CAPÍTULO 1

Revolución, guerra civil y partidos (1810-1870)

Ana Frega

Introducción

A comienzos del siglo XIX el espacio rioplatense era escenario de conflictos. Las luchas entre los grandes imperios y los procesos revolucionarios en Norteamérica, Francia y Haití impactaban en una sociedad colonial atravesada por enfrentamientos étnico-sociales y rivalidades jurisdiccionales. El ataque británico al Río de la Plata en 1806 y 1807, que en el caso de Montevideo supuso el control de la ciudad durante siete meses, así como la invasión de Napoleón a la península ibérica, el arribo de la corte portuguesa a Río de Janeiro en enero de 1808 y las abdicaciones de los reyes de España en ese año dejaron en evidencia las debilidades de la metrópoli y alentaron procesos de cambio.

La acción política irrumpía en centros urbanos y zonas rurales, se multiplicaban los edictos, pasquines, proclamas, sermones, tertulias, cartas y rumores, a la par que se iban delineando partidos en el sentido de bandos, facciones, o grupos de opinión política que definían posiciones, alianzas y confrontaciones.

El 25 de mayo de 1810 se formó una Junta Conservadora de los derechos de Fernando VII en Buenos Aires, que demandó el reconocimiento de su autoridad en todo el virreinato. Las posiciones se dividieron entre los partidarios de la Junta y los leales al Consejo de Regencia establecido en España. Al poco tiempo se iniciaron enfrentamientos armados que movilizaron a amplios sectores de la población, dando comienzo a la revolución y la guerra civil en el Río de la Plata.

En un contexto de gran incertidumbre, la sucesión de novedades y hechos inéditos demandó palabras y expresiones que permitieran conceptualizar lo que estaba pasando y, en parte, contribuyeran también a dar forma y orientación a las acciones, ya fueran individuales o colectivas. Detenerse en los significados de los conceptos políticos en la perspectiva de los actores de aquel momento permite descubrir usos opuestos, cruzados por procesos de politización del lenguaje, que obligaron a incorporar adjetivos para diferenciarse —la «verdadera» libertad, los «buenos» americanos, etcétera—, así como muestra los cambios en la valoración de las nociones —de signo positivo o negativo— en distintas coyunturas. Desde la perspectiva de las élites políticas y económicas, se trataba de poner «fin a la revolución» y dar «principio al orden», (2) controlar a los sectores populares movilizados, fundar un gobierno estable y generar condiciones para la producción y el comercio, objetivos que no estaban necesariamente ligados a la formación de un Estado independiente. Desde la perspectiva del grupo amplio y diverso que suele englobarse como clases populares, por su parte, esa activación política dejó entrever viejos conflictos sociales y étnicos y demandó de las élites formas de negociación, pactos, represión o concesiones a lo largo del período.

El capítulo propone una mirada transversal de la revolución de independencia, los liderazgos formados a partir de 1810 y los proyectos para la construcción de un nuevo orden político y social en la Provincia – Estado Oriental en el marco regional. El enfoque toma distancia del esquema interpretativo centrado en oposiciones como caudillos/doctores, barbarie/civilización o campo/ciudad, planteadas por Juan E. Pivel Devoto en Historia de los partidos políticos en Uruguay (1942) y sus trabajos posteriores. A su vez, sin desconocer los planteos de cuño piveliano sobre una evolución de bandos a partidos —los primeros más inorgánicos o desorganizados y los segundos más estructurados, con elencos de dirigentes, principios y tradiciones compartidas—, interesa explorar la transformación conceptual que legitimó la existencia de agrupamientos o asociaciones de opinión y acción política —los llamados «partidos»— y su papel en la construcción del orden político.

1. Revolución, guerra civil y «partidos» en las luchas por la independencia

La revolución fue vivida como un momento de ruptura, de división, cuyos resultados, aunque inciertos, anunciaban transformaciones radicales y profundas. Para sus partidarios se trataba de una experiencia «feliz» y «gloriosa», como señalaba Mariano Moreno en el prólogo a su traducción de Del contrato social o Principios del Derecho Político, obra escrita por el ciudadano de Ginebra Juan Jacobo Rosseau [sic], que mandó imprimir en Buenos Aires en 1810, destinada a la formación de los futuros ciudadanos. El 25 de mayo fue visto como el inicio de un proceso histórico inédito, origen de una nueva era y fuente de una nueva legitimidad: la soberanía del pueblo. Según estampó el cura párroco de Santo Domingo Soriano, Tomás Xavier de Gomensoro, en el Libro 1.o de defunciones, ese día había expirado «la dominación despótica de la Península española» y se estaban poniendo «los cimientos de una gloriosa independencia que colocará a las brillantes Provincias de la América del Sud en el campo de las Naciones libres» (Frega, 2012, p. 54).

Para sus opositores, por el contrario, la revolución era un movimiento que socavaba el orden natural dispuesto por Dios y abría paso al caos y la anarquía: un «mal desolador del género humano, y destructor de las sociedades», publicó la Gazeta de Montevideo el 17 de marzo de 1812. En las páginas de este periódico se nombraba a los impulsores de la revolución como «gavilla de facciosos», «revoltosos», «tiranos», «déspotas», «subversivos» o «secuaces del filosofismo anti- religioso», entre otros epítetos, así como se alertaba contra «el espíritu de partido [que] domina a todas las clases».

El proceso revolucionario también fue vivido como una guerra civil. Aunque todos eran súbditos españoles, la distinción por lugar de nacimiento, es decir, entre europeos y americanos, fue tomando un cariz político aun cuando había peninsulares y criollos en ambos bandos. Los testimonios son numerosos respecto a divisiones al interior de las familias, entre padres e hijos, entre hermanos, o bien sobre las represalias con aquellos sospechosos de ser enemigos solo por su lugar de origen. Por otro lado, las divisiones internas en el bando revolucionario —entre la Liga de los Pueblos Libres y el Directorio de las Provincias Unidas, o bien entre los partidarios y los opositores de Artigas en la Provincia Oriental— dieron lugar a enfrentamientos militares que fueron percibidos por los contemporáneos como guerras civiles.

Términos como partido, bando o facción eran frecuentes en el período; no solían ser utilizados como autoidentificación, sino, más bien, para descalificar a los grupos opuestos al propio. En una concepción unitaria de la soberanía, ya fuera aplicada al rey o a la nación, estas divisiones eran percibidas como un factor que minaba el orden y la estabilidad, a la vez que se veía la politización de los sectores populares como una fuente de desorden. De allí las resistencias que generaron al interior del bando revolucionario las propuestas artiguistas en favor de los derechos de los pueblos, en plural, como se verá más adelante.

a) Soberanías en lucha

El bando de los «leales españoles europeos y americanos» o «realistas», atrincherado en Montevideo, juró la Constitución aprobada en Cádiz en 1812, de carácter liberal, que rigió hasta la capitulación de la ciudad ante las fuerzas del Directorio de las Provincias Unidas en junio de 1814. No se trató de un grupo homogéneo, sino que, por el contrario, tenía divisiones que se prolongaron hasta avanzada la década de 1820. Además de conflictos por diferencias personales, aspiraciones de mando o conducción de la guerra, también impactaron al interior de este grupo los enfrentamientos en la península entre los liberales, que postulaban que la soberanía residía en el rey y la nación, y aquellos que defendían la monarquía absoluta. Los vaivenes en la península Ibérica (el retorno a la monarquía absoluta en 1814, la revolución de enero de 1820 y el Trienio Liberal, la vuelta del poder absoluto de Fernando VII en 1823, con apoyo de tropas francesas), así como el retorno de la corte lusitana a Portugal en 1821 o el retroceso militar español en América (batalla de Ayacucho en diciembre de 1824) fueron debilitando el «partido realista» en Montevideo. A comienzos de 1825, según informaba el cónsul británico Thomas S. Hood al ministro de asuntos extranjeros de Gran Bretaña, George Canning, ese partido se componía «casi exclusivamente de viejos españoles» y se esperaba que en pocos años dejara de existir (Barrán, Frega & Nicoliello, 1999, p. 67). Para aquellos que habían militado en favor del restablecimiento de la unión con España, el afincamiento definitivo en el territorio oriental pasó a ser una opción a fines de la década de 1820, e incluso algunos, por su formación o por sus lazos familiares, pasaron a desempeñar cargos públicos en el naciente Estado.

