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Cómo algunos brujos crean personas

El primer hombre no fue hombre —me dice don Javier enmarañándose en risadas hondas—. El primer hombre fue mujer.

—No todos los maestros, por el hecho de serlo, son capaces de crear chullachakis —explica don Juan Tuesta reclisentándose contra esta espintana sin pulir, árbol tumbado sobre dos tocones que lo ascienden a banca, y concede sus ojos a la plaza Rumanía que se explaya al frente, aquí en el caserío de la isla Muyuy.

Instantes más allá, donde nace una calle de ancho polvo paralelo al correntear del Amazonas, «Avenida Calvo de Araújo», dice una tabla muda en lo alto de un palo. Todavía la dosis de ayawaskha que me brindó el brujo anoche no ha retornado al aire, persiste en mi sangre pese a que ya es añil, de puro blanca, el alba. En las chozas contiguas se instalan ajetreos, frituras, cuerpos lavándose, rumor de desayunos. A nuestra espalda el Amazonas pasa sordeciendo y luminando al cielo. Escucho un avión, encumbro el rostro, lo veo descender y reducirse, tornarse wakamayu, posarse con plumaje centelleante en la copa de aquella apasharama. No sé por qué recuerdo lo que nunca he sabido, acaso el brujo don Juan Tuesta está informándome de lejos, atrás del ayawaskha, hace veinticinco años, cuando tomé la droga por primera vez, anoche: el wakamayu es dios de otro tiempo, arden dos esmeraldas en lugar de sus ojos y no hay nadie detrás de aquellas lumbres verdes y vanescentes, el ánima del wakamayu es adorno sin razón ni pasión, sitio vacío, y los grandes espíritus son grandes porque en vez de aniquilar al wakamayu en su vanidad lo sustentan en su ausencia: trocan las esmeraldas por granos de maíz y el wakamayu mira entonces las cosas del cariño, se distrae de sus ojos y sus dientes y únicamente come las hambres del cariño. Yo lo estoy viendo ahora, abre las alas, ya no es un wakamayu, canta con voz lacrada, wapapa transparente es el avión que he visto, que ha caído, y su cuerpo se disuelve en el canto, convertido en qué llovizna de hojas coloridas, tan lentas y sedosas. Y cada hoja es música diversa, cada hoja resbala en una nota y su caer sin fondo es su sonido, ninguna alcanza el suelo, el brumor del Amazonas las restriega y borra contra el aire tibio. Cierro los ojos, intento desbravar los postreros efectos de la liana-del-muerto: la mano del Amazonas, puedo verla, es rugosa y grisácea. De nuevo los entreabro: no hay nada. Solamente la voz de don Juan Tuesta cintila a mi derecha sobre la espintana recostada en el filo de la plaza Rumanía y se impone a la mano azulmarrón, domeña esa serpiente de cinco cabezas que el río-mar alarga hacia nosotros.

—El maestro Ino Moxo, él sí, dotado de poderes suficientes, inventa chullachakis, no solo eso: los inventa en el sitio y tiempo de su antojo.

Decido preguntar, no sé si alcanzo a hacerlo, veo la voz de don Juan Tuesta replicándome:

—Un chullachaki es más, no el demonio del bosque, aquel espanto que las gentes creen, no. Existen otras clases. Un chullachaki es ídem que persona. Más es y menos es: apenas apariencia de persona. ¿Me estarás entendiendo cuando digo apariencia? El maestro Ino Moxo puede crear así, personas que no son y que sí son personas, demasiado y muy poco, siempre considerando lo bastante y lo menos de las gentes dentro de su normal, en su costumbre, ¿me estarás entendiendo? Ino Moxo es diestro en las fuerzas y sabidurías de esculpir chullachakis, me consta. De estos chullachakis hay dos tipos que son principales y los dos son invento, esfuerzo de brujo autorizado por las gentes del aire. Al chullachaki creado para portar daños, lacayo del Maligno, a ese lo podemos distinguir, calza en su pie derecho un rengueo de tigre o de venado, no hay quien logre esconderle su malformación si es que ha sido creado para el mal, por más que se disfrace con el cuerpo de algún amigo nuestro. El otro chullachaki, en cambio, engaño que sirve a la verdad, es persona del bien y nadie-nadie puede deslindarlo, perfecto está en sus pies, perfecto en todo, humanamente humano…

»A ese tipo de chullachaki no lo distingue nadie —prosigue don Juan Tuesta—. Es apariencia de persona pero de persona completita, sin sospecha. Solamente los ojos avisados perciben que su cuerpo no es único. Más que varias personas, varias vidas parecen habitarlo. Como si cada parte de su cuerpo tuviera una existencia divergente, diversas existencias que solo ante los ojos de los otros el chullachaki armoniza en una sola. Esos chullachakis desconocen el daño, no malquieren a gentes ni a cosas. Únicamente existen, todo el tiempo que existen, para lo cariñoso, para ayudarle al bien.

