Todas las religiones tienen en su origen al fenómeno ovni.
JUAN JOSÉ BENÍTEZ
Tell el-Amarna, es un lugar fascinante que emerge ante mis ojos como una planicie devastada en la ribera oriental del Nilo, como el testimonio silencioso de un capítulo efímero de la historia de Egipto, concretamente durante el Imperio Nuevo, conocido también como el período Amarna.
Ahora —insisto— no es más que una planicie desértica con algunas ruinas diseminadas. La desolación se ha apoderado de sus dominios, transformando la grandiosa capital fundada por Akenatón y Nefertiti en la zona cero de una explosión atómica.
Cuesta imaginar que este secarral azotado por el Sol abrasador albergara alguna vez casas, establos, eras, lagares y hasta graneros de trigo. Solo desde la parte alta, a vista de pájaro, se adivinan las manzanas de su diseño geométrico, así como los restos de las viviendas de planta rectangular de los nobles, que debían correr por en medio de la ciudad.
Hoy apenas quedan en pie unos cuantos ladrillos de arcilla de lo que otrora fueron suntuosos palacios y edificios administrativos, así como los restos de dos columnas lotiformes que formaban parte del Pequeño Templo dedicado a Atón, una deidad solar, que dan fe de su antigua grandeza.
—¿Aquí es donde el faraón tuvo su avistamiento? —le pregunté a Yasser en tono irónico.
El egipcio no se inmutó. A pesar de su mentalidad académica, está abierto a las teorías más heterodoxas. «Hay muchas cosas que no se pueden explicar», suelta a menudo.
Me contó que Tell el-Amarna, es el nombre en árabe de este lugar. Amenhotep o Amenofis IV —que es la misma persona—, bautizó la ciudad como Akhet-Aton, en el octavo año de su reinado a raíz de una pretendida experiencia «ovni».
—Significa el «Horizonte de Atón» —me aclara enseguida.
—Le dio ese nombre —continúa explicando— tras una singular experiencia que figuraba en las estelas fronterizas que delimitaban la ciudad.
Aunque muchas de ellas están en un estado lamentable, aún se puede leer:
... y así sucedió que, estando el faraón en la caza del león y siendo pleno día, sus ojos se detuvieron en un disco refulgente posado sobre una roca, y este latía como el corazón del faraón, y su brillo era como el oro y la púrpura.
A continuación, el faraón se postró de rodillas ante el disco y quedó traspuesto:
¡Oh, disco solar, que con tu brillo refulgente palpitas como un corazón y mi voluntad parece la tuya! ¡Oh, disco de fuego, que me alumbras y tu brillo y tu sabiduría son superiores al Sol!
A partir de entonces Amenofis (que significa Amón está satisfecho) cambió su nombre por Akenatón (el que es útil a Atón).
La visión de ese «disco refulgente», como sucede hoy en día con muchos protagonistas de encuentros cercanos con ovnis, debió ser tan impactante y transformadora para el faraón que, tras su epifanía, promovió un cambio político, cultural y religioso sin precedentes.
El «nuevo» dios Atón, que era representado hasta entonces como hombre de piel azul con cabeza de halcón, fue convertido, fruto de aquel extraño avistamiento, en un disco solar con un ureo (es decir, la célebre cobra o áspid, símbolo de realeza), del que se desprendían unos rayos rematados en sus puntas por manitas que alcanzaban todas las criaturas vivas. Cuando una de estas manos se posaba sobre el faraón o la reina, se representaba el anj o cruz de la vida.
Como siglos después haría el emperador Constantino,1 también después de una visión en los cielos, el faraón Akenatón promulgó la existencia de un único y verdadero dios representado por el disco solar. Este monarca de la XVIII dinastía es, pues, el primer monoteísta conocido en la historia, anterior a Moisés, Buda, Jesús o Mahoma.
Yasser me hizo fijar en una de las lomas de Tell el-Amarna donde está escrita una proclamación pública que explica porque el monarca escogió este enclave para erigir la nueva capital de su reino. Según reza, el gran dios sol le dijo: «Construyan aquí». Y, como sucede con muchos otros «contactados» de la antigüedad se lo dijo mediante una señal en los cielos.
