III.
Los Ferrán. La historia de Ruth y su hijo Amancio.

Esperando a ser juzgados, Ana, me preguntas por mis raíces y la historia de nuestra familia materna, los Ferrán Sendín. Sabes antes que nada cuál es mi opinión. Tú, como enfermera perfectamente acreditada, no eres culpable. Declararás que ignorabas mi supuesta estafa. Así la llaman estos ineptos periodistas de Burgos a veces.

—… Sí, cuéntame, Juanjo, se nos hará más leve la espera…

Al parecer, según el primo Manolo (estudioso, amanuense y relator de los anales familiares), la historia de nuestros antepasados maternos se remonta a los últimos lustros del siglo XIX. Mis bisabuelos, Josep y Pilar, y su pequeña María con tres años (la que sería después mi abuela), se habían mudado desde Cataluña a Pereña en 1893.

La bisabuela Pilar, siempre inquieta y aventurera, buscó y halló la posibilidad de trabajar en la industria lanera de Sabadell en 1886. Vivaracha y perspicaz, durante los siete años de estancia y trabajo en la urbe textil, había seducido a Josep, el menor de los hermanos Ferrán, copropietario de la renombrada Firma pañera en que trabajaba. Consiguió ser estimada e integrada en esta familia industriosa. Con el tiempo, mi bisabuela había logrado que todos los miembros de esta última se quedaran extasiados viendo caminar y bailar a la única nieta y sobrina, la pequeña María, mi futura abuela. En poco tiempo la talentosa Pilar y su niña se habían ganado a la familia, y el siguiente paso en su utópica, pero bien programada estrategia mental, consistiría en volver junto a su marido e hija a Castilla.

Además de las sutiles y persuasivas presiones de la enamorada Pilar a su Josep —también fervoroso admirador de ella—, el ambiente social del momento propició las expectativas de la bisabuela Sendín en su empeño de regresar a las Arribes del Duero. Josep, en principio reacio a aceptar el iluso deseo de su mujer —un destino nebuloso, mesetario y tan secano para él—, aceptaría más pronto que tarde el reto tras los problemas laborales de aquellos tiempos. Comenzaba a destaparse en la industria textil una creciente y alarmante movilización anarco-sindical, que fue la gota que colmó el vaso:

¡Dónde vamos a parar con tantas huelgas, amenazas, y las ruinosas pretensiones de pasar de una jornada de once horas diarias a otra de ocho …! ¡Pero están locos o es que desean matar a la gallina de los huevos de oro…! ¡Quieren arruinarnos…!, no veo claro esto… ¡No lo veo nada claro, hermanos…! —reflexionaba Josep junto a su familia, meses antes de un acuerdo económico con ésta, y terminar cediéndoles su parte del negocio. De esta forma se consumaron los deseos de Pilar, emigrando los tres para siempre a Las Arribes.

El retorno a Pereña en 1893 alcanzaba el clímax de los sueños de Pilar, arropados por tres empeños principales: el primero, la vuelta a la casa paterna, con su nuevo y jactancioso estatus matrimonial y la preciosa niña de tres años, confidencias de las que eran conscientes ya en Pereña a través de alguna relación epistolar previa. El segundo, una amplia casona semirruinosa de piedra en la misma plaza mayor del pueblo, en venta desde hacía dos lustros ya. Mansión que seguía sin venderse (según noticias recientes de sus padres y de la prensa de Vitigudino), y que permanecía viva en las mallas neuronales y deseos de mi bisabuela Pilar, como una quimera sublime. Se añadía a ello como tercera pretensión —si era capaz de imbuir la idea a su resuelto e inteligente marido—, crear un triple negocio familiar en la casona tras rehabilitarla. Proyecto en su mente —anterior a su estancia en Sabadell—, mediante el que harían productiva la parte baja de la mansión para estanco, Café y salón de baile del pueblo. Además, como inversión complementaria según consejo familiar, comprarían algunas de las mejores hectáreas de regadío en la zona de Las Huertas de Pereña.

