2

Debía de haberlo escuchado mal.

O quizás estaba tomándole el pelo. Sí, tenía que ser eso. No era posible que alguien, y mucho menos un noble, fuera tan extremadamente grosero. Aun así, su expresión no varió un ápice, ni siquiera cuando Niamh se forzó a reír; se mantuvo en el sitio, con los brazos cruzados y la mirada clavada en ella. Le pareció que estaba retándola. Y también tendiéndole una trampa.

Solo una necia mordería el anzuelo.

—Niamh Ó Conchobhair. —Trató de inclinarse lo máximo posible, esperando que fuera lo correcto y arrepintiéndose de no haber escuchado a Erin mientras le hablaba de la alta sociedad avalesa y su absurdo protocolo de formalidad—. Es un honor presentarme ante usted.

Aquello no pareció suficiente para responder a su pregunta. De hecho, sintió que le desagradaba incluso más.

—No me cabe duda —replicó y, después, se dirigió hacia el príncipe regente—. ¿Se puede saber qué estoy haciendo aquí?

—Esta joven —respondió— será tu costurera, Kit.

Tu costurera.

Toda la sangre le abandonó el rostro. Ese joven tan desagradable era el hermano del príncipe regente. El segundo hijo del rey de Avaland. El príncipe Christopher, duque de Clearwater. El futuro esposo.

Aunque él ni siquiera se dignó a volver a mirarla.

—Ah. Así que me has organizado una encerrona.

—No pensaba que una simple presentación fuera a suponerte tan terrible afrenta. —Después, el regente bajó la voz—: Perdóname por creer que tal vez te gustaría hablar con ella antes de que procediera a tomarte las medidas.

—Claro, porque ¿cómo ibas a haber pensado lo contrario? —Su expresión se volvió incluso más airada; cada sílaba que pronunciaba estaba cargada de resentimiento—: Lo único que hago es seguir tus órdenes.

Fue entonces cuando Niamh lo escuchó: un trozo de cerámica que se quebraba y caía contra el suelo. Se volvió de inmediato en su dirección y estuvo a punto de dar un respingo.

El acebo que reposaba en una de las macetas de las esquinas del salón había comenzado a crecer y, mientras las raíces trataban de abrirse paso por el hueco roto, las venas de sus hojas refulgían en dorado. Se disponían a la perfección unas sobre otras, como arreglos florales. Parecía ser que la ira del príncipe regente era tan precisa y meticulosa como todo él.

Consiguió recuperarse lo suficiente del asombro como para desear haber mantenido la boca cerrada.

Con cada nueva generación, la magia desaparecía poco a poco. Y, en la actualidad, no era común encontrar resquicios tan poderosos como aquel.

En absoluto.

Durante toda su infancia había escuchado historias de terror que hablaban de las capacidades mágicas de la familia real avalesa, los Carmine. Cómo habían provocado la plaga que había asolado su país. Cómo, durante la Guerra de la Independencia machlandesa, habían hecho surgir de la mismísima tierra zarzas que habían atravesado a sus hombres como si de bayonetas se trataran. Siempre había creído que no eran más que exageraciones. En aquel momento, sin embargo, supo que eran reales.

Aun así, le resultaba imposible comprender cómo el rey podía haber sido capaz de usar todo ese poder de forma tan despiadada. Si no lo hubiera hecho, no habrían obligado a tantísimas personas a subirse a un barco para marcharse de su hogar. Su familia no habría tenido que sufrir tanto y no habría tenido que dejar atrás todo cuanto conocía para ayudarlos. De repente, un ramalazo de rabia la recorrió de arriba abajo. Incluso ella misma se sorprendió.

No obstante, el príncipe regente parecía demasiado centrado en su hermano como para prestarle atención. Le escuchó dejar escapar un suspiro y el centelleo dorado que había cubierto sus pupilas desapareció. Fue entonces cuando regresó la viva imagen de la compostura.

