Harrow avanzaba velozmente por el estrecho sendero que se formaba entre las coloridas caravanas. Se llevó una mano al pecho y arrugó con los dedos la tela de su cálida capa, sintiendo que el corazón se le aceleraba bajo el puño. Se obligó a seguir caminando, aunque en realidad quería correr.
Por todo el circo, voces amistosas alegraban la mañana. Los trabajadores ya estaban montando la carpa, clavando las estacas en la tierra con sus pesados mazos. Alrededor del bullicioso terreno y la circundante ciudad de Beirstad, las montañas nevadas enmarcaban el cielo despejado. Aunque el aire era fresco, los rayos del sol brindaban un calor agradable.
Sin embargo, Harrow permanecía envuelta en su capa. Por dentro, la sangre corría helada por sus venas.
En solo unos días el montaje estaría completo, y El Increíble Circo de los Elementales de Salizar cobraría vida con toda su extravagancia. Las luces encantadas iluminarían la carpa principal y brillarían a lo largo de las filas de caravanas y tiendas donde esperarían ocultas misteriosas atracciones, incluyendo la caravana de adivinación de Harrow. Los humanos acudirían en masa a mirar y disfrutar, y Salizar se aseguraría de exprimirles hasta la última moneda.
En cuanto Harrow vio su destino frente a ella, apretó el paso.
Afuera de una caravana roja y azul una mujer de piel color medianoche y largas trenzas tomaba el sol recostada en una silla, con una apacible sonrisa en el rostro. Oyó que Harrow se acercaba antes de que pudiera anunciarse, y abrió de golpe los ojos ambarinos.
—¡Buenos días, Harrow! —exclamó, extendiendo los brazos. Tenía los músculos tonificados por años de entrenamiento. «La extraordinaria Malaikah» había trabajado más duro que nadie para ganarse su puesto como la acróbata estrella del espectáculo—. Qué bonito está el sol, ¿verdad? Pensaba que en el norte siempre hacía frío, pero… —Se interrumpió y su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué pasa?
Harrow y Malaikah habían sido amigas íntimas durante décadas, y a Harrow no le sorprendió que Malaikah hubiera percibido que le pasaba algo malo con una sola mirada.
—Me desperté con un terrible presentimiento, Mal —dijo Harrow sin preámbulos—, y creo que se avecinan problemas. Pero cuando hice mi ritual para predecir el futuro, no vi ninguno…
Malaikah se levantó de repente, mirando a su alrededor para comprobar que estaban solas.
—¿Por qué no hablamos adentro?
Si Harrow hubiera estado pensando con claridad, habría sugerido lo mismo antes de empezar a hablar. Sabía que no debía expresarse abiertamente acerca de sus dones donde corriera el riesgo de que la escucharan. No podía permitirse que se le escapara algo sobre su verdadera naturaleza.
Con gentileza, Mal la condujo hacia la estrecha puerta de su caravana. Adentro había una cama con cortinas en un extremo, una pequeña estufa de leña, una barra, y un ropero lleno de trajes brillantes. Se sentaron frente a la pequeña mesa del lado opuesto de la estufa.
—Cuéntame qué pasa —dijo Mal cuando se acomodaron, moviendo la cola con sutil tensión. Malaikah era un híbrido de pantera negra, una de las especies de los elementales de la reina de la tierra. Como todos los híbridos, mostraba en su aspecto y habilidades ciertos rasgos de su animal; en el caso de Mal, una cola fibrosa, orejas felinas y colmillos afilados.
Harrow se retorció las manos sobre la mesa que tenía delante.
—Desde que me desperté esta mañana tengo la sensación de que algo se acerca, pero no puedo descifrar qué, más allá de una sensación general de temor. Siento que hay alguien que necesita mi ayuda, y que si no la recibe algo terrible ocurrirá. Pero no sé quién es ni cómo encontrarlo.
Malaikah frunció el ceño.
—¿El Agua es la que te lo dice?
—Siempre es el Agua. —El Agua era el elemento fuente de todas sus visiones y premoniciones. Ella era el conducto a través del cual la poderosa fuerza expresaba su sabiduría—. Hice mi ritual matutino para predecir el futuro —continuó Harrow—, pero no me dio ninguna respuesta. Lo único que vi cuando miré en el cuenco de agua fue la imagen de unas llamas, y luego tal vez un tipo de sombra atravesando una luna llena. Nada de eso tiene sentido para mí.
—Ya. —Mal se recargó en su asiento—. Lo de la luna tampoco me dice nada, pero gracias a la reina Furie, creo que todos le tenemos un miedo saludable a todo lo relacionado con el fuego.
—No puedo desprenderme de la sensación de que debería estar haciendo algo. Tal vez tenga que buscar a alguien. Pero ¿dónde? —Harrow se pasó las manos por la melena de pelo rizado con un gesto de frustración—. O quizá lo esté malinterpretando y en realidad es una advertencia de que el circo está en peligro. No lo sé.
—Si crees que es una señal de peligro, deberíamos tomarlo en serio. ¿Quizá deberías decírselo a Salizar?
—¿Por qué iba a creerme? —Pasó el dedo por el borde de la banda para el cabello que usaba todos los días para ocultar sus orejas puntiagudas—. Él cree que soy humana. Va a querer saber por qué creo que hay una amenaza, pues no tiene motivos para confiar en mis instintos. Si intento convencerlo, solo le daré más motivos para sospechar qué soy.
—Ya te lo dije mil veces, yo creo que Salizar ya lo sabe. ¿Por qué te habría acogido si no lo supiera?
—Porque era una huérfana de diez años que había presenciado una masacre. Humana o elemental, era solo una niña. También ayudó a Loren, ¿no?
Harrow no quería que Salizar supiera quién era. A él no se le escapaban muchas cosas, pero para ella era importante tener el control de su secreto. Y además no quería que la gente le preguntara qué recordaba de aquella noche, sobre todo porque no recordaba nada en absoluto.
Bueno, casi nada. «Sangre en sus manos. Un cuerpo tibio enfriándose a su lado». Pero no era el momento de desenterrar ese viejo dolor.
—De todas formas, ahora mismo no importa —dijo, agitando una mano—. Se avecina algo malo y no sé qué hacer al respecto.
Malaikah se levantó con decisión, con la postura tensa. Entre el tumulto de emociones, Harrow sintió una punzada de arrepentimiento por haber puesto nerviosa a su amiga solo unos días antes de la noche del estreno.
—Si realmente hay un peligro, tenemos que avisarle a la gente —dijo Mal—. ¿Qué tal si yo voy a hablar con Salizar por ti? Le diré que tengo razones para creer que hay…
De repente se interrumpió y se puso rígida. Volteó hacia la ventana abierta sobre la cama, inclinó la cabeza y agitó las orejas.
—¿Qué pasa? —susurró Harrow. Como híbrido, el oído de Malaikah era mucho mejor que el suyo, pero Harrow tenía la terrible sospecha de que ya sabía lo que Mal iba a responder.
—Creo que podría ser demasiado tarde para las advertencias. Hay algún tipo de conmoción en la puerta principal. Oigo gritos.
Harrow se levantó de un salto, el miedo le recorrió todo el cuerpo.
—¡Vamos!
Las dos salieron rápidamente. En el exterior, Harrow pudo oír voces lejanas y furiosas. Así que corrieron hacia la fuente del ruido. Se recogió las faldas e intentó igualar el rápido paso de Malaikah, pero le era imposible seguir el ritmo de un híbrido de pantera corriendo a toda velocidad.
Cerca de la entrada había unos vagones de carga con tiendas enrolladas y material de construcción listo para ser instalado. Junto a las altas puertas, la taquilla estaba a medio construir, las paredes de colores ya estaban montadas, pero sin el techo. Cuando Harrow pasó junto al último vagón y finalmente alcanzó a Mal, se detuvo. Quedaron frente al alto arco sobre las puertas de hierro forjado del circo.
Y ante la turba de humanos furiosos que se había reunido afuera.
La muchedumbre, de unas cincuenta personas, parecía estar compuesta por ciudadanos comunes de la ciudad, no iban ataviados con las galas de los ricos ni vestidos con los harapos de los mendigos. Los hombres y las mujeres llevaban antorchas y armas que azotaban contra los barrotes con un estruendo metálico.
El candado y la cadena que mantenía las puertas cerradas les parecieron de repente una defensa lamentable. Sobre todo porque un hombre corpulento agitaba una pesada hacha al frente de la multitud.
—¡Escoria elemental! —gritó alguien al ver a Harrow y Malaikah. Bajo el radiante sol de la mañana, la exhibición de furia resultaba incongruente—. ¡Sirvientes de las putas reinas! ¡Los de su clase no son bienvenidos aquí!
Harrow no dudaba que se abrirían paso si se les permitía. La furia en sus rostros dejaba clara su determinación de infligir violencia contra los desamparados elegidos de la reina.
Su odio era tan erróneo como ignorante. Tanto los humanos como los elementales habían pagado el precio de las interminables disputas entre las reinas. Harrow sabía mejor que nadie lo alto que podía llegar a ser el precio de la guerra.
—¡Vuelvan por donde vinieron! —gritó otro hombre que golpeó con fuerza los barrotes para enfatizar sus palabras.
—¿Adónde quieres que vayamos? —gritó Malaikah, intrépida. Mostró sus afilados colmillos blancos—. ¡Vinimos de aquí, igual que ustedes! —Volteó hacia Harrow y añadió—: No puede ser. ¿Sirvientes de las reinas? ¿Qué clase de lógica es esa? Por si estos tontos no se han dado cuenta, a las reinas ya no les importamos un demonio.
Siguiendo su intuición, Harrow agarró a Mal de la mano y la jaló hacia atrás para cubrirse detrás del vagón de carga.
—Esta gente no tiene lógica, Mal. No intentes razonar con ellos. Solo los enfurecerás más.
—Oh, creo que ya están bastante furiosos.
Como para reafirmar su argumento, una descarga de piedras voló sobre las puertas, acompañada de más insultos. Mientras tanto, seguía escuchándose el ruido metálico del hacha al golpear la cadena.
—Maldita sea. —Malaikah miró del otro lado del vagón y señaló—. Mira. Oli está atrapado en la taquilla.
Harrow se inclinó y siguió su dedo. Tardó un momento en ver al híbrido de zorro escondido en un rincón de la estructura a medio terminar, un destello de su lustroso pelo rojo era apenas visible a través de la ventana.
—Por la Diosa, ¿qué hace ahí? —siseó Mal—. ¿Por qué no huye?
La taquilla estaba pegada a la reja y a poca distancia de los humanos si alcanzaban a atravesar los barrotes. Sin embargo, estaba por dentro del terreno y la puerta abierta daba la espalda a la multitud, lo que significaba que Oli podía escapar si se movía con rapidez.
—Están tirando piedras. —Harrow se agachó cuando una salió volando sobre el vagón. Desde luego, no le gustaría salir corriendo de un escondite seguro directamente bajo la línea de fuego de una turba enfurecida.
—Es un zorro —dijo Mal—. Es más rápido que todos ellos juntos.
—Tal vez tiene demasiado miedo para correr. —De todos los elementales, los híbridos eran los más fuertes físicamente, pero Oli no era un guerrero, y parecía probable que tan solo estuviera paralizado de miedo.
—¡Oli está ahí adentro! —gritó alguien, y Harrow miró hacia atrás. Detrás de otro vagón, varios trabajadores del circo se habían reunido para contemplar el espectáculo.
—¡Oli, corre! —gritó otro.
—¡Cállense! —siseó Mal, pero, por desgracia, la advertencia llegó demasiado tarde. Algunos de los humanos oyeron y se dieron cuenta de la ubicación de su compañero atrapado. Metieron las armas a través de los barrotes para golpear los lados de la taquilla. Otros lanzaron más piedras. Oli palideció y se aplastó contra la pared como si intentara desaparecer.
Mientras Harrow observaba, el Agua surgió de repente en su interior, turbulenta e insistente.
—Mal —dijo, luchando contra el repentino ataque de magia en respuesta a la amenaza—. Tenemos que sacar a Oli de ahí ahora mismo. —Cerró los ojos y tomó aire, deseando que el Agua se calmara. Oli necesitaba ayuda, pero no podía permitirse liberar sus defensas, no ahí, en medio del circo, enfrente de una horda de humanos.
Recuperando un poco el control, abrió los ojos de nuevo y se preparó para correr hacia el tumulto. Quizá no fuera capaz de usar sus habilidades, pero eso no significaba que no fuera a ayudar.
Entonces notó el espacio vacío a su lado donde antes había estado Mal.
Levantó la vista justo a tiempo para ver que una sombra se acercaba a la puerta de la taquilla. Un segundo después, Malaikah apareció en el interior de la construcción.
Harrow se inclinó por un costado del vagón de carga para ver mejor, aferrando la madera con los dedos. Observó con la respiración contenida cómo Mal hablaba con Oli, tranquilizándolo, a la vez que clavaba sus garras en cualquier arma que se acercara.
El Agua surgió de nuevo, y esta vez Harrow la obedeció.
—¡Corre, Mal! —gritó.
Malaikah miró hacia atrás a través de la ventana.
—¡Corre, ahora!
Malaikah tomó a Oli de la mano y, finalmente, empezaron a moverse. En ese mismo momento alguien lanzó una antorcha que atravesó el aire y cayó por el techo abierto de la estructura. Apenas habían cruzado la puerta cuando impactó en el suelo, derramando combustible y fuego. De inmediato, la madera vieja y seca ardió en llamas. Cuando Oli y Malaikah llegaron al lado de Harrow, la taquilla ya estaba envuelta en llamas.
Se tiraron al suelo, con la espalda contra las ruedas del vagón de carga.
—Estuvo demasiado cerca —jadeó Malaikah, pero parecía eufórica, sus ojos ámbar brillaban con la emoción de la batalla. En cambio, el pobre Oli parecía conmocionado.
En ese momento llegó Salizar.
—Gracias a la dulce Diosa madre —susurró Oli, apretándose las mejillas con las palmas de las manos.
El intimidante director del circo se acercaba a las puertas con su silueta impresionante. Alto y portentoso, sostenía en alto su bastón encantado y su largo abrigo ondeaba detrás de él. A medida que se acercaba a la multitud a rápidas zancadas, los furiosos humanos parecían perder parte de su audacia.
Parecía que a Salizar le precedía su reputación, pero no era una sorpresa. Era casi tan oscuramente famoso como su circo.
Cuando llegó a las puertas, no se molestó en dirigirse a nadie. En su lugar, levantó el bastón y apuntó hacia los barrotes de hierro.
Unos rayos plateados salieron de la punta del arma hacia el metal, bajaron por los travesaños que unían los barrotes y salieron disparados hacia arriba. La corriente alcanzó a quienes los estaban tocando, y se oyeron gritos mientras la multitud retrocedía.
Como última advertencia, Salizar volvió a disparar, pero esta vez apuntó al hombre del hacha que había intentado romper la cadena. Un rayo recorrió su cuerpo, y el humano cayó como una piedra. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Una vez recibido el mensaje, la multitud comenzó a retroceder. Bajaron sus armas y sus estridentes gritos se desvanecieron hasta que el único sonido que quedó fue el crepitar de la madera quemada. Salizar dio un paso atrás y se produjo una tensa pausa, mientras que el maestro de ceremonias desafiaba a la muchedumbre a acercarse, y los humanos debatían si debían atacar de nuevo.
