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Morana

El aire se sentía pesado por el exceso de humo en un lugar tan pequeño. Ordené dos tragos más, con la ilusión de que fueran los últimos de la noche. La joven mesera lucía agotada también. Posiblemente deseaba que mi pedido fuese el último.

Miré hacia el hombre desagradable que me esperaba y fingí una sonrisa. Él me observaba como si fuese a devorarme. Seguramente pensaba que en serio iba a poder hacerlo.

Debe creer que es su día de suerte.

La mujer me entregó los dos tragos y le agradecí con mi mejor cara de compasión. Volví a la mesa con mi sonrisa falsa, la que ya era parte de mí, y le entregué al tipo que me esperaba una de las copas.

—Salud —exclamé, acercándome a su lado.

—Salud tendré después de esta noche contigo, preciosa —me respondió. Desagradable.

El hombre era un cincuentón que se encontraba bastante ebrio, por fin, y cuando me ofreció irnos de allí acepté con gusto.

Con gusto, porque ambos teníamos distintas intenciones en mente. Jamás iba a pasar lo que él anhelaba que pasara. Por suerte, yo tenía mejor tolerancia al alcohol que los tipos a los que solía seducir, por lo tanto, cuando ellos ya estaban borrachos yo apenas me sentía un poco achispada, lo que me permitía actuar con lucidez.

Me puse de pie y acomodé mi vestido mientras esperaba que él pudiera levantarse, a pesar de la borrachera que estaba atravesando. Para esa noche, pese a que el invierno estaba llegando, había elegido un vestido color bordó, ajustado, con algunos tajos en el costado. Llamativo, sugerente, para que los viejos estúpidos como el que tenía a mi lado en ese momento quisieran poseerme.

Y yo aprovechaba su estupidez para robarles.

Salimos del lugar y la calle estaba oscura. La temperatura había descendido mucho y el frío empezó a hacerme tiritar. Nos dirigíamos hacia una posada que yo supuestamente conocía por aquella zona.

No existía tal posada.

El hombre caminaba feliz a mi lado, sin detenerse a pensar en las palabras con las que lo engañaba por más de dos segundos. Cuando nos habíamos alejado lo suficiente, procedí.

Lo arrinconé sorpresivamente contra una pared como si fuese a besarlo y él, iluso, se dejó llevar. Me acerqué a su cara, mirándolo directo a los ojos mientras él sonreía, y cuando estaba en la posición que deseaba, reducido, lo desmayé con mi mejor golpe, directo en el cuello. Cayó tumbado, sin posibilidad de reaccionar, y entonces aproveché para quitarle todas sus pertenencias. En segundos, me alejé de allí con una sonrisa.

Esa sí era una sonrisa real. Posiblemente, la primera real de toda la velada.

Regresé a la terrorífica posada donde me estaba alojando con un reloj de oro que aparentaba ser muy valioso y muchas monedas que le servirían a mi nana.

Todo servía, en realidad.

En cuanto me encontré en la minúscula habitación, entré en la tina sin pensarlo demasiado. El agua estaba helada. En aquel sitio no parecía haber agua caliente, y el frío dolía. Sin embargo, no me importó. No me borró la sonrisa. Salí tiritando del cuarto de baño y fui directo a recostarme.

La cama era terrible. Dura, incómoda, pero no podía quejarme. La posada me había costado apenas unas monedas y cumplía su función: me brindaba un lugar seguro donde pasar la noche. Además, había tenido buenos resultados aquella velada.

Tenía motivos para sentirme bien.

Cada vez que repetía lo de esa noche, funcionaba a la perfección. No era una improvisada, claro, sabía cómo hacerlo. Había aprendido a ser precavida. Pese a que no era fanática de viajar, era consciente de que no podía hacer algo así en mi poblado, donde todos me conocían o podían averiguar fácilmente sobre mí. Aquello último, en realidad, lo había aprendido por las malas.

Sin embargo, siempre triunfaba. Por esa razón, de vez en cuando emprendía un viaje durante el cual recorría dos o tres lugares, moviéndome cada mañana luego de haber llevado adelante mi jugada la noche anterior. El objetivo era simple: captar con mi belleza, sensualidad y astucia a la mayor cantidad de hombres idiotas que podía, y regresar a mi hogar con los bolsillos llenos de dinero. De esa forma, ayudaba a mi nana.

Eso era lo importante, después de todo.

