V.
Un trienio afligido
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—¿Qué hubiera pensado la abuela María si viviera hoy en 1965, tras leer mi nombre como vulgar delincuente en los periódicos…? Si la hubieras conocido, Ana, te encantaría. Me haría cruces con la noticia —diría ella incrédula y congruente, en su continuo sonreír: Pero si todos los enfermos se curaron —añadiría.

—Y en eso tendría razón, ¿no, Juanjo?

Ya antes de comenzar 5º de bachiller, tras el ascenso de mi padre a Brigada, comenzamos a vivir en un piso céntrico de Burgos. En aquel lastimoso curso 52-53, sufriríamos las tres importantes e inmisericordes pérdidas familiares, Ruth, Amancio y la abuela María.

La principal transmisión de la abuela —sus inmuebles barceloneses de Sarriá—, se confirmó para nuestros padres, tal como había sido siempre su deseo, con el consiguiente disgusto y riña por parte del tío Pepe al conocer su exigido pero mínimo legado. Esta herencia, un desahogo económico para nosotros en tiempo de mudanza a Burgos, nos permitió disfrutar de una casa en propiedad —cercana al Arlanzón—, al vender el primero de los tres pisos barceloneses. Parecía que muertes y legados se habían conjugado tristemente durante ese trienio 52-54, tras el que los tíos Gustavo y Margarita, con la herencia de Amancio, pasaron a ser los potentados de la familia.

Sucedió en plena Guerra Fría. Unos años en que los ensayos nucleares de los dos bloques dominantes —USA y URSS—, se ensañaban compitiendo de forma ignorante e irreflexiva con un desdén absoluto al futuro de nuestro planeta. Creo que ahora, más de diez años después, los líderes se hallan mucho más concienciados de los peligros que entrañaban aquellas pruebas atómicas en atmósfera, mares y desiertos.

Habíamos hecho el traslado a la ciudad burgalesa, inmersos aún en la pena reciente de despedir a los queridos Ruth y Amancio descansando ambos para siempre en Pereña en tan corto intervalo de tiempo. La primera pasó al otro mundo por una posible embolia pulmonar, secundaria a la herida infectada de una pierna, que aparentemente se consideró banal en principio. La tragedia de su hijo Amancio pocos meses después, tras las secuelas de un infarto cardíaco en Madrid, súbita también, terminó de descorazonarnos. La desolación tras la pérdida de la amada madre, y el infarto e invalidez subsiguientes, habían condicionado en el ‘primo’, un cambio radical en su vida y forma de pensar.

Todos, incluidos nosotros, los jóvenes, nos concienciamos del supremo valor de la familia, la salud y el bienestar físico. Descubrimos por primera vez el ilusorio valor de la tan cacareada y fabulosa fortuna del primo, amasada en Venezuela. Fue en la casona, antes del entierro de Ruth, su madre, cuando nuestro querido ‘primo’ Amancio, consciente de su tragedia, se quejaba con amargura ante el cuerpo inánime de su madre, superando el tono de todos los llantos. De su paso por la vida sin apenas disfrutar de lo que más quería:

Señor, ¿por qué no me ayudaste…? ¿Por qué yo, insensato de mí, no pude disfrutar más tiempo de tu alegre mirada e inmenso amor, madre…? ¿Por qué no me obligaste a venir antes de Caracas…?¿Por qué no me advertiste para regresar antes? —decía envuelto en sollozo y locura de horas de duración, eternas para nosotros, ante el cuerpo yacente de su madre. ¿Por qué me dejaste comprar la imprenta para seguir amasando dinero aquí?, ¿por qué…?

—No digas eso, Amancio. Te portaste muy bien con ella siempre —le rebatían mi madre y la tía Luz, nosotros cariacontecidos.

El pobre Amancio, caído fulminado a las puertas de su imprenta sólo dos años después de regresar de América en la opulencia, había quedado con la fatiga e inhabilitación de un nonagenario; con su empresa de linotipia a pleno rendimiento, y tras vivir la muerte de su madre. Sus muchos bienes, tuvieron como destino final antes de morir, a los tíos Margarita y Gustavo. Agradecido en parte, por pasar con ellos cómoda y tranquilamente el último y fatigoso periodo de su vida.

