Lo último que vio aquel hombre luego de mentirme fue mi espada acercándose a su sien. Instantes después, estaba muerto.
La sangre roja se deslizaba por el metal de mi arma y teñía el suelo de color carmesí. Los demás reaccionaron de inmediato, con sorpresa reflejada en sus rostros. Pero no les di tiempo para hablar.
—No era quien decía ser —espeté—. No era un iluminado.
—Dijo serlo —respondió Marco con amargura—. ¿Por qué diría algo así?
—Mintió —puse fin a la conversación. Por fortuna, nadie se atrevió a contradecirme. No me sentía como para tolerar cuestionamientos.
Limpié mi espada en la ropa del cadáver y me dirigí a mi caballo para marcharme de allí. Quería alejarme de aquel olor metálico. Había pasado mucho tiempo desde nuestra partida y, a pesar de que no me gustaba la idea, tendríamos que volver a Perbia, al castillo de Hevel.
Nuevamente con las manos vacías.
Tenía la ilusión de que el rey comprendiera nuestro fracaso. No era nada fácil seguir las huellas de un iluminado. Los rastreadores seguíamos sus pasos e intentábamos capturarlos. La cacería motorizaba nuestras vidas, era nuestro deber. Sin embargo, también era posible fallar.
Y fallar dolía.
Sabía que muchos rastreadores pasaban su vida detrás de pistas falsas o de caminos sin salida. Muchos llegaron incluso a morir sin siquiera haber visto a un iluminado con sus propios ojos, sin siquiera haberse acercado a uno de ellos. De hecho, un rastreador puede dedicarse solo a perseguir rebeldes. Y ser bueno en ello. Y no aspirar a nada más.
Ese nunca fue mi caso. Soy demasiado bueno. Siempre aspiré a lo más alto.
De los cuatro desagradables seres que llegaron a estar aprisionados en la Grieta, tres habían sido capturados gracias a mí. Algunos lo llamaban suerte, me denigraban diciendo que solo se había tratado de una buena racha. Siempre supe que no era ese el motivo. Fui bueno en mi labor, por eso obtuve mis logros.
Nací para cazar iluminados.
Desde niño, desde mi primer entrenamiento en el ejército, me propuse ser el mejor. Llegué a serlo, y fue fantástico estar en la cima.
Tenía solo siete años cuando vi con mis propios ojos a un iluminado por primera vez. Era una mujer. Todavía la recuerdo con claridad.
Mi padre fue rastreador toda su vida hasta morir en un intento de captura en el cual falló. Era un inútil. Fue un padre horrible, pero me inculcó la cacería o, al menos, me la mostró. Dudo que haya causado algo más en mí. Supe desde mi infancia que mis habilidades provenían de mis genes. Fui bueno desde mis inicios, por naturaleza.
Aquella primera vez que me enfrenté a un iluminado estaba acompañando a mi padre en una recorrida que él hacía, simplemente, para tantear el terreno. La invocadora con la cual él y su equipo trabajaban había señalado un pequeño poblado en Soberbia donde se había manifestado magia recientemente. Eso era lo que hacían ellas, las invocadoras. Detectaban magia. Los rastreadores, en cambio, percibían la presencia de la criatura. Solían saberlo con solo verla. En aquel pueblo que nos encontrábamos inspeccionando no parecía haberse usado demasiada magia, según indicaron las informantes. Por eso el equipo creyó que el iluminado ya no estaría allí, y pude acompañar a mi padre a recorrer el terreno solo para descartarlo y, tal vez, encontrar algún testigo. Fuimos él y yo. Sin apoyo. Tan solo un rastreador junto a su hijo pequeño, mientras los demás se quedaron en nuestros aposentos preparando la cena.
Ni él ni ninguno de sus compañeros pensó que encontraríamos al iluminado.
Se equivocaron. Allí estaba.
Yo la identifiqué a simple vista. Mi padre, no.