El bando revolucionario en la banda norte del Río de la Plata se conformó en torno a José Artigas, nombrado jefe de los Orientales en una asamblea de vecinos armados en octubre de 1811. (3) Allí se esbozó una identidad territorial y militar —«los orientales»—, que los distinguía de las fuerzas castrenses que había enviado el gobierno de Buenos Aires. Los enfrentamientos bélicos expresaron la diversidad de proyectos políticos contrapuestos, a la vez que la experiencia militar contribuyó a conformar nuevas identidades colectivas. La referencia geográfica, que en el caso de la Provincia Oriental (constituida como tal en 1813) puso como límite oeste el río Uruguay, fue incorporando un componente político, en oposición o rivalidad con otros proyectos de organización de los territorios platenses. Las tropas veteranas y los cuerpos de milicias oficiaron como instituciones organizadoras, nucleando políticamente gentes de distinto origen y condición sociocultural. De esa forma, a lo largo de la década de 1810 la referencia al «tiempo de los orientales» o al «Oriente», más que a un lugar de nacimiento, aludía al proyecto impulsado por Artigas quien, en 1814, con la expansión hasta el río Paraná, pasó a ser el «protector de los Pueblos Libres».

El movimiento liderado por José Artigas expresó un ala radical que desafió a la dirigencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a la vez que generó divisiones en las élites orientales. En forma temprana aparecieron en la provincia voces favorables a limitar su creciente influencia. En diciembre de 1813, el congreso celebrado en la capilla Maciel desconoció las ideas confederales resueltas pocos meses antes en el congreso de Tres Cruces, y se mostró afín a reconocer la autoridad centralista de las Provincias Unidas. La principal repercusión de la medida fue la retirada de las fuerzas artiguistas de la línea sitiadora de Montevideo y su traslado a la región de Entre Ríos, donde continuó la lucha.

Las autoridades revolucionarias con sede en Buenos Aires —Junta, Triunvirato, Director Supremo, según el momento— sostuvieron la unidad de la soberanía encarnada en la nación, la organización centralista y el mantenimiento del espacio territorial del antiguo virreinato. Por ello, consideraban como «anarquía» la defensa de la soberanía de los pueblos y la unión bajo la forma confederal; y en los momentos más álgidos del conflicto, declararon a José Artigas traidor a la patria. (4) Según una circular del 30 de marzo de 1815 firmada por el montevideano Nicolás Herrera, (5) entonces ministro de gobierno del Directorio de las Provincias Unidas, Artigas era «el perturbador Oriental», impulsor de un «vergonzoso espíritu de provincialismo», que «humillando a los que han nacido en las playas occidentales de este río» (Río de la Plata) quiere «elevar a sus Provinciales sobre la ruina de los demás Pueblos» (VV. AA., 1815-1817, «Circular»). Difundida en Buenos Aires para instrucción de los feligreses, la circular tenía tono amenazante: «la concordia y la unión» se iban a cimentar «por el exterminio, o el arrepentimiento de los que la despedazan». Al día siguiente, el director supremo, Carlos María de Alvear, llamaba a «terminar la guerra civil», acusando a Artigas de que «con el vano título de protector de los Pueblos» impulsaba la «destrucción de todas las bases sociales», y de tener emisarios en Buenos Aires que trabajaban para «encender el fuego de los partidos, seducir a los ciudadanos, promover la deserción» y desprestigiar al gobierno, precipitando «al Estado en todos los horrores de una guerra civil sangrienta y desastrosa» (VV. AA., 1815-1817, «El Director Supremo del Estado a todos los habitantes de las Provincias Unidas»).

A comienzos de 1815, tras la victoria sobre las tropas de las Provincias Unidas, el artiguismo logró el control del territorio oriental y el comandante Fernando Otorgués pasó a ser gobernador militar de Montevideo. Las resistencias al liderazgo del jefe de los Orientales se profundizaron, alimentadas por medidas en favor de los «más infelices» (criollos pobres, afrodescendientes, indígenas), así como por la prolongación de la guerra en varios frentes, especialmente luego de la invasión lusitana en el segundo semestre de 1816. Entre mayo y junio de 1815 se produjo un incidente que tensionó al máximo las relaciones entre Artigas y las élites hispanocriollas de Montevideo. Entre los protagonistas se encontraban el comerciante y hacendado Juan María Pérez, síndico procurador del cabildo, y el doctor Lucas José Obes, cuñado de Nicolás Herrera. (6) La situación se zanjó temporalmente. Otorgués acató la orden de dirigirse a la frontera con Brasil, y el cabildo, en carta fechada el 15 de junio de 1815, aceptó la autoridad de José Artigas como garantía del orden: necesitaban de su «brazo fuerte», de su «protección», para contener una «deplorable anarquía» y no ser «la víctima de la revolución» (Comisión Nacional «Archivo Artigas», 1987, pp. 27-28). En un texto escrito pocos años después, Dámaso A. Larrañaga y José Raimundo Guerra consignaron que la «facción» que había promovido el conflicto «era privadamente adicta al sistema de dependencia de Buenos Aires», y que Otorgués había estado «a dos dedos de distancia de romper con Artigas, lo que hubiera producido una doble guerra civil y un cúmulo de desgracias» (Larrañaga, 1965, p. 244). Los conflictos con el cabildo continuaron, así como con la Junta de Vigilancia y Propiedades Extrañas, uno de cuyos inspiradores había sido Obes. En noviembre de ese año, desde Purificación, Artigas escribió a Fructuoso Rivera, comandante de armas de Montevideo, quejándose del «sarracenismo» y el «porteñismo» que operaba en la ciudad, aludiendo a los realistas españoles y a los partidarios del gobierno centralista de las Provincias Unidas con sede en Buenos Aires, respectivamente (Comisión Nacional «Archivo Artigas», 1989, pp. 209-210). Por otro lado, el conflictivo proceso de apropiación de tierras y ganados encontró en la revolución un nuevo escenario y dividió posiciones. La resistencia del cabildo montevideano a la aplicación del Reglamento de tierras de 1815 generó reacciones de parte de las tropas y los alcaldes de los pueblos. Tal fue el caso, por ejemplo, de Francisco Encarnación Benítez, preboste de la zona de Colonia y Soriano. En nota a José Artigas fechada el 2 de enero de 1816, señalaba en tono amenazante que no satisfacer las demandas de los vecinos para ocupar la estancia de un «anti-Patriota», de un «enemigo declarado del sistema», conduciría «a otra revolución peor que la primera», y que él no iba a acallar «esos clamores» (De la Torre, Rodríguez & Sala de Touron, 1969, pp. 159-160).

