito, se ve bien cuidado». Sacó de su billetera una foto del mismo tamaño, la miró por un instante y dijo que el niño mío era muy parecido con el de él. Me la enseñó. De verdad que eran muy parecidos. Tenían el cabello ondulado, color castaño claro, piel blanca y ambos sonreían mostrando sus dos pequeños dientes.

Le dije que lo que hacía era para que él estuviera bien. El Maro me contestó que así era cuando se tenía hijos. Sentí que, a pesar de las circunstancias, entendía.

Volvió a decir que mi niño era bonito. Aproveché para decirle que me colaborara en lo que más pudiera, para poder estar con mi hijo nuevamente.

Habían pasado unos 15 minutos cuando se fijó en mi plato, me dijo que comiera, levanté el vaso de agua de panela y le dije que con líquido nada más. Hizo un gesto como de usted verá.

Me amarró las manos nuevamente, dijo que volviéramos para la pieza donde me tenían. Mientras caminaba hacia el lugar en el que me encontraba prisionero, le dije que me colaborara para que no me mataran.

Contestó nuevamente que iba a hacer lo posible, pero que no prometía nada, porque las órdenes las daba otro.

Minutos después, amarrado, encerrado con cadena y candado, volvieron las imágenes de momentos vividos, de personas, principalmente de mi hijo. Lo más probable era que no lo viera crecer.

Fueron pasando las horas, creo yo que serían las 3:30 p.m.; hacía mucho frío, empezaba a bajar la niebla.

Me arropé y empecé a orar. Le pedía a Dios que, si me iban a matar, que fuera de una vez, lo repetí por varias oraciones. Ya no aguantaba seguir pensando en lo mismo, esto me helaba más el cuerpo y me hacía pedirlo con devoción, pedía que fuera rápido y sin dolor.

A pesar de mi juventud, la situación me había llevado a pensar así, ni siquiera estaba bien físicamente para poder escapar, el dolor en mi cuerpo era fuerte. El frío de la zona y la quietud me iban entumiendo, pero más fuerte era pensar en no volver a ver a mis seres queridos.

Las horas iban pasando, por la oscuridad que había en la habitación, me imaginé que eran pasadas las 5:00 p.m.

Escuché voces que venían en dirección a la puerta. Me asusté muchísimo y empecé a rezarle al Justo Juez, a pedirle que si era la hora que fuera rápido para no sufrir.

Abrieron el candado, zafaron la cadena, empujaron la puerta; quedó de par en par. Venían el Maro y el blanco, que desde temprano no veía, me imaginaba que traían alguna razón.

Me habló el Maro: «Vea parcero, ya recogieron la mayor parte del dinero, pero aún falta. Toca esperar a que llamen a ver qué hacemos con usted».

Sentí un vacío inmenso y mucha confusión. Pero en mi mente le pedí a Dios que lo que fuera a pasar que sucediera rápido.

Me cortaron el amarre de los pies, me dijeron que caminara hacia afuera. Ellos iban a unos pasos detrás de mí con sus armas en las manos. La temperatura seguía bajando, se había nublado aún más.

Me hablaron y señalaron para adonde nos dirigíamos. Mientras caminaba cojeando -lo hacía mecánicamente-, porque eran más fuertes los pensamientos que el dolor físico, me preguntaba: «¿Será que me van a matar aquí o me van a sacar para hacerlo en otro sitio?».

Sentía miedo, pero la resignación que me había hecho tomar el tiempo que llevaba cautivo, me hacía pedir que lo que fuera a suceder, pasara pronto.

Llegamos al sitio en el que me habían bajado del carro el día anterior y me dijeron que esperara allí.

Hablaron un momento y decidieron llamar. El más Maro sacó el celular color gris, lo abrió, empezó a marcar, pero no le contestaron.

Para mí fue eterno ese momento. Volvió a marcar hasta que le contestó alguien.

Les decía que ya estaban listos, que le dijeran qué hacer; le contestaron algo y se despidió.

Le pregunté que, qué habían dicho; me contestó que teníamos que esperar, que ya llegaban.

Aumentaba mi ansiedad, me aterraba no saber qué pasaría con mi vida en unas horas o incluso en minutos. Me imagino que mi rostro reflejaba el miedo a morir.