Sentí algo extraño, como un sexto sentido que me reveló a quien estábamos buscando. Me guio hacia ella.
Tenía un pelo rojo oscuro que, bajo la luz, parecía brillar como el fuego. Le llegaba hasta la cintura. En aquel momento era solo un niño, y por eso, no centré mi atención en notar que era bella. Bellísima. Posiblemente, sus días de belleza llegarían a su fin no bien pisara la Grieta, donde iría prisionera.
El estúpido de mi padre se dejó llevar por su hermosura hipnotizante. Él le sonrió desde la otra punta de la hedionda taberna en la cual nos encontrábamos. Ella, con seguridad, le devolvió la sonrisa. Sabía que era bella y candente. Típico de los lujurians. Mi padre, distraído, se acercó hacia ella con lentitud. Parecía que, por un momento, se había olvidado de que su hijo estaba a su lado, observando la escena sin demasiada comprensión.
Tomé a mi padre de su abrigo y lo sacudí. No entendía si se acercaba para capturarla, pero sospechaba que no. Suponía, con tan solo siete años, que ni siquiera había notado que la iluminada que buscábamos era ella, aquella mujer con cabello rojo a la cual se estaba acercando, con un porte seductor.
El lugar olía a humedad, sudor y cerveza. Estaba lleno de gente, en cada una de las siete tristes mesas que ocupaban el salón. En algunas había hombres que apostaban y jugaban a los naipes. En otras, había mujeres seduciendo a clientes ebrios. El bullicio era agobiante y apenas permitía oír la suave música, una melodía que se escuchaba de fondo, producto de un anciano que tocaba el violín. El sitio era pequeño y, entre tanta gente, el ruido era ensordecedor. Sin dudas no era lugar para un niño, pero allí estaba yo, con mi padre, mientras sacudía su abrigo para llamar la atención de la mujer, sin ningún tipo de éxito.
Cuando atravesamos los pocos metros que nos separaban de la barra de la taberna, en el otro extremo desde la entrada, mi padre se acercó a ella y le dijo algo al oído. Ella seguía sonriendo. Astuta.
Para ese momento, yo me sentía completamente aterrado. Temía por lo que pudiera ocurrir.
Había crecido escuchando cientos de historias que demonizaban a los iluminados y los hacían ver como las peores criaturas de los Siete Reinos. Poderosas, mágicas y asesinas. Imaginaba que eran seres horribles, aterradores. Sin embargo, aquella mujer era bella.
Pero igual me asustaba.
Me asustaba aquel instinto que me señalaba que era una iluminada. Una sensación que salía por mis poros y me atraía con cierto magnetismo hacia ella.
Lo único que había aprendido desde que tenía memoria era que debía huir de los iluminados si no era capaz de enfrentarlos y, en el mejor de los casos, debía capturarlos, si es que aquello estaba dentro de mis posibilidades. Asesinarlos, no. Eso no era correcto, aunque lo aprendí poco después. Estaba prohibido. De hecho, podían asesinarte a ti si llegabas a matar alguna vez a un iluminado. Ojo por ojo, decía la ley. La misma ley que atravesaba los Siete Reinos.
Y mi padre, en lugar de hacer algo, seguía conversando con la maldita iluminada. Años después, cuando venía a mi mente el recuerdo, supe que intentaba seducirla, confirmando mi teoría de que era un hombre muy estúpido. En ese momento no comprendía del todo, pero sentía que debía interrumpirlo, así que hice lo primero que se me ocurrió, con la inocencia típica de mi corta edad.
—Papá, ¡es una iluminada! —grité a todo pulmón mientras la señalaba. El bullicio del lugar se silenció en apenas un instante. Todas las miradas se dirigieron hacia mí, siguieron mi brazo y detuvieron sus ojos en la mujer de pelo rojo. Ella se quedó tiesa. Mi padre también. Supe en aquel momento que no debía haberlo gritado como lo hice.