Durante el año siguiente a las pérdidas de los queridos ‘primos’, Ruth y Amancio, Alberto y yo asistiríamos —conmocionados en nuestra aflicción—, a la agonía y entierro de la abuela María. Nunca habíamos visto llorar así a mi madre y a los tíos. Nos impresionó sobre todo Pepe, del que nunca hubiéramos sospechado ‘tuviera lágrimas para alguien’, y que éstas pudieran saciar su emoción algún día, incluso siendo su madre la fallecida. La abuela murió con su eterna sonrisa a los sesenta y cuatro, edad extrañamente temprana para hacerlo en aquella tierra arribeña de longevos, donde era raro —pese al formidable uso del embutido a diario—, que la gente nos abandonara antes de los ochenta.

El derrame cerebral la mantuvo en un coma crónico, con intersticios dolientes y angustiosos para todos. La verdad es que había contribuido a su final el disgusto y la continuada aflicción de los últimos meses con las pérdidas de Ruth y su amadrinado Amancio. La muerte de Ruth, ‘hermana, amiga y doncella’ de la abuela María, había supuesto para ella una auténtica paraplejía espiritual y el desmoronamiento total.

Ruth era la que se había preocupado siempre de la tensión arterial de la abuela y de las rutinarias consultas médicas. También de su dieta obligada y caminata diaria. Presente en ella siempre la alegría en mirada y labios, había sido muy anárquica en su comida. Desde que murió Ruth, acompañaba a diario su cena con un huevo frito, y nunca por las noches se iba a la cama sin tomar su copita de Marie Brizard: Una pizca de anisete nunca viene mal —le decía sonriente aun en tiempo de duelo a la también carialegre tía Luz, al marchar a la cama.

Todos acudimos a la despedida de la abuela hasta el cementerio, en las afueras de Pereña. Fue el último de los entierros al que asistí en mi querido pueblo, entierros que siempre me retrotraían a la infancia y a D. Clodo. Aquel ambiente oscuro, el típico olor a cerrado y a la consumida cera de la muerte en el dormitorio de la yacente, con las ventanas cerradas del todo. La cara mortal, pálida e inexpresiva de la abuela en su caja abierta, mirando a ninguna parte con los párpados entreabiertos. La lentísima procesión calle abajo al camposanto, con su tarareo de rezos, pisadas resonantes y algún preguntón cuchicheando. Ya en el camposanto, la rectangular, reciente y espaciosa tumba acogiendo los cúmulos de tierra despachados por las palas, que golpeaban insistentes contra la lustrosa madera, ocultándola poco a poco inmisericordes. Sonsonete arcilloso y final, único, antediluviano, martilleando y encubriendo el último acharolado refugio, sólo roto por alguna tos y el piar de algún pájaro cercano.

Además de la nuestra de Burgos, se formaron varias comitivas para asistir al adiós a la abuela. Una de ellas desde Málaga con los tíos Pepe y Carmela, y los primos. De Madrid llegaron Gustavo y su mujer, Margarita, en su lujoso y flamante Citroën heredado, propiedad que en adelante nos recordaría siempre al primo Amancio.

Aunque a nuestra edad todavía no reflexionábamos sobre el significado, circunstancias y calendario ineludible de la muerte, ¡qué triste, ese 5º de bachiller en Burgos! Allí comprendimos los dos hermanos, cómo habíamos querido y disfrutado tanto a los tres, Ruth, Amancio y la abuela... El hueco profundo que dejaban en nosotros, el inmenso relax y significado que habían supuesto en nuestra preciosa infancia estival. Nunca se nos olvidaría la alegría de cada llegada veraniega del primo de Caracas, las meriendas y correrías por todos los lados en sus siempre fabulosos y admirados haigas.

El traslado a Burgos y la pérdida de la abuela María, pese a ser esperados, nos afectaron a todos. Con ella desaparecía el lazo primordial de unión con los tíos, y entre éstos y nosotros, los dos sobrinos. Pereña dejaría de ser el cálido punto de encuentro, el nido familiar tan querido siempre.