—A partir de entonces —sentenció Yasser— Akenatón y su familia adoraron a Atón, mientras que el pueblo les adoró a ellos.
En efecto, los jeroglíficos que sobrevivieron hablan de que tanto Akenatón como Nefertiti empezaron a creer que solo ellos se podían comunicar con Atón; que Akenatón era el hijo de Dios y Nefertiti también era divina. Sus súbditos les adorarían desde entonces como dioses.
Y —digo— sobrevivieron porque, tras diecisiete años de reinado, de revolución cultural, política y religiosa, Akenatón fue condenado al ostracismo. El «rey hereje» era un «enemigo» cuya memoria había de erradicarse. De hecho, el faraón fue ignorado hasta el descubrimiento de Amarna en el siglo XIX porque, los sacerdotes de Tebas convencieron a sus sucesores para que destruyeran los templos y los monumentos construidos por Akenatón en honor a su dios y eliminaron su nombre y el de sus sucesores inmediatos de los registros. Esto incluía a su hijo, el célebre Tutankamón.
—Es el peor castigo que podías infligir a alguien porque le despojabas de la vida eterna —me dijo el egipcio mientras se ajustaba el sombrero que le protegía del sol abrasador.
Las crónicas aseguran que, tras entregarse a sus nuevas creencias religiosas y suprimir las de los demás, Akenatón se retiró a Tell el-Amarna y se dedicó a la adoración y adulación de su padre celestial, Atón. Parece que tanto su pueblo, como el comercio, los contratos y los acuerdos con otros pueblos extranjeros, así como el mantenimiento de las infraestructuras y del ejército, se vieron relegados a un papel secundario. ¿Qué experiencia abrumadora protagonizaría el faraón para cambiar de forma tan radical?
Resultaba cuanto menos estimulante para la imaginación que el «disco refulgente posado sobre una roca» era una suerte de «platillo volante» aterrizado, ¿no?

Acompañados de dos personajes curiosos que nos aguardaban en la llanura para abrirnos las tumbas, ascendimos a la parte alta de la ciudad, bajo un sol de justicia. Allí reside la tumba de Huya, un noble egipcio que fue el Supervisor de la Casa de la Reina, Jefe del Tesoro y de la Cámara del Rey.
Uno iba ataviado de modo occidental, camisa y pantalón vaquero que resaltaban su tez morena. El otro, de piel aún más oscura, iba ataviado con chilaba, turbante y un cayado que casi le superaba en altura. Pero, ojo, porque era el «amo» de las llaves.
El habibi abrió la puerta y me hizo gestos para que entrara en el interior mientras mis acompañantes se quedaron conversando en la puerta.
En sus paredes encontré una gran cantidad de material sobre la familia real, incluida una copia del Himno a Atón.
Pude constatar como la «revolución cultural» impregnó el arte y la estética del período Amarna. Las imágenes del faraón y su familia rompían con los cánones previos. El faraón dejará de ser representado con aspecto feroz y atlético, o golpeando a sus enemigos. De hecho, como verás más adelante, esto ha dado mucho que hablar porque Akenatón es representado con largos brazos, dedos finos, ojos extremadamente almendrados, labios prominentes en un cráneo alargado. Su estética es casi alienígena.
El habibi frotó sus dedos extendiendo su mano para pedir propina.
Negué con la cabeza, pero no había forma de quitármelo de encima. Entonces, entró Yasser quien, despojándose de sus gafas de sol con gesto sereno, se dirigió a mí con estas palabras:
—En el período Amarna predominan las escenas familiares, mostrando momentos íntimos.
El habibi por fin se alejó y fue en busca de otra víctima a la que sacarle unas monedas.
Presté atención a los relieves que decoraban las paredes de la tumba de Huya y, efectivamente, pude distinguir escenas de adoración al disco solar por parte del faraón. En ellas, Atón irradia con sus rayos al rey, a su esposa Nefertiti y a sus hijas Meritatón y Mekatatón. Cada uno de los rayos terminaba transformándose en una pequeña mano que ofrecía a la familia de Akenatón la cruz ansada y el cetro was, que representaban la vida y el poder, respectivamente.

