Capítulo 1

LA CONEXIÓN CON LAS ESTRELLAS

Hay que revisar los mitos religiosos y las historias incomprensibles que hay dentro de la Historia. No puede plantearse una metodología convencional para investigar el más «absurdo» de los fenómenos.

FERNANDO JIMÉNEZ DEL OSO El síndrome ovni (1984)

Desierto egipcio, abril de 2022

He acampado en el vasto desierto blanco de Egipto, un lugar en el que la arena se extiende hasta donde alcanza la vista y el silencio se convierte en un compañero eterno. Este paraje es ideal para contemplar la bóveda celeste. Sin luz artificial, ni contaminación, el cielo nocturno se despliega sobre mí como un tapiz de ébano salpicado de diamantes divinos.

Bajo su influjo, imagino cómo los hombres que poblaron el Sahara hace miles de años, interpretaron este espectáculo que se abre ahora ante mis ojos. Cada estrella, pequeña y titilante, parece susurrar secretos ancestrales mientras parpadea en la insondable oscuridad. Parece que el universo entero se despliega ante mí y puedo sentir la inmensidad de la creación.

Clavo mi mirada en el manto estelar y localizo al norte la estrella polar, que me ayuda a localizar la constelación de la Osa Mayor; después busco hermanos cósmicos en la de Orión, cuyas estrellas tuvieron tanta importancia para la civilización de los faraones.

Sus ancestros vieron en la inmensidad del universo un portal hacia lo desconocido, la morada de unos dioses que un día bajaron a la Tierra para instruirles, para civilizarlos, en suma. Les llamaron Shemsu-Hor, los compañeros de Horus, y les transmitieron los secretos de la arquitectura, la agricultura y la ganadería... Me pregunto: ¿eran seres extraterrestres o solo una metáfora para explicar fenómenos que no podían alcanzar a comprender?

El resplandor de la hoguera que los beduinos han encendido frente a las tiendas y los vehículos 4x4, crea a mi alrededor un juego de luces y sombras que parece bailar al ritmo de la suave brisa nocturna. Sus voces lejanas me traen de nuevo a la realidad.

Ramadán y sus hombres tienen lista la cena. El pollo huele que alimenta.

Ramadán es el beduino que nos ha traído hasta este improvisado campamento de jaimas, tiendas similares a las que los bereberes nómadas instalaban como vivienda durante sus estancias en el desierto. Su cabeza, despojada de cualquier vestigio de cabello, muestra la suavidad de su piel, curtida por incontables jornadas bajo el abrasador sol del desierto. Un fino bigote adorna su rostro, en el que destacan sus profundos ojos azules.

Junto a ellos está mi amigo Yasser el-Laithy, doctor en Antropología, que conoce a fondo los secretos del enigmático período predinástico. Mientras camino ensimismado hacia el grupo, pienso que las leyendas pueden enseñarnos mucho, pero que, por desgracia, ningún arqueólogo las tiene nunca en cuenta. Es una lástima porque todos los mitos tienen un germen de realidad. La mitología antigua, religiosa y de otro tipo, contiene narrativas consistentes en gran medida con las observaciones actuales de ovnis. Pero cambiar el paradigma no es nada fácil.

Hacia un cambio de paradigma

El paradigma científico es el conjunto de teorías cuyo núcleo central se acepta sin cuestionar y que suministra la base para resolver problemas y avanzar en el conocimiento. Fijaos, las autoridades han tardado ochenta años en admitir que los ovnis, ahora denominados UAP (acrónimo en español de Fenómenos Anómalos No Identificados) por la Fuerza Aérea de Estados Unidos, son reales. Sucedió en 2017, cuando el Pentágono admitió tener un programa secreto, financiado con 22 millones de dólares, para estudiarlos. The New York Times filtró tres vídeos1 que lo cambiaron todo, no han podido ser explicados a la luz de nuestros conocimientos actuales.

Un informe secreto del Pentágono, realizado en 2009, ya advertía que los UAP (los ovnis de toda la vida) no pertenecen a ninguna nación de la Tierra, que son capaces de efectuar maniobras imposibles y pueden hacerse invisibles a voluntad. Algo inalcanzable para la tecnología actual.

