II.
Nuestro mundo familiar y genotipo
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—Reniego de ser tratado así y de mi seguro procesamiento en unas semanas, proceso absolutamente injusto. En mi reflexión me pregunto: ¿Cuánto puede costar el título o certificación de un licenciado? ¿Qué aporta ese papel oficial al preciso y esperado conocimiento de un cirujano? Seguramente se podrá conseguir hoy, en este otoño del 65 —al igual que pasa con algunas tesis doctorales—, con el sucio dinero…

Desayuno con Ana, mi enfermera, ensimismada ahora la pobre, a la que también quieren implicar. Reconozco y asumo, no todo, mi rebelión contra lo establecido.

Desperté hoy en Burgos pensando en la lección sobre Conductismo, que nos dio el Prof. Sabero de Psiquiatría, en Madrid. Pese a que no era una de mis asignaturas preferidas, ¡con qué pasión exponía las teorías de Watson y Piaget! El casi ignorado hasta hoy e importante influjo de la sociedad que rodea al individuo en su comportamiento ulterior. Nos hablaba, con tiento y cierto temor, de “la educación en la dictadura…” contra la que luchan ahora en estos años 60 los universitarios en sus manifestaciones de protesta.

Las tres columnas esenciales del Régimen, el principio de autoridad, el orden público y la religión católica, junto con el miedo y las malas condiciones de vida, nos marcaron a Alberto, mi hermano, y a mí, como a tantos niños de la postguerra. En nuestro caso, pese al amparo de una familia con relativos privilegios. El miedo a la objeción junto a la pobreza, embebieron no sólo a nuestros padres, sino a todos los que vivimos la infancia en los 40 y 50.

Ejemplos del entorno en que nos movíamos mi hermano y yo a los siete u ocho años, eran los severos castigos infantiles en la ciudad. En lugar de buscar la formación, inducían a la rebeldía de nuestras mentes infantiles. Por poner un ejemplo: mi padre me dejó encerrado treinta minutos —con gran disgusto de mi madre— en un trastero que daba al jardín de nuestra casa de alquiler en Salamanca. ¡Media hora que nunca olvidaría! Ocurrió tras una de las rabietas sinsentido y comunes en la infancia:

—“Al cuarto de los ratones” —ordenó seco e inmisericorde… Para ir al que había sido en su día gallinero, debía pasar en la noche a través de un oscuro jardín intermedio. Aquel castigo de la estancia allí, junto a otros más tardíos y dramáticos que odio recordar, nunca se me olvidarían. No sólo era el miedo a los ratones, ni a las arañas de la alambrera del ventanuco, sino a la interminable y triste sensación de soledad silenciosa…

Teníamos como costumbre obligada un último rezo en la noche antes de ir a dormir, entonando arrodillados bajo una talla del Cristo de Limpias el «Señor, hazme sacerdote santo y misionero». Sin idea alguna de ofender, y sólo por reírnos Alberto y yo jugando con la rima de la sentencia, se me ocurrió un día cambiar el término ‘misionero’ por ‘pistolero’, entusiasmados los dos entonces con el atractivo juguete del wéstern, sus fuertes y las figuritas de indios y vaqueros. ¡Qué disgusto, drama y castigo…!

La obsesión de mis padres por anteponer en todo momento la disciplina, la religión y el estudio, a la vida feliz infantil de cada día, sin posibilidad de broma o debate alguno, constituía la esencia y norma de la escasa clase media de entonces… El obligarnos a comer a la fuerza cuando no teníamos apetito alguno, el cuidar la ropa, “como Dios manda, que es muy cara”. Los castigos de las monjas en nuestra más tierna infancia por hablar o reírnos en algún momento de la clase… no eran represiones graves, pero sí turbadoras suspensiones de libertad. “Hoy te quedas en clase durante el recreo…, mañana no irás a jugar al fútbol…, el sábado no vais al cine a ver “El gordo y el flaco”. Casi todos sufríamos la educación pobre, seria y estricta (ausente de todo estímulo, imaginación o creatividad, que pienso era lo peor), en aquellos tiempos de disciplina…

Si desde el principio el arbolillo no se abona y endereza, crecerá débil y torcido…’, ‘quien bien te quiere te hará llorar…’ consignas de nuestros mayores, de difícil comprensión y significado para los pequeños… Claro que nos afectaron estos inconvenientes. A mí hacia una rebeldía incipiente, a mi hermano hacia la religiosidad, quizás intentando compensar mi insumisión…

