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Aren

Emprendimos la vuelta hacia Perbia y me alejé un poco del grupo para andar rezagado. Necesitaba estar solo.

Me sentía humillado.

Llevábamos más de un año tras el rastro del iluminado soberbians y no lográbamos dar con él. El maldito era habilidoso para confundirnos. Pero todo era responsabilidad mía.

Mi equipo no ayudaba demasiado, no eran los mejores rastreadores de todos los reinos, pero eran bastante decentes. Valerico y Marco eran letales. Agresivos, con un gran manejo de las armas y la lucha cuerpo a cuerpo. Balduino era brillante, estratega. Pensaba mejor él que los otros tres juntos. Y yo los lideraba. Era un grupo muy bien conformado.

Sin embargo, seguíamos fallando.

Me preocupaba mi futuro. Me preocupaba enfrentar al rey. Me preocupaba ser como mi padre.

Un fracasado.

Era el mejor y tenía que seguir siéndolo, pero ese maldito iluminado no daba la cara. Ni el rastro. Ni el olor.

En cada misión de cacería iluminatum trabajábamos junto a invocadoras que colaboraban con el rastreo de magia. Yo era bueno por mí mismo haciéndolo, sin ayuda de un par de viejas brujas, pero lo correcto era valorar su esfuerzo. En realidad, mi caso era extraño. Los rastreadores podían sentir la magia estando en un lugar, pero no podían rastrearla a la distancia. Yo, sin embargo, podía hacerlo también. Podía rastrearla a la distancia y, al llegar al lugar, percibía un olor.

Le había hallado un olor a la magia.

Un aroma particular que aprendí a identificar como algo no humano, no natural, una brujería especial, que causaba que se me erizara la piel. Era como mi don personal, y confiaba mucho en aquel instinto.

A pesar de ello, luego de meses buscando al mismo ser, seguíamos sin resultados.

Llegamos a la zona marcada por las invocadoras —y confirmada por mis sentidos—. Desde allí nos guiamos por mi intuición.

Nos dirigíamos a un pueblo señalado como sospechoso cuando pasamos por un asentamiento humilde con tres o cuatro casas, algo alejadas del destino que pensábamos como final. Marqué el lugar de inmediato. Los demás no lo habían percibido, pero yo sí. Mi piel se había erizado.

—Es acá —dije, y los cuatro bajamos de nuestros caballos para investigar, listos para un ataque, de ser necesario.

Nos presentamos y exigimos ver a todos los miembros de cada hogar. Vivían cinco familias en total, en condiciones paupérrimas.

Cuando miré a todos a los ojos supe que el iluminado no se hallaba allí. No estaba entre ellos. Podía sentir su magia en el lugar, podía olerla, con ese aroma indescriptible que jamás logré explicar y por el cual me trataron de raro durante toda mi carrera.

Los rastreadores no solían oler la magia. Solían sentirla, percibirla más o menos, si se lo proponían de forma consciente y luego de años de entrenamiento mental, pero jamás olerla. Como dije, yo sí la identificaba con un olor. Y ese olor estaba allí, en esas casuchas aisladas.

Pero el iluminado, no.

De inmediato me invadió el fastidio. Negué con la cabeza mientras miraba a mis compañeros, pero de todas formas pregunté:

—¿Quién de ustedes es el iluminado?

Para ese momento, muchos de los niños lloraban y algunos adultos temblaban por el miedo. Los teníamos sentados en la tierra, con las manos al frente, separadas, mientras los apuntábamos con nuestras pesadas espadas.

Todos negaron con la cabeza cuando lancé la pregunta, y estaba a punto de irme cuando un hombre empezó a llorar y, con temor, levantó la mano.

—Soy yo —dijo, entre sollozos que intentaba contener.

Lo miré con desprecio porque no le creí en lo más mínimo, pero mis compañeros actuaron como si lo que decía fuese verdad. Sin embargo, él no olía a iluminado.