El primero en reaccionar fue, para mi sorpresa, el inútil de mi padre. Se dispuso a atraparla cuando ella comenzó a moverse, tal vez para intentar algún hechizo de magia repugnante que no pudo materializar. No llegó a juntar sus manos por tenerlo encima. Empezaron a forcejear mientras yo me hacía a un lado, aterrado. Un hombre de contextura enorme apareció de repente e intentó apartarlo de la mujer. No entendía por qué la defendía si mi papá era del bando de los buenos. Años después comprendí que probablemente se trataba de un rebelde. Esas personas que, por alguna extraña razón, defendían a los iluminados y estaban en contra del rey.
El hombre desestabilizó a mi padre, quien no tuvo más remedio que liberar a la mujer de pelo rojizo para intentar darle un puñetazo. Le erró. El hombre enorme era más rápido. Mientras, la mujer recuperaba la compostura y miraba a su alrededor. Estaba analizando por dónde podía escapar. De pronto, mientras mi padre seguía recibiendo golpes de parte del rebelde e intentaba acertar al menos uno, ella se dirigió a una puerta lateral y salió por allí. Se ve que había olvidado la existencia del niño que la delató, porque no miró hacia donde yo me encontraba.
Entonces la seguí.
Al salir de ese lugar hediondo noté que había estado lloviendo. La humedad invadía el aire. Respirar se volvió espeso.
Ella se encaminó hacia un callejón muy oscuro. Corría de forma extraña, sin mirar atrás. Parecía renquear. Tal vez mi padre la había herido.
Yo caminaba detrás de ella con el sigilo propio de un niño. Me acerqué un poco más, aprovechando la oscuridad del lugar, y noté que sin dudas estaba herida. Un grueso hilo de sangre oscura corría por su muslo. Sangre azul, el color que circulaba por las venas de los iluminados. La prueba indefectible de que yo tenía razón. Ella era a quien buscábamos.
La mujer corría con torpeza por el callejón oscuro y húmedo cuando resbaló y cayó con brusquedad. Se escuchó un golpe seco cuando su cuerpo tocó el suelo. Permaneció allí, quieta, boca abajo.
Sin dudarlo, con toda la inocencia que mi edad podía brindarme, me acerqué a ella. En silencio, con cuidado.
Recordé aquella vez que mi padre me había regañado tanto luego de haberme caído y golpeado la cabeza contra un tronco.
—Los golpes en la cabeza son letales, niño tonto. ¡Podrías haber muerto! —gritaba mientras yo lloraba y tocaba la hinchazón incipiente.
Pensaba en aquel reto cuando tomé una piedra que apenas pude levantar con mis débiles brazos y la asesté contra la cabeza de la mujer, que seguía tendida en el suelo. El sonido fue seco, brutal. Oí un crujido que empapó el silencio sepulcral de la noche y observé por unos instantes cómo un líquido oscuro brotaba de ella.
Corrí en busca de mi padre.
Regresé por mis pasos y volví a la taberna. No tardé en encontrarlo. Estaba sentado en la calle, solo y golpeado. Al parecer, la pelea había terminado, y por la hinchazón de su rostro dudaba mucho de que el ganador hubiera sido él.
—Ahí estás, niño estúpido —dijo apenas me vio—. Arruinaste todo.
—La capturé, papá. La maté —dije respirando hondo entre cada palabra—. Ven.
No esperé su respuesta porque presentí que no iba a creerme, así que comencé a correr. Volví al callejón que se encontraba a pocos metros y hallé a la mujer en el mismo lugar en el cual la había dejado.
Ahora la rodeaba un pequeño charco de sangre oscura.
—¡Qué hiciste, imbécil! —gritó mi papá al contemplar la escena—. Por todos los reinos, ¡qué hiciste! ¡La mataste!
A esa edad, no tenía del todo claro por qué a veces estaba bien matar y otras no, pero por el tono de voz de mi padre supuse que había hecho algo malo, así que empecé a llorar, mientras respondía su pregunta.