Sabía que en algún momento me iba a quedar sin pueblos que visitar dentro de Soberbia, y repetirlos era un riesgo enorme e innecesario. No estaba dentro de mis planes. Cuando me quedara sin lugares que recorrer, tendría que buscar otra opción para sobrevivir. Pero aún no me preocupaba tanto el tema. Tenía varios pueblos restantes y, cuando estos se acabaran, tenía reinos de sobra por recorrer. Por supuesto que esos viajes serían más demandantes, largos y costosos. Probablemente, peligrosos también. Nunca había salido de las tierras soberbians, por lo tanto, era un poco demente de mi parte planear un recorrido por territorios desconocidos para, además, ser una ladrona por las noches.

Pero solo era un plan.

Por el momento, el presente se llamaba Soberbia y pintaba muy bien. Hombres pagados de sí mismos, creyéndose superiores y tratándome con altanería, que se rendían ante mi seducción y terminaban humillados en oscuros callejones. Entonces ¿quién era la superior?

Todo lo relacionado con los Siete Reinos, los pueblos, los sitios y qué hacer cuando estos se agotaran era un problema del futuro. Esa noche, al menos, podía dormir en paz. Satisfecha, porque tenía dinero para ayudar.

Siempre había sentido que le debía algo a Eyra, mi nana.

Ella me adoptó cuando yo era una bebé. Pese a mis persistentes interrogatorios, nunca me había precisado demasiados detalles sobre cómo llegué a su vida.

Según me contó alguna vez, luego de mucha insistencia de mi parte, mi madre biológica era una criada humilde que resultó embarazada de una relación clandestina con un hombre que trabajaba en el mismo hogar. Su patrón le perdonó su error —el error era yo— pero la obligó a deshacerse del bebé —o sea, de mí— en cuanto naciera. Mi madre me entregó a una mujer, que luego me entregó a otra, y así llegué, finalmente, a las manos de Eyra.

Cuando me lo contó no me pareció una historia demasiado lógica, pero tampoco quise insistir, ya que no me hacía sentir demasiado bien saber que apenas nací había pasado por tantas personas antes de llegar a alguien que sí quisiera cuidarme. Con el tiempo, dejé de preguntar por ese asunto. Era mejor olvidarlo. Confiaba en Eyra. Era una mujer sabia, y era quien me había cuidado siempre, protegiéndome durante toda mi vida, guardando todos mis secretos. Sabía que si habría algo bueno que contar sobre mi origen, ella lo hubiese hecho. Si omitía parte de la historia, o si me contaba pequeños hechos inconexos, por alguna razón sería.

A Eyra le confiaba mi vida.

Era una mujer bastante solitaria. No tenía hermanos y sus padres habían fallecido cuando era joven. Jamás se casó, a pesar de ser tan atractiva. Llegué a ella cuando tenía algo más de cuarenta años y me convertí en su única familia. No sabía demasiado sobre su vida antes de mi llegada.

Se dedicó a la costura desde muy joven, cuando aprendió el oficio, y hacía unos vestidos deslumbrantes. Era muy hábil y creativa. Sin embargo, en el pueblo donde vivíamos pocas personas podían acceder a sus prendas, vaporosas, casi etéreas y, en consecuencia, no abundaba el trabajo para ella.

Le había insistido en varias ocasiones —cuando fui mayor y entendí de carencias— en que debíamos trasladarnos a una zona mejor. Debíamos vivir en algún pueblo donde circulara más el dinero y hubiera clases más altas, que pudieran apreciar y pagar su arte. Seguramente así Eyra tendría más clientes. Para mí era algo lógico, solo debíamos tomar la decisión e irnos. Pero trasladarse a una zona mejor era muy costoso, y siempre vivimos con lo justo.

Nunca tuvimos suficiente para hacerlo.

También sugerí dar a conocer mis habilidades, aquellas que mi nana no me permitía revelar. Sabía que nos darían dinero, probablemente mucho, porque era algo muy extraño. Frente a eso, Eyra se negó a muerte, desde un principio. Jamás me lo permitió, y hasta me prohibió hablar del tema. Por mi protección, decía siempre. Y obedecí.

Era nuestro secreto.

Sin embargo, yo quería ayudar. Me llenaba de impotencia no poder hacerlo, porque Eyra se lo merecía. Pensé en mis atributos y habilidades. Entonces, supe qué hacer.

La primera vez que salí con un hombre y terminé robándole tenía diecinueve años.

Mi nana se había empeñado en enseñarme su oficio y algo aprendí, pero los clientes no sobraban, entonces no era demasiado útil que yo supiese de costura. Tenía que buscar ingresos de otra forma.