El documento incluía declaraciones de siete pilotos de caza y de los operadores de radar de los buques de guerra que se vieron implicados, a finales de 2004, en la persecución de un objeto desconocido de catorce metros de largo con forma de judía (el informe hablaba de «Tic Tac» por su similitud con unas pastillas mentoladas) que estuvo jugando al gato y al ratón con el portaviones de la Marina de Estados Unidos USS Nimitz, frente a las costas de California.

Años más tarde, en el verano de 2023, los pilotos de la Marina estadounidense implicados en estos incidentes frente a San Diego, prestaron testimonio ante el Congreso,2 añadiendo detalles y antecedentes a las extrañas imágenes.

Por primera vez en la historia de la ufología, esto es, la disciplina que recopila y estudia los informes sobre ovnis, disponemos de filmaciones, imágenes del espectro infrarrojo, datos de radar y otros dispositivos electroópticos, que confirman lo que dicen los testigos. No supe ver la trascendencia de las pruebas hasta más tarde.

Recuerdo la tarde que, mientras bajaba en el ascensor del Hotel Hesperia Tower de Barcelona, con el famoso físico teórico Michio Kaku3 me espetó: «Ahora la pelota está en el tejado de los militares, ellos son ahora quienes deben demostrar que no hay naves extraterrestres volando por nuestros cielos». No supe qué decir, pero tenía razón.

En efecto, ha cambiado la distribución de la carga de la prueba. Son ahora los técnicos del Pentágono quienes tienen que explicar cómo esos objetos, grabados por cámaras infrarrojas equipadas a bordo de modernos cazas F18 Superhornet, son capaces de exhibir capacidades que no están al alcance de ninguna nación de la Tierra. Y no están al alcance porque pueden lograr la velocidad de 74.000 km/h, o lo que es lo mismo: superar sesenta veces la velocidad del sonido que es lo que se ve en el vídeo Go Fast; volar sin superficies de sustentación, ni timón, como en el Gimbal; o detenerse en el aire súbitamente o realizar giros que impondrían fuerzas G inalcanzables para ningún piloto. Si son un desafío para la ciencia actual: ¿cómo los interpretó el ser humano en el pasado? ¿Tal vez como dioses?

No obstante, la escasa cantidad de datos desclasificados o filtrados hasta ahora no es suficiente para que los científicos saquen conclusiones firmes sobre la naturaleza del fenómeno. Los extraterrestres, pues, siguen siendo una cuestión de fe a la luz de la ciencia.

Con todo, hemos visto desde entonces como científicos, militares y políticos iban sumándose al cambio de paradigma. Como desaparecían las risas burlonas de los escépticos y lo que antes era imposible, ahora es probable. El asunto extraterrestre ha dejado de ser un estigma y eso ha propiciado el interés de la sociedad en su conjunto y, en especial, de la comunidad científica.

Como muestra un botón. Un estudio de la consultora Ipsos, llevado a cabo sobre 25.000 personas de 36 países distintos, demostró que una media del 18 por ciento creía que los extraterrestres visitarían la Tierra en 2023. De los países encuestados llamaba la atención el 43 por ciento que arrojaba la India, donde es casi «oficial» la creencia de que los Vimanas, es decir, el vehículo volador en el que viajaban los dioses hinduistas eran, en realidad, naves extraterrestres que nos visitaron en el pasado.

Dioses instructores en el Antiguo Egipto

Por mi experiencia, sospecho que existe una tecnología en nuestros cielos y océanos que no es humana. Otra cosa es que los ovnis que hemos registrado en todo el mundo se correspondan con los dioses instructores que visitaron la Tierra hace miles de años y que encontramos presentes en la mayoría de los mitos fundacionales.

Yasser conoce a fondo los de la civilización egipcia. Sus estudios sobre las pinturas rupestres halladas en el Desierto Occidental y la Gran Meseta del Al Gilf al Kebir, han revelado que, a finales del sexto, o principios del quinto milenio antes de Cristo, algunos grupos que habitaban el Sahara Occidental exportaron sus conceptos religiosos y mitológicos al Valle del Nilo, dando origen a la cosmogonía egipcia. Si hubo un «contacto» con seres de otros mundos, no fueron los faraones quienes lo protagonizaron sino mucho antes, cuando tribus habitaron lo que ahora es el yermo desierto que nos da cobijo fue otrora una suerte de jardín del Edén prehistórico.

