Viajeros en el tiempo y el espacio
Cómo recordar nos retrotrae a otro tiempo y lugar
I see that time travel really does already exist. [...] It exists within the power of our own minds.
(«Veo que es cierto que se puede viajar en el tiempo. [...] Podemos hacerlo con la mente»).
THE FLAMING LIPS
La otra cara de la frustración de olvidar es que, en ocasiones, nos sorprendemos gratamente cuando de repente nos viene al pensamiento un recuerdo que parecía caído en el olvido y nos transporta de nuevo a otro lugar y otro tiempo. No es ninguna excentricidad del cerebro. Solemos pensar en la memoria como un registro de lo ocurrido, pero el cerebro humano tiene la asombrosa capacidad de enlazar el qué con el dónde, el cuándo y el cómo. Eso explica que la experiencia de recordar a menudo vaya acompañada de una sensación fugaz de pasado que resulta casi imposible de expresar en palabras. Y también explica por qué, si nos encontramos en el lugar adecuado en el momento adecuado, recuerdos pretéritos parecen venir a nuestro encuentro, como me ha ocurrido a mí a lo largo de toda la vida.
Mis padres emigraron a Estados Unidos cuando yo tenía menos de un año. He vivido prácticamente toda mi vida en el norte de California, pero casi toda mi familia vive en la India. Durante mi infancia regresábamos cada cuatro años, más o menos, para visitar a mis abuelos, mis tías, mis tíos y mis primas y primos. Durante toda mi infancia y adolescencia, tuve muchas vivencias peculiares durante mis vacaciones en la India, pero, al regresar a California, los recuerdos de aquellas experiencias se desvanecían, como si estuvieran separados de mí por los miles de kilómetros que distanciaban mi hogar del de mis abuelos. Y aunque pronuncié mis primeras palabras en tamil, la lengua materna de mis padres, ahora ya no soy capaz de formular más que unas cuantas frases (para disgusto de mi abuela paterna). A veces tengo la sensación de que esos recuerdos están cerrados para siempre bajo llave en un compartimento oculto. Pero, cuando viajo a la India, descubro que siguen ahí.
Tras un vuelo desorientador de diecisiete horas, emerjo de la zona de aduanas en el aeropuerto internacional de Chennai y llego a otro mundo. Desde el momento en el que pongo el pie fuera de la terminal con aire acondicionado, experimento un asalto sensorial. El aire es denso y húmedo, y el sofocante calor estival hace que tenga la sensación de estar en una sauna. El sudor que transpiro por cada uno de mis poros no me ayuda a refrescarme. Asimilo las vívidas imágenes en tecnicolor de la ciudad, desde los intensos tonos de los saris de las mujeres en los ajetreados mercados hasta los camiones pintados de colores en las carreteras. La marea mutante de olores puede resultar nauseabunda (al pasar junto a una cloaca abierta) o embriagadora (el dulce perfume de las flores tropicales, la brisa marina en la playa y el denso humo de los fuegos de leña en los que los vendedores ambulantes tuestan cacahuetes). La mañana siguiente, cuando el sol asciende sobre el horizonte, el alboroto de los pájaros tropicales que resuena en el vecindario me despierta pese al jet lag. Cuando estoy en Chennai, envuelto en esta cacofonía de sonidos, colores y olores, consigo repescar recuerdos de visitas anteriores que me rehúyen cuando regreso a casa.
Esa sensación de estar en un momento y un lugar concretos se denomina «contexto» y es fundamental para nuestras experiencias memorísticas cotidianas. Gran parte de nuestros olvidos diarios no se deben a que nuestros recuerdos hayan desaparecido, sino a que no somos capaces de orientarnos hasta ellos. En cambio, en el contexto adecuado, recuerdos que creíamos perdidos hace tiempo pueden volver a aflorar repentinamente a un primer plano.
¿Por qué ocurre que, en el contexto adecuado, puedo acceder a recuerdos aletargados, incluidas palabras y frases en una lengua extranjera, que me son inaccesibles cuando estoy en casa? La respuesta radica en la forma que nuestro cerebro tiene de almacenar los recuerdos de eventos.
VIAJES MENTALES EN EL TIEMPO
Durante una parte importante del siglo XX, el estudio de la memoria estuvo dominado por el conductismo, una escuela de pensamiento centrada en la premisa de que la memoria puede reducirse a sencillas asociaciones entre estímulos (sonidos, olores o pistas visuales) y respuestas (nuestras reacciones a dichos estímulos) que observa el investigador.1 La mayoría de los estudios de investigación sobre el aprendizaje realizados durante el apogeo del conductismo se hicieron con animales. Ya se tratara de una rata intentando salir de un laberinto, de una paloma aprendiendo a picotear para obtener una recompensa o de un humano esforzándose por memorizar una aburrida lista de trigramas, la idea era la misma: aprender es un sencillo proceso de establecer asociaciones. Cualquier intento de comprender cómo las personas procesan y recuerdan de manera consciente hechos pasados se consideraba un ejercicio sin sentido y sin base científica. Para los conductistas, entender la memoria comportaba descubrir las ecuaciones correctas para cuantificar la rapidez con la que las asociaciones se aprenden y se olvidan en condiciones diversas. Leer artículos de investigación de esta época es casi tan divertido como una visita a la consulta del dentista (sin ofender a mi dentista, que es fantástico).