—Veo ahora, sin embargo, con este disgusto que les ha provocado mi más que seguro procesamiento —triste el pensarlo—, que sí que nos adoraron siempre… Incluso en estos días no paran de decirnos que debemos huir a Méjico, que ellos nos pagarán el vuelo —saben que nuestra cuenta bancaria se halla bloqueada—, para evitar nuestro enjuiciamiento. Pero aún hoy no acaban de considerar a Ana, mi amiga y enfermera, que me ha acompañado en el supuesto delito de estafa. ¿No vendrá de una vez para desayunar?

—¡Ana, por favor! Se te enfría el café…

—Ya voy, cariño.

A los diez años, terminé mi preescolar con las monjas. Gentes que nunca había visto antes de ir a la escuela, mujeres rollizas, enfundadas en trajes negros con la cabeza ampliamente cubierta por su toca blanca, cual seres sonámbulos bajo blancas tiendas de campaña, que se obligaban a guardar la distancia para no chocar entre ellas, y nos quitaban el sol en el recreo. También las ganas de hablar durante la clase para no ir al “cuarto de los ratones”, estancia oscura donde dejábamos los abrigos al entrar.

Mi padre, Agustín Borrás Gambino, hijo de albañil, en principio se acogió a la profesión militar por obligación —como tantos en aquella época de carestía—, aunque luego, ya dentro del ejército, emergió su devoción por la milicia. Del total de ocho hermanos, cinco de los seis varones se habían reenganchado tras el servicio militar. El otro, junto a una hermana, emigró a la Argentina. El más joven de ellos murió en el 43 durante el asedio a Leningrado con la División Azul. El pensamiento de este último —en absoluto nazi—, al luchar junto al ejército alemán en el frente ruso, suponía no tanto doblar su sueldo mensual, como que mis abuelos paternos en España dispusieran de importantes ventajas en la cartilla diaria de racionamiento. Algo parecido ocurría con el estamento religioso. Muchos adolescentes comenzaban a estudiar en el seminario, aconsejados sus padres por la asequible educación de los primeros años del bachiller. La militar y la eclesiástica constituían los únicos caminos al sustento intelectual y económico de aquellos tiempos difíciles. La maldita pobreza de los 40 obligaba a ello…

La vida nos dio que la familia materna —los Barrueco Ferrán—, se manejaba mejor económicamente. La abuela María —siempre ufana de su catalanidad y familia rica—, había nacido en Sabadell en 1890, donde su madre, la bisabuela Pilar Sendín había emigrado desde Castilla cuatro años antes en busca de aventura. Retornó tras siete años allí, casada, rica, y con mi abuela María ya en su tercer año de vida. El marido de ésta, mi abuelo Francisco, murió en 1923 en accidente al quedar atrapado en Las Huertas por un carro cargado de leña.

La abuela María tenía a Ruth —su sirvienta—, o a un cuidador preocupándose siempre por su seguridad en los veranos de playa en Oporto, algo insólito entonces. “No olvidéis nunca que la que os habla nació en Sabadell, la cuna industrial del país”—decía siempre. Entre otras alegrías como privilegiada sobrina heredera, había recibido tres pisos espléndidos en Barcelona, en la calle General Mitre, en el distrito de Sarriá, alquilables con facilidad incluso en tiempos difíciles.

Mi tía Luz, su hija mayor, que la acompañaba siempre (una ‘solterona’ de las de entonces, sin complejo alguno, abierta, optimista y amante de las plantas), conjugaba su pasión botánica con la de intelectual y asidua lectora. Cuando alguien le preguntaba por sus estudios, siempre contestaba orgullosa: “soy una auténtica LEUV (Licenciada en Experiencia por la Universidad de la Vida), ¡con mayúsculas y V final, eh!” Cualquiera que leyera los concisos y selectos vocablos de algunos de sus abundantes poemas, no entendería cómo, quien así se expresaba, no tenía más estudios que la maltrecha escuela primaria de los 30:

Cuánto siento tu ausencia, Salamanca,

El oro en tus arterias irradia llamaradas,

Tu fulgor caldea las almas frías aun lejos de tus aulas,

Y si bien nunca éstas pisé, y soy en ellas profana,

Clases son tus calles, y las gentes con que charlas,

Mi querida y añorada Salamanca.