Akenatón, Nefertiti y tres de sus hijos tocados por los rayos de Atón.
Yasser me contó que la icónica Nefertiti fue la esposa principal del rey y también cambió su nombre en honor a Atón antes, incluso, que su esposo.
—Ah ¿sí? —exclamé sorprendido.
Y acercando mi rostro a su representación en la pared le pregunté:
—¿Cómo se llamaba?
—Nefernefruatón que significa «la perfecta de la perfección de Atón».
Sonreí, porque imaginé cómo sería pasar lista en la escuela. Qué tonto, ¿verdad?
—Y, como puedes imaginar —continuó el egipcio—, tuvo una influencia notable en la revolución religiosa. De hecho —añadió—, su participación en los rituales del nuevo culto se igualó a la de su marido.
Aunque los defensores de la teoría de los antiguos astronautas creen que la visión de Akenatón pudo ser motivada por la presencia de una nave extraterrestre y que emplazó la ciudad en el lugar donde aconteció el contacto, uno de los más reputados estudiosos del período Amarna, Cyril Aldred, quita hierro al asunto y cree que la construcción de la nueva capital obedeció a la imperiosa necesidad de erigir un hogar para Atón, tal y como sucedió con otras divinidades. A saber: Amón tenía su sede en Tebas; Ptah en Menfis; Khnum en Elefantina y Ra en Heliópolis.
Pero la influencia extraterrestre no se limitaría a la ubicación de la ciudad o la experiencia del rey. Las estatuas y grabados de Akenatón, como ya adelantaba anteriormente, dibujan a un individuo extraño, con el vientre ancho y el pecho estrecho, de rasgos andróginos, es decir, que combina facciones femeninas y masculinas a la vez. Para colmo, en este período, la familia real también será representada con llamativos cráneos alargados... «para asemejarse a sus dioses».
Pude constatarlo días más tarde en el Museo de Antigüedades Egipcias, en los alrededores de la famosa plaza Tahrir, en El Cairo.
Sito en un majestuoso edificio diseñado por Marcel Dourgnon, que data de finales del siglo XIX, el museo alberga en su interior más de 120.000 objetos del Antiguo Egipto. Al fondo de la galería principal se yergue una enorme estatua de los padres del que se conoce como el «faraón Hereje». Amenofis III y la reina Tiyi están sentados sobre un trono de piedra con tres de sus cuatro hijos a los pies..., pero no hay ni rastro de Akenatón. Era evidente, por tanto, que ya durante su infancia «algo» impedía su representación, que no todo podía atribuirse a la herejía del faraón.
¿Por qué Amenofis III no representó a su hijo? ¿Guardaba alguna relación con su aspecto «extraño»?
Corrí hasta la sala dedicada al período de El Amarna y, al entrar, me di de bruces con dos enormes estatuas del faraón hereje que presiden la estancia. Me sobrecogieron. Aquellas representaciones del faraón, que reinó entre los años 1353 y 1336 antes de Cristo, rompían con el canon estético egipcio. Son, por decirlo de alguna manera, realistas en su factura. Para ser sincero, si no hubiera conocido la historia de este rey ni visto previamente representaciones suyas, habría sido incapaz de distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. Sus rasgos faciales eran ambiguos, tenía el pecho estrecho, su barriga caída y caderas anchas, como las de una mujer. No es extraño que algunos hayan querido ver en él la imagen de un extraterrestre llegado del espacio. Pero ¿se puede sustentar acaso semejante hipótesis?
Me transporté, sin quererlo, a un viaje anterior en el que conocí al fallecido, Mansour Bouraik, a la sazón director de Antigüedades de Luxor y representante del Ministerio de Antigüedades de Egipto. Él me explicó que no había nada extraterrestre en la fisiología del faraón:
«Sus peculiares rasgos —me dijo— obedecen a la endogamia que practicaban los reyes de Egipto».
Tenía sentido. Es sabido que los reyes de Egipto mantenían relaciones sexuales entre hermanos e hijos. El hijo del rey hereje, Tutankamón, se casó con su hermana o media hermana Ankhesenpaatón y dicen que Akenatón pudo haber engendrado a Tutankamón con una de sus hermanas. Vaya tela.
