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A la mañana siguiente, un criado la acompañó a su nuevo estudio y le tendió una carta. No tardó en reconocer la inmaculada caligrafía del príncipe regente:

Estimada señorita O’Connor:

Le ruego que acepte mis más sinceras disculpas por mi repentina marcha el día de ayer y por el comportamiento de mi hermano. Espero que se sienta cómoda en su nuevo hogar; le recuerdo que, en caso de que necesite cualquier cosa, puede dirigirse a los miembros del servicio…

El resto del mensaje lo componía una sucesión detalladísima de todos los eventos a los que asistiría Christopher durante la temporada. Además del traje que tendría que llevar para la presentación de las jóvenes en sociedad, que tendría lugar el mismo día de la llegada de su prometida —la primera vez en cien años que la familia real castiliana pisaría suelo avalés sin un estandarte de guerra y una flota entera a sus espaldas—, necesitaría un atuendo distinto para acudir a dos bailes por semana, una chaqueta de caza y, por supuesto, la capa de la boda.

Antes de marcharse de casa, Niamh había hecho acopio de toda la información que había podido encontrar sobre las costumbres nupciales de Avaland. Como parte de la ceremonia, el padrino le colocaba al novio una capa sobre los hombros como símbolo de su nueva labor como esposo y protector. Al parecer, conmemoraba la era de los caballeros, en la que los escuderos los ayudaban a vestirse antes de cada combate. No había nada que le pareciera menos romántico que comparar el matrimonio con la guerra. En Machland, los novios se intercambiaban monedas de oro y bailaban hasta el amanecer. Allí las bodas no solían durar más allá del mediodía.

Al llegar al final de la carta, soltó un gritito ahogado. La infanta Rosa solicitaba que fuera ella la encargada de diseñar su vestido. «Las especificaciones se determinarán a su llegada», había escrito Jack.

Era un honor tremendo; uno con el que ni siquiera se había atrevido a soñar. Sin embargo, unos segundos después, se percató de pronto de qué era lo que le estaban pidiendo: tendría que confeccionar diez conjuntos distintos en cuestión de seis semanas. A pesar de que el rey le había dicho que contaría con un equipo de asistentes que la ayudarían a unir las distintas piezas que diseñara, solo pensar en toda esa cantidad de trabajo la asustaba más de lo que le habría gustado admitir. Tuvieron que pasar casi diez minutos antes de que su agobio se transformara en determinación; no se dejaría amedrentar por ninguna fecha de entrega, por loca que fuera, ni mucho menos por un príncipe difícil de tratar. No cuando su abuela y su madre dependían de ella.

Además, le habían ofrecido un taller precioso.

El servicio lo había abastecido con todo lo que necesitaba y más. Había una rueca en el rincón del fondo, una mesa magnífica junto a la ventana y hasta un telar. Habían vaciado todas las estanterías y las habían rellenado con telas de todos los tipos imaginables y con mayor calidad que cualquiera de las que hubiera podido comprar jamás.

Se quedó de pie en mitad de la estancia, con las manos unidas sobre su pecho. Pensó que jamás querría marcharse de allí; era incapaz de creerse que un lugar así fuera a ser suyo, aunque solo fuera durante un mes.

Pero sí. A pesar de que solo fuera un mes, le pertenecía.

Quizás podría llegar a creer que se lo merecía.

Se arremangó las faldas y comenzó a dar vueltas por la sala. Nadie nunca le había enseñado a bailar, pero de pronto fue como si escuchara el creciente eco de un cuarteto de cuerdas al compás del un-dos-tres de sus pisadas. Y también sintió el peso de una mano en su cadera y…

—¿Se puede saber qué está haciendo?

Dejó escapar un gritito. Al girarse en dirección a la voz, se encontró con el príncipe Christopher. La observaba desde debajo del marco de la puerta. Se soltó el vestido y se irguió, no fuera a ser que de pronto se tropezara con el dobladillo.

—¿Ha llamado?

Durante un instante, lo único que hizo fue seguir mirándola. Su expresión era extraña; una mezcla entre irritación y diversión.

—Sí. He llamado.

—Pues, si no le importa, llame más fuerte la próxima vez.

