Cosmogonía de los Siete Reinos

En la Creación, obra del Universo, gobernaban siete reyes pecadores, uno por cada reino: Soberbia, Gula, Avaricia, Pereza, Ira, Envidia y Lujuria. Tenían un aura mágica, fuerte y protectora, para conducir los destinos de sus pueblos. El caos y la violencia que desataron fueron tan grandes que fue necesaria la existencia de algún ente que pudiera enfrentarlos y controlar tanta injusticia para mantener la paz. Así, fueron creados los iluminados: siete criaturas con habilidades magníficas, con dotes ilusorias, que representaban una fuerte oposición para cada rey. Poseían una magia única, excepcional, que surgía de sus manos y, en menor medida, de su mente.

En cada reino se erigió un iluminado. Solo, cada uno de ellos, no era tan poderoso. Pero el Universo manifestó que, de unir sus manos los siete, podrían invocar el suficiente poder como para derrotar el aura mágica de los reyes y, de esta forma, destruir los reinos y los pecados.

Ese sería el mecanismo de control: los siete iluminados unidos podrían derrocar a cada rey y restaurar el orden.

Frente a esta posibilidad, los reyes no se atemorizaron, sino que tomaron cartas en el asunto. Se pusieron de acuerdo y crearon ejércitos, grandes batallones de rastreadores, cuya misión era atrapar a los iluminados y asesinarlos despiadadamente.

Sin embargo, no contaron con la perseverancia del Universo y su profundo afán por el equilibrio. Matar a los iluminados y que así dejasen de ser una amenaza era demasiado fácil.

El Universo redobló la apuesta: siempre, en todo momento, existiría un iluminado vivo para cada reino. Si asesinaban a alguno de ellos, otro nacería en su lugar, en su mismo reino, con poderes aún más fuertes que los que poseía su inerte predecesor.

Los reyes tardaron décadas en comprender esa regla. Para cuando dejaron de matar iluminados, muchos de estos ya eran muy poderosos, con varias muertes previas que reforzaban su magia y su fuerza.

Los reyes tuvieron que cambiar su estrategia. Ya no podían asesinar a esos seres, que se volverían casi eternos.

Debían encarcelarlos. Y hacerlo para siempre.

Enviaron a sus hombres a construir un gran fuerte en el centro del territorio de los Siete Reinos, el lugar más tenebroso y hostil. Sería una prisión infranqueable para enviar a los iluminados hacia una estadía perpetua. La Grieta. Era una cárcel única, que los neutralizaba y los aislaba. Para lograrlo, utilizaron la magia y el aura de cada rey. Contaron también con el poder de las psíquicas e invocadoras, ayudantes reales que aportaron su magia.

Era la combinación perfecta.

Una magia perversa, letal.

Pura oscuridad.

Juntos, reyes, psíquicas e invocadoras, crearon una fortaleza que en sí era sencilla, con buenas puertas reforzadas, pero con cerraduras no tan convencionales. Había una celda individual para cada iluminado, completamente protegida, con un aura que repelía el uso de magia.

Las puertas de las celdas eran inmunes a cualquier dote o don.

Y, por si acaso, crearon algo más. Diseñaron unas cadenas especiales, algunas grandes, otras eras brazaletes o esposas, resistentes, que sostendrían las manos de los iluminados para siempre, para evitar que jamás pudieran ponerse en contacto con otras manos. También las usaban cuando los capturaban, ya que no podían matarlos, sino que debían trasladarlos hacia la Grieta.

Todo esto para evitar que fuera posible la destrucción de cada pecado, la caída de cada rey.

Los iluminados, entonces, comenzaron a ser enviados a la Grieta, donde los encadenaban por siempre.

Con la magia de sus manos anulada.

Con sus manos hechizadas.

Con sus manos inamovibles, lejos de la posibilidad de triunfar e impartir justicia.

Pero el Universo siempre tiene sus trucos. Y está por actuar.

Y tal vez la salvación y la magia no sean cosa solo de iluminados…