Bouraik me dijo que una de las hipótesis que podía explicar su aspecto es que padecía el síndrome de Marfan, que dota a quienes lo sufren de un rostro enjuto y ojos achinados, dedos muy finos y largos en sus extremidades, además de otros efectos no visibles, como problemas de corazón.
La teoría de Mansour no era la única propuesta por los egiptólogos oficiales. Otros han sugerido que podía padecer lipodistrofia muscular, una enfermedad caracterizada por la desaparición de la grasa corporal de cintura para arriba y que, sin embargo, la acumula en el abdomen, dotando al enfermo una anchura de caderas propia de las mujeres. En cualquiera de los supuestos, Amenofis debió ser de niño el patito feo de la familia, alguien con quien, para la mentalidad de la época, no resultaba agradable aparecer en público y puede que por eso sus propios padres le omitieran de las representaciones.
Pienso en lo cruel que debió ser aquello para el hijo más pequeño de la familia real pero que esta circunstancia, precisamente, no encajaba con que fuera él quien, posteriormente, accediera al trono. «En realidad —me explicó Mansour— el sucesor al trono debía ser su hijo mayor, Tutmosis, pero su muerte prematura propició el acceso al poder de Amenofis IV.»
No me di por vencido. Y, apoyado sobre una de las esfinges que flanquean la calzada al impresionante templo de Karnak, le dije que me parecía curioso que durante el reinado del faraón hereje proliferaran las representaciones y grabados de cráneos alargados. Lo pilló al vuelo:
«Mucha gente insiste en relacionar esto con los aliens y similares, pero obviamente esta es una teoría estúpida —me espetó sin reparos—. A menudo el faraón convertía a una hermana de sangre en su consorte y esto producía diversas enfermedades y deformaciones en su descendencia. En otras ocasiones —añadió con seguridad— la deformación era artificial, se generaban irregularidades en el crecimiento del cráneo amarrando con una cuerda dos tablas de madera muy gruesas a ambos lados de la cabeza».
—¿Para asemejarse a sus dioses? —le interrumpí.
«Los faraones —me contestó— eran, en efecto, hijos de los dioses. Así lo sugiere la religión egipcia, pero esos dioses no tienen nada de extraterrestres.»
¿Tendría razón Mansour? Confieso que me debatía entre la razón y la fe.
El ADN podía despejar las dudas respecto a si las deformidades de Akenatón obedecían a enfermedades o si, como sostienen los seguidores de la teoría de los antiguos astronautas, estaban relacionadas con un linaje «no terrestre». Esta respuesta debía de estar en su momia ¿no es cierto?
Pero resultó que la búsqueda de los restos de Akenatón iba a ser más complicada de lo que parecía en principio porque no hay una, ni dos, sino tres tumbas vinculadas al faraón hereje. La primera fue descubierta en el año 1817 por el eminente egiptólogo italiano Giovanni Batista Belzoni, en el Valle de los Reyes. Recibe el nombre de tumba WV25 y pasaron décadas hasta que un equipo dirigido por Otto Schaden la limpió e identificó por su datación como la posible última morada de Akenatón. Ninguna otra evidencia lo respaldaba y no se recuperó momia alguna en su interior.
La última voluntad de Akenatón era ser enterrado en la ciudad que él mismo fundó entre Tebas y Menfis, por deseo de su dios. Y, curiosamente, ahí se erige la Casa para la eternidad de Amarna, descubierta por lugareños a finales del siglo XIX. En esta tumba se encuentran algunos de los relieves que permiten reconstruir parte de la vida del faraón, así como una estancia dedicada a su madre y otra a su hija Meketatón. Su interior estaba devastado, pero, no obstante, los arqueólogos hallaron un féretro con la efigie de un león y algunos huesos de probable origen humano. Ni rastro de la momia.
La tercera y última de las tumbas asociadas con el faraón «extraterrestre» se conoce como KV55. Fue encontrada por Edward Rusell Ayrton, en enero de 1907 y, como la anterior, había sido destruida casi por completo. Es una de las tumbas más misteriosas de todo el Valle de los Reyes, en Luxor, hasta tal punto que, en realidad, se dudó acerca de si era una tumba o un simple almacén.