En setiembre de 1816, ya con las fuerzas lusobrasileñas avanzando en el territorio oriental, se produjo un nuevo movimiento político en Montevideo, con participación de las milicias cívicas, fuerza armada integrada por vecinos que resistían la orden de marchar fuera de la ciudad para enfrentarse al ejército lusitano. Entre los cabecillas también estuvieron Juan María Pérez y Lucas Obes. El levantamiento, si bien fue sofocado en pocas horas con apoyo de la guarnición de la Ciudadela y del cuerpo de afrodescendientes recientemente formado, da cuenta de la oposición al artiguismo por una parte importante de las élites montevideanas y de los apoyos que podían recibir de otros grupos sociales. En la época, se interpretó el movimiento como un intento de incorporarse a las Provincias Unidas o de apoyar el avance del Ejército Pacificador portugués (Ferreira, 2022, pp. 269-275). En este contexto, no sorprende que en enero de 1817 las fuerzas de ocupación comandadas por Carlos Federico Lecor fueran recibidas bajo palio en Montevideo, ni que se enviara una misión ante el rey de Portugal, Juan VI, pidiendo la incorporación del Reino Cisplatino al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve (Uruguay, 1990, pp. 337-356).

b) La búsqueda del orden

En 1820, tras la derrota militar de las fuerzas artiguistas, se fue concretando la adhesión de pueblos y comandantes militares al gobierno encabezado por Lecor. Otros oficiales como Fernando Otorgués y Juan Antonio Lavalleja estaban prisioneros en Brasil, y obtuvieron su libertad en el Trienio Liberal, regresando a la Provincia Cisplatina. Mención especial requiere la capitulación de Fructuoso Rivera y otros oficiales, que pasaron al servicio lusitano a fines de marzo de 1820. Si bien el texto finalmente acordado fue similar al de otros comandantes, Rivera procuró mantener espacios de poder, como la libre disposición de sus tropas, la facultad para hacer uso de terrenos baldíos y ganado en favor de vecinos americanos afectados por la guerra e, incluso, disposiciones sobre el comercio con Buenos Aires y las provincias del Litoral. El mediador fue su amigo y consejero, el importante hacendado Julián de Gregorio Espinosa, quien también le sugirió que le hiciera llegar el acta firmada, porque «en su tiempo es necesario hacer público todo», «a fin de que en ningún tiempo sea mancillada su conducta» (Frega, 2008, p. 132). Este personaje siguió oficiando en favor de la promoción del liderazgo de Rivera a lo largo de la década de 1820 financiando, por ejemplo, el periódico El Liberal en Buenos Aires, para dar cuenta de los triunfos militares de don Frutos en la campaña de las Misiones Orientales en 1828.

Las divisiones de la década de 1810 se mantuvieron y profundizaron en los años 20; respondían a la visión sobre el futuro de la provincia en la región y, como escribió José Pedro Barrán, al «miedo a la revolución social» que tenían las «clases propietarias» (1986).

En julio de 1821 un congreso extraordinario celebrado en Montevideo aprobó la incorporación de la provincia al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve. Al año siguiente, los cambios en la región ambientaron nuevos movimientos políticos. Por un lado, Buenos Aires recuperó su hegemonía en las provincias del Litoral argentino; por otro, la independencia de Brasil provocó divisiones en el ejército lusobrasileño, donde los leales a Juan VI permanecieron en Montevideo, mientras que Lecor, con los partidarios de Pedro i, se trasladaron a San José.

En 1822 la Sociedad de los Caballeros Orientales, integrada mayoritariamente por orientales y porteños, retomó acciones en favor de la independencia y la unión a las Provincias del Río de la Plata. Formaban parte de ella, entre otros, Santiago y Ventura Vázquez, Juan Francisco Giró, Francisco J. Muñoz, Juan Benito Blanco, Cristóbal Echevarriarza, Lorenzo J. Pérez, Gabriel A. Pereira, Francisco Solano Antuña, Manuel e Ignacio Oribe, Antonio Díaz, Francisco Aguilar y Domingo Cullen. Eran cabildantes, editores de periódicos o militares, muchos de ellos alejados del artiguismo en su etapa radical. La voz «orientales» mantenía su significado territorial y pasó a expresar un proyecto político que apelaba a la «unión y fraternidad» con sus «hermanos de Buenos Aires», tal como decía una representación de vecinos montevideanos ante el gobernador de Buenos Aires en octubre de 1822. Los firmantes encarnaban a los «hijos honrados de la Banda Oriental, los amantes de su libertad y de su gloria», los «buenos Orientales» —tomando distancia de los artiguistas y de aquellos que participaban de la dominación luso-brasileña—, quienes «después de siete años de horrores, anarquía y opresión» esperaban «por la salud de su patria» (Ravignani & Narancio, 1966, pp. 3-6).

El Club del Barón —en alusión a Lecor, quien en 1818 obtuvo el título de barón de Laguna— se integró, entre otros, con Nicolás Herrera, Lucas José Obes, Tomás García de Zúñiga, Juan José Durán, Gerónimo Pío Bianqui y Fructuoso Rivera, quienes ocuparon importantes cargos en el gobierno, la administración, la justicia y las fuerzas militares. Además, recibieron distinciones —y en algún caso títulos nobiliarios, como García de Zúñiga, nombrado barón de Calera—, tierras, ganado o privilegios mercantiles. En 1821 habían impulsado la incorporación a Portugal y en 1822 se decantaron por el emperador de Brasil. Al interior del grupo, sin embargo, surgieron en 1823 discrepancias respecto al gobierno y administración de la provincia. Lucas Obes, Nicolás Herrera y algunos cabildos cuestionaron el exceso de poder y las arbitrariedades del barón de Laguna, y el primero presentó en la corte en Río de Janeiro reclamos en favor de un gobierno civil (Campos de Garabelli, 1972, pp. 449-476). En forma paralela, condenaron un levantamiento armado que preparaban los Caballeros Orientales, a cuyo frente estaba Juan Antonio Lavalleja. La negativa de Fructuoso Rivera a adherir al alzamiento fue dada en una carta pública fechada en el Campamento de Las Piedras el 19 de junio de 1823, que circuló impresa. Entre otros conceptos, señalaba «que la Banda Oriental independiente sería siempre el teatro de la guerra en las disensiones ulteriores del Brasil con las Repúblicas del Río de la Plata», «que la protección del Imperio puede únicamente salvar esta Provincia del contagio revolucionario de sus hermanas» y que para lograr la «verdadera felicidad de su Patria», apoyaba «la causa de la incorporación de este Estado en la confederación del Imperio del Brasil» (Rivera, 1823). El planteo de un imperio confederal —aunque no fuera reconocido por el emperador— apuntaba a mostrar que la unión preservaba los derechos de la provincia. Desde el periódico El Ciudadano, afín a los Caballeros Orientales, se formularon «Observaciones sobre la carta del traidor Frutos Rivera al Cabildo de Montevideo». Además de condenar la actitud de Rivera, se sostenía que era preferible una «confederación no imperial», «acomodada a las antiguas relaciones, hábitos, costumbres, etcétera de nosotros, los americanos del Río de la Plata y no brasilenses» (Montevideo, 20 de julio de 1823).