Aquella primera vez, fue un poco de casualidad. Salí con un hombre desagradable y muy adinerado. Un tipo de Lirdas, el mismo pueblo donde yo vivía. Tuve suerte en aquella ocasión, pero jamás quise repetirlo. Me asusté lo suficiente.

El hombre era muy conocido en la zona por su dinero. Poseía grandes extensiones de tierras. En mi pueblo no abundaba la gente pudiente. Los pocos, llamaban la atención. Era de común conocimiento que el hombre tenía una familia hermosa. Esposa, tres hijos. Todo un ejemplo, pero me invitó a salir, y acepté. Nos encontramos en una posada exclusiva, ubicada en un poblado vecino, que poseía pequeñas salas reservadas en un rincón aislado del lugar, para mayor privacidad. Era un sitio de nivel, discreto, y allí fuimos.

Estuve mal desde un principio por haber accedido a esa cita. Sin embargo, era joven y pobre, y por eso, de todas formas, la acepté.

No tenía del todo claro mi pretensión con aquella salida, pero tener la posibilidad me llamó la atención. Sabía que el hombre era rico, y quise probar qué pasaba si salía con él. Tal vez, me ofrecía dinero. O tal vez me proponía ser su amante y, en consecuencia, también obtendría dinero. Estaba dispuesta a todo con tal de obtener alguna ganancia a cambio.

Fue en el transcurso de la noche cuando se me ocurrió que, en lugar de esperar a que él me ofreciera algo, podía tomarlo yo.

Sabía luchar a la perfección gracias a Reid, amigo de Eyra de toda la vida. Para mí, Reid era como mi tío. Me sorprendía que no fuera pareja de mi nana, pero luego de varios intentos de mi parte supe que eso jamás ocurriría, por lo tanto, me conformé con considerarlo mi tío.

Y él me enseñó a pelear.

Desconocía por qué Reid era tan bueno luchando, pero me entrenó desde niña, y lo hizo durante varios años.

Supe, en ese momento en el reservado de la posada, que podía golpear al tipo rico en el cuello y provocarle un desmayo. No sería demasiado difícil, mi tío me había enseñado aquel golpe. Una vez desmayado, podía tomar todo lo que tenía encima.

Eso hice.

Lo soporté toda la noche con él seduciéndome, tocándome con sus asquerosas manos. Cuando no lo toleré más, le propuse marcharnos de allí. Él me siguió, no sin antes ofrecerme pasar la noche en un hostal. Una vez fuera, hice mi número, ensayado en mi mente repetidas veces a lo largo de esa velada, cada vez que contuve mis ganas de vomitar por lo desagradable que era todo lo que estaba pasando.

El primer golpe, gracias al Universo, salió bien. El hombre se desmayó. Tomé sus pertenencias y corrí lejos de allí.

Durante aquella noche había imaginado varias veces cómo golpearlo y cómo robarle, pero olvidé un detalle crucial: pensar que el hombre, sin dudas, me conocía. Tal vez no se sabía mi vida con lujo de detalles, ni sabía dónde vivía en concreto. Sin embargo, me conocía de vista. Vivíamos en el mismo pueblo. Caminábamos por las mismas calles.

Cuando lo dimensioné, ya estaba llegando a mi casa y me sentí muy asustada. Lo que había hecho no tenía marcha atrás. ¿Qué pasaría cuando el hombre despertara y notara que le había robado todo?

Empecé a llorar en ese mismo instante. Por fortuna, Eyra ya estaba dormida y no oyó mis sollozos. No quería que me preguntara el porqué de mi angustia.

Me sentía desesperada.

Cuando la crisis se disipó un poco, luego de mucho llorar, entendí algo. Si me delataba, tendría que explicar el contexto de lo ocurrido. Tendría que mencionar qué hacía él allí, y con quién estaba.

Teniendo en cuenta su imagen de familia feliz y hombre poderoso, él nunca podría delatarme. Con ese pensamiento me relajé y logré conciliar el sueño.

Pasó el tiempo y nunca me delató. Oficialmente, había triunfado.

El plan había funcionado, y lo convertí en mi método de ahorro, fantaseando con la huida de ese pueblo que jamás nos permitiría progresar. De esa forma, podría ayudar a Eyra. Colaboraría para instalarnos en un lugar mejor, tal como lo habíamos soñado.

Engaños, estafas… decidí que lo haría una y otra vez. Pero nunca, jamás, volvería a hacerlo con alguien de mi pueblo. Ese fue el trato conmigo misma.

Y lo cumplí.