Notaba el calor en las orejas y, en las mejillas, vergüenza. Era justo por eso por lo que no podía permitirse dejarse llevar por sus «viajes al reino de las fantasías», como los llamaba su abuela. Cada vez que se detenía a disfrutar de algo, cada vez que bebía de ello, ocurrían cosas terribles. Ya había perdido demasiado el tiempo durante tardes enteras, haciendo bocetos de vestidos que eran de todo menos prácticos, por no hablar de imposibles de vender, o soñando despierta mientras se le quemaba el pan que había dejado en el horno. Y, en aquel momento, la persona más crítica que conocía acababa de sorprenderla bailando sola.

—Me está asustando —dijo.

—Era usted quien se encontraba en otro universo; no sé qué culpa tengo yo de eso.

Niamh tuvo que aguantarse las ganas de gruñir; por supuesto que tenía cosas mucho mejores que hacer que solo venir a molestarla.

Lo consideró afortunado de que su voz fuera tan bonita como sus ojos; de lo contrario, no habría sido capaz de soportarlo jamás. Tenía una especie de deje áspero, parecido a cuando las olas acariciaban las orillas rocosas.

Forzó una sonrisa.

—¿Y qué puedo hacer por usted, Alteza?

—No se dirija a mí así; «Alteza» es mi hermano.

Así que iba a resultar que sí tenía algo en común con Sinclair. Ninguno parecía tenerle un especial aprecio ni a los títulos ni a las formalidades. Aun así, Christopher era incapaz de ocultar su verdadera forma de ser: el orgullo que rezumaba —en la forma en la que arrugaba la nariz o curvaba el labio con desdén— dejaba más que claro que lo que recorría sus venas era sangre real.

—¿«Mi señor», entonces?

Exasperado, bufó.

—Limítese a «Kit».

—De acuerdo, mi…

Se detuvo antes de terminar de decir «mi Kit» y arrepentirse de por vida. No. Era demasiado íntimo. No podía llamarlo por su nombre.

Decidió que, entonces, no lo llamaría de ninguna forma.

—Eh… Sí, lo siento. ¿Qué ha dicho que quería?

—Se supone que tengo que tomarme las medidas para que me haga un frac.

Pronunció «tomarme las medidas» como si fuera una especie de método de tortura y «frac» como si fuera el instrumento que se usara.

De pronto, el recuerdo de sus palabras, de su insulto, se abrió paso en su mente: «Antes iría desnudo a mi boda que con cualquier cosa en la que ella hubiera puesto los ojos siquiera». Le seguía doliendo, pero tomó una gran bocanada de aire para recomponerse. Al fin y al cabo, todo el mundo merecía una segunda oportunidad. Al menos, eso le había sugerido Sinclair. A su manera.

—¿Ha cambiado de idea, pues?

En cuanto lo dejó escapar, deseó ser capaz de borrarlo. Pretendía decirlo con cierta picardía; sin embargo, el rencor había abandonado su lengua como si fuera el hilo de un ovillo. Kit cuadró los hombros; tenía los párpados entrecerrados, como si no se fiara de algo.

—¿Idea de qué?

Lo sabes perfectamente, pensó. Aun así, se tragó su herido orgullo. Si estaba empeñado en creer que era tonta y una estirada, que lo creyera.

Con la sonrisa más dulce que fue capaz de convocar, dijo:

—O sea que ya no tiene intención de ir desnudo a su boda.

—Estoy aquí, ¿no? —replicó, sin inmutarse lo más mínimo. Fue casi decepcionante—. Pues venga. Acabemos cuanto antes.

—Como desee.

Aún no se había puesto a investigar el taller, pero no creía que fuera a ser complicado encontrar lo que necesitaba. Comenzó a abrir los cajones de la mesa de trabajo. Le llamó la atención que todo estuviera ordenado por colores y cada herramienta dispuesta con minuciosidad en varias filas. Quien se hubiera encargado de hacerlo debía de ser cuando menos puntilloso. En cuanto a su propio método de organización… bueno, creía que considerarlo un método era pasarse.

Después de un rato fisgoneando por ahí, acabó tomando una libreta, se colocó un lápiz de carboncillo tras la oreja y se pasó una cinta métrica tras el cuello. El príncipe se había quedado en el sitio exacto en el que lo había dejado, con los brazos cruzados y justo debajo de la puerta, listo para salir corriendo a la más mínima provocación. Niamh hizo una seña hacia el espejo.