Frente a este panorama desolador, Endel Tulving, un estonio que ejercía como profesor de Psicología en la Universidad de Toronto, dio un paso al frente. A Tulving le encantaba especular, no solo acerca de lo que ocurre en los experimentos, sino también en la cabeza de las personas. En 1972 partió peras con la teoría conductista en un capítulo rompedor en el que renunciaba a concebir la memoria como un depósito de asociaciones sencillas y, en su lugar, proponía que los humanos tienen dos tipos distintos de memoria. Acuñó el término memoria episódica para describir el tipo de recuerdo que nos permite rememorar, e incluso volver a experimentar, hechos del pasado. Tulving planteó que la memoria episódica es distinta de la «memoria semántica», nuestra capacidad de recordar hechos o conocimientos sobre el mundo,2 independientemente de cuándo y dónde aprendimos esa información. La idea clave de Tulving era que, para recordar un evento (memoria episódica), tenemos que regresar mentalmente a un lugar y tiempo específicos; pero para tener conocimiento (memoria semántica), debemos ser capaces de utilizar lo que hemos aprendido previamente en distintos contextos.
Al sugerir que la memoria era algo más que un bulto gris de asociaciones entre estímulos y respuestas, Tulving rompió por completo con la seductora simplicidad del conductismo. Más adelante llegó incluso a afirmar que la memoria episódica era una forma de «viaje mental en el tiempo», con lo cual quería decir que recordar nos lleva a un estado de conciencia en el que tenemos la sensación de transportarnos al pasado.3 En palabras de Tulving, una característica clave de la conciencia humana es que somos «capaces de viajar mentalmente en el tiempo y habitar a nuestra voluntad tanto lo ocurrido como lo que puede ocurrir, independientemente de las leyes físicas que gobiernan el universo». La primera vez que leí esta descripción, pensé que Tulving había perdido un tornillo, puesto que hablar de viajes en el tiempo y conciencia no sonaba muy científico. Pero, con un poco de introspección, uno constata que Tulving había puesto el dedo en la llaga.
Supongamos que le pido que me explique algo que sepa sobre París. Podría empezar diciendo que París es una ciudad de Francia en la que se erige la torre Eiffel y famosa por sus museos de arte y sus glamurosos restaurantes. Probablemente estaría al cien por cien seguro de todos estos datos, aunque no sea capaz de recordar ni dónde ni cuándo los aprendió. Ahora suponga que le pregunto si alguna vez ha estado en París. En caso afirmativo, al responder esa pregunta podrá recuperar información que le retrotraiga a una experiencia específica: el aroma de unas castañas asadas saliendo del puesto de una castañera mientras caminaba desde el hotel hasta la parada de metro; la cola que hizo para poder subir al ascensor que le conduciría a la cima de la torre Eiffel una tarde gélida justo antes de la puesta de sol; la vista de la ciudad mientras el día se apagaba y las luces de la torre se encendían... Da igual si son recuerdos nítidos o borrosos, puede recuperar con seguridad datos sobre París (memoria semántica) y revivir intensamente un viaje a la ciudad (memoria episódica) y, sin embargo, ambas experiencias son completamente distintas.
En un principio, la propuesta de Tulving generó división en el mundo de la psicología. Pero, en el transcurso del medio siglo posterior, la comunidad científica fue acumulando un corpus de pruebas científicas que validaban la especulación de Tulving con respecto a nuestra capacidad de reiniciar nuestra mente en el estado que tenía durante un evento pasado. La memoria episódica es mucho más que un simple recuerdo: nos conecta con esos momentos efímeros del pasado que nos convierten en quienes somos en el presente.
HUMANOS 1, ROBOTS 0
La diferenciación entre memoria episódica y semántica es un aspecto fundamental que nos convierte a los humanos en seres inteligentes capaces de aprender de manera rápida. Irónicamente, una fuente de pruebas en este sentido procede de estudios acerca del tipo de aprendizaje que a las máquinas les cuesta procesar. Muchas de las aplicaciones de inteligencia artificial (o IA) más sofisticadas, desde los asistentes inteligentes como Alexa y Siri hasta los vehículos autónomos, se basan en «redes neuronales», programas informáticos que imitan, de manera abstracta, el proceso de aprendizaje en el cerebro.4 Cada vez que se entrena a una red neuronal para aprender un dato, se modifican las conexiones entre las neuronas simuladas de la red. Y a medida que la red neuronal se va entrenando para aprender más y más datos, las asambleas neuronales simuladas en el modelo se reconfiguran de forma constante, de tal modo que dejan de votar por un hecho concreto aprendido y, en su lugar, representan toda una categoría de conocimiento. Así pues, por ejemplo, podemos enseñarle a la IA:
«Un águila es un ave. Tiene plumas, alas y pico, y vuela».
«Un cuervo es un ave. Tiene plumas, alas y pico, y vuela».
«Una gaviota es un ave. Tiene plumas, alas y pico, y vuela».
Con el tiempo, el modelo informático perfecciona su aprendizaje acerca de las aves nuevas porque aprovecha lo que ya sabe. Si se indica a la red que una gaviota es un ave, las asambleas neuronales del modelo son capaces de rellenar los espacios en blanco y determinar que una gaviota vuela. Pero ¿y si se le enseña algo ligeramente distinto?
«Un pingüino es un ave. Tiene plumas, alas y pico, y nada.»
En este caso, la máquina tendrá problemas, porque el pingüino encaja en todas las características del ave, salvo una. El pingüino es la excepción a la regla de que todas las aves vuelan, de manera que, cuando el ordenador topa con esta excepción, olvida lo que había aprendido acerca de todas las características de las aves. Este problema recibe el nombre de «interferencia catastrófica» y, en lo que respecta al aprendizaje automático, es tan nefasto como suena. La solución pasa por asegurarse de que la máquina aprenda, aunque sea un proceso terriblemente lento, para que no descarte de manera automática la regla para aprender la excepción. Esto requiere un entrenamiento ingente de las redes neuronales para realizar una tarea, lo cual les dificulta adaptarse rápidamente a la complejidad del mundo real. Incluso en la actualidad, los productos más sofisticados de la inteligencia artificial han de entrenarse con una cantidad de datos descomunal para que hagan algo interesante.
