Esa noche, más tarde, Jeffrey baja a la sala común para calentarse un ramen, tirarse en uno de los sofás de cuero y llamar a alguno de sus primos, como suele hacer todas las noches.
Mientras no está en el cuarto, pauso una peli británica de espías que estoy viendo en Netflix, cierro el portátil y saco mi móvil restaurado, aunque sé que es un error incluso antes de abrir Instagram de manera instintiva, sin pensar.
Ni siquiera pretendía ver la historia que ha subido Ashton. Estaba viendo una de un chico que conozco de mi antiguo instituto, pero de pronto Instagram ha dicho: «Lo siento, colega, te toca tragarte esto», y me ha puesto justo la historia de Ashton, y me pasa eso de que sabes que deberías dejar de mirar, pero no puedes porque quieres torturarte a ti mismo.
Ashton está en la fiesta con Toby, Lily y varias personas más de nuestro curso. Están todos sentados en unas tumbonas blancas, con vasos de plástico en la mano, en un patio de piedra rodeado de tiras de luces. Con ese vídeo, Ashton pretende mostrarle a todo el mundo que han ido a la fiesta, una clara cuestión de estatus. Pero de pronto otras personas que no aparecen en la imagen empiezan a preguntar dónde estoy, ya que saben que suelo salir con Toby, Lily y Ashton. Pero lo preguntan de un modo sarcástico, en plan: «¿Por qué no os lo habéis traído? Ja, ja». Y entonces escucho que unas chicas, a las que tampoco se las ve, dicen: «¿De dónde saca esa ropa, de la sección de moda del súper?», «Por las pintas que lleva, fijo que de pequeño iba en tractor al colegio», «Seguro que tiene el primer iPhone que sacaron».
Sé que debería dejar el móvil. Pero hay algo retorcido en mi interior que necesita ver esto, una vena sadomasoquista.
Parece que Ashton va borracho, pero se ríe al oír las bromas antes de que el vídeo se corte.
Sin embargo, en la historia de Toby, que es la siguiente, como una secuela despiadada y perversa, la gente se está burlando de mi acento. Me están imitando, y hasta empiezan a competir entre todos para ver quién lo hace mejor. Ahora tanto Ashton como Toby se están riendo (aunque no participen) y parecen bastante incómodos, pero tampoco es que estén haciendo nada por evitar las burlas. Ni siquiera dicen algo tipo: «Oye, cortad el rollo, que es majo».
No me puedo creer que hayan subido esta mierda a Instagram.
Sigo sin poder dejar de mirar el móvil. Pero, de repente, llega un punto en que no puedo soportarlo más. Lo apago y lo lanzo a lo lejos como si estuviera poseído.
Me siento como si me fuera a dar un ataque de pánico. No voy a poder dormir nada esta noche. Necesito salir al exterior; me parece que la habitación se está volviendo cada vez más pequeña. Antes de mudarme aquí solía salir a dar paseos largos, sobre todo por la noche. Me resultaban terapéuticos. Y ahora mismo necesito respirar. No se nos permite salir después del toque de queda, pero, para saltarme el registro, le digo a Jason Udell, el prefecto de nuestra residencia, que no me encuentro muy bien y que me tengo que quedar en la cama (te dejan saltártelo si estás malo).
Dado que en el registro va a aparecer como que estoy en la residencia, me escabullo por la puerta principal cuando no mira nadie.
La oscuridad transforma el campus, iluminado tan solo por la luz de la luna, en un lugar apacible como una nana, pero la noche resulta macabra.
La luz se derrama de las ventanas de las residencias y crea formas trapezoidales de color ámbar por todo el césped. Los senderos empedrados están iluminados por farolas de luz plateada. Me permito fundirme con la oscuridad. Me doy cuenta de que estoy llorando con la cara pegada al lado interno del codo, y me alegro de que la noche lo oculte.
Estoy dolido, sí. La verdad es que me siento de puta pena. No quiero, pero es la realidad. No deberían importarme esos imbéciles y sus comentarios, pero me importan. Sé que no me parezco a ellos; cuando no tienen que ponerse el uniforme académico, la mayoría de los chicos llevan mocasines de Gucci, polos de Todd Snyder, camisetas de rugby de Rowing Blazers y mochilas impermeables de Scandi. En comparación, debe de parecer que he comprado toda mi ropa en un outlet de algún polígono.
Pero ¡soy de un pueblo de Misisipi! ¿Cómo he podido pensar que me iba a ir bien aquí? ¿Acaso pensaba que iba a ganarme a todo el mundo con mi encanto natural de estrella de cine? No puedo seguir aquí; este no es mi lugar. Pero McCarl tampoco lo es, ya no, de modo que tampoco puedo volver allí. De pronto me doy cuenta de eso por primera vez, de que no encajo en ningún lugar. Estoy perdido en ambos lados, denigrado, moviéndome entre la luz y la sombra de los fugitivos. Oigo el zumbido de un carrito de golf a lo lejos. Los de seguridad del internado.
