IV.
Aplicación y conducta.

—A veces me ha dicho Ana, ‘cómplice en este mi supuesto delito’, que soy muy raro; quizás tenga razón. Reflexiono sobre aquellas batallas mías, tan importantes en mi devenir, que a ella le gustan y a mí me encanta recordar:

El primitivo terreno del colegio de Salamanca se hallaba en la misma acera y muy cerca del Grupo Mariano Rodríguez, un edificio de siete pisos en su fachada principal. Admirado por mi hermano Alberto desde que lo vimos por primera vez, ese ‘rascacielos salmantino’ de la época, marcó su futura vocación de arquitecto. En los Maristas estudié los `primeros cursos del bachiller, bachiller que constaba entonces de cuatro filtros en todos los centros: el de ingreso para primero con once años, dos reválidas en 4º y 6º cursos, y el Preuniversitario. Este último conllevaba un examen final de Madurez para entrar en la universidad.

El cuaderno de notas quincenales suponía una exigencia con el subsiguiente estrés cíclico para casi todos los escolares, mayor incluso para nosotros, los Borrás Barrueco:

—“Tenéis que estar siempre entre los cinco primeros de la clase, si es entre los tres, aún mejor” —nos imponían en casa. Seríamos entre veinte y treinta alumnos por aula. No sólo nuestros padres se mostraban inflexibles en los estudios; todos eran muy rígidos por lo que escuchábamos a los compañeros en los recreos. En ocasiones, si no sacabas buenas notas, hasta te esperaban los azotes con el cinto al llegar a casa. Algo normal entonces, que seguro muchos progenitores, en su exceso, acarrearían como lastre en su alma de por vida.

Aplicación y Conducta, eran de forma continuada las asignaturas más preocupantes para nuestros padres. Colocadas en un aparte de la zona superior siempre, cuando bajaba la nota del óptimo 10 al 9, se despertaba en nosotros una desazón, que únicamente disminuía tras conocer el correspondiente castigo. En cierta ocasión, ya años más tarde en Burgos y también en los Maristas —Alberto en 2º y yo en 6º curso—, a mi hermano, más formal y aplicado que yo, le pusieron un 9 en Conducta en vez del habitual 10 por alguna nimiedad que no recuerdo. El óvalo superior de aquel 9, al ser muy cerrado, podría parecer un 1:

Es tal que un 1, JJ. ¿Por qué no me ayudas a poner un cero a la derecha y será un 10? —me rogó mi hermano.

Vamos allá —, respondí simulando ánimo en la duda.

Así programamos la maniobra, clandestinos, valorando pros y contras para conformar con relativa urgencia el 10 deseado. Con tan mala suerte se desarrolló aquella, que nada más plantificar el 0 al lado del 9 cerrado, observamos consternados, que el azul de la tinta del bolígrafo traidor, no era del mismo tono que el del Hermano.

Aquel fallido y descubierto complot conllevó que nuestro padre tuviera que ir a hablar con el director a los dos días de devolver Alberto el boletín de notas firmado, y que en la siguiente quincena mi hermano sufriera un auténtico mal en conducta, eternizándose el conflicto familiar. Un disgusto, el del 90 en conducta, que pesó en nosotros más de un mes, pero del que nos reiríamos luego mucho, y mucho tiempo después.

—¿No te ríes tú, Ana? ¿Puede dilucidarse dentro de la bondad el confín entre sobresaliente y matrícula de honor? ¿Correspondería esta última a la santidad? ¿Crees en la excelencia de la bondad humana…? Por poner otro ejemplo de lo abstracto, ¿Existe la alegría perfecta en el placer, o superado el sobresaliente se puede calificar lo siguiente, o debemos integrarlo dentro de la turbación o locura? Pienso que, si ahora se habla tanto de nosotros en la prensa, mucha culpa la tiene aquel bueno o perfecto, una doctrina tan analítica y rígida, incubadora de la rebeldía.

—Puede que sí, Juanjo…

El miedo del cole se trasladaba en muchas ocasiones a casa, con la imposición de las horas dedicadas al estudio y deberes. Vivíamos de alquiler en un barrio céntrico pero antiguo, en el número 9 de la Calle del Horno Segunda, el piso bajo de una vieja casa de tres alturas, con dos grandes habitaciones y un pequeño jardín, que albergaba un pozo con alto y amplio brocal. Delante de la vivienda, una plazuela empedrada en la que apenas entraban coches y jugábamos. La convertíamos casi a diario en campo de fútbol, donde el ancho de las porterías era el de las dos angostas calles confluyentes, y el cielo hacía en ambos lados de largueros. Seguro que allí se hallará aún la ventana enrejada que nos iluminaba en el estudio, y donde todos los días a las siete de la tarde escuchábamos el esperado taconeo vespertino de una preciosa joven en nuestra acera. Paseaba del brazo de su novio, burgueses ambos en los veinte, dejándonos siempre la estela de su envolvente y arrebatador perfume. Lo inspirábamos a fondo, ubicando siempre su marca en París. Establecía puntual nuestra distracción poco antes de terminar la hora del estudio. Otro habitual motivo de levantar los ojos del libro lo formaban las tres dieciochoañeras del segundo piso de la casa de enfrente, que se asomaban riendo con frecuencia al balcón, y que, según los vecinos, estudiaban para actrices de teatro.