Al final, por supuesto, se rindieron, retrocediendo por el camino, gritando amenazas e insultos para apaciguar su orgullo herido. El hombre del hacha, inconsciente, tuvo que ser arrastrado por el resto del grupo, con los brazos y las piernas suspendidos mientras su torso colgaba como un saco de granos.
Salizar dio la espalda a los humanos y se acercó a los miembros de su circo.
—Fue increíble, señor —susurró Oli, aún desplomado contra la rueda del vagón y con aspecto de estar completamente agotado.
El maestro de ceremonias los miró a él y a Malaikah.
—¿Están bien?
—Estamos bien —dijo Mal, sonriendo. Volvía a estar de pie, como si estuviera considerando perseguir a sus agresores en fuga—. En especial después de ver a esos humanos dispersarse como pollos asustados.
Salizar se dirigió a los demás.
—Empiecen a recoger. Nos vamos. Corran la voz a los demás.
Hubo un momento de silencio atónito y sus sonrisas victoriosas se desvanecieron.
—Pero, señor —dijo Oli—, acabamos de llegar.
—Y ya nos vamos —replicó Salizar—. Me niego a actuar en una ciudad que no se molestó en asegurarse de que tuviéramos una bienvenida segura después de invitarnos, y no me arriesgaré a que uno de esos humanos traspase las puertas y sea una amenaza durante un espectáculo. Así que ve a empacar. Nos vamos a Allegra mañana a primera hora.
Tras este pronunciamiento, partió por el carril central, dejando la taquilla todavía ardiendo a sus espaldas. A su paso siguieron gemidos y murmullos de incredulidad, pero nadie protestó su decisión.
Harrow casi no podía creer que estuvieran a punto de dar media vuelta y marcharse después de haber viajado semanas para llegar hasta ahí, pero también sabía que Salizar se tomaba muy en serio la seguridad del circo. Odiaba la idea de que Malaikah corriera peligro debido al público mientras actuaba. ¿Y si alguien le arrojaba algo mientras se balanceaba en el trapecio? Una caída desde esa altura podía significar lesiones graves o incluso la muerte.
Pronto los demás se dispersaron para cumplir sus órdenes, deshaciendo el trabajo que acababan de empezar, mientras que un par de personas se quedaron para apagar el fuego de la taquilla. Malaikah se ofreció a acompañar a Harrow hasta su caravana, y ella agradeció la compañía, aunque seguía sintiéndose inquieta.
—Es asombroso cómo lo haces —dijo Mal mientras caminaban, procurando mantener la voz baja—. Creo que nunca me acostumbraré. Dijiste que viste fuego en tu visión, y me dijiste que sentías que había alguien que necesitaba tu ayuda. Bueno, obviamente era Oli. Si no hubiéramos aparecido cuando lo hicimos… me estremezco al pensar lo que podría haber pasado.
Se detuvieron frente a la caravana de Harrow. Ella forzó una sonrisa.
—Fue una fortuna, eso seguro.
—No fue suerte, y lo sabes —dijo Mal, dándole un suave codazo.
Harrow lo sabía. Pero por alguna razón no compartía la sensación de alivio de Malaikah.
Se despidieron prometiendo verse en la próxima comida y Harrow se escabulló por la entrada de tela de su caravana de adivinación. Un toldo se extendía desde la parte trasera de su caravana sobre la estrecha puerta, y de los bordes colgaban telas con estampados brillantes que servían como paredes.
Sin embargo, el resto del pabellón aún estaba por montarse. Al menos no tendría que guardar nada más. Cruzó el espacio vacío y entró directamente en la caravana, cerrando la puerta y apoyándose en ella.
Cerró los ojos, respiró hondo y, finalmente, liberó la energía que había estado conteniendo.
Un campo de fuerza invisible pulsó hacia el exterior, haciendo vibrar los objetos de su pequeña casa y condensándose en las paredes y ventanas. Ahí, en secreto, podía entregarse al Agua. Afuera no. No delante de todos.
Cuando pasó la ola, abrió los ojos y miró a su alrededor. La linterna de la noche anterior estaba encima de la mesa. La visión de la mecha ennegrecida y muerta le produjo otro extraño escalofrío.
Malaikah tenía razón, se dijo. El fuego de la taquilla coincidía con el que había visto mientras predecía el futuro. Y la extraña sombra… Bueno, Mal moviéndose con la rapidez de una pantera sin duda era como una sombra.
«Pero en tu visión la sombra era fluida», susurró su mente. «No era una forma sólida».
Sacudió la cabeza, negándose a escuchar las dudas. Oli sí había necesitado su ayuda. Si no hubieran estado ahí, podría haber resultado gravemente herido. La conexión era obvia.
Era pleno día, pero solo se colaban unos pocos rayos de luz por las rendijas entre las cortinas de la ventana. De repente, la oscuridad la inquietó. En la oscuridad acechaba lo desconocido. La oscuridad era el nacimiento de cambios inoportunos.
Se agachó y buscó en el suelo el lugar donde la noche anterior se le había caído la caja de cerillos. La encontró debajo de la mesa, la recogió, prendió un cerillo y volvió a encender la linterna.
Se paró junto a la mesa y miró la diminuta llama parpadeante. Emitía un reconfortante resplandor anaranjado que le proporcionó cierto alivio. Una luz en medio de la oscuridad.
Habían sorteado el peligro. Habían rescatado a alguien necesitado, Salizar había ahuyentado a la turba y ahora abandonaban Beirstad por completo. Entonces, ¿por qué seguía teniendo la misma sensación de terror? ¿Por qué le seguía doliendo el corazón y tenía helada la sangre?
¿Por qué sentía que una sombra se cernía sobre ella?
El sol se deslizó bajo sus párpados mientras se desprendía poco a poco de la inconsciencia. Su instinto le decía que agudizara la vista, que observara su entorno, que buscara amenazas. Solo consiguió mover los ojos debajo de los párpados demasiado pesados.
El dolor lo tomó por sorpresa mientras recuperaba poco a poco la conciencia de su cuerpo. Todo le dolía.
Finalmente abrió los ojos, pero los cerró de inmediato cuando lo escaldó el sol. Lo intentó de nuevo, entrecerrando los ojos bajo la intensa luz, y vio azul. Un cielo despejado, sin una nube a la vista.
Luchando contra una intensa debilidad, giró la cabeza a un lado. A su lado, el suelo estaba agrietado y polvoriento, una costra impenetrable y endurecida. A lo lejos, un arbusto solitario luchaba por sobrevivir.
El chillido lejano de un pájaro le hizo volver la vista al cielo. Los buitres volaban en círculos, esperando que su presa estuviera lo bastante débil para abalanzarse sobre ella y consumirla mientras su carne aún estuviera fresca. Se preguntó qué desgraciada criatura estaría varada por ahí esperando la muerte.
Entonces se dio cuenta de que la desgraciada criatura era él.
No tenía intención de convertirse en comida para buitres, pero cuando intentó moverse, la tarea le resultó insoportablemente difícil. Sin embargo, tenía que intentarlo. Después de todo lo que había soportado, de ninguna manera iba a quedarse ahí indefenso para rendirse a la muerte…
¿Después de todo lo que había soportado…?
¿Qué había soportado?
Lo invadió una ola de fría comprensión. Luchar por abrir los ojos bajo el sol abrasador con el cuerpo demasiado débil para moverse era el único recuerdo que tenía. De cualquier cosa.
Ni siquiera sabía cuál era su propio nombre.
El peso de la carne era un concepto extraño por completo, de eso estaba seguro. El cielo azul, la tierra resquebrajada, los pájaros sobre él… todo eso le resultaba familiar. Pero esta extenuación debilitante, esta sensación de estar atado a un saco marchito de piel y huesos…
Era algo totalmente distinto.
Evidentemente, quienquiera que hubiera sido era alguien que no se rendía con facilidad, porque, a pesar de lo desesperado de su situación, se obligó a darse la vuelta. Empujándose con las manos con todas sus débiles fuerzas, levantó el torso.
A la izquierda no había más que un desierto estéril hasta donde alcanzaba la vista. A la derecha un imponente acantilado se alzaba orgulloso hacia el cielo. En la base crecían unos míseros arbustos y hierbajos.
En la base… había sombra.
Concentrado en su nuevo objetivo, empezó a arrastrar su pesado cuerpo por el polvo ardiente hacia aquel pequeño refugio. Se dio cuenta de que estaba desnudo. Por supuesto que lo estaba. La conciencia de su desnudez, el deseo de cubrir su piel desnuda… Eran otras sensaciones que se sentían ajenas.
Qué humillante.
Una fría ira surgió en su interior, el impulso de aniquilar al enemigo invisible que lo había puesto en ese predicamento.
Lo sofocó y por ahora se centró en el objetivo más inmediato: sobrevivir. Se estiró hacia el frente y clavó las garras en la tierra agrietada, arrastrándose centímetro a centímetro hasta que por fin llegó a su destino.
Protegido por fin del sol, se desplomó exhausto. Maldijo su extraña prisión de carne y su debilidad. Alguna vez había sido poderoso. Invencible. Ahora no era nada. Ahora solo podía quedarse ahí y desear no sentir cuando los buitres empezaran a comérselo.
Con ese último deseo aciago, se abandonó hacia el olvido.
En las profundidades del Territorio del Sur, la tierra de la reina del fuego, un humano llamado Cragar encabezaba a un pequeño séquito a través del desierto abrasador.
Tres jinetes sobre caballos cansados cabalgaban en formación alrededor de un carro de cuatro ruedas, tirado por un camello. Su viaje de dos días a la aldea más cercana había sido fructífero e iban cargados de provisiones para sus próximos viajes. La piel de sus rostros se había bronceado hasta adquirir un tono moreno oscuro después de unos días expuestos al sol; la de todos excepto la de Anzo, que estaba rojo y se despellejaba por mucho que se cubriera.
Todos tenían sed, incluso el camello; a pesar de todo Cragar no dejó de empujar a sus hombres. Sabía que estaban cerca de su campamento y, de todos modos, no había agua cerca.
El sol se hundía en el horizonte, la bola naranja vivo estaba cerca de desaparecer. Una vez que lo hiciera, la temperatura descendería casi hasta el punto de congelación, y la falta de agua no sería la única preocupación para su supervivencia. En lo alto, los buitres volaban en círculos por el cielo cada vez más oscuro, y sus gritos solitarios eran el único sonido en el desolador silencio.
Más adelante, un oscuro acantilado se alzaba sobre la tierra llana. Solo había un camino para llegar a la cima: un estrecho sendero diagonal atravesaba la pared. Cragar guiaría a sus hombres por ese camino en el último esfuerzo hacia su campamento. Si todo salía bien, esperaba llegar al anochecer.
Sin embargo, cuando se acercaban a la base del acantilado, sus ojos percibieron un objeto oscuro en la distancia que parecía incongruente con el paisaje. Vio cómo un buitre se abalanzaba sobre él antes de volver con brusquedad hacia el cielo. Otro le siguió.
Se lo señaló a sus hombres, quienes desviaron su rumbo y se dirigieron hacia ahí para investigar. A medida que se acercaban, su confusión se transformó en desconcierto e incluso inquietud.
La forma era vagamente humana. Piernas largas, brazos extendidos. Pero su aspecto era… extraño. Como una sombra, pero sin solidez ni tono. Era oscuridad sin profundidad, un vacío que absorbía la luz como una esponja. Cuanto más intentaban enfocar la mirada en ella, más se les enturbiaba la vista.
—¿Está muerto? —preguntó uno de sus hombres mientras detenían sus caballos a una distancia prudencial.
—Si no lo está, lo estará pronto —respondió otro—; si no, los buitres no estarían dando vueltas.
Cragar desmontó y se acercó con cautela a la extraña figura. Al acercarse vio que se trataba de un humanoide macho. No cabía duda, porque estaba casi desnudo.
Estaba acostado de lado, con un brazo abajo y el otro estirado hacia delante, con las largas piernas extendidas sobre el suelo. El brillante pelo negro se extendía alrededor de su cabeza, ocultando su rostro. Su cuerpo era robusto como el de un guerrero, aunque era imposible distinguir ningún detalle en su piel debido a su extraña falta de luz. Mirarlo era como asomarse a un abismo.
Cragar se acercó a la figura, alzó el pie calzado con sandalias y la pateó ligeramente en el hombro. El hombre de sombra no se movió. Cragar volvió a golpearlo, esta vez lo bastante fuerte como para tirarlo de espaldas.
La criatura gimió son suavidad.
Cragar saltó hacia atrás.
—¡Por la Diosa, está vivo!
—¿Qué clase de hombre es este? Parece un demonio de las lúgubres sombras.
—No tengo idea —respondió Cragar—, pero no sé si lo llamaría un hombre, de cualquier tipo.
Solo un elemental podía tener unas características tan antinaturales, aunque nunca había oído hablar de ninguno de su especie con una piel que pareciera tanto de otro mundo. Aunque nunca le había interesado saber mucho sobre las abominaciones mágicas de las reinas.
Para él, el mundo sería un lugar mejor si los elementales y sus viles reinas desaparecían de él. Lo único para lo que servían los elementales era para conseguir oro cuando los vendía como esclavos en el mercado.
—¿Quizá sea un híbrido? —aventuró otro de los hombres, sin dejar de mirar a la monstruosa criatura desparramada sobre la arena.
—No tiene características animales —dijo otro.
—Tiene garras. Mira.
Se hizo un silencio mientras estudiaban su extraño descubrimiento.
Y entonces Cragar habló:
—Sea lo que sea, nos darán una buena suma por él.
Las miradas sobre la figura desnuda se encendieron con repentina avaricia.
—Llevémoslo.
Con cautela, los tres hombres se acercaron a él. Lo agarraron por los brazos y las piernas y levantaron su considerable peso del suelo del desierto, arrastrando los pies torpemente hacia el carro.
A mitad de camino, la criatura se despertó.
Delirante y debilitada por la terrible experiencia que la había dejado varada en el desierto, la criatura no podía atacar con la eficacia que habría podido. Se limitó a agarrarse a los hombres y a atacarlos con sus garras, con un ominoso gruñido retumbando en su pecho. Por reflejo, lo soltaron y saltaron hacia atrás, y la criatura cayó al suelo.
Abrió los ojos de golpe.
Los hombres ahogaron un grito.
—Por la Diosa, ¿qué es esta bestia?
La criatura gruñó y, aunque parecía estar al borde de la inconsciencia, empezó a incorporarse lentamente. Con esfuerzo, se puso de pie ante ellos, estirándose hasta alcanzar su máxima altura, balanceándose sobre sus pies. Parpadeó con fuerza, mostrando unos ojos antinaturales: dos pozos de oscuridad con guirnaldas de llamas en el centro. Flexionó las garras y se hincó en una inestable posición de ataque.
Y entonces brotaron de su espalda dos enormes alas coriáceas.