A los humanos, como a los modelos de redes neuronales que he descrito, se les da de fábula extraer un conocimiento general de experiencias pasadas para poder hacer asunciones e inferencias acerca de situaciones futuras («Eso parece un ave, así que supongo que podría irse volando»). En cambio, a diferencia de las máquinas, no tenemos problemas técnicos cada vez que tropezamos con variantes en el aprendizaje porque también tenemos memoria episódica. La memoria episódica no está diseñada para captar los elementos comunes de todas nuestras experiencias; almacena e indexa todos los eventos de manera autónoma, para evitar que los mezclemos al aprender la excepción a la regla.5
Armados con estas memorias episódica y semántica, podemos aprender rápidamente tanto la regla (la mayoría de las aves vuelan) como las excepciones (los pingüinos son aves que nadan). En el mundo real, esto nos permite seleccionar la información en la que normalmente podemos confiar, como la ruta óptima para ir cada día a trabajar, al tiempo que nos otorga la flexibilidad necesaria para adaptarnos a circunstancias inusuales, como tomar un itinerario alternativo al recordar que la carretera está temporalmente cerrada por obras.
Combinando información extraída de la neuroanatomía, estudios de actividad cerebral de la neurociencia, estudios de los efectos de las lesiones cerebrales en humanos y modelos computacionales, en líneas generales los científicos han llegado a la conclusión de que el cerebro resuelve el problema de la interferencia catastrófica mediante sistemas que aprenden de distintos modos. El neocórtex, la inmensa masa gris de tejido cerebral que he descrito en el capítulo 1, funciona como una red neuronal tradicional, permitiéndonos seleccionar datos y hechos, ya sea conocimiento acerca de las aves, ya del clima típico en junio en Chennai. El hipocampo, la zona encajada de manera segura en el centro del cerebro que también he mencionado en el capítulo anterior, es responsable de la asombrosa capacidad del cerebro de crear rápidamente recuerdos nuevos de los eventos para poder asimilar enseguida las experiencias peculiares que no encajan con nuestros conocimientos previos, como un día templado y seco en verano en Chennai.
CÓDIGOS DE RECUERDOS
El hipocampo tal vez sea la región cerebral más estudiada por la neurociencia. Para muchos neurocientíficos, es sinónimo de la memoria, en parte debido a un estudio realizado por Brenda Milner, una neuropsicóloga pionera. En 1957, Milner publicó el artículo que presentó al mundo al «Paciente H. M.», como se lo llamó en la literatura científica para proteger su identidad.6 Ahora sabemos que se trataba de Henry Molaison, un joven que había sufrido ataques epilépticos debilitantes continuos durante más de una década, los cuales le impedían conservar un empleo o llevar una vida normal.
Cuando tenía cerca de treinta años, H. M. accedió a someterse a una cirugía experimental radical para tratarle las convulsiones extirpándole unos cinco centímetros de tejido del hipocampo derecho e izquierdo, así como el tejido neocortical circundante de los lóbulos temporales. La cirugía, que llevó a cabo el neurocirujano William Scoville, redujo la gravedad de la epilepsia de H. M., pero también le provocó una amnesia densa. El trastorno de la memoria de H. M. era tan grave que uno podía entablar una conversación con él, ausentarse de la estancia menos de un minuto y, a su regreso, que no recordara que la conversación había tenido lugar.7 El artículo de Milner, que vinculaba de manera definitiva la formación de nuevos recuerdos con el hipocampo, fue un disparo que resonó en todo el mundo e inspiró a toda una generación de científicos a entender por qué y cómo esta pequeña región del cerebro humano nos permite devolver la vida al pasado. La repercusión de su aportación a la ciencia de la memoria fue tan profunda que, a los pocos años de publicar su estudio sobre H. M., el legendario neuropsicólogo ruso Alexander Luria envió a Milner una nota que rezaba: «La memoria era la bella durmiente del cerebro y ahora ha despertado».8
Tras aquella publicación emblemática de Milner, la cuestión que se planteó la neurociencia dejó de ser si el hipocampo era importante para la memoria para determinar en qué sentido. Estudios posteriores revelaron que H. M. y otras personas con amnesia densa (debida a causas diversas, como encefalitis herpética o el síndrome de Korsakoff) parecían presentar problemas igual de graves para recordar eventos recientes y aprender datos nuevos. Ello llevó a algunos estudiosos a concluir que el hipocampo debe ser un dispositivo de memoria multiuso y que, por lo que respecta a él, la distinción de Tulving entre las memorias episódica y semántica era irrelevante.9
Se trataba de una conclusión prematura. El artículo original de Brenda Milner aclaraba que H. M. tenía dañadas zonas exteriores al hipocampo. Al poco de estar disponible la tecnología del escaneado con resonancia magnética, quedó claro que se trataba de una subestimación. Scoville le había extirpado a H. M. casi un tercio de los lóbulos temporales y, en el proceso, había atravesado una porción importante de materia blanca que normalmente permite la intercomunicación de otras zonas cerebrales intactas. A resultas de ello, era imposible saber qué tipo de funciones de la memoria estaban sustentadas específicamente por el hipocampo, en contraposición a las muchas zonas cerebrales afectadas por la cirugía. Para responder a esa pregunta habría que estudiar la memoria en personas con un daño localizado de manera mucho más específica en el hipocampo.