—Siéntate hermano —vociferó Yasser con su característico acento egipcio mientras, con un gesto de su mano, me invitaba a reunirme con el grupo al calor de la lumbre.

Sus dientes blanquísimos y sus ojos resaltaban sobremanera en la oscuridad de su piel y del entorno en el que nos encontramos, bajo el manto de estrellas.

Clavé mis rodillas en la arena de granos dorados mientras Ramadán, ataviado con una chilaba tradicional negra como el carbón, me acercó un plato de pollo asado.

—El cielo es espectacular —exclamé antes de masticar un trozo de carne—. Me pregunto por qué los antiguos egipcios construyeron sus grandes pirámides orientadas a ciertas estrellas, por qué, todo gira en torno a la astronomía.

Resulta paradójico comprobar como las pirámides poseen alineaciones estelares; contienen pequeños canales orientados a las estrellas, tienen nombre de estrella, algunas poseen en sus techos estrellas pintadas y escritos que nos hablan de una región astral, llamada Duat. Y, sin embargo, los egiptólogos, obviando estas asombrosas conexiones, nunca se han planteado una función estelar.

Yasser sonrió y, señalando al firmamento, como si fuera capaz de leer el pergamino del cielo estrellado, dijo:

—Eso es Nut, la diosa egipcia del cielo.

El egipcio señaló con su dedo hacia la Vía Láctea, desplegándose sobre nuestras cabezas como un sendero de luz blanca que se desvanecía en la lejanía del horizonte.

—Nut —continuó diciendo—, es una de las diosas más antiguas de la mitología egipcia.

Yasser nos explicó cómo, según el mito de la creación, Atum (el creador) emergió de las aguas primordiales de Nun y creó al dios del aire, Shu, y la diosa del cielo, Nut.

—Son representados desnudos, con Nut arqueada sobre Geb, que es la tierra. Espera... ya verás.

Extrajo su móvil del bolsillo y buscó entre sus fotos. Una imagen —dicen— vale más que mil palabras. Tras unos segundos de tensa espera me mostró un jeroglífico en la pantalla.

Tenía muy presente la representación porque, poco antes, la había visto en el techo de una tumba del Valle de los Reyes.

—Lo curioso, hermano, es que esta representación está en mi cueva.

Por su cueva, Yasser se refería a un abrigo natural de diecisiete metros de largo por tres metros de alto que está situado en el Wadi Sura. Se la conoce como la Cueva de las Bestias y conserva más de cinco mil pinturas rupestres, tan espectaculares como enigmáticas.

El apelativo de bestias aludía a algunas de las inquietantes figuras representadas allí, seres monstruosos o sin cabeza.

Aunque la cavidad fue descubierta en 1933 por el explorador húngaro Laszlo Almasy, cerca de la frontera entre Egipto, Libia y Sudán, las pinturas no serían estudiadas hasta casi setenta años después. Fueron datadas siete mil años atrás, concretamente a principios del Neolítico.

Nos explicó que quienes vivieron en Wadi Sura registraron en coloridos dibujos la crónica de su vida cotidiana, sus rituales y la naturaleza que les rodeaba. Dibujos que, en la doble cualidad de egiptólogo y antropólogo, Yasser había interpretado de una forma asombrosa en diversas campañas arqueológicas.

Entonces movió el dedo sobre la pantalla y extendió de nuevo su móvil hacia mí.

—¿Te imaginas?

Al ver la imagen di un respingo.

En una pintura rupestre se adivinaba el mismo concepto de Nut, Shu y Geb más de mil años antes de que naciera el primer faraón.

Nut, Shu y Geb (izquierda) se inspiraron en esta imagen del período predinástico.