—Póngase delante, por favor.

Para su asombro, él obedeció sin mediar palabra, aunque comenzó a caminar por el taller como si en cualquier momento uno de los maniquíes de medio cuerpo fuera a lanzarse contra él o como si uno de los rollos de seda fuera a desplegarse para salir volando y estrangularle.

Tenía que admitir que la ponía nerviosa lo cerca que pasó a estar de pronto y que la observara por encima del puente de la nariz. Era delgado como un lobo en mitad del invierno y algo más bajo que la mayoría de los hombres que había conocido. Aun así, ella seguía sin alcanzarlo del todo. Los separaban varios centímetros.

Y eso dificultaría las cosas.

—Un segundo.

Niamh se dirigió a uno de los rincones de la habitación, en el que había un reposapiés, y lo arrastró de regreso. Se quitó la cinta métrica y se subió a la otomana. Las patas temblaron bajo su peso y habría jurado ver que Kit se tensaba, como si por un instante hubiera tenido el impulso de sostenerla, pero se hubiera acabado conteniendo. Le sorprendió tanto que estuvo a punto de caerse de verdad. Tal vez sí tuviera algún tipo de instinto de caballero, al fin y al cabo. Aunque era posible que solo se lo hubiera imaginado.

En aquel momento, había vuelto la atención a uno de los muros y veía cómo apretaba la mandíbula.

Se recogió el pelo, que le caía por los hombros, en un moño para que no le molestara. Su reflejo en el espejo le confirmó que estaba hecha un completo desastre, pero, en realidad, no podía importarle menos. Y tampoco pensaba que fuera a impresionarlo. Ni siquiera intentándolo.

Comenzó a tomarle las medidas: la altura, la anchura de los hombros, la longitud de los brazos. Por algún motivo —casi milagroso—, él dejó que lo manipulara como si se tratara de un muñeco. Y no mostró más que una expresión de ligero martirio.

Sin embargo, cuando quiso darse cuenta ya había acabado con las partes que no consistían un peligro y no le quedaba ninguna.

Un peligro. Qué estupidez. Era una profesional; era él quien, con toda seguridad, empezaría a quejarse y a ponerse imposible cuando se enterara de lo que le tocaba hacer a continuación. Así que pensó que lo mejor sería advertirle y acabar rápido.

—Eh… —Un comienzo prometedor, desde luego. Se aclaró la garganta y lo volvió a intentar—: Voy a tener que acercarme un poco más. Si le molesta…

—Usted hágalo y ya.

—De acuerdo —respondió con otra sonrisa forzada—. Levante los brazos, por favor.

El silencio se afianzó a su alrededor. Sus propios brazos eran demasiado cortos como para poder permitirse evitar ese momento tan incómodo.

Niamh se acercó hasta que estuvo casi alineada a la perfección con su espalda, consciente de cómo el calor emanaba de él junto con su aroma; a brotes a punto de florecer y… a tabaco. Deseó poder dejar de darse cuenta de todo lo que tenía que ver con él. Jamás en su vida había sentido que se autoboicoteaba tanto.

A medida que le fue pasando la cinta métrica sobre el pecho, notó cómo los músculos se le tensaban. Cuando alcanzó con el codo la zona de sus costillas, él contuvo la respiración. La tela de su camisa le acarició la piel y…

—¿Acaso hay algo que tenga que decirme?

La brusquedad de su pregunta se encargó de desviar sus pensamientos del inapropiado sendero que estaban recorriendo.

—¿Eh?

—Lleva comportándose de forma extraña desde que he entrado por la puerta. Si tiene algo que decir, dígalo.

De forma extraña. Vaya cara tenía.

Cualquier rastro de paciencia desapareció de golpe.

—Bueno —comenzó—, ya que es tan amable de preguntarlo, sí: pensaba que, tal vez, querría disculparse.

El rostro del príncipe se cubrió de sorpresa durante un instante; pudo ver cómo comenzó a recomponerse poco a poco al comprender a qué se refería.

—Lo siento.

Fue una disculpa escupida, como si se tratase de un diente roto. Como si la hubiera arrancado tras torturarlo para que confesara sus crímenes. Si no hubiera estado tan enfadada, habría soltado una carcajada.

