CAPÍTULO 1

Una invitación para ir al desierto

Por aquel entonces el ambiente en mi casa, como de costumbre, estaba tenso. Mi padre, un abogado que no hacía sino trabajar y al que yo veía solo los domingos, y mi madre, una profesora universitaria de Arquitectura, estaban atravesando por un mal momento en su matrimonio. Discutían por cualquier cosa, hacían gestos, se tiraban las puertas, casi no se hablaban. Lo de siempre. Como si esto fuera poco, habían perdido a una hija, mi hermanita menor, que fue abortada de manera natural. Peor imposible.

Se suponía que yo no debía enterarme de las causas de esas peleas, pero alguna noche escuché sin querer cuáles eran los motivos de estos últimos enfrentamientos: la secretaria y ayudante con la que trabajaba mi padre. Mi madre aseguraba que él mantenía una relación secreta con esa mujer. Ella había visto unos mensajes de texto donde la secretaria lo trataba con cariño y también había escuchado un mensaje de voz en el celular de mi padre donde le decía “me haces mucha falta”, “te extraño” y “¿por qué no me llamas?”. Ese día que ella descubrió los mensajes fue terrible y mi madre no quiso dormir en la misma cama con mi padre. Cogió un cubrecama y se acostó en la sala, en el primer piso. Mi padre juraba y aseguraba que nada era cierto, que mi madre exageraba, que su secretaria y él eran solo buenos amigos, nada más. Pero mentía. Yo sabía que mentía.

Una tarde lo escuché en su estudio llamar en secreto a esa mujer y decirle en voz baja: “No puedo hablar ahora, Maritza. Esta bruja está pendiente de todo. Mañana te explico. Te extraño mucho, mi amor. Chao, chao”. Y colgó. No me gustó para nada que se refiriera a mi mamá de esa manera. No era cierto. Ella no solo trabajaba hasta altas horas de la noche, cuando preparaba sus clases, sino que también estaba pendiente de mí y de la casa: hacía mercado, pagaba las facturas y me ayudaba a hacer mis tareas para el colegio. No se merecía que mi padre la llamara así. Pero yo no le conté nada para no agravar la situación aún más entre ellos.

Mi único refugio era Elvis, mi nuevo perro pastor alemán que se la pasaba conmigo para arriba y para abajo. Si yo subía las escaleras, él subía conmigo. Si yo salía al patio, él iba detrás. Si yo me escondía, él empezaba a buscarme hasta que me encontraba con facilidad a los pocos segundos. Por el olor, me imagino. Éramos muy amigos, casi inseparables. Cuando yo llegaba del colegio él ya estaba mirando por la ventana del primer piso, esperándome. Era mi mejor amigo y yo sabía que nunca me iba a traicionar.

Elvis había llegado a la casa con tres meses de edad. Un día mi madre había pasado frente a un lote vacío y vio de repente a un cachorro amarrado a un palo gimiendo. Nadie estaba a la vista y ella se dio cuenta de que lo habían abandonado. El perro estaba flaco, acabado y enfermo. Mi mamá lo desamarró y llegó con él a la casa. Dijo que al día siguiente llamaría a la Sociedad Protectora de Animales para que lo recogieran. Pero yo no dejé. Esa misma noche lo bauticé así, Elvis, porque mi tío Pablo, el hermano de mi madre, se la pasaba escuchando música de Elvis Presley y a mí ya habían empezado a gustarme esas canciones.

El perro durmió al lado de mi cama y a la mañana siguiente lloré, pataleé, amenacé con no volver nunca más al colegio, hasta que mi mamá me prometió que no llamaría a nadie y que el perro se quedaría con nosotros. Lo purgamos, le pusimos las vacunas, le mandé hacer un collar con su nombre y desde entonces, hace ya casi un año, se convirtió en mi mejor amigo. No sé qué sería de mí si no lo tuviera conmigo.

Un día, cuando llegué del colegio, llamó mi tío Pablo y pidió hablar conmigo. Le dijo a mi mamá que me pasara al teléfono. Lo saludé con alegría porque era una persona muy especial conmigo, mi gran amigo y cómplice, y no se comportaba con esa seriedad tan aburrida de los otros adultos. Él era diferente: sabía jugar, divertirse, comer helados y montar en bicicleta. Era de mediana estatura, con barba, tenía el pelo peinado hacia atrás y usaba unas gafas oscuras redondas un poco pasadas de moda. Lo que más me gustaba era su carro: un jeep Willys destartalado de esos que se usaban en la Segunda Guerra Mundial.

Ya habíamos viajado juntos a México y a Bolivia, y las aventuras compartidas nos habían unido de un modo especial. Sabía también que Elvis me recordaba en el fondo a Umma, una border collie a la que había querido mucho durante nuestra estadía en el Distrito Federal.

—Hey, Felipín, ¿cómo van las cosas en el cole? —me dijo con esa voz alegre que tanto lo caracterizaba.