Al final de un pasillo de apenas diez metros de longitud y poco más de dos metros de ancho, Rusell descubrió una estancia de cinco por siete metros en la que se hallaban desparramados por el suelo los restos de una capilla, así como algunos vasos canopes —representando a mujeres— con restos de varios individuos y un magnífico ataúd de madera, cubierto con láminas de oro. En su interior, esta vez sí, había una momia.
Por desgracia los cartuchos con el nombre del difunto habían sido arrancados del sarcófago y la máscara que decoraba el rostro del ataúd también había sido desclavada hacía siglos, haciendo imposible reconstruir los rasgos de su posible propietario o propietaria. Y no establezco el sexo con claridad a propósito porque, basándose en un examen improvisado de los huesos pélvicos, el director de la excavación, Theodore Davis, pensó inicialmente que los restos podían pertenecer a la esposa de Amenofis III, la reina Tiyi (madre de Akenatón para más señas) a quien estaban dedicados los relieves que decoraban la capilla.
Al contemplar lo que queda del sarcófago lo vi claro. Los sacerdotes de Karnak no escatimaron esfuerzos para despojar de la vida eterna al hereje. Sí, porque exámenes posteriores determinaron que la momia era, en realidad, de un varón. ¿Podía ser entonces Akenatón?

Detalle del sarcófago de Akenatón cuya máscara funeraria ha sido arrancada.
Las dataciones efectuadas no despejaron definitivamente las dudas pues, las pruebas forenses, determinaron que el cadáver podía pertenecer tanto a un joven de veinte a veinticinco años, como a un adulto de cuarenta años. Solamente esta última datación encajaría con la edad de Amenofis IV.
—En base a una tomografía computarizada —me explica Yasser, que acaba de entrar con el grupo a la sala de El Amarna—, mi jefe determinó que el esqueleto era de un varón entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.
Su jefe no es otro que el mediático doctor Zahi Hawass, jefe del Consejo Supremo de Antigüedades de Egipto antes de la Primavera Árabe, con el que Yasser ha trabajado codo con codo en diversas campañas arqueológicas.
Los momificadores —como ya advertí— no pusieron demasiado empeño en su tarea, como si de nuevo quisieran despojar de su vida eterna en el más allá al difunto. Eso y la humedad que se filtraba en el sepulcro dejó a la momia en un lamentable estado de conservación.
En consecuencia, la única prueba que podría determinar la identidad del difunto era comparar su ADN con el de un pariente. ¿Valdría la momia de su hijo, el célebre Tutankamón?
El hijo del hereje intentó zafarse de la maldición en la que estaba envuelta su familia al alcanzar el trono, revirtiendo el monoteísmo de su padre. Cambió su nombre, Tutankatón (la imagen viva de Atón), por el que todos conocemos. Es más, en el segundo año de su reinado, él y su esposa abandonaron Tell el-Amarna para regresar a Tebas, donde reabrieron los templos y restituyeron sus riquezas, pero a tenor de los datos, no fue suficiente para los sacerdotes. El faraón murió a los diecinueve años, en el año 1324 a. C. ¿Tal vez fue asesinado?
Las tomografías computarizadas que se le practicaron a la momia en 2005, demostraron que el faraón no murió a consecuencia de un golpe en la cabeza, como se mantenía hasta entonces. El orificio que Carter encontró en la parte posterior del cráneo se produjo durante el proceso de momificación, según los últimos estudios.
Y es que, tampoco, la momia de Tutankamón estaba en buen estado, a pesar de haber sido hallada intacta. Como en el caso de su padre, el embalsamamiento se realizó de forma inexperta: la incisión para extraer las vísceras, la posición de los brazos, el exceso de resina, entre otros, escapan a las normas de momificación de los faraones. ¡Hasta fue momificado con el pene erecto!