Casi como si eso lo hubiera convocado, un sirviente surgió de entre las sombras, sacó un par de tijeras de podar del bolsillo que tenían sus ropas a la altura del pecho y comenzó a repasar las hojas de acebo hasta que alcanzaron un tamaño más razonable. Aquello se encargó de rellenar el silencio. Al cabo de un rato, otro sirviente apareció para encargarse de barrer los fragmentos rotos de la maceta.

—Continuaremos nuestra discusión más adelante. En privado. —Tras sus palabras, el regente se dirigió a Niamh. Su expresión mostraba el respeto con el que se presentaría ante una mujer noble; no ante una joven machlandesa. Y la verdad era que, tras la oscuridad que había sumido sus pensamientos y el trato que le había dado el ama de llaves, la pescó desprevenida—. Lamento profundamente el comportamiento de mi hermano, señorita O’Connor. Parece haberse olvidado de dónde nos encontramos.

El aludido dejó escapar un sonido que no podría haberse considerado una risa.

—Lo que sea que tenga que decirme puede decírmelo aquí.

La indignación la golpeó en el pecho. Era una persona, no un mueble ni un peón en esa ridícula guerra que ambos se traían entre manos. De hecho, quizás él debía replantearse si de verdad podía tratar a su hermano —y, en concreto, al gobernante de facto de aquel reino— con tanta insolencia delante de una desconocida. Sin detenerse siquiera a pensarlo, dijo:

—Entiendo, entonces, que no está usted demasiado interesado en la moda.

El aire se cargó de tensión. Ambos príncipes la contemplaron con genuino asombro; tuvo que esforzarse para no amedrentarse.

Dioses. ¿Qué acababa de hacer?

No obstante, Christopher no tardó en volver a fruncir el ceño.

—No. La considero una pérdida de tiempo.

Su cortante respuesta la sobresaltó. Ni siquiera se había molestado en fingir decoro; no, había decidido insultar su trabajo. Con toda la gentileza que fue capaz de reunir, replicó:

—A mí, personalmente, me apasiona.

—Ah, ¿sí?

Por alguna razón, en aquella ocasión había cierta curiosidad en su tono, lo cual le agradó lo suficiente como para meditar cómo contestar.

Podía hacerlo de cientos de formas distintas: con que coser era lo único que se le daba bien o con que era la única que había obtenido el don de su familia en dos generaciones y que le correspondía preservarlo para que no terminara por extinguirse. O con que, a pesar de toda la presión, las largas horas de trabajo y las lágrimas que había derramado, no había nada en el mundo que la llenara tanto como hacer felices a los demás.

Al final, se decidido por algo prudente aunque cierto:

—Me gustan las cosas bonitas. Y me gusta crearlas para que los demás se sientan también de ese modo.

—Vaya estupidez. —Habló de pronto con tanta frialdad y desdén que fue como si le echaran sal en una herida abierta—. ¿De qué sirve dedicar la vida a la belleza? No es más que el objeto de interés de aquellos estúpidos que lo único que saben hacer es pavonearse por ahí y atragantarse con sus halagos.

Niamh retrocedió. No era solo que fuera grosero; estaba siendo cruel. Y, si era franca, le parecía completamente ilógico. Era él quien iba a casarse. Era él quien en ese mismo momento llevaba unos zapatos que costaban más de lo que ella ganaba en un solo mes. Era suyo el chaleco de seda que casi suplicaba aparecer en un pasquín de moda. ¡Seda! En pleno verano, nada menos.

Deseó que estuviera muriéndose de calor. Deseó que…

—Muestra más respeto hacia nuestra invitada, Christopher —intervino de pronto el regente—. No pertenecerá a la aristocracia, pero tiene sangre divina.

Jamás había escuchado ese término, «sangre divina». Aun así, era obvio a qué se refería: a su ceird, a su don. A la magia. Quizás los avaleses creían también que procedía de los dioses. Aquello significaría que sus mitos se parecían más a los suyos de lo que le habían hecho creer.

