Cambiar de nutricionista es como cambiar de escuela. Cuaderno a estrenar, nuevas consignas, otras dinámicas de trabajo. Otras reglas. Ahora puedo tomar café, pero con poquita leche. Chau a mi taza gigante de Friends. “Solo los terneros necesitan tanta leche de vaca”, me dijo el médico ayer. No sé si es médico, en realidad. Creo que sí. Médico nutricionista.

Tenía miedo de que se pareciera a Cormillot pero nada que ver. No podría hacer una dieta con Cormillot, sería demasiada presión. Si no te hace bajar Cormillot, ¿quién? Es carísimo además. Este doctor es caro, sí, pero tiene una atención más personalizada que la que le imagino a Cormillot, tan ocupado con los productos y las revistas y el programa de televisión. El mío también tiene canas y es muy prolijo. Usa un guardapolvo blanco y tiene su nombre bordado en el bolsillo. Anota todo en fichas: lo que yo digo y lo que él me indica. Para el desayuno me sugiere galletas de arroz con una cucharada de mermelada. Para la merienda me propone lo mismo pero en la radio no tengo dónde guardar la mermelada. Tendría que usar la heladera comunitaria, etiquetar el frasco, cuidar que otros no se la coman, buscarla en la cocina cada tarde. Todo el operativo llamaría mucho la atención. No me gusta que miren lo que como. Será un alfajor de arroz, entonces. Son nuevos, con cobertura de chocolate y distintos rellenos. El doctor me explicó que no importan las calorías, lo importante es que no tiene harina. Me recomienda probar el de limón.

Me sorprendí mucho cuando me anotó una banana como colación. Las nutricionistas siempre sacan la banana pero él dice que está bien, que tiene potasio, es dulce y da saciedad. Y es práctica. Su enemigo son las grasas y las harinas, no la fruta. Incluso la papa está permitida. No puedo creer que voy a hacer dieta comiendo papa. Es como un sueño hecho realidad.

Antes de salir de casa preparo la gelatina. Tengo un vasito medidor porque la precisión es esencial. Para que tenga buena consistencia hay que usar la misma cantidad de agua caliente que de agua fría. Y hay que revolver bien, cuidar que el polvo se disuelva parejo en todo el tupper. La diferencia se nota. Para hoy elijo un clásico: frutilla. Light, por supuesto.

Agarro la mochila, la bolsita de la vianda y camino hasta avenida Santa Fe para tomar el subte. Vivo a mitad de camino entre Plaza Italia y Palermo pero prefiero subir en Palermo porque ahí suben todos los que vienen del tren San Martín. En Palermo todavía podés entrar a los codazos y conseguir asiento. En Plaza Italia ya es imposible, y a mí sentada se me hace más fácil calcular. Paso la vista por todo el vagón porque quiero ir en orden. Solo las mujeres cuentan. En la punta hay una piba que debe ir al secundario. Con campera y todo se nota que es muy flaca. Sigo. El abrigo dificulta la estimación, pero aprendí a fijarme en las colas y las caras, ahí está todo. Hay una mina que debe tener 30, pantalón de vestir, botas de taco, saco corto. Es fea, pienso. Tiene el pelo mojado recogido así nomás en una hebilla y está mal teñida. Pero las reglas son las reglas: tiene los muslos finos, un culo diminuto. Voy dos abajo. Sigo buscando, cuento rápido a una rellenita a la que antes le hubiera ganado, pero que ahora es otro punto en contra. Van tres. La amiga con la que charla me genera dudas. ¿Es gordita o solo cachetona? No logro verle el cuerpo, estiro el cuello como si buscara el nombre de la estación. Creo que tiene más o menos mi tamaño, nunca estoy segura con los empates. Por suerte cuando se bajan veo a una mujer en la hilera de enfrente. Va absorta en su celular. Tipea rápido con los deditos gruesos y se ríe. Yo también sonrío. Definitivamente ella es más gorda que yo.

El peso es relativo. Esto es: en relación a los otros. Si estoy flaca me miran más, me dicen más cosas por la calle. Odio que me digan cosas por la calle pero también me dicen cosas cuando estoy gorda. Gorda, me dicen. Y piropos más chanchos. Con las gordas se animan más y encima esperan que agradezcas.

Juan nunca me dice piropos. Tampoco cuando estábamos juntos. No recuerdo que alguna vez me haya dicho que era linda o hermosa. Sí que le gustaba, pero no es lo mismo. Ahora a veces me hace chistes, que tampoco son piropos. Dice que pongo voz sexy para convencer a los entrevistados de salir al aire. Yo me defiendo y me muero de vergüenza. No me gusta mi voz, siento que es muy gruesa y poco femenina. Él dice que no, que nada que ver. Que es una voz rockera. Y que en todo caso siga así porque soy buena productora.

