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Era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel.

ROBERT LOUIS STEVENSON, La isla del tesoro

30 de marzo de 1916. Antes del anochecer

Lucas se quitó la sudada camiseta e, inclinándose sobre la pila de los aseos para trabajadores del puerto, se lavó frotándose con fuerza con la pastilla de jabón. Se secó con la camiseta y después la usó para limpiar el polvo de las botas. Se irguió despacio y movió los hombros a la vez que apretaba los labios para no dejar escapar el gruñido de dolor que pugnaba por abandonar su garganta. Se peinó con los dedos el liso cabello castaño, largo hasta los hombros y, con una ufana sonrisa, se puso la camisa que había guardado esa madrugada al obtener el trabajo.

Había sido un buen día.

Tras un mes complicado debido a la huelga de la construcción que había cortado el suministro de materiales a muchos de los barcos que fondeaban en el puerto, había tenido un golpe de suerte. Aunque había conseguido el trabajo más por perspicacia que por azar. Nada más llegar al puerto se había percatado de que un vapor había arribado durante la noche. Era un barco de los nuevos, de los que surcaban el mar como una flecha. Y él, en vez de dirigirse a los depósitos con la esperanza de que ese día hubiera algo que cargar, se dirigió a los tinglados de perecederos. Un barco tan rápido como ese no se utilizaría para llevar sulfatos, ladrillos o carbón. Y así había sido. La bodega del vapor estaba preparada para llevar grano. Y aunque su espalda se quejara por el trato recibido al cargar los sacos, él estaba satisfecho. El navío pertenecía a la compañía Agramunt, ya había trabajado antes para ellos, no hacían trampas con las cuentas y los capataces no pedían comisión por permitir realizar el trabajo. Todo un milagro para los tejemanejes que normalmente se daban en el puerto.

Esperó la cola en las oficinas de la compañía y, cuando llegó su turno, comprobó el jornal y se lo guardó en el bolsillo del pantalón, más gris que negro, que vestía. Abandonó el puerto con paso apresurado, deseando llegar a casa, pero en el momento en que pisó la calle sosegó el ritmo y se permitió sentir el cansancio que lacraba su cuerpo. La jornada había sido agotadora, desde antes del amanecer hasta el anochecer, pero había merecido la pena, y además, era lo normal. Acarició las monedas que guardaba en el bolsillo y sonrió para luego fruncir el ceño. Sí, tras unos días de incertidumbre había conseguido algo de dinero, pero no tanto como necesitaba.

Ni por asomo.

El plazo para pagar la deuda se le agotaba, de hecho hacía una semana que había expirado. Disfrutaba de un tiempo prestado. Pronto vendrían a buscarle y entonces tendría que hacer frente al pago conforme a lo acordado.

Aunque se le retorcieran las entrañas.

Apretó los puños mientras esquivaba las redes extendidas en el suelo que las mujeres de los pescadores zurcían con esmero. Giró a la izquierda en vez de a la derecha al llegar a la Concordia, desviándose de la dirección que debía tomar para llegar a su casa y volvió a alterar la ruta poco después. El instinto y la experiencia le decían que cuanto más imprevisibles fueran sus movimientos, más difícil sería que le atraparan. Al llegar al barrio saludó, más por costumbre que por amistad, a unos hombres que fumaban frente a la tasca y estos le devolvieron el saludo, más por respeto a Anna que por aceptación a él. Se detuvo poco después al ver a un grupo de pescadores observando algo con evidente interés.

—¡Lucas! ¡Hay un bólido aparcado frente a tu casa! —gritó un pequeño acercándose a él.

Antes de que llegara a tocarle, la madre del mozalbete agarró con brusquedad al crío y lo alejó de él, regañándole por hablar con quien no debía.

Lucas sonrió a la mujer, enigmático y a la vez mordaz.

La mujer elevó la barbilla y bufó sonoramente.

Lucas le guiñó un ojo con desenfado y ella abrió mucho los ojos, dio un nuevo tirón al crío y se dio la vuelta sin dejar de soltar improperios sobre indeseables viviendo junto a personas decentes. Las comisuras de la boca de Lucas se alzaron en un gesto que pretendía ser de burla, y lo hubiera sido, de no ser por el dolor que se reflejaba en sus ojos azules.