Hacía muchos años, según la leyenda, cientos de dioses habían cruzado el mar para llegar a Machland y la habían convertido en su hogar, pero, antes de esconderse tras el velo del Domhan Síoraí, varios habían tomado a algunos humanos como sus amantes, lo cual había dotado de magia a su descendencia. Aquellos que desarrollaban un ceird afirmaban que su estirpe provenía de uno de los Justos.

De Luchta, capaz de crear espadas y escudos que determinaban el desenlace de las batallas; de Dian Cecht, cuyos remedios podían sanar toda herida; de Goibnu, cuyos banquetes saciaban el hambre de cualquier hombre durante una década completa; de Bres, que podía poner fin a cada enfrentamiento con nada más que su lengua de oro; de Delbaeth, que arrojaba fuego por la boca como los dragones. O, por supuesto, de aquella que le había dado nombre: Niamh, la diosa de la Tierra de la Eterna Juventud. Lo cual siempre le había parecido irónico; una broma de mal gusto.

—Como quieras, Jack. —Regresó a ella—. Veamos, pues, qué tiene que ofrecer.

No le pasó desapercibida la amenaza implícita: Deme una razón para no enviarla al primer barco de vuelta. No era que supiese que era superior a ella; era que se consideraba como tal.

Desde que había recibido la invitación del príncipe regente, había tenido claro que se trataba de una prueba más, no de una recompensa por todo lo que había logrado. En aquel lugar, como plebeya, como machlandesa, tendría que trabajar el doble para asegurarse el sustento.

La determinación se encargó de prenderle fuego al miedo; lo único que quedó, ardiente en su interior, fue la necesidad de no solo demostrarse a sí misma lo que valía, sino también a él.

—Será un placer. —Las palabras escaparon más afiladas de lo que pretendía—. Pero necesitaré que alguien me haga llegar mis pertenencias.

El príncipe regente —Jack— apenas tuvo que alzar un dedo para lograr que uno de los sirvientes abandonara el salón de inmediato.

—Tome asiento y póngase cómoda, si lo desea. Le llevará un momento.

Se dejó caer con delicadeza justo en el borde de una silla.

—Se lo agradezco, Alteza.

Un minuto más tarde, el sirviente estuvo de vuelta con su maletín. Niamh comenzó a rebuscar en el interior. No llevaba demasiado consigo, y no pudo evitar pensar en lo vulgar que debería parecer su vida allí. Acabó sacando el bastidor de bordado, un par de tijeras, el alfiletero y un carrete de hilo, que midió y cortó. Una vez que se atrevió a alzar la mirada de nuevo, descubrió que el príncipe Christopher la contemplaba con una intensidad que estuvo a punto de hacerle perder los nervios.

No, se reprendió. Vamos a dejarlo con la boca abierta.

Su magia no era especialmente llamativa. En el pasado, tanto tiempo atrás que resultaría imposible determinarlo, una sola capa confeccionada por un Ó Conchobhair habría logrado arrodillar ejércitos enteros. No obstante, ella no buscaba cambiar el mundo; sus clientes acudían a ella tanto por sus diseños como por su don, que dotaba todo aquello que salía de sus manos de un sutil impulso. Nadie había sido capaz de describirlo de ninguna forma que no fuera que, cuando veías a alguien que llevaba una de sus prendas, sentías algo.

Había logrado transformar a una joven viuda en la viva imagen de la pena. Había conseguido que las jóvenes más tímidas pudieran desaparecer entre los rincones en mitad de un baile. Y, hacía dos años, había convertido a Caoimhe Ó Flaithbertaigh en duquesa.

Tomó aire despacio. Podía hacerlo.

Un alfiler mantenía el pañuelo en el que había estado trabajando durante el largo camino hasta Avaland enganchado al bastidor, a medio terminar. Le había bordado a conciencia unas florecillas tan vívidas que, sujetas y olvidadas en aquel trozo de seda, casi parecían reales. Al fin y al cabo, había usado treinta hilos de distintos colores. Solo con mirarlo, sintió que la embargaba la sensación de nostalgia por todo aquello que había tenido y después perdido.