Como se ve, los impulsores de una revolución moderada coincidían en el no retorno al dominio español y en la necesidad de un centro de poder capaz de garantizar el orden y la estabilidad frente a los «excesos» de la plebe. Sin embargo, como indica Carlos Real de Azúa, mostraron un «tornasol de actitudes» respecto al futuro de la provincia (1990, p. 259). Así lo registró en abril de 1824 James Weddell, explorador de los mares australes, quien arribó a Montevideo en abril de 1824: «estaban muy divididos en política; todos posiblemente eran patriotas, pero cada uno a su manera, lo que creaba una gran diferencia de opiniones». Además, «el frecuente cambio de sentimiento político que produce un cambio de gobierno, los hace volubles e inconsistentes», concluía (1825, pp. 221-222). En esas fechas, el recién llegado cónsul Thomas S. Hood recibió visitas de «caballeros», «de la mayor respetabilidad», que le propusieron que «la Banda Oriental pasara a ser una Colonia de Gran Bretaña». En la opinión del cónsul, temían las consecuencias de formar parte de Brasil o del «Gobierno Bonaerense» y consideraban «que pertenecer a un Estado Poderoso y Libre» era «lo más cercano a ser independientes por sí mismos» (Barrán, Frega & Nicoliello 1999, pp. 51-52).

Distintos testimonios coinciden en la caracterización de los «partidos» o grupos de opinión política en que se dividía la población en ese momento. Si bien las denominaciones presentan variantes, exponen las divisiones sociales y políticas operadas con la revolución: a) el ya mencionado de los «realistas» españoles, quienes aspiraban a volver a formar parte de la antigua metrópoli; b) el de los llamados «capitalistas o primeros hombres», «portugueses» o «imperialistas», integrado también por orientales y españoles, favorables a la incorporación a Portugal y luego al Imperio de Brasil; c) el de los patriotas que buscaban la unión con Buenos Aires —«la mejor clase de patriotas» «son los que habitan las ciudades», escribía el cónsul británico—; y d) el de «los que quieren vivir sin roque y sin rey», «partidarios de Artigas y sus oficiales», «de todas las clases bajas de criollos», de quienes se temía la vuelta al radicalismo social de la década anterior y a los que se les atribuía buscar la independencia absoluta. (7)

Es difícil hallar voces propias de integrantes de este último grupo, en el que se incluían sectores sociales muy diversos. En general, sus percepciones y actitudes han llegado hasta nosotros de manera indirecta. En octubre de 1820, el naturalista francés Auguste de Saint-Hilaire, en su recorrida por la provincia, se detuvo en un rancho en Solís Grande, donde lo atendieron dos mujeres. Relata que luego de asegurarse de que él no era partidario de los portugueses, le hablaron muy mal de ellos. Les preguntó entonces si querían volver a la dependencia del rey de España o ser independientes, y si bien no pudo obtener una respuesta categórica, concluyó que «no les gustaban los europeos por el desprecio con que trataban a los criollos» (Saint-Hilaire, 1887, p. 172). Otras voces aparecen en los pleitos derivados de los repartos de tierras y ganado durante el gobierno artiguista. El mismo Saint-Hilaire recogió la protesta de una mujer a quien le habían quemado el rancho para desalojarla de los campos del realista Benito Chaín. Ella le dijo que en «los tiempos de la guerra» había obtenido el permiso para establecerse y se preguntaba: «¿es justo que los maturrangos [forma despectiva de referirse a los españoles] tengan todas las tierras y los pobres como nosotros no tengan donde caerse muertos?» (Saint-Hilaire, 1887, pp. 251-252). En ocasión del levantamiento que procuraban los Caballeros Orientales circuló una hoja suelta, sin autor, titulada «Cielito del blandengue retirado». Desde la primera estrofa el texto renegaba de la revolución: «No me vengan con embrollas / de Patria ni montonera». Afirmaba que el peso de la guerra recaía mayormente en los sectores humildes del medio rural y cuestionaba el sufrimiento de la tropa, sin importar quién fuera el comandante: «Sarratea me hizo cabo / Con Artigas jui sargento / El uno me dio cien palos / Y el otro me arrimó ciento». Sostenía que los dirigentes se movían por intereses económicos y particulares, y denunciaba los negocios de los abastecedores del ejército. Esta visión desencantada y desesperanzada cuestionaba a todos los bandos —«mirá que lindos patriotas / los Portugueses y Godos», o «estos son los alcaguetes / de Don Carlitos Alviar»—, y concluía: «tres patrias he conocido / no quero conocer más». Si bien el carácter anónimo del texto no permite ahondar en la interpretación de las motivaciones o los fines perseguidos por el autor del cielito, el contenido podía reflejar la situación de integrantes de las clases populares enrolados en los enfrentamientos sin mayores posibilidades de mejorar su condición social.

El 19 de abril de 1825, la Cruzada Libertadora comandada por Juan Antonio Lavalleja reinició la lucha por la independencia en el territorio oriental. Fructuoso Rivera se incorporó al movimiento diez días después, a orillas del arroyo Monzón (actual departamento de Soriano). A partir de ese momento algunas proclamas fueron firmadas por Fructuoso Rivera y Juan Antonio Lavalleja, en ese orden, dando cuenta de una especie de doble jefatura de las fuerzas orientales y de la ascendencia que tenía el primero en el medio rural.

Esta segunda etapa de la revolución contó con una Sala de Representantes, la primera en la vida política de la provincia, que nombró a Lavalleja gobernador político y capitán general y, en la sesión del 25 de agosto de ese año, aprobó las leyes de independencia de todo poder extranjero y de unión a las Provincias Unidas del Río de la Plata.

En pocos meses, la división de partidos se hizo más compleja. Por un lado, la mayoría de la Sala de Representantes se volcó en favor de los unitarios liderados por Bernardino Rivadavia, presidente de las Provincias Unidas desde febrero de 1826, apoyando el «régimen de unidad», en oposición al sistema federal, al que consideraba que se le había «querido atribuir una excelencia que él mismo no tiene» (Uruguay, 1920, pp. 339-342). A su vez, dispuso que Lavalleja debía delegar el gobierno de la provincia en otra persona (Joaquín Suárez) para integrarse al ejército nacional, lo que finalmente ocurrió en julio de 1826. El 10 de abril de 1827 se hizo público que la Sala de Representantes había aprobado el proyecto de Constitución de las Provincias Unidas —fue la única provincia que lo aprobó—, resaltando «los principios de orden» que contenía y su contribución para «construir el país» y «cerrar para siempre la revolución» (Uruguay, 1920, pp. 413-414). Además, había dispuesto la supresión de los cabildos y la creación de jueces letrados, jueces de paz y comisarios de policía, engrosando el presupuesto provincial.

Los cambios políticos en Buenos Aires tras la caída de Rivadavia y el ascenso de los federales, con Manuel Dorrego como gobernador, generaron realineaciones de fuerzas en la Provincia Oriental. Lavalleja fue nombrado comandante en jefe del ejército republicano, en sustitución de Carlos María de Alvear. Además, el 12 de octubre de 1827, segundo aniversario de la victoria de Sarandí, un pronunciamiento militar dispuso el cese del gobierno delegado, la disolución de la Sala de Representantes y la reasunción del control de la provincia por parte de Juan Antonio Lavalleja. Las actas de los pueblos y los comandantes militares de la línea sitiadora, San José, Colonia, Canelones, Durazno, Mercedes, Cerro Largo, entre otras, condenaban la «malvada facción súbdita del ex Presidente Rivadavia y sus agentes», las «intrigas» en favor del «círculo unitario», la creación de impuestos «para sostener ese gran número de empleados creados sin ningún objeto de utilidad» y el haber aprobado una Constitución «que no era ni podía ser conforme con la voluntad de sus habitantes». En consecuencia, reasumían su soberanía y, por su «libre y espontánea libertad», resolvían poner en manos de Lavalleja «el mando y dirección de los negocios de la Provincia, durante la presente guerra». La documentación fue incluida por el ayudante de campo José Brito del Pino en su diario de campaña, registrando que ese acto «le cerró para lo sucesivo [a Lavalleja] el desempeño de la primera Magistratura de su País, a pesar de ser el jefe de la heroica empresa de los 33, y fundador de nuestra libertad» (Brito del Pino, 1911, pp. 412-436).