En 1997, Faraneh Vargha-Khadem, una neuropsicóloga del University College London, se encargó de hacer justamente eso, y descubrió que Endel Tulving estaba en lo cierto al diferenciar entre la memoria semántica y la episódica.10 Los estudios de Faraneh se centraban en adolescentes y adultos jóvenes con «amnesia del desarrollo», expresión que acuñó para describir a las personas que sufrían problemas de memoria desde una edad muy temprana. Desgraciadamente, esto ocurre con más frecuencia de la que pueda creerse; entre las causas se engloban desde un nacimiento prematuro hasta la hipoglucemia diabética, incidentes relacionados con ahogamiento o la falta de oxigenación del cerebro durante el parto, cuando el cordón umbilical se enrolla al cuello del bebé. En todos estos casos, el hipocampo es la primera región cerebral afectada. En su revolucionario artículo de 1997, Faraneh describía a tres individuos, todos los cuales habían sufrido daños específicamente en el hipocampo durante la infancia. Tomando como referencia los estudios de H. M., podría esperarse que estos niños padecieran retrasos en el desarrollo y hubieran sido incapaces de asimilar los conocimientos necesarios para desenvolverse en el mundo. Sin embargo, pese a que en efecto presentaban una amnesia significativa con respecto a los eventos, eran capaces de adquirir nuevos conocimientos semánticos en la escuela, aunque posiblemente más despacio que alguien con un hipocampo intacto.
Ese mismo año, Faraneh invitó a Londres a un grupo de científicos, incluido Endel Tulving, para interactuar con uno de los individuos descritos en su artículo, un adolescente llamado Jon a quien habían diagnosticado amnesia del desarrollo a los once años. A pesar de su amnesia, Jon tenía un dominio impresionante de la historia y era capaz de recitar sin problemas datos como «En la época de la Primera Guerra Mundial, el Imperio británico ocupaba cerca de un tercio de la masa terrestre planetaria». Aquel mismo día, más tarde, los científicos se llevaron a Jon a comer a un restaurante, mientras que Endel Tulving se quedó confeccionando un test de memoria al que quería someter a Jon a su regreso. Las preguntas de Tulving revelaron que Jon prácticamente no recordaba nada de lo hablado durante aquella comida, ni la ruta que habían tomado hasta el restaurante o lo que había visto de camino. La discrepancia entre la memoria semántica y la memoria episódica de Jon era tal, señaló Tulving, que «no se parece a ningún otro paciente descrito hasta la fecha».
La investigación en pacientes como Jon ha demostrado de manera inequívoca que la memoria episódica depende del hipocampo. Desde entonces, estudios realizados con IRMf han ido rellenando la imagen y nos han ofrecido una ventana a través de la cual asomarnos al funcionamiento del hipocampo en un cerebro intacto. Se produjeron avances significativos en este ámbito con la aparición de una nueva técnica de IRMf que nos permitió contemplar el cerebro mientras alguien rememoraba un recuerdo específico, como aquel viaje a París. Gracias a esta técnica pudimos dejar de conformarnos con ver cómo se iluminaba el cerebro, y, en lugar de ello, leer las señales relacionadas con eventos individuales para poder entender qué hace de cada uno de nuestros recuerdos algo único.
El funcionamiento es el siguiente: si se observan los datos de IRMf en el hipocampo mientras alguien lleva a cabo un experimento relacionado con la memoria, en cada momento aparecerán unos cuantos píxeles más oscuros, mientras que otros serán más claros. Los patrones cambian ligeramente de un momento al siguiente, de manera que un píxel se ilumina más o se atenúa. Antes pensábamos que esos cambios momentáneos eran «ruido» producido por problemas raros de la generación de imágenes con IRM, pero ahora tenemos claro que algunas de estas variaciones tienen significado.11 Un día de 2009 quedé para comer con mi amigo Ken Norman, actual catedrático del Departamento de Psicología de Princeton, quien me convenció de observar con más detenimiento esos patrones de actividad cerebral en nuestros estudios de la memoria. Y empecé a preguntarme si era posible que cada vez que evocábamos un recuerdo de un hecho concreto se generase un patrón de actividad cerebral único correspondiente a dicho evento. ¿Y si cada patrón de píxeles claros y oscuros era como un código QR que podíamos escanear con el teléfono y cada configuración única funcionaba como una señal para acceder a un recuerdo concreto? En tal caso, podíamos utilizar el escaneado con IRM para leer «códigos de recuerdos» que nos revelaran cómo se clasifican estos en las distintas zonas cerebrales.12
Por ejemplo, si me hicieran una resonancia magnética a mí y me pidieran que recordara ver a mi hermano, Ravi, jugando con su perro en un pícnic familiar reciente en el parque y luego recordara verlo hace unos cuantos años paseando a su perro por una sucia acera de su barrio de San Francisco, quizá descubriríamos códigos de recuerdos similares para cada una de estas experiencias. Eso es justamente lo que hemos detectado en nuestros estudios de zonas del neocórtex13 que parecían almacenar los datos generales acerca de quién (Ravi) y qué (su perro, Ziggy) formaba parte del evento. En cambio, en el hipocampo, los códigos de recuerdos para estos dos eventos tendrían un aspecto completamente distinto. Por otro lado, cuando observamos el hipocampo mientras una persona recordaba dos fragmentos de información distintos correspondientes a un mismo evento, como por ejemplo ver a Ravi en el parque frente a ver a mi esposa, Nicole, en el mismo pícnic familiar, los códigos de recuerdos del hipocampo eran similares.