Mostraba el cuerpo de un animal mítico, sin cabeza, pero en el que se adivinaba un pecho femenino. Su color blanco permitió concluir a los expertos que, en esta etapa temprana, los pobladores del lugar miraron al cielo nocturno y advirtieron la luz blanca de la Vía Láctea.

—Las dos figuras estilizadas que extienden su mano hacia el pecho son dioses, que en la prehistoria se representan siempre con piernas extremadamente largas en comparación a los humanos —explicó.

—Y estos nueve personajes más pequeños, ¿quiénes son? ¿Qué significan? —pregunté intrigado.

—Esto es lo más impresionante Josep. Se trata de la enéada —afirmó sin titubeos—, el conjunto de nueve dioses que conformarían más tarde la cosmogonía de Heliópolis.

Según la cosmogonía egipcia, Geb y Nut se apareaban continuamente hasta que acabaron separados por Shu, el dios del aire. Antes de que eso ocurriera, Nut había dado a luz a cuatro dioses: Osiris (rey de los dioses y, tras ser asesinado, señor del inframundo), Isis (diosa de la naturaleza y la magia), Set (dios de la guerra y la destrucción) y Neftis (diosa del agua y los ritos funerarios). Estos, junto a sus abuelos, Atum y Tefnut, suman nueve.

La interesante hipótesis que plantea Yasser es que los mitos que dieron lugar a la religión egipcia, a sus creencias más ancestrales, se originaron en las tribus del desierto que se desplazaron hacia el Nilo huyendo de la desertificación.

Los dibujos prehistóricos expresan la línea divisoria entre los dos períodos de la época. El Holoceno, que va desde el año 12000 a. C. hasta hoy.

Aún había de sorprenderme más.

En otra pintura de la Cueva de las Bestias, Yasser descubrió una imagen icónica. La de un individuo sosteniendo una maza con el brazo en alto sometiendo a un enemigo.

—Se parece a la paleta de Narmer —exclamé fascinado.

Tenía muy clara la imagen porque la había visto en el Museo Egipcio de Antigüedades que alberga esta reliquia esculpida en esquisto. Constituye el primer documento escrito, porque en ella figura el cartucho con el nombre de este faraón de la primera dinastía.4

Esta representación de la Cueva de las Bestias evoca a la paleta de Narmer.

Sus contornos rugosos muestran a Narmer que se yergue con majestuosidad. Su corona resplandece con la dignidad de los faraones, mientras su rostro, feroz y sereno, captura la dualidad del poder de su gobierno.

Dualidad, porque Narmer fue el primero en proclamar su dominio sobre las dos tierras de Egipto y lo plasmó en este documento pétreo. En una de sus caras vemos al rey guerrero sosteniendo a un enemigo cautivo mientras, con la otra mano, empuña su cetro divino. Otros dos enemigos yacen a sus pies, en una escena que evoca la victoria y la unificación del alto y bajo Egipto.

En el dorso hay dos animales sagrados de largo cuello, símbolos de la tierra y el cielo, que se entrelazan en una suerte de danza cósmica.

Finalmente, en la parte baja de esta escena un nuevo hecho violento: un enorme toro, que simboliza el poder del faraón, ataca las murallas de una ciudad enemiga que algunos historiadores identifican con nomos de Buto, y que coincidiría con la última fase de la conquista y unificación de Egipto.

Pues bien, aprovechando una grieta natural, los pueblos que habitaron la Gran Meseta del Al Gilf Al Kebir se adelantaron a ese concepto. Por encima de la grieta un grupo de personas mantiene una honda en sus manos levantadas al cielo, adorando a un dios. Debajo, otro grupo de tamaño más pequeño, pero invertido, mira hacia un lado con una mano levantada.

—Los sujetos invertidos —explica Yasser— son los vencidos. Dibujar una figura boca abajo es una representación clara de una persona fallecida porque la muerte es lo contrario a la vida.

En su libro Éxodo del Edén,5 el doctor Yasser el-Laithy desarrolla profusamente esta idea. Es más, en el Libro de los muertos, hay dos capítulos con hechizos destinados a la protección del difunto en el más allá y, uno de ellos, es para preservarlo —precisamente— de caer boca abajo, es decir, perecer y no acceder a la vida eterna.