—Usted viene con nosotros —ordenó Valerico, y lo arrastró fuera de la casucha donde los habíamos reunido a todos.

Una de las mujeres gritó mientras lo llevábamos, pero no presté demasiada atención. Estaba pensando, oliendo. Trataba de asegurarme de que no era el iluminado que buscábamos.

A decir verdad, jamás un iluminado admitiría serlo si se lo preguntaran. Eso ya era extraño. Sin embargo, era aún más intrigante que una persona que no lo fuera mintiera al respecto y arriesgara su vida diciendo ser una criatura intensamente buscada por todo el reino. ¿Qué pretendía con eso? ¿A quién buscaba cubrir?

Me detuve una vez más a mirar a todos los humanos que teníamos reducidos, prestando minuciosa atención para descubrir quién era el protegido de aquel hombre. Quizás alguno de los niños.

Pero mi inteligencia práctica insistía: ninguno olía a magia.

Salí de ese lugar deprimente y me dirigí hacia el hombre que fingía ser algo que no era.

—¿Eres un iluminado? —le pregunté, mirándolo directo al rostro.

—Ssss… sí. Lo soy —respondió. Sin dudas, no lo era.

—No lo eres. ¿Por qué mientes? —ya andaba con poca paciencia.

—Sí, lo soy.

Pero me estaba mintiendo.

Por eso decidí matarlo.

Por supuesto, tenía razón. La sangre que estalló cuando le di muerte con mi espada era roja. En ningún momento sentí un arrepentimiento por su muerte. La merecía por haberse burlado de nosotros, por haber mentido al ejército del rey. Sin embargo, pese a que no lo admití, un interrogante quedó dando vueltas en mi mente. Uno que podría haber respondido si no lo hubiese asesinado sin mediar palabra.

¿Por qué mentir con algo así?

La falta de resultados me estaba hartando y necesitaba desahogarme. Pronto debíamos regresar ante el rey para reportar nuestro fracaso y enfrentarnos a lo que fuera que deparara nuestro futuro, pero no me sentía listo para hacerlo en ese momento.

Mi temor era que el rey nos quitara la misión. No debería hacerme eso a mí, el mejor rastreador del reino, el líder entre los soberbians, pero a decir verdad, no lo sabía. Temía que nos impartiera otra misión. Un grupo de rebeldes a los que seguir, un tumulto de personas para disipar. Alguna tarea mediocre, para rastreadores débiles, que sin dudas no eran como yo.

Hevel, al igual que los otros seis reyes, gobernaba a partir del miedo. Usaba su poder para instaurar el terror y enviaba a sus rastreadores para intimidar y asustar.

A mí me parecía perfecto.

Era una tarea fácil y tonta, pero admito que me divertía.

Como rastreadores, debíamos estar a su disposición y por eso teníamos que volver pronto. Pero esa noche estaba demasiado humillado. Demasiado harto para seguir. Traté de ubicarme, pese a mi desánimo, y noté que estábamos a punto de atravesar una aldea que me resultaba muy conocida: Genwijz. En ese momento supe lo que necesitaba para sentirme mejor. En cuanto ingresamos, tomé la palabra imperativamente.

—Nos detenemos acá —dije, sin consultar a nadie, y bajé de mi caballo. Los demás se detuvieron pero sin descender de sus animales. Se miraban entre ellos, esperando a ver quién se atrevía a hablar, quién a interrogarme sobre mi decisión.

Al final, Dino se animó.

—¿Para qué parar, Aren? Tenemos que volver junto al rey.

—Para descansar bien. Está haciendo mucho frío y vamos a congelarnos. No quiero regresar en un estado lamentable. Vayan a la taberna que encontrarán en esta dirección, siguiendo dos calles, y pregunten por Lina. Ella les hará un lugar para descansar. Yo tengo alguien a quien visitar.

No objetaron, y gocé mucho de ese silencio. Entregué mi caballo a Dino luego de pedirle que se encargara de él, y me alejé. Podía llegar caminando a mi destino. Visitaría a una vieja amiga.