Estos hallazgos nos ayudaron a resolver el enigma de cómo nos ayuda el hipocampo a viajar mentalmente en el tiempo. Las asambleas neuronales que nos permiten recordar aspectos concretos de un evento, como el rostro de Ravi, el sabor de los emparedados del pícnic o el ladrido del perro de mi hermano de fondo, se encuentran en zonas separadas del cerebro que, por lo general, no se comunican entre sí. Lo único que estas asambleas neuronales tienen en común es que estuvieron activas más o menos en el mismo momento. En cambio, el hipocampo tiene conexiones con muchas de estas zonas y su función consiste en almacenar los vínculos a las distintas asambleas neuronales que cobran vida en un momento determinado. Si más adelante yo volviera a visitar ese parque, mi hipocampo me ayudaría a reactivar todas esas asambleas y me permitiría volver a experimentar la vivencia de ver a Ravi. El hipocampo nos permite «indexar» los recuerdos de los distintos eventos en función de cuándo y dónde ocurrieron, no de qué sucedió.14
La manera de crear recuerdos del hipocampo tiene un efecto secundario interesante. Dado que el hipocampo organiza los recuerdos en función del contexto, recordar algo de un evento facilita rememorar otros eventos acaecidos más o menos en ese tiempo y lugar, lo cual permite pintar una imagen más completa.15 Recordar el momento en el que cortamos una sandía en el pícnic nos llevaría a recuperar la secuencia de eventos que se sucedieron, como jugar al frisbee y al vóleibol unos minutos después. El hipocampo nos permite viajar en el tiempo, y ni siquiera necesitamos un DeLorean escacharrado para hacerlo.
AQUÍ Y AHORA
Lo que convierte la memoria episódica en una fuerza tan potente es que no solo sirve para acceder al pasado. Parte de nuestra percepción fundamental de la realidad estriba en nuestra capacidad presente para orientarnos por el tiempo y el espacio y, para hacerlo, a menudo tenemos que evocar el pasado reciente. Piense en algún momento en el que se haya despertado en plena noche en una cama extraña y su primer pensamiento haya sido «¿Dónde estoy?». Para ayudarle a responderse a esa pregunta, el hipocampo se pone manos a la obra y recupera el código del recuerdo pertinente; tal vez entonces recuerde que hace unas horas se registró en un hotel y, con esa información, el momento de desorientación se desvanezca enseguida. Recuperar un recuerdo del pasado reciente nos ayuda a anclarnos en el aquí y el ahora. Según una famosa teoría, la memoria episódica emergió en la evolución a partir de la capacidad más básica de saber en qué lugar del mundo estamos.16 Y resulta que esa capacidad es fundamental para la supervivencia, tal como descubrí yo a raíz de una colaboración fortuita con un joven alumno de posgrado llamado Peter Cook.
Conocía a Peter en una conferencia sobre la memoria. Después de que varios estudiantes presentaran estudios de investigación sobre cómo aprenden los humanos listas de palabras, Peter subió al escenario y reprodujo una serie de vídeos breves de los experimentos con el aprendizaje que había llevado a cabo con leones marinos en California. Su estudio espoleó mi imaginación: jamás se me había ocurrido que uno pudiera estudiar la memoria en los leones marinos. Cuando concluyó su charla, me acerqué a presentarme y lo convencí para que nos invitara a mi familia y a mí a visitar su laboratorio en la Universidad de California, en Santa Cruz. Mira, que por entonces tenía cinco años, pudo ver a un león marino de cerca e incluso ayudó a recopilar datos. Peter llevó a cabo uno de sus test de memoria mientras estábamos allí y Mira se encargó de accionar las palancas que abrían las puertas y de pulsar los botones que reproducían los sonidos que daban las pistas a los leones marinos en cada ensayo.
Durante nuestra visita averigüé que Peter estaba estudiando los efectos del ácido domoico en el hipocampo. Esta biotoxina marina, que se produce durante unas proliferaciones de algas nocivas llamadas mareas rojas, consigue colarse en la cadena trófica cuando las algas son ingeridas por almejas, mejillones y otros mariscos de los que luego se alimentan cangrejos y pescados y que posteriormente son consumidos en grandes cantidades por los leones marinos, con la consiguiente exposición de estos a grandes cantidades de ácido domoico. Los humanos que ingieren esta toxina pueden desarrollar una «intoxicación amnésica por marisco» o «intoxicación por ácido domoico», cuyos síntomas son vómitos, náuseas, confusión y pérdida de memoria, al parecer los mismos que presentan los leones marinos expuestos a este ácido. Peter tuvo la oportunidad única de introducir a estos leones marinos en un escáner de IRM y descubrió que los animales intoxicados con ácido domoico presentaban un daño importante en el hipocampo.
Tras mi visita, Peter y yo acordamos colaborar en el que sería uno de los proyectos con generación de imágenes cerebrales más interesantes de mi carrera profesional. Ayudé a Peter a crear nuevos test de memoria para los leones marinos. Como parte de uno de ellos, los animales tenían que recordar la ubicación de peces que Peter había colocado en escondites específicos. Otro test les exigía recordar lo que habían hecho recientemente para poder recoger con eficacia los peces dispuestos en distintos cubos. Los leones marinos intoxicados con ácido domoico obtenían unos resultados espantosos en estos test. Podíamos predecir su pésimo rendimiento con solo observar el grado de deterioro de su hipocampo. Nuestra investigación ayudó a explicar por qué estos pobres animales estaban quedando varados en la costa. Sin un hipocampo operativo, se desorientaban. Perdidos e incapaces de recordar los lugares donde podían alimentarse, acababan desnutridos y, en última instancia, varados en la orilla.17
Al ver los resultados de Peter, se me ocurrió que a menudo confiamos en la memoria episódica para orientarnos sin ni siquiera darnos cuenta. ¿Recuerda ese hotel en el que se hospedó? Ahora imagine despertarse y no tener contexto de qué día es o dónde está, imagine estar desorientado sin nada que lo ancle al tiempo y al espacio. Esa es la trágica realidad que experimentan millones de personas afectadas por el alzhéimer. El hipocampo es una de las primeras regiones del cerebro que devasta esta enfermedad, y probablemente esa sea la causa que explica por qué en las fases iniciales los pacientes suelen perderse y no se dan cuenta del paso del tiempo. Una amiga que cuida de su madre con alzhéimer me explicó lo doloroso que era ver su expresión de terror cuando perdió la noción que la anclaba a un lugar y un momento en el mundo. Imagino que tiene que ser aterrador, como mantenerse a flote en pleno océano.