—El maravilloso simbolismo de esta escena —continuó Yasser— refleja la ventaja ideológica del rey victorioso, algo que le permitió proteger tanto a su tierra como a su pueblo de las fuerzas del mal, de sus enemigos.

Y extendiendo las palmas de sus manos hacia mí concluyó:

—La imagen de Wadi Sura es tan potente que se halla presente hasta en los templos ptolemaicos, como el de Philae, más de tres mil años después. ¿Te imaginas?

Descubrí que muchas de las escenas inmortalizadas en las tumbas de los faraones egipcios se inspiraban —y de qué manera— en las pinturas de esta asombrosa cueva del desierto occidental. La religión y los mitos del Antiguo Egipto se relacionaban con la prehistoria. Pero había más.

La cueva de los nadadores

En otra cavidad situada a solo diez kilómetros de Wadi Sura, conocida como la cueva de los nadadores, los habitantes de Gilf al-Kebir habían pintado figuras desconcertantes. El enclave adquirió cierta notoriedad después de que una réplica de la misma apareciera en la película El paciente inglés, que se estrenó en 1996.

Junto a ciervos, antílopes, leones, jirafas y elefantes, que convivían con los humanos, aparecían seres de tamaño gigantesco y lo que me parecieron «sirenas».

El egipcio buscó de nuevo imágenes en su teléfono móvil para mostrarme algunas pinturas rupestres que había obtenido en sus años de investigación.

—Se llama cueva de los nadadores por estas figuras —me explica Yasse—. El descubridor de esta «capilla sixtina» neolítica —continúa— le dedicó un capítulo de su libro El Sahara desconocido (1934) donde dice que las escenas de natación son descripciones reales de la vida de aquel tiempo antes de que un cambio climático convirtiera este lugar en un desierto. Pero yo no estoy de acuerdo.

Sin dejar de prestar atención a sus argumentos eché un ojo a las fotografías.

Dos imágenes de la cueva de los nadadores. Arriba una especie de «sirena». Debajo, representación de sus dioses.

—Las pinturas —continuó explicando el egipcio— demuestran que este lugar era un vergel. Había vastas praderas, bosques, ríos, lagos y humedales, que permitían la supervivencia de una gran variedad de especies animales.

—¿Esto son sirenas? —pregunté con ingenuidad señalando una de las imágenes.

Sabía que el mito de las sirenas tal y como lo conocemos nació en la Edad Media tras mutar el relato de Homero de mujer pájaro a mujer pez. ¿Qué hacían en una pintura prehistórica?

El egipcio soltó una carcajada.

—No. Son las almas de los muertos que flotan en el océano eterno que todas las almas de los fallecidos deben cruzar.

Entendí entonces que el origen de las barcas fúnebres que decoran muchas tumbas egipcias, radicaba también aquí, al concebir el cielo como un elemento líquido, «las aguas primordiales» de las que emergió Atum, aunque por más que miraba las fotografías del móvil del doctor Yasser el-Laithy yo no veía piernas. A los «nadadores» solo les faltaba las aletas.

Yasser me contó que esta cueva de nadadores ya era conocida por los beduinos mucho antes de la llegada de los ingleses y los italianos al desierto líbico y, en la línea del argumento que me había ofrecido, atribuían las pinturas a un djinn, una suerte de espíritu, capaz de dar vida a un ejército de nadadores:

—Figuras humanas nadando en medio de la nada, flotando entre las paredes de cuevas y galerías en pleno desierto, incapaces de imaginar un oasis eterno, hace ya miles de años —concluyó.

—¿Y estos seres gigantescos que están a su lado?

—Son los dioses —afirmó sin reparos— en la prehistoria el tamaño indica poder. A los líderes y a los dioses se les representaba con mayor tamaño o con las piernas más largas.

 

 

Ramadán y sus hombres habían sacado un tambor, una pandereta egipcia y un rebab, un instrumento típico beduino, dispuestos a amenizarnos la velada.

Los sonidos estridentes de la música tribal, a la luz del fuego, marcaron una pausa en la conversación. Mis buenos amigos, Lorenzo Fernández Bueno y Juan Fridman, se unieron al grupo dando palmas mientras los árabes cantaban.

