6
Aren

Aquel día se sintió eterno y, como si eso no hubiera sido suficiente, no avanzamos tanto como pretendíamos hacerlo.

A pesar de haber emprendido el regreso temprano y haber mantenido un buen ritmo, al caer el sol seguíamos bastante alejados del castillo de Hevel. Fue evidente que habíamos andado más lentamente de lo pensado. Nuestros caballos llevaban varios días viajando y probablemente su rendimiento había descendido. Estaban agotados, al igual que nosotros.

El sabor del fracaso amargaba mi boca y mi humor empeoraba cada vez que sentía el frío calando hondo en mi piel. La noche llegaría y nosotros seguiríamos allí, en el medio de la nada, avanzando con lentitud. El clima sería terrible.

Valerico notó mi amargura e intentó animarme.

—No falta tanto, Aren. Ánimos. Llegaremos bien entrada la noche, pero antes del punto más alto de frío de hoy.

—Lo dudo —respondí con sequedad. No estaba para soportar el optimismo de mi compañero.

Sin embargo, Valerico tuvo razón. Llegamos a Perbia poco antes de la medianoche. Sufrimos un frío horrible, pero arribamos al castillo un par de horas antes del momento más duro. Aquella travesía podría haber sido peor.

El castillo de Hevel era una construcción enorme protegida por muros altos de piedra envueltos en hiedra. En cada esquina había una torre de control, y la entrada estaba custodiada por decenas de guardias reales. Al llegar, me anuncié como rastreador y nos permitieron entrar a mí y al resto de mi grupo. Debido al horario, no podríamos ver al rey hasta el día siguiente, pero al menos nos darían un lugar donde dormir.

Entregamos nuestros caballos para que los cuidadores del castillo se ocuparan de ellos, y luego nos mostraron el camino hacia el pabellón de la guardia real. Ya lo conocíamos, por supuesto, habíamos dormido allí antes, pero era de mala educación llegar allí sin un guardia que nos escoltara. Por ello, seguimos al soldado sin hablar.

El pabellón de la guardia real estaba oscuro y frío. Era un ambiente muy grande. Al ingresar te topabas con mesas largas y una cocina algo descuidada en un lateral, mientras que del otro lado se encontraba el baño. Al fondo había docenas de literas, muchas vacías, disponibles para rastreadores u otros ayudantes del rey que por alguna razón debieran pasar la noche allí.

Le agradecimos al guardia real y ocupamos las primeras camas vacías que encontramos. Necesitábamos descansar con urgencia. Minutos después de acomodarnos todos dormían, excepto yo. Pensar en lo que me esperaba al día siguiente me había quitado el sueño por completo.

¿Cómo decirle al rey que venía con las manos vacías otra vez?

Me enredé en mis pensamientos por lo que sentí como una eternidad, y el amanecer llegó demasiado pronto. Cuando apareció un guardia para buscarnos, sentía que había dormido apenas una o dos horas. Tal vez mi percepción fue correcta y eso era todo lo que había dormido. Había pensado tanto aquella madrugada que el enredo me provocó perder la noción del tiempo.

—El rey quiere verlos. Los está esperando —dijo el guardia al despertarnos—. Los aguardo, ya que voy a escoltarlos.

Me levanté de inmediato y miré con nerviosismo al resto de mi grupo. Nos alistamos en apenas unos minutos y salimos en busca del guardia, que nos llevó ante el rey.

Ingresamos al castillo por una puerta de servicio que no conocía. Atravesamos un pasillo largo que desembocó en la sala central. Tras ella se encontraba el despacho del rey.

—El rey Hevel los espera. Ya saben dónde —anunció el guardia, y se marchó.

Los cuatro atravesamos el gran salón hacia el despacho, con pasos inseguros. La puerta era imponente. Era doble, de madera muy oscura y con un entramado lleno de detalles. El pomo era dorado. De oro, probablemente, conociendo los vicios de Hevel.

Golpeé con la poca firmeza que tenía en ese momento, y la voz profunda del rey respondió desde el interior.

—Adelante.

Abrí la pesada puerta e ingresamos al despacho. En el centro de la habitación había un escritorio ancho, antiguo, de madera con listones de oro incrustados a través de un entramado lineal. En las paredes colgaban obras de arte en la gama del color amarillo. Eran de lo más exquisitas, únicas y costosas. El rey estaba sentado en una especie de trono de tela amarilla, dorada, y detrás de él la pared completa estaba cubierta por estantes llenos de libros. A un costado se hallaba un guardia que lo protegía.

La corona del rey relucía en su cabeza y al mirarla noté que seguramente pesaría mucho. Apostaba que llevarla puesta resultaba incómodo, pero Hevel era un rey vanidoso. Jamás se dejaba ver sin su brillante corona. Pensé en aquel momento que incluso sería capaz de dormir con ella. Después de todo, era el rey de Soberbia.