—La golpeé con una roca, papá. La detuve. Perdón.
Mi padre posó sus manos en su cabeza mientras negaba. Me miraba con odio. Me sentí fatal. Creía que había hecho algo bien. Creía que había cumplido con la captura en la que él había fallado desde un primer momento.
Estaba a punto de golpearme cuando la mujer que yacía en el suelo tosió y soltó un largo suspiro. Empezó a moverse con lentitud, estaba gravemente herida. Mi padre se apresuró y se dirigió a ella. Tomó la cuerda que tenía en sus bolsillos —una cuerda resistente a cualquier tipo de magia, protegida por las invocadoras— y ató sus manos por la espalda.
—Te conviene no intentar nada, basura inhumana.
La forzó a ponerse de pie y comenzó a caminar.
—Volvemos —dijo sin siquiera mirarme.
Al llegar al campamento que habían improvisado sus hombres mi padre tenía otra cara. Parecía alegre. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca notaron que junto a nosotros había una mujer atada, llorando.
Supieron al instante que se trataba de la iluminada que estaban buscando.
Fueron más rápidos en notarlo que mi padre, pensé en ese momento.
Seguía sin comprender muy bien por qué mi padre se había molestado en un principio. Me había asustado mucho esa noche. Pero, al regresar al campamento, estaba feliz. Había capturado a un iluminado. Tampoco entendía del todo el porqué de la cacería, pero estaba contento igual.
—¿Cómo hiciste, Diago? —le preguntaron.
Mi padre empezó a relatar una historia falsa de cómo logró, él y solo él, capturar a la hermosa mujer con ayuda de sus encantos.
Nunca intenten mentir delante de un niño.
Interrumpí su relato y conté mi verdad que era, de hecho, lo que realmente había ocurrido. Conté lo del golpe en la cabeza, conté que había intentado matarla de esa forma porque recordaba haberme golpeado la cabeza así meses atrás, y que me habían dicho que de esa forma se podía morir.
Los hombres me miraban pasmados, sin hablar. Había creído que me lloverían las felicitaciones pero, en su lugar, solo recibí miradas de desconcierto. Luego de un momento, uno de ellos me explicó por qué lo que había hecho se trataba de un gran descuido.
—Podrías haberla matado, niño. Ten cuidado. No puedes matarlos.
—¿Por qué no? ¿Por qué no matar?
—Si los matas, el rey te matará a ti, Aren —me respondieron—. Siempre hay que entregar estas criaturas asquerosas con vida. Llevarlas ante el rey.
Seguía sin comprender del todo, pero al menos entendí algo simple: nunca debía matar a un iluminado.
Los festejos continuaron por el resto de la velada hasta que, a la mañana siguiente, llevaron a la desgraciada ante el rey. Algunos compañeros de mi padre me felicitaban, otros reían mirando a mi progenitor.
—Te ganó un niño, Diago. Saldrá bueno —se burlaban.
Ellos lo decían alegres, como un chiste, pero mi padre no compartía su buen humor. Mientras los demás me daban palmadas en la espalda, nuestras miradas se cruzaron.
Y solo vi odio.
Diago, mi progenitor, murió dos años después por culpa de su inutilidad y sus malos instintos. No lo lamenté demasiado, aunque fue algo duro quedar huérfano a los nueve. Me encontraba en mi primer año de entrenamiento oficial como rastreador, aunque ya había acompañado durante toda mi infancia a mi padre en su labor cuando ocurrió.
Se involucró en una pelea con un hombre a quien acusaba de ser un iluminado. No lo era. Pero él, insistente, empezó a luchar por puro capricho, para demostrar que tenía razón.
El acusado respondió a la pelea pero, luego de un par de golpes, lo apuñaló directo en el pecho, harto de la estúpida insistencia en ser acusado de algo que no era.
Murió en apenas segundos.