El primero siempre ha sido escéptico ante la posibilidad de que seres de otros planetas sean los tripulantes de los ovnis, mientras que Juan, por el contrario, es más creyente que yo si cabe. Piensa que la Biblia es el mejor libro de ovnis jamás escrito y que los carros de fuego y los cilindros de humo que guiaron a los hebreos por el desierto del Sinaí eran naves de otros planetas.

Fridman, no lo he dicho, es judío y vive en Israel. Viajero incansable y experto en religiones comparadas cree —como yo— que las pirámides no fueron concebidas como tumbas, que nunca se ha encontrado a ningún rey en su interior, ni un esqueleto, ni un cráneo y que, en concreto, las de la meseta de Giza, son mucho más antiguas y que, por tanto, los faraones las reutilizaron.

—Y las casas de los constructores, al pie de las pirámides, se construyeron para ver como los extraterrestres las erigían... Venga va, Juan —se lamentó Lorenzo en tono jocoso.

Ambos, amigos desde hace décadas, suelen jugar a un «pimpón» dialéctico, que es divertido visto desde fuera, porque tiran a matar...

—Las utilizaron «tus primos»6 como ovnipuerto, como en la película Stargate ¿no? —añadió irónicamente Lorenzo.

—Pues a mí —tercié en la discusión— la idea de que las pirámides fueran reutilizadas por los faraones no me chirría en absoluto.

Lorenzo arqueó una ceja de forma inquisitiva.

—Bueno —intervino Yasser— hay un huevo que podría estar representando las pirámides y el río Nilo más de dos mil quinientos años antes de que naciera Keops.

Enmudecí.

Se refería, en concreto a un huevo de avestruz que se conserva en el Museo Nubio de Aswán, uno de tantos artefactos arqueológicos que contradicen el canon de la historia tradicional. Veamos.

Un polémico huevo de avestruz

La superficie de este huevo está decorada con tres sugestivas formas triangulares. A su derecha hay dibujado el curso de un río y la figura esquemática de un avestruz, gigantesco en relación a los triángulos. Resulta imposible no imaginar el perfil de las tres pirámides de Giza junto al curso del Nilo. El problema es que el huevo tiene una antigüedad estimada de siete mil años, es decir, muchos siglos antes de la construcción de la Gran Pirámide. ¿Cómo es posible?

Cabe resaltar que los triángulos que decoran la incómoda cáscara son isósceles, una forma geométrica más acorde a las pirámides de Meroe, en la actual Sudán, que no a las de Giza. No en vano, el huevo fue encontrado a 56 km de Aswán, entre las aldeas nubias de Birba y Dakka. Por detrás de ellas, se extiende una extensa llanura de lodo aluvial, de unos ocho kilómetros de largo, lo que sugiere que en la antigüedad discurría por ahí un tramo poco profundo del río Nilo.

El misterioso huevo que supuestamente muestra las tres pirámides de Giza.

Una expedición realizada a principios del siglo XX puso al descubierto una gigantesca necrópolis del período predinástico Naqada I, es decir entre el 4000 y el 3000 antes de Cristo.

De Dakka a Giza hay poco más de mil kilómetros. ¿Representarían realmente las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos? O, por el contrario, no las llegaron a ver jamás dada la distancia.

Para ser sinceros, la cáscara del huevo de avestruz nunca ha sido datada por radiocarbono. La fecha se ha establecido a través de los artefactos encontrados en la tumba que es, en realidad, el método de datación más común en arqueología.

Además, la datación por carbono-14 es un proceso destructivo. Tienes que romper parte de la cáscara (generalmente se requieren un mínimo de 50 mg para realizar el análisis) que, para colmo, tiene un contenido muy alto de carbonatos y muy poco carbono orgánico, por lo que la datación puede arrojar múltiples errores.

Entonces intervine con cierta petulancia:

—Descartado el fraude o el error de datación, solo hay dos posibilidades...

Hice una pausa:

—La más razonable es que no sean las pirámides de Giza. La otra es que Juan tenga razón y las pirámides sean mucho más antiguas y que los faraones las reutilizaran.

