A las diez de la mañana del 20 de noviembre de 1975, con el cadáver de Francisco Franco aún caliente, Carlos Arias Navarro se dirige a los españoles por televisión. Es el presidente del Gobierno y lo es desde que Franco lo designó a comienzos de 1974 para un mandato de cinco años. Aún le quedan, pues, más de tres. Su primera frase en ese mensaje televisado pasará a la historia. Su rostro y el tono de su voz, también:
—Españoles, Franco ha muerto.
La puesta en escena es, ciertamente, fúnebre. Imagen en blanco y negro, traje oscuro, camisa blanca, corbata negra. Las manos, sobre la mesa, juntas. El presidente del Gobierno mira a cámara durante cuatro largos y angustiosos segundos. Tras él, su sombra, proyectada en unas cortinas onduladas. Dice «españoles» y baja la mirada. Pausa dramática de dos segundos y vuelve a mirar a cámara. Cuando pronuncia «Franco ha muerto», acompaña la frase con un enfático levantamiento de cejas, y vuelve a bajar la mirada, también el rostro.
—El hombre de excepción que ante Dios y ante la historia asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a España ha entregado su vida quemada día a día, hora a hora, en el cumplimiento de una misión trascendental.
El mensaje es casi mesiánico, identifica a Franco con España, y trata a los ciudadanos con enorme paternalismo:
—Yo sé que en estos momentos llegará a vuestros hogares mi voz entrecortada y confundida por el murmullo de vuestros sollozos y de vuestras plegarias. Es natural. Es el llanto de España, que siente como nunca la angustia infinita de su orfandad. Es la hora del dolor y de la tristeza, pero no es la hora del abatimiento y de la desesperanza.
Arias Navarro tiene el hondo convencimiento de que, ausente Franco, es depositario de una misión, que esboza acto seguido:
—Es cierto que Franco, el que durante tantos años fue nuestro Caudillo, ya no está entre nosotros, pero nos deja su obra, nos queda su ejemplo, nos lega un mandato histórico de inexcusable cumplimiento.
Lo siguiente será echarse la mano al bolsillo interior de la americana para extraer un sobre con el testamento político de Franco. Pero, antes de escuchar a Franco en voz de su autoproclamado albacea, ¿quién es Carlos Arias Navarro, cómo ha llegado hasta aquí y a quién representa?
Presidente del Gobierno desde el 4 de enero de 1974, alcanzó la cúspide de su carrera política inmediatamente después de que ETA asesinara a su antecesor, el almirante Luis Carrero Blanco. Con ese magnicidio, los terroristas eliminaron al hombre designado por Franco para pilotar el posfranquismo. Lo sorprendente fue que el jefe del Estado hubiera designado sucesor al entonces ministro de la Gobernación, responsable de la seguridad del Estado y, por tanto, de no haber impedido la muerte del presidente. Sorprendente, si atendemos a que la lógica castrense del general Franco dictaba que el sucesor fuera el vicepresidente, Torcuato Fernández-Miranda, más aún cuando los días posteriores al magnicidio habían sido gestionados por él con notable éxito, si bien fue un obstáculo para los deseos más viscerales de los sectores más duros del Gobierno y del régimen.
La razón por la que Franco apostó por Arias Navarro es doble. La primera se la espetó a Fernández-Miranda cuando este le preguntó directamente por qué no le había nombrado a él: «¿Quiere usted que le haga presidente con la oposición de toda la clase política?». La segunda, que el sector más duro del franquismo, conocido como el búnker, presionó todo lo que pudo. A la cabeza, la esposa de Franco, Carmen Polo, que iba ganando influencia a medida que su marido iba perdiendo facultades1. En la época circuló el rumor de que ella misma se lo dijo a Arias unos días después: «Menos mal, Carlos, que te ha nombrado a ti. Ahora ya puedo dormir tranquila». Y el propio Franco, en el discurso televisado para todos los españoles del 30 de diciembre, lo dijo a su manera y dejó estupefactos a los telespectadores al referirse al asesinato de su hombre fuerte: «No hay mal que por bien no venga». O dicho de otra manera: desaparecido Carrero y expulsado Fernández-Miranda, Arias toma el mando.