Mientras la magia vibraba en su interior, pensó en el verano. En Caterlow, era la mejor estación del año; adoraba ver a los niños correr descalzos por el campo y sentir cómo la brisa marina le acariciaba la frente cubierta de sudor. Siempre le había parecido que aquellos días estaban repletos de posibilidades infinitas y de inagotable felicidad.

Dejó cada uno de esos recuerdos, que la habían mantenido a flote sobre las negras olas del mar machlandés, impresos en la tela.

Estaba lista.

Notó algo punzante, no más doloroso que la punta de una aguja, en el pecho y, entonces, su magia se liberó. El hilo comenzó a brillar como si sostuviera un delicado rayo de sol entre los dedos y su resplandor bañó el salón, los marcos de los retratos y los botones de bronce que decoraban los divanes.

El príncipe Christopher dejó escapar algo, tal vez una palabrota, aunque fue tan bajo que apenas lo escuchó.

Todo a su alrededor había desaparecido, excepto ellos dos y aquel resquicio de delicado anhelo que permanecía hilado en el ojo de la aguja. Él separó los labios y la magia le iluminó los ojos. Niamh sintió la caricia cálida tras el cuello y cómo el estómago se le revolvía. Habría jurado que su expresión se colmaba de asombro, maravillada.

Pero sabía que no era así; debía de estar imaginándoselo.

Apartó la mirada y comenzó a decorar la tela con unos pequeños ornamentos dorados. Al terminar, contempló el resultado; parecía que el mismísimo sol bailaba sobre los pétalos de las flores y que las hojitas estaban cubiertas de rocío. Con sumo cuidado, cortó el hilo sobrante y desenganchó la pieza del bastidor.

—No es ninguna locura, pero no quería obligarlos a permanecer aquí todo el día. —Extendió la mano hacia Christopher—. Espero que esto le sirva para hacerse una idea de lo que puedo hacer.

En cuanto él se estiró para tomar el pañuelo, le pareció cinco años más joven. Casi pudo leer el recuerdo que le nubló los ojos, cómo lo transportaba a algún lugar lejano; sin embargo, el efecto desapareció antes siquiera de lo que dura un parpadeo. De pronto, lo arrojó al suelo como si se hubiera quemado.

Niamh sintió que el corazón se le detenía al ver la tela arrugada ante ella. Él también la contempló durante un instante más; su cuello había comenzado a tornarse rojo.

—Eso —escupió— es solo un truco.

Su hermano, al menos, le evitó sufrir la humillación de tener que defenderse:

—No dirás una sola palabra más. La señorita O’Connor es la mejor costurera que he encontrado. Y no tendrás nada menos que lo mejor.

Christopher se alzó de su asiento con la ácida hostilidad de un animal acorralado. El príncipe regente le sacaba una cabeza entera y, aun así, su rabia se encargó de rellenar toda la estancia:

—Antes iría desnudo a mi boda que con cualquier cosa en la que ella hubiera puesto los ojos siquiera.

El enfado y la confusión la recorrieron de arriba abajo, ardientes, y la hicieron temblar en su intento por contener las emociones. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Un truco, eso había dicho.

Niamh había aprendido a coser con su abuela antes incluso de empezar a caminar. Había dedicado toda su vida a perfeccionar su don; era lo más puro y real que había conocido jamás. Había abandonado un trazo de su propia alma en aquel pañuelo, y él había reaccionado como si hubiera escupido a sus pies. Aunque lo que le dolía de verdad era que ni siquiera había tenido la decencia de dirigirse a ella.

Ni siquiera la había mirado.

—Suficiente —determinó Jack—. He tomado una decisión. No hay un solo miembro de la corte que no se haya enamorado ya de su trabajo. Y el rey de Castilia y su hija llegarán en dos días. Has permanecido demasiado tiempo apartado del palacio, hermano. Lo mínimo que espero es que trates de dar buena impresión.

La expresión de Christopher abandonó su rostro; sin embargo, para su sorpresa, no dijo nada. ¿Apartado del palacio? No era extraño que los nobles jóvenes se marcharan a recorrer distintos países, pero la forma en la que lo había dicho… Sonaba casi como a un castigo.