LA MÁQUINA DEL TIEMPO
Aunque el hipocampo nos permite viajar mentalmente hasta un lugar y un tiempo pretéritos, quiero dejar claro que el cerebro no tiene un modo directo de percibir nuestra ubicación ni la hora exacta en un reloj. No es que nuestros recuerdos lleven una marca de tiempo ni unas coordenadas GPS grabadas que nos indiquen exactamente dónde y cuándo sucedió algo.18 En lugar de eso, el hipocampo parece llevar un registro del tiempo captando cambios en el mundo que nos rodea. A lo largo del día, nos desplazamos de un lugar a otro. Esos lugares, que pueden ir desde habitaciones pequeñas y cerradas hasta espacios al aire libre, tienen, cada uno de ellos, vistas, sonidos y olores característicos que nos transmiten una sensación de «dónde» estamos. Es más, nuestro entorno cambia constantemente.19 El día da paso a la noche, la saciedad al hambre y la exaltación puede derivar en agotamiento.
Todos estos factores externos, junto con las motivaciones, los pensamientos y los sentimientos que caracterizan nuestro mundo interior, se aúnan para conformar el contexto único que envuelve nuestra experiencia en todo momento. Cuando accedemos a un recuerdo episódico particular, también podemos revivir en cierta medida ese estado mental pasado que nos da la sensación de volvernos a encontrar en ese momento y lugar. Los cambios de contexto a lo largo del tiempo, a su vez, impulsan cambios en nuestros patrones de actividad cerebral que experimentamos como el paso del tiempo. Dos hechos que tuvieron lugar muy seguidos, como por ejemplo hacer el café y desayunar, tendrán más elementos contextuales en común que eventos que ocurrieron más distanciados entre sí, como desayunar y preparar la cena.
El contexto es un elemento tan integral de los recuerdos episódicos que puede tener efectos determinantes en lo que somos capaces de recordar. Encontrarnos en un lugar concreto, como cuando a mí me envuelven las imágenes, los olores y los sonidos de los hogares de mis abuelos en la India, puede evocar recuerdos que de lo contrario se nos escapan. Los olores y los sabores son otra pista fantástica. Así se retrataba de manera muy efectiva al final de la película de Pixar Ratatouille, cuando una cucharada de un sencillo estofado francés transporta a un crítico gastronómico cascarrabias a su infancia, cuando su madre preparaba un plato similar.
La música es otro potente detonante de recuerdos episódicos. Por eso una canción que no hemos oído desde los diecisiete años puede transportarnos al baile del instituto en el que dimos nuestro primer beso. Mi colega de la UC Davis Petr Janata ha llevado a cabo estudios que catalogan la música que escuchaban una serie de personas durante distintas épocas y ha descubierto que las canciones son excepcionalmente eficaces para provocar viajes mentales en el tiempo.20 También se ha averiguado que la música puede desenterrar recuerdos de hechos pasados en personas con alzhéimer.21 Tuve ocasión de comprobarlo de primera mano cuando mi abuelo paterno, un cineasta del sur de la India, sucumbió a la demencia. En las postrimerías de su vida, su memoria se había deteriorado y a veces le costaba reconocerme, pero seguía siendo capaz de cantar las canciones que había compuesto para sus películas, y aquellas canciones lo ayudaban a repescar recuerdos de aquella época de su vida que de otro modo le habrían resultado inaccesibles.
Nuestras emociones también aportan contexto, lo cual significa que nuestros sentimientos en el presente influyen en lo que somos capaces de recordar del pasado.22 Cuando nos enfadamos, nos resulta fácil refrescar recuerdos que nos dan más motivos para estar enojados y, en cambio, nos cuesta más acceder a los que nos sosegarían. Por ejemplo, nos puede resultar sencillo evocar recuerdos positivos relacionados con nuestra pareja cuando la relación fluye, pero más difícil si estamos discutiendo sobre a quién le toca sacar al perro o fregar los platos.
El papel central que el contexto ocupa en la memoria episódica arroja algo de luz sobre el porqué olvidamos y cómo podemos sobreponernos al olvido frente a la interferencia masiva. Tal como he mencionado en el capítulo 1, los desafíos memorísticos más comunes (y frustrantes) tienen que ver con las experiencias repetitivas, como intentar recordar dónde hemos dejado las llaves o si nos hemos tomado la medicación por la mañana. Piense en el problema de encontrar la cartera. ¿Dónde la dejó? ¿Sobre la mesita de centro? ¿Sobre la mesa del despacho? ¿O estará en el bolsillo de la chaqueta? En algún momento, su cartera ha estado en todos esos sitios, pero eso no es lo importante, lo que necesita recordar es el último lugar en el que la ha dejado. Si el hipocampo solo guardara recuerdos fotográficos de lo ocurrido, esta tarea sería prácticamente imposible, pues tendría un aluvión de recuerdos de «la cartera» que tamizar. En lugar de eso, la estrategia esencial que aplica el hipocampo es asimilar información acerca de las cosas que nos interesan, por ejemplo: la cartera y la mesita de centro, y relacionarla con información sobre el contexto, como el resto de las cosas que acontecen en segundo plano, como el programa que se está emitiendo por la televisión, el olor y el sabor del café al que le dio un sorbito justo después de dejar la cartera y la sensación de calor que le llevó a poner en marcha el aire acondicionado. Vivimos tropecientos eventos repetitivos, pero el contexto hace que cada uno de ellos sea único. Eso implica que podemos utilizar el contexto como cuerda de salvamento para hallar el camino de regreso a esas cosas que siempre parecemos extraviar.