Mi grupo y yo nos dispusimos en línea, de pie, frente a Hevel, quien se acomodó en su trono y puso sus manos llenas de anillos de oro sobre el escritorio. Me miró fijo, directo a los ojos, y habló.

—Hasta el momento nadie me notificó nada sobre una captura, por lo tanto he de asumir que fracasaron —dijo. Nos miró con asco, uno por uno. Se detuvo para oír nuestra respuesta, como si tuviésemos algo para decir. Quería oírnos admitir nuestra derrota.

—Sí, señor. Fallamos y estamos muy apenados por lo sucedido —respondí, para intentar justificarnos—. Seguimos la pista que nos indicaron pero al llegar no había rastros del iluminado. Encontramos la magia, débil, pero perceptible. Sin embargo, la criatura que buscábamos ya no estaba allí.

—Es evidente que su incompetencia aumenta con creces, señores. Llevan bastante tiempo tras un iluminado que no logran capturar. Quizá no estén preparados para semejante tarea —dijo, y eso me dolió. Lo sentí como algo personal, y por esa razón respondí con enojo.

—Mi trayectoria evidencia lo contrario y usted lo sabe —contesté, brusco—. Si el iluminado es hábil, nadie más que yo podrá capturarlo. Sigo siendo su mejor opción.

—Permítame corregirlo. Lo era, señor Aren. Usted era mi mejor opción, pero no ha tenido éxito y yo necesito al iluminado ante mí. ¿Puede cumplir con esa misión? Hasta el momento, no lo ha logrado. Y no quiero perder tiempo —su discurso parecía ensayado—. Ya no es el único hábil en los Siete Reinos. Esta vez, la búsqueda la continuará alguien más. —Hizo silencio para observar mi reacción, que era de desolación total—. Un joven nacido en Avaricia llamado Thilo y su compañera, Ulla. Ellos continuarán lo que ustedes, al parecer, no son capaces de lograr.

—¿Compañera? ¿Me va a quitar una misión para entregársela a una mujer? —respondí indignado. Ante semejante humillación, miré a mis compañeros. Parecía evidente que ninguno pensaba opinar. Los alenté—: ¿Ustedes no dirán nada?

Dino habló. Sin dudas lo hizo por mí. Para no dejarme solo.

—En mi caso, señor —dijo mirando al rey—, considero que somos capaces de capturar al iluminado. Hemos fallado, lo sé, y me humilla esta situación, pero podemos atraparlo. Sin embargo, si su voluntad es otra, la aceptaremos. Nuestro deber es cumplir sus órdenes —dijo, mirándome con ojos de disculpa.

Podría haberme enojado, pero comprendía sus palabras. Él estaba siendo racional, yo no. Yo estaba furioso, y mi enojo era hacia el rey, no hacia mis compañeros.

—Le comento, señor Aren, que Ulla es una joven rastreadora extremadamente hábil y letal. Junto con Thilo son una dupla muy solicitada. Yo ya pedí su ayuda, y es mi palabra final. Ellos se encargarán de lo que ustedes no han conseguido. Sé que, en el pasado, han sido buenos y muy capaces. Hoy no veo lo mismo y por eso, por esta vez, los apartaré del objetivo.

La impotencia escocía mis entrañas y la violencia galopaba en mí como una pulsión que necesitaba descargar. Pese a mi lealtad como rastreador, en ese momento quería golpear a Hevel. Tenía sed de sangre. No podía creer el desprecio que estaba recibiendo, yo, después de haber logrado tantos éxitos. No lo merecía. Tampoco lo merecían Valerico, Dino y Marco. Sin embargo, a pesar de mis impulsos, callé. Él era el rey, yo un rastreador. El mejor, pero un rastreador, al fin y al cabo. Mi odio de ese momento debía quedarse en mis pensamientos.

—De todas formas, por supuesto que les asignaré otra misión —continuó Hevel—. No implica capturar un iluminado pero es honorable. Ustedes son de mi confianza, y espero que triunfen y me hagan quedar bien, ya que tendrán que viajar y serán como embajadores. Tendrán que visitar el reino de Lujuria.

Me indignaba su habilidad para disfrazar de honorable una misión intrascendente. Asentí con disgusto.

—Necesito que vayan allí para cumplir un encargo que solo un grupo de hombres de mi extrema confianza puede concretar. Los rebeldes están muy activos allí, muy agresivos, y no hay rastreadores lujurians disponibles para esta tarea. Ya saben cómo son en aquel reino, demasiado pasionales, y los soldados no alcanzan para controlar a la turba. Asmodeo, su rey, les dirá qué hacer. Deben ir a la brevedad. Emprendan viaje cuanto antes y preséntense ante el rey. Éxitos, y no me hagan quedar mal allí.

—Entendido, señor. Es un honor —dijo Valerico que, al parecer, no se había quedado mudo.

Y los cuatro nos marchamos.

