I

¿Dónde está mi mente?

Por qué recordamos algunas cosas y olvidamos otras

Quizá el motivo por el que tengo tan mala memoria es que siempre hago al menos dos cosas a la vez. Es más fácil olvidar algo que has hecho a medias o en una cuarta parte.

ANDY WARHOL

A lo largo de la vida recibimos mucha más información de la que ningún organismo es capaz de almacenar. Se calcula que el estadounidense medio está expuesto a 34 gigabytes (o su equivalente: 11,8 horas) de información al día.1 Dada la avalancha casi permanente de imágenes, palabras y sonidos que nos llegan a través de los smartphones, internet, los libros, la radio, la televisión, el correo electrónico y las redes sociales, por no mencionar las incontables experiencias que tenemos en el mundo físico, es natural que no nos acordemos de todo. Es más, lo sorprendente es que seamos capaces de recordar algo. Olvidar es humano. Pero olvidar es también uno de los aspectos más desconcertantes y frustrantes de la experiencia humana.

De ahí que nos preguntemos: «¿Por qué recordamos algunas cosas y olvidamos otras?».

No hace mucho, Nicole y yo celebramos el trigésimo aniversario del año en que nos conocimos. Para la ocasión, sacamos las viejas cintas de vídeo familiares que llevaban años acumulando polvo y las llevamos a digitalizar. A mí me fascinó, en particular, el metraje de las fiestas de cumpleaños de nuestra hija Mira. Al visionar los vídeos de cómo iba creciendo Mira, pensé que desencadenarían un torrente de recuerdos en mí. Pero, en lugar de eso, descubrí que casi todo me parecía nuevo. Yo era quien los había grabado y, sin embargo, no recordaba aquellas fiestas como eventos sueltos... salvo una de ellas.

Mientras Mira era pequeña, celebramos su cumpleaños en sitios como el zoológico de Sacramento, el Museo de la Ciencia local, un gimnasio o un rocódromo infantil a cubierto. Lugares así nos permitían tener a los niños entretenidos y controlados durante el par de horas que reservábamos, con una provisión constante de comida, refrescos azucarados y actividades. Yo participaba en las celebraciones de aquellas fiestas, pero, en gran medida, me dedicaba a documentar aquellos valiosos momentos para poderlos revivir con Nicole más adelante.

Para el octavo cumpleaños de Mira decidí probar algo distinto. Cuando era niño, mi hermano, Ravi, y yo celebrábamos los cumpleaños en casa. Nos divertíamos muchísimo y mis padres no necesitaban hacer grandes dispendios. Así que aquel año me dejé llevar por mi espíritu punk de montar la fiesta de Mira yo mismo y organicé el jolgorio en nuestra casa. Cualquiera que haya celebrado una fiesta de cumpleaños infantil en casa sabe que el objetivo número uno es mantener a los niños ocupados. A Mira siempre le había gustado el arte y, en una tienda de una población cercana, encontré unos gatitos de cerámica prefabricados que los niños podían pintar con esmalte y luego llevarse a casa. Entre la actividad de artesanía y la piñata de Bob Esponja que había colgado en el jardín, pensé que lo tenía solucionado.

No podía estar más equivocado. A los quince minutos de empezar la actividad, todos los gatos estaban pintados. Quedaban horas por delante hasta el momento de la tarta, los niños empezaban a inquietarse y yo a entrar en pánico. Saqué a los críos al jardín, donde formaron una fila para golpear una piñata que se negaba a estallar. Al final, yo mismo tomé cartas en el asunto, saqué un palo de golf del garaje y le hice un agujero. Salieron volando golosinas en todas direcciones y los niños se abalanzaron sobre el Bob Esponja de papel maché como salidos de una escena de The Walking Dead. Vi a una cría avanzar como una gimnasta olímpica desde el otro lado del patio para hacerse con una minichocolatina Snickers que había divisado en el suelo.

Seguía siendo demasiado pronto para sacer la tarta y se me ocurrió la brillante idea de hacerlos jugar al tira y afloja con una cuerda vieja que encontré en el garaje. El día anterior había llovido y los niños no paraban de resbalar en la hierba fangosa. Recuerdo mirar a mi alrededor en el patio: algunos jugaban al pillapilla con un subidón de azúcar, un par se quejaba de que la cuerda les había hecho rozaduras en las manos y dos más hacían turnos para golpear lo que quedaba de Bob Esponja con el palo de golf hasta darle muerte. También recuerdo preguntarme cómo era posible que una fiesta de cumpleaños de una niña de ocho años hubiera derivado tan rápidamente de un taller de cerámica en El señor de las moscas. No fue mi mejor momento, pero lo recuerdo todo hasta el mínimo detalle.

No todas nuestras experiencias tienen la misma relevancia. Algunas pasan sin pena ni gloria y otras son momentos que esperamos atesorar para siempre. Por desgracia, incluso los más impagables pueden resbalársenos a veces entre los dedos. En aquel entonces habría jurado que recordaría a la perfección todos los cumpleaños de Mira. Pero, entonces, ¿por qué destaca este y los otros vídeos de sus aniversarios se me antojan poco menos que reposiciones de un viejo programa de televisión?

¿Cómo puede una vivencia que en su momento nos parece tan memorable quedar reducida a poco más que un vago recuerdo de lo que transpiró?

Aunque tendemos a creer que podemos y deberíamos recordar todo lo que queremos, la realidad es que estamos diseñados para olvidar, y esa es una de las lecciones más importantes que debemos aprender de la ciencia de la memoria. Como analizaremos en este capítulo, mientras seamos conscientes de cómo recordamos y por qué olvidamos, nos aseguraremos de crear recuerdos de los momentos más importantes que vivimos, y de conservarlos.