Anna le había dicho cientos de veces que él era un hombre honesto y decente, y que por tanto debía comportarse como tal. Pero sus buenos consejos se le olvidaban en cuanto alguien le juzgaba sin haberse molestado en conocerlo antes, entonces su maldito carácter salía al exterior y se mostraba tal y como los demás deseaban verle. De todas maneras, ahora que ella ya no estaba a su lado le importaba bien poco lo que pensaran o dejaran de pensar de él. Se encogió de hombros con fingida indiferencia y se acercó al grupo que colapsaba la calle. Intentó meterse entre ellos y, al no conseguirlo, se alzó sobre las puntas de sus pies para ver qué era lo que causaba tal expectación.

Un Hispano-Suiza Limousine Landaulet estaba detenido frente a su casa.

Jadeó asombrado y, sin pensárselo dos veces, se abrió paso a codazos entre el gentío.

Era un automóvil último modelo y tenía la apariencia de un landó tirado por caballos, solo que mucho más grande, mucho más lujoso y sin caballos. La caja trasera, carrozada en maderas nobles, contaba incluso con farolillos dorados y, aunque la delantera estaba abierta, un enorme cristal enmarcado en nogal protegía al conductor que en esos momentos fumaba un cigarro tras el volante.

Sin pensar en lo que hacía, estiró su ajada camisa blanca e irguiendo la espalda caminó decidido hacia el flamante automóvil. Al fin y al cabo estaba aparcado frente a su casa, no era curiosidad lo que sentía, solo ganas de llegar y descansar un poco. Según se acercaba, podía ver más y más detalles. El volante de madera, los mullidos asientos tapizados en reluciente piel, la trompetilla de comunicación con el interior… ¡Incluso los tiradores de las puertas eran de marfil! Fascinado, extendió el brazo hacia el impresionante vehículo que de seguro corría más rápido que el viento.

Un carraspeo le hizo detenerse. El conductor, un hombre delgado y nervudo, con los ojos y el pelo tan negros como la noche, le miró con una ceja arqueada, entre divertido y prepotente, a la vez que se apeaba. Vestía un traje azul marino y una reluciente gorra con visera rígida, dejando claro que su jefe era un ricachón de primera. Sonrió a Lucas y abrió la puerta trasera. Sentado en el lujoso interior había un hombre que rondaría los setenta años.

Era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel. Gozaba de una abundante cabellera gris que peinaba hacia atrás, dejando al descubierto su ancha frente surcada de arrugas. Sus pobladas cejas blancas enmarcaban unos ojos tan negros como el carbón, y, bajo ellos, la fiera nariz se torcía en el puente, como si se la hubieran roto en más de una ocasión. Sus labios, finos y apretados, apenas podían distinguirse bajo el canoso mostacho que caía por la comisura de su boca para acabar juntándose con las enormes patillas que tan de moda habían estado a finales del siglo anterior.

El viejo se apeó, aferrando en su mano derecha un bastón con empuñadura de plata que daba la impresión de usar más como arma que por verdadera necesidad. Se irguió en toda su espléndida estatura y observó al joven, de altura similar a la suya, que le hacía frente con arrogancia. En su rostro de profundas arrugas asomó un gesto de sorpresa y desdén.

Lucas sintió en cada centímetro de su piel la mirada de repulsa que le dirigió el viejo. Alzó una ceja, sonrió irónico y, sin variar un ápice la dirección de sus pasos, siguió su camino.

—Capitalista de mierda, ¿acaso ha pensado que iba a babear sobre su puñetero bólido? —musitó al pasar junto a él.

—Sin duda, ha sido amor a primera vista —comentó socarrón Enoc cuando el joven entró en la casa.

—Señor Abad, nadie le ha pedido su opinión.

Lucas se quitó la camisa y la colgó del viejo timón anclado a la pared que había encontrado hacía años. Lo hizo con cuidado, tal y como le había enseñado Anna, para que no se arrugara y al día siguiente pudiera ir impecable a buscar trabajo. Tras quitarse las botas, llenó un abollado cubo con agua y metió en este los calcetines y la camiseta sucia para lavarlos más tarde. Sin ganas ni fuerzas para nada más ignoró los rugidos de su estómago, apartó la mesa ubicada en el centro de la estancia y extendió en su lugar el jergón que estaba enrollado en una esquina. Se tumbó de espaldas con un gruñido, pasó las manos bajo su cabeza a modo de almohada y miró a su alrededor con semblante triste. Ahora que Anna no estaba, la casa parecía más pequeña y fría que de costumbre. Aunque quizá fuera un poco ingenuo llamar casa a cuatro paredes mal puestas, porque eso era realmente su hogar, un cuchitril alquilado que contenía una vieja cocina de carbón que jamás funcionaba bien, un mueble destartalado que hacía las veces de alacena, una mesa coja, dos sillas y el jergón en el que dormían abrazados durante las noches más frías. Ojalá volviera pronto. Anna transformaba el frío en calidez y ahuyentaba sus pesadillas con su sola presencia. Echaba de menos sus risas casi tanto como sus regañinas. Sonrió soñador antes de apretar los labios en una mueca feroz que hizo que le palpitaran los músculos de las mejillas. Anna se recuperaría, regresaría con él y todo volvería a ser como antes.