Durante los años siguientes se mudaron definitivamente a Málaga no solo Manolo, sus padres y los primos lejanos. También los tíos Luz y Pepe, quizás por influencia de aquellos, que, en su madurez, siempre hablaban maravillas del clima del sur. Los Borrás Barrueco seguiríamos yendo a Pereña, pero más de tarde en tarde y con mayores limitaciones. Quizás por las dificultades del desplazamiento desde Burgos; también por el progresivo deterioro de la casona pereñana (¡qué pena, la vejez y quebranto de sus piedras y maderas, tan preciosas, apreciadas y palpadas siempre…!). Prácticamente sólo lo haríamos en los veranos, donde solían también pasar allí un mes los tíos.

Sin embargo, en la oscuridad espiritual de ese triste verano, cuando yo cumplía los quince y comenzaba 5º de bachiller, terminé de enamorarme como un loco de Marian, una de las muchas asistentes al sepelio de la abuela en Pereña. Eso sí, con gran disgusto de nuestros padres. Marian, una de las dos hijas de un próspero granjero de Pereña, al igual que yo, no podíamos ver con buenos ojos que obviaran hasta el desprecio nuestro ‘adelantado’ amor de adolescentes…

A ella, también loca por mí —incluso más que yo por ella prescindiendo de la modestia—, se le notaba en su sonrisa continua y en el brillo de sus grandes ojos, al verme. Desde el principio, pese a la reciente e indeseable distancia, y la oposición de nuestros padres, ideábamos futuros horizontes juntos… Nuestros hijos serán completamente felices desde su infancia más temprana

Tras las pérdidas de Ruth y Amancio, la perenne imagen de Marian en mi pensamiento me tranquilizaba y confería una apacible sensación de bienestar y esperanza. ¡Cuánto me hubiera gustado que mis padres vieran al menos alguna virtud en mí, también en Marian…! ¡que disfrutaran de mi arrebato y entusiasmo, pues ella lo era todo para mí en aquellos momentos…! Me había fijado en ella durante el verano anterior, aún en Salamanca… Marian siempre me pareció atractiva aun sin terminar de gustarme… pero un no sé qué de aquella femenina inocencia me cautivó de forma inesperada durante aquel triste periodo de muertes y duelos del bachiller superior... Pequeños aspectos y detalles de su belleza y forma de ser, que nunca había observado antes, se expusieron de pronto ante mí, deslumbrándome. Su sonrisa, el brillo de sus ojos, su forma de hablar y expresarse, a la vez que su pensamiento puro. Su perfume vainilla, su moverse, el revuelo de su melena a veces al charlar, y algo, más difícil de definir, irrumpieron elevando mi ánimo, y daban cuerda a besos y otras emociones de principiante en aquellos calurosos días de refugio y sombra en las peñas de las Huertas:

—Me gusta más Juanjo que como te llaman todos, mi vida. JJ me parece tan de barrio e impersonal… Siempre te llamaré así —me decía en nuestros primeros, buscados y ocultos besuqueos.

—Igual me ocurre a mí. Te llamaré Marian, que Mariángeles, no sé por qué, me parece totalmente vulgar —le dije aquel día. Los ratos con Marian diluían y hacían olvidar los tristes —sentidos a veces como eternos— días de duelo, y por supuesto mis primeros escarceos sin pena ni gloria con el resto de las chicas del verano. Ella además minimizaba la absurda hostilidad de mis padres hacia su persona, que conocía, y que yo siempre intentaba suavizar.

Nuestro amor de juventud lo sentíamos real y único, lo preveíamos grandioso, y alardeábamos de él paseándolo felices siempre que podíamos por los parajes y aromas de las Huertas, dejando de lado todos nuestros problemas durante aquel grato mes veraniego del 54. Enamoramiento que nos hacía olvidar el duelo, la rígida educación, los castigos y prejuicios de aquellos años inflexibles de la Dictadura. Mentes abiertas las nuestras, jóvenes que mirábamos con envidia y cierto complejo a la juventud europea allende los Pirineos y su cultura de la Libertad.