Los hombres retrocedieron tambaleándose y uno cayó suelo. Aquellas alas habían aparecido de la nada. No había habido rastro de ellas unos momentos antes.
La criatura gruñó, frunciendo la boca y mostrando unos relucientes colmillos blancos. Era la encarnación del miedo. Una sombra viviente de la muerte.
—Traigan las cadenas —ordenó Cragar, enfrentándose a la criatura. No le importaba lo que fuera. Miraba esa sombra de la muerte y veía llover oro.
No se podía prosperar en su negocio sin tener un agudo sentido de lo que se vendería bien. De hecho, ya estaba pensando en un comprador en particular que estaría interesado en este espécimen.
Había un hombre de especie indeterminada —algunos decían que era humano; otros, que era un encantador— que viajaba por los territorios con su compañía de elementales, cobrando una tarifa considerable por exhibirlos ante sus clientes curiosos.
¿Cuánto podría valer esta criatura de sombra para un hombre así? Seguramente una fortuna.
—Traigan las cadenas —repitió Cragar— y asegúrenlo bien. Lo llevaremos a Allegra y se lo venderemos al coleccionista de demonios.
La criatura se resistió a la captura con todas sus fuerzas, como solían hacer los seres salvajes. Los hombres de Cragar sufrieron varias laceraciones que requerirían el uso de valiosos suministros médicos.
Pero al final, la debilidad de la criatura no fue rival para tres humanos motivados por la perspectiva de riqueza. Un golpe en la sien acabó con él y por fin le ataron las muñecas y los tobillos.
Lo cargaron en la parte trasera del carro y lo llevaron de vuelta al campamento. A la mañana siguiente volvieron a hacer las maletas y emprendieron el polvoriento camino hacia Allegra, en el Territorio Central.
Tenían negocios que hacer.
La mujer humana echó una mirada nerviosa por encima del hombro mientras entraba en la caravana de Harrow. Siempre era así, nadie quería ser visto visitando a una falsa psíquica, pero el atractivo de conocer lo desconocido era demasiado grande para que se mantuvieran lejos.
Sentada pulcramente en la silla vacía, la mujer se alisó la falda y abrió los ojos de par en par al contemplar el aspecto de su «adivina». Harrow estaba acostumbrada a ese tipo de reacciones.
Ese día llevaba una camisa roja con una bata de seda estampada encima, las mangas sueltas y la parte inferior estaba decorada con borlas. Unos pesados aretes de lágrima y una diadema de seda para ocultar sus orejas puntiagudas contrastaban con su espesa cabellera negra. Por dentro del vestido, un medallón colgaba de una delicada cadena entre sus pechos.
Su ropa le ayudaba a interpretar su papel, pero eso se debía sobre todo a que así era como habían vestido tradicionalmente las videntes de antaño. Su medallón era su posesión más preciada: había sido de su madre, lo único que Harrow tenía de ella. Dentro había un pequeño fragmento de cristal, la última pieza que quedaba de las piedras de adivinación de su madre.
En cuanto a la clienta de Harrow, era casi lo opuesto a Harrow en todos los sentidos. De piel pálida, humana, adinerada, tal vez la esposa de un próspero comerciante. Allegra estaba justo en medio del Territorio Central, el dominio de la reina del éter, lo que la convertía en el centro comercial ideal para los cinco territorios.
—¿Cuánto cuesta una lectura?
—Diez piezas. —Era el precio más alto que Harrow había pedido, pero la ropa de la mujer le decía que podía permitírselo.
La clienta se resistió por un momento al precio, pero pronto metió la mano en el bolsillo de su vestido y depositó diez monedas de oro sobre la mesa.
—Déjame ver tus manos, por favor.
La mujer extendió las manos y Harrow las estrechó, girándolas para que las palmas quedaran hacia arriba. Las estudió, suaves y sin arrugas, sintiendo la crecida del Agua con cada respiración.
—¿Cómo te llamas?
—Rosemary.
Harrow cerró los ojos y repitió mentalmente el nombre de la mujer mientras su poder aumentaba y corría por su sangre.
De la nada, una inesperada oleada de oscuridad la invadió como una inundación, y su conciencia desapareció. Imágenes y sonidos pasaron por su mente. Vio un círculo de caravanas en un claro del bosque. Un grupo de mujeres reunidas alrededor de una hoguera. Una sombra que atravesaba la luna llena.
Y después vio fuego y oyó gritos. Gritos familiares.
Harrow apartó las manos de las de Rosemary y abrió los ojos. La visión se desvaneció al contemplar el rostro preocupado de su cliente. El corazón le latía con fuerza y las manos le temblaban, pero intentó no delatar lo nerviosa que estaba.
—¿Está todo bien? —preguntó Rosemary.
Acababa de ver recuerdos a los que nunca antes había podido acceder. De todos los momentos para que su mente se abriera, ¿por qué ahora? «Esa sombra en la luna…». Había visto lo mismo en su cuenco de adivinación un mes antes, sin darse cuenta de que era un recuerdo. Pero ¿qué era?
Claro que había oído las historias de los legendarios asesinos incorpóreos de la reina del fuego, pero siempre había pensado que eran rumores. Todo el mundo lo creía. Ayudaba el hecho de que nadie se ponía de acuerdo sobre qué eran. ¿Guerreros fantasmales y sin forma? ¿Seres capaces de matar con un solo toque? Era demasiado fantástico para ser real. El genocidio de su pueblo ya era bastante terrible sin necesidad de inventar enemigos invisibles e invencibles como responsables.
Pero entonces ¿qué había ocurrido en realidad aquella noche?
Rosemary había empezado a mirar hacia la salida como si estuviera considerando huir. Tal vez creyera que la repentina tensión de Harrow estaba relacionada con su lectura.
—Todo está bien. —Harrow sacudió bruscamente la cabeza—. Mis disculpas. Continuemos.
Con cierta vacilación, Rosemary asintió.
Harrow volvió a cerrar los ojos. Casi desconfiaba de volver a sumergirse por completo en su poder, pero, por suerte, esta vez nada inusual salió de la oscuridad.
Cuando estuvo preparada, tomó sus cartas de vidente y las barajó. Los métodos que utilizaban los adivinos humanos solían imitar a los de las videntes, así que Harrow era libre de usar esos métodos sin temor a revelarse.
Para una lectura, se repartían seis cartas de la baraja de veinticuatro. Cada una era un tipo de agua diferente con un significado variable, dependiendo de cómo se sacara.
—Lluvia. Cascada. Nieve. Primavera. Ola. Río —leyó Harrow mientras colocaba cada carta, tomándose su tiempo para escuchar lo que el Agua le decía—. Ola y Río son cartas poderosas, y su colocación como las dos últimas es reveladora.
—¿Reveladora cómo?
Harrow estudió a su cliente y decidió cuánto revelar. Intentaba limitar el número de lecturas verdaderas que daba, ocultando detalles concretos para reducir la posibilidad de que descubrieran su identidad. Sin embargo, no podía mentir descaradamente. Ser deshonesta sobre lo que el Agua le decía iba en contra de todo lo que era. Pero siempre existía el riesgo de ser descubierta, y también tenía el deber de sobrevivir.
Sin embargo, Rosemary era diferente a sus clientes habituales. El Agua le había contado muchas cosas a Harrow, y ella simpatizaba con la difícil situación de la mujer. Decidió lanzar la cautela al viento y decirle todo.
—Estás embarazada.
Rosemary saltó de la silla, con los ojos redondos como platos.
—¿Qué?
—Estás embarazada, querida.
—¿Estás segura?
—Muy segura.
Aquellos ojos como platos se llenaron de lágrimas.
—Son buenas noticias. —No era una pregunta. Todo estaba en las cartas—. Lo has intentado durante mucho tiempo. Lo suficiente como para que temieras ser incapaz.
Con manos temblorosas, Rosemary enderezó su silla y se sentó pesadamente en ella una vez más.
—Sí.
—Tendrás un hijo.
—Por la Diosa. —Las lágrimas empezaron a caer.
—Pero debes tener cuidado. Hay varios futuros potenciales en los que podrías perder al niño.
La mujer se agarró al borde de la mesa con los nudillos blancos.
—¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo evitarlo? —Harrow dudó. Ahora era cuando su trabajo se complicaba. Ser portador de buenas noticias siempre era agradable, pero lo contrario… no tanto.
—Has tratado de tener un hijo el tiempo suficiente como para que cierto malestar agitara tu matrimonio. Temías que tu marido te dejara si no podías darle hijos.
«Un problema tan humano», pensó Harrow, distante. Los elementales jamás basarían sus motivaciones para tener un compañero en el deseo de tener un heredero: una pareja podía estar junta toda su vida milenaria sin concebir jamás.
Hacía mucho tiempo la madre de Harrow le había contado que, como los elementales vivían mucho más que los humanos, para mantener el equilibrio la Diosa no los había bendecido con el mismo índice de fertilidad. Harrow había sido la primera elemental de Agua que había nacido en un siglo, y su clan siempre le había dicho que era un don.
Ahora ella era la única que quedaba. Y ya no lo sentía como un don.
—Sí, es verdad —dijo Rosemary.
—Descubrirás algo sobre tu marido que te disgustará enormemente. Aunque tienes todo el derecho a enfadarte, no debes caer presa de emociones oscuras. Recuerda tu alegría por tu hijo no nacido. Aférrate a tu paz por su bien.
—Mi hijo… —Los ojos de Rosemary seguían derramando lágrimas, pero también había en ellos una mirada dura que le decía a Harrow que ya tenía sospechas sobre lo que tramaba su marido.
—Gracias. —La mujer se levantó temblorosa de la silla. Inclinándose sobre la mesa, agarró con fuerza las manos de Harrow y las estrechó contra su pecho—. Muchísimas gracias. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.
Tras dejar otras tres piezas de oro sobre la mesa, Rosemary se marchó. Harrow reorganizó sus cartas en una pila y ordenó el resto de su espacio de trabajo, tratando de recordar más detalles del recuerdo que había visto. Sin embargo, no le vino nada más a la memoria y sabía que no debía forzarla. El Agua le revelaría más cuando estuviera lista.
Además, no estaba del todo segura de querer esos recuerdos. Lo que descubriera no le traería más que más pena y dolor.
Su caravana de adivinación estaba montada como siempre. Debajo de su tienda, el escritorio de la caravana se convirtió en la mesa sobre la que hacía las lecturas, y sus clientes se sentaban en la silla del escritorio. Harrow se sentaba en un pequeño diván con patas con garras. Cuando viajaba, cabía junto al ropero. Al igual que la de Malaikah, su casa portátil también tenía una pequeña estufa de leña con dos quemadores para cocinar.
El circo había acampado durante un mes en los terrenos de Allegra. La cena se servía en la carpa comedor al atardecer —que ya estaba por llegar— y la actuación principal de la carpa empezaba al anochecer. Harrow intentaba ver el espectáculo de Malaikah todas las noches. Nunca se cansaba de ver a Mal dar volteretas en el aire mientras el público jadeaba de asombro.
Agachándose afuera, volteó el letrero que decía «LECTURA EN SESIÓN» y se dirigió hacia las filas de coloridas caravanas. Más adelante, la carpa se asomaba bajo la luz mortecina, con las luces encantadas encendidas, que daban a la lona un suave resplandor.
El Increíble Circo de los Elementales de Salizar era un montaje muy elaborado. Nunca dejaba de sorprenderle la cantidad de cosas que conseguían meter en sus diminutos vagones y lo rápido que eran capaces de reconstruir su patio de juegos de cosas raras y extraordinarias.
Tal vez no fuera la vida que habría elegido para ella misma, pero con los años había aprendido a amar el caos del circo y se sentía agradecida por formar parte de él. ¿Y qué otra cosa se podía hacer en la vida aparte de estar agradecido?
En la carpa comedor, llenó un plato de comida y se sentó frente a Lenny, el lagarto contorsionista y Claudia, la domadora del cielo, un híbrido de águila con un impresionante espectáculo aéreo. Todo el mundo estaba artísticamente vestido para la actuación principal de esa noche, llenaba el aire y el familiar murmullo previo al espectáculo.
Claudia y Lenny ya estaban conversando.
—¿Te enteraste del humano del espectáculo de Lady Absenta anoche?
Los ojos reptilianos de Lenny se iluminaron con la emoción del chisme.
—¿Qué pasó?
—Un humano consiguió esconderse abajo del escenario hasta después del cierre, y luego la siguió hasta su caravana para proclamarle su amor eterno.
Lenny soltó una carcajada.
—A mí me dijo que se le cayeron las pezoneras en su acto final.
—¡Bueno, eso lo explica todo! Si me enseñara esos repollos a mí, yo también me enamoraría.
Se carcajearon juntos mientras Harrow ponía los ojos en blanco y mordía un bocado para ocultar su sonrisa.
Loren, el humano, se sentó a su lado y le sonrió con timidez.
—Hola, Harrow.
—Hola, Loren. —Le devolvió la sonrisa, pero se puso tensa por dentro—. ¿Cómo estás? —Como era el único humano empleado en el circo (además de Harrow, según lo que sabían todos), a menudo se referían a él como «el humano». Harrow, agradecida de no haberse ganado un apodo similar, se sentía mal por él. Pero cada vez que le hablaba sentía como si su vida de estabilidad pasara ante sus ojos.
Harrow tenía diez años cuando entró al circo. Habían pasado ya cinco décadas. Para un elemental, sesenta años era ser joven, pero un humano debería empezar a mostrar su edad. Loren se había unido años después que ella y era unos veinte años más joven, pero últimamente había empezado a parecer mayor.
La mayoría de los elementales del circo ignoraba gran parte del proceso de envejecimiento humano, pero Harrow sabía que solo era cuestión de tiempo que Loren o alguien más se percatara de su aspecto, y tendría que elegir entre revelar su secreto o abandonar su hogar para siempre.
Mientras tanto, evitaba a Loren lo más que podía, lo que no siempre era fácil. Tenía la impresión de que él buscaba su compañía, tal vez creyendo que tenían cierta conexión por ser los dos únicos humanos en un circo de elementales.
—Estoy bien —respondió Loren con la boca llena—. He estado ocupado todo el día ayudando al director con la seguridad de la puerta principal. Después de lo que pasó en…
—Loren.
Loren se puso rígido y se giró.
Todos voltearon cuando el director en persona entró en la carpa. Además de su imponente estatura, Salizar tenía la piel aceitunada, el pelo oscuro y las mismas orejas puntiagudas que todos los elementales. En su caso, eran prueba de su sangre de encantador y de la magia del Aire que poseía, pero siempre las mantenía ocultas bajo un sombrero de copa corto.
La teoría común era que fingía ser humano para tranquilizar a sus clientes. Aunque la ilusión solo llegaba hasta cierto punto. Después de su actuación en Beirstad, probablemente no habría nadie en esa región que no supiera qué era.
Nunca iba a ninguna parte sin su formidable bastón encantado. Malaikah lo llamaba su «varita de bruja», y los empleados del circo habían estado alborotados desde que algunos de ellos habían visto el arma en acción el mes anterior. Oli había contado la historia una docena de veces, cada vez con más grandilocuencia.