—O que sean montañas —deslizó Lorenzo con ánimo de polemizar.

Yasser se sumó a la hipótesis geológica.

—En mi libro, de hecho, reproduzco algunas cerámicas de la cultura Naqada en los que se ven paisajes en forma de pirámide y, en realidad, son montañas modeladas por el viento del desierto.

—No le hagan caso —vociferó Juan—, desde que es doctor se cree que tiene la Verdad.

Yasser soltó una sonora carcajada y, con su particular acento uruguayo, Juan siguió explicando:

—Es verdad que, mientras veníamos acá, hemos visto muchos montículos que, a lo lejos parecen pirámides. Hay quien piensa que estas empezaron a construirse para copiar lo que la naturaleza les regalaba, pero las tres pirámides del huevo de avestruz tienen hileras, es que no lo ven.

En efecto. La erosión eólica había jalonado nuestra ruta de sugestivas formas piramidales y otras más caprichosas con forma de seta, de pato, de gallina... son los llamados yardangs, formaciones rocosas erosionadas por el viento que han adquirido con el paso de los siglos formas caprichosas que nuestro cerebro relaciona con animales y objetos cotidianos.

Juan recordó que, en 1991, un geólogo de la Universidad de Boston, realizó una serie de estudios en el foso de la Esfinge de Giza.

Abu Hol —interrumpió Lorenzo—, «el padre del miedo» la llamaban en tiempos de los faraones.

—Déjame terminar —le recriminó. Y continuó diciendo:

—Según él, esta estructura fue picada en un montículo natural, desde abajo hacia arriba para facilitar el trabajo de los obreros.

—Lo ves —volvió a jactarse Lorenzo.

Juan le devolvió una mirada inquisitiva. Balbuceó un improperio y continuó:

—Pues bien, tras estudiar la erosión de los estratos más bajos, concluyó que esa zona tenía una antigüedad de 10.500 años. Eso —sentenció— rompe en mil pedazos la cronología oficial. Seguramente la esfinge ya estaba ahí cuando Kefrén decidió esculpir su rostro. Por eso la cabeza es más pequeña.

Recientes estudios suponen que, en efecto, la esfinge no fue construida por los seres humanos. Matemáticos de la de la Universidad de Nueva York recrearon las condiciones que se dieron hace 4.500 años en la meseta de Giza y modelaron montículos de arcilla para simular la piedra caliza. También utilizaron corrientes de agua para imitar el efecto del viento del desierto. El experimento reveló formas sorprendentemente similares a la esfinge que podrían surgir de materiales erosionados por flujos rápidos. La cuestión era: ¿cuántos años son necesarios para moldear una primitiva forma de León con la erosión del viento?

Profundizaré en este asunto más adelante, en el capítulo 7 pero, si la icónica esfinge ya estaba allí en el período Naqada, ¿por qué no la dibujaron también en el huevo? Es más, ¿por qué dibujar el «mapa» de la meseta en una cáscara de un huevo cuando tienes la capacidad técnica de esculpir piedra?

Supe después que, a lo largo de la Edad del Bronce y del Hierro, es decir, en el primer milenio antes de Cristo, los huevos de avestruz se pintaban, grababan o adornaban con marfil, metales preciosos y accesorios de loza, tanto en la antigua Mesopotamia, como en Egipto, de hecho, en gran parte de la costa mediterránea.

Además de su valor nutritivo (un huevo de avestruz equivale a 25 huevos de gallina) cumplían otras funciones: como cantimplora y también en ritos funerarios.

—Según la simbología, las aves en general y el avestruz en particular, representan el vínculo entre el agua del cielo y el agua de la tierra —añadió Yasser.

Al conocer la conexión dejé volar mi imaginación.