Pensé en varias ocasiones que aquel hombre podría haber demostrado con facilidad su verdad con tan solo una muestra de su sangre, haciéndose un pequeño corte. Su sangre era roja, humana, y hubiese sido suficiente para calmar a mi padre y a su atrofiado instinto de cacería. Sin embargo, el hombre no lo hizo. Tal vez, mi padre siquiera le dio tiempo de demostrarlo y directamente lo atacó. Nunca lo supe, porque Diago se encontraba solo cuando murió. Luego de lo ocurrido con aquella iluminada lujurians, jamás me permitió acompañarlo en otra misión.
Nadie pudo relatar con precisión lo ocurrido la noche en que murió. Simplemente, me informaron el hecho.
Desde el suceso con la mujer de cabello rojo el ego de mi padre se había visto afectado. Necesitaba demostrar todo el tiempo que era un rastreador capaz. Se esforzó mucho en atrapar a un iluminado por sí mismo. Nunca lo logró, y murió por culpa de su propio orgullo. Por seguir pistas solo, por no aceptar jamás un error.
No solía darle demasiadas vueltas al asunto. Lo hecho, hecho estaba. Él había muerto, yo había continuado mi vida. Solo. Solo de familia, al menos, pero no tardé mucho en forjar una propia, cuando conocí a Balduino, o Dino, como lo apodé.
La academia de rastreadores implicaba un entrenamiento duro que comenzaba a los doce años pero, como se conocía en el reino mi habilidad en el pasado con aquella mujer, permitieron que me sumara a los nueve.
Aún era un niño. Pero uno fatal.
Luchaba mucho mejor que los mayores, y los entrenadores me ponían retos cada vez más complejos, creyendo que iba a fallar.
No fallé demasiado.
Fue durante el primer curso que conocí a Dino. Él era tres años mayor que yo, y fue un gran compañero desde que fuimos niños. Solíamos entrenar juntos. Él no era tan bueno al momento de luchar, y lo ayudé con eso. Yo no era tan bueno para pensar, y en eso él me ayudó a mí. Éramos una buena dupla.
Con el tiempo también conocí a su familia. Él tenía una. Completa. Madre, padre, hermanos; algo que yo jamás tuve. Fueron siempre muy amables conmigo, e incluso solían invitarme a pasar algunos fines de semana en su hogar. Fui en varias ocasiones. Sin embargo, no terminaba de sentirme cómodo.
No me gustaban demasiado los lazos familiares. Todo lazo era, bajo mi punto de vista, una debilidad. Tenerle cariño a alguien implicaba que un enemigo pudiera encontrarte un punto débil, y a mí no me agradaba tener ninguna debilidad.
Así crecí, entonces, rodeado de luchas y duros entrenamientos que me alejaron mucho de mi propia humanidad, pero me convirtieron en un excelente rastreador. Llegué a ser el mejor de los Siete Reinos, lo supe cuando me consagré como tal, pero comencé a fracasar.
Y me costó aceptarlo.
En mis tiempos de gloria, mis habilidades se volvieron famosas, y otros reyes solicitaron mis servicios. Pude cumplir con éxito dos misiones de cacería iluminatum —así llamábamos a las misiones de cacería de aquellos desagradables seres—encomendadas por los reyes de Envidia y Avaricia. Los iluminados de ambos reinos estaban cautivos, y lo había logrado yo, con mis propias manos, y con la asistencia de mis compañeros.
Ambos reyes estaban muy agradecidos conmigo. Me enorgullecía haberlo logrado. Sin embargo, también era una presión extra que me preocupaba. Era un orgullo haber triunfado en reinos vecinos pero ese triunfo comenzaba a opacarse por no poder cumplir lo solicitado por el rey Hevel.
El rey de mi tierra.
Le estaba fallando a mi lugar. Imperdonable, porque me debía al mejor y más grande de los reinos.
Yo era un fiel habitante de Soberbia.