Sin embargo, en general Salizar nunca había dado a sus empleados motivos para temerle. Mantenía a salvo a quienes ponía bajo su protección, pero Harrow deseaba la bendición de la Diosa para cualquiera que lo hiciera enfurecer o que lo pusiera en su contra.
Loren se levantó de inmediato y se puso firme cuando Salizar se acercó a su mesa. Durante años había sido el ayudante personal de Salizar.
—Señor.
Todos se quedaron mirando y la conversación se acalló. Era raro ver a su distante líder en las zonas comunes. Tendía a quedarse en su caravana o en su tienda privada, siempre instalada junto a la carpa principal. Aparecía en las actuaciones cuando se necesitaba y luego volvía a desaparecer, y nadie se atrevía a molestarlo.
—Voy a ir al mercado esta noche —le dijo—, enseguida de la presentación. Asigna a alguien más tus funciones, quiero que vengas conmigo.
Loren se tensó visiblemente ante esta solicitud.
—¿Solo nosotros dos, señor? ¿No deberíamos ir con algunos más?
—No. Ven a mi tienda después del espectáculo. —Sin esperar respuesta, Salizar giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas.
Loren estaba pálido.
—¿Qué pasa? —le preguntó Harrow, con todos los sentidos alerta—. ¿Por qué van a ir al mercado?
—No lo sé. —Era fácil ver que mentía—. Disculpa, Harrow.
Antes de que ella pudiera decir otra palabra, él salió con rapidez en la misma dirección que había tomado Salizar, dejando su plato de comida.
Lenny giró los ojos y lo tomó, añadiendo con descaro el contenido a su propio plato.
—Maldito Salizar. Siempre tan misterioso. —Harrow vio que Lenny comprobaba que su jefe estuviera fuera de vista antes de seguir hablando—. Si yo pudiera hacer relámpagos como él, apuesto a que no dejaría de electrocutar gente a diestra y siniestra.
Claudia le robó un pan que era de Loren y le dio un mordisco.
—Si lo hicieras, harías que otra turba cayera sobre tu cabeza en cuestión de días. Sigo pensando que no fue prudente agitar tanto las cosas. Ahora nunca podremos volver a Beirstad.
Lenny bufó.
—Como si quisiéramos volver de cualquier modo. Yo me mantendré lejos de cualquier lugar que nos reciba con antorchas y lanzas, muchas gracias.
La conversación continuó mientras se repartían las porciones de la comida abandonada, pero Harrow apenas los oía. Seguía mirando fijamente el lugar por donde se había ido Loren, sintiendo de nuevo la sensación de temor y agitación inminente.
Primero había tenido esa extraña premonición y ahora veía destellos de sus recuerdos perdidos. ¿Por qué ahora? ¿Qué había cambiado?
A pesar de todos los razonamientos, no podía evitar tener la certeza de que lo que el Agua le había estado advirtiendo aún no había sucedido. Y no podía evitar preguntarse si la oscuridad que se avecinaba estaba relacionada de algún modo con los negocios que Salizar tenía en el mercado.
Pasó el mes siguiente en una jaula. El armazón de acero estaba construido sobre la base de un vagón de cuatro ruedas y era lo suficientemente alto para que pudiera estar de pie y lo bastante ancho para que pudiera extender los brazos. En el suelo de madera había viejos arañazos de garras que habían intentado abrir una ruta de escape.
No era la primera vez que encerraban a alguien ahí. Una jaula del tamaño de un hombre diseñada para facilitar el transporte solo podía significar una cosa: sus captores eran comerciantes de carne.
Al darse cuenta de ello, anheló sus muertes con más fuerza. Pasó las horas soñando con sus dolorosos asesinatos y formas creativas en las que podía llevarlos a cabo. Se le ocurrieron muchos escenarios, porque pasaron muchas horas.
Aplastaría los cráneos de los hombres que se burlaban de él contra los estrechos barrotes de la jaula metiendo sus cabezas a la fuerza entre ellos. O tal vez los empalaría con diversos objetos que había visto esparcidos por el campamento. Uno que disfrutaba azotar demasiado a los animales sería estrangulado con su propia arma.
El líder del grupo, un humano particularmente desagradable llamado Cragar, recibiría una muerte en especial espantosa. Tal vez le arrancaría las extremidades y lo vería desangrarse poco a poco en el polvo, suplicando por su vida.
Las imágenes de rostros amoratados y cuerpos ensangrentados retorciéndose no lo perturbaban tanto como deberían, pero no podía encontrar en sí mismo forma de que le importara. No tenía piedad para quienes no se la mostraban.
El primer día de viaje lo pasó achicharrándose bajo el sol inclemente sin poder resguardarse. La tela hecha jirones que le dieron como vestimenta no le proporcionó ningún alivio. Su vagón-jaula era tirado por un camello que le escupía a cualquiera que se le acercara. Simpatizaba con la furiosa bestia, obligada a servir en contra de su voluntad.
Las horas pasaban, el sol subía en el cielo. No le daban comida ni agua. A última hora de la tarde, el efecto de las heridas, la deshidratación y la desnutrición empezaron a tener consecuencias. Con la mirada fija en el paisaje llano y sin vida, sucumbió lentamente al delirio.
Cayó inconsciente, esperando que la muerte se lo llevara, solo para despertar más tarde en la oscuridad, temblando de frío. La luz de la luna iluminaba el desierto ondulante y las cimas de las tiendas de los viajeros a poca distancia. Una hoguera crepitaba entre ellas, ofreciendo un calor acogedor que no llegaba hasta a él.
Descubrió que le habían dejado un pequeño cuenco de avena maloliente dentro de su jaula junto con otra jarra de agua. Para bien o para mal, su deseo de morir no era más fuerte que su voluntad de vivir, y consumió ambos con avidez.
A la mañana siguiente, tras desmontar las tiendas, los comerciantes arrojaron una de las grandes lonas sobre la jaula para resguardarla. Al parecer se habían dado cuenta de que su presa no valdría tanto si moría por insolación. Una pena, porque dicha presa perdió su única fuente de entretenimiento: ver a su compañero camello atravesar el árido paisaje.
Así transcurrió el resto del mes de viaje.
Durante el día solo veía el interior de la lona. Por la noche, cuando retiraban la lona, se acostaba bocarriba y miraba las estrellas, observando cómo la luna menguaba y volvía a crecer.
Ante la interminable monotonía y el agujero negro que era su pasado, sus pensamientos inteligentes empezaron a deteriorarse. Poco a poco se convirtió en lo que los comerciantes pensaban que era: una criatura. Una criatura aterradora y salvaje.
No intentaba comunicarse. Se agazapaba en su jaula y le gruñía a cualquiera que se acercara. Dejó las garras expuestas y los colmillos desnudos. Su mente se perdía en visiones de derramamientos de sangre.
Justo cuando su cordura empezaba a perderse irremediablemente, todo cambió. El día después de que la luna completara su siguiente ciclo, llegaron a su destino.
La criatura no lo vio. No podía ver nada más que el resplandor del sol en la parte interior de la lona. Pero pudo olerlo. El aroma de las especias, el humo de innumerables hogueras y el hedor acre de cuerpos sucios asaltaron sus sensibles fosas nasales.
Después, también pudo oírlo. Los gritos de los regateadores, el chasquido de las jarras de cerveza, el tintineo de las monedas, los ladridos de los perros callejeros… Todo se mezclaba en una cacofonía que inducía a la locura, especialmente insoportable tras semanas en el penetrante silencio del desierto.
Por fin habían llegado al mercado donde iba a ser vendido, aunque hubiera preferido la muerte a ese destino. Pero ¿qué podía hacer?
«Espera», se dijo a sí mismo. «Observa y espera. Aprovecha tu oportunidad cuando llegue. Mata a cualquiera que se interponga en tu camino».
Esa pizca de determinación era lo último que le quedaba de cordura, y se aferró a ella.
—Es la verdad, era inquietante. Mirarlo era como mirar al vacío. —Cragar lanzó una mirada de asco hacia la jaula—. Este truco es nuevo.
La criatura en cuestión se había enterado de que era valiosa para los comerciantes por su aspecto, supuestamente tan extraño. Así que, en el único acto de rebeldía de que era capaz, lo había alterado.
De hecho, había descubierto una nueva habilidad. Molesto por la atención que estaba recibiendo, había imaginado por un momento parecerse más a los demás.
Y entonces su tono de piel había cambiado.
De repente se había transformado en un moreno dorado, similar al de algunos de sus captores. No tenía ni idea de cómo lo había hecho, pero supuso que no era más que otro rasgo que lo marcaba como una rareza innombrable.
Lo hicieron sufrir mucho por este desafío: habían intentado convencerlo de que volviera a ser como antes con una paliza salvaje, pero al parecer era una criatura testaruda, además de resistente.
Y ver a sus captores retorcerse de ira hacía que cada segundo de dolor valiera la pena.
—No sé cómo lo hizo. Solo parpadeamos, y de repente ya se veía así.
El comprador frunció la boca. De pie, a una altura imponente, irradiaba un aura inconfundible de poder y autoridad. Sostenía un bastón con una pequeña esfera en el extremo, rematada por una larga púa, y en su mirada azul brillante resplandecía un destello de aversión, como si considerara la mera existencia de la criatura una mancha en su mundo.
Bueno, los dos podían jugar al mismo juego. Si la criatura odiaba a sus captores originales, a los pocos segundos de encontrarse con aquella mirada hostil, odiaba aún más a su futuro dueño.
—¿No tienes ni idea de qué es? —preguntó el hombre alto.
—Bueno, después de su pequeña proeza, estamos pensando que es un híbrido de camaleón, señor.
—Un híbrido de camaleón. —Parecía estar disfrutando la conversación, casi como si supiera algo que los comerciantes de carne no sabían—. Entonces, ¿qué me dices de las alas?
—¿Quizá sea algún tipo de híbrido de camaleón volador?
—Volador. ¿Como un pájaro?
—Más bien como un murciélago. Una mezcla o algo así. Un híbrido de murciélago y camaleón.
El hombre alto alzó mucho las cejas oscuras.
—Un híbrido de híbrido.
—Debe ser, señor.
—Ya veo. Bueno, ahora ni tiene alas ni su piel cambia de color. ¿Por qué debería creerte? —Pero era obvio, por la luz de sus ojos, que sí le creía y que solo estaba siguiéndole el juego como parte del regateo.
Cragar obviamente lo había previsto.
—Ajá, pero cuando esté inconsciente, volverá a ser negro. Lo descubrí antes. Puedo noquearlo si quiere, pero supuse que querría verlo despierto primero.
—¿Y las alas? ¿Cómo puedes probar su existencia?
De nuevo, el comerciante estaba preparado.
—Descubrimos que si le picamos la espalda en el punto justo, saca las alas. Aparecen de la nada.
—No me digas. —La voz del hombre alto parecía indiferente, pero sus ojos lo traicionaron de nuevo. Observó a la criatura con la misma fría aversión y… ¿admiración? Como si ya supiera qué clase de bestia tenía enfrente.
—Y puedes ver sus ojos. Ningún bruto elemental que haya visto tiene los ojos así. Es peligroso. Letal. —Parecía ser una ventaja para la venta en lugar de un obstáculo—. No ha guardado esas garras ni una vez desde que lo metimos a la jaula. Casi mata a dos de mis hombres con ellas.
La criatura deseó de nuevo tener fuerza para masacrarlos a todos. Deseaba liberarse de su jaula en ese mismo instante y matarlos uno por uno con sus propias manos. Los despedazaría con los dientes y se bañaría en su sangre.
—Lo hemos estado subalimentando para mantenerlo débil. Me dan escalofríos al pensar de lo que sería capaz con toda su fuerza. Dudo que esa jaula lo contuviera, para empezar.
—Yo tengo formas de contenerlo. ¡Loren!
Otro hombre entró a la tienda, de piel pálida y cabello del color de la paja, y se paró en seco al ver a la criatura. Abrió los ojos de par en par.
—Prepara el caballo. Llevaremos toda la jaula de vuelta al circo.
—En realidad, señor —comenzó Cragar—, la jaula no está inclu…
—Ahora, Loren.
—Sí, sí, señor.
El hombre rubio se escabulló de nuevo fuera de la tienda.
—No puede llevarse la jaula. La necesitamos.
—Ya no la necesitarás.
—Pero…
—Te pagaré tres cuartas partes de lo que pides cuando me demuestres que tiene alas.
El comerciante se puso alerta al oír hablar de dinero.
—Páguelo todo y le demostraré que su piel también cambia de color.
—Ah, pero se defiende con ferocidad cuando lo atacan, ¿no? ¿Para qué correr ese riesgo? Tres cuartas partes del precio que pides, y solo tenemos que picarlo en la espalda, como dijiste.
—Hay que darle fuerte o solo se sacude el golpe. Acercarse a él es peligroso.
—Por suerte para ti, vine preparado —el hombre alto blandió su bastón con una fría sonrisa.
Cragar pareció mirar con atención el bastón por primera vez. Dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos.
—No es… Usted es uno de ellos.
—Así es, soy uno de esos «brutos» elementales. —Su voz era fría, su sonrisa más fría aún. El humano tragó saliva visiblemente—. Veamos si puedo hacer que nuestro amigo muestre sus alas.
Cragar agitó una mano temblorosa hacia la jaula.
—Adelante.
Empuñando el bastón, el hombre alto se acercó a la jaula. El odio brillaba en sus ojos azules. La criatura no estaba acostumbrada a hacer amigos, pero no podía evitar preguntarse qué había hecho para inspirar tal aversión. Incluso los comerciantes lo miraban con leve repulsión.
Pero el odio de ese hombre era profundo. Personal.
Fuera lo que fuera, no se acobardó. Le gruñó a esa cara orgullosa, preparándose para luchar.
El hombre alto introdujo el bastón en la jaula.
Más rápido de lo esperado, la mano de la criatura salió disparada y lo agarró con un puño de hierro. Intentó partirlo a la mitad, pero subestimó el poder del arma. El bastón no se rompió. En su lugar, lo que parecieron mil rayos atravesaron su cuerpo, lanzándolo contra los barrotes. Cayó sobre el estómago, aturdido, aunque solo unos segundos.
Eso fue todo lo que necesitó el hombre alto.
El bastón entró de nuevo en la jaula, hacia su espalda. En cuanto recuperó la conciencia, intentó darse la vuelta, pero no fue lo bastante rápido. El rayo lo atravesó, justo entre los omóplatos, y por reflejo sacó las alas. Las extensiones coriáceas no cabían en la jaula y chocaron dolorosamente contra los barrotes.
De inmediato las dobló hacia atrás y desaparecieron mientras se levantaba de un salto en posición de combate, con la cabeza punzándole como repercusión del rayo.
Pero el hombre alto retrocedió. El humano, pálido y tembloroso, se encogió mientras él avanzaba, todavía empuñando el bastón.
—Te pagaré tres cuartas partes del precio que pides. Incluyendo la jaula.
Cragar miró el bastón. Al parecer su miedo al arma encantada fue lo único que se necesitó para llegar al acuerdo al final.
—Vendido.