Si va con prisas porque llega tarde al trabajo y busca frenéticamente algo, como la cartera, puede aplicar una estrategia basada en la memoria semántica consistente en buscarla en aquellos lugares donde suele dejarla. Pero también puede recurrir a la memoria episódica para desandar sus pasos e intentar visualizar mentalmente dónde estaba y qué estaba haciendo la última vez que recuerda llevarla encima. Si es capaz de viajar mentalmente en el tiempo hasta el momento en el que la dejó en alguna parte, el hipocampo le ayudará a rescatar información adicional de esos momentos. Cuanto más se acerque a ese contexto, más fácil le resultará encontrar la cartera.
De la misma manera que estar en un lugar, una situación o un estado mental concretos facilita acceder a recuerdos de otros eventos que acontecieron en contextos similares, estar en el contexto equivocado puede dificultar dar con el recuerdo pertinente.23 Imagine que va a una fiesta y, tras un par de copas de vino, se enzarza en una conversación animada con una desconocida. Al día siguiente tropieza con ella en el supermercado, pero no consigue ubicarla ni recuerda cómo se conocieron. El problema es que el hipocampo no se limitó a guardar el rostro de esa persona en su memoria, sino que lo conectó con el contexto: el mobiliario moderno de los años cincuenta del siglo XX, su ligero aturdimiento a partir de esa segunda copa de merlot y el ruido ambiental de la música de baile y las conversaciones de los invitados. En ausencia de estas pistas sobre el contexto, puede resultarle difícil recordar la conversación que mantuvo con alguien mientras ambos hacían cola para el cuarto de baño.
Cuanto más atrás intentamos retrotraernos en el tiempo, más le cuesta al cerebro recuperar ese contexto pasado y, en algunos casos, no es posible hacerlo. Pese a las afirmaciones anecdóticas en sentido contrario, la investigación científica ha establecido que los adultos no tienen recuerdos episódicos fiables de antes de los dos años.24 Este fenómeno, conocido como amnesia infantil, es un enigma para la ciencia porque los niños muy pequeños aprenden muy rápido y parecen capaces de formar recuerdos episódicos, pero, por algún motivo, no somos capaces de acceder a esas experiencias cuando avanzamos hacia la edad adulta. Una posibilidad, basada en investigaciones acometidas por mi colega de UC Davis Simona Ghetti, es que el hipocampo siga desarrollándose durante los primeros años de vida, de manera que a los niños pequeños les falte la capacidad de relacionar sus vivencias con contextos espaciales y temporales específicos.25 Yo sospecho que la amnesia infantil ocurre también porque las conexiones entre las neuronas de todo el neocórtex experimentan una reorganización masiva durante los primeros años de desarrollo.26 Para un adulto, sería casi imposible viajar en el tiempo hasta la infancia porque nuestros cerebros tendrían que desarticular años de cambios en las conexiones para llevarnos al estado mental en el que nos encontrábamos de bebés.
¿QUÉ HABÍA VENIDO A BUSCAR?
Probablemente haya vivido la experiencia de entrar en una habitación y no recordar a qué ha ido. Eso no significa que tenga problemas de memoria; de hecho, se trata de una consecuencia normal de lo que los investigadores de la memoria denominan «límites de eventos». Cuando está en su casa, tiene una idea de dónde se encuentra, una sensación. Al salir por la puerta, esa sensación cambia radicalmente, aunque solo haya recorrido una corta distancia. De manera natural, modulamos nuestro sentido del contexto cuando experimentamos un cambio en nuestra percepción del mundo que nos rodea, y esos puntos delimitan la frontera entre un evento y otro.27
El cambio de contexto que tiene lugar con un límite de evento tiene implicaciones significativas para la memoria episódica.28 De la misma manera que las paredes son límites físicos que dividen una casa en estancias separadas, los límites de eventos organizan la cronología de nuestras experiencias pasadas en paquetes fáciles de gestionar. A los humanos se nos da mejor recordar información que ha ocurrido cerca del límite de un evento que información de lo que sucedió en medio de dicho evento. Estudios recientes realizados por diversos laboratorios sugieren que esto sucede porque el hipocampo espera a almacenar un recuerdo hasta después de traspasar su frontera; es decir, que codificamos el recuerdo una vez que hemos entendido plenamente el evento.29
Dado que nuestra sensación de contexto cambia súbitamente en los límites de los eventos, a veces puede resultarnos difícil recordar cosas que han sucedido hace apenas unos momentos. Al menos una vez a la semana entro en la cocina y me rasco la cabeza mientras me pregunto: «¿Qué había venido a buscar?». E inevitablemente, la frustración me lleva a coger algo de comida basura de la nevera, zampármelo y regresar a mi escritorio, donde, en cuanto me vuelvo a sentar, recuerdo que había ido a la cocina a buscar mis gafas. Los límites de eventos son los culpables de que haya consumido muchas calorías vacías.
Topamos con límites de eventos todo el tiempo, y no siempre guardan relación con un cambio de ubicación. Cualquier cosa que altere la sensación del contexto actual, como un cambio de tema de conversación o en nuestros objetivos inmediatos o el encuentro de alguna sorpresa, puede llevarnos a demarcar un límite de evento. Probablemente lo haya experimentado si alguna vez, mientras estaba explicando una anécdota, alguien le ha interrumpido la cadena de pensamiento para, por ejemplo, señalarle que lleva los cordones de los zapatos desatados, y después se ha quedado en blanco, sin saber qué iba a decir. Puede ser muy frustrante (incluso alarmante a medida que nos aproximamos o superamos la mediana edad)30 tener que preguntar: «¿Qué estaba diciendo?». Pero no se inquiete, es una consecuencia normal de cómo utiliza el cerebro el contexto para organizar los recuerdos episódicos.