ESTABLECER LAS CONEXIONES CORRECTAS

El estudio científico de la memoria tal como lo conocemos en el presente lo alumbró, a finales del siglo XIX, un psicólogo alemán pionero, Hermann Ebbinghaus.2 Ebbinghaus, un investigador cauteloso y metódico, concluyó que, para entender la memoria, primero debemos ser capaces de cuantificarla de manera objetiva. En lugar de hacerle a la gente preguntas subjetivas acerca de eventos como las fiestas de cumpleaños de sus hijos, Ebbinghaus concibió un nuevo enfoque para cuantificar el aprendizaje y el olvido. Y, a diferencia de los psicólogos modernos, que tuvieron el lujo de contar con estudiantes universitarios dispuestos a participar como voluntarios en sus estudios, el pobre Ebbinghaus trabajó solo. Como un científico loco en una novela de terror gótica, se sometió a sí mismo a experimentos tediosos como parte de los cuales memorizó miles de palabras de tres letras sin sentido llamadas «trigramas», cada una de ellas consistente en una vocal entre dos consonantes. Lo que pretendía era medir la memoria contando el número de trigramas —por ejemplo, DAX, REN, VAB— que era capaz de aprender y retener.

Conviene hacer una pausa para apreciar el minucioso trabajo que requerían los estudios de Ebbinghaus. En su tratado de 1885 On Memory: A Contribution to Experimental Psychology, escribe que solo era capaz de memorizar sesenta y cuatro trigramas en cada sesión de cuarenta y cinco minutos porque «hacia el final, a menudo se notaba extenuado y con dolor de cabeza, entre otros síntomas».3 Al final, sus titánicos esfuerzos dieron fruto, ya que sus experimentos revelaron algunos de los aspectos fundamentales de cómo aprendemos y olvidamos los humanos. Uno de sus logros más destacados fue diseñar una «curva del olvido» que le permitió representar gráficamente, por primera vez, lo rápido que olvidamos la información. Ebbinghaus descubrió que apenas veinte minutos después de memorizar una lista de trigramas había olvidado casi la mitad de ellos y un día después solo recordaba un tercio de lo aprendido originalmente. Y si bien es cierto que los hallazgos de Ebbinghaus presentaban ciertas limitaciones,4 su conclusión se sostiene: gran parte de lo que experimentamos en este momento se perderá en menos de un día. ¿Por qué?

Para responder a esta pregunta, empecemos por desgranar cómo se forma un recuerdo. Cada zona del neocórtex humano, la masa de tejido gris con multitud de pliegues que recubre el cerebro, consta de poblaciones inmensas de neuronas, ochenta y seis mil millones, de acuerdo con una estimación.5 Para poner dicho número en perspectiva, basta pensar que multiplica por diez el número de seres humanos en el planeta. Las neuronas son la unidad de trabajo más básica del cerebro. Estas células especializadas son responsables de transmitir mensajes a las distintas zonas del cerebro acerca de la información sensorial que percibimos en el mundo. Todo lo que sentimos y notamos, todo lo que vemos, oímos, tocamos y saboreamos, todas nuestras respiraciones y todos nuestros movimientos ocurren gracias a la comunicación entre las neuronas. Si tiene la sensación de estarse enamorando, si está enfadado o nota que empieza a tener hambre, se debe a la comunicación entre sus neuronas. Las neuronas también actúan en segundo plano para gestionar funciones importantes de las que ni siquiera somos conscientes, como mantener el bombeo de nuestros corazones. E incluso están operativas cuando dormimos, poblándonos la cabeza de sueños descabellados.

La neurociencia todavía no ha determinado con exactitud cómo funcionan estas neuronas en combinación, pero los conocimientos que tenemos hasta el momento sí nos permiten construir modelos informáticos que reproducen algunos de los principios básicos que rigen la función cerebral. En esencia, las neuronas funcionan como una democracia. De la misma manera que una persona solo cuenta con un voto para influir en el resultado de unos comicios, una neurona desempeña solo un pequeño papel en cualquier computación neuronal. En una democracia formamos alianzas políticas para poder desplegar nuestros programas, y las neuronas forman alianzas similares para propiciar el funcionamiento del cerebro. El neurocientífico canadiense Donald Hebb, cuyo trabajo ha influido en nuestra comprensión de la función que desempeñan las neuronas en el aprendizaje, denominó estas alianzas «asambleas neuronales».

En la neurociencia, como en la política, todo depende de tener los contactos adecuados.

Para entender mejor el funcionamiento de las neuronas, pensemos en qué ocurre cuando un recién nacido entra en contacto con el habla humana. Antes de aprender un idioma, los bebés escuchan sonidos diferentes, pero no saben cómo procesarlos para extraer su significado lingüístico. Por suerte, desde el momento en que nacemos, nuestros cerebros se ponen a trabajar para desentrañar el sentido de lo que oímos, intentando descomponer el flujo continuo de ondas sonoras en sílabas separadas. Lo que acabe percibiendo el bebé dependerá de una elección que tiene lugar en regiones cerebrales que procesan los sonidos del habla. Quizá el bebé oiga un sonido, pero, si hay ruido ambiente, no tenga claro si se ha dicho «baño» o «paño». En algún lugar de los centros del habla del cerebro, una gran coalición de neuronas vota por el sonido «baño», una más reducida vota por «paño» y una minoría aún más pequeña vota por otros candidatos. En menos de medio segundo se hace el recuento de votos y, tras este, el bebé entiende que es la hora de su baño.

Y entonces es cuando se produce el aprendizaje: en la estela de las elecciones, la coalición ganadora trabaja por reforzar su base. Hay que meter en el redil a las neuronas que dieron su apoyo al sonido ganador con reticencias, y las que no lo hicieron deben ser purgadas. Las conexiones entre las neuronas que votaron por «baño» se refuerzan y las conexiones con las neuronas que votaron por el sonido erróneo se debilitan. Ahora bien, en otras ocasiones, el bebé puede oír a alguien pronunciar en voz alta la palabra «paño». Y entonces las conexiones entre las neuronas que votaron por «paño» se reforzarán y esas neuronas se desconectarán cada vez más de las que votaron por la palabra incorrecta. Mediante estos reajustes posteriores a las elecciones, los partidos se van polarizando; las neuronas reforzarán su afiliación con las asambleas a las que dieron su apoyo y se distanciarán cada vez más de las que les suscitaban una reacción tibia. De este modo, las elecciones devienen cada vez más eficaces, hasta el punto de que el resultado de una elección resulta aparente desde el principio de la votación.