No puedo volver a mi habitación, pero tampoco debería estar aquí fuera. Un tema recurrente, por lo visto.
En Essex son unos exagerados; todavía no me he logrado acostumbrar a tener que pedir permiso para hacer cualquier cosa insignificante y mundana, como salir a dar un paseo. A veces, las normas me resultan draconianas, pero dicen que es porque son nuestros responsables legales y tal. Aparte del registro en persona que hacen cada noche, apagan las luces a las diez y media entre semana y una hora más tarde los fines de semana.
Y hay incluso más normas sobre ir a visitar a otros alumnos en una residencia que no es la tuya, sobre todo si eres alumno de primero o de segundo. Hasta el semestre que viene no se nos permite ir solos a visitar a otra persona, e incluso entonces nos tendrán que dar su aprobación varios miembros del personal, y las luces del techo han de estar encendidas y la puerta tan abierta como para que quepa una silla de escritorio. Básicamente, el centro da por hecho que somos todos unos pervertidos al acecho.
Mientras paseo, veo un grupo de siluetas que emergen de entre una hilera de árboles y bajan por el inmenso césped. Oigo susurros. Me escondo detrás de un arce enorme. Hay un montón de alumnos con esmoquin, vestidos elegantes y máscaras de carnaval en tonos blancos y dorados. Al principio creo que me lo estoy imaginando, pero no. Tardo un segundo en darme cuenta del motivo por el que me he quedado tan atónito: la súbita avalancha de glamour, misterio e intriga. Es lo primero que veo en Essex que coincide con mis fantasías (sin duda disparatadas) de lo que son los internados.
Decido seguirlos. Me mantengo en las sombras, pasando de un árbol a otro.
Se dirigen al antiguo auditorio del centro, construido en el siglo xix. Parece que van a alguna clase de fiesta. Pero no es el tipo de fiesta por la que Ashton me ha dejado tirado, en la que se sirven las bebidas en vasos de plástico rojos y que parece sacada de una fraternidad. Esto es distinto, es algo que me intriga al instante. El campus está salpicado de grupos de edificios viejos, oscuros y abandonados, en diversas fases de deterioro o de reforma, y este antiguo auditorio es uno de ellos. ¡Y estoy viendo a un montón de gente bailando un vals en su interior!
Envuelto en la noche fresca, sin nada de viento, me acerco un poco más al edificio.
Hay ventanas altas ovaladas, y decido asomarme a una. Veo globos plateados colgando y gente vestida de gala bailando con copas de champán en la mano. Todo está bañado por una luz dorada que le confiere un aire onírico, enmarcado por las cortinas escarlata que abrazan las ventanas. Me ciegan los destellos de los cristales arcoíris de una lámpara de araña. Es una ventana que da literalmente a otro mundo, totalmente ajeno al contexto académico y social de Essex. Quiero formar parte de lo que sea eso. Lo sé por mera intuición, sin que haya ningún motivo práctico ni racional. Parece un sendero dorado por el que escapar de la desolación.
Rodeo el edificio hasta llegar a la parte de atrás, donde oigo la música del interior a través de las ventanas. No es música chundachunda; no es Taylor ni Drake ni Gaga. Lo que oigo es música de salón de antes de la guerra, canciones antiguas, como cuando el hotel encantado de El resplandor cobra vida. Hay una puerta trasera.
Se abre en cuanto poso los ojos en ella. Cuando veo que nadie sale, sé que me han descubierto. Un triángulo de luz melosa, con destellos rojos y rosas, atraviesa la oscuridad y acaricia las ramas y las hojas de los árboles cercanos. Me adentro en el triángulo, que brota de lo que parece el ventrículo de un corazón: en la entrada, una cortina reluciente de flecos de aluminio magenta; dentro, paredes carmesí.
Una mano envuelta en un guante blanco asoma por la puerta y me hace señas. Como un idiota, durante un segundo me creo que se trata de una invitación para unirme a la fiesta, a pesar de que llevo una sudadera de Old Navy y unas Converse de corte bajo andrajosas. Pero, cuando llego a la puerta, veo que la mano me está tendiendo algo.
Me entrega una tarjeta de presentación a la antigua, en un papel grueso de cartas negro con tinta dorada.
Es la imagen de un ojo que emerge de una espiral de niebla. En cuanto agarro la tarjeta, la puerta se cierra de golpe en mis narices. La fiesta continúa al otro lado de las paredes de piedra, y la oscuridad me engulle una vez más.