DIZZY

Dizzy regresó a la mesa del desayuno a medio bocado mientras pensaba en que, si el ángel no la hubiera salvado el día anterior, no estaría allí, comiendo mantequilla de lavanda sobre pan de jengibre caliente. Su madre entró en la cocina.

—Buenos días, chouchou —dijo Chef Mamá, tal como hacía todas las mañanas.

—No quiero morirme nunca —le dijo ella—. Pero nunca jamás, así que no tienes que preocuparte de que vaya a suicidarme.

—¡Dizzy! —Su madre pronunciaba su nombre de aquel modo a menudo, como si fuera un improperio—. Nunca se me había pasado por la mente. —Sacudió la cabeza como si quisiera deshacerse de aquella idea—. Hasta ahora.

El rostro de su madre estaba tan cubierto de pecas como el suyo y, además, también tenía una bomba encrespada en la cabeza. Sin embargo, no se parecía a una rana y no tenía la constitución de una pluma.

Chef Mamá dejó el bolso sobre la encimera. Dizzy podía ver el cuaderno que había en el interior. Era la versión bizarra de su madre de un diario y estaba lleno de cartas que nunca enviaba. Decía que había comenzado a escribirlo tras la muerte de su hermano Christophe, cuando tenía la misma edad que Dizzy, ya que había necesitado hablar con él desesperadamente. Al principio, tan solo le había escrito a él, pero, con el tiempo, había empezado a dirigirse a todo el mundo, incluyendo a sus difuntos padres, al padre desaparecido de sus hijos e incluso a la propia Dizzy. Había obtenido aquella información en concreto porque, tal vez, en una ocasión, había fisgoneado en busca de su propio nombre. La mayoría de las veces se trataba de cosas empalagosas sobre lo mucho que la quería a pesar de que fuese un bicho raro y hablase demasiado. También vio una carta para una manzana. Y para un plato que había probado en San Francisco. También había descubierto gracias a ese cuaderno que Chef Mamá preparaba la cena para el padre de Dizzy, desaparecido tiempo atrás, y la dejaba en un calientaplatos. Todas. Las. Noches. Como una rarita en toda regla.

—¿Sabes lo que se me ha ocurrido? —le preguntó a la rarita—. Que no voy a volver a salir de casa nunca más para que no pueda pasarme nada malo. No me aburriría. Podría hacer tartas, ver películas y series y seguir con mis investigaciones. Básicamente, haría lo mismo que hago de todos modos pero sin la amenaza de los accidentes catastróficos o las humillaciones de mis compañeros…

—¿Humillaciones de tus compañeros? ¿Ha pasado algo? ¿Es ese el verdadero motivo por el que saliste corriendo ayer durante la clase de Educación Física?

Tras su dramática partida, habían llamado al restaurante de Chef Mamá desde el colegio y Chef Mamá la había llamado a ella, que le había dicho que le había afectado el calor pero que, ahora que estaba en casa preparando pan de jengibre, se encontraba mucho mejor.

—No —mintió—. No pasó nada. Es solo que hacía mucho calor y… —Siguió parloteando hasta que a su madre se le pusieron los ojos vidriosos. No era la primera vez que se escapaba del colegio.

—No puedes salir corriendo de ese modo, cariño —le dijo ella—. La próxima vez, ve a ver a la enfermera, ¿de acuerdo?

Dizzy asintió y le dio la vuelta a su silla para poder ver mejor a Chef Mamá. Su madre era grande y llamativa. Cuando no estaba trabajando, se ponía vestidos floridos y zapatos de tacón. Le gustaba decir que estaba aplastando el patriarcado al no ajustarse a los estándares socioculturales de belleza femenina esquelética. Tenía los imanes de frigorífico que lo demostraban: «Más revueltas y menos dietas», «Nunca confíes en una cocinera delgada», «Soy feminista, ¿cuál es tu superpoder?». Dizzy pensaba que su madre era preciosa; todo el mundo lo hacía.

Una verdad bien sabida: Dizzy nunca, ni por un solo minuto de su vida, había sido preciosa y nunca lo sería. No había salido ganando en la lotería de la belleza. Se había dado cuenta de que los únicos que decían que el aspecto físico no importaba eran los que no eran bellos como Miles «el Perfecto» y su madre. Claro que importaba. ¿Hola? ¿Acaso había algo más obvio que aquello? Dizzy suponía que, para fundir su alma con la de otra persona, tendría que encontrar a un chico místico que se fijara en el interior; uno que solo viera su buen corazón.