Mi personalidad (rara y compleja, pensaba yo para mí a los catorce años), se forjó no sólo en el ambiente familiar y colegial, entretejiendo miedos y riesgo en las clases y calles vecinas. Miedo a las peleas entre barrios, robando leña para la hoguera de San Juan; a saltar la tapia del muro del hospital de La Trinidad, a trescientos metros de casa, en nuestros “tours” con los amigos para coger una manzana en los árboles de su huerta, y oír temerosos los disparos con bolas de sal del guarda imprecándonos a lo lejos… Miedo a una herida accidental en la rodilla durante el partido, ocultándola al llegar a casa… Al balonazo a un transeúnte o a romper el cristal de un vecino con la pelota y sus protestas posteriores…

Pero aparte de los miedos, disfrutábamos del fútbol, las canicas y la peonza. Con esta edad —mi hermano nueve años—, asistíamos los sábados por la noche a las veladas de boxeo con los amigos del barrio, en el pabellón Botánico. A Alberto le encantaba desde muy pequeño, además de la arquitectura y el atletismo, el deporte del cuadrilátero. Era tal la ventaja y libertad que teníamos en aquella época para ir solos allí por la noche, que años más tarde nos preguntábamos incrédulos cómo pudo ser posible aquello.

Nos emocionaba la extraña mezcla del humo del tabaco entre luces, colores, gritos y barullo, habituales en el ring. También en ocasiones el silencio repentino y respetuoso de la grada con el ruido seco y brutal del golpeo en la carne desnuda, o en los moratones orbitarios. El boxeo formaba parte de una cultura que nos impresionaba a veces por su violencia, pero tenía un punto de atracción al poder vivirlo como ‘mayores’. Tras el combate estrella final, conseguíamos el autógrafo de los púgiles locales y de los famosos venidos de Madrid.

—Todas estas reflexiones y pensamientos te las cuento, Ana, para que no pienses tanto en nuestra causa judicial pendiente. Sé además que me quieres mucho y sigues disfrutando de los recuerdos de mi infancia y adolescencia.

—…

—¿Que por qué me comenzaron a llamar JJ, Ana…? Ni lo sé, cariño. Fue durante unas vacaciones estivales en Pereña, una de aquellas últimas en que lo pasábamos de cine con Amancio, antes de su regreso definitivo de América como un magnate. Nos llevaba en el descapotable azul ¡a setenta kilómetros por hora en las rectas de Pereña a Villarino!

—¿A setenta fuisteis hoy…? No te lo crees ni borracho, JJ… —me replicó Gabino.

Gabi y mi hermano Alberto, comenzaron a llamarme así desde entonces, olvidándose para siempre del Juan José.

El día en que llegaba Gabino era festivo para la pandilla. Le íbamos a recibir con gran jolgorio al coche de línea en la atalaya del pueblo. Esa misma noche ya entonábamos nuestra canción del grupo, la tan antigua y clásica tonadilla de la zona:

Ya se murió el burro que acarreaba la vinagre,

ya lo llevó Dios de esta vida miserable,

que tururururú, que tururururú,

que tururururú, que la culpa la tienes túuuu…

Cantinela que usábamos para reafirmarnos como grupo a veces, otras para aliviar discusiones, o tomarle el pelo de forma simulada a los que no comulgaban con nuestras ideas.

Al día siguiente de la llegada de Gabi, mi mejor amigo, ya hablábamos de planes, y no sólo para el verano:

—¿Qué haremos cuando seamos mayores…? Como dice mi abuela, ¡qué será de vosotros…! Gabino y yo lo tuvimos claro siempre. Pensábamos en nuestra futura bata blanca. Sentados al atardecer en las peñas de las Huertas, nos hacíamos reflexiones que conducían a una mixtura de esperanza, optimismo y misterio. Pensar que puedes aliviar las lágrimas de una familia y ganar pasta a la vez…—nos decíamos.

La abuela y la tía Luz, después de la Guerra y tras cerrarse salón, baile y café, vivían de la pensión del gobierno francés por la muerte del tío Pedro en Indochina, y de la fonda. Normalmente paraban allí maestros, practicantes, u obreros temporales de las presas hidráulicas. No obstante, como decía a veces la abuela María sonriendo, siempre tengo ahí un “remanente” secreto. Remanente que consistía en el alquiler de sus tres pisos barceloneses del distrito de Sarriá, herencia de sus tíos catalanes sin descendencia directa, algo intocable que será para los hijos de mis hijos … Luego hablaba de esos familiares de Barcelona, que en dos ocasiones habían ido a verla de joven a Pereña y siempre la recordaban —nos decía a menudo.