Costara lo que costase.

Anna se merecía cualquier sacrificio, aunque si alguna vez llegara a enterarse de lo que iba a tener que hacer para pagar la deuda, lo perseguiría con una sartén por toda Barcelona. Una feliz sonrisa se dibujó en sus labios ante este último pensamiento. Una sonrisa que duró hasta que unos golpes en la puerta le hicieron saltar alerta. Todo su cuerpo se puso en tensión mientras buscaba con la mirada el cuchillo que siempre estaba sobre la mesa.

—No seas estúpido —murmuró para sí—, los hombres de Marcel no llamarán a la puerta cuando vengan a buscarte.

Se obligó a relajarse, lo más probable era que fuera el casero, aún no había pagado el alquiler de ese mes, ni pensaba hacerlo. Necesitaba todo el dinero que pudiera reunir para resolver problemas más acuciantes. Los golpes volvieron a sonar, esta vez más fuertes, más seguidos. Quien estuviera fuera se estaba impacientando. Inspiró profundamente y se deslizó sigiloso por la estancia.

Estaba cerca de la única ventana cuando volvieron a oírse, tan fuerte que las endebles bisagras que sujetaban la puerta se tambalearon. Pegó la espalda a la pared, descorrió apenas el trapo que hacía de cortina y observó el exterior a través del cristal manchado por la brisa marina. Estrechó los ojos, más intrigado que sorprendido, y acto seguido abrió la puerta. Frente a él estaban el viejo y su chófer lameculos, y parecían enfadados; por lo visto, a los ricachones no les gustaba que les hicieran esperar. «Qué lástima», pensó irónico a la vez que se cruzaba de brazos y se apoyaba en el dintel, impidiéndoles el paso.

Enoc esperó en silencio a que el arrogante joven los invitara a entrar, y cuando se hizo evidente que eso no iba a suceder, miró por el rabillo del ojo a su patrón. El viejo lobo de mar parecía a punto de echar humo por las orejas. El muchacho haría bien en mostrar algo de respeto si no quería dar con sus huesos en el suelo.

—El capitán quiere hablar contigo —dijo rompiendo el silencio. Lucas enarcó una ceja y acto seguido asintió con la cabeza, pero no cambió de posición—. Lejos de oídos indiscretos —apuntó Enoc señalando con la cabeza a la gente que, reunida en torno al coche, los observaba.

Una sonrisa torcida se dibujó en la boca de Lucas mientras miraba desdeñoso al viejo.

—Dile a tu jefe que desembuche de una vez —exigió sin apartarse de la puerta.

—No solo eres grosero, sino que también eres descarado y no tienes educación —tronó Biel. Pasó junto a Enoc, empujando con inusitada fuerza a Lucas para a continuación entrar en la pequeña estancia. ¡Él era el capitán Agra y no iba a permitir que ningún mocoso le hiciera esperar como si fuera un mendigo!

Se detuvo en mitad de la habitación y observó al mequetrefe que según Enoc era su nieto.

Su hombre de confianza no se había equivocado en sus apreciaciones.

El muchacho era idéntico a su recién fallecido hijo y a su difunta esposa, y por lo visto, adolecía de la misma falta de educación y firmeza moral que ellos, tal y como había quedado demostrado con su deplorable actitud. No solo era un perezoso que había tardado demasiado en abrirles, sino que además era un maleducado que no sabía dirigirse a sus mayores.

—¡Largo de mi casa, viejo! —exclamó Lucas estupefacto. Jamás había visto tal prepotencia en un hombre, aunque lo cierto era que no solía juntarse con los pudientes.

—Te dirigirás a mí con el respeto que merezco —siseó el anciano golpeándose el zapato con el bastón.

Lucas parpadeó sorprendido por la fría ira que emanaba del hombre. Sonrió cáustico.