En este contexto se agudizaron también las relaciones entre Lavalleja y Rivera. A fines de marzo de 1828 el cónsul Hood informó a Robert Gordon, embajador británico en Río de Janeiro, sobre el escenario político rioplatense. Lavalleja, a la cabeza del ejército republicano, había denunciado como traidor a Rivera, a la par que oficiales y tropas desertaban para unírsele. Hood comentaba el silencio del gobierno bonaerense al respecto, sugiriendo que «privadamente apoya las medidas de Fructuoso, particularmente para frenar las ambiciones del General Lavalleja, quien se ha vuelto últimamente casi independiente de Buenos Ayres, y quizás más probablemente, con miras a establecer un nativo [de la provincia] con infinitamente más influencia que Lavalleja a la cabeza de un Partido Provincial» (Barrán, Frega & Nicoliello, 1999, p. 139). El episodio desencadenante fue el proyecto de Rivera de avanzar sobre el territorio de las Misiones Orientales en Río Grande del Sur, sin la anuencia de Lavalleja, comandante en jefe del ejército republicano. Sin embargo, sí contaba con el apoyo de Dorrego, quien había creado el ejército del norte con la jefatura de Estanislao López, gobernador de Santa Fe, y había nombrado a Rivera como jefe de vanguardia. Los comentarios del cónsul británico muestran distintos niveles del conflicto en la región: la guerra con Brasil, ante la cual anunciaba que se estaba negociando sobre la base de la creación de un Estado independiente, y la lucha por el poder en la Provincia Oriental, en que era evidente el apoyo de las élites a Rivera, por considerarlo capaz de contener a los soldados desmovilizados y a los sectores rurales en tiempos de paz. La campaña militar fue rápida y, tras un congreso, los pueblos de las misiones acordaron la incorporación del territorio a las Provincias Unidas.

Las negociaciones de paz entre los representantes de las Provincias Unidas y del emperador de Brasil, con la mediación de Gran Bretaña, culminaron a fines de agosto y fueron ratificadas en Montevideo el 4 de octubre de 1828: declaraban a la provincia independiente y disponían la creación de un nuevo Estado. El territorio riograndense tomado debía restituirse a Brasil. El retroceso de las tropas comandadas por Rivera fue acompañado por el traslado de los pobladores de las misiones, con sus pertenencias y rodeos de ganado, dando lugar a la formación de la colonia de la Bella Unión en la confluencia de los ríos Cuareim y Uruguay. Fructuoso Rivera presentó a la Asamblea de Representantes una nota en la que los «Orientales del Ejército del Norte» reconocían «la soberanía de la Patria». Leída en sala el 5 de diciembre, el tema se resolvió en la sesión del 30 de ese mes, disponiéndose que tanto jefes, oficiales y tropa pasaran a considerarse pertenecientes al ejército del Estado de Montevideo (Uruguay, 1980, pp. 87-91, 122-123 y 125). (8)

Se cerraba de esta forma el ciclo de la revolución de independencia. En veinte años el territorio de la Banda Oriental del río Uruguay estuvo bajo cinco centros de poder diferentes (España, Provincia Oriental, Provincias Unidas, Portugal e Imperio de Brasil); formó parte de un proyecto confederal republicano —el Sistema de los Pueblos Libres—; se juraron tres constituciones monárquicas —la de Cádiz, 1812; las bases constitucionales de Portugal, 1821, y la brasileña, 1824— y se aceptó la republicana de las Provincias Unidas en 1827. La interpretación de la soberanía popular y la organización de una república, como en otros espacios americanos, reflejaron diversas tradiciones políticas, algunas contrapuestas. Evidenciaron, por ejemplo, el mantenimiento de los poderes de excepción a la vez que se incorporaban elementos del régimen representativo. La configuración territorial en la región no estaba acabada ni las unidades políticas consolidadas, lo que posibilitó diversos proyectos y alianzas políticas que no tenían un anclaje nacional.

La revolución fue un proceso transversal a los distintos grupos sociales y étnicos que componían la población, con expectativas y logros diferentes. Las posiciones asumidas respecto al artiguismo o al dominio lusobrasileño incidieron fuertemente en el debate político. Se agudizaron los conflictos y se politizaron las acciones en una sociedad donde la violencia y el uso de las armas formaba parte de la vida cotidiana. Período de gran incertidumbre, la movilización militar generó nuevos liderazgos, en tanto las lealtades políticas se desplazaban según los resultados de la guerra. Se condenaban por «facciosas» o «partidistas» las actitudes de los contrarios, en tanto se planteaban las propias en defensa de la «patria» o de la «nación». Se identifica el acercamiento de posiciones entre distintos segmentos de las élites políticas y económicas en torno a la necesidad de un gobierno que garantizara el orden, pero también aparecen con fuerza sus enfrentamientos respecto a los caminos para lograrlo.

2. Liderazgos políticos, guerra civil y «partidos» en una región en llamas

Las décadas posteriores a las independencias se caracterizaron por procesos de construcción estatal inacabados e interconectados, que dieron lugar también a conflictos bélicos como la Guerra Grande (1838/39-1852), donde intervinieron potencias como Francia y Gran Bretaña. A su vez, los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848 en Europa también incidieron en el Río de la Plata, con la circulación de personas e ideas, así como con políticas expansivas y colonizadoras de nuevo tipo. Delimitación territorial, navegación de los ríos, poblamiento, producción y comercio exterior, situación de las poblaciones esclavizadas y de amerindios eran algunos de los temas abiertos.

La Convención Preliminar de Paz (1828) había fijado los pasos para la formación del nuevo Estado: el retiro gradual de las tropas brasileñas y argentinas y la elección de representantes para una asamblea general que redactara la Constitución y designara un gobernador provisorio. Para ese cargo, un sector de las élites manejaba el nombre de José Rondeau, natural de Buenos Aires y que contaba, entre otros antecedentes, con su actuación al frente del ejército de las Provincias Unidas en el sitio de Montevideo entre 1812 y 1814. Preferían a alguien que no hubiera formado parte directa de los conflictos que dividían a los jefes militares orientales. Sin embargo, esa también fue su debilidad y terminó renunciando en abril de 1830. Su designación debió sortear algunas oposiciones. En la sesión de la Asamblea Constituyente y Legislativa del Estado del 29 de noviembre de 1828 se discutió el proyecto presentado por el representante por Soriano, Lázaro Gadea, para que el poder ejecutivo fuera ejercido por dos o más personas, nativas del Estado y con propiedades o cargo honorífico. Argumentaba que esa era la forma de «reconciliar la diferencia de opiniones, y el choque de partidos que se sentían en el país». El representante por San José, Manuel Calleros, indicó que los partidos eran los encabezados por Juan Antonio Lavalleja y Fructuoso Rivera, y que «viviendo en la campaña había observado ser la voluntad de todos sus co-provincianos, el que los mandasen aquellos jefes, acompañados del actual Gobierno delegado». En una larga sesión (desde las diez de la mañana hasta las ocho de la noche), con varios cuartos intermedios y lenguaje acalorado, la mayoría se opuso a esta propuesta. Aunque el registro en actas es escueto —se había desechado la idea de contratar un taquígrafo por falta de fondos—, en el trasfondo estaba el «fantasma» de la guerra civil (Uruguay, 1980, 49-66). En la siguiente sesión, el 1.o de diciembre, también tras una fuerte discusión, se votaron las cualidades que debía tener quien ejerciera el gobierno provisorio y se nombró por amplísima mayoría al general José Rondeau, y a Joaquín Suárez para que lo sustituyera mientras no tomaba posesión del cargo. (9) Si bien en esa ocasión no se admitió un Poder Ejecutivo compartido por los jefes militares como forma de afianzar la paz y la estabilidad, la idea surgió nuevamente en 1853, luego de la renuncia del presidente José Giró. En esa ocasión se formó un triunvirato con el entonces ministro de Guerra y Marina, general Venancio Flores, y los brigadieres generales Lavalleja y Rivera, aunque no pudo funcionar plenamente por el fallecimiento de estos últimos.