Unos 15 minutos después le sonó el celular. Contestó de una vez y dijo: «Listo, listo, ¿ya están cerca?».

Cada vez hacía más frío, ya empezaba a caer la noche. No sabía qué pasaba, ni qué esperaban ellos. Lo único que tenía presente en mi mente era que cuando recogían, mataban de una vez, no dejaban enemigo vivo.

Terminó de escuchar lo que le decían. Contestó que ya estábamos esperando. Volví a preguntar qué pasaba. Me dijo que no sabía todavía, que tocaba esperar. Habían pasado unos diez minutos después de la llamada, cuando empecé a escuchar sonidos de carros a lo lejos.

La niebla estaba más espesa, el frío aumentaba, el lugar donde estábamos parados no tenía iluminación, seguía oscureciendo.

Sonó nuevamente el celular. Contestó el Maro: «Sí señor, ya. Ya mando».

La luz y el ruido de los carros estaba ya casi en la puerta de entrada. Colgó la llamada y le gritó fuerte al capataz para que fuera a abrir la puerta, que ya habían llegado. Este señor salió de la cocina al trote, contestó que ya iba abrir.

Me asusté de nuevo, la pregunta con que reaccionó mi mente fue: «Hum, ¿será el dueño del dinero?». No sabía a quién le había robado, ni qué tan vengativo podría ser.

Ya había caído la noche. Las luces se veían en chorro cortando la niebla.

Llegaron al lugar en el que estábamos parados, empezaron a bajar de los carros. Dejaron las luces encendidas. Conté nueve. Se arrimó el líder.

Les preguntó a los que me vigilaban, cómo me había portado. Le contestaron que bien.

Los llamó a un lado, les dijo que necesitaba hablar con ellos. Se juntaron y mientras lo hacían, me miraban. Me imaginé que estaba a punto de dar la orden de matarme.

Los dos que me vigilaban caminaron hacia mí. El Maro levantó el celular y dijo que podía llamar para que me recogieran de una vez.

Quedé sorprendido, no sabía qué pensar, ni qué esperar.

Llamé a la mamá de mi hijo. Ella no podía creer, se emocionó cuando escuchó mi voz.

Ella: ¿Cómo está?, ¿está bien?

Charlie: Sí.

Le pregunté cómo estaban ella y el niño. Me dijo que bien, que ya había entregado el dinero; le dije que me iban a dejar ir.

El Maro que sostenía el celular interrumpió en voz alta y dijo para que escuchara ella. Dígale que lo dejamos en “La Portada al Mar”.

Ella escuchó y me preguntó si podía ir; le dije que me recogiera allí.

Me dijeron que colgara la llamada.

Le dije que en la estación de gasolina nos veíamos y me despedí. Empezaron a subirse a los carros, señalando en cuál me tocaba. Me condujeron hasta subirme, lo hice como pude -por los dolores-, me acomodé en el asiento de atrás; quedé en la mitad de los que me habían vigilado desde la mañana.

Se subió uno más en la parte de adelante con el chófer. Estaba confundido, no sabía qué pensar.

Cuando íbamos a arrancar, se arrimó uno de los ocupantes de los otros carros y me dijo: «Nosotros sabemos cómo fue todo, conocemos a ‘Nandito’ y a ‘Don Cocho’. ‘Nandito’ vive en la cuadra donde te atrapamos y de ese tal ‘Don Cocho’ también sabemos. No te vas a poner con vueltas y a negarte, sabemos que son mentiras lo que decís. Te tenemos a vos y conocemos a tu familia».

Estaban enterados de todo, eso me preocupaba, porque no entendía por qué sabían tanto, si nos habíamos cuidado de hablar y de que no nos vieran; precisamente por eso no habíamos estado en la ciudad.

Me quedé callado, no sabía qué contestar.

Él sonrió y se fue a su carro, que era el primero de los tres. Encendieron los motores y, en el mismo orden en que habían llegado, empezaron a dar vuelta en el parqueadero de la casa. Primero iba el carro donde se subió el líder, seguido por el que me llevaba y uno más a la cola.

Me dijeron que me agachara y mirara al piso. Empezaron a salir de la casa finca, era oscuro y, como no conocía la zona, no lograba ubicarme.

Esperaba que pararan en cualquier momento para decirme que me bajara para acabar con el trabajo.