Ya he mencionado que los matrimonios consanguíneos eran frecuentes en la realeza egipcia y de los problemas que esto acarrea: enfermedades genéticas, muertes prematuras y niños no viables, como los dos fetos que Carter descubrió en la antecámara de la tumba de Tutankamón y que llevan a suponer a los especialistas que murió sin descendencia. Tras él ascendió al trono el faraón Ay y, como ocurrió con el padre de su antecesor, ordenó borrar el nombre de Tutankamón de los anales, un acto para arrebatarle la vida después de la muerte, pues su supervivencia dependía, no solo de la preservación del cuerpo, sino también de su nombre y del corazón que, curiosamente, no estaba en el cuerpo del joven rey como era preceptivo.
El análisis del ADN mitocondrial de Tutankamón, es decir, el que se hereda de la madre, le emparentó con The Younger Lady (La Dama Joven) sobrenombre con el que se conoce a una momia sin vendajes descubierta en 1898 por el arqueólogo Victor Loret en la tumba KV35 del Valle de los Reyes.
Los saqueadores le arrancaron a la momia el brazo derecho, le hundieron el pecho y su rostro presentaba una gran hendidura que fue realizada antes de morir asesinada. Es curioso, porque sobre la madre de Tutankamón no se ha encontrado ni un solo relieve, pintura, estatua o inscripción. Fue borrada de la historia como su padre.
El ADN también demostró que La Dama Joven era hermana de Akenatón. En otras palabras, Tutankamón era el fruto de una relación incestuosa entre hermanos como sospechaba Hawass.
Del análisis de ADN que un grupo de científicos egipcios realizó en 2007 sobre dieciséis momias reales se pudo identificar a los parientes más cercanos de Tutankamón. A saber: sus abuelos, sus padres, su esposa y dos fetos momificados que aparecieron en su tumba y que probablemente eran sus hijas. Y lo que para mí era más importante que la momia hallada en el sarcófago de la KV55 era «sin lugar a dudas» el faraón hereje.
Los estudios genéticos demostraron además que, a pesar de su cráneo alargado, de su «extraña morfología» y de su experiencia «ovni» el esqueleto de Akenatón era totalmente humano. Es más, quienes aseguraban que su aspecto se debía al llamado síndrome de Marfan, se equivocaban.
Según Hawass, los análisis demostraron que el faraón hereje no sufría deformaciones en el cuerpo y que no tenía rasgos andróginos, que, en todo caso, se le representó así a causa de un cambio de tendencia artística.
«Fue un hombre normal —explicó Hawass en una multitudinaria rueda de prensa celebrada en 2010—, pero los pintores lo dibujaron así para representar la fertilidad, la vida y la religión, y alabar más a este rey.»
Pero se equivoca. Basta acudir a los pocos textos que sobrevivieron a la herejía para darse cuenta que del físico peculiar del faraón. May, Administrador de la Casa de Sehetep-Atón habla de él como una «mujer fea, disfrazada bajo el pellejo de hombre»; el sumo sacerdote de Amón dice que tiene «rasgos repugnantes, deforme y despreciable»; también Tadu-hepa, que vivió durante los reinados de los faraones Amenhotep III y Amenhotep IV alude al faraón como «una extraña criatura, ni hombre ni mujer, y atormentado por sentimientos de inferioridad y vileza, que arrastró a sus súbditos».
Finalmente, la hermanastra de Nefertiti, Mut-Najmat, había un extraño paralelismo entre «sus ideas perversas y su físico horrible, demacrado y deforme». Podría seguir...
Uno de los pocos que hablaba bien era su médico quien aseguraba que «su actividad era enorme. Dormía poco, oraba como sacerdote y leía como un sabio».
El trabajo, además, tuvo muchos detractores. En particular, se cuestionó la fiabilidad de las muestras de ADN, con 3.300 años de antigüedad, la falta de controles adecuados y la inconsistencia con los análisis previos. Corinne Duhig, de la Universidad de Cambridge, llegó a decir que el cuerpo analizado era demasiado joven para identificarlo con Akenatón.
En base a los nuevos datos, el famoso egiptólogo Nicholas Reeves sugirió que tanto Akenatón como su madre, la reina Tiyi, fueron originalmente inhumados en Tell el-Amarna, pero durante el reinado de Tutankamón fueron trasladados a la KV55 para ocultar el cadáver de los vengativos sacerdotes de Tebas.