—Y en cuanto a usted, señorita O’Connor —continuó diciendo con cierta desgana—, cualquier cosa que necesite, comuníquesela a los miembros del servicio y me encargaré de que le sea entregada. En caso de que, por supuesto, no haya decidido cambiar de opinión.

—En absoluto, Alteza. Se lo agradezco. —Lo dijo tal vez demasiado alto. En un intento por remediarlo, le dedicó una reverencia—. No desperdiciaré esta oportunidad.

En ese mismo instante, alguien golpeó con suavidad la puerta, que se abrió apenas unos centímetros. Después, escuchó una voz:

—Un mensaje para Su Alteza Real.

—No se quede ahí como un pasmarote. Entre. —El príncipe regente cerró los ojos, como si estuviera tratando de alcanzar su reserva interna de paciencia—. ¿De qué se trata?

La puerta se deslizó lo suficiente como para permitirles ver al joven paje, que reposaba bajo el marco con la vista fija en el suelo. Tenía un sobre bien sujeto entre los dedos.

—Ha llegado otra carta de parte de la señora Helen Carlile, mi señor.

—Por todos los… ¿Otra? ¿Me ha interrumpido por otra carta de Helen Carlile?

Echó a caminar en su dirección y se la arrebató de un tirón. El paje se estremeció. Pues hasta aquí los modales de la corte, pensó Niamh.

—Lo siento, mi señor. Es la tercera en cuestión de unos días. He supuesto que sería importante.

—Pues sus suposiciones eran erróneas. —Rompió el sobre por la mitad—. Hoy no tengo tiempo para su palabrería. O, bueno, ni hoy ni ningún otro día. La próxima vez que reciba uno de esos, devuélvalo. No quiero volver a oír pronunciar su nombre entre estas paredes; ni el de Lovelace, ya que estamos, ¿queda claro?

—Sí, mi señor. —No se marchó de inmediato. Echó un vistazo rápido hacia su hermano y luego hacia Niamh, como si le diera miedo haber hablado demasiado—. Hay algo más. Es sobre el ayuda de cámara, señor… Pensé que querría saberlo cuanto antes, dadas las circunstancias.

Jack murmuró algo para sí. Durante un momento, pareció cansado, pero al siguiente parpadeo su expresión estoica había regresado.

—De acuerdo. Haga llamar a la señora Knight de inmediato; lo recibiré en mi despacho.

—Sí, mi señor.

—Bien. Puede marcharse. —En cuanto la puerta se cerró tras el joven, dejó escapar el suspiro más largo que Niamh había escuchado en su vida—. Ruego que me disculpen.

¿Cómo era posible que un ayuda de cámara y una sola mujer le causaran tanta frustración? ¿Y quién sería ese tal Lovelace?

Dirigió la vista hacia el príncipe Christopher, casi con la esperanza de que así fuera a obtener alguna pista, pero sus ojos estaban fijos en la espalda de su hermano. Rezumaban odio. Se le cortó la respiración; no se trataba de la inquina que en ocasiones los niños profesaban hacia sus hermanos mayores. No. Aquel odio era tan crudo como una noche de invierno y estaba bien arraigado. Debía de guardarle rencor desde hacía mucho tiempo.

Al ver que se lo había quedado observando, frunció el ceño.

—¿Qué mira?

—No… —La boca se le quedó abierta. Se prometió que cualquier día de esos le clavaría una aguja. Además, era él quien lo estaba haciendo en todo caso—. ¡No lo estoy mirando!

—Muy bien.

Y, sin más, se puso de pie y abandonó el salón.

Niamh se llevó las manos al rostro. Aquella era la oportunidad de su vida y, aun así, le habían asignado al cliente más irascible e inaccesible del universo. Por supuesto. Quizá, sí, era la oferta perfecta, sacada de un cuento de hadas; una trampa hermosa, como una manzana de cristal llena de veneno. Justo como su abuela le había advertido.

Nada estaba yendo como había soñado.