—Bien, tío, no voy perdiendo ninguna materia.

—¿Y en la casa? ¿Todo en orden?

—Más o menos…

—Siguen peleando esos dos…

—Sí, tío —dije yo jugando con Elvis para despistar a mi mamá.

—Bueno, te tengo la solución. Pasado mañana, el viernes, tengo que regresar a Villa de Leyva a mirar las cuevas en el desierto en las que hemos venido trabajando estas semanas. ¿Te acuerdas? Parece que descubrieron unos manuscritos extraños. Creo que llegó el momento de viajar. Te recojo después del colegio y nos vamos juntos. El martes es fiesta, así que es puente. No tienes que volver al colegio sino hasta el miércoles. Creo que incluso hay varios colegios que se tomarán toda la semana de receso.

—¿Sabes algo de si ellos se pondrán en contacto conmigo?

—Aún no he recibido ninguna confirmación, pero estaremos atentos.

—¿Y sí me darán permiso?

—Yo hablo con tu mamá, no te preocupes.

—¿Te puedo poner una condición?

—¿Cuál?

—Que me dejes llevar a Elvis.

—No hay lío. Buscamos un hotel donde nos dejen quedar con el perro. Hay varias casas coloniales donde no nos pondrán ningún problema. Eso sí, tienes que llevar la cometa porque hay festival de cometas en la plaza del pueblo.

—Listo, tío. Gracias.

Nos despedimos y le pasé el teléfono a mi mamá para que se pusieran de acuerdo. Me pareció maravillosa la invitación y me llegó en el mejor momento porque las cosas entre mis papás estaban cada vez peores.

Esa noche busqué en Google fotos de Villa de Leyva y del desierto que la rodeaba, y me pareció un lugar misterioso, como alejado, mágico. Yo nunca había ido. El tío había hablado de unas cuevas y me arrepentí de no haberle preguntado de qué se trataba todo eso y qué tenía él que ver con el tal descubrimiento.

El viernes, en efecto, pasó el tío en su jeep y yo ya tenía mi morral y mi cometa listos. El día estaba radiante y el sol brillaba muy cerca de las montañas. Elvis sabía que nos íbamos de viaje y batía la cola feliz. Me despedí de mi mamá con un beso en la mejilla. Me dijo que me cuidara mucho y le noté un aire de tristeza que no tenía que ver conmigo, sino con los asuntos que seguramente iba a discutir con mi padre ese fin de semana. Me pareció perfecto escaparme de ese ambiente tan tenso que había en mi casa. El tío me había advertido que me tomara solo un café porque íbamos a desayunar en un restaurante junto a la carretera. Él y yo nos hicimos adelante y Elvis se instaló en el asiento trasero. De vez en cuando el perro sacaba la cabeza y miraba todo con enorme curiosidad.

Salir de la ciudad me produjo un efecto reconfortante. Me sentí bien, aliviado, como si me hubieran quitado un peso enorme de encima. Una hora después, paramos en un restaurante al lado del Sisga, desde el cual se podía ver buena parte de la laguna. Comimos huevos con arepa y chocolate bien espeso. Elvis se comió un pan completo que compramos para él. Luego pasamos el Puente de Boyacá y torcimos a la izquierda hacia el municipio de Samacá. El paisaje, poco a poco, iba cambiando y el verde esplendoroso de la sabana iba desapareciendo para darle pie a una arena rojiza que indicaba que estábamos entrando ya en el desierto.

Me gustaba estar con el tío porque era muy tranquilo y no me daba órdenes. Todo me lo preguntaba con amabilidad, como si tuviéramos la misma edad. Nunca se había casado ni había tenido hijos. Se la pasaba viajando con un morral al hombro y hoy estaba aquí, mañana allá y pasado mañana quién sabe dónde. De nuestros primeros viajes a México y a Bolivia yo tenía dos cuadernos atiborrados de notas.

Mi mamá decía que él había sido así desde chiquito, libre, independiente, y no le gustaba que nadie interfiriera con esa libertad que siempre le permitía hacer lo que él quisiera. Tal vez por eso mismo es que era tan cuidadoso en su trato conmigo: porque a él tampoco le gustaba que nadie lo mandara ni le diera órdenes. Cuando sea grande me encantaría ser como él y llevar también una vida aventurera y sin ataduras.

Finalmente el jeep entró en un pueblo blanco con las calles empedradas y empezó a moverse de un lado para otro. Era Villa de Leyva. Llegamos hasta la plaza principal y me pareció enorme, interminable. No recuerdo haber visto ninguna plaza de ese tamaño. Tenía los labios resecos, cuarteados, y me di cuenta de que Elvis jadeaba pidiendo algo de beber. Estábamos ya en pleno desierto y yo no sabía todavía la historia tan sorprendente que me estaba esperando en ese lugar.