Además de fastidiarnos con estas distracciones, los límites de eventos también pueden afectar a nuestra percepción del paso del tiempo. En 2020, millones de personas de todo el mundo soportaron meses de confinamiento durante la primera ola de la pandemia del coronavirus. La monotonía de pasar todo el día, cada día, en el mismo espacio, privados de las actividades que normalmente estructuran nuestras vidas cotidianas, como los horarios escolares y el horario laboral, hicieron que muchos dejáramos de sentirnos anclados al tiempo y al espacio. Para indagar en esa combadura del tiempo que la gente estaba viviendo, hice una encuesta entre mis 120 alumnos de la asignatura (online) de Memoria Humana para saber cómo estaban experimentando el paso del tiempo. Tras pasarnos casi todo un semestre encerrados en la misma habitación, mirando el monitor de un ordenador, viendo programas en la tele al tuntún o asistiendo a clases y conferencias en línea, la inmensa mayoría (el 95 por ciento) aseguraba que los días parecían pasar muy despacio. Sin embargo, al no tener recuerdos singulares de lo que estaba sucediendo durante esos días, la mayoría de mis alumnos (el 80 por ciento) paradójicamente tenía la sensación de que las semanas se pasaban volando.
Al contar con pocos límites de eventos que proporcionaran una estructura significativa a sus vidas, mis estudiantes, junto con millones de personas de todo el mundo, tenían la sensación de estar viviendo en la dimensión desconocida, flotando sin rumbo fijo en el tiempo y el espacio.
CÓMO APROVECHAR AL MÁXIMO LOS VIAJES MENTALES EN EL TIEMPO
La nostalgia, esa mezcla agridulce de felicidad y tristeza que permea tantos de nuestros recuerdos más preciados, es una de las maneras más potentes que la memoria episódica tiene de influir en nuestra vida cotidiana. Normalmente, a las personas nos resulta más fácil recordar experiencias positivas que negativas, y ese sesgo de positividad aumenta a medida que nos hacemos mayores,31 lo cual podría explicar la inclinación de los ancianos a la nostalgia.
Abundantes estudios de investigación sugieren que revivir experiencias felices puede mejorar nuestro humor y la seguridad en nosotros mismos y, en consecuencia, nuestro optimismo con respecto al futuro. Ese momento evocativo de Ratatouille al que me he referido al principio de este capítulo caló tan hondo entre los espectadores porque todos nos metimos en el papel del crítico gruñón. Esta escena nos recuerda la facilidad con que una sencilla pista contextual puede transportarnos a una época más feliz y, quizá, incluso cambiar nuestra perspectiva y el modo como nos vemos a nosotros mismos y como concebimos el lugar que ocupamos en el mundo.
Cuando volvemos la vista atrás, tendemos a poner el foco en una época concreta de nuestras vidas, entre los diez y los treinta años. El predominio de recuerdos de esta etapa recibe el nombre de «golpe de reminiscencia», y no solo resulta aparente cuando pedimos a las personas que rememoren eventos de sus vidas, sino que también se da, de manera indirecta, cuando las personas recitan listas de sus películas, canciones y libros favoritos.32 Hay algo en escuchar una canción o ver una película de aquellos años de formación que nos confiere una sensación de cometido en la vida y nos conecta con una idea idealizada de quienes somos.
Ahora bien, aunque la nostalgia puede hacernos felices, también puede tener el efecto contrario, en función de los recuerdos que decidamos desempolvar y del significado que extraigamos de ellos. El término «nostalgia» lo acuñó un médico suizo a finales del siglo XVII para describir un peculiar trastorno de ansiedad que observaba en los mercenarios que vivían lejos de su hogar.33 Para esos hombres, recordar los buenos tiempos en un lugar familiar solo agudizaba su infelicidad presente. En fechas más recientes, equipos de investigación revelaron que, si las personas se sienten solas en su vida cotidiana, dejarse arrastrar por la nostalgia las hace sentirse aún más aisladas y desamparadas.34 Dicho de otro modo, el peaje de la nostalgia es que puede hacernos sentir desconectados de nuestras vidas presentes al sucumbir a la sensación de que «cualquier tiempo pasado fue mejor».
La cavilación, meditar en bucle sobre eventos negativos, dándoles vueltas y más vueltas sin llegar a ninguna conclusión, es el dopplegänger de la nostalgia y un claro ejemplo de cómo no debe usarse la memoria episódica. Las personas en quienes se ha identificado una hipertimesia o memoria autobiográfica muy superior (HSAM, por sus siglas en inglés), porque son capaces de refrescar recuerdos detallados de vivencias aparentemente triviales del pasado lejano, tienden a cavilar demasiado.35 En palabras de una de esas personas: «Le doy una y mil vueltas a las cosas y, cuando ocurre algo doloroso, como una ruptura de pareja o la pérdida de un familiar, no consigo olvidar esos sentimientos».36
Para aprovechar la capacidad de viajar mentalmente en el tiempo resulta útil pensar en por qué el cerebro humano desarrolló esa capacidad en un principio: para aprender de experiencias singulares. Cuando viajamos a contextos pasados, podemos acceder a vivencias que reorientan nuestra visión del presente. Recordar eventos negativos puede refrescarnos lecciones que aprendimos en el pasado para poder adoptar decisiones mejores en el presente.37 Revivir eventos positivos puede ayudarnos a ser mejores personas, potenciando nuestro altruismo y compasión. En un estudio, las personas que recordaban vívidamente un evento en el que habían ayudado a alguien se mostraban más compasivas con el sufrimiento ajeno y manifestaban una mayor predisposición a ayudar a las personas necesitadas.38 Evocar momentos anteriores de compasión, sabiduría, perseverancia y valentía nos permite usar nuestra conexión con el pasado para ampliar nuestra sensación de lo que podemos hacer y de quienes podemos ser.