La noche anterior su madre había llegado muy tarde a casa, después de que ella se hubiese ido a dormir, así que todavía no lo sabía; no había querido compartir con ella por teléfono un acontecimiento tan trascendental en su vida.

—Mamá, tengo noticias de última hora; unas noticias increíbles…

Y… su madre estaba llamando a alguien con el móvil. De verdad, Dizzy no existía para aquella gente. Ni siquiera era una partícula de polvo; era un átomo dentro de una partícula de polvo.

—Me alegro de que contratáramos a ese chico como ayudante de cocina. ¿Cómo se llamaba? Félix Rivera, eso es —dijo su madre al teléfono, utilizando su voz de chef—. El plato que preparó… Magnífico. Me gustó todo en él… Sí, especialmente el sombrero de fieltro. —Dizzy sabía que estaba hablando con Finn, su sous chef—. Muy bien, manos a la obra. No, no; mejor, compra achicoria o puntarelle. ¡Espera! ¿De verdad tienen ya flores de calabaza? Cómpralas. No, ¡fletán, no! Me sale por las orejas. Ve mejor a por la trucha.

Dizzy dejó de prestarle atención. Se puso en pie y se colocó junto a la encimera, dejando muy claro con los gestos más dramáticos de su rostro que de verdad necesitaba hablar con ella. No sirvió de nada. El viaje a larga distancia para hacer la compra con Finn siguió y siguió. Empezó a sacudir las manos frente a la cara de su madre, lo que solo logró que ella le diera la espalda y continuara la conversación mirando los fogones.

—Una sopa fría que no sea gazpacho. ¿Qué te parece la de pepino y aguacate? De acuerdo, sí, buena idea. También haremos un crudo de pescado. De acuerdo, sí, con fletán…

—¡Madre! ¡Estoy embarazada! —vociferó Dizzy.

Su madre se dio la vuelta de golpe mientras dejaba caer el teléfono.

—¿Qué?

Había perdido todo el color del rostro. Arggg. Dizzy se retractó.

—No, no. En realidad, no; claro que no. Lo vi en una película, pero de verdad que tengo que contarte algo.

—Dizzy, ¿cómo has podido hacerme eso? Por Dios… Se me ha parado el corazón. —Se había llevado las dos manos al pecho—. Por favor, no vuelvas a hacerme eso nunca jamás. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Chef Mamá se agachó para recoger el teléfono.

—Y ya hemos acordado que no vas a acostarte con nadie nunca jamás. ¿Te acuerdas? —Comprobó el teléfono, suspiró y lo dejó sobre la encimera—. Supongo que el cinturón de castidad todavía te queda bien y que no es demasiado incómodo llevarlo debajo de los vaqueros. —Aquello hizo que Dizzy se riera, lo que, a su vez, hizo que su madre sonriera, de modo que entornó todavía más los ojos ya entornados. Chef Mamá y ella eran compañeras de risas—. Muy bien, ¿qué es tan importante, hija mía no embarazada? Tienes toda mi atención.

—Ayer vi a un ángel. —Se llevó las manos al corazón, tal como había hecho Chef Mamá, para demostrarle que estaba hablando muy en serio—. De verdad, mamá. Un ángel vino a verme. —Se saltó la parte en la que casi la había atropellado un camión y, en realidad, el ángel le estaba salvando la vida, ya que su madre siempre le estaba dando la lata sobre cómo nunca prestaba atención al mundo que la rodeaba, especialmente cuando cruzaba la calle—. Sentí algo muy profundo; todavía lo siento. Algo…

—Tiene que ser una broma. —Chef Mamá alzó las manos—. Es como el asunto de los fantasmas mudos otra vez. Y ¿qué fue después? ¿Que el mismísimo Dios estaba en tu armario? —Una noche, Dizzy había cometido el error de contarle sus sospechas al respecto—. Ahora, se trata de un ángel. ¿Me has hecho dejar la llamada para esto? ¡Dizzy! —Volvió a tomar el teléfono, marcó con fuerza un número y se lo llevó a la oreja—. Finn, lo siento, mi hija ha perdido un tornillo; es cosa de familia… En serio, ¿quién necesita tornillos? —añadió mientras le lanzaba una mirada—. De acuerdo, prosigue. ¿Sabes qué? Voy a acercarme y ya está. Nos vemos en el puesto de la granja Lady Luck en quince minutos. —Colgó la llamada y apuntó un dedo en su dirección—. No dejes que tu hermano entre en esta casa bajo ninguna circunstancia. ¿Me has oído?