Hay que añadir, además, que la madre de Akenatón procedía de la ciudad sureña de Akhmin, aunque su familia era de origen sirio. Puede que este dato pueda explicar, junto a la endogamia, los extraños rasgos del faraón hereje.
Para ser sinceros, hasta a mí —que soy un believer confeso— me cuesta creer que Akenatón fuera un extraterrestre atrapado en la Tierra, a la guisa de los supuestos Dzopa que encontró en el Tíbet el explorador británico Karyl Robin-Evans,2 pero sí me lo imagino como un profeta de los «dioses» trastornado tras su experiencia con el «disco refulgente» como muchos de los actuales contactados.
Su ADN deja claro que no era un «infiltrado», pero a mí me vale el relato de su experiencia, que constata cómo los «dioses» intervinieron en el pasado en la génesis de las religiones.
El plano urbanístico de Tell el-Amarna, además, se diseñó cuidadosamente para dar prioridad a la luz, expresión del dios Atón. A diferencia de los templos de Amón, personificación de lo oculto y el poder creador, que se adoraba en las profundidades del sanctasanctórum, los templos de Atón estaban conformados por grandes patios con altares y cientos de mesas de ofrendas en las que adorar al disco solar.
Pero, la nueva capital estaba diseñada, sobre todo, para la exhibición de la familia real, tan visible como su nuevo dios gracias a una larga avenida procesional que unía el palacio real, en el extremo norte, con el resto.
Para los sacerdotes del Antiguo Egipto, Amón no podía ser visto con los ojos, pues permanecía invisible tanto a los dioses como a los mortales. Tras la invasión de los Hicsos, este dios se fusionó con Ra, rey de los dioses y fue elevado a la categoría de dios supremo de Egipto. Pero, para resumir, la experiencia de Amenofis IV con el disco de Atón cambió el paradigma y, tras buscar en vano el apoyo del clero de Heliópolis, ordenó cerrar todos los templos, despojó a los sacerdotes de sus privilegios y confiscó todos sus bienes. Suprimió el culto a Osiris y, a partir de entonces, el destino en el más allá dependería para sus súbditos, de la lealtad al faraón. Con esta política, es evidente que no iba a hacer muchos amigos. Es más, según se desprende de los grabados de las tumbas de los funcionarios de Akenatón, emplazó la nueva capital en el lugar que le había sido revelado por el «disco luminoso» e hizo erigir catorce estelas en sus límites donde se especificara que aquel territorio no pertenecía a ningún dios o diosa.
Conocemos, por los documentos encontrados, la enorme resistencia que se produjo en la ciudad de Tebas contra la nueva religión, pero es menos conocido que dado su aspecto físico, la educación de Akenatón recayó en sus abuelos maternos en la ciudad de Heliópolis.
En Heliópolis, el sacerdote Juya y su esposa Tui ofrecieron al pequeño Amenofis todo el afecto y atención que no le dieron sus padres. Su abuela debió contarle que su origen era semita, de Mesopotamia y, por tanto, debió hacerle partícipe de cómo eran las creencias de la región.
Para mí está claro que las ideas de la abuela calaron hondo en su mente y que su experiencia durante la cacería del león fue la espoleta para sentirse «especial», tocado por Atón para realizar una misión específica, algo muy parecido al monoteísmo.
Tal vez eso explique las licencias estéticas en el terreno artístico, una especie de belle époque egipcia que derrochó originalidad. El nuevo canon de belleza, de cuerpos estilizados y cráneos alargados, se aplicó primero a los miembros de la familia real para «contagiarse» a partir del octavo año de su reinado, al resto de los aristócratas, escribas y funcionarios. En los primeros años del reinado se impusieron formas exageradas como un modo audaz de diferenciarse de las clases inferiores, como también sucedió, siglos más tarde, en la América prehispánica.
Akenatón fue un hombre extraño, revolucionario, hereje y, como hemos visto, diferente. Terminó sepultado en una pequeña tumba en el Valle de los Reyes, más propia de plebeyos que de un gran rey porque, su destino final no era el Amenti, el paraje subterráneo al cual se trasladaban las almas después de la muerte, sino el olvido.