—Como desee —dijo inclinando la cabeza en un saludo que parecía respetuoso pero no lo era—. Por favor, váyase a la mierda.

—Cuidado, muchacho —susurró Enoc en tono peligroso.

—Dígale a su perro faldero que tenga cuidado él, soy yo quien muerde —contraatacó Lucas dirigiéndose al viejo sin molestarse en mirar al chófer.

—Conténgase, señor Abad. —Biel alzó el bastón cuando este hizo intención de replicar y luego se encaró con el desagradable jovenzuelo—. Me temo que hemos empezado con mal pie. —Respiró profundamente y continuó hablando en tono calmo sin dejar de observar a su supuesto nieto—. He hecho un largo viaje para hablar contigo y creo que deberías comportarte como una persona razonable —alzó el tono conforme la furia se iba apoderando de él—, en vez de como un mocoso malcriado, soez e impertinente —sentenció marcando cada palabra con un fuerte golpe de bastón contra el suelo.

—Si cree que por ser un viejo le voy a permitir… —se envaró Lucas.

—¡Cierra la boca cuando habla el capitán, marinero de agua dulce! —rugió Biel, el límite de su paciencia rebasado—. No pienses que tu juventud disoluta puede vencerme, tengo más fuerza, valor y mañas en mi dedo meñique que tú en todo el cuerpo —estalló acercándose al joven hasta que sus caras quedaron a escasos centímetros—. He capeado tempestades, tifones y huracanes sin que uno solo de mis cabellos se moviera de su sitio —bramó golpeando el suelo en cada palabra—. He vencido a piratas, amotinados y borrachos con solo levantar una ceja, y cuando eso no ha surtido efecto, los he molido a puñetazos. ¿Y tú quieres enfrentarte a mí? ¡Ni lo sueñes, polizón! —finalizó su perorata con un contundente golpe de bastón.

Lucas arqueó las cejas, asombrado. El anciano no carecía de redaños. Observó el bastón firmemente asentado en el suelo y el recuerdo de Anna caminando despacio mientras se apoyaba en su tosca muleta se coló en su mente. Suspiró pesaroso. Seguro que ella se enfadaría mucho si viera cómo se estaba comportando con el viejo. Siempre le recriminaba su talante huraño y le instaba a comportarse con educación… Quizá había llegado la hora de hacer caso a sus consejos. No perdía nada por escucharle, y eso por no mencionar que parecía tener pasta a espuertas y él estaba muy necesitado de eso. Irguió la espalda y respiró despacio antes de cerrar con un portazo.

—Disculpe si no le ofrezco un asiento de su categoría, si hubiera mandado a sus lacayos avisando que vendría habría conseguido un trono para que aposentara su trasero, viejo —dijo sarcástico señalando la espartana estancia.

Biel apretó los labios, decidido a no replicar como se merecía al descarado jovenzuelo. Estaba resuelto a mantener una conversación educada, y si para eso era necesario recurrir a toda su limitada paciencia, por Dios que lo haría. Escrutó lo que le rodeaba con los ojos entornados. Tal y como había esperado, la vivienda era un verdadero antro. Diminuto, sin luz eléctrica y sin comida a la vista, solo que no estaba revuelto sino ordenado y limpio. Tal vez La Moreneta hubiera tenido a bien compadecerse de él y darle un sucesor un poco mejor que su hijo, aunque, sinceramente, lo dudaba. Se volvió para encarar al rufián que sin lugar a dudas era su nieto, todo en él lo proclamaba: los ojos azules y el cabello castaño, tan distintos de los suyos y similares a los de Montserrat; el cuerpo alto y esbelto, idéntico al de Oriol. La sangre de Bassols corría fuerte por sus venas, se notaba en su arrogante manera de mirar, en su postura desafiante, en su desdeñosa actitud, en cada gesto que hacía y en cada palabra que abandonaba su boca.

—¿Y bien? ¿No tenía algo importante que decirme? Pues hágalo y no me haga perder más tiempo —le instó Lucas, incómodo por el escrutinio del viejo.

—Eres igual que tu padre —gruñó Biel asqueado.

Lucas irguió la espalda y juntó con fuerza los labios a la vez que elevaba la barbilla.

—No tengo padre —siseó entre dientes.

—Por supuesto que sí —bramó el capitán—, y eres su viva imagen, tal y como él me advirtió. —Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo sibilante, sus labios fruncidos en un mohín reprobatorio—. Estáis cortados por el mismo patrón.