—¿Eso es todo?

Una chispa de frustración centelleó en sus ojos ambarinos.

—¿Y qué más quiere que diga?

—No lo sé. —Le latía el corazón con tanta violencia que apenas era capaz de escucharse a sí misma por encima de su estruendo. Una parte de ella, muy lejana, sabía que debía detenerse, aceptar sus palabras con una sonrisita y no objetar, que no debía dirigirse así a un príncipe. Quizás era ser consciente del tiempo de vida que le quedaba lo que potenciaba su temeridad. O tal vez solo la pasión por su trabajo; jamás había sido capaz de resistirse a tirar de los hilos sueltos—. Que se arrepiente de haber dicho que mi don era solo un truco.

Por encima del hombro, vio que volvía a fijar la vista en la pared.

—Estaba molesto.

—¡Yo estoy molesta! Para mí, mi trabajo es… —«Todo», estuvo a punto de decir—. Importante.

—No voy a disculparme por no sentir el impulso de arrodillarme maravillado ante usted. No soy yo quien la hizo venir.

—No me refiero a eso. —Le tembló la voz. No podía llorar; jamás se lo perdonaría—. Fue cruel. Y lo sabe.

—Claro que lo sé. Ya le he dicho que lo siento.

De inmediato, supo que esa era la máxima disculpa que iba a obtener de él. No se merecía nada más; era una joven machlandesa, al fin y al cabo. En mitad de la quietud, la distancia entre los dos se extendió aún más.

—Tengo que terminar de tomarle las medidas.

Fue lo único que fue capaz de decir. Tras ponerse a ello, comenzó a sentirse a cada segundo más apagada. Sinclair le había dicho que era inevitable que acabara encontrándose en mitad del fuego cruzado de esa guerra que había decidido librar. Fuera la que fuese.

Fue entonces cuando, de pronto, pudo ver el campo de batalla.

Con dos banderas rojas, el color de los Carmine, clavadas en la tierra: su boda con la infanta Rosa no iba a ser una unión por amor, sino por deber.

No soy yo quien la hizo venir.

Lo único que hago es seguir tus órdenes.

Era su hermano quien había concertado el matrimonio. Y, aunque había accedido, era obvio que pretendía desquitarse con todo el mundo hasta el fin de los tiempos.

De pronto, le sobrevino una oleada de tristeza. Niamh siempre había amado la idea del amor. Lo anhelaba. Y, pese a que nunca lo había sentido, no imaginaba nada más mágico y apasionado, capaz de encenderte desde dentro como una hoguera. Sin embargo, su vida iba a ser demasiado corta; jamás se había permitido cargar a nadie con el peso de aquella verdad. La había llevado consigo desde el día en que había visto por primera vez que sus dedos se volvían blancos por el frío. Aun así, aunque el amor no fuera para las jóvenes como ella, no había forma de silenciar a la romántica empedernida que habitaba en su interior.

Desconocía cómo había surgido. Al fin y al cabo, los mitos machlandeses no destacaban por tener historias demasiado bonitas ni que prometieran amor eterno. De hecho, el romance de la propia diosa Niamh estaba manchado por la tragedia.

Siglos atrás, cuando era reina, había tomado como amante a un joven mortal y lo había llevado consigo a su castillo en la Tierra de la Eterna Juventud. Allí siempre era primavera. Nada moría. Nada cambiaba.

No obstante, tiempo después, el joven había comenzado a sentir nostalgia por lo que había dejado atrás. Ella le había advertido que su familia y sus amigos ya habían muerto, pero era consciente de que no podía mantenerlo allí para siempre, como si fuera un prisionero; su soledad era más fuerte que su amor, así que había accedido a dejarlo ir con la condición de que no permitiera que sus pies tocaran el suelo.

Solo tras cabalgar en busca de rostros conocidos a través de los campos, pudo confirmar que la diosa le había estado diciendo la verdad; todos sus seres queridos habían muerto. Y, mientras se alejaba de la aldea que una vez había sido su hogar, un chasquido había asustado a su caballo y lo había arrojado por los aires. En cuanto cayó al suelo, sus cientos de años de vida se precipitaron sobre él y se transformó en un anciano, débil y enfermo.