Iría a ver a Camille.

Era una joven dulce que había conocido años atrás en una de mis misiones, cuyo destino era precisamente Genwijz. El rey me había enviado para estar atento a un grupo de sublevados que estaban haciéndose escuchar bastante en aquellos tiempos. Era una misión sencilla, pero me la encomendó porque no había actividad iluminatum que seguir en ese momento.

Convenía desbaratar grupos cuando aún eran pequeños. Los rebeldes pueden armar revoluciones grandes, lo que no conviene, pese a que terminen perdiendo. Es molesto e implica gastar muchos recursos encargarse de grupos grandes. Por eso, el rey prefería abordarlos cuando aún eran pequeños. Cuando la revolución aún se estaba gestando.

Por lo general, los asustaba un poco y, si continuaban con sus objetivos insurgentes, se los enviaba al Purgatorio. En alguna ocasión, en algún enfrentamiento, di muerte a alguno también.

Estaba en el mismo sitio, entonces, siguiendo los pasos de una pequeña agrupación rebelde, cuando conocí a Camille.

Era hermosa a un punto exuberante. Tenía unos pocos años menos que yo pero, contrario a lo que ocurría conmigo, ella irradiaba bondad e inocencia. A simple vista, no había una gota de maldad en su ser. Siempre fue amorosa conmigo, aunque, para ser honesto, jamás me interesó su cariño. De todas formas, ella lo sabía muy bien. Yo era un rastreador de viaje, no un amante enamorado. A pesar de eso, aceptaba verme cada vez que andaba por allí. Nunca la entendí demasiado, pero tampoco pretendía hacerlo. Me conformaba con su disponibilidad cada vez que golpeaba a su puerta. Ese era su mejor rasgo.

Siempre estaba disponible para mí.

Aquella noche llevaba meses sin verla, tal vez un año, aunque no importaba. Habíamos pasado ese tiempo —y más también— sin vernos, y cada vez que visitaba la aldea ella se encontraba en el mismo lugar.

Golpeé su puerta con fuerza mientras pensaba en qué tan hermosa se vería aquel día y, pese a que escuchaba ruido en el interior, nadie me abría. Apoyé mi oreja contra la madera y creí percibir unas voces, pero no estaba del todo seguro. El viento soplaba con velocidad ahí afuera, y costaba oír. ¿Con quién estaría? Camille vivía sola. Sus padres habían muerto años atrás.

Volví a golpear con impaciencia y a apoyar seguidamente mi oreja cuando, de repente, la puerta se abrió. Estaba hermosa, como siempre. De solo mirarla empezaba a excitarme, pero algo pasaba. Su cara de incomodidad no me gustó.

Abrió solo un poco, lo justo para salir, y se detuvo en el umbral procurando entornar la puerta detrás de ella.

—¿Qué haces acá? —preguntó con brusquedad. Una brusquedad que no era habitual en sus labios.

—¿Cómo? —pregunté, atónito. No estaba acostumbrado a que me hablaran así.

—Aren, ¿qué haces en mi casa?

La miré, sorprendido. Jamás me había recibido así. Traté de pensar en la última vez que nos habíamos visto, intentando traer a mi memoria alguna discusión o disgusto, pero no recordaba nada. No entendía.

Me apresuré en acortar la distancia entre nosotros y, tomándola de la cintura con un movimiento rápido, le respondí.

—Vine a verte a ti.

Intenté besarla mientras procuraba alcanzar la puerta para empujarla y poder pasar, pero me esquivó con frialdad. Aquello no me gustó. Me sentí herido. Ella se veía nerviosa, inquieta. Miraba hacia los costados, y en ese momento comprendí.

Camille estaba con alguien en su hogar.

Quise husmear hacia el interior, pero la pequeña abertura no mostraba demasiado.

—Vine a pasarla bien, como siempre, contigo —dije, ya no de muy buen humor. Ella negaba con la cabeza mientras yo hablaba.

—No puedo, Aren.