—Alto y claro. —Dizzy se acercó hasta la puerta principal, la abrió una rendija y le gritó a Miles «el Perfecto», que estaba sentado en el porche delantero—: Mamá dice que no puedes volver a entrar en casa. ¡Lo siento!

—Muy graciosa —dijo su madre mientras se abrochaba los botones de la chaquetilla de chef—. Lo digo en serio.

No le gustaba mentir, así que dijo:

—Cambiaste las cerraduras, ¿te acuerdas? —Una afirmación cierta que omitía el detalle de que Wynton ya estaba dentro de la casa, gracias a ella—. Mamá, si muero en algún accidente fortuito antes de que volvamos a vernos, quiero que sepas que no te perdono por cómo lo estás tratando. Wyn dice que ni siquiera robó el anillo. Además, cualquiera puede tener un accidente de automóvil.

—¿Qué te pasa hoy? No vas a morir en un accidente fortuito —dijo su madre que, evidentemente, no quería discutir con ella sobre la noche en la que Wynton había destrozado su camioneta tras haberla estrellado, borracho como una cuba, contra la estatua de Alonso Fall, su bisabuelo, que ahora se alzaba decapitada en la plaza del pueblo. La factura del ayuntamiento ascendía a veinte mil dólares y Wynton había acabado en la cárcel.

—Bueno, pero si me muero, ahí están mi testamento y mis últimas voluntades —comentó mientras señalaba una nota que había dejado en el frigorífico aquella misma mañana—. He pensado que era importante que los tuvieras.

Chef Mamá le lanzó la versión divertida de una mirada que quería decir: «¿De qué planeta has salido?».

Chouchou, ¿siempre has sido así de rara?

—Sí —contestó ella—. Y, una verdad bien sabida, mamá: los judíos creen en los ángeles. Tu tradición espiritual; tu pueblo.

Nunca iban al templo, pero su madre preparaba el séder duranta la Pascua judía y, durante Yom Kippur, cerraba el restaurante y ayunaba. Dizzy siempre se quedaba con ella en casa durante el día más sagrado del año, esperando la llegada de Dios y fingiendo ayunar. Aunque, en realidad, se escondía detrás de la puerta del frigorífico siempre que era necesario y se llenaba la boca de cualquier cosa disponible.

Chef Mamá puso los ojos en blanco.

—De verdad… No; no es así. Somos gente práctica.

—En realidad, la religión judía está hasta arriba de ángeles —insistió ella—. Lo busqué anoche después de mi encuentro.

—¡Tu «encuentro»! —Su madre se rio—. ¡Dizzy! Venga ya. C’est folle!

Solo de vez en cuando, a Chef Mamá se le escapaban palabras en francés de entre los labios.

—No es una locura…

Dizzy dejó de hablar porque por las escaleras, pisando con fuerza con sus botas de motero, apareció Wynton. Llevaba puestas las gafas de sol y tenía la cara desfigurada en una sonrisa burlona que dejaba a la vista el diente mellado que le habían dejado después de alguna pelea en el reformatorio. Iba vestido con unos vaqueros negros desgastados y una camiseta también negra con el logo de su banda: The Hatchets. De la boca le colgaba un cigarrillo sin encender. Bajo el brazo, llevaba el maletín destartalado de su violín. Tenía el aspecto propio de la carátula de un disco. Siempre lo tenía. El aspecto de rana con peluca le quedaba mucho mejor a él. O, en general, a los chicos. Especialmente a los que eran músicos.

Una verdad bien sabida: los chicos podían ser feos y sexis en lugar de solo feos.

—¿Me ha parecido oír que un mensajero celestial ha visitado a mi Frizzy? —dijo.

Una sensación placentera recorrió a Dizzy como las llamas.

—¡Sí, así es! —exclamó ella. ¡Al menos una persona de aquella familia la escuchaba, le creía y la apreciaba!

—Me encanta —dijo él mientras dejaba el maletín del violín en el suelo y se colocaba el cigarrillo detrás de la oreja.