La lona que cubría la jaula de la criatura fue retirada con un ademán ostentoso, revelando… otra tienda oscura y vacía. Y dos hombres que lo miraban fijamente.
Él les devolvió la mirada, imaginando todas las formas como podría arrancarles la carne de los huesos.
—¿Qué es? —le preguntó siseando el humano rubio al hombre alto. Se inclinó sobre los arreos de la carreta y los desenganchó del caballo, que pisoteó, y sacudió la cabeza con nerviosismo.
—Te entiende, Loren. Es un ser muy inteligente, y su oído es superior al de cualquiera de nosotros.
Loren miró hacia la jaula con recelo.
—¿Por qué no ha dicho nada, entonces?
El hombre alto se encogió de hombros, mirando a la criatura fijamente a los ojos.
—¿Por qué será?
Una vez hecho el trato, el hombre alto les había arrojado una considerable bolsa de oro a los vendedores de carne, había echado la lona sobre la jaula y se había llevado su nueva posesión a… alguna parte. Dondequiera que estuvieran, seguía siendo en la ciudad. El viaje solo había durado veinte minutos más o menos, y los olores del aire no habían cambiado mucho.
—Si es tan inteligente —preguntó el humano—, ¿por qué lo tenemos enjaulado?
—Porque es malvado. Y nos mataría a todos si tuviera la oportunidad.
El humano resopló una risa incrédula y nerviosa a la vez.
—¿Cómo puedes saber que es malvado? Claro, se ve bastante aterrador, pero no ha hecho nada más que mirarnos. —La criatura escuchó atentamente la respuesta del hombre alto. No se fiaba ni una palabra de lo que decía, pero parecía saber más de lo que había dicho durante las negociaciones.
—¿Cuánto sabes de la historia sobre los conflictos entre las reinas, Loren?
—Poco. Supuestamente, después de que el compañero caudillo de Furie fuera asesinado en una incursión en las fronteras de Darya, la reina del fuego perdió la cabeza. Culpó a Darya y tomó represalias, y luego las otras reinas se unieron a la lucha hasta que los humanos se hartaron y se volvieron contra ellas. Las reinas se vieron obligadas a retirarse y esconderse en sus castillos, y los que antes fueron sus nobles elementales se convirtieron en parias marginados de la sociedad.
—Una versión abreviada, sin duda. Más específicamente, ¿sabes qué represalias tomó Furie contra Darya?
—Claro. Asesinó a todas las videntes de Darya.
El hombre alto miró fijamente a los ojos de la criatura mientras hablaba.
—¿Y cómo consiguió acabar con todo un próspero grupo de elementales?
—Bueno, esa parte es un poco controvertida. Todo el mundo ha oído hablar de un cierto tipo de espectros, los wraiths, pero la mayor parte de la gente coincide en que son solo un mito porque Furie nunca creó ningún elemental de Fuego. Yo he oído que fueron más bien asesinos encantadores expertos en ilusiones de fuego o algún tipo de híbrido alado.
El hombre alto sonrió.
Loren hizo lo contrario de sonreír.
—Son un mito, ¿no?
—¿Lo son?
—¿Lo son? Por la Diosa, no lo son, ¿verdad? —Se quedó mirando a la criatura, con la voz entrecortada—. Seguro que él no es… No. Se supone que son como fantasmas. No se pueden tocar, pero ellos pueden tocarte a ti. Son invisibles. Casi invencibles. No puede ser uno de ellos.
—Lo es.
—Pero no se puede atrapar a un espectro en una jaula. Según los mitos, que tú dices que ni siquiera son mitos, los wraiths son completamente intangibles a menos que elijan no serlo.
—Todo es cierto. Excepto por este pobre espectro, que quedó atrapado permanentemente en su forma corpórea.
Loren se le quedó mirando.
—¿Cómo?
Pero el hombre alto ya había compartido bastante por una noche. Descartó la pregunta con un gesto de la mano.
—Lo usaremos como atracción secundaria en el circo durante la última semana de actuaciones en Allegra.
Por si no fuera suficiente, esto desconcertó al humano aún más que la posibilidad de que existiera un espectro corpóreo.
—¿Qué?
—Lo mantendremos en esta jaula. Haz un letrero que diga «WRAITH» en letras grandes en la parte superior. —El hombre alto extendió una mano en el aire como si estuviera creando el cartel en ese momento—. «Invisible. Invencible. El asesino más peligroso que existe. ¿Mito o realidad? La respuesta está adentro… pero entra bajo tu propio riesgo».
—Guau.
Los ojos del hombre alto volvieron a brillar, llenos de odio, mientras miraban fijamente a la jaula, y la criatura respiró hondo para contener el violento impulso asesino que surgía en su interior. No le servía para nada en el estado en que se encontraba, y si se enfurecía mientras estaba atrapado, solo se haría daño a sí mismo.
—Empieza con el cartel mañana. Esta noche necesito que viajes de regreso al Subterráneo. Encuentra a alguien de la banda Uróboros y hazle saber a su líder que hay comerciantes de carne de elementales en su distrito. Las serpientes se encargarán de ellos como es debido.
—El Subterráneo es territorio de elementales. ¿Estás seguro de que hablarán conmigo?
—Diles que yo te envié. Hablarán contigo. —El hombre alto levantó una mano hacia la entrada de la tienda—. Vete. Tengo que empezar a trabajar en encantar la jaula. Me llevará toda la noche hacerla impenetrable.
—Señor… ¿y si se escapa?
El hombre volvió a sonreír.
—Seguramente nos matará a todos. Ojalá sepa lo que hago.
Los encantamientos de la jaula se completaron al día siguiente. El hombre alto había pasado la noche y la mitad de la mañana trabajando en ello, cuidando de permanecer fuera del alcance del prisionero mientras estaba concentrado en su labor.
Planear la dolorosa muerte de sus enemigos mantenía ocupada a la criatura. Antes de los encantamientos, durante el largo viaje, había empezado a debilitar uno de los barrotes de la parte superior de la jaula. Pronto se habría aflojado lo suficiente como para abrirla, y entonces, mientras los mercaderes dormían, él se habría movido entre ellos, silencioso como una sombra, degollándolos con sus garras como había hecho antes cuando…
¿Cuándo… qué? ¿Cuándo pudo haber hecho tal cosa, y por qué?
Reflexionó sobre lo que el hombre alto había dicho la noche anterior. Lo había llamado espectro. Wraith. Algún tipo de ser poderoso e incorpóreo atrapado en su forma física.
Intentó pronunciar la palabra, pero le pareció tan desconocida como le había parecido su propio cuerpo al despertar en el desierto. Sin embargo, esa sensación también era lejana ahora que sentía su cuerpo como parte de él, no como una carga o un confinamiento.
Al anochecer le habían servido tres comidas completas y le habían dado acceso a toda el agua que quisiera. Su tela hecha jirones fue sustituida por un par de pantalones holgados, un atuendo poco respetable comparado con el de los demás, pero sin duda una mejora. Le proporcionaron una cubeta, un trapo y una toalla para lavarse, y se pasó los dedos por el pelo enmarañado.
Después de la cena, cuando los aromas de comida procedentes de la tienda cercana se habían desvanecido, el humano rubio volvió a entrar en la tienda. Llevaba una lámpara de aceite y una cubeta de pintura, y arrastraba tras de sí un gran trozo de madera. Lo apoyó en el borde de la tienda y sacó los pinceles.
—Vine a hacer tu letrero —murmuró—. Órdenes del jefe.
La criatura ladeó la cabeza, pero no se levantó de donde estaba sentada, apoyada en los barrotes del rincón de la jaula.
Loren levantó la vista y retrocedió. Su rostro era una máscara de repugnancia, pero no podía apartar la mirada.
—Por la Diosa, tus ojos son desconcertantes.
La criatura gruñó por lo bajo. No podía hacer nada con sus ojos. Ya había cambiado el resto de su aspecto para los repugnantes humanos. Si a este no le gustaba, podía irse.
—Tengo que pintar el letrero aquí —dijo el humano como si hubiera escuchado sus pensamientos—. Salizar no quiere que la gente sepa sobre ti todavía, aunque dudo que se entere de cuántos rumores ha habido ya.
«Salizar». Así que ese era el nombre de su enemigo. Tal vez se lo susurraría al oído antes de masacrarlo. ¿Le rompería el cuello, con rapidez y en silencio? ¿O lo estiraría y lo haría lento y sangriento?
Apretó los dientes. No le gustaban los pensamientos que tenía en la cabeza. Parecían venir de algún lugar fuera de él, como si la inclinación a la violencia se hubiera desarrollado por asociación y no por elección. Su ira estaba teñida de repulsión, y tenía la sensación de que el poder que recordaba haber poseído al despertar había sido una mentira.
Ignorante de la confusión de la criatura, Loren volvió a su tarea. Seleccionó un bote de pintura roja, vertió un poco en una pequeña bandeja y eligió un pincel.
—¿Qué se supone que diga este estúpido letrero? —Hizo la voz más aguda, claramente imitando a su jefe—. «Wraith. Invisible. Invencible. Aterrador como el demonio. Te cortará la garganta sin pensarlo dos veces».
La criatura frunció el ceño. Si esas eran características de un espectro, tal vez no le molestara la asociación después de todo. ¿Sería tan malo utilizar tales poderes para obtener su libertad?
Loren volvió a levantar la vista.
—Sí, apuesto a que te gusta esa descripción, ¿verdad? Apuesto a que te encantaría tener la oportunidad de degollarnos a todos.
La criatura enseñó los colmillos. En realidad, así era.
Loren retrocedió una vez más.
—Malditas lúgubres sombras. —Miró rápidamente hacia el letrero, mojó el pincel en la pintura roja y empezó a trazar la forma de una «R» en la madera.
«¿R?» ¿No se suponía que la palabra era «wraith»? Observó, curioso.
Terminó la «R». Otra pincelada y comenzó la siguiente letra. «A». Interesante. Cuando terminó la «A» y empezó la siguiente letra, la criatura se dio cuenta de lo que estaba pasando.
Un atisbo de sonrisa le frunció la comisura del labio. Permaneció en silencio. ¿Por qué no iba a hacerlo? Si le explicaba al humano, arruinaría la diversión, y era la única diversión que recordaba haber tenido.
Pronto, la primera palabra estuvo completa. Loren dejó caer el pincel en agua y se levantó, murmurando algo sobre necesitar un whisky para superar esto. Salió caminando de la tienda, dejando atrás su obra en todo su esplendor. La criatura la miró, divertida.
A lo largo de la parte superior del letrero, escrita en estilizadas letras de imprenta, estaba la palabra RAITH.
Su buen humor se desvaneció rápidamente. Fuera o no uno de los monstruos del mito, esta gente creía que lo era. Y después de su terrible travesía por el desierto, tenía poca fe en la bondad de los otros.
¿De qué atrocidades serían capaces sus nuevos captores en nombre de su miedo y su codicia? Y quizá algo peor… ¿de qué atrocidades sería capaz él para infligirles en represalia?
Porque si tenía la oportunidad, ya sabía que no dudaría.
Harrow nadaba en aguas tranquilas. Agua dulce, no salada. Tenía los ojos abiertos. Arriba, los rayos de la gloriosa luz solar penetraban las olas cristalinas como luz sobre diamantes. En las profundidades de abajo, el turquesa se tornaba negro. No había rastro del fondo.
¿Quizá debería salir a la superficie y rodearse de un entorno más familiar? Después de todo, pertenecía a la superficie. No estaba lejos. Solo un par de impulsos con las piernas y su cabeza rompería las olas.
Luego miró hacia el fondo, donde no podía penetrar la luz.
¿Qué había ahí abajo? ¿Qué conocimiento secreto acechaba en las profundidades sin luz? Seguramente sería aterrador nadar en las profundidades sin luz solar como guía, pero se sentía atraída por la oscuridad de una forma que no podía describir. Ansiaba conocer la quietud del abismo índigo, ser rodeada por un abrazo invisible.
Pero estaba tan oscuro. Tan oscuro como para tragársela por completo. De alguna manera, sabía que sumergirse la obligaría a enfrentarse a cosas que no estaba preparada para afrontar. Cosas que quizá nunca estaría preparada para afrontar.
La indecisión la atormentaba, revolviéndole las entrañas con creciente urgencia.
Se debatía en el agua, sintiendo que su vida dependía de su decisión, pero era incapaz de tomar una.
Sin embargo, tenía que hacerlo, y rápido. Se le acababa el tiempo. ¿Arriba o abajo? ¿Oscuridad o luz? ¿Familiar o extraño? ¿Por qué, en nombre de la Diosa, era tan difícil elegir?
«¡Basta!», gritó Harrow en su cabeza.
Sin pensar en las consecuencias ni sopesar más las opciones, se dobló por la cintura y se sumergió hacia las profundidades sin luz.
A medida que nadaba, se hacía más oscuro. El turquesa profundo se convirtió en el azul marino del cielo nocturno. Y luego más oscuro. Hasta que de repente todo era completamente negro. Un abismo incoloro de vacío.
Su corazón habría palpitado con fuerza si hubiera necesitado latir. La presión era tan inmensa que le habría reventado los pulmones si hubieran contenido aire. Se dio la vuelta, buscando en el vacío sin luz.
¿Hacia dónde era arriba? ¿Por dónde había venido?
El pánico la invadió. No estaba preparada para esto.
Era demasiado intenso, demasiado expuesto, demasiado doloroso.
«¡Tomé la decisión equivocada! ¡Quiero volver!». Pero ya era demasiado tarde. No tenía más remedio que dejarse consumir completamente por las sombras mientras su boca se abría en un grito silencioso…
Se sentó de golpe en la cama.
Con el pecho agitado, observó el interior de su oscura caravana y nunca se había sentido tan feliz de encontrarse ahí. Con dedos temblorosos, tomó la caja de cerillos que estaba al lado de la cama y encendió la vela. «Luz». Necesitaba luz para recordarse a sí misma que ya no estaba en aquel vacío de tinta oscura.
¿Qué intentaba decirle el Agua? ¿Había sido el Agua o un sueño cualquiera? Desde luego, no parecía normal. Se sentía… cargado, de alguna manera. Lleno de significados que no podía descifrar.
En el sueño, había estado segura de que había tomado la decisión equivocada. Si era así, ¿cuáles eran las consecuencias? Si había sido un error, ¿por qué se había sentido atraída por la oscuridad?
Primero, había visto destellos de sus recuerdos perdidos. Y ahora esto. Tenía que haber una conexión.
Aunque no había recordado nada de la noche de la muerte de su clan hasta hacía poco, no había forma de que un acontecimiento tan traumático no conformara a una persona para siempre, por mucho amor y cuidados que recibiera después. Y Harrow había recibido cuidados, de Malaikah e incluso de Salizar, que la había acogido en su circo sin dudarlo, alimentándola y dándole cobijo antes de que pudiera trabajar para mantenerse.
¿Y ahora? Había pensado que estaba bien. Dormía profundamente toda la noche, libre de sueños inquietantes. Bueno, así había sido… hasta esa noche.
Apartó las sábanas, se puso una bata de seda encima del camisón y dobló un pañuelo estampado para atárselo sobre las orejas. Un paseo le ayudaría a recuperar la calma.