—¿Conoce a Oriol? —inquirió Lucas, la cabeza ligeramente girada y los párpados entornados. Las piernas separadas y las manos cerradas en puños que temblaban apretados junto a sus muslos.

Enoc entrecerró los ojos y se colocó junto al capitán; no le había pasado inadvertido el gesto del muchacho. A Biel tampoco. Observó a su nieto, consciente de la tensión que brotaba de él. Era más que probable que Oriol, haciendo gala de la crueldad que le caracterizaba, no le hubiera dicho de qué familia provenía y, por ende, el muchacho estaría nervioso al intuir que su apellido le iba a ser desvelado.

Apoyó ambas manos en la empuñadura de plata del bastón decidido a tranquilizarse y ser, hasta cierto punto, delicado.

—Fue Oriol quien me habló de ti, emplazándome a buscarte —explicó con el tono más suave y amable que pudo entonar habida cuenta de la gravedad y fuerza de su voz.

—No me importa un carajo lo que le haya dicho ese bastardo, ¡la respuesta es no! ¡Largo de mi casa! —exclamó Lucas abalanzándose contra Biel y empujándole contra la puerta.

La reacción de Enoc no se hizo esperar; hundió el puño en el estómago del joven antes de agarrarle del pelo y lanzarle de cara contra la pared.

—Halacabuyas1 insolente, ¿cómo te atreves? —siseó sin soltar el cabello que aferraba con la mano izquierda mientras rodeaba el cuello del joven con el antebrazo derecho—. Es la hora de tu lección de modales.

—Adelante, matón, enséñame —le desafió Lucas hincando el codo en el costado del hombre a la vez que echaba hacia atrás la cabeza y le golpeaba en la nariz.

Enoc se tambaleó, soltando al muchacho y retrocediendo unos pasos, oportunidad que este aprovechó para correr hasta la mesa y tomar el cuchillo que allí había.

—Vamos, perro, sigo esperando tu lección —le provocó Lucas empuñando el arma.

Enoc sacudió la cabeza a la vez que gruñía enfadado.

—Mocoso rastrero, no eres hombre para pelear con los puños y tienes que usar mondadientes —se burló metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Contenga su genio, señor Abad —rugió Biel golpeándose las botas con el bastón—. No se agarra el puerto luchando contra la tempestad sino siendo más listo que ella. —Enoc apartó la mano de la chaqueta y dio un paso atrás mostrando su descontento con un gruñido. Lucas sonrió despectivo pero no cambió su postura amenazante—. Creo que estamos ante un malentendido —prosiguió en tono apaciguador; lo último que necesitaba era que Enoc hiriera a su nieto.

—No hay malentendido. Largo de mi casa. —Lucas señaló la puerta con el cuchillo.

—Deberías escucharme…

—¡Largo!

—Está bien. Volveremos cuando estés más tranquilo.

—No lo haga, viejo; si le vuelvo a ver, le mataré.

—Eso habrá que verlo. —Biel alzó de repente el bastón, golpeándole en los nudillos.

Lucas jadeó de dolor y el cuchillo cayó de su mano; y en ese mismo instante el bastón impactó con fuerza contra el envés de su rodilla, la cual se dobló haciéndole caer al suelo. Un nuevo golpe en el estómago, esta vez con la punta a modo de estoque, le dejó tumbado de espaldas.

—La próxima vez que quieras amenazar a alguien, cuídate de tener el arma apropiada —declaró Biel con frialdad señalando la garganta del joven con el bastón a la vez que pulsaba un botón oculto bajo la empuñadura. El fino estilete que emergió de la punta quedó a escasos centímetros de la nuez de Lucas—. Volveré a visitarte en un par de semanas, asegúrate de haber aprendido modales para entonces —le advirtió—. Hemos terminado aquí, señor Abad.

Enoc asintió, se recolocó la gorra y, tras esperar a que el capitán saliera, se dirigió al joven que yacía en el suelo sujetándose la mano.

—No gimas tanto, nenaza, no está rota. Métela en agua fría con sal, suele ayudar —le aconsejó antes de abandonar la estancia.

Cuando salió a la calle se dirigió al Landaulet, donde Biel le esperaba con la pipa en la boca mientras se palpaba la chaqueta. Enoc sacó un encendedor de plata del bolsillo y se lo ofreció.

—¿Ha vuelto a robármelo, señor Abad?