Los cerebros de los niños, en particular, están en un cambio permanente, reorganizándose para optimizar su percepción del entorno. Durante los primeros años de vida, los bebés registran un progreso espectacular en el aprendizaje de la diferenciación de sílabas para que el torrente continuo de sonidos acabe convirtiéndose en un habla con sentido mediante la reorganización constante de conexiones entre las neuronas. No obstante, al tiempo que dichas neuronas se acomodan en coaliciones que disciernen entre los sonidos que el bebé escucha, se van volviendo menos sensibles a las diferencias entre sonidos inexistentes en ese idioma. Es como si las neuronas eligieran entre un reducido número de candidatos en base a unos cuantos aspectos fundamentales.

La capacidad del bebé de cambiar las conexiones en el neocórtex en respuesta a nuevas experiencias recibe el nombre de «plasticidad neuronal». La reducción de la plasticidad neuronal a medida que avanzamos hacia la edad adulta es de sobras conocida, pero la ciencia ha quedado un tanto distorsionada por artículos en prensa y programas de televisión que transmiten el mensaje desolador de que nuestra capacidad para la plasticidad desaparece a medida que nos hacemos mayores.6 A ello se suma que incontables empresas han aprovechado dicho mensaje para vender productos que supuestamente previenen este declive inevitable. Es cierto que, a partir de los doce años, las alianzas neuronales que se forman alrededor de los sonidos familiares se afianzan y, de ahí en adelante, nos resulta más difícil aprender nuevos tipos de sílabas con la misma rapidez. Por eso nos resulta más arduo empezar a aprender chino mandarín o hindi a los cuarenta años que si hubiéramos tenido contacto con esos idiomas de niños. Afortunadamente, los cerebros adultos siguen teniendo mucha plasticidad sin necesidad de pastillas, polvos o suplementos. Las conexiones cerebrales se reformulan de continuo con el objetivo de mejorar nuestra percepción, movimiento y pensamiento a medida que vamos acumulando experiencias. Es más, si trascendemos la percepción simple (lo que vemos, oímos, tocamos, saboreamos u olemos) y nos adentramos en funciones de orden superior (como el juicio, la evaluación y la resolución de problemas), el cerebro demuestra una plasticidad asombrosa, y las elecciones neuronales están muy disputadas.

De manera que, supongamos que ha pasado usted una semana en Delhi aprendiendo hindi y que querría pedir agua en un restaurante. Ha memorizado esa palabra hace una hora, pero no consigue recordarla. Por desgracia, hasta que domine un poco más el idioma, muchas palabras en hindi le sonarán parecidas. La asamblea neuronal para la palabra que está buscando (paani) todavía no está lo bastante afianzada y muchas neuronas tienen lealtades divididas y se muestran indecisas entre posibilidades en disputa. Es el mismo desafío que afrontamos cuando intentamos recordar experiencias más complejas, como la fiesta de cumpleaños de mi hija en el zoo de Sacramento, esta sí bien organizada. Para llegar a lo que queremos recordar, tenemos que hallar el camino que nos conduce a las coaliciones oportunas de neuronas, pero, en muchos casos, se da una intensa competencia entre la coalición que tiene el recuerdo que estamos buscando y las coaliciones que representan otros recuerdos que no precisamos en ese momento. A veces, la competencia no es tan feroz, pero si tenemos muchas coaliciones que representan recuerdos similares, las batallas pueden ser encarnizadas e incluso puede no haber un ganador claro. En el estudio de la memoria, esta competencia entre distintos recuerdos se denomina «interferencia» y es la culpable de muchos de nuestros olvidos cotidianos.7 La clave para rehuir la interferencia radica en formar recuerdos capaces de combatirla y, por suerte, tenemos la capacidad de hacerlo.

ATENCIÓN E INTENCIÓN

Imaginemos una situación cotidiana. Pongamos que regresa usted a casa del trabajo, que comprueba el correo electrónico en su teléfono móvil mientras introduce la llave en la cerradura y abre la puerta. Al entrar en casa, su exuberante perro de protectora recién adoptado y mal adiestrado le recibe saltándole encima y le deja lleno de babas. Oye música estridente procedente de la habitación de su hija y un fragmento de pop con sintetizadores de los ochenta espantosamente pegadizo se le clava en el cerebro. Cansado, entra en la cocina, donde un olor rancio le indica que anoche se le olvidó sacar la basura. Y luego una punzada de dolor le recuerda que tiene que ponerse hielo en el tobillo que se torció hace unas semanas.

Ahora, sin leer lo anterior, intente recordar dónde ha dejado las llaves. Si recuerda haberlas dejado en la cerradura, fantástico, pero si le cuesta recordarlo, sepa que no es el único. Probablemente se haya distraído con otras muchas cosas. Frente a la avalancha de información, nuestro recuerdo de un hecho se satura.8 Y lo que es aún peor, cuando intentamos recordar dónde hemos puesto las llaves, lo que hacemos es tamizar todos los recuerdos de todos los lugares en los que las hemos dejado previamente y la multiplicidad de circunstancias en que lo hicimos, ya fuera anoche, la semana pasada o el año pasado. Y eso son muchas interferencias. Además, a menudo las cosas que no recordamos dónde hemos dejado —las llaves, el teléfono, las gafas, la cartera e incluso el coche— son también las que más usamos. Frente a toda esa competencia, lo raro es que consigamos recordar siquiera que existen.

Imagine la memoria como un escritorio lleno de bolas de papel estrujado. Si hubiera garabateado la contraseña para acceder a su cuenta bancaria en línea en uno de esos papeles, necesitaría bastante esfuerzo y suerte para encontrarla. No difiere mucho de lo que sucede frente al desafío de recordar. Si acumulamos experiencias que, a grandes rasgos, son muy parecidas, como los trigramas sin sentido que Ebbinghaus se esforzaba por memorizar, cada vez resulta más difícil dar con el recuerdo exacto cuando lo necesitamos. En cambio, si ha escrito la contraseña en una nota adhesiva fucsia, destacará sobre el resto de las notas del escritorio y la localizará con relativa facilidad. La memoria funciona igual. Las experiencias más singulares resultan más fáciles de recordar porque sobresalen entre todo lo demás.

