—Cuando leo ahora mi nombre, Juan José Borrás Barrueco, en primera plana del Diario de Burgos de este otoño de 1965, y mi imputación como delincuente junto a ti, Ana, mi enfermera, me pregunto… ¿Seré tan mala persona? ¿Por qué llegué hasta aquí…? ¿Cómo lo planteé tan mal y pudo pasarme esto? Se dice bien… Más de cinco años como estudiante habilidoso, dedicado a la práctica quirúrgica en un centro tan prestigiado del país en este momento. Aún hoy, te siguen concediendo el título —esa autorización administrativa—, con sólo dos años de pobre preparación y práctica, en las Escuelas de las Facultades de Medicina. Formación que considero a todas luces insuficiente.
—Y sólo por tres asignaturas, Juanjo. No quiero pensar en ello. Me arrepiento tanto de no haberte presionado más en el estudio… ¿De verdad estás decidido a grabar tu historia en la cinta magnetofónica? —me contesta Ana, mi enfermera, imputada también de forma injusta.
Tres son los agradables recuerdos de mi infancia temprana en mi amargura y mal humor de ahora mismo. El primero, el más lúcido y agradable, el de las piruetas en el aire volando en brazos de mi tío Pedro. Aterrizaba en sus hombros frente a la tienda de chuches de la Horten, en la calle larga. Muchos fines de semana, queridos y disfrutados por mí en esta cuesta, que bajaba desde la plaza en lo alto, hasta la parada del coche de línea. Los perennes aromas de Pereña de la Ribera, mi pueblo salmantino, conforman mi segundo recuerdo. A café ‘portugués’ recién hecho, a hierbabuena y a geranios. Gitanillas rojas, moteando pórticos y balcones. El tercero de ellos, que cambió mi futuro, una herida sangrante en el dorso del pie de mi hermano Alberto, taponada de inmediato por D. Clodo, médico de Pereña, con gran alegría de todos. A poca distancia del quiosco, la plaza, el templo y la espléndida casona de la abuela María. En ésta nací, en el año 38, plenamente efervescentes aún, fanatismo y miserias de nuestra Guerra Civil.
¡Pereña! ¡Qué pueblo…! ¡Qué alivio incesante allí, en la Castilla de piedras y contrastes! De cielos azules, de encinas y ermitas, con el lento anochecer plagado de vencejos eufóricos en su planeo, trisar y algarabía, para llegar a los nidos en las ranuras de la espadaña. De noches mil estrellas con gentes tomando el fresco a las puertas de sus casas, escuchando en la radio Ici Paris o La Pirenaica. Del nocturno y salpicado pero cíclico cri cri amoroso de los grillos, con la sorpresa ocasional de alguna luciérnaga (bichos de luz, las llamábamos), en zarzales de jardines semiabandonados…
La inmensa y preciosa vivienda, pétrea, rectangular, haciendo esquina con balconadas a la iglesia y al barrio Triana, acogía a la familia, desde bisabuelos a nietos. En ese triste y revuelto momento cumplía tres alegres funciones: estanco, Café y salón de baile del pueblo. Mi familia, acomodada, siempre discreta e íntegra —bueno, exceptuando a alguno de mis tíos—, y apreciada por ello, mantenía una notable autoridad moral y de consenso. Ésta se basaba en la ecuanimidad y un valeroso liberalismo, aceptado por los dos latentes —a veces confusos— bandos políticos en guerra.
La parte frontal de la casa, con su puerta principal, daba entrada también al estanco, una oficinilla donde no podías dar más de dos pasos, con ventanuco de cristal rugoso. El flanco más largo del inmueble de la abuela, con mayor número de balcones y geranios del pueblo, frente al lateral de la iglesia, tenía acceso al bar y la pista de baile. Una vivienda amplia, que albergaba en el piso de arriba cinco dormitorios y un cuarto trastero para almacén del grano. Este último conservaba además cada año no solo nuestras uvas y manzanas otoñales hasta la Navidad. También otras fruslerías, entre las que destacaban semiocultas, manoseadas y maltrechas, las revistas eróticas francesas del tío Pepe.