—Para no perder la costumbre ni la maña, capitán —replicó arrancando una carcajada al viejo que pronto se vio truncada por un gesto de preocupación.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —Biel señaló la puerta del cuchitril en el que vivía su nieto.

—Que el zagal tiene su genio, capitán. Lo que no sé es por qué se le ha despertado.

—El zagal no tiene nada mío —gruñó antes de encender la pipa.

Ambos hombres se mantuvieron en silencio. Biel chupando su pipa mientras meditaba sobre el siguiente paso que dar, y Enoc apoyado indolente sobre el capó, esperando la siguiente orden. Pasado un rato se quitó la gorra y, elevando los ojos al cielo, chasqueó los dientes y tamborileó con los dedos sobre la carrocería.

—Estoy pensando, señor Abad, haga el favor de no interrumpir.

—He creído entender que le había dado al chico dos semanas para mejorar sus modales. ¿No estará pensando en volver ahí dentro ahora, verdad?

—¿Cree que le he golpeado demasiado fuerte? No me gustaría ser el responsable de que no pudiera trabajar mañana. —Biel cambió de tema mirando la pipa con exagerada atención.

—¡Esta sí que es buena! El despiadado e inflexible capitán Agra preocupado por un mocoso insolente. ¡Ver para creer! —se burló Enoc. Casi toda la vida junto al capitán le había dado una perspectiva del carácter de este muy diferente a la que tenía el resto de la gente.

—No sobrepase sus límites, señor Abad —le recriminó con la mirada fija en la casa.

—No le ha hecho nada, patrón, no le ha pegado tan fuerte como tiene por costumbre —afirmó divertido, volviéndose a colocar la gorra—. Probablemente le duela la mano durante un par de días, quizá se le hinche, pero nada más. En cuanto a la rodilla y la tripa, mañana estará como nuevo, a no ser que sea un endeble.

—Es mi nieto, no hay un solo gramo de debilidad en todo su cuerpo —gruñó Biel con fiereza.

Enoc sonrió, el muchacho había impresionado al viejo, y eso era algo muy difícil de conseguir. Puede que no le gustaran sus modales ni su recibimiento, pero el capitán respetaba la entereza y el talante batallador, y el chico tenía de eso para dar y tomar.

Biel apagó la pipa y se encaró al hombre que le miraba burlón por debajo de la rígida visera de la gorra.

—Mañana irá al puerto y se asegurará de… —Se detuvo al oír el chirrido de la puerta al abrirse.

Lucas observó a los dos hombres que le miraban como buitres junto al carísimo automóvil. Apretó los dientes, cerró la puerta con fingida tranquilidad y, sin molestarse en esquivarles o apresurarse, pasó junto a ellos dedicándoles un frío y desdeñoso saludo.

—No hay duda de que los tiene bien puestos —comentó Enoc sin desviar la mirada hasta que dobló la esquina y lo perdió de vista.

—Sígalo, señor Abad, le esperaré en el Hispano.

Enoc asintió en silencio y se apresuró a cumplir la orden del capitán.

Apenas tardó una hora en regresar.

—¿Y bien? —le preguntó Biel desde el interior del vehículo.

—Se echó al mar, capitán, aunque antes se desfogó con un árbol. —El anciano arqueó una ceja, indicando que la somera explicación no era de su agrado—. Fue directo al primer árbol que encontró en su camino y lo golpeó con fuerza, luego se dirigió a la playa y al llegar a la orilla se desnudó y se lanzó al agua. He esperado más de media hora a que regresara, pero sabe nadar bien, tiene fuertes brazos y, según me ha parecido, ninguna intención de tocar tierra, al menos por el momento.

Biel asintió con la cabeza sin decir palabra.

—Ya se lo había dicho, patrón, tiene su mismo genio. Y por lo visto lo controla de igual manera.

—¿A qué se refiere, señor Abad?

—Con el mayor de los respetos, capitán, he cambiado suficientes puertas en los barcos que usted pilotaba como para saber que cuando el genio le coge fuerte, lo libera contra ellas.

—Mejor madera que cabezas.

—Mejor sería no golpear nada —suspiró Enoc—. Mañana le va a costar encontrar trabajo tal y como tendrá la mano.