¿Cómo podemos entonces crearnos recuerdos que destaquen en nuestras abarrotadas mentes? La respuesta es: mediante la atención y la intención. La atención es el modo que tiene nuestro cerebro de priorizar lo que estamos viendo, oyendo y pensando. En cualquier momento podemos estar prestando atención a multitud de cosas que acontecen a nuestro alrededor. Demasiado a menudo, lo que pasa en nuestro entorno capta nuestra atención. En la situación imaginaria que he descrito antes, podría haberse concentrado brevemente en dónde dejaba las llaves antes de que su atención quedara atrapada por el peludo que le saltó encima al abrir la puerta. Ahora bien, prestar atención a lo más importante que quiere recordar (por ejemplo, dónde deja las llaves que necesitará de nuevo dentro de una hora, cuando se dé cuenta de que llega tarde a recoger a su mujer en el aeropuerto) no le ayudará necesariamente a crear un recuerdo nítido y singular que se imponga a todas las interferencias causadas por los demás elementos más peculiares que ha encontrado (el perro alegre, el desagradable olor a basura en la cocina o la música de Kajagoogoo que salía del dormitorio de su hija).

Y es ahí donde entra en juego la intención. Para crear un recuerdo que pueda ubicar más adelante, tiene que utilizar la intención para guiar a su atención a fijarse en algo específico. La próxima vez que deje un objeto que acostumbra a extraviar, como las llaves, dedique un momento a concentrarse en algo peculiar de ese momento y lugar concretos, como el color de la encimera o la pila de cartas sin abrir que hay junto a las llaves. Con un poco de intención consciente, podemos combatir la tendencia natural de nuestro cerebro a desconectarse de las cosas que hacemos de manera rutinaria y forjarnos recuerdos más singulares que tengan alguna oportunidad en la lucha contra el clamor de las interferencias.

LA CENTRAL EJECUTIVA

La mayor parte del tiempo, en nuestra vida cotidiana, somos bastante capaces de centrarnos en lo relevante. Debemos dar las gracias por ello a una región del cerebro situada justo detrás de la frente y llamada «corteza prefrontal» o «córtex prefrontal». La corteza prefrontal saldrá a relucir muchas veces en este libro porque tiene un papel protagonista en muchos de nuestros éxitos y fracasos memorísticos del día a día, y una de sus funciones principales es ayudarnos a aprender con intención.

La corteza prefrontal ocupa un tercio del territorio del cerebro humano y, sin embargo, durante gran parte de la historia de la neurociencia ha sido la gran incomprendida. En la década de 1960, los neurocirujanos la extraían de manera rutinaria para tratar la esquizofrenia, la depresión, la epilepsia y cualquier forma de conducta antisocial. Este brutal procedimiento, conocido como «lobotomía frontal», solía llevarse a cabo administrando anestesia local, introduciendo un instrumento quirúrgico parecido a un picahielo por detrás de los globos oculares del paciente y, básicamente, meneándolo para dañar una porción importante de la corteza prefrontal. El procedimiento llevaba unos diez minutos. Tras una lobotomía exitosa (muchas no lo eran y provocaban graves complicaciones y en ocasiones incluso la muerte), los pacientes salían caminando y hablando con normalidad y no parecían tener amnesia, pero sí se mostraban más tranquilos y obedientes, como si los hubieran «curado». De hecho, en lugar de tratarlos por sus posibles trastornos mentales, la lobotomía frontal dejaba a los pacientes en un estado zombi y los volvía apáticos, dóciles y desmotivados.

En torno a la misma época, un grupo reducido pero determinado de neurocientíficos que estaba estudiando la corteza prefrontal (parte de una región más amplia llamada lóbulos frontales) empezó a apreciar la importancia de esta región cerebral. Habían detectado que dañar la corteza prefrontal provocaba déficits en el pensamiento y el aprendizaje, si bien la función de esta parte del cerebro seguía siendo un misterio. Entre las décadas de 1960 y 1980 se publicaron artículos que recalcaban la naturaleza enigmática de esta región, con títulos como «The Riddle of Frontal Lobe Function in Man» («El enigma de la función del lóbulo frontal en el hombre»), «The Problem of the Frontal lobe» («El problema del lóbulo frontal») o «The Frontal Lobes: Uncharted Provinces of the Brain» («Los lóbulos frontales: territorio ignoto del cerebro»).9

La corteza prefrontal no suele recibir el crédito que merece con relación a la memoria humana. Si ha leído algún libro o artículo en prensa generalista sobre la memoria, probablemente ya conozca el «hipocampo». Esta región con forma de caballito de mar escondida en medio del cerebro se considera la zona clave que determina si recordaremos u olvidaremos algo. Y en efecto desempeña un papel esencial en la memoria, el cual describiré en el capítulo siguiente. Sin embargo, aunque la mayoría de los neurocientíficos consideren el hipocampo la reina del baile, yo le tengo un cariño especial a la corteza prefrontal porque fue mi puerta de entrada a la investigación de la memoria y porque cumple una función esencial para determinar qué se retiene y qué se pierde.

En el pasado, los libros de texto enseñaban que la corteza prefrontal y el hipocampo son dos tipos distintos de sistemas de memoria del cerebro. La corteza prefrontal se concebía como un sistema de memoria funcional, operativa o «memoria de trabajo», que almacenaba temporalmente la información en línea, como la RAM de nuestros ordenadores, mientras que el hipocampo se consideraba un sistema de «memoria a largo plazo» que nos permitía guardar recuerdos de manera más o menos permanente, como un disco duro.10 Algunos neurocientíficos entendían este sistema de memoria funcional como una especie de central clasificadora que alberga la información que asimilamos hasta que o bien la descartamos o bien la enviamos al hipocampo para que la empaquete y la guarde como un recuerdo a largo plazo. Como veremos en breve, se trataba de una concepción a todas luces simplista que no captaba el amplio alcance de la corteza prefrontal en todos los aspectos de la cognición.