Los demás no parecían tan amargados como yo, que estaba hecho una furia. Odiaba esta misión. Odiaba tener que fingir que nos estaba asignando algo importante, cuando nos estaba enviando a una misión tonta de rastreadores principiantes. Y ninguno de nosotros lo era. ¿Y ese Thilo? ¿Quién era? Jamás había escuchado hablar de él.

Según mencionó Hevel, había nacido en Avaricia. Los rastreadores nacidos en aquel reino solían ser hábiles. Conocí a algunos a lo largo de mi vida. No son buenos compañeros. Son egoístas. Toda la gente de Avaricia lo es. Su falta de generosidad es evidente y, por supuesto, odian compartir el mérito. Por eso no es bueno trabajar con ellos, pero son buenos rastreadores. Sí que lo son.

Dudaba de que, igualmente, fuera tan bueno como yo. Pero le habían dado mi misión.

Qué agradable sería conocer a ese Thilo y poder desafiarlo, pensaba.

Dino me sacó de aquella maraña de pensamientos. Me tomó del brazo y me dirigió hacia el establo del castillo. Ahí noté que, desde que había salido del despacho del rey, había caminado sin rumbo, sin hablar, sin prestar atención. Habrán sido los demás quienes me guiaron.

—Sabías que algo así podía suceder, Aren. Sé que esto no es cazar un iluminado. Sé que no es lo que quieres, pero es lo que nos pidieron. Y debemos hacerlo —dijo Dino. Él se preocupaba mucho por mí, pese a mi insistencia para que dejara de hacerlo. Siempre me protegía como a un hermano.

—Veamos lo positivo —agregó Marco—. En Lujuria vamos a pasar un buen rato. Allí las fiestas son increíbles y las chicas, las mejores que conocí. La gente, en general, es pura pasión y fuego. Vamos a divertirnos y a ocuparnos de nuestros sentidos. Créeme, a ti también te encantará.

—Yo no quiero fiestas, quiero cazar, Marco —respondí mientras repasaba su comentario. Pensé que tenía razón. Lujuria tenía fama de ser impresionante y yo siempre había querido conocer aquel reino, pero no se lo admití. Así que fui de lleno a la misión—. ¿Cómo organizamos esto? ¿Cuándo podemos partir?

—Lo mejor sería partir mañana y preparar lo necesario hoy. Necesitaremos mejores abrigos, provisiones, algunas armas —sugirió Dino—. Propongo que no dividamos, sino que todos nos equipemos con todo.

—Yo quiero visitar a mis padres antes de partir. Mañana está bien —acotó Valerico.

—Perfecto, yo haré lo mismo —se sumó Marco.

—Será mañana, entonces, al amanecer. Nos encontraremos en la entrada de Marlí. Descansen. El camino hacia Lujuria es largo —concluí.

Por fortuna, Marlí se encontraba pegado a Perbia, y todos vivíamos allí. Nos dirigimos hacia el poblado y, al llegar, Marco y Valerico partieron de inmediato a sus hogares. Dino también tenía familia en la aldea. Conociéndolo, sabía que probablemente se moría por ver a su esposa, Aro, pero se quedó a mi lado mientras yo me detenía, pensando hacia dónde ir.

Qué extraño me parecía tener una familia al llegar. Era algo ajeno para mí.

—Ven a casa —me propuso. Yo empecé a negar con la cabeza—. ¿A dónde irás si no?

—Por ahí. Me encargaré de preparar todo para el viaje.

—Aren, ven a mi casa. Sabes que a mis padres les encantará verte, y a mi Aro también. Serás bienvenido —eso probablemente era cierto. Su esposa era muy agradable, y los padres de Dino eran igual de amables conmigo que su hijo. De hecho, habían cuidado de mí cuando me había quedado solo y tenía días libres del ejército. Por eso, a pesar de que yo odiaba los lazos familiares, Dino era como mi hermano, o al menos era lo más parecido a uno que había tenido, y lo apreciaba. Pero también significaba una debilidad.

Tuvimos luchas complicadas, enfrentamientos casi suicidas. Siempre lo protegí, pero con disimulo. Es peligroso tener seres queridos. Por eso nunca me interesó tenerlos. Pero Dino siempre se esforzó. Se acercó y quiso ser mi amigo, desde niños, desde aquel primer año que pasamos juntos en el ejército. Me protegió al principio, cuando todos eran mayores de edad y me molestaban por ello, por ser el menor. No me conocían, no sabían mi historia. Y me hostigaron mucho.

Hasta que me vieron luchar.

Dino también se sorprendió. Recuerdo aquel primer entrenamiento, cuando me miró boquiabierto y dijo:

—Tú no necesitabas que te protegiera.

Y reí, porque tenía razón. Pero se había sentido bien. Me había gustado que me cuidara de esa forma. Por eso, a pesar de mi reticencia a tener una familia, para mí Dino lo era.

Aunque intentaba mantenerlo en secreto.