El carro dejó de andar inclinado y de maquearse por los huecos en las calles destapadas, presumí que ya estábamos en alguna vía que conducía a Cali. En un descuido, en la oscuridad, levanté un poco la mirada y me aseguré de que sí íbamos en dirección a la ciudad.

Tenía muchos parajes solitarios, estábamos a unos 20 minutos de trayecto para llegar.

En mi mente, cada que había una oscuridad larga dentro de la cabina, me imaginaba que iban a frenar el carro para decirme que me bajara, que caminara y, por la espalda, dispararme.

Pensé en lo que le podría suceder a la mamá de mi hijo cuando la vieran. Volteé un poco la cara hacia el lado del Maro, que era con el que más había hablado y, le pregunté: «¿No le va a pasar nada a ella?».

Me contestó: «No le va a pasar nada, al igual que a usted… si no hacen, ni dicen nada, lo mejor es que salgan de la ciudad».

Yo no sabía si creer o no, pero ya todo se lo había entregado al Justo Juez.

Después de haber andado varios minutos, voltearon a mano izquierda. Como estaba oscuro, apenas pude volví a levantar un poco la cabeza, vi que estaba muy solo todo.

Sentía desconfianza.

Pasamos a otra vía, era más iluminada, por ser la principal; supuse que ya estábamos por llegar.

Creo yo que, dos minutos después, me dijeron que levantara la cabeza, que ya habíamos llegado. Todavía seguía en poder de ellos, cualquier cosa podía suceder.

Entraron a la estación de gasolina que queda en toda la esquina sobre la glorieta de La Portada Al Mar. Pararon, me dijeron: «Ojo con hacer algo, nosotros sabemos más de lo que usted sabe».

Había mucha gente en este sitio; eso me tranquilizó un poco.

Me dijeron que podía bajarme. Bajó el que estaba a mi lado izquierdo, luego lo hice yo con desconfianza. Era un carro blanco, lo miré de reojo, mientras caminaba para alejarme lo más pronto de ellos.

Aunque había movimiento de carros y transeúntes, podían poner a otros para que me dispararan y salieran en moto. El carro arrancó y se fue, no quise mirar más hacia atrás.

Empecé a buscar a Liana, la mamá de mi hijo. Era tanta mi emoción y temor, que olvide que cojeaba, que iba con la ropa sucia, rota y con sangre. Algunas personas me miraron, pero en el movimiento no prestaron atención y siguieron.

Por fin la encontré, había llevado a mi hijo Cris. No podía creerlo, estaba vivo y podía ver a los seres que más quería de nuevo. Ella caminó hacia mí con el niño cargado en un brazo y una maletica pequeña en la otra mano. Se notaba su felicidad al verme.

Llegué hasta donde ellos, los abracé fuerte, los besaba, los tocaba… no lo podía creer, estaba vivo y con mi familia de nuevo.

Le pregunté cómo estaban, me dijo que estaban bien. Ella no paraba de repararme, de tocarme, de preguntarme cómo me habían tratado. Me imaginé que, por la facha con la que llegué, pensó que me habían torturado.

Le dije que no, que estaba así porque me habían tumbado de la moto.

Dijo: «Eso me dijeron, mi amor, que te tumbaron para poder cogerte».

Le dije que sí, que me iba escapando en la moto, pero en la destapada no alcancé a voltear a la izquierda para pasar a Calipso, porque sentí un golpe en la parte de atrás que seguí derecho.

Se reflejaba en su rostro la tristeza de ver cómo estaba.

Mientras tanto, mi hijo Cris me sonreía y estiraba los brazos para que lo cargara.

Le agradecí a Dios que estaba vivo y con mi familia. Les di nuevamente un fuerte abrazo para creer que era verdad.

Era de noche, nos hospedamos en un hotel al lado de donde quedaba la registraduría, por la carrera 1 con 25. Me di una ducha, porque desde el día anterior no lo hacía, vi mis raspaduras que aún estaban en carne viva; me ardían. Los golpes del día anterior me habían dejado morados en el pecho, el hombro y la pierna derecha; me sentía engranado.

Mi hijo me hacía juegos en la cama, reímos hasta que cayó rendido por el sueño.

Ella empezó a contarme cómo llegaron a robarse todo lo que habíamos hecho. El papá nos colaboró con todo en ese momento.