No sé en qué momento me enamoré. Cuando estábamos juntos, yo no estaba muy segura de querer estar con él. Fue un mes y una semana de dejarme llevar. Me gustaba el vértigo del diálogo por chat estando tan cerca, cubrir el monitor para que nadie nos leyera arreglando para vernos después del trabajo, irnos juntos de una salida grupal sin que nadie se diera cuenta. Pero no teníamos citas. Había una urgencia linda con la que nos besábamos cuando al fin nos quedábamos solos y a salvo de las miradas de nuestros compañeros chismosos. Nos besábamos en los taxis, en el ascensor y contra las paredes de su departamento: primero la del living, después la del pasillo, un poco más en la entrada de la habitación y recién ahí a la cama. Los besos eran la mejor parte.

—Sos re mimoso vos —le dije una vez.

—¿Y Boston?

Yo estaba muy ocupada en ver qué le pasaba a él. Quería gustarle.

La discusión pava fue un malentendido, en realidad. Yo lo estaba esperando en mi casa y él había entendido que primero íbamos al bar a tomar una cerveza con todo el grupo. Al principio aproveché la demora para poner lindo el departamento. Limpié un poco, prendí unas velas. Tenía una alfombra de yute que juntaba pelos y era muy difícil de limpiar. No tenía aspiradora así que la única manera era pasar la mano en círculos y arrastrar la mugre que se hacía bolita. Hice eso un rato mientras esperaba y me preguntaba qué podía estar reteniéndolo o si le habría pasado algo o por qué no me llamaba. Hasta que junté coraje y lo llamé. Estaba enojada. Estaba herida, diría ahora. Apenas lo escuchaba, entre la música y los gritos de todos en el bar. Me dijo que me había llamado, pero mi teléfono no tenía crédito para recibir llamadas y él no sabía mi número fijo. Yo esperaba un mayor esfuerzo. Tendría que haber venido igual, preocuparse si no me encontraba, esperarme en la puerta si no estaba, salir a buscarme. Algo más que quedarse donde estaba tomando cerveza.

Quedó aclarado pero no volvimos a arreglar otro encuentro. Ahí empezó a interesarme de verdad. Empecé a leer los libros que habíamos comentado, las series que él mencionaba. En la radio lo miraba desde mi computadora y me levantaba cada vez que él se levantaba. Iba al baño, buscaba agua del dispenser, renovaba el mate.

—¿Querés?

—Dale.

—Tomá.

—Gracias.

Trabajábamos para distintos conductores, mi programa iba después del suyo. Yo había entrado para trabajar en la producción de una figurita de la tele que de pronto quería hacer radio. Si hacen un buen acuerdo comercial, en la radio ganan más que en la pantalla. A algunos de verdad les interesa el formato, pero este llegaba al aire sobre el pucho y con cara de sueño. Se levantaba a las 5 de la mañana, hacía un noticiero muy formal en un canal de noticias, dormía la siesta en su casa y después traía su mal humor a la radio. Decía que quería mostrar otro costado más distendido, con buena onda. Decía que él era divertido pero que la gente no lo sabía porque en la tele siempre le tocaba contar tragedias. En la radio quería chistes, notas divertidas, preguntas picantes. Debía andar por los 50. Usaba mucho perfume y jeans achupinados. Verlo sin traje era como ver a la maestra sin delantal. Para llamarme cantaba mi nombre con el ritmo de una cumbia villera que ya me había saturado en el secundario. “Laura, se te ve la tanga”, decía la canción. Mi conductor solo cantaba “Laura”. Dejaba que otros completaran el chiste. Una vez escuché al operador decir que mi tanga debía estar difícil de encontrar. “Qué malo que sos”, le dijo la otra productora, pero se rio un poquito.

Hacía semanas que no usaba el jean oscuro. Me había empezado a apretar y lo fui dejando de lado, cada vez más al fondo del placard. Mejor el azul gastado, viejo pero cómodo. De batalla. Un sábado quise ponerme una remerita de las que reservaba para salir y no me quedaba como antes. No recordaba el escote tan desbocado. Elegí un vestido suelto y al final me lo tuve que poner con calzas. Antes no era tan corto. Estaba pasando. Yo pensaba que nadie se había dado cuenta porque yo no terminaba de admitirlo. Pero era evidente que era evidente. Había engordado.