La mano del Amazonas retrocede, la veo, y recuerdo entre brumas de colores la noche que Óscar Ríos, selvático y psiquiatra, exactó la sensación primordial del ayawaskha:

—Dentro de la liana-del-ánima todo está bien, absolutamente todo está muy bien, es bueno.

—En la cabaña de don Juan Tuesta —dice mi primo César Calvo—, allá por 1953, yo tenía trece años —eso dice—, participé por primera vez de una sesión de ayawaskha, ese bebedizo alucinógeno que los magos selváticos usan como reactivo y con cuyos poderes avizoran los tiempos pasados y futuros y divorcian del quebranto a cuerpos y almas. Probablemente allí, al beber los jugos del ayawaskha, droga sagrada que los hechiceros extraen de la liana-del-muerto, yo haya también bebido la inquietud que tiempo después me llevaría…

—Todo está bien, muy bien —repite Óscar Ríos.

Y eso es precisamente lo que respiro ahora, todo está bien, es eso lo que fluye de aquellos plantanales y de la apasharama que sombrea el costado de la plaza Rumanía, es eso lo que ofrenda la iglesia del poblado, de madera, de calma, de juguete, sin puertas, y su corona de calaminas plateadas, verdes de óxido de lluvia y de hierbajos irreverentes. Eso es lo que repiten, «todo está bien», los primeros rumores del caserío, los madrugadores que retornan con redes y canoas y canastas repletas, lo que asegura don Juan Tuesta a mi memoria, «todo está bien, absolutamente todo está muy bien».

—La esposa de don Javier, ¿tú le conoces?, tiene un hermano chullachaki. Ese, ¿ya ves?, otra clase, otro tipo de chullachaki es…

La primera vez que tomé ayawaskha tuve una sensación idéntica pero más duradera: la certeza de tener dos cuerpos y verlos y tocarlos, dos césares tumbados en el piso de la casa del brujo. Porque fue aquí en la isla Muyuy y en la misma vivienda de don Juan Tuesta, a los trece años de mi edad, que me fue presentado el ayawaskha. Y sucedió. Eran otras imágenes, otros colores pero el desdoblamiento remedaba al de esta noche que no quiere irse. Ahora no son únicamente dos cuerpos míos los que alcanzo, un instante sí, a comprobar, un instante no. Me veo, por relámpagos, al costado derecho de don Juan Tuesta, sentado en la espintana derribada, y a la vez a su izquierda, aunque con una cara que se aparenta mía, que lo duda y tiende a borronearse y a rehacerse luego con facciones que reconozco y no pertenecen a mi rostro. Acepto sin embargo que se trata de mí, como acepto que jamás alcanzaré a explicármelo con palabras y con plenitud. Me estoy viendo en dos cuerpos, a ambos lados del cuerpo del brujo de Muyuy. Y recibo su voz desde dos sitios, dos existencias, dos identidades, estamos en 1953, dos memorias que de ser tan ajenas ya me son familiares.

—Es que a algunos brujos les falta quizá preparación, quizá les falta tiempo de merecer, no consiguen inventar completamente un chullachaki. Por eso roban gente, casi siempre niñitos y los encantan para su servicio. Si cargan al raptado con poderes de daño, su pie derecho se altera, se aborrece, denuncia pasos que se contradicen, una huella de humano, al caminar, y la otra de tigre o de venado, siempre. Y si se muestra en forma de animal, según sea el tamaño de la especie elegida, su pie derecho pisa como niño o como hembra o como hombre.

—Acaso yo haya bebido allí, a los trece años —dice César Calvo—, la inquietud que después me llevaría a rastrear la verdadera identidad de Ino Moxo. Porque también don Juan Tuesta me habló esa noche de él, en su cabaña frente al río, cuando la madrugada iba atenuando en mí los efectos de la droga y no sentía el rumor que me habitó al comienzo de la sesión iniciática, ese brumor como arcoírises despeñándose desde lo alto y convirtiendo al Amazonas en una despedazada joyería.

—Nada más puedo contarte de él —dice don Juan Tuesta—. Nada más de lo que ya te he contado.

—¡Pero si usted no me ha contado nada! —le reclamo.