Tras cerrar la puerta de la caravana, bajó descalza los escalones, atravesó su caravana de adivinación y salió al aire libre. La luna brillaba con fuerza en la fase de su ciclo en la que parecía haber sido cortada por la mitad. Lo que quedaba de su rostro desnudo proyectaba un resplandor azulado sobre los lados redondeados de las caravanas.
El terreno de Allegra donde montaron el circo tenía espacio suficiente para que cupieran todos sus vagones de carga y tiendas, pero aun así estaban a pocos pasos del caótico mercado central. Los rodeaban las siluetas de edificios oscuros. Esa noche, se sentía como si estuvieran atrapados.
Harrow se dirigió hacia la caravana de Malaikah. Despertaría a Mal y le contaría el sueño. Mal la escucharía y le daría consejos. Era lo que siempre hacían la una por la otra.
Pero algo hizo que se detuviera de manera abrupta.
Por impulso, giró hacia la carpa principal y empezó a caminar. ¿Por qué? Porque tenía la sensación de que ese era el camino que debía seguir.
Llegó a la parte lateral, nada más y nada menos que frente a la carpa de Salizar. Nunca había estado dentro de la zona donde el director llevaba a cabo la mayor parte de las actividades del circo. Nadie lo había estado, excepto Loren y el personal de cocina. El espacio de trabajo privado de Salizar le interesaba poco. Tenía todo lo que necesitaba, y no valía la pena arriesgarse a perder la gracia de su jefe.
Pero de repente sintió unas ganas de entrar tan intensas que tuvo que apretar las manos en puños.
La tienda estaba cerrada con unas pequeñas cuerdas que colgaban de los bordes de las telas de la entrada. En el suelo había una linterna con una caja de cerillos al lado. Encendería la linterna. Eso satisfaría su extraña compulsión.
Encendió el cerillo, prendió la linterna y se puso de pie, frente a la tela. Por desgracia, la luz de las velas brillando sobre aquellas cuerdas no calmó en lo más mínimo su impulso de entrar. Sí, una vidente escuchaba sus impulsos, pero también necesitaba tener un buen sentido de la autoconservación.
¿Qué creía Harrow que estaba haciendo?
Desataría las cuerdas y se asomaría. Eso tenía que satisfacerla. Tal vez solo estaba aburrida, buscando un poco de la emoción de la incertidumbre.
Sus dedos desataron los nudos hasta que, muy pronto, la tienda estuvo abierta. De inmediato, supo que asomarse no sería suficiente. Tenía que entrar. ¿Qué daño podía hacer? Entraría solo una fracción de segundo, echaría un vistazo y después se marcharía y olvidaría lo ocurrido.
Antes de tomar la decisión de modo consciente, su mano ya estaba levantando la lona y agachó la cabeza para al entrar.
No era en absoluto lo que esperaba. No había un escritorio ni papeles. Por lo poco que podía ver en la oscuridad, la tienda estaba vacía salvo por una gran tabla apoyada en una pared y lo que parecía ser una jaula enorme. Desde la base, sobre un carro de cuatro ruedas, ascendían verticalmente gruesos barrotes de acero que llegaban casi a la altura del techo.
Por la Diosa, un hombre podía caber cómodamente dentro de esa monstruosidad. ¿Qué hacía Salizar con ella?
Con cautela, Harrow se acercó, alzando la linterna para ver mejor.
De repente, un par de ojos reflejaron la luz en la oscuridad.
Retrocedió, casi tropezando con sus propios pies. Se tragó el grito que se le atascó en la garganta, se quedó inmóvil y esperó a que la atacara el monstruo que había dentro de la jaula.
No la atacó. Solo la miró.
Los ojos eran increíblemente brillantes, como dos anillos de fuego ardiendo. Un impulso repentino azotó a Harrow desde su interior. «Acércate», dijo. «Investiga». Obedeció.
Al dar un paso adelante, sin previo aviso, varias lámparas se encendieron a su alrededor. Unas linternas repartidas por la tienda parecían haberse encendido de manera espontánea.
Se sobresaltó con la repentina iluminación, pero se olvidó enseguida de todo cuando contempló la escena que tenía enfrente.
Dentro de la jaula… había un hombre. Pero no era como ningún hombre que hubiera visto antes.
Como un gran felino, se agazapaba en el centro de la jaula como si estuviera listo para abalanzarse, con la boca fruncida en un gruñido silencioso. Estaba desnudo, salvo por unos pantalones descoloridos y desgastados. Su piel bronceada y dorada ondulaba sobre los poderosos músculos que mostraba en cada centímetro de su cuerpo. Sus orejas puntiagudas separaban los mechones de pelo negro y liso que caía sobre sus anchos hombros.
Y sus ojos…
El blanco de sus ojos no era blanco, sino completamente negro. El mismo negro oscuro de sus pupilas. Dos anillos de fuego formaban su iris. Era la única forma de describir el resplandor naranja rojizo que parecía parpadear y agitarse como fuego vivo.
Al mirar aquellos ojos, un acorde familiar resonó en su interior, pero se desvaneció demasiado rápido como para asirlo.
Fue sustituido por inquietud.
Sus instintos de conservación le gritaban «PELIGRO». Era un elemental, eso era obvio, pero más allá de eso, no tenía ni idea de qué era. Sin embargo, no necesitaba saberlo para darse cuenta de que era letal. Era tan claro como el agua en la forma como se mantenía en pie, con el aplomo de un depredador, el brillo amenazador de sus ojos y los largos y afilados colmillos que dejaban entrever sus labios.
El corazón se le subió a la garganta. Su linterna vibraba con el temblor de sus manos.
Y, sin embargo, como desde muy lejos, se oyó a sí misma decir:
—Hola.
«¿HOLA?», gritó una voz dentro de su cabeza. «¿Cómo que hola? ¡No te quedes a conversar! ¡Sal de aquí! ¡Corre por tu vida!». Probablemente fuera la voz de su instinto de supervivencia.
La ignoró.
—Yo soy Harrow. ¿Cómo te llamas?
El hombre parpadeó. Una vez. Dos veces. Como si estuviera tan confundido como ella por su repentina sociabilidad. Inclinó la cabeza, haciendo que el sedoso cabello se le deslizara sobre un hombro y desplazara las sombras de su rostro.
Aquel pequeño movimiento fue tan amenazador que ella tuvo que tragarse el grito que le subió a la garganta.
Sin duda, podía matarla tan fácilmente como respirar. Debería escuchar a la voz aterrorizada en su cabeza. Debería salir de ahí despacio y correr por su vida.
Mientras tenía esos pensamientos, el hombre extraño y letal se irguió, los poderosos músculos de sus muslos lo levantaron con elegancia. Con el corazón a punto de estallar, ella se puso tensa, dispuesta a huir, pero sus movimientos líquidos eran lo suficientemente lentos como para no sobresaltarla.
Como un depredador acechando a su presa.
Dio un paso adelante.
Ella retrocedió, pero se quedó inmóvil cuando la luz de la linterna iluminó mejor su rostro. Ya no gruñía y parecía más inquisitivo que asesino, si es que podía decirse que tenía alguna expresión en el rostro.
Lo miró fijamente, olvidando el miedo por un momento. Los pómulos altos, la mandíbula fuerte y la boca sensual suavizaban la intensidad de su mirada penetrante, aunque solo un poco. Pero fue suficiente para que se diera cuenta… de que era espectacular. Sus rasgos eran cautivantes. Regios. Orgullosos.
«Conexión», susurró el Agua. «Importante».
Como si él también lo percibiera, dio otro paso. Todavía hipnotizada por su presencia, esta vez no tuvo que luchar contra el impulso de huir.
Esta vez, ella también se acercó un paso.
Si era un depredador acechando a su presa, ella había caído en su trampa. Tenía las palmas de las manos húmedas y el corazón a punto de salírsele del pecho, pero no habría podido retroceder para salvar su vida.
—¿Puedes entenderme? —susurró.
Él parpadeó una vez. De algún modo, fue respuesta suficiente.
Ella dio otro paso hacia la jaula hasta que estuvo lo bastante cerca para que él pudiera alcanzarla a través de los barrotes si quería hacerle daño. Sin embargo, temer por su seguridad era lo último que tenía en mente.
«¿Quién eres?», quiso preguntar, medio desgarrada entre el terror y la angustia. «¿De dónde vienes?». El Agua seguía susurrándole que era importante. De alguna manera, este momento era más importante que cualquier otro.
—¿Cómo te llamas? —volvió a preguntar, porque para ella se había vuelto crucial saberlo.
La mujer que estaba afuera de su jaula estaba lo bastante cerca como para poder tocarla. Desde la altura del carro de la jaula, parecía estar por encima de ella, pero ella no se apartó, lo que le sorprendió. Prácticamente podía oler su miedo, era muy fuerte. Ella debería retroceder al verlo, como habían hecho los otros.
En lugar de eso, le preguntó cuál era su nombre. Y de repente a él le importó tener uno.
Recorrió la habitación en busca de inspiración y sus ojos se posaron en el letrero que Loren había escrito mal. Una sensación de idoneidad se encendió en su interior y, sin darse cuenta, abrió la boca y habló por primera vez según su memoria.
—Raith.
Su voz era ronca y baja por el desuso, pero la mujer lo oyó de todos modos.
—¿Raith? —Sus ojos, enormes en la penumbra, siguieron su mirada hacia el letrero antes de volver a mirarlo—. ¿Ese es tu nombre?
«Sí», pensó. Supuso que así era.
Ahora tenía nombre, ya no era solo una «criatura» o una abominación inclasificable. Era Raith. No un espectro wraith, sino algo más. La versión mal escrita, el error sin pasado ni futuro.
La mujer siguió mirándolo. Parecía debatirse entre el miedo y la intriga. Se preguntó por qué se molestaba en luchar contra su instinto de huida, y la estudió, tratando de comprender.
Llevaba un vestido blanco suelto con una bata de colores encima. Debajo del vestido asomaban sus pies descalzos. Su pelo era un revoltijo de rizos negros, recogidos con una colorida cinta de seda. Su piel era de un bronceado intenso, varios tonos más claro que su color actual, y sus ojos de un plateado luminoso que recordaba el brillo de la luna.
Era… hermosa.
Casi lo sorprendió ser consciente de ello. Todas las personas con las que se había cruzado desde que despertó en el desierto eran feas, de cara o de personalidad, pero ella no. Suponía que debía de saber inconscientemente que la belleza existía, pero hasta que la vio a ella, no había sido consciente de cómo era. Ahora lo sabía.
Él no había verbalizado la respuesta a su pregunta, pero ella pareció entenderle de todos modos porque siguió hablándole.
—Encantada de conocerte, Raith. Yo soy Harrow.
Aunque sabía que, por alguna razón, odiaba hablar, abrió la boca y volvió a usar la voz.
—Harrow. —Su nombre.
Para su enorme sorpresa, sus ojos plateados de repente se llenaron de lágrimas.
Como disparada con un arco, avanzó hacia la jaula con tanta rapidez que él retrocedió instintivamente hacia el centro del espacio. Ella agarró los barrotes de acero y los sacudió con violencia, haciendo resonar la puerta y la cerradura que la mantenía cerrada. El repentino tintineo del metal perforó sus sensibles oídos.
—Tenemos que sacarte de ahí. —Sonaba tan angustiada que se encontró buscando algún enemigo invisible del que salvarla. Pero la tienda estaba vacía, con excepción de ellos dos, y no percibía a nadie más cerca. Frunció el ceño mientras luchaba por comprender.
—¿Por qué estás en esta jaula? ¿Cómo abrimos la puerta? ¡El candado! —Tomó el candado y tiró de él. Sus ojos se clavaron en los de él—. ¿Cómo encendiste las lámparas? Tal vez puedas abrir esto también.
Él la miró fijamente. No había hecho nada para encender las lámparas. Solo había querido que estuvieran encendidas para poder verla mejor, y se habían encendido.
—Tienes que intentarlo. No puedo dejarte aquí.
Comprendiendo por fin el origen de su angustia, aunque casi sin poder creer que la preocupación por él fuera la causa, se agachó de nuevo a la altura de sus ojos. Despacio, para no sobresaltarla, estiró la mano y tocó el dorso de la de ella, que seguía agarrada con fuerza a los barrotes. Ella se quedó inmóvil, con los ojos plateados fijos en el punto de contacto.
No intentó cortarla, estrangularla o arrancarle los brazos como habría hecho con cualquier otra persona que se le hubiera acercado tanto. Solo… la tocó.
Ella no tenía ni idea del nivel de confianza que demostraba tal acción, pero a él no le importaba. Todas las almas con las que se había cruzado desde que despertó lo habían utilizado de alguna manera: lo habían encarcelado, vendido u obligado a ser un número de circo.
Pero no ella. Ella le había preguntado su nombre. Había luchado contra su miedo para hablar con él.
No estaba seguro de confiar en ella, ni siquiera de entender el concepto, pero sí sabía que no quería matarla. Quería matar a todos los que había conocido hasta ahora, pero no a ella. Eso tenía que significar algo, ¿no?
Para expresar sus sentimientos contradictorios, hizo libremente por ella lo que otros lo torturarían para que hiciera. Tal vez fuera en un vano intento por conectar, o tal vez para entenderla mejor. No estaba seguro. No lo pensó demasiado.
Sin dejar de tocar el dorso de su suave mano, volvió a cambiar de piel. Esta vez estudió las sutilezas y los matices de la piel de Harrow e igualó su color. Podría haber vuelto a su vacío sin color original, pero por alguna razón no quería que ella lo viera así.
El cambio recorrió su cuerpo, empezando por el punto de contacto de sus manos y extendiéndose por su brazo hasta su torso, hasta que su piel coincidió exactamente con la de ella.
—Dulce Diosa —dijo ella con voz sorprendida, mirándolo con asombro—. Tú… ¿Qué eres?
Él volvió a mirar el letrero.
Ella siguió su mirada.
—Raith… no entiendo… —jadeó—. ¿Wraith? ¿Salizar cree que eres un espectro? Pero eso…
De repente se quedó inmóvil. Tan quieta como si se hubiera transformado en piedra.
Parecía un instinto de supervivencia ilógico, pensó él con frialdad. Si se podía decir que alguna parte de ella se movía, eran sus ojos. Se fueron agrandando hasta convertirse en pequeños círculos que lo miraban con horror.
Un extraño dolor le oprimió el pecho, no muy distinto de lo que sintió al ser golpeado con el bastón de rayo de Salizar. No le gustaba la idea de que ella le tuviera miedo, lo cual era extraño, porque era mucho más fácil protegerse cuando los demás le temían.
Volvió a cambiar su piel al moreno dorado más oscuro, deseando no haberle enseñado su truco. Era una tontería pensar que no huiría de él como todos los demás.
—Eso es ridículo —anunció Harrow de repente, y él observó fascinado cómo sus músculos se relajaban uno por uno y recuperaba la normalidad. El miedo desapareció de sus ojos y se sacudió cualquier vestigio que quedara con un movimiento de la cabeza—. Es imposible que seas un espectro.