En la década de 1830 se consolidó otro liderazgo político militar, encabezado por el general Manuel Oribe, segundo presidente constitucional de Uruguay. Si bien había integrado el ministerio de su antecesor, Fructuoso Rivera, el quiebre se produjo cuando, siendo presidente, en enero de 1836 suprimió la función de comandante general de la Campaña, posición otorgada a Rivera pocos días después de dejar la primera magistratura. Tras el alzamiento de Rivera, el 10 de agosto de 1836 un decreto gubernamental dispuso la obligatoriedad del uso de «una cinta blanca con el lema Defensor de las Leyes» a los integrantes de cuerpos armados, empleados y ciudadanos. Se buscaba de esta forma «crear una manifestación simbólica de adhesión institucional, similar a la que impulsó Rosas en Buenos Aires en febrero de 1832» (De los Santos, 2023, p. 133). El alzamiento fue derrotado; sin embargo, reagrupadas sus fuerzas y con nuevas alianzas, Rivera forzó en octubre de 1838 la renuncia de Oribe, quien se dirigió a Buenos Aires y obtuvo el respaldo de Rosas que lo reconoció como «presidente legal». Entre 1840 y 1851 fue el jefe del Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina, que operó en las provincias del Litoral y, desde febrero de 1843, puso sitio a la ciudad de Montevideo.

Para los grupos de poder, el gran desafío era la construcción de un orden político estable, en una región tensionada también por otros procesos de conformación estatal. Carlos Real de Azúa ha señalado que el texto constitucional de 1830 refleja una «unanimidad patricia» en esa dirección (1981, pp. 68-69). Ello sin perjuicio de la persistencia de los enfrentamientos entre facciones o «partidos» que también integraba ese patriciado, conformados en torno a personas, en general jefes de fuerzas en armas, con reclamos de múltiple naturaleza, integración heterogénea y gran variabilidad coyuntural. Agrupamientos que no deben simplificarse bajo «unos omnipresentes partidos blanco y colorado, cuando en realidad los hombres y mujeres del período considerado aquí actuaban en la arena política siguiendo una panoplia más amplia de motivaciones, intereses e identidades, por más perecederas que fueren si las consideramos en la larga duración» (Etchechury, 2021, pp. 36-37). Así como los enfrentamientos por posiciones de poder promovidos por grupos de las élites generaban espacios para la resolución de otras tensiones sociales —la situación de las personas esclavizadas, la ocupación de la tierra, por mencionar algunas—, también es necesario considerar movilizaciones «desde abajo», con motivaciones propias, aun cuando falte mucha investigación al respecto.

a) ¿Guerra civil o resistencia al despotismo?

La Constitución de 1830 era un proyecto político a construir. La centralización institucional prevista contrastaba con las dificultades de las autoridades capitalinas para llegar a todo el territorio y con la persistencia de círculos de poder locales. Los «caudillos» podían actuar como dispensadores de justicia en los términos de la tradición española; el derecho de petición consagrado en el artículo 142 para «todo ciudadano», es decir, peticiones individuales y no colectivas, fue reinterpretado en los pronunciamientos de los caudillos o jefes de los distintos bandos o partidos en nombre del «pueblo oprimido» y el restablecimiento de las leyes y la Constitución, acompañados de fuerza militar. Cabe señalar que este derecho, no solamente cuando refería a temas políticos, fue cuestionado por miembros de las élites, por «disfrazar asonadas y crímenes»: «El derecho de representar es lo único que debe ser permitido a los ciudadanos, pero parcialmente y no en masa, como algunos equivocadamente lo pretenden», escribía José Rivera Indarte en La Revista de 1834 (Pivel Devoto, 1956, p. 244).

El derecho a la insurrección, que había legitimado la revolución de independencia, fue invocado en más de una oportunidad. Los conceptos de revolución y guerra civil poseían una gran carga negativa asociada a la violencia, el desorden y la anarquía. Por ello, quienes se levantaban en armas contra el gobierno trataron de distanciarse de esa acusación, apelando al derecho del pueblo a resistir el despotismo. Se amparaban en teóricos como Emer de Vattel, quien en su obra El derecho de gentes o Principios de la ley natural justificaba tal rebeldía cuando la tiranía era «insoportable» y planteaba también la potestad de las potencias extranjeras de intervenir en esa «guerra civil»: «pues cuando un pueblo se arma justamente contra un opresor, es justicia y generosidad el socorrer a los valientes que defienden su libertad; y todas las veces que llegan las cosas a una guerra civil, las potencias extranjeras pueden asistir a aquel partido que les parezca fundado en justicia» (Vattel, 1820, pp. 65-68). De esa manera, los distintos levantamientos en armas y las intervenciones regionales o internacionales en los conflictos podían encontrar una justificación, dependiendo de las alianzas y las relaciones de fuerzas en pugna. Luego de una de las sublevaciones contra el presidente Fructuoso Rivera, por ejemplo, se dio a conocer en Buenos Aires, en febrero de 1833, la «Exposición del Gral. D. Juan A. Lavalleja de su conducta relativa a los últimos acontecimientos del Estado Oriental del Uruguay y examen de los hechos del gobierno de Montevideo». El texto acusaba a la autoridad de quebrantar «las leyes fundamentales» y defendía el derecho del pueblo a «resistirle, juzgarle y librarse de su obediencia». Además, protestaba contra la pena de muerte por delitos políticos, citando a François Guizot, y contra las confiscaciones de propiedades (Pereira, 1896, pp. 60-76). A mediados de 1838, en ocasión del levantamiento de Rivera contra el presidente Manuel Oribe, Bernabé Magariños, comandante en jefe de la izquierda del Ejército Constitucional —nombre dado por Rivera a sus fuerzas de guerra—, enviaba a las autoridades de Maldonado proclamas justificando las acciones. Presentaba a sus soldados como «los verdaderos defensores de la Constitución», indicaba que la divisa era «Constitución, Orden y Subordinación» y anunciaba: «Una nueva era se presenta. Restaurar la paz, unir al Pueblo Oriental, y hacer desaparecer para siempre el flagelo exterminador de la guerra civil» (Díaz de Guerra, 1974, pp. 410-413). Los ejemplos son numerosos y variados: durante la Guerra Grande, la alianza de Manuel Oribe con Juan Manuel de Rosas y la confederación argentina en «defensa de la libertad americana», o la política del gobierno de «la Defensa» de Montevideo en favor de la intervención anglofrancesa para afirmar la civilización y el progreso.

Por otro lado, el recurso a las «facultades extraordinarias» —el artículo 81 de la Constitución autorizaba al Poder Ejecutivo a «tomar medidas prontas de seguridad en los casos graves e imprevistos de ataque exterior o conmoción interior»— fue utilizado ante los alzamientos armados, suspendiendo las garantías individuales, el derecho de reunión, la libertad de prensa y postergando las elecciones (De los Santos, 2023, p. 273).

