Javier Cocheteux.

El padre.

Nací en 1956, a los veinticinco años tuve mi primer hijo, a los veintisiete planté mi primer árbol y a los treinta y tres hice mi primer roscón, esas tres acciones marcarán mi huella en esta vida.

A los catorce años me quedaba solo en casa con mi hermano que tenía diecinueve, mientras la familia veraneaba en la playa, y si quería alimentarme no tenía más remedio que buscarme la vida para hacer mi propia comida. Ese aspecto marcó mi inicio gastronómico. La maravilla de convertir unos espaguetis rígidos en algo comestible simplemente cociéndolos en agua y añadiendo después algo de kétchup para disfrutar cada tenedor que llevaba a la boca me hizo creer en mí mismo y en las posibilidades de la cocina.

Había visto cocinar a mi madre muchas veces, había rebañado con la cuchara de madera la sartén donde se acababan de hacer las croquetas, recogiendo la masa de los pliegues que se forman entre la base y las paredes inclinadas del recipiente. Había visto preparar magdalenas de limón a la empleada. En Linares, había visto a mi abuela añadir jugo de limón a la sartén donde freía los filetes de ternera o de cerdo adobado para conseguir una salsa deliciosa en la que mojar un excelente pan candeal. Aun con todo ello, hasta los catorce años no había tenido necesidad de cocinar.

Un día nuestro padre nos llevó a un restaurante donde de postre nos sirvieron crepes Suzette, un plato absolutamente delicioso que marcó mi cabezonería gastronómica. A partir de ese momento, cada vez que tenía oportunidad hacía crepes y la cocina empezó a desvelarme sus secretos.

A los diecisiete me enamoré de la persona que lleva a mi lado la friolera de cincuenta años y, en esa época, principios de los setenta, sin muchas posibilidades económicas y con el inicio de muchas ilusiones en la vida donde la meta más importante era ser feliz, empezamos a comprar libros de cocina. De esta manera nos suscribimos a revistas y fascículos de recetas que todavía conservamos, y me animé a intentar una de ellas: el roscón de Reyes.

Hasta esa época el roscón de Reyes estaba sin adulterar, se fabricaba en las panaderías de barrio o en los polígonos de los alrededores de Madrid, pero de cualquier forma todos eran frescos, todos horneados en el día, el sabor era auténtico. Los roscones se hacían con mantequilla de vaca; se rallaban las naranjas y los limones y la única agua de azahar que existía, además de añadirse al roscón, se utilizaba como calmante y solo se vendía en las farmacias. No tenían haba (por lo menos yo no las recuerdo) pero sí una pequeña jarrita de porcelana o, más bien, barro cocido esmaltado. La jarrita no estaba envuelta en plástico y la masa pegada tenías que quitarla sumergiéndola en agua. Esa jarrita duraba luego muchos meses en la cocina, siendo decoración permanente hasta que, casi sin darte cuenta, desaparecía.

El roscón solo se compraba el día 5 de enero y ese mismo día antes de irnos a la cama, ese delicioso roscón lleno de aromas inconfundibles se dejaba en la mesa del comedor para que los Reyes Magos repusieran fuerzas mientras nos colocaban los juguetes por los sofás y sillas del salón. Al ser cuatro hermanos el espectáculo al día siguiente estaba servido: juguetes por todos lados junto a notas donde sus majestades nos recomendaban ser buenos niños para que el próximo año tuviésemos mejores premios.

La ilusión de esa noche colocando los zapatos y los nombres de toda la familia, poniendo incluso agua para los camellos, polvorones para los pajes, whisky, anís y coñac para Melchor, Gaspar y Baltasar era absolutamente mágica, son recuerdos imborrables. Al día siguiente, todos juntos abríamos las puertas del salón que, mágicamente, ya estaba iluminado con las doce luces de colores del árbol de Navidad, encendiéndose y apagándose lentamente, y descubríamos un mundo de fantasía, una visión sorprendente de un salón repleto de regalos, de juguetes que habíamos pedido en las cartas a los Reyes Magos y de otros presentes que nos hacían igual de felices. Los «mira, mira» se repetían una y otra vez por parte de todos los miembros de la familia; nuestros padres se mostraban orgullosos al vernos ilusionados y los cuatro hermanos cotilleábamos no solo nuestros regalos, sino también los de los demás para, finalmente, poner orden con el desayuno alrededor del roscón de Reyes al que siempre le faltaba un trozo fruto del hambre de esos maravillosos señores mágicos cuyo trabajo es impagable.

Leche caliente con un rico chocolate espeso y un trozo de ese maravilloso roscón eran el remate imprescindible a una mañana mágica, feliz, repleta de alegría, en pijama y todos juntos en la mesa comentando la jugada, leyendo los mensajes con las instrucciones para ser un mejor niño y deseando terminar para volver a disfrutar de esos juguetes todos juntos, porque la mayor parte de ellos eran para compartir.

Año tras año, desde que nací, se repetía la misma mágica jugada. Año tras año el roscón realmente artesano estaba presente solo ese día y dos o tres días después volvías al colegio y el roscón no volvía a aparecer hasta las siguientes navidades.

Cuando te conviertes tú mismo en ese ser mágico que quiere llevar la ilusión a sus hijos repites exactamente el mismo ritual y, generación tras generación, el roscón vuelve a estar presente en un día mágico, feliz, familiar, alegre y único.

Es así como el roscón de Reyes se convierte para muchas personas en lo que más les gusta de las navidades. Así nacen los incondicionales del roscón: familias que compiten por llevar el mejor roscón de Reyes a la comida o a la merienda del día 6 de enero, cuñados irreductibles que siempre discutirán cuál es más rico y madres y padres orgullosos de reunir a la familia en un ambiente irrepetible.