La pregunta es si Arias es la persona adecuada para la España de 1974, y todo parece indicar que no: pero no por su mayor o menor lealtad a Franco, o por su forma de interpretar cómo debe ser el final del franquismo y, sobre todo, el futuro sin él. Sino porque es un político sin proyecto propio y sin liderazgo político, lo que en los veintidós meses como presidente con Franco vivo se resumen en un vaivén político carente de sentido. Eso sí, sirve para extraer conclusiones importantes sobre la España oficial: hay dos sectores, aperturistas e inmovilistas. Franco está en el segundo, no quiere cambios, pero admite que se juegue al aperturismo; y Arias carece de liderazgo y de talento para seguir el juego de las apariencias. Pero sí tiene las agallas, y lo va a intentar. Esa supuesta operación política modernizadora se denomina «el espíritu del 12 de febrero», por la fecha en que Arias la presenta en sociedad.
Aquella mañana de 1974, diez meses antes de la muerte de Franco, Arias supo atraer la atención mediática en las Cortes como pocas veces antes en las tres largas décadas de franquismo. Se trata de un tímido intento de aperturismo apoyado en una parte del Gobierno y en los sectores menos intransigentes de la Administración. Tan tímido, que en su discurso no pronuncia las palabras prohibidas del franquismo: democracia y partidos políticos. El eufemismo utilizado es «participación», como unos años antes se habló de «asociacionismo». Pero ahora, como entonces, Franco no estaba por la labor, de manera que lo único que en la práctica consiguió Arias con su espíritu fue dividir a su Gobierno, poner en alerta al búnker —incluido el Ejército— y perder la autoridad, si es que alguna vez y en alguna medida la tuvo.
Lo que a largo plazo fue más relevante es que consolidó la idea de que el sucesor de Franco sería, por si alguien tenía alguna duda, el príncipe Juan Carlos. No era cosa menor, dado que la nieta de Franco se había casado con un Borbón, y las veleidades de emparentar con la realeza no eran nada desdeñables.
El 20 de noviembre de 1975, Arias se dispone a leer las cuartillas que recogen el testamento político de Franco. La alocución previa del presidente dura tres minutos y medio, algo más de lo que ha tardado en leer el mensaje del jefe del Estado, de dos minutos y medio. Son ciento cincuenta segundos que comienzan con la religiosidad de quien se sabe que va a fallecer: «En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia en cuyo seno voy a morir». Tras pedir perdón y perdonar «a cuantos se declararon mis enemigos sin que yo los tuviera como tales» y destacar que entre ellos sólo se encontraban «aquellos que lo fueron de España», Franco se identifica con España y agradece la «abnegación» de quienes lucharon por «hacer una España unida, grande y libre». Pero a pesar de esa «unidad», inmediatamente Arias lee la frase con mayor significado político:
—No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta.
En su último mensaje al pueblo que ha dirigido durante treinta y seis años, Franco le pide que anteponga la patria a los intereses personales, que no deje de buscar la justicia social y la cultura, y que mantenga «la unidad de las tierras de España exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria».
En la última frase, Arias lee una nueva vinculación entre Dios y España y finaliza sollozando: «Quisiera en mi último momento unir los nombres de Dios y de España y abrazaros a todos por última vez en los umbrales de mi muerte: arriba España, viva España».
De modo que Franco se despide de este mundo vinculando su nombre al de España y el de España a Dios. Indirectamente, está pidiendo continuidad y alerta de que hay otra España, la de los enemigos. En 1975, como en 1939, sigue habiendo dos Españas. Y Carlos Arias Navarro no sólo se emociona al despedirse de su jefe, sino que se identifica con su legado. Por eso, en ese momento, en ese preciso instante, Carlos Arias Navarro está dispuesto a cumplir los deseos del dictador y completar el mandato de cinco años para los que lo designó como presidente del Gobierno: hasta enero de 1979.
Lo que no tiene en cuenta son los planes de la persona llamada a suceder a Franco en la Jefatura del Estado: quien el 20 de noviembre de 1975 es todavía príncipe de España, un título inexistente en la monarquía española, que Franco se inventó seis años antes, en 1969, para nombrarle sucesor a título de rey, y ya de paso jugar a enfrentar al padre con el hijo. A don Juan con don Juanito, que ya no es un niño. Pero ¿cuáles son los planes de ese joven príncipe? ¿Tiene él, a diferencia de Arias, un proyecto propio?