Las características de extrema violencia desplegadas en los enfrentamientos, los recursos humanos y materiales consumidos por la movilización militar, las consecuencias de la situación de guerra en la vida cotidiana de las personas, en la producción, las inversiones o en el «progreso» del país, entre otros elementos, fueron generando una opinión pública desfavorable a la persistencia de la guerra como recurso para acceder al poder.

b) Pactos y alianzas

En el período se aprecia que los jefes político-militares apelaron al recurso de los pactos por encima de (o incluso desconociendo) las normas constitucionales. En unos casos, para sellar acuerdos que les permitieran contar con apoyos externos, como el tratado de Cangüé, alianza ofensiva- defensiva entre dos fuerzas alzadas en contra de sus respectivos gobiernos centrales, Rivera como general en jefe Defensor de la Constitución de la República Oriental del Uruguay, y el presidente de la República Riograndense, de agosto de 1838 (Guazzelli, 2015, pp. 177-181; Etchechury, 2013, pp. 84-85). En otros, como mecanismos para garantizar la estabilidad o evitar la guerra civil, por ejemplo, el «pacto de los compadres» o «transacción de los generales» entre Lavalleja y Rivera, en junio de 1830, en que el primero quedó al frente del Poder Ejecutivo y el segundo como comandante general de la campaña hasta la jura de la Constitución al mes siguiente, o el «pacto de la unión» entre los brigadieres generales Manuel Oribe y Venancio Flores, en noviembre de 1855, en que invitaban a «uniformar la opinión pública» respecto de quién debía ejercer la Presidencia de la República (Pivel Devoto, 1942, t. i, pp. 30-32 y 253-254).

A su vez, los acuerdos de alianza muchas veces fueron suscritos por los comandantes de las fuerzas en armas, sin intervención de las autoridades constitucionales. En un sugerente artículo titulado «Una guerra en busca de sus autores. Algunas notas metodológicas sobre la conflictividad regional en el Río de la Plata (1835-1845)», Mario Etchechury propone «como potenciales agentes del conflicto una serie de fuerzas militares, organizaciones y redes muy fragmentadas y con escaso grado de “estatidad” y pertenencia territorial» —Juan Lavalle y la Legión Libertadora, la comisión de emigrados unitarios en Montevideo, los grupos republicanos riograndenses, los exiliados seguidores de la Joven Italia de Giuseppe Mazzini, el Ejército Constitucional y luego el Ejército de operaciones, comandados por Rivera, entre otros—, que habrían sido los que «tejieron una suerte de “diplomacia informal” que articuló el desarrollo de la política rioplatense» en ese período (2013, p. 79). Un ejemplo puede ser la reunión celebrada en Paysandú en octubre de 1842, donde los gobernadores de Corrientes (Pedro Ferré), Santa Fe (Juan Pablo López) y Entre Ríos (José María Paz) como «jefes de la revolución argentina», por un lado, y el presidente del Estado Oriental (Fructuoso Rivera), por otro, acordaron una alianza militar contra el «tirano de Buenos Aires» y nombraron a Rivera como «director de la guerra» (Guazzelli, 2015, pp. 189-191). Estuvo presente también el presidente de la República Riograndense, Bentos Gonçalves, y se remitió una copia del acta a Carlos Antonio López, en Paraguay. La derrota en la batalla de arroyo Grande (6 de diciembre de 1842) y el avance del Ejército Unido hacia el territorio oriental mostraron la fragilidad de dicha alianza.

c) Bandos, banderías, facciones, partidos…

A lo largo de estas décadas cobró mayor fuerza la controversia en torno a la aceptación o rechazo de agrupaciones o grupos de opinión política más o menos permanentes. En los albores de la república había dos posturas, con una gama de matices intermedios. Por un lado, estaban aquellos que consideraban las divisiones políticas como una fractura potencial del cuerpo social, expresión de intereses «egoístas» puestos por encima de la nación. Temían la acción de «aventureros políticos», con «considerable talento» pero «poco patriotismo», en palabras del cónsul Hood (Barrán, Frega & Nicoliello, 1999, pp. 69 y 155), entre los que podrían estar Nicolás Herrera, Lucas J. Obes, encabezando el grupo de los «cinco hermanos», o Santiago Vázquez, entre otros. Una de las voces más firmes de esta postura fue la del coronel Antonio Díaz, redactor de El Universal, quien en 1833 afirmaba que no había un partido de oposición, sino una «facción rebelde». Desde su concepción liberal, la adhesión a un partido era como renunciar «al uso de la razón», transformarse en «una máquina dispuesta al uso a que la destina su motor, según convenga a sus miras y ambición» (Pivel Devoto, 1956, p. 229).

Por otro lado, estaban aquellos que reconocían la existencia de estos agrupamientos e incluso podían encontrar conveniente la de un partido de oposición para controlar o impedir los excesos que el partido «ministerial» o de gobierno pudiera cometer. Con una visión pragmática, que admitía la existencia temporal o incluso permanente de estas agrupaciones, pero que mantenía sus prevenciones sobre posibles excesos y desbordes, se pronunció el periódico La Gaceta en agosto de 1829: «Un partido de oposición, lejos de ser perjudicial al país, es el baluarte de la libertad, al paso que es el germen de la anarquía si se desvía de los principios de justicia». Y agregaba que ese partido era de interés «a los pueblos» y «necesario para el sostén de las leyes», «toda vez que se dirija a las cosas y no a las personas» (Pivel Devoto, 1956, p. 54).

Se trataba de espacios o agrupamientos conformados en torno a algunos referentes notables, con mayor o menor sentido de pertenencia y vínculos territoriales, que se fueron definiendo, transformando, recreando en las décadas posteriores a la independencia, aunque en la construcción posterior de sus genealogías, sus héroes, sus mártires y sus tradiciones se haya propuesto una línea de continuidad.

Después de la Guerra Grande, si bien se mantienen los contenidos negativos para algunos casos, se aprecia un cambio en el uso de la denominación «partido». Las agrupaciones políticas se preocuparon por marcar sus diferencias con los bandos o banderías anteriores, introduciendo adjetivos y complementos para diferenciarse: partidos «personales», «de guerra», «tradicionales», por un lado, y partidos «de principios», por otro (Demasi, 2016, p. 171).

Las expresiones antipartidistas promovieron ideas de unidad, de fusión o la formación de agrupamientos «nacionales» —el Manifiesto de Andrés Lamas de 1855 y la propuesta de la Unión Liberal, por ejemplo—, aunque también plantearon medidas restrictivas, como la nota del 16 de julio de 1860, que dirigió el presidente Berro a los jefes de policía, prohibiendo, bajo pena de prisión, que se portaran públicamente las banderas blanca o colorada que evocaban «los viejos odios y rencores» (Pivel Devoto, 1942, t. 1, pp. 350-351; De los Santos, 2023, p. 222).

En la segunda mitad del siglo XIX se aprecia un incremento en la formación de asociaciones políticas, como la Sociedad Partido Blanco o Constitucional en 1854, o la Sociedad de Amigos de la Paz en 1855, entre otras, así como de clubes electorales, conformados para promover candidaturas, siendo los primeros el Club de la Unión y el Club de la Defensa, ambos en 1857, a los que les siguieron, en 1860, los clubes Libertad, e Independencia y Constitución, en Montevideo, y también en otros departamentos del país.