Lo que cualquiera esperaría de un contacto con una civilización más avanzada procedente de las estrellas es que, quienes lo protagonizaran, desarrollaran una ventaja sobre el resto, una superioridad tecnológica, cultural, arquitectónica fruto de conocimientos inalcanzables en un momento temprano de su desarrollo. Si los triángulos que decoraban el huevo de avestruz eran las pirámides que, todavía hoy, nadie sabe cómo se erigieron, era un indicio de ese contacto. Piénsalo. Mientras en lo que ahora es Egipto se construían gigantescas pirámides, en las islas británicas erigían Stonehenge que, tiene su dificultad —no lo niego— pero están muy lejos de lo que supone proyectar un colosal edificio como la Gran Pirámide.

Además, ¿por qué fracasaron el resto de las civilizaciones de la Edad del Bronce? Tanto los imperios hitita, minoico o babilónico, que alcanzaron un alto nivel de sofisticación social, administrativo y técnico acabaron desapareciendo, solo la antigua civilización egipcia perduró en el tiempo. ¿Tal vez adquirieron una ventaja sobre el resto de las civilizaciones gracias a sus instructores?

Las fichas de Abydos

Supe más tarde que la clave sugerida por Lorenzo para resolver el enigma del huevo de avestruz residía en 160 fichas de hueso y marfil del tamaño de estampillas que fueron halladas durante una campaña de excavaciones que tuvo lugar en 1988 en los cementerios reales de Abydos, en Umm el-Qaab.

El arqueólogo alemán Günter Dreyer buscaba allí las tumbas de la dinastía Cero y dio con una misteriosa tumba de doce estancias. El sepulcro tenía una antigüedad de 5.250 años. En su interior encontraron referencias a una figura mítica predinástica, un tal rey Escorpión. Y, aunque el sepulcro había sido expoliado, hallaron en su interior un gigantesco cetro de marfil en forma de cayado (como el de Narmer), símbolo del poder real, y unos cuatrocientos recipientes cerámicos con el símbolo del escorpión, así como las fichas de marfil que tenían dibujados en su superficie árboles, aves, serpientes, elefantes y montañas con una factura similar a la de los dibujos primitivos que decoran cuevas y vasijas prehistóricas.

Dreyer descubrió que los símbolos representaban el sistema más antiguo de escritura conocido hasta entonces. Un elefante sobre unas montañas era la representación del lugar: Abydos. El elefante tenía el valor fonético de «Ab» y las montañas el sonido «Yu», las sílabas «Ab-Yu» juntas suenan a Abydos. Lo curioso es que las montañas representadas en las fichas eran, en efecto, muy parecidas a las «pirámides» del huevo de avestruz, aunque sin hileras como pude constatar al fotografiarlas más tarde en el Museo Egipcio de El Cairo.

Llegados a este punto de la conversación, en un lugar tan espacial —casi mágico— como el que nos encontrábamos no pude reprimirme más y le espeté a Yasser:

—¿Crees que los antiguos egipcios tuvieron una especie de contacto extraterrestre en la antigüedad?

Para mi sorpresa no respondió a la gallega:

—Los textos antiguos nos hablan de visitas y viajes a las estrellas —me dijo. Dejó en el suelo el vasito en el que tomaba el té y continuó diciendo:

El libro de la vaca celeste, por ejemplo, nos cuenta cómo los dioses primigenios llegaron del cielo y, en los Textos de las pirámides, concretamente en los llamados «textos de ascensión», se describe con todo detalle cómo el faraón podía viajar hasta las estrellas.

Los Textos de las pirámides están considerados los textos religiosos más antiguos de la humanidad. Aparecen, por primera vez, en la pirámide del faraón Unas, en Saqqara (2350 a. C.). Su contenido es completamente estelar. A lo largo de casi 230 fórmulas se dan los pasos necesarios para que el faraón difunto ascienda al cielo y se una con sus ancestros, los dioses de las estrellas.

Entendí, por tanto, que el «viaje a las estrellas» era metafórico, espiritual, pero en cualquier caso: ¿por qué creían los antiguos egipcios que sus dioses procedían de las estrellas? ¿Qué les hizo pensar que el faraón provenía del mismo lugar y que debía reincorporarse a su naturaleza estelar?

—Josep, si buscas contactos ovni en el Antiguo Egipto —me dijo Yasser dibujando una sonrisa en su rostro— mañana en Tell el-Amarna encontrarás tu Santo Grial.