—¿Cómo que no puedes?

—Pasó un año desde la última vez que visitaste Genwijz, Aren. Las cosas cambiaron. Ahora estoy comprometida —dijo, con una mueca de felicidad en el rostro.

Me miró, sonriente, como si esperara una felicitación.

Mi respuesta fue una carcajada.

—¿Comprometida? —ella asintió, sonriendo—. ¿Quién se va a comprometer con una zorra como tú? —le lancé, indignado.

Su sonrisa se borró al instante y abrió la boca para responder, pero no emitió sonido alguno. No le di oportunidad a que elaborara una respuesta. Recuerdo haber pensado que era una zorra estúpida. Me sentía completamente ofendido.

Di media vuelta y me fui de allí, dejándola con las palabras en la boca. Cuando había avanzado pocos metros, oí el ruido de la puerta cerrarse tras de mí.

Regresé en busca de mi grupo irradiando mal humor y apetito de golpear a alguien. Encontré a los demás en la taberna, bebiendo y riendo, pasando una buena noche. Ellos sí estaban disfrutando.

No como yo.

Quería irme de ese maldito lugar en ese preciso instante, pero era algo demasiado egoísta —incluso para mí, que era egoísta por naturaleza— obligarlos a partir. Además, necesitábamos descansar.

Acepté un trago que me ofreció Valerico y sabía horrible, pero lo bebí con gusto. Luego, bebí otro. Y otro.

Para cuando tomé dimensión de lo mucho que estaba bebiendo ya me sentía alcoholizado y, a su vez, con un enojo que persistía. Mi sed de violencia subía como la espuma de las cervezas que ingerí una tras otra. Consideré regresar a la casa de Camille para conocer a ese hombre tan idiota que era capaz de casarse con ella y había arruinado mi noche.

Estuve a punto de hacerlo.

A último momento, por fortuna, el cansancio me ganó.

No hice estupideces esa noche.

Lina, la dueña de la taberna, era una anciana muy simpática que adoraba al rey Hevel y aceptaba con gusto ayudar a sus hombres cada vez que era necesario. Siempre nos recibía con los brazos abiertos y una cama disponible para cada rastreador que anduviera por allí. También preparaba cenas deliciosas.

Qué mujer increíble.

Nos recibió en su hogar, que estaba detrás de su humilde posada, con un cuenco caliente con sopa y carne. El invierno estaba llegando, así que agradecimos el calor proporcionado por la comida. Una vez satisfechos, fuimos directo a las habitaciones que tenía listas para poder recostarnos.

Llevaba días sin descansar en una cama tan cómoda.

Dormí plácidamente por horas y me desperté cuando el sol ya estaba alto. Miré a mi alrededor. Marco dormía en la cama contigua, mientras que las demás camas se encontraban vacías. Disfruté unos últimos minutos de calma y comodidad hasta que tomé fuerza y me levanté. Llegué al comedor justo cuando Lina colocaba una fuente llena de pan casero para desayunar. El aroma de esos bollos recién salidos del horno despertó mi apetito de inmediato. Bendita mujer.

Marco se sumó a último minuto, y los cuatro hombres devoramos hasta la última miga. Debíamos juntar energía y seguir nuestro camino. Aún nos faltaba un trecho importante para llegar al reino, nuestro querido Soberbia. Con algo de suerte y un buen ritmo, podíamos llegar por la noche ante Hevel. Me sentía preocupado y ansioso en partes iguales. Odiaba admitir mis fallas ante el rey, pero al mismo tiempo quería llegar para poder reorganizar nuestra misión y continuar la cacería.

Me agradaban los desafíos, aunque me frustraba mucho no poder cumplirlos.

Nos despedimos de Lina agradecidos por su hospitalidad y sus hábiles manos en la cocina, y partimos de Genwijz con la esperanza de llegar a Perbia antes del anochecer, para evitar el frío intenso de la noche y dormir en casa, seguros, aunque enfrentados vaya uno a saber a qué nueva misión.