Él ladeó la cabeza. «¿Por qué no?», quiso preguntar. «¿Cómo lo sabes?». Pero el sonido de su voz le molestaba, y prefería no hablar a menos que fuera necesario.
Por suerte, ella pareció interpretar su lenguaje corporal.
—Porque, si es que existen, se supone que los espectros son incorpóreos, como los fantasmas, y no pueden ser encarcelados. Son sombras de la muerte, asesinos salvajes que sirven a la reina del fuego. Son monstruos terribles y malvados.
Raith volvió a preguntarse por qué se consideraba automáticamente que los espectros eran malvados, pero también se alegró de que Harrow no pensara que él era uno.
—Entonces, ¿por qué Salizar haría ese letrero? Será obvio para todos que no eres un espectro por el mero hecho de que estés atrapado en esta jaula. A menos que… ¿irá a mentir? ¿Pero cómo convencer a la gente? Yo no creo que parezcas un espectro. Quiero decir, claro, tus ojos son… bueno, son muy inusuales, pero eso no significa…
Un repentino murmullo de voces afuera de la tienda captó su atención. Sus miradas se cruzaron con pánico mutuo por el visitante que se acercaba.
Por tercera vez en su nueva existencia, superó su aversión a hablar y utilizó su voz.
—Vete.
—Pero, ¿y tú?
No iba a ir a ninguna parte: los encantamientos de la jaula estaban bien hechos. No había forma de que pudiera escapar. Harrow parecía entenderlo.
—Volveré. Mañana, después de que el circo cierre por la noche.
Él negó con la cabeza. No era seguro para ella. Su relación con él podía perjudicarla por accidente, y él ya había decidido que no le gustaba la idea de que eso ocurriera.
Las voces eran más fuertes ahora. Señaló la entrada de la tienda, instándola a marcharse.
Ella le dirigió una última mirada y corrió hacia la salida, pero se detuvo de repente al darse cuenta de que era demasiado tarde para salir por ahí. Las voces estaban justo fuera ahora.
—¿Por qué están encendidas las lámparas? —oyó que preguntaba Salizar.
Raith se aferró con tanta fuerza a los barrotes que el acero gimió bajo su fuerza. Su impotencia amenazaba con sumirlo en una ira sin sentido.
Sin embargo, Harrow demostró que podía cuidarse sola. Se dio la vuelta, corrió hacia la pared trasera de la tienda, se tiró al suelo y rodó hacia delante. Con un segundo giro rodó por la parte inferior de la lona en el momento exacto en que la puerta de la tienda se abrió y Salizar entró.
—¿Quién encendió las lámparas? —le preguntó a Raith, que, por supuesto, no dijo nada.
Loren entró corriendo detrás de Salizar, que se giró hacia él.
—¿Dejaste las lámparas encendidas?
—No, señor.
Salizar miró al humano con furia.
—Alguien estuvo aquí. —Transfirió la mirada furiosa hacia Raith—. ¿Quién fue?
Raith solo lo miró fijamente.
—Veo que sigues guardando silencio. —Se acercó a la jaula, blandiendo su bastón de rayos, con un claro brillo de odio hacia su monstruosidad en sus ojos azules. Raith le devolvió la mirada de furia sin miedo al dolor, sin miedo a ninguna herida que pudiera infligirle el bastón.
Salizar habló sin romper el contacto visual.
—Loren, pon un guardia en la tienda por la noche. —Se dio la vuelta para irse—. No tengo tiempo para vigilarlo yo mismo, y… ¿qué demonios es eso?
Posó la mirada en el letrero inacabado. Raith casi se echó a reír.
—¿Señor?
—¿«Raith»? Tiene que ser una broma.
—Señor, yo no…
—Se escribe con W. Wraith. W-R-A-I-T-H.
Loren maldijo en voz baja.
Salizar se pellizcó brevemente el puente de la nariz.
—Haz un nuevo letrero mañana a primera hora. Y por la Diosa, escríbelo correctamente esta vez.
Loren salió de la tienda con una reverencia. Salizar lanzó una mirada a su prisionero y lo siguió sin decir otra palabra.
Harrow se sentó en el suelo y se abrazó a sí misma mientras respiraba con dificultad. Había estado demasiado cerca. Si su jefe la hubiera atrapado fisgoneando… No había sido nada bueno. Pero ahora que había fisgoneado, no había manera de que pudiera olvidar que Raith estaba ahí.
Por Salizar. Se suponía que él era un protector de los elementales, como Malaikah lo veía. ¿Cómo podía tratar así a un inocente?
Bueno, quizá Raith no era inocente. Ella no era tan ingenua. ¿Quién sabía qué tipo de cosas había hecho? Si no se equivocaba, se había inventado su nombre cuando se lo preguntó y no parecía tener más idea que ella de lo que era.
Sin embargo, con toda seguridad no era un espectro.
Nadie conocía el verdadero origen de los espectros, ni si existían. Los rumores sobre ellos iban de lo horrible a lo ridículo. Algunos pensaban que eran espíritus malignos de las lúgubres sombras que la reina Furie había conseguido invocar. Otros decían que en realidad eran dragones míticos que respiraban fuego, mientras que otros afirmaban que no eran más que encantadores ilusionistas o híbridos asesinos. Otros creían que Furie los había creado con magia de Fuego y el odio sin fondo que la consumía desde la muerte de su compañero.
Cualquiera que fuera su origen, Furie había enviado a los espectros a la matanza más infame de la historia conocida. Un genocidio que había aniquilado a todo un grupo de personas prósperas, cuya peor ofensa contra la reina del fuego había sido su conexión con su enemiga y hermana, la reina Darya.
A pesar del nombre que había elegido, Raith no era un espectro. Harrow casi deseaba que hubiera elegido otro nombre, pero de algún modo le quedaba bien, y ahora, cuando pensaba en él, no le producía el mismo temor que la palabra escrita con W.
Tal vez se debiera a la sorpresa espontánea que vio en sus ojos cuando abrió la boca y lo pronunció en voz alta. Como si no se hubiera dado cuenta de que era digno de un nombre hasta ese momento.
Harrow lo había mirado a los ojos y no había visto maldad. Ella era una vidente. Una vidente sabía leer a la gente. Una vidente confiaba en sus instintos. Sus otros instintos, más básicos, le habían dicho alto y claro que estaba en presencia de algo letal, y no era tan tonta como para olvidarlo. Pero el Agua decía otra cosa.
«Importante. Conexión».
¿Por qué? No lo sabía, pero tenía la sensación de que iba a averiguarlo. Ahora que sabía que Raith estaba ahí, de ninguna manera iba a abandonarlo para que fuera parte del cruel plan de Salizar para ganar dinero con su desgracia.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de arrepentimiento. ¿Cómo había podido ser tan inconsciente sobre la verdadera naturaleza de Salizar? Claro que tenía motivos para estar agradecida con él. Como una huérfana elemental hembra, de no ser por él, tal vez habría acabado en un lugar mucho peor, pero aun así debería haber visto la crueldad de la que era capaz.
Harrow esperó hasta escuchar que Salizar se marchaba. Deseaba volver adentro para asegurarse de que Raith estaba bien, pero no se atrevió. Por lo menos, no esa noche.
Nada podría mantenerla alejada al día siguiente.
La insistencia del Agua nunca carecía de razón, y ella tenía la intención de averiguar exactamente qué tenía que ver con ella el misterioso elemental.
La noche siguiente, Harrow se asomó por detrás de la última caravana de la fila, con el estómago revuelto por los nervios. Efectivamente, había un guardia sentado afuera de la tienda. Entrecerró los ojos para ver más claro.
Estaba bastante segura de que era Oli. El híbrido de zorro estaba desplomado en su silla, con la barbilla pegada al pecho, y ella podía oír sus ronquidos desde donde estaba.
Sonrió para sus adentros. Claro que Salizar daba miedo, pero en su circo nadie más era aterrador, y desde luego nadie estaba entrenado para soportar una agotadora guardia nocturna.
No se quejaba. De hecho, eso era exactamente lo que había estado esperando.
Se subió la pesada mochila al hombro, comprobó que no hubiera moros en la costa y salió de su escondite caminando con rapidez hacia la tienda. Aunque le costó reprimir el impulso, no corrió; si alguien la descubría, parecería mucho menos sospechosa si pasaba caminando como si tuviera todo el derecho a estar ahí.
Y así era, se reafirmó a sí misma. El circo era su casa, y Salizar no le había dicho a nadie lo que había escondido en su carpa, así que no había razón para que ella no pudiera dar un paseo a medianoche por los alrededores.
¿Con una bolsa llena de comida en un hombro?
«Como sea». Si la descubrían, encontraría la manera de justificarse.
En lugar de pasar por la entrada principal y arriesgarse a despertar a Oli, se arrastró por el costado más cercano a la carpa principal y se deslizó por el hueco entre las dos tiendas. Desde ahí, se arrodilló, metió la pesada mochila bajo la lona y rodó hasta el interior como había escapado la noche anterior.
Estaba completamente oscuro.
Con el corazón en la garganta, tanteó en la oscuridad hasta que encontró su bolsa de provisiones y aflojó las cuerdas, tanteando el interior hasta que sus dedos encontraron una vela. Después, sacó los cerillos. Encendió uno y una pequeña llama iluminó la tienda.
Raith estaba hincado en la orilla de su jaula, agarrado a los barrotes, mirándola fijamente.
Era obvio que él sabía desde el principio que era ella, y Harrow se preguntó si tendría sentidos agudizados como los híbridos. Quizá viera mejor que ella en la oscuridad o hubiera reconocido su olor.
—Hola —susurró en medio del silencio. El estómago se le retorcía de nervios, pero el Agua seguía susurrándole que él era importante. Que ella tenía que estar ahí. Que tenía que saber más de él.
Fueron esos impulsos los que la empujaron a alzar la bolsa y atravesar la tienda para situarse frente a él, sosteniendo la vela en alto entre los dos. El suelo de la jaula estaba a la altura de su cintura, así que sus ojos quedaban alineados si ella estaba de pie y él hincado. Le daba gusto porque era evidente que él era muy grande. De estar a la misma altura, él sería mucho más alto que ella.
—Hola —volvió a decir, aunque la hizo sentir torpe e incómoda.
Él parpadeó con sus ojos extraños y no dijo nada. Ella no esperaba que lo hiciera. Por alguna razón, no parecía acostumbrado a hablar, y ella se preguntó por qué. Quiso preguntarle, pero no se atrevió.
—¿Tienes hambre? Te traje comida.
Él volvió a parpadear.
—¿Salizar te da de comer? No te está matando de hambre, ¿verdad?
Pero él no respondió nada. Harrow esperaba que eso significara que no. Cambió el peso sobre sus pies. El silencio era, cuando menos, desconcertante, pero trató de no sentirse acobardada.
—Te habría traído un plato de la cena, pero es un poco complicado meterlo en una mochila. Te traje un postre. No es una comida balanceada, pero…
Sin decir nada, dejó la vela y la mochila en el suelo y metió una mano adentro. Después de revolver un poco, sacó unas galletas que había envuelto con cuidado en una servilleta de tela y se las ofreció. La mano le temblaba ligeramente, y era consciente de que, si él quería, podía agarrarla. Podía tomarla del brazo, jalarla contra la jaula y matarla antes de que tuviera tiempo de parpadear.
Pero ella no creía que fuera a hacerlo.
Él inclinó la cabeza y el cabello sedoso le cayó sobre la cara.
—Solo son galletas —le dijo por si se sentía inseguro—. ¿Has comido galletas?
Él negó con la cabeza una vez.
—Bueno, puedes probar una si quieres. A lo mejor te gustan.
Lentamente, soltó una mano de los barrotes y la estiró hacia la suya. No le quitaba los ojos de encima, como si no terminara de confiar en que no fuera a atacarlo. Curioso, porque ella no le quitaba los ojos de encima por la misma razón.
Como resultado, se miraron directamente el uno al otro hasta que se sintió casi demasiado íntimo. Ella tenía el corazón en la garganta y le costaba respirar, pero sus ojos seguían clavados en los de él y no podía apartar la mirada.
Su mano se cerró en torno al paquete de galletas, que llevó a la jaula. Lo desenvolvió con cuidado, con gracia, y estudió las galletas como si nunca hubiera visto algo semejante en su vida y le parecieran absolutamente fascinantes.
A ella se le escapó una risa nerviosa.
—Solo son galletas. No son tan emocionantes.
Dejó el paquete en el suelo y recogió una, levantándola para inspeccionarla más de cerca.
—Prueba una mordida.
Él entornó los ojos y la miró con desconfianza. ¿Creía que envenenaría la comida? Diosa, ¿qué le había pasado? ¿A qué clase de crueldad se había enfrentado para acabar donde estaba? En su interior, Harrow sintió la determinación de demostrarle que eso no era lo único que existía en el mundo.
Como si leyera sus pensamientos, la mirada de desconfianza se desvaneció poco a poco de su rostro.
Y luego dio una mordida.
Harrow se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. Por alguna razón, esperar a ver su reacción por esa tonta galleta era lo más emocionante que le había ocurrido en años. Él masticó, con el ceño fruncido.
Abrió ligeramente los ojos y volvió a mirarla mientras tragaba.
—¿Te gustó? —Estaba fuera de sí. Tenía que saberlo.
Él bajó la mirada hacia la galleta y luego volvió a mirarla a ella.
Y después sonrió.
Su boca se curvó hacia arriba, arrugando sus mejillas. Y sus ojos… La verdadera sonrisa estaba en sus ojos. Las llamas que había en ellos parecieron arder con más fuerza, se arrugaron en las orillas y la dejaron sin aliento una vez más.
Sintió que ella misma sonreía con tanta fuerza que dolía.
—¿Te gustó?
Él asintió.
Ella sonrió con fuerza. Ridículamente.
—A mí también. Son mis favoritas.
Raith tomó otra galleta de la servilleta y se la ofreció.
Ella dejó de sonreír y se quedó mirando su mano extendida mientras la ahogaba la emoción. Él estaba encerrado en una jaula como un animal y, sin embargo, su primer instinto era compartir la galleta con ella. Su sonrisa era tan genuina e inocente que al mirarlo sintió como si un puño le apretara el corazón. ¿Cómo podía Salizar hacerle esto? ¿Cómo podía alguien querer hacerle daño?
Él agitó la galleta, recordándole que la tomara.
Harrow aceptó el regalo y habló con un repentino nudo en la garganta.
—Gracias.
Comieron juntos en silencio, manteniendo todo el tiempo el contacto visual. Ella sentía la piel caliente por la intensidad de su atención, pero no tenía ningún deseo de escapar de ella. Cuando se acabaron las galletas, comieron fruta, panqué, bollos y queso.
Ella se los pasaba primero para que los inspeccionara, y después de que los probara y los considerara dignos, él le devolvía una parte para compartir. No dijo ni una palabra en todo el tiempo. No era necesario. De algún modo, ella le entendía perfectamente.
Cuando se acabó la comida, Harrow sacó un viejo libro de cuentos populares de las videntes y, aunque se sintió tonta y estuvo a punto de acobardarse, le ofreció leerle uno. Él asintió, y ella acabó leyendo la mitad del libro. Se quedó ahí hasta que su vela se consumió y las paredes de la tienda empezaron a volverse de un color gris pálido con la salida del sol, entonces, supo que era hora de irse.