El viejo asintió con la cabeza, mirando sin ver las casas que conformaban el sencillo barrio de pescadores. Los hombres seguían arremolinándose alrededor del Hispano-Suiza, mientras que las mujeres aprovechaban la caída del sol para sacar las sillas a la calle y relajarse con sus vecinas tras el duro día de trabajo. No era un mal barrio. Al menos las personas que allí vivían parecían decentes, no como al otro lado del puerto donde las tabernas de mala muerte y las putas atraían a los marineros deseosos de gastar la paga. Allí era donde habían empezado a buscar a Lucas.

Sonrió al pensar que al menos ese lugar era una mejoría con respecto al que había imaginado que viviría su nieto.

—Asegúrese de que encuentra trabajo si acude mañana al puerto, pero que no sea una faena sencilla, sino que le haga sudar. El sudor convierte a los niños en hombres —afirmó saliendo del coche y mirando a su alrededor con el ceño fruncido—. Un duro a quien me prepare un plato de comida —dijo en voz alta, sacando una moneda del bolsillo.

Una mujer mayor se levantó de su silla dispuesta a ganarse el duro.

—Encárguese de que Lucas tenga una cena decente que llevarse a la boca cuando regrese —ordenó Biel entregándole el dinero. La mujer asintió mostrando su desdentada sonrisa.

Y sin esperar más montó en el Hispano-Suiza, disgustado por ser el centro de atención de aquella gente, pues no le permitía hablar con su oficial como deseaba. Enoc se colocó tras el volante y esperó paciente las indicaciones de su jefe y, cuando este se las dio, arrancó sin mostrar la estupefacción que sentía. De todos los lugares a los que podían ir, el que había elegido era el más improbable.

Poco después, Biel observaba la escultura que decoraba la entrada al panteón de la familia de su difunta esposa. Un hermoso ángel recostado guardaba el descanso eterno de sus suegros, su mujer y su hijo. Apenas cubría su desnudez una tela que le tapaba las caderas y las piernas y tenía las alas inclinadas en actitud protectora. Biel estaba seguro de que la escultura representaba al mismísimo ángel caído que guardaba con celo el alma maldita de la mujer con la que se había desposado. Él no sería enterrado allí. No descansaría por toda la eternidad junto a Montserrat ni Oriol. No quería dormir el sueño eterno en la misma tumba que ellos. Dio media vuelta y caminó con paso firme hasta que sus ojos pudieron ver el mar. Sintió más que oyó a Enoc siguiéndole.

—¿Qué se le ha pasado por la cabeza a mi nieto esta tarde? —musitó.

—No lo sé, capitán.

—Se ha mostrado arrogante y altanero, pero cuando por fin ha accedido a escucharme parecía más molesto que irritado, al menos hasta que he mencionado a Oriol, entonces se ha vuelto loco de rabia. Lo cierto es que me esperaba otra actitud. —Negó con la cabeza—. Esperaba que sonriera servilmente cuando me viera aparecer con el Hispano, que me siguiera el juego para conseguir sacar la mayor tajada posible de la situación. Y en lugar de eso…

—Su nieto no se deja amedrentar ni deslumbrar —afirmó Enoc con una sonrisa sesgada.

—Y eso le gusta, señor Abad —replicó Biel mirando al hombre al que consideraba más que un amigo. Enoc asintió—. A mí también me ha sorprendido gratamente.

—Eso me ha parecido, patrón.

Biel se golpeó repetidas veces las botas con el bastón mientras meditaba qué hacer a continuación. Olvidarse del asunto sería lo más fácil, no quería bregar con otro Oriol. Los años se le agotaban, quería disfrutar lo que le quedara de vida en la tranquilidad que le daban Jana y Alicia. Lucas sería una piedra en su zapato. Una piedra de su propia sangre.

—Conviértase en su sombra. Quiero saber cada paso que dé, cada pensamiento que tenga, cuántas veces achica2 al día, lo que sueña… —Enoc asintió con la cabeza—. El sol está sobre la verga del trinquete3 —musitó contemplando el mar—. Acompáñeme, señor Abad, después llevará a cabo la tarea que le he encomendado.