A mediados de la década de 1990, los investigadores empezaron a utilizar técnicas de imágenes cerebrales para desvelar el papel que tenían distintas zonas cerebrales en la memoria funcional, entre ellas la corteza prefrontal. Una técnica de imágenes, la tomografía por emisión de positrones o PET (por sus siglas en inglés), identifica zonas del cerebro donde hay una gran circulación sanguínea inyectando a los sujetos del estudio agua con un marcador radiactivo mientras están tumbados en un escáner equipado con sensores que detectan las emisiones radiactivas. Los primeros estudios mostraban que el riego sanguíneo en el cerebro aumentaba alrededor de las zonas que trabajaban más y que necesitaban mucha glucosa para seguir funcionando. Los científicos pudieron usar esta información para mapear el cerebro escaneando a personas mientras realizaban distintas tareas que requerían capacidades concretas, como la percepción, el lenguaje y la memoria.

Debido a que es una técnica cara y, por lo general, conviene evitar inyectarles a las personas marcadores radiactivos, la PET no tardó en ser reemplazada por una técnica denominada imaginería de resonancia magnética funcional (IRMf), que permite a los investigadores medir las alteraciones en los campos magnéticos provocadas por el riego sanguíneo (gracias a la hemoglobina, la molécula con contenido en hierro que se vuelve sensible a los campos magnéticos cuando no transporta oxígeno).

En un estudio típico con IRMf, el sujeto se tumbaba en una camilla plana dentro de un tubo imantado que genera un campo magnético con una potencia de 1,5 o 3 teslas (entre treinta y sesenta veces la fuerza del campo magnético terrestre), con una especie de bobina con forma de casco que sirve para escanear el cerebro. Dicha bobina cuenta con un espejo colocado en ángulo para que la persona pueda levantar la vista y ver una pantalla de vídeo y, además, se le entrega un dispositivo con botones que debe pulsar para responder durante el experimento. Los participantes llevan tapones para los oídos, porque cuando se recopilan los datos de la IRMf, el escáner emite un pitido estridente y constante. Sé que suena espantosamente desagradable, pero a mí no me lo resulta; de hecho, me quedo dormido muy fácilmente dentro de la máquina.

Para estudiar la memoria funcional con IRMf, los investigadores pueden mostrarle al voluntario una serie de números en el escáner11 y este tiene que recordar el último número que aparece en pantalla. Cada vez que se muestra un nuevo número, el voluntario tiene que decidir si coincide o no con el último visualizado. El test requiere activar la memoria funcional porque el voluntario solo tiene que memorizar el último número que se muestra y luego descartarlo en favor del nuevo número en anticipación al número siguiente. En otras variantes del test, los investigadores solicitaron a los voluntarios que recordaran los dos últimos números, y así sucesivamente. Cuantos más números tenían que recordar, más actividad se detectaba en la corteza prefrontal. Ello parecía una prueba sólida de que la corteza prefrontal desempeñaba alguna función en la retención temporal de información.

Durante mis años de posgrado en la Northwestern University sentía fascinación por este estudio, pero no parecía cuadrar con lo que yo veía en la clínica del Evanston Hospital donde me estaba formando en neuropsicología. Muchos de los pacientes que llegaban lo hacían por derivación de sus médicos, que sospechaban que sufrían algún tipo de daño cerebral. Mi trabajo consistía en realizar una serie de test cognitivos para determinar un diagnóstico y un tratamiento. Algunos pacientes presentaban problemas con el lenguaje (afasia) o con el movimiento intencionado (apraxia) o para reconocer objetos o rostros (agnosia). Otros tenían trastornos de memoria (amnesia), como los que se dan en las primeras fases del alzhéimer, la epilepsia o afecciones que provocan una breve pérdida de oxigenación del cerebro. Estos síndromes eran fáciles de detectar. Cuestión aparte eran las personas con daños en la corteza prefrontal.12

A veces existía un trauma evidente, como en el caso del fiscal que había tenido un derrame cerebral, el del obrero de la construcción que se había golpeado en la cabeza con una viga o el del autobusero al que le habían practicado una cirugía para extirparle un tumor cerebral. En otros, un paciente podía padecer algo como esclerosis múltiple, una enfermedad que causa estragos en el sistema inmune, atacando la integridad de las conexiones neuronales de la corteza prefrontal, así como de otros puntos del cerebro. La queja más frecuente entre todos aquellos pacientes era que les costaba recordar. Sin embargo, cuando les realizaba las pruebas, no parecían sufrir déficits de memoria. Pasaba otra cosa. Eran capaces de retener con facilidad una secuencia de números y repetírmelos y no tenían problemas para aprobar un test que emulaba al juego electrónico Simon, consistente en observarme tocar una serie de bloques y luego tocarlos ellos en el mismo orden. Dicho de otro modo, aquellos pacientes eran capaces de retener información en la memoria funcional. En cambio, les costaba completar los test que les exigían concentrarse frente a distracciones. Por ejemplo, les indicábamos que retuvieran mentalmente una serie de números que aparecían en el centro de la pantalla e ignorasen las letras intermitentes que se mostraban en la parte izquierda del monitor. En estos casos, la aparición de las letras tendía a distraer a los pacientes, que se olvidaban de los números.

Los pacientes con disfunción frontal también obtenían resultados inconsistentes en los test relacionados con la memoria a largo plazo, como parte de los cuales les solicitábamos que memorizaran un largo listado de palabras como «canela» y «nuez moscada». Si nos limitábamos a pedirles que recordaran las palabras, sin darles pistas adicionales, solo lograban recordar unas cuantas. Pero, si les preguntábamos si una palabra en concreto figuraba en el listado, no tenían problemas en identificar si estaba o no en su lista de estudio. Estos pacientes formaban recuerdos para dichas palabras, pero no eran capaces de recuperarlos sin pistas muy específicas.13 Un motivo por el que les costaba tanto recuperar dichos recuerdos es que no aplicaban ninguna estrategia de memorización, sino que se centraban en lo que fuera que les llamaba la atención en el momento. En cambio, las personas sanas solían usar técnicas que les ayudaban a obtener buenos resultados tanto en los test de memoria como de reconocimiento (como, por ejemplo, centrarse en que muchas de las palabras que se usaban eran nombres de especias).