Amar cosas frágiles jamás traía nada bueno.

Ella nunca había dado importancia a las leyendas machlandesas. Eran deprimentes. Solo hablaban de guerra, tragedia y del terrible peso del honor. No obstante, en su lugar, había pasado noches enteras entre las páginas de un libro de cuentos proveniente de Jaille. Había encontrado historias sobre niñas campesinas que se escapaban para acudir a bailes con zapatitos de cristal, que se casaban con príncipes gracias a su bondad y su belleza y que amaban tanto que lograban romper hasta las maldiciones más poderosas. Eran historias maravillosas, imposibles y románticas, que la habían hecho soñar despierta durante días.

Y dudaba que alguien como Kit pudiera pensar en tener algo semejante, pero le parecía muy triste que jamás fuera a tener la posibilidad siquiera.

Cuando sintió que estaba a punto de volverse loca por aquel silencio punzante, suspiró:

—¿Hay algo de la boda que le emocione?

Él la observó de arriba abajo, como si no se creyera lo que acababa de oír.

—¿Está intentando provocarme?

—¿Qué? ¡No! Solo… —Tuvo que aguantarse las ganas de estrangularlo con la cinta, aprovechando que se encontraba alrededor de su cuello—. Solo estaba sacándole conversación.

—La mayoría de la gente lo hace hablando del tiempo —objetó, aunque no se le pasó el diminuto deje de admiración resentida—. Usted es mucho más impertinente.

—Y usted no deja de replicar por todo.

A pesar de que entrecerró los ojos, no parecía enfadado. De hecho, era casi… incredulidad.

—Así que ahora me regaña.

—Pues… —Sintiéndose de pronto ridícula y expuesta ahí, mirándolo desde lo alto, se bajó de la otomana. Se quedó a la altura de su barbilla—. Quizá sí.

Pudo ver la fría diversión en sus ojos.

—Muy bien. Siga, entonces.

—Entiendo que esté lidiando con sentimientos complicados y mucha presión, pero… —Él soltó un risita. Aun así, siguió hablando; se negaba a prestar ni un segundo más de atención a su desdén—. Pero todo este proceso será mucho más sencillo si colabora. Su hermano…

—El problema es que usted no sabe nada de mi hermano.

De pronto, los muros que había construido a su alrededor se vinieron abajo y todas las armas postradas en las almenas se fijaron en ella.

Quizá si no hubiera sentido tanta rabia, si no hubiera leído lo que había escrito Lovelace, si no hubiera sufrido ya que dos personas la hubieran menospreciado por ser machlandesa, se habría acobardado. Sin embargo, algo en su interior, algo ardiente, le impedía mantener la boca cerrada.

¿Cómo era posible que alguien como él se sintiera así? Era un príncipe, hijo de uno de los hombres más poderosos en el mundo, y vivía en el palacio más hermoso que había visto en su vida. Jamás había pasado por penurias. Aquella era la primera vez que se veía obligado a hacer algo que no quería, ¿y esa era su forma de comportarse? Si quisiera, Kit podría convertir sus sueños en poco menos que un daño colateral; estaba segura de que lo haría sin pestañear.

Darse cuenta de eso fue un pinchazo en el estómago que acabó con todo el sentido común que le quedaba.

—Tal vez no —respondió—, pero sí lo conozco a usted. No se preocupa por absolutamente nadie más que por sí mismo; no me extraña que esté tan amargado. Y lo peor es que piensa en hacer todo lo que esté en su mano para que el resto de las personas lo estén también.

Lo vio abrir los labios, sorprendido, como si aquello lo hubiera afectado de verdad. Lo parecía. El estómago se le retorció por la culpa. No se sentía mejor por haber alimentado su rabia; lo único que había hecho había sido escarbar más profundo en la herida.

No obstante, un segundo más tarde, ese atisbo de dolor y vulnerabilidad abandonó su expresión para ser sustituido por el desdén que ya le era familiar.

—Esa ingenuidad le saldrá cara algún día. La corte de Avaland es un foso de víboras. Lo mejor es preocuparse por uno mismo. Siempre. Espero que le quede claro ahora, antes de que se descubra metida hasta el cuello.