Lucas flotó de espaldas contemplando el escenario que le rodeaba. El sol era una línea anaranjada, rota por la silueta de las altas chimeneas de La Maquinista mientras que la luna, blanca y serena, se reflejaba en las calmadas aguas desde su trono estrellado. Unas pocas gaviotas surcaban el cielo y en la playa algunos obreros se reunían en los viejos merenderos para cenar. Todo estaba tranquilo a su alrededor. Todo, menos él. Tomó aire y se sumergió hasta tocar con los dedos la fina arena y mantuvo los ojos abiertos a pesar del picor de la sal que los torturaba. Esperó hasta que los pulmones comenzaron a arderle y entonces plantó con firmeza los pies en el fondo y se impulsó para ascender los metros que le separaban de la superficie. La fría brisa nocturna le acarició la cara mientras el sabor a sal inundaba su paladar en cada respiración jadeante. Esperó hasta que los latidos de su corazón se normalizaron y retomó su posición inicial, flotando bocarriba con los brazos extendidos en cruz y la mirada fija en la apacible esfera que coronaba el cielo.

—Oriol ha vuelto, y sabe dónde encontrarme. ¿Por qué le ha hablado a ese viejo de mí? ¿Qué quiere conseguir? —susurró cerrando los ojos.

El ronroneo de las olas le adormeció trayendo consigo recuerdos de su infancia. Se vio a sí mismo huyendo por los estrechos callejones aledaños a Las Tres Sirenas, ocultándose entre las enormes grúas del puerto y cayendo a las oleaginosas aguas al ser empujado. Volvió a sentir las manos del hombre sin dientes aferrándose a sus tobillos, impidiéndole nadar, obligándole a permanecer bajo el agua…

Emergió a la superficie jadeando aterrorizado, el corazón latiéndole a un ritmo endiablado mientras las manos y las piernas permanecían rígidas. Sacudió la cabeza con fuerza, recriminándose por haberse dormido estando en el mar, donde el dolor de los recuerdos se hacía más vívido, más real. Ojalá Anna estuviera a su lado, abrazándole como siempre hacía cuando tenía una pesadilla, atemperando su carácter cuando se enfadaba, haciendo desaparecer las dudas y los problemas mientras le aconsejaba y apoyaba. Pero no estaba, y era mejor así. Si se enteraba de la situación en la que estaba metido, se preocuparía y eso no era bueno para ella.

Apretó los puños ante ese pensamiento, o al menos lo intentó. La mano con la que había golpeado el árbol le indicó hasta qué punto estaba lastimada negándose a cerrarse y lanzando dardos de dolor que le recorrieron el brazo. ¡Maldito fuera su carácter irascible! Si ya era difícil conseguir trabajo con las fábricas paradas por la huelga, todavía sería más complicado cuando los capataces le vieran aparecer con la mano hinchada. Cerró los ojos y dejó que el agua volviera a mecer su delgado cuerpo mientras se recriminaba por ser tan estúpido. Debería haber contenido su genio, seguirle la corriente al ricachón, sacarle todo el dinero que pudiera y luego largarse con viento fresco. Hubiera sido la solución a sus problemas, solo que utilizar a la gente era una cualidad de su madre que no había heredado; en cambio, sí había heredado la furia incontenible del cabrón que lo había engendrado. De todas maneras, intuía que el viejo no se dejaría utilizar, era demasiado listo para eso, más aún, le molería a palos si mostraba cualquier tipo de debilidad, algo que ya había hecho, recordó frunciendo los labios.

—Ha dicho que volverá en dos semanas, dudo de que vuelva a verlo, para entonces ya me habrán encontrado… —musitó. Todo su cuerpo se estremeció, y no fue debido al frío.

Hundió la cabeza de nuevo e ignorando el picor en los ojos observó el borroso cielo a través del agua salada. El mar, gélido en esa noche de principios de marzo, se alzó bajo él, elevándole sobre la cresta de una tímida ola que fue a estrellarse contra el espigón del Dique Este. Y él permaneció allí, luchando con sus demonios en el mismo lugar que le había aterrorizado de niño. Que aún seguía aterrorizándole cada noche.

Cuando regresó a su casa estaba empapado y aterido por el frío. Buscó en la oscuridad el candil y lo encendió; un instante después, alguien llamó a la puerta. Echó un vistazo por la ventana, era una de las viudas del barrio y traía algo en las manos. La cena, le dijo cuando la recibió. Asombrado, tomó el plato y asintió cuando la mujer le explicó que se lo había encargado, y pagado, el ricachón. Se despidió de ella, asegurándole que se lo devolvería limpio a la mañana siguiente. Comió impaciente, sin dejar de pensar que era extraño que el viejo se hubiera molestado en pagar para que tuviera algo que llevarse al estómago.

—Si estás intentando camelarme, vas listo —masculló tumbándose en el jergón—. Cuando Marcel acabe conmigo no tendrás nada de lo que disfrutar…