Después, en rápida sucesión, le dio un abrazo de oso, la levantó como si estuviera hecha de aire y la hizo girar mientras cantaba Dizzy Miss Lizzy de los Beatles (que, según él, era su banda sonora particular). En una sucesión igual de rápida, ella se sonrojó, chilló, soltó una carcajada y acabó a años luz de aquel mundo triste, aburrido y lleno de pedos en la cara en el que no estaba Lagartija, wyntonizada al cien por cien en apenas cinco segundos.

En una ocasión, su madre (con quien estaba intentando no hacer contacto visual por todo ese asunto de haberle dejado las llaves a su hermano) le había dicho que, en el pasado, solían creer que las trufas blancas se creaban cuando un rayo golpeaba y penetraba un hongo ordinario. Así era como Dizzy veía a Wynton: a diferencia de los hongos ordinarios como ella, su hermano tenía un rayo en su interior.

—Muy bien —dijo él con su voz rasposa mientras la dejaba en el suelo—. Ya iba siendo hora de que hiciéramos algún avance con el Todopoderoso. —Le revolvió el pelo—. Asegúrate de enviarme a ese ángel; necesito algo de intervención divina. —Le sonrió con toda la cara, con cada diente, cada peca y cada arruga—. Te he echado de menos, Frizzy —añadió, y ella notó cómo se le henchía el corazón.

—El ángel tiene el pelo arcoíris largo y rizado. Y tatuajes por todas partes. No te pasará desapercibida.

Wynton abrió el maletín del violín y sacó unas flores silvestres marchitas. Dizzy vio que tenían hormigas en los pétalos. Cuando caminaba, su hermano siempre recogía flores. Mientras había vivido en casa, acostumbraba a dejar ramos recogidos a mano marchitándose por encima de todos los muebles.

Wynton suspiró y volvió su atención hacia Chef Mamá, que estaba de pie junto a la encimera, con las mejillas sonrojadas y clavándole la mirada ardiente en la cabeza. Estaba temblando. Dizzy pensó que aquello era ira real, algo muy raro en su madre, que mantenía la compostura a diario dentro de la cocina caótica de un restaurante. Su hermano se acercó hacia ella con los brazos levantados en un gesto de rendición y las flores marchitas con los tallos rotos en una mano.

Chef Mamá miró a Dizzy con expresión severa.

—¿Lo has dejado entrar? —Ella fingió que, de repente, no podía oír. Su madre se giró hacia Wynton—. Por favor, deja de utilizar el gran corazón que tiene tu hermana para provocarme. No te quiero aquí cuando regrese del mercado agrícola.

Dizzy intentó no sonreír. No sabía que su madre pensara que tenía un gran corazón. Ella misma no sabía que tuviera un gran corazón.

—Entendido —dijo Wynton mientras se llevaba la mano al bolsillo y sacaba algo. Ella se puso de puntillas para poder ver lo que era. ¡Se trataba del anillo de compromiso de diamantes y zafiros! Oh, oh. Sí que lo había robado—. Lo siento —añadió mientras se lo entregaba a Chef Mamá—. Perdóname, ¿quieres? Necesitaba un arco nuevo para una actuación que tengo esta noche. Lo siento mucho, mamá. —Vio cómo su madre tragaba saliva mientras observaba el anillo que tenía en la mano. Parecía a punto de llorar—. Tenías razón: lo robé. Pero, ayer, vendí mi moto para poder recuperarlo en la tienda de empeños.

La sorpresa de Dizzy se reflejaba en el rostro de su madre. ¿Su amada moto?

—De acuerdo —contestó Chef Mamá, arrastrando las palabras.

—No pensaba con claridad cuando me lo llevé.

—Nunca piensas con claridad, ¡ese es el problema!

—Todo está a punto de cambiar en mi vida, mamá. He estado intentando decírtelo. Hay un tipo que va a venir a escucharme esta noche…

—¿Has oído esto alguna vez, Dizzy? Porque, sin duda, yo sí. «Este tipo esto». «Este tipo lo otro». «Tengo una actuación». Y, después, acabamos con mi camioneta destrozada y la policía llamando a la puerta…

—Te devolveré todo el dinero; ya lo verás. Esta vez es diferente.

Hizo una pausa y sonrió con aquella sonrisa que hacía que a las chicas les explotara la cabeza.

Su madre suspiró con cansancio.