—Ana, el éxito augurado por la bisabuela Pilar se confirmó desde el principio, y en plena efervescencia y regocijo del triple negocio de los Ferrán durante la primera década del nuevo siglo, Ruth y su hijo Amancio aparecieron en nuestra vida. Habían pasado catorce años desde el retorno de Pilar y Josep con su hija María a Pereña, según constaba en los escritos del primo Manolo.

—¿Quiénes eran Ruth y Amancio, Juanjo?

—Ruth y Amancio, justo llegaron a Pereña en 1907 con veintidós y siete años respectivamente, con su gran maleta de madera e ilusión, también con sus dudas e incertidumbre. Amancio había nacido en un pueblo a tres kilómetros de allí, respirando los mismos aires del Duero, en los albores del siglo XX. Ruth, su madre, apremiada a casarse por los padres apenas cumplidos los quince años tras su embarazo —insospechado para todos—, tuvo la desgracia de ser abandonada por el marido. Ello sin causa aparente alguna y sólo siete años después de nacer Amancio. Tras la gélida relación con sus padres al irse su pareja y de acuerdo con ellos, marchó a trabajar como ‘sirvienta’ a casa de Los Ferrán, los dueños del salón de baile de Pereña. Gentes de las que se comentaba, no dejaban de hacer obras desde que llegaron de Cataluña…

Ambos, madre e hijo, fueron acogidos desde el principio en la casa de los bisabuelos Ferrán Sendín, padres de la abuela María, que ya contaba entonces diecisiete años, como dos miembros más de la familia. Esta última, la joven catalana, un lustro menor que su sirvienta —se decía al principio en los corrillos del pueblo.

Pasados los años, Amancio y Ruth, en su servidumbre diaria, seguirían siendo para nosotros, los descendientes de María Ferrán, como un primo hermano y una segunda abuela…

Con el silente y fugaz paso del tiempo, y tras morir los bisabuelos, Ruth y su hijo Amancio se reafirmarían para siempre como una auténtica institución en el afecto y trabajo de nuestra casa. Afecto sustentado en un apoyo y cariño continuados de mi abuela María y su eterna sonrisa. Ruth, imponiendo su edad con respeto y apego, le aconsejó y ayudó a preparar su boda con Francisco Barrueco, del que se había enamorado como una perdida. A veces Ruth la trataba como la hermana pequeña, y otras, más frecuentes, como amiga: “No he visto nunca dos como la abuela María y Ruth”, decía siempre el primo Manolo, que nos contaba que, aun queriéndose mucho, siempre andaban enzarzadas:

A que te doy un mosquete —le decía la abuela.

Atrévete si puedes, anda —contestaba Ruth amenazante, medio en broma, medio en serio.

De mi abuelo Francisco sólo escuché algunas anécdotas. Laborioso y atractivo agricultor también en la veintena, tras su bodorrio con la abuela María tuvo que arar bastantes más hectáreas que antes. También me hablaron de su trágica muerte, al ser aplastado por un carro cargado de leña.

En el transcurso del primer cuarto del siglo XX, Ruth y Amancio, junto al primo Manolo —sobrino de la abuela—, serían asimismo unos fervorosos cronistas de la familia, al ver nacer y prosperar —entre otros importantes eventos— a los cinco futuros descendientes Barrueco Ferrán, mi madre, y los cuatro tíos.

Amancio Ullán, además de la etiqueta ambigua y cariñosa de ‘primo lejano’ conque le habían tildado por su cercanía y antigüedad en casa, se creía incluso a veces un hermano menor de la abuela María. Llevaba la limpieza, mantenimiento y logística de la mansión. Conoció el final de los bisabuelos, la boda de María con Francisco en 1911 y el nacimiento de todos mis tíos excepto Gustavo, nacido habiendo él emigrado ya a Caracas. Aunque prefería jugar con los dos mayores, Pepe y Luz, con el tiempo y en sus vacaciones de verano en España, tuvo una especial predilección por el adolescente Gustavo, en quien veía un espíritu aventurero como el suyo.