Tras realizar pruebas a muchos pacientes, averigüé que las personas sin una corteza prefrontal operativa obtenían resultados correctos cuando se les daban instrucciones claras y no había distracciones, pero no cuando tenían que utilizar de manera espontánea estrategias de memorización o completar una tarea mientras cosas irrelevantes competían por su atención. Estas observaciones me convencieron de que, aunque la corteza prefrontal no «crea» memoria, un daño en ella sí que afecta a la memoria de las personas en el mundo real.

Tras completar mi formación clínica en 1999, pasé a realizar investigación a jornada completa con el doctor Mark D’Esposito en la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania. Mark estaba forzando las costuras para desarrollar técnicas de IRMf mejores y más novedosas que permitieran estudiar la memoria. No obstante, a diferencia de la mayoría de los neurocientíficos cognitivos, repartía su tiempo entre el laboratorio y la clínica, donde atendía como neurólogo conductual. Mark era plenamente consciente de la desconexión entre lo que decían muchos neurocientíficos acerca de la corteza prefrontal y los problemas que él veía en pacientes con lesiones en esta región. Uno de ellos, un camionero llamado Jim, era incapaz de trabajar e incluso de vivir de manera autónoma tras haber sufrido un derrame cerebral que le había provocado un importante daño frontal. La esposa de Jim explicaba que tenía problemas de memoria. Se le olvidaban escenas enteras justo después de ver una película y acababa viéndola de nuevo dos o tres veces de principio a fin. O se le olvidaba cepillarse los dientes o afeitarse, mientras que antes de sufrir la lesión era muy quisquilloso con la higiene. Sin embargo, los problemas de memoria parecían camuflar algo más. Jim no había olvidado cómo llevar a cabo dichas acciones (era perfectamente capaz de cepillarse los dientes), pero, por sí solo, sencillamente le faltaba la iniciativa para hacerlo, o se distraía y hacía otra cosa. Jim no era distinto de otras personas a quienes yo había realizado pruebas en el Evanston Hospital que no utilizaban ninguna estrategia para memorizar palabras.

Varios de quienes trabajábamos en el laboratorio de Mark llevábamos tiempo realizando estudios con IRMf de la memoria funcional, y los resultados que obteníamos respaldaban de manera consistente la idea de que las zonas situadas en la parte posterior del cerebro contenían asambleas neuronales que parecían almacenar recuerdos de tipos concretos de información. Una zona podía activarse cuando se le pedía a alguien que retuviera una imagen mental del rostro de una persona y otra cuando se le solicitaba que memorizase una fotografía de una casa. La actividad en la corteza prefrontal no era especialmente sensible a la información que alguien retenía, ni siquiera a si se tenía que ejercitar la memoria funcional.14 En cambio, la actividad en la corteza prefrontal era intensa cuando la persona tenía que usar la intención para concentrarse en una tarea o en una información concreta, resistirse a las distracciones o desplegar alguna estrategia mnemotécnica.15

Los estudios de la corteza prefrontal que estábamos llevando a cabo salvaban la distancia entre lo que se debatía en las publicaciones científicas y lo que veíamos en la clínica. La visión de manual, según la cual el cerebro se compone de sistemas de memoria especializados, cada uno de los cuales se encarga de una tarea distinta, parecía no tener en cuenta el panorama general. La corteza prefrontal no está especializada exclusivamente en un tipo de memoria. En lugar de ello, los estudios con IRMf y las observaciones de pacientes apuntalaban una teoría distinta, según la cual la corteza prefrontal es la directora de orquesta del cerebro, lo que se ha dado en llamar la «central ejecutiva».16

La manera más fácil de entender esta teoría es concebir el cerebro como una gran empresa. Toda gran empresa cuenta con una serie de departamentos especializados: ingeniería, contabilidad, marketing, ventas, etc. El trabajo del director general no es ser un especialista, sino dirigir la empresa coordinando las actividades de todos esos departamentos para que todo el mundo avance en pos de un objetivo común. De la misma manera, diversas regiones del cerebro humano tienen funciones relativamente especializadas y el papel de la corteza prefrontal es servir como área ejecutiva central y coordinar la actividad entre estas redes con una meta común.

Después de una lobotomía frontal o de sufrir daños en la zona frontal a causa de un derrame cerebral, las redes especializadas del cerebro siguen estando presentes, pero dejan de colaborar al servicio de un objetivo interno. Las personas con lesiones en la corteza prefrontal pueden parecer perfectamente normales si se les pide que ejecuten una tarea memorística específica con instrucciones claras y en un entorno sin distracciones. Pero, sin la corteza prefrontal, son incapaces de usar la intención para aprender por sí mismas ni de aplicar de manera eficaz lo que recuerdan para desenvolverse en el mundo real. Pueden ir al supermercado a comprar leche y distraerse mirando una estantería de bolsas de patatas fritas. O pueden saber que tienen una cita con el médico en breve, pero no ser capaces de aplicar ninguna estrategia (como programar un recordatorio en sus teléfonos) para asegurarse de que no se les olvide.

CUIDADO Y NUTRICIÓN DE LA CORTEZA PREFRONTAL

Siento fascinación por la corteza prefrontal en parte porque las pugnas con la memoria de los pacientes con lesiones frontales guardan una relación directa con los tipos de problemas de memoria que muchos de nosotros encontramos en el día a día. Incluso en ausencia de una lesión física, muchos factores pueden afectar al funcionamiento de la corteza prefrontal, que puede provocar serios problemas de memoria.17 Por ejemplo, muchos pacientes a quienes realicé test en la clínica de psicología de Evanston llegaban derivados para que los evaluáramos por un posible alzhéimer, pero, al examinarlos, el diagnóstico era de depresión clínica. En las personas de edad avanzada, la depresión puede parecerse mucho a la fase inicial del alzhéimer, como le sucedía a un maestro recién jubilado a quien examiné. Aquel hombre se había enorgullecido siempre de su agudeza mental y había empezado a notar que le costaba concentrarse y se había vuelto olvidadizo. Las imágenes obtenidas por resonancia magnética no revelaron ninguna lesión cerebral evidente, si bien su cognición no era mucho mejor que la de alguien con daño en la corteza prefrontal. Ni a él ni a su médico se les había ocurrido que estos problemas cognitivos pudieran estar relacionados con el hecho de que acababa de divorciarse y era la primera vez en décadas que vivía solo.