María Luz. Málaga,1960.

A mi madre, Ester, más bien una madraza, mujer alegre, estilizada y elegante, a la que cualquier trapo le sentaba bien, le gustaba leer y divertirse. Educada como tantas mujeres de su época “para un buen casamiento”, siempre la solicitaban sus amigas de joven para crear un ambiente festivo por ser portavoz perenne de alegría:

—“Ester, no nos faltes esta tarde, por lo que más quieras, tienes que venir a la fiesta…” Su sordera, familiar, lentamente progresiva, junto a la boda con mi padre —más serio e introvertido—, hicieron luego de ella una mujer menos comunicativa.

Entre mis primeros recuerdos de Pereña se hallan los —pocos por desgracia— momentos de disfrute con mi tío materno, Pedro, el mayor de los hermanos Borrás Ferrán. Murió en Indochina en el 47, enrolado en la Legión Francesa. ‘Por su mala cabeza y mujeriego’, me diría tiempo después el primo Manolo.

El tercer hermano de mi madre, Pepe, otro calavera, amante de las féminas a tope y retirado prematuro en la Legión como alférez, se caracterizaba por su egoísmo, sirviéndose de la familia sólo para el disfrute.

” No despertéis a tu tío que aún está dormido… no hagáis ruido que está echando la siesta” —decía la tía Luz.

” Luz, yo no vengo aquí para arreglar ese paredón de las huertas que se ha caído”.

Al contrario, no le costaba nada pedir favores a todos, pero siempre a través de su hermana:

” Luz, ¿tendrá mañana libre el burro, Facundo, que quiero ir de pesca al Duero…?”

Era el único y adusto personaje con quien no queríamos coincidir en Pereña. Cuando llegaba al pueblo, se terminaba el relax en la casa de la abuela…

Nunca, nunca, se le ocurrió darnos una miserable propina.

Pero, si de mis tíos Pedro y Luz guardo muy buenos recuerdos, y ninguno de Pepe, al tío Gustavo, el menor de los cuatro hermanos. no lo conocí a fondo hasta los años 50 antes de entrar en la universidad, pese a vivir su juventud cerca de nuestra casa en Salamanca.

—Reflexiono esto en voz alta ante mi sobremesa del desayuno hoy en Burgos, con Ana, mi actual y duradero amor, también mi enfermera. Mucho tiempo más tarde, ya en vísperas de ir a la universidad en Madrid, conocería yo la historia al completo del tío Gustavo y de su suerte con el primo Amancio.

Gustavo Barrueco Ferrán había nacido en 1923 en Pereña, apenas meses después de la tragedia de su padre, mi abuelo Francisco. Allí vivió hasta los dieciséis años, ‘encerrado’, pero siempre inquieto. El más pequeño de los hermanos (quizás también el más ‘intelectual’ junto a la tía Luz), marchó de casa de la abuela a la capital salmantina al cumplir los diecisiete, dos años después de nacer yo, y recién terminada nuestra Guerra Civil. Mi madre, su hermana Ester, le idolatraba y le consiguió su primer empleo en una pequeña imprenta en la calle Corpus, cercana a nuestra casa en Salamanca. Siempre autónomo, quiso vivir de pensión, pese a ofrecérsele residir con nosotros de forma permanente. Mi madre decía que era porque necesitaba el silencio en casa para estudiar y terminar su peritaje mercantil.

—Pese a estas reflexiones, antecedentes y problemas familiares, no quiero eximirme en absoluto de mi culpa en este supuesto delito del que se me acusa ahora y me preocupa. Si es que existe, que tendrán que demostrarlo, porque todos los enfermos operados fueron bien. Influyó y mucho, en mi comportamiento rebelde e irregular, y en mi poco cariño a los más cercanos, ese ambiente educativo tan rígido. Así como seguro —ahora que Ana se está haciendo la segunda tostada y no me oye—, que el mapa genético de los tíos Pedro y Pepe condicionó mi atracción compulsiva por la compañía femenina.

Por el contrario, seguro que ese determinismo familiar y su rechazo a mi comportamiento rebelde condicionaron la acusada religiosidad de mi hermano Alberto desde su niñez.