Se llevaron el dinero con el que le había comprado la casa, los muebles, el equipo de sonido, el televisor nuevo, el usado, el de los suegros y la ropa usada que les había gustado, hasta los zapatos.

Teníamos muchas dudas de qué había pasado con este asunto. Apenas llevábamos dos días en la ciudad.

Le pregunté por ‘Nandito’, porque él había quedado a unos 70 metros atrás, sentado en el momento en que me estaban atrapando. Me dijo que a él le recogieron únicamente la moto que había comprado y $ 3 millones.

Me pareció un poco extraño, pero era mi amigo. Pensé: al menos no le quitaron mucho y está bien.

Le pregunté a Liana que cuando me recogieron, qué hizo él al ver lo que pasó conmigo…

Liana: Él dijo que había cerrado la puerta y se había ido de una vez asustado, porque no sabía qué era lo que pasaba.

Caí en cuenta que me había dicho que lo llamaron antes al fijo de la casa de abajo y preguntaron por él.

No le presté atención en ese momento y le dije que se cuidara, que no sabíamos quién era.

‘Nandito’ me contestó que estuviera pendiente.

Seguí preguntando por los que habían estado conmigo en el robo.

Charlie: ¿Y ‘Don Cocho’?, ¿cómo está?

Liana: Me imagino que bien. A él no le quitaron nada.

Charlie: ¿Y ‘Mecánico’?

Liana: De él no he escuchado, tampoco le quitaron nada.

Quedé pensativo. ¿Por qué el más de malas, si yo no había dado el lado para que supieran que había estado en ese robo? Estuve cuidando de no hablar con nadie y menos de verme con alguien.

Pero tenía algo que todavía no cambia en mí y es confiar en la gente y, más, si son mis amigos o compañeros.

Entre pensamientos pasaron las horas, hasta quedar dormidos los tres; quedé profundo.

Al otro día nos despertó el niño, estaba contento de verlos y de vivir un nuevo día. Desayunamos en el restaurante de este lugar. Decidimos salir de la ciudad.

Ese mismo día en la noche, estábamos en Armenia, donde la tía de ella.

Pasaron varios días hasta que decidí volver a Cali, ya no teníamos dinero, los recursos se nos habían agotado. Traté de comunicarme con ‘Nandito’ unos días antes para charlar con él, pero no había podido hacerlo.

Regresé a Cali con mi familia.

Ubiqué un número de beeper que me dijeron que tenía. Le dejé un mensaje. Contestó unas horas después. Quedamos en una cita en el barrio San Luis.

Me pareció extraño el tono de la voz. Lo sentí con desconfianza, pero pensé que era normal después de lo que había pasado.

3:00 p.m., barrio San Luis. Llegué a la panadería a la cita acordada. Pedí una gaseosa. Al momento, apareció ‘El Rolo’, uno de los amigos de ‘Nandito’ que trabajaba esporádicamente con el grupo recién formado por nosotros.

Me saludó, pero antes ya había mirado alrededor. Me preguntó cómo estaba. Le contesté que bien, pero que eso me había dejado sin nada.

Me dijo: «Claro, antes está vivo de milagro». Estuvimos unos minuticos charlando hasta que apareció ‘Nandito’ en una moto pequeña.

Lo noté preocupado, pero ¿por qué conmigo? Fue la pregunta que me hice mentalmente, no comprendía la desconfianza, me imaginaba que ellos pensaban que los podría entregar. Me sentía mal, pero comprendía la situación.

Se bajó de la moto. Mientras lo hacía, miraba a su alrededor. Traía un morral, con la correa atravesada en su hombro.

Caminó hasta la mesa donde nos encontrábamos, me saludó de mano, un poco serio, no podía esconder en su rostro lo que pensaba. Era el primer grupo organizado con el que yo trabajaba. Estaba muy joven y poco me conocían en ese mundo.

Me preguntó cómo estaba, le contesté que estaba bien, un poco golpeado. Me subí el buzo y le mostré las costras que tenía de esa caída. Le señalé el hombro y la rodilla, le dije que me habían dado duro contra el piso.

Me contestó: «Usted sabía que no podíamos dar el lado, parcero. Le recogieron todo, a mí me quitaron la moto, el oro y $ 9 millones».

Quedé pensativo, porque a él no lo habían cogido.

Le pregunté cómo habían hecho para recogerle el dinero y las cosas de él.