La corteza prefrontal es una de las zonas del cerebro que madura más tarde, y sigue perfeccionando sus conexiones con el resto del cerebro durante toda la adolescencia. Ello explica que, aunque los niños sean capaces de aprender muy rápido, no se les dé especialmente bien centrarse en lo relevante, porque se distraen con mucha facilidad. Así ocurre, en especial, en los niños con TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad), que tienen dificultades en la escuela no debido a una falta de comprensión, sino a su incapacidad para prestar atención en clase. En estos casos, desarrollar hábitos de estudio eficaces y aplicar estrategias puede ayudarles a aprobar exámenes. Existen pruebas considerables que sugieren que el TDAH está relacionado con una actividad atípica en la corteza prefrontal.18

La corteza prefrontal es, además, una de las primeras zonas en deteriorarse al envejecer, motivo por el cual nos volvemos más olvidadizos de mayores.19 Por suerte, en el caso de la mayoría de los ancianos, el problema no radica en la capacidad de formar recuerdos, sino en que los cambios que experimentamos en nuestra capacidad para concentrarnos comportan cambios en cómo recordamos lo acontecido. Por ejemplo, tal vez le haya ocurrido que no logra recordar el nombre de alguien a quien conoció en la boda de un primo y en cambio sí recuerda muchos otros datos aleatorios de su encuentro, como que la persona tenía pecas, que llevaba una corbata de color amarillo limón o que no paraba de hablar de un viaje a Nashville que había hecho recientemente.

Esta tendencia a recordar lo banal a costa de lo importante se acentúa con la edad.20 Numerosos estudios han demostrado que a las personas mayores se les da peor que a los jóvenes recordar cosas cuando se les pide que presten atención y no hagan caso de las distracciones, y, en cambio, se les da igual de bien, y en ocasiones mejor, recordar la información distrayente. Envejecer no implica que no podamos seguir aprendiendo, pero nos cuesta más concentrarnos en los datos que queremos asimilar y a menudo acabamos aprendiendo datos irrelevantes.

Al margen de la edad, muchos factores pueden llevarnos a pensar que tenemos la corteza prefrontal frita. En el mundo moderno, la principal culpable suele ser la multitarea.21 Nuestras conversaciones, actividades y reuniones se ven constantemente interrumpidas por mensajes de texto y llamadas telefónicas, y a menudo agravamos el problema dividiendo nuestra atención entre múltiples objetivos.22 Ni siquiera los neurocientíficos son inmunes a la multitarea; en la actualidad, en casi todas las ponencias académicas, uno encuentra a científicos entre el público, yo incluido, con el ordenador portátil encima para poder alternar entre escuchar la conferencia y responder al correo electrónico. Mucha gente incluso se enorgullece de su capacidad para atender varias cosas a la vez, pero hacerlo casi siempre tiene un precio.23 La corteza prefrontal nos ayuda a centrarnos en lo que necesitamos hacer para alcanzar nuestros objetivos, pero esa capacidad maravillosa se empantana si saltamos continuamente de un objetivo a otro. En este sentido, Melina Uncapher del UC San Francisco y sus colegas han demostrado que la llamada media multitasking o «multitarea digital» —alternar constantemente entre medios digitales, como mensajes de texto y correos electrónicos— deteriora la memoria. Es más, en las personas muy dadas a la multitarea digital, se ha detectado un adelgazamiento de determinadas partes de la corteza prefrontal. Hacen falta más estudios para entender si la disfunción frontal es una causa o una consecuencia de la multitarea, pero, sea como fuere, el mensaje es el mismo. Como le gusta decir a mi amigo y compañero ocasional en algún grupo de música, el profesor del MIT Earl Miller, uno de los expertos en la corteza prefrontal más destacados del mundo, «La multitarea no existe; lo que acabas haciendo es alternar entre hacer varias tareas a la vez, y las haces todas mal».24

Varias enfermedades pueden afectar asimismo a la función prefrontal. La hipertensión y la diabetes, por ejemplo, pueden provocar daños en la materia blanca del cerebro (los cables de fibra que permiten a las distintas zonas cerebrales comunicarse entre sí).25 Mis colegas y yo hemos descubierto que el daño en la materia blanca relacionado con el envejecimiento parece aislar la corteza prefrontal del resto del cerebro (imagine que encierran al CEO solo en una sala sin teléfono ni acceso a internet). Las infecciones también podrían tener efectos similares a través de los procesos inflamatorios que se manifiestan en el cerebro. Estudios recientes sugieren que las personas que se infectaron con covid-19 al principio de la pandemia sufrieron una pérdida de funciones ejecutivas como la atención y la memoria, así como una reducción del volumen en algunas partes de la corteza prefrontal.26 Los cambios en la función prefrontal podrían ser los causantes de la «niebla cerebral» (también llamada «covid persistente») que refieren quienes han estado infectados durante un periodo prolongado, así como personas con otros trastornos relacionados con infecciones, como el síndrome de fatiga crónica.

La falta de atención a nuestra salud mental y física puede inhabilitar temporalmente nuestra corteza prefrontal. Por ejemplo, la privación de sueño puede tener efectos devastadores en la corteza prefrontal y la memoria. El alcohol también afecta negativamente a la corteza prefrontal y algunos estudios sugieren que estos efectos pueden prolongarse durante días después de una borrachera. Como veremos en capítulos posteriores, el estrés también puede golpear la función prefrontal. Si se ha pasado la noche en vela bebiendo y navegando sin ton ni son por internet después de una semana estresante de trabajo, no se sorprenda si después se pasa el fin de semana batallando con la niebla cerebral.