Amancio marchó a Venezuela a los veintitrés años de edad, meses antes de nacer Gustavo, el último de los Barrueco Ferrán. Sucedió después de la trágica viudedad de la abuela María, y en plena ola de huelgas y sabotajes en Andalucía y Cataluña. Estaría en Venezuela más de un cuarto de siglo. Marchó allí no sólo huyendo de un quebranto económico. También espiritual, tras claudicar ante el amor imposible de una bella mujer, madura y casada. Surgió la pasión tras un auténtico flechazo, rezando ambos en una pequeña iglesia románica de Salamanca. Vicky, esposa de un militar gibraltareño, suplicaba por la salud de su madre enferma, y él por aliviar sus deudas agobiantes.

Amancio, ya establecido en Caracas, solía venir todos los veranos de vacaciones a Pereña, si exceptuamos los últimos de la Segunda República y el periodo de la Guerra Civil, en que desistió —según Manolo— por miedo a ser llamado a filas. Lo primero que hacía al llegar a Pereña, era abrirles la puerta del auto a su madre, Ruth, y a la abuela María, para llevarlas a la ermita— y siguiendo el ritual de cada julio—, tomar allí una tortilla de patatas y pan recién hechos con vino de la zona. Toda una ceremonia ver salir a los tres hacia el Duero, altivos en su espléndido haiga azul celeste alquilado el día antes, apenas desembarcado en Vigo.

Se sumaba a ello el júbilo de todos los niños que, expectantes, conocían también el día de su llegada… No paraba de hacer excursiones con chicos y mayores, recorriendo en ocasiones toda la comarca de la zona fronteriza de Portugal, en el gran y romántico carro azul americano.

Con el Cadillac rebosante de amigos en sus trayectos por la zona —contaba Manolo—, invitaba a todos a merendolas y bebida sin escatimar gasto alguno. Daba la sensación en ocasiones según la versión de este último, de que —aparte de no importarle el dinero—, quería saborear al máximo cualquier momento, disfrutando y compartiendo a tope su alegría. Parecía presagiar, pese a su fortaleza física, que su vida pudiera truncarse en cualquier instante, faltándole siempre tiempo para el bullicio.

En ocasiones, y sobre todo en sus primeros veraneos, Amancio iba de mañana sin compañía alguna a Salamanca. El primo Manolo, al verlo salir temprano, pensaba sonriente las muchas veces que le había escuchado (siempre con la atención del primer día, para no decepcionarle), recordar el amor de viejos tiempos románticos, su querida y sensual Viky de la iglesia de San Marcos.

Alberto y yo, vivimos de adolescentes el triste y sorprendente final tanto de Ruth como de Amancio tras ser enterrados —sólo meses antes que la abuela María— en Pereña.

La primera vez que mi madre y la tía Luz conmovidas, nos recordaron el final de Amancio tras el entierro, tampoco pudimos evitar las lágrimas. ¡Qué pena…! Tras un infarto cardíaco y con un laborioso e intensivo tratamiento, pudo salir al fin por su pie de aquella clínica cardiológica de Madrid. Había pasado de ser un corpulento y acaudalado burgués en su precoz y envidiado retorno, a un pobre y fatigoso anciano. Un auténtico inválido con tal grado de limitación, que apenas podía caminar por su cansancio continuo...

—Pienso ahora, Ana, en la vida de Amancio, bondadoso y emprendedor, truncada por un infarto en pleno apogeo. Muy poco tiempo después de regresar de Caracas multimillonario, le dejó hace poco más de diez años su fabulosa herencia al tío Gustavo. ¡Qué hubiera pensado de nosotros ahora, si hubiera conocido nuestra inversión sanitaria y metidos de lleno en este mundo de citaciones y abogados...!

Siempre lo admiré… Continuamente trabajador, ambicioso, de espíritu aventurero y generoso hacia nuestra familia. Comparo ahora un poco su vida con la nuesta, Ana, con un futuro tan oscuro y triste…