En 1872, y en el clima de pacificación al término de la guerra civil, surgieron nuevos clubes que planteaban unirse por «principios» y no por «personalismos». El Club Radical se distanciaba de los bandos tradicionales y abogaba para que pudiera haber «en el futuro partidos verdaderos de principios que luchen siempre en el terreno pacífico y legal», como había escrito Carlos María Ramírez en el periódico La Bandera Radical (De los Santos, 2023, p. 252). El Club Nacional nucleaba a «principistas» de tradición blanca y, al igual que el Club Radical, bregaba por leyes electorales que reconocieran el principio de representación de las minorías. El Club Libertad resaltaba sus lazos con el Partido Colorado y su vocación de consolidar las instituciones y la libertad. Otros agrupamientos autodenominados «netos» —grupos caudillistas blancos y colorados— reaccionaban contra las visiones que los culpabilizaban de la situación del país.

Este fortalecimiento del asociacionismo político a comienzos de la década de 1870 da cuenta de la legitimidad que habían adquirido los partidos, que ya no eran vistos como agrupaciones intrínsecamente contrarias al orden y la estabilidad.

3. A modo de conclusión: caminos para la paz y la estabilidad política

La pacificación y la construcción de la paz, como indican los historiadores Alejandro M. Rabinovich e Ignacio Zubizarreta para el caso argentino, implicaban dos tipos de acciones a ser impulsadas por las élites dirigentes. Por un lado, represión y disciplinamiento, y por otro, medidas de más largo aliento que pudieran apartar a la población del recurso a las armas, entre las que se contaban el cumplimiento de la Constitución, las garantías del régimen electoral, instancias de diálogo y promoción del desarrollo económico (2020, pp. 141-142).

Luego de la Guerra Grande se apreció en el Estado Oriental un clima de unión por encima de las divisiones. La recorrida por las distintas poblaciones del país realizada por el presidente Juan Francisco Giró, acompañado por el ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores Florentino Castellanos, es un ejemplo de ello. En sus intervenciones, el presidente resaltaba la necesidad de consolidar la paz, «haciendo palpable[s] a todos los habitantes los beneficios consiguientes a la vida constitucional». Como indicaba ante la Junta Económico-Administrativa de Tacuarembó, en diciembre de 1852, buscaba «preparar la nación a la vida normal» —la guerra había sido lo cotidiano desde comienzos del siglo XIX— y confiaba en que el desarrollo de la educación, la industria y el comercio podrían arraigar los hábitos constitucionales, dando por resultado «la verdadera prosperidad y engrandecimiento de la República» (Castellanos, 2023, pp. 186-187).

Ese clima, sin embargo, duró poco. Giró no pudo completar su mandato, se produjo una intervención militar brasileña amparada en el tratado de alianza firmado en octubre de 1851 y, pese a los llamados a la unión o la fusión y al olvido de las antiguas banderías, a lo largo de las décadas de 1850 y 1860 se produjeron numerosos alzamientos militares y guerras civiles, en algunos casos con apoyo más o menos explícito de entidades estatales vecinas, como la «cruzada libertadora», encabezada por Venancio Flores, el 19 de abril de 1863, contra el gobierno de Bernardo P. Berro y que tuvo como corolario la participación del Estado Oriental en la Triple Alianza y en la guerra con Paraguay.

En ocasión de la llamada Revolución de las Lanzas (1870-1872), encabezada por Timoteo Aparicio y Anacleto Medina contra el «exclusivismo colorado» del presidente Lorenzo Batlle, surgieron distintas voces en favor del reconocimiento de la expresión y la resolución pacífica de los disensos políticos.

La paz del 6 de abril de 1872 fue un mojón importante en el camino del desenlace de las luchas políticas por carriles diferentes a la guerra civil. El acuerdo para finalizar el conflicto armado contenía en su parte escrita la convocatoria a elecciones ese mismo año y en la parte verbal una garantía para la representación territorial de las minorías. El mecanismo fue disponer que el presidente de la República designara jefes políticos y de policía blancos en Cerro Largo (que incluía parte de Treinta y Tres), Florida, Canelones y San José (que incluía a Flores). Los restantes nueve departamentos tendrían jefes políticos colorados. De hecho, el acuerdo reconocía la injerencia de los jefes políticos en los procesos eleccionarios.

El mecanismo era imperfecto y, en cierta forma, inconstitucional. Aun cuando el resultado inmediato no fue el esperado, y poco tiempo después se inauguró un período que puso énfasis en la represión y el disciplinamiento de signo autoritario, puede afirmarse que supuso un jalón en el reconocimiento de la existencia y coexistencia de asociaciones políticas, agrupamientos y liderazgos, así como en el sinuoso camino hacia la aceptación de que un gobierno estable podía lograrse a través del pluralismo y la coparticipación.

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2. Con la frase «Fin a la revolución, principio al orden» comenzaba un decreto del Congreso de las Provincias Unidas fechado en agosto de 1816, que reputaba como enemigos del Estado a quienes promovieran «la discordia de unos pueblos a otros», atentaran contra las autoridades o desconocieran sus determinaciones. (Mabragaña, c.1910, pp. 110-111).

3. En esa reunión, conocida como asamblea de la quinta de la Paraguaya, cuartel de las fuerzas que estaban poniendo sitio a la ciudad de Montevideo, se debatió acerca del armisticio que el gobierno bonaerense estaba negociando con el virrey Elío. Véase: crónica de la reunión en Carlos Anaya (1953, pp. 314-315).

4. Artigas fue declarado traidor el 2 de febrero de 1813 por Manuel de Sarratea, y el 11 de febrero de 1814 por el director de las Provincias Unidas, Gervasio Antonio de Posadas.

5. El doctor Nicolás Herrera se encontraba en España cuando se produjo el motín de Aranjuez (marzo de 1808) que llevó al trono a Fernando VII e incluso participó en la elaboración de la Constitución de Bayona bajo influencia de Napoleón (1809). En correspondencia a su esposa, Consolación Obes, narró sus impresiones acerca de la sublevación popular: «una turba del populacho cometía mil desórdenes» (Pivel Devoto, 1952, p. 192, nota 190). En 1815, luego de la caída de Carlos María de Alvear, fue enjuiciado y expatriado a Río de Janeiro. Regresó a la Provincia Oriental en 1816 como secretario del jefe de las tropas lusobrasileñas, Carlos Federico Lecor.

6. Lucas José Obes, natural de Buenos Aires, era doctor en leyes y comerciante. Residente en Montevideo, apoyó la Junta formada en 1808 y participó del «partido americano» que en 1810 procuró el reconocimiento de la Junta de Buenos Aires.

7. Las referencias corresponden a un artículo de El Argos, periódico publicado en Buenos Aires, del 30 de junio de 1821, días previos al Congreso extraordinario que aprobó la incorporación al Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve (Dellepiane, De Vedia y Mitre, y Zabala, 1931, p. 56), y al ya mencionado informe del cónsul británico Hood (Barrán, Frega & Nicoliello, 1999, pp. 67-69).

8. El 5 de enero de 1829 el representante por Canelones, Atanasio Lapido, propuso avanzar más en la reivindicación de Rivera: declarar «en todo el territorio del Estado al Brigadier D. Fructuoso Rivera libre de las imputaciones de traidor, y en pleno goce de los privilegios y prerrogativas anexas a un buen Ciudadano». La comisión especial que analizó la moción entendió —y así fue aprobado— que lo resuelto el 30 de diciembre anterior ya se refería a él como «digno y benemérito General» y lo había reconocido en posesión y goce de todos sus derechos cívicos, por lo que era innecesaria una nueva declaración. (Uruguay, 1980, pp. 181-182 y 356-365).

9. Rondeau obtuvo 25 votos; Luis Eduardo Pérez, 4; Rivera, 2, y Andrés Durán y Tomás García de Zúñiga, uno cada uno. Miguel Barreiro y Lázaro Gadea se retiraron sin votar.