Afortunadamente, podemos tomar algunas medidas para mejorar el funcionamiento de la corteza prefrontal, aunque no sean necesariamente las primeras que nos vienen al pensamiento.27 El cerebro forma parte del cuerpo, de manera que todo lo que haga para cuidar su cuerpo también tendrá beneficios para su cerebro y, por ende, para su memoria. Dormir, hacer ejercicio y llevar una dieta saludable, tres cosas buenas tanto para la salud mental como física, también son positivas para la corteza prefrontal. El ejercicio aeróbico, como correr, aumenta la secreción de unas sustancias químicas cerebrales que propician la plasticidad, mejora la vasculatura que transporta energía y oxígeno al cerebro y reduce la inflamación y la susceptibilidad a la enfermedad cerebrovascular y a la diabetes. Además, el ejercicio mejora el sueño y reduce el estrés o, dicho de otro modo, mitiga dos de los factores que más merman nuestros recursos prefrontales. Todos estos aspectos, en conjunto, pueden representar una diferencia en la conservación de las funciones de la memoria al envejecer. Un estudio especialmente impresionante que exploró el desempeño de la memoria en más de veintinueve mil participantes28 reveló que las personas cuyo estilo de vida incorporaba algunos de los factores que acabamos de enunciar preservaban mejor sus capacidades memorísticas en un periodo de diez años.

RECUERDOS CONSCIENTES

La naturaleza selectiva de nuestra memoria comporta que, de manera inevitable, nuestras vidas, las personas a quienes conozcamos, las cosas que hagamos y los lugares a los que vayamos quedarán reducidos a recuerdos que condensarán solo una pequeña fracción de esas experiencias. En lugar de combatir la selectividad de la memoria en un intento fútil por recordar más, podemos aceptar que estamos diseñados para olvidar y utilizar la intención para guiar nuestra atención y conseguir recordar lo importante.

La mayoría de nosotros sabemos lo que supone esforzarse por recordar el nombre de alguien a quien acabamos de conocer. De hecho, es fascinante que seamos capaces de hacerlo, porque no hay nada inherentemente significativo en la conexión entre un nombre y un rostro. Estrategias tan sencillas como repetir el nombre pueden ser de cierta ayuda, pero este enfoque acostumbra a ser insuficiente porque no recalca tal conexión. Para lograrlo necesitamos usar la intención para centrarnos en la información correcta, lo cual, la próxima vez que veamos ese rostro, nos permitirá tener una pista que se convertirá en nuestro salvavidas para recordar el nombre de la persona. Por ejemplo, si nos conociéramos en una fiesta y usted supiera mitología griega, podría asociar mi nombre a Caronte,* el barquero del inframundo que transporta las almas de los muertos a la otra orilla del río Estigia. Si es usted capaz de hallar algún aspecto de mi apariencia que le recuerde a Grecia, a la mitología y/o a los muertos, seguramente será capaz de recordar mi nombre la próxima vez que vea mi cara. El objetivo de estas estrategias es crear de manera intencionada conexiones con sentido que nos permitan hallar el camino hasta los recuerdos que buscamos.

Y eso me devuelve a los vídeos de los cumpleaños de mi hija. A medida que las cámaras de vídeo fueron haciéndose más pequeñas y portátiles, empezamos a utilizarlas para documentar los grandes momentos de Mira. Por desgracia, esos momentos detrás de la cámara tienen un precio. Me pasé gran parte de las fiestas de aniversario de mi hija concentrado en filmar. Y, en consecuencia, mis recuerdos de aquellos momentos son más borrosos que si hubiera bajado la cámara y le hubiera permitido a mi cerebro hacer lo que tan bien se le da.

El problema no radica en la tecnología, sino en que estamos filtrando nuestras experiencias a través de la lente de una cámara.29 Cuando sacamos una foto o grabamos un vídeo, tendemos a centrarnos en aspectos de una experiencia que refuerzan nuestra memoria para los detalles visuales, a expensas de los que nos hacen partícipes del momento, como los sonidos, olores, pensamientos y sentimientos. Documentar las cosas al tuntún puede hacer que nos desconectemos de las pistas que necesitamos para formar los tipos de recuerdos singulares que nos ayudan a sobreponernos a las interferencias.

Afortunadamente, hacer fotos o grabar vídeos no siempre tiene efectos adversos en la memoria. La estrategia óptima estriba en equilibrar las necesidades del yo que experimenta y las del yo que recuerda. Usadas de manera intencionada y consciente, las cámaras pueden sernos de gran ventaja para ayudarnos a dar forma o incluso archivar recuerdos que podremos recuperar más adelante. Cuando viajo, no me gusta estar todo el rato fotografiando paisajes y atracciones turísticas ni haciendo retratos posados, porque estas actividades limitan mi experiencia. En lugar de ello, prefiero tomar fotografías amables de gente riendo, sorprendida o absorta o de elementos inusitados, como una señal viaria llamativa o una estatua hortera. Documentando unos cuantos «momentos» seleccionados y singulares, libero mi mente para experimentar directamente el viaje y prestar atención a lo que sucede a mi alrededor. Al volver a ver esas fotografías características recuerdo las partes del viaje que me interesa revivir, y a la inversa: muchos de los aspectos menos agradables del viaje, como las muchedumbres, las colas y los atascos de tráfico, quedan desdibujados.

La vida es corta. Y la naturaleza efímera de la memoria puede hacer que lo parezca mucho más aún. Solemos pensar en la memoria como algo que nos permite retener el pasado, cuando, en realidad, el cerebro humano se diseñó para ser más que un simple archivo de vivencias (exploraremos hasta qué punto en los capítulos siguientes). Olvidar no es un fallo de la memoria; es una consecuencia del proceso que permite a nuestros cerebros priorizar la información que nos ayuda a movernos por el mundo y a hallarle sentido. Podemos asumir un papel activo en la gestión de nuestro olvido tomando decisiones conscientes en el presente para dotarnos de un interesante conjunto de recuerdos que llevarnos al futuro.

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Notas:

* En inglés, el nombre de este personaje mitológico es Charon, que difiere solo en una letra del nombre del autor, Charan. (N. de la T.)