Se levantó del suelo y dio la espalda a la jaula para que Raith pudiera seguir sus movimientos por encima del hombro mientras volvía a meter todo a su mochila.
Después, se giró hacia él y le sonrió.
—¿Te gustaría que te visitara mañana otra vez?
Raith pareció indeciso, y a ella se le encogió un poco el corazón. Creía que había disfrutado su compañía, pero tal vez prefería estar a solas.
Pero después habló.
—No es seguro.
El sonido de su voz hizo que se estremeciera de pies a cabeza.
—No te preocupes por mí. Seré sigilosa y no me atraparán.
Él no dijo nada, y ella decidió que eso significaba que, después de todo, sí había disfrutado su compañía, pero estaba preocupado por su seguridad. El alivio que sintió fue mayor de lo que tal vez debió ser.
—Hasta mañana entonces, Raith. —Sonriendo, se echó la mochila al hombro; ahora era considerablemente más ligera. Era extraño lo mucho que no quería irse.
Él le devolvió la sonrisa y a ella se le aceleró el corazón.
Sin duda alguna volvería al día siguiente.
Raith se sentó en el suelo, apoyado contra los barrotes de la jaula, y observó que Salizar conversaba en voz baja con Loren. Hacía varios días que había terminado el nuevo letrero, esta vez libre de errores, y los dos hombres hablaban ahora del terrible monstruo que describía y de cómo lo obligarían a entretener humanos en los próximos días.
Raith dejó de prestar atención a su conversación, aburrido por sus constantes conspiraciones. En su lugar, se puso a pensar en la mujer que lo visitaba por las noches.
Pensaba mucho en ella.
Visualizó el intenso bronceado de su piel y recordó lo suave que era al tacto. Intentó imaginarse si su espesa cabellera sería sedosa o áspera. Se preguntó si su aroma, la relajante fragancia a lavanda, sería más intenso si lo respirara contra su piel.
Todas las noches, Harrow se escabullía adentro cuando los vigilantes estaban dormidos, le llevaba a Raith comida y postres, y le leía más cuentos. Su favorito era el de un terrible dragón que custodiaba a una princesa en una torre y mataba a todos los hombres que intentaban rescatarla para casarse con ella. Al final del cuento se revelaba que la princesa y el dragón eran en realidad grandes amigos, y ella le daba las gracias por salvarla todos los días de un matrimonio sin amor.
Aunque Raith todavía no se había atrevido a hablar mucho, Harrow conversaba por los dos. Le había hablado sobre su vida en el circo, su amiga Malaikah y todas las cosas que hacían juntas. Ella también le hacía preguntas sobre sí mismo que él no podía responder, pero nunca presionaba ni parecía decepcionada si él permanecía en silencio.
Él ahora vivía para esos encuentros nocturnos y, durante el día, se había sorprendido a sí mismo olvidándose de imaginar el asesinato de Salizar y preguntándose, en cambio, qué estaría haciendo Harrow en ese momento. ¿Leería la fortuna a los clientes del circo? ¿Pasaba tiempo con Malaikah? Estaba desesperado por conocerla mejor, pero no se atrevía a usar su voz para preguntar.
Salizar despidió a Loren y se acercó a Raith.
—El espectáculo de esta noche comenzará en breve, pero antes de irme, tú y yo vamos a tener una conversación.
Una semana antes, Raith ya se habría puesto de pie para gruñirle a su captor. Ahora, simplemente estaba aburrido. No le temía a Salizar ni a su bastón mágico, y estaba harto de estar en una jaula.
Levantó una ceja, sin molestarse siquiera en levantarse.
—Le quedan dos semanas a nuestra temporada en Allegra. Durante la última semana, tu espectáculo estará abierto al público. La gente entrará a tu carpa para ver al espectro. Y hay dos cosas que necesito que hagas para completar nuestro acto.
Raith se limitó a mirarlo con indiferencia.
—Si actúas sin quejarte, será indoloro. Si no lo haces, te obligaré. A mí no me importa qué elijas, y me atrevo a decir que una buena pelea haría las cosas más entretenidas. Como parte de la actuación, espero que muestres tus alas y tu piel de wraith.
Raith frunció la boca. Sobre su cadáver. O, al menos, sobre su cuerpo inconsciente, que quizá sería exactamente lo que iba a ocurrir.
Salizar sonrió un poco, como si también lo supiera.
—Si no actúas de manera voluntaria, como te dije, te obligaré. Tus alas saldrán cuando te golpee en la espalda —alzó el bastón— y tu apariencia se revertirá cuando estés inconsciente. Es bastante fácil de conseguir.
Empezó a pasearse de un lado a otro de la tienda.
—Así es como será. Cuando llegue el momento, te despojarás de tu disfraz y mostrarás a los humanos tu verdadera forma de espectro. Te daré la oportunidad de hacerlo voluntariamente. Si no lo haces, tomaré medidas para que suceda.
Raith comenzó a gruñir desde el fondo de su garganta, el odio hervía su sangre como lava.
—Será humillante para ti. Incluso más humillante que si eliges cooperar.
La postura relajada de Raith se volvió rígida. Lentamente, se desplazó hacia delante hasta quedar agachado en posición de ataque.
Los ojos de Salizar brillaron con igual repugnancia mientras daba un paso al frente con audacia.
—Oh, sé cuánto me odias. Espero que sepas que yo te odio en igual medida. Puedes pensar que yo soy el villano aquí, pero te olvidas de lo más importante. —Dio otro paso—. Yo sé lo que eres.
Raith gruñó con más fuerza, con la boca fruncida y mostrando los dientes.
—Eres una criatura vil, responsable de la peor masacre de la historia conocida. ¿Y qué te impediría hacerlo de nuevo? Si a Furie se le da la gana, harás su voluntad en un santiamén.
El gruñido murió en la garganta de Raith. Salizar realmente creía que él era uno de esos espectros wraiths. Si en realidad eran responsables de un genocidio, no era de extrañar que Harrow los odiara. Esperaba no ser uno de ellos.
—Y ahora, por primera vez, un espectro ha sido capturado. Atrapado en su cuerpo físico. Vulnerable al ataque. Pero eliminarte no es mi lugar. Yo simplemente soy un mensajero.
Salizar retrocedió con brusquedad, con el bastón suelto a su lado.
—¿Puedes culparme por sacar provecho económico mientras tanto? Si voy a hacer tanto esfuerzo en mantenerte, también podría ganar algo de dinero. Dinero que servirá para mantener a otros elementales que han perdido sus hogares y el respeto de los humanos por culpa de la maldita guerra de Furie.
Golpeó los barrotes de acero con el bastón y salieron chispas de la punta.
—Lucha contra mí todo lo que quieras, porque disfruto verte sufrir. Disfruto ser testigo de tu dolor, aunque sé que jamás igualará el dolor que tu especie les infligió a las videntes antes de matarlas a todas.
Y luego, añadió en voz baja:
—A todas menos una.
Raith apenas entendía de qué lo acusaba Salizar, pero parecía que Salizar pensaba que lo sabía perfectamente. No tenía sentido explicárselo ni tratar de razonar con él, y además, sin recuerdos de su pasado, Raith no podía garantizar que no hubiera hecho esas cosas. Por lo menos, la parte sobre estar atrapado en un cuerpo físico parecía ser verdad; recordaba la extraña sensación de confinamiento que había tenido al despertar por primera vez en el desierto.
Quizá Salizar tuviera razón. Si realmente era el monstruo que describía, estaba mejor en una jaula.
Salizar rodeó los barrotes hasta que estuvo a poca distancia. Consumido por pensamientos de culpa que no estaba seguro de que fueran suyos, Raith no se movió. ¿Qué le pasaba que no le importaba defenderse del ataque que sabía que se avecinaba?
—Esto es por Harrow.
¿Qué tenía que ver Harrow? Estaba demasiado sumido en su confusión para moverse cuando Salizar metió el bastón en la jaula.
O tal vez solo no quería.
La punta afilada le apuñaló el pecho y lo azotó un rayo.
Harrow estaba más distraída que nunca. Y para empeorar las cosas, su caravana de adivinación estaba más concurrida que nunca. Horas antes de que se abrieran las puertas de los espectáculos nocturnos, ya había clientes merodeando afuera, en su mayoría mujeres. Todas habían ido a consultar a la psíquica. Una psíquica muy distraída y cansada.
Toda la semana, Harrow se había consumido en pensamientos sobre Raith.
Pensaba en su piel bronceada y su pelo sedoso, en cómo ladeaba la cabeza cuando no le entendía y en cómo había descubierto que era goloso y le encantaba cualquier postre que le llevara.
Pensaba en las veces que lo había hecho sonreír. Pensaba en las pocas veces que lo había oído hablar. Cuando recordaba la intensidad de su mirada, le daba vueltas el estómago y se le aceleraba el corazón, y necesitaba todo su control para no correr a verlo en esos momentos.
Todas las noches visitaba a Raith en vez de dormir, y empezaba a afectarle. Se desconectaba en mitad de las conversaciones y la gente empezaba a preguntarle si se sentía mal.
Esperaba esas visitas con demasiada ilusión como para preocuparse. Las planeaba todo el día, acumulando comida extra que creía que le gustaría, buscando cuentos para leerle e incluso planeando lo que se pondría, por la Diosa. Le preocupaba constantemente que estuviera solo en su jaula, a merced de quien lo encontrara ahí.
Estaba… obsesionada.
Y en ese mismo momento, las lecturas eran lo último que quería hacer. Sin embargo, las hacía de todos modos, como era su deber de vidente. Y sus clientes estaban tan ansiosos y receptivos a sus consejos que empezó a sospechar.
Cuando su sexta clienta consecutiva entró en la caravana, retorciéndose las manos con nerviosismo y mirando ansiosamente a Harrow, empezó a atar cabos. La piel pálida de la mujer y su elegante traje eran muy parecidos a los de otra clienta, a la que había atendido en uno de sus primeros días en Allegra.
La recién llegada se sentó en el borde de la silla.
—¿Cuánto por una lectura?
—Diez piezas.
La mujer ni siquiera pestañeó antes de dejar caer las monedas sobre la mesa.
Después de guardar el dinero, Harrow extendió las manos, indicando a la mujer que colocara las suyas sobre las de ella. Ella les dio la vuelta, estudiando las líneas de sus palmas. Una vidente veía esas líneas como ríos a través de la vista de un pájaro, serpenteando por la tierra hasta fundirse en el gran océano.
—¿Cómo te llamas?
—Brianna, señora.
¿«Señora»? Los humanos adinerados no les ofrecían títulos de respeto a los elementales.
—¿Por qué me consultaste hoy, Brianna?
—Bueno, alguien me contó cómo le ayudó, y esperaba que hiciera lo mismo por mí.
—¿Alguien?
—Mi amiga Rosemary. Le dijo que iba a tener un hijo. Está tan feliz. No ha hablado de otra cosa desde entonces.
Harrow suspiró. Llamar la atención no era inteligente. La mayoría de los humanos que se dedicaban a adivinar el futuro avanzaban a trompicones por ese arte, dando de vez en cuando con una pizca de verdadera intuición. La gente los visitaba para divertirse, quizá con la esperanza de recibir alguna garantía externa de que su vida no era tan insignificante como parecía. No hacían cola frente a su puerta antes del horario de apertura, felices de pagar lo que fuera, receptivos a cualquier consejo que les dieran.
No, solo lo hacían con las videntes. O lo habían hecho.
Harrow no había podido ocultarle a la pobre Rosemary información vital sobre su embarazo. Pero ahora ahí estaban Brianna y todas las demás mujeres de la ciudad, formadas y desesperadas por escuchar la sabiduría de Harrow. ¿Sospecharían lo que era en realidad?
¿Les importaría?
Estas mujeres probablemente fueran las esposas de hombres de negocios ricos y poderosos, un papel nada fácil de desempeñar. Esos hombres esperaban que sus esposas fueran como sombras delicadas, revoloteando detrás de ellos, limpiando sus desastres, ofreciendo sus cuerpos a la conveniencia de sus esposos. Si Harrow podía inyectar un poco de esperanza en el vacío de sus vidas, quizá no les importara quién era ella.
Decidida a confiar en Brianna, barajó las cartas y le hizo una lectura. Le dijo a Brianna que su marido le era infiel y que su hija menor se recuperaría por completo de una enfermedad que padecía en ese momento, y que si Brianna decidía abandonar a su marido, tendría que soportar varios años de privaciones antes de encontrar por fin una nueva vida para ella y sus hijos.
Cuando Brianna se marchó, después de dejar cinco piezas además de las diez que ya había pagado, llegó otra clienta y Harrow también le hizo una lectura. Y luego hizo otra, y otra.
Mientras tanto, no dejaba de pensar en Raith.
Por fin comenzó el acto principal en la carpa central, y Harrow cerró su caravana por esa noche, ansiosa por llegar a tiempo para ver la actuación de Malaikah, el final del espectáculo. Pero primero, había algo que tenía que hacer.
Tomó sus cartas de vidente, revolvió la baraja e imaginó los ojos sobrenaturales del hombre que se estaba convirtiendo en un componente fijo de sus pensamientos. En voz alta, susurró el nombre que él había elegido. Y luego hizo una lectura, aunque él no estuviera ahí para verla.
Hielo. Pantano. Cascada. Río. Océano. Y…
Las profundidades.
Cuando le dio la vuelta a la última carta, pasaron ante sus ojos imágenes de aquel extraño sueño de la otra noche. Cuando se sumergió y sintió que la oscuridad la rodeaba, segura de que había tomado una decisión incorrecta…
No podía negar la conexión. Pero ¿qué significaba? Se quedó mirando sus cartas, intentando encontrarles sentido. Hielo. Cerró los ojos y sintió frío. Vacío, aislamiento. Impotencia. Y dolor. Mucho dolor.
La siguiente carta… Pantano. Esa era difícil. Los pantanos pueden ser lugares ricos de tierra fértil, o pueden ser ciénagas sin vida. En este caso, ella sintió lo segundo. Le vino a la mente la imagen de un campo de batalla, después de que la lucha hubiera concluido y los cadáveres yacieran esparcidos por el suelo. Matanza y caos.
Luego, Cascada. Las cascadas eran lo contrario de los pantanos, llenas de energía y poder, un símbolo de cambio impredecible e incontrolable.
Océano era la carta más poderosa de la baraja. Vasto. Insondable. La fuente de toda vida. A menudo, pero no siempre, benevolente.
Y por último… Las profundidades. Las profundidades silenciosas, donde ninguna luz podía penetrar, donde la quietud era absoluta. Oscuras, silenciosas.
Y aterradoras.
¿Por qué eran aterradoras? Las profundidades nunca le habían dado miedo, aunque no era una carta que sacara a menudo. Sin embargo, después de ese sueño, se sentía diferente.
Por desgracia, no podía hacer por Raith lo que había hecho por las mujeres que la habían visitado ese día. No había visto una simple declaración del destino, nada de «haz esto y no hagas