Me contestó que había visto cuando arrancaron detrás de mí, que había recogido el revólver que yo había dejado detrás de la puerta y se lo había llevado ese día cuando se voló. Que habían hecho abrir la puerta después y se habían llevado todo lo de valor. Le dejaron la razón que dejara la moto allí mismo para ellos recogerla porque, si no, lo mataban.

Contó que le había tocado entregar todo al otro día de la recogida que me habían hecho. Que había quedado sin dinero. Me volví a sentir mal porque sus palabras se escuchaban en el fondo, acusadoras.

Caí en cuenta de mi revólver y le dije que me hiciera el favor y me lo entregara.

Contestó que lo había cogido para él, porque había perdido mucho dinero y que por él no se había perdido. Me quedé aterrado cuando salió con esas palabras, fue la primera duda que sentí de la amistad. Sabía todo lo que había pasado y todo lo que me habían quitado y cómo me iba a salir con eso.

Le dije que se lo había dejado a guardar, que era mío y que entonces, sin él, con qué me iba a cuidar y a trabajar.

Se quedó mirándome, me imagino yo que algo pasó por su mente, porque se le palideció el rostro y empezó a sudarle la nariz. No se opuso a mi reacción; me dijo que al otro día me lo entregaba.

Después de aclarar este tema, siguió preguntándome sobre los que me habían recogido, si reconocía a alguno. Le contesté que no recordaba a ninguno, que había estado encerrado casi todo el tiempo.

Le dije así por la seguridad de mi familia y la mía. Habían pasado unos 20 minutos cuando decidimos no alargar más la reunión.

Quedamos de vernos al otro día para entregarme el revólver y mirar qué hacíamos para conseguir dinero.

A pesar de este problema y de la desconfianza mostrada, necesitaba hacer algo, porque no tenía con qué sostener a mi familia.

Nos despedimos y quedamos en que me ponían un mensaje de beeper para vernos.

Me fui pensativo por la desconfianza que sentían conmigo, no imaginaba por qué motivo, pero le di la razón en el momento, porque él no sabía qué había pasado, ni qué negociación habría podido hacer para que me soltaran.

Le aboné su prevención a la duda, porque era de las posibilidades que se podrían barajar. Yo no dudaba nunca de mis compañeros. Aunque con el tiempo algunas cosas sucedieron y, otras que me contaron, me pusieron a pensar sobre este hecho.

Al otro día recibí el mensaje donde me decían que nos viéramos a las 2:00 p.m. en la misma panadería.

Llegué a la hora acordada, al momento llegaron él y ‘El Rolo’. Me dijeron que fuéramos por el revólver, los noté un poco desconfiados y con más seguridad que el día anterior. Yo no tenía transporte porque la moto de la que me habían tumbado, la policía ya la había recogido y no sabía dónde estaba.

Llegó el ‘Indio’ era uno de los taxistas que volteaban con el grupo. Nos recogió y ‘Nandito’ iba en la moto pequeña en la que había llegado el día anterior.

Le dijo al ‘Indio’ que lo siguiera.

Estábamos en el barrio San Luis, de allí nos fuimos a otro más adentro que se llama Petecuy. Anduvimos unos cinco minutos, hasta que llegamos a una casa en un segundo piso, por toda la avenida principal de este barrio.

Subimos. Nos abrió uno de los hijos de él. Cuando me vieron, la mujer y los niños, como me conocían, se alegraron y me saludaron bien, como corresponde al regreso de un amigo de la casa.

Entendí que a ‘Nandito’ no le había gustado tener que regresarme el revólver, pero era mío y se lo había dejado de confianza.

A pesar de mi corta edad, sabía que para llegar a ganarme el puesto en el grupo tendría que aguantar algunas cosas más, comprendiendo que él era quien lideraba en ese momento.

Sacó mi revólver de la mochila que cargaba desde el día anterior y me lo pasó.

Seguimos charlando con los otros compañeros que habían llegado con nosotros. Quedamos en que lo que saliera para robar lo íbamos a organizar y a hacer.

Así se arregló este suceso entre nosotros. Seguimos haciendo robos de pequeños montos para poder cumplir con nuestras obligaciones. La mayoría de las veces en los asaltos que hacíamos, el que entraba de primero a hacer las cogidas era yo.