—Sí que te he contado, y acaso sin que lo sepas dentro de tu cabeza, sin que te des cuenta con el entendimiento, al fondo, en tus memorias ha de estar bien guardado lo que esta noche te dije de Ino Moxo. Si el ayawaskha no te deja recordar, sigue nomás: la soga-del-muerto no se equivoca, ella sabe…

»Sabrás que al chullachaki le gustan las lupunas —está diciéndome ahora don Juan Tuesta—. A la sombra de las lupunas el chullachaki es feliz, bajo ellas vive esperando el momento de ejercer. Alguna vez, en lo hondo del monte, ¿has percibido un retumbar como de manguaré golpeado por nadie? Quizá fue un chullachaki bondadoso, cansado de estar solo, quien estuvo llamando queriendo ser tu amigo, quizá fueron sus pies que te invocaban tamboreando contra una aleta de lupuna. Si hubieras acudido y entrado a la sombra de aquel árbol, y si el árbol era una lupuna blanca, seguro el chullachaki se habría presentado vestido con el cuerpo de tu alguien más querido, o tal vez en la forma más informe, ocupando una apariencia inesperada, odiosa, retándote a pelear sin más justificación que su insolencia. Porque si un chullachaki se muestra y te dice que quiere ser tu amigo, primeramente tienes que combatir con él. Y tienes que ganarle. No es difícil. Más aún: inevitable es. El chullachaki se dejará vencer con tal de ser tu amigo. Una vez que lo logra te lleva a todas partes, hace que los animales te sigan si vas de cacería, te regala todo, chacras de buena tierra, ríos mansos, pródigos y panzones. Y te da las familias que quieras, montón de hijos felices, todas las vidas que necesites vivir para ser libre, todos los conoceres y poderes, únicamente sentimientos grandes. Le obsequia vidas útiles y muertes generosas y más resurrecciones a tu vida. Y mucho más que todo puede darte. El chullachaki formado para el bien es dueño del mundo y de los tiempos, es dueño del tiempo y de los mundos. A cambio, aunque no siempre, el chullachaki exige que no fumes, que no te dañes dañando a otros, que no vayas a la iglesia, que solamente vayas a casa del chullachaki. Tampoco es difícil: él se encarga que ahí donde terminan todos tus caminos, así vayas al bosque o al caserío, a la vejez o al dormir, ahí se construya la casa que te aguarda. Esta categoría de chullachaki tiene un indisoluble convenio de amor con las lupunas. Inclusive la lupuna colorada se le somete, se hace cómplice, la misma lupuna que utilizó como imán de tu amistad continúa sirviéndolo: fustigando sus aletas arrugadas él atrae para ti, como alimento, fortunas y bondades. Pura bondad es este chullachaki. Hasta gracioso es, de ser tan bueno, casi chistoso, solamente por serlo. Los que lo han visto en sus cabales, sin el auxilio de la soga-del-ánima, dicen que aparece chiquitito, subido en dos enormes zapatos colorados, y con camisa colorada y bufanda colorada y pantalón y sombrero colorados. Así se muestra en su primer instante, luego-luego ya no, se hace grande o pequeño según sus intenciones, puede ocupar la forma de un sajino, un jabalí mansito, o la de un otorongo o de una mariposa o un venado, puede asomar en pez o en canto de pajarito, dentro del recipiente que él disponga. Y te lleva sin capturarte ni obligarte a nada: se echa a correr nomás para que tú lo sigas. Son igual que muchachas estos chullachakis: no escapan porque alguien los esté persiguiendo, sino para que alguien los persiga. Y tú, quieras o no, imaginando rebelarte, lo obedeces. Como si se tratara de la felicidad, así te vas tras él. Haces bien. Por más que te equivoques haces bien; siempre se trata de la felicidad…

Se me esfumó otra vez la sensación, oyendo a don Juan Tuesta me hospedo nuevamente dentro de un solo cuerpo, aquí, sobre la espintana mordida por los musgos, a la derecha del brujo de la isla Muyuy. Y no sé cuál nostalgia me doblega, una casi tristumbre de viudez remembrando a ese otro que yo fui por instantes y ha vuelto a plegarse bajo las alucinaciones del ayawaskha.

—El hermano de Ruth Cárdenas —me dice don Juan Tuesta—, su hermanito menor, es decir, el cuñado más chico de don Javier, otra categoría de chullachaki es, así mismito. Cuando estés en Iquitos anda a buscarle a Ruth Cárdenas, la esposa de don Javier. Pídele que te cuente de su hermano Aroldo Cárdenas. En mi nombre convérsale y ella te dirá más, todo lo que necesites conocer.