El inmenso salón de baile —mágico para nosotros los pequeños—, de suelo liso y suave, en comunicación directa antaño con el Café y su larga barra, se hallaba aislado de la zona de vivienda y del jardín por dos vetustas puertas de roble. Destinado luego en los últimos años 40 a enorme cochera de camiones, lo percibíamos en nuestros primeros juegos de pandilla como una estancia misteriosa con inagotables secretos por desvelar. Perenne su olor a moho, entremezclado con el del embutido casero y combustible de motor, mixtura insólita por persistente. Aparte de este extraño aroma, sus luces y sombras, los perennes dos o tres nidos de golondrina, y algunas telarañas temblequeando fantasmales en el alto techo. En el antiguo salón de baile coexistían con nuestros juegos, carreras y gritos, mil y una antiguallas. Algunas sillas Ton descuajaringadas, tinajas, ferralla y artilugios de todo tipo como escarpias y poleas. Ovillos disgregados de lana vieja y vestimenta femenina retro.
A la entrada, en una esquina, la vieja platea estante de la orquestina a un metro del suelo de la misma madera noble que la bancada en derredor. Siempre reclamaba nuestra mayor atención y disfrute. Plataforma apoyada en sus tres peldaños de acceso, donde en los momentos de cansancio o quietud, sentados los cinco amigos, vislumbrábamos “cuán elegantes y cariñosas serían nuestras novietas en el futuro…” “La mía tiene que suspirar siempre que me vea” —decía Gabino, mi mejor amigo. Imaginábamos cuántos y diferentes momentos se habrían vivido en aquel mágico espacio a lo largo de los años e intentábamos recrear viejos tiempos... Risas, gentío y música abrazándolo todo. El salón casi lleno, con chicas solas o acompañadas. Tímidas algunas, implorando en sus adentros el atrevimiento de los cercanos indecisos. Atentas otras, con mirada viva y expectante, ante la probable e inminente petición de la pieza de baile tan esperada:
— “Por favor, Señorita, sería un placer…” —decía yo ofreciéndole la mano con reverencia a Tito, que hacía de dama enfurruñada.
Parejas que permanecían unidas en los interludios orquestales —más bien “encoladas” decíamos—, esperando de nuevo a los artistas de la platea que descansaban para beber o fumar.
Formábamos un núcleo de cinco amigos, Tito, Pedro, Quini y yo, sumándose el que siempre sería mi confesor, Gabino. Este último nunca fallaba en vacaciones, pese a ser el más distante de Pereña. Hijo de un gallego con el mismo nombre, que había trabajado durante dos años en Pereña con la empresa Iberduero, y que conoció a Irene, su mujer, allí. Supervisaba el proyecto de montaje de aquellas extrañas y primeras torretas de alta tensión en nuestra comarca, rica en presas hidroeléctricas. Según mis tíos, el padre de Gabino llamaba la atención por su porte y aparente riqueza desde el momento que llegó, y paseaba orgulloso a las jóvenes de Pereña en el sidecar de su poderosa Guzzi 350, admirada entonces por ser la moto de la Guardia Civil. Allí, entre otras aventuras, eligió para siempre a Irene, la madre del pelirrojo Gabino, mi mejor amigo.
Gabi pasaba su verano en nuestro pueblo, pese a tener playa en Vigo (hecho difícil de comprender para nosotros, los mesetarios), que envidiábamos al principio:
—Pero qué suerte, Gabino, haberte bañado anteayer en la playa… ¿Y dices que la tenéis tan cerca como aquí Los Molinos? —proseguíamos casi reverenciándole.