No sólo la tía Luz y la abuela nos adoraban. También contábamos con la aprobación de casi todo lo que le pedíamos a Ruth. Nunca olvidaríamos el relax de aquella casa y las tostadas de nata o vino tinto con azúcar, en las pequeñas pero sabrosas meriendas…

De las eras de Pereña partía el camino a Los Molinos, nuestra “playa” particular. Un pozo con fondo peñascoso de uno de los afluentes al río Uces, que abocaba a su vez en el Duero. Unos veinte minutos es lo que tardábamos en llegar a las pozas de aquel riachuelo, donde cada día a la hora del Ángelus —como decía mi abuela—, y puntuales como siempre (salvo que tuviéramos que ayudar en alguna faena de casa o la huerta), disfrutábamos del chapuzón y de las franchutes de agosto.

Claire y Nicole, mayores ya de dieciocho, e hijas de un matrimonio del pueblo emigrado a Francia, formaban junto al bochorno agosteño y el aroma perpetuo del poleo, una estampa familiar, habitual para nosotros en Los Molinos. Pasaban el mes de agosto en Pereña y nunca perdían su baño diario. Sus bikinis, ¡mamma mía…!, los dos piezas pecaminosos de Brigitte Bardot y las francesas, que veíamos esporádicamente en la prensa diaria del tío Pepe, y de los que oíamos hablar en los espacios de moda de la BBC y La Pirenaica tras cenar, sentados en el pórtico familiar al fresco de la noche. Bañadores que sólo se hallaban de forma nebulosa en nuestra imaginación hasta que los descubrimos allí. ‘Putes mouches’ decían y repetían una y otra vez, tumbadas en las peñas al sol tras su chapuzón, quitándose las moscas de encima y canturreando un tango, siempre ante nuestras miradas ladinas y cómplices, en nuestro tarareo del Burro la Vinagre.

Cuando meses después, comenzábamos a estudiar de verdad el francés. Nos reiríamos al recordar cómo, en plena búsqueda de nidos al atardecer, bajo el frescor de los álamos, repetíamos a menudo cantando y gritando a carcajadas: “como dicen las franchutes, putes mouches, putes mouches... Como dicen las franchutes…”

Nunca se nos olvidarían tampoco las fiestas de Pereña de aquel septiembre de uno de los primeros años 50, en que cumpliríamos los catorce. Hasta entonces nuestra vida y pensamiento se ceñían a corretear con los caramelos en las manos, entre gigantes y cabezudos, por los chiringuitos de la feria, o al son de la música en la pista de la plaza o del salón de baile. Por primera vez, ese año descubriríamos los perfumes femeninos en los atardeceres, y nos decidiríamos a bailar tras la cena, en plan formal, pero que ‘muy formal y con orquesta’.

La orquestina de Chupaligas… trompeta, acordeón, batería y cantante “supervedette” … ¡Qué ritmo el del charlestón y qué suavidad la del bolero…! ¡Nos chiflaban…! Y eso desconociendo aún el jazz, que años más tarde nos apasionaría. Escuchando su música en las fiestas de septiembre, siempre recordábamos a las francesitas que se habían marchado días antes.

—“Cómo se moverán con este tango, tan de moda ahora en París” —nos preguntábamos ante nuestra torpeza para bailarlo.

La música de esta pequeña orquesta, siempre presente en las fiestas del fin del verano sería la que marcaría el difícil dominio de la timidez de entonces para pedirle un baile a Marian —mi primer galanteo— en la plaza mayor. Recuerdo con emoción mi cuidado y delicadeza al tomarla por el talle e intentar no pisarla durante aquel inolvidable bolero. Aquella Marian, incluso en su celo y distante rigidez bailando, me tenía encandilado ese verano en Pereña. Con ella viví escenas inolvidables para mí, como los paseos de la pandilla en los turbadores crepúsculos veraniegos, por el camino que llevaba hasta Las Huertas.

Los días posteriores a fiestas, baile y sentimientos, vivíamos la aventura del peligro, quemando en la “callejina” restos de cohetes caídos del cielo durante el final de las fiestas. Entusiasmados con su olor y colores, entre el miedo, la fascinación y la morriña del fin del estío.

Dejábamos Pereña con el ánimo por los suelos, pensando en la cercana rutina de la ciudad y el cole. Hasta diciembre… —nos decíamos nostálgicos cantando en la despedida El Burro la Vinagre allí, en las peñas de Las Huertas… La ciudad era bastante más tediosa que Pereña… quizás porque perdíamos nuestra relamida libertad…

—¿Te aburro con tanta historia, Ana? Pasado el verano se acababa la buena vida, y comenzaban los tiempos de estudio y la dura disciplina para nosotros los Borrás, y para todos… Tiempos aquellos de relax, y no los de ahora, amenazados por lo que llaman “justicia”.