Eres lista, Niamh, le había dicho su abuela la noche en la que había llegado la invitación al palacio, pero tienes la cabeza en las nubes. Aún no has visto lo cruel que puede llegar a ser el mundo.

El recuerdo fue como una bofetada.

La vida que le había dado su familia había sido feliz. Jamás había tenido que vivir la guerra. No había pasado hambre. De pequeña, había dedicado sus días libres a recorrer los rincones de Caterlow y a deslizarse por los montículos sagrados, tentando a los Justos para ver si se la llevaban consigo. No obstante, sí había visto oscuridad.

La había visto persiguiendo a los adultos del pueblo como un espíritu. Había sido testigo de las impredecibles oleadas de su pena y de sus cambios de humor, de cómo variaban —volviéndose océanos oscuros y opresivos— con la llegada de la época de cosecha y de cómo se calmaban de golpe en cuanto la primera patata surgía de la tierra.

Tal vez no había experimentado la crueldad en su propia piel, pero reconocía las cicatrices que dejaba a su paso. Y, aunque tal vez sí era inocente y distraída, no era ninguna tonta.

—En caso de que lo haya olvidado, vengo de Machland. Sé de primera mano cuán horrible puede llegar a ser la nobleza. Dice que la desprecia, pero es uno de ellos. De hecho, es peor que ellos. La magia de su familia fue la que causó la plaga en mi país y su padre no hizo nada mientras la gente moría de hambre. —Dio un paso hacia él; uno tan amplio que volvieron a quedar a escasos centímetros de distancia—. Y ahora su hermano tampoco está haciendo nada para evitar su sufrimiento. Lo único que lo he visto hacer es quejarse una y otra vez. Si de verdad cree que son tan terribles, ¿por qué no ha hecho nada al respecto?

Era como si el aire entre los dos estuviera a punto de incendiarse. Sus respiraciones sonaban agitadas y Niamh habría jurado que el pulso se le había acelerado tanto que incluso él podría oírlo. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos centelleaban por la ira. Aunque más allá vio algo más, algo borroso y pequeño, pero que terminó de arrebatarle el aliento. Vergüenza.

—Hemos acabado por hoy —le dijo.

—¡Espere! Eh…

—Lo siento.

Cerró de un portazo.

La tensión la abandonó por completo y se dejó caer sobre la otomana. Hundió el rostro entre las manos para contener un gritito y poder liberar al menos un poco de la energía contenida. ¿Qué había sido eso? ¿Cómo se le había ocurrido discutir con el príncipe de Avaland? Aunque hubiera sido una discusión de la que él había huido.

Había hecho que un príncipe saliera corriendo.

Por alguna razón, se notaba temblorosa, como si acabara de descubrir un nuevo tipo de magia en sus manos. Ni siquiera reconocía esa parte de sí misma, tan impulsiva y dispuesta a engarzarse en confrontaciones. Era como si la discusión la hubiera transformado en otra persona. Ella nunca comenzaba las peleas, nunca usaba sus palabras con intención de hacer daño; sin embargo, Kit Carmine tenía algo que la sacaba de quicio. Y que le arrebataba cualquier brizna de instinto de supervivencia que tuviera.

Si le contaba a Jack lo que acababa de ocurrir, podría despedirla de inmediato. El simple pensamiento la puso alerta. No le quedaba alternativa: debía demostrar lo que valía de una vez por todas.

Le haría un frac que no podría evitar adorar.

Eso significaba que tendría que resistir la tentación de usar tela magenta o naranja solo para molestar; de todos modos, él ya la detestaba. No era necesario pasarse. Aun así, un color brillante combinaría a la perfección con su pelo y el amarillo destacaría el tono dorado de sus ojos y…

Céntrate, Niamh.

Echó un vistazo a su alrededor. Tuvo que parpadear un par de veces para que la vista se le ajustara; de pronto, todo se había vuelto más oscuro.

No tardó en reparar en que la mitad del ventanal estaba cubierto de ortigas; se adherían al cristal casi con ansia, como si fueran dedos puntiagudos que trataban de abrirse paso al interior. Sus flores, no obstante, eran doradas en lugar de rosas. Dudosa, cruzó el taller para abrirlo e hizo presión para soltar parte de ellas. Las vio caer en la distancia.

Aquella era la magia de Kit, tan hermosa como nociva.