A nuestros diez años, en la vieja platea, emulábamos a los músicos. Tocábamos de nuevo con la trompeta de nuestros puños semicerrados en la boca, la percusión de palitroques en barricas, contoneando cabeza y piernas al ritmo del tararí bucal del grupo. Imaginábamos el movimiento incesante de pies y cabeza de los músicos de la orquesta Chupaligas, (cuarteto habitual en las fiestas de septiembre). Evocábamos inventándolos, el humo y perfumes femeninos; el roce de los zapatos, los pequeños correteando entre los danzantes. Las parejas interpretando mal que bien el Bésame mucho, con su cuerpo cimbreando y caras de interesantes… Y tras el recuerdo, hacíamos nuestras duplas —siempre fervorosos—, tangueando en medio de las risas el Adiós muchachos …
Imaginábamos allí qué sería de nuestras vidas… “Seré médico, como Don Clodo” —comentaba yo a menudo. También yo, por supuesto —respondía de inmediato Gabi. Una casa, que no dejaré de recordar gigante y acogedora a la vez, donde todo era posible y mi mente la imaginaría siempre (incluso ya vendida por mi madre y los tíos), como paradigma de la libertad.
—Libertad que no creo pueda perder yo ahora con esta imputación de delincuente, Ana…
—Lo hicimos mal, pero saldremos adelante, Juanjo, tranquilo.
Pereña de la Ribera, un pueblo grande —al menos así lo recuerdo— con casas graníticas y reminiscencias celtas, quizás unos mil doscientos habitantes entonces, aunque ahora en los 60 parezcan demasiados, se halla en Las Arribes, parque natural con el cañón del río Duero como su alma máter. En la cima de este desfiladero el castro de la ermita del Castillo, su paredón neolítico y el templo —aromas a rosales y lavanda en derredor—, arropado por los perennes fresnos, altos y frondosos (extraños seres estos, viviendo en altiplano tan seco…). Ambos, ermita y arbolado, admirando y escuchando el fragor del Duero en su profundo, lindante desfiladero con Portugal. La gente se hacía cruces siempre en las romerías del 14 de mayo, recordando el antiguo y arriesgado contrabando del café angoleño mediante largas sogas a lo ancho del estruendoso río.
En Las Arribes había vivido la abuela María desde que llegó con sus padres de Cataluña a los tres años de nacer. De allí, de Pereña, eran mi madre, Ester Barrueco Ferrán, y sus hermanos, mis cuatro tíos. En la zona alta del pueblo se hallaba la plaza Mayor con su iglesia porticada del XVI de planta basilical. Cercana a ella, casi enfrente, el arco del cañal, una antiquísima bóveda pétrea, sustento de galería techada en roble, con vistas a la plaza Mayor por un lado (ideal para estrado de autoridades en discursos, representaciones y novilladas), y enfilando por el otro, el camino serpenteante y riscoso a las lejanas y pequeñas cascadas de los regatos que morían en el Duero.
Adyacente a las eras vivía D. Clodo, el médico, uno de los más admirados personajes del pueblo junto a los maestros. Su casa, la más moderna de entonces, fue la primera con paredes enladrilladas. Allí se levantaban también, espaciosas, diáfanas y blancas, las escuelas de amplios ventanales, donde ejercieron su profesión muchos años mi primo segundo Manolo y sus padres. Manolo era un estudioso y extraordinario aventajado relatando las historias familiares.
¡Cómo volaban los días sin enterarnos! Despertábamos saltando de la cama, descubriendo y gritando cada mañana los buenos días a todos, abriendo los brazos y cogiendo aire a fondo antes de desayunar, con las balconadas abiertas de la casona. Disfrutábamos todas y cada una de las horas de la jornada… ¡Esto es vida…! —nos decíamos. Días consumidos a tope, repletos de acción, fueran gélidos o de calor bochornoso, cayendo rendidos en la cama tarde en la noche, pero riendo siempre despreocupados y satisfechos.
Despreocupación que añoro ahora tanto, al leer esta prensa en Burgos, tan injusta con nosotros y nuestro hacer profesional. ¡Quién podría pensar entonces que en mi tercera década de la vida me procesaran por mi mala cabeza!