—Te has ido de rositas demasiadas veces gracias a esa sonrisa, Wynton. Nada de todo esto tiene gracia. No quiero que acabes…

—¿Como el tío Clive?

—Iba a decir que no quiero que acabes siendo un vagabundo.

Chef Mamá comenzó la búsqueda diaria de sus llaves. Dizzy las vio encima de la encimera, pero no dijo nada. No le gustaba cuando su madre se marchaba. Ojalá tuviera una bolsa como la de los canguros y pudiera pasar el rato dentro a todas horas del día.

—Me despediste, ¿te acuerdas? —dijo Wynton.

—Robaste en el restaurante, ¿te acuerdas?

—Necesitaba el dinero para una maqueta.

—¿Y dónde está esa maqueta?

—La grabará —intervino Dizzy—. De verdad.

Su hermano le sonrió como si fuera un espantapájaros trastornado.

—¿Ves? Frizzy todavía cree en mí.

—Creo en ti, Wynton —dijo su madre—. Podrías haberme pedido el dinero en lugar de…

—¡Oh! —exclamó Dizzy de golpe, interrumpiéndolos—. El tío Clive quería que te dijera una cosa. Soñó que estabas tocando el violín, pero no emitía ningún sonido.

—¿Qué? —El rostro de su hermano se ensombreció.

—Soñó que ya no te quedaba música en el interior. Me ha dicho que era un presagio…

La voz se le fue apagando. Se dio cuenta de que no tendría que haberlo mencionado. A menudo, su madre le decía que tenía que aprender a analizar el ambiente de la sala antes de soltar las cosas. Era evidente que la sala no quería oír lo de aquel presagio.

Wynton frunció las cejas.

—Lo odio. No me cuentes esas cosas. Dios, odio cuando sueña conmigo. —Se frotó los ojos con las manos—. Lo último que necesito hoy es una maldición.

—Las maldiciones no existen. Ni las maldiciones ni los ángeles. ¿Qué os pasa? De verdad, ¿por qué no podéis ser más racionales? —dijo Chef Mamá y, aunque no añadió «como vuestro perfecto hermano Miles», Dizzy lo oyó de todos modos. Supuso que Wynton también. Era increíble la cantidad de cosas que podía decirte una persona sin decirlas de verdad—. Y, Dizzy, te dije que te mantuvieras alejada de tu tío Clive cuando no está sobrio, y es evidente que, últimamente, no lo está. —Su madre divisó las llaves, que estaban escondidas detrás de la cafetera, y las tomó junto con el bolso que contenía el cuaderno.

—Ya lo verás, mamá —dijo Wynton mientras regresaba a la mesa sobre la que había dejado el estuche del violín. Entonces, lo abrió—. Esta vez, sí. —Sacó el instrumento, que resplandeció. Después, les mostró el arco—. Mi puñetera moto a cambio de este muchachote. Escuchad. —Lo pasó sobre las cuerdas—. ¿Alguna vez habíais oído un tono así? —Tocó un poco más—. ¿Acaso la voz de tu ángel era más dulce que esto? No, claro que no.

—¿Has vendido tu moto por ese arco? —Miles «el Perfecto» estaba en la puerta principal y no parecía el mismo de antes. Su mirada era fría, tenía la mandíbula apretada y el cuerpo tenso.

—Sí. —Wynton miró el arco con admiración y comenzó a abrillantarlo con la camiseta.

—Excelente —dijo Miles.

Y, antes de que ninguno fuera consciente de lo que estaba pasando, saltó por encima del sofá de terciopelo rojo y la mesita de café. Iba directo hacia Wynton como si fuera un toro embravecido.

—¡Miles! —exclamó Chef Mamá.

—¡Ángel! ¡Ven ahora! —gritó Dizzy.

Eso hizo que Wynton se riera y se pusiera los brazos sobre la cabeza para protegerse del ataque de Miles. Entonces, se dio cuenta de que su hermano no iba a por él, sino a por el arco que tenía en la mano.

—Ni en broma —dijo mientras se colocaba el arco detrás de la espalda para escudarlo. Sin embargo, fue demasiado lento.

Miles agarró el extremo del arco y se lo arrancó de las manos, abriéndole una herida en la piel al hacerlo. Dizzy vio cómo la sangre se perlaba en la mano de Wynton, dibujando una línea.

Miles «el Perfecto» retrocedió de un salto con el arco en la mano, grácil como una gacela, y, sin dudarlo, lo partió por la mitad con la rodilla como si fuese una ramita. Después, lo sacudió en el aire antes de tirarlo al suelo y salir corriendo por la puerta.

En la ventana más alejada, la misma en la que había hablado con el tío Clive, Dizzy vio a los tres fantasmas: los dos hombres (que ya no se estaban besando) y la mujer pelirroja. En sus rostros muertos había gestos de tristeza y preocupación.

Más tarde, Dizzy se preguntaría qué habría cambiado si no le hubiera dejado las llaves a Wynton o si no hubiera estado en casa aquel día.

Siempre se preguntaría si todo lo que le ocurrió después había sido culpa suya.

TESTAMENTO Y ÚLTIMAS VOLUNTADES DE DIZZY (COLGADOS EN EL FRIGORÍFICO):

A quien corresponda:

En caso de mi imprevista muerte, por favor, sirvan las siguientes cosas durante mis exequias: minisuflés de trufa negra, gougerès con tomillo, tartaletas de calabaza con salvia frita y tostadas de brioche con gravlax, crème fraîche y caviar (no racanees con el caviar, Chef Mamá).

Para el postre: minisuflés de frambuesa y chocolate para que todo el mundo se enamore profundamente y para toda la eternidad, como Samantha Brooksweather y Jericho Blane en Vive para siempre.

Quiero que Wynton toque música calipso con el violín y que todo el mundo baile en los viñedos bajo la luz de la luna. Después de eso, por favor, ved El festín de Babette en el sofá de terciopelo rojo, formando una montaña de gente feliz.

Buena suerte, mundo. Intentaré volver como un fantasma que hable.

Atentamente,

Dizzy Fall.

DEL CUADERNO DE CARTAS SIN ENVIAR DE BERNADETTE FALL:

Querida Dizzy:

Ha sido muy duro ocultarte este secreto pero, al fin, todo se descubrirá la semana que viene. Muy bien, mi chouchou, ¿estás lista? Redoble de tambores… ¡Voy a incluir en la carta el postre que preparaste! (Todavía recuerdo la primera vez que incluyeron uno de mis platos en la carta de la cafetería de mis padres. Era una galette de uvas ácidas y queso taleggio. Fue un momento que me cambió la vida). Se llamarán «Crepes de pétalos de pensamiento con crema de lavanda de Dizzy». A menos que quieras algo diferente. Ya le he dicho a Finn que busque medio kilo de pensamientos frescos.

La única pregunta es: ¿estará el pueblo de Paradise Springs preparado? El otro día, no dejabas de hablar (y hablar, y hablar, y hablar, y hablar, querida mía) sobre la historia de los paracaidistas (¡como debe ser!) y, en mitad de la perorata, empezaste a llamarlos «caminantes aéreos». ¡Ja! Bueno, eso es lo que me ha pasado con tus crepes: me han convertido en una caminante aérea. No puedo esperar nada menos que ver a todo el comedor levitando sobre las sillas al haber terminado tu postre.

Estoy ansiosa de que llegue la semana que viene. Eres mi niña favorita sobre la faz de la Tierra.

Chef Mamá.

Querido Theo:

Anoche soñé contigo. Estábamos haciendo la cucharita y me estabas rodeando con fuerza con los brazos. Podía sentir tu aliento en la nuca y tu mano en la cadera, tus pensamientos en la cabeza, tu alma en mi cuerpo. El amor me desgarró durante toda la noche como una tormenta. Desde entonces, he sentido una angustia desesperada. En el restaurante, para explicar las lágrimas, le he dicho a todo el mundo que tenía alergia.

Esta noche, cuando he preparado tu cena, mi objetivo era trasladar ese sueño al plato.

Aperitivo: tartar de carne con un huevo de codorniz ahumado y aliño de tamarindo. El éxtasis.

Plato principal: confit de pato con salsa de ajos asados y patatas a la sarladaise. La seguridad.

Postre: un pastel Marjolaine con mi nueva receta. El merengue de almendras es ligero y crujiente; el ganache de chocolate, robusto, y la crema de mantequilla de avellanas, increíblemente rica y aterciopelada. Por último, una chorro de crema inglesa regándolo todo. Será como recibir un beso en cada centímetro de tus labios.

Maridaje: un cabernet reserva privada de Bodegas Sage. Pura alegría, patito suertudo.

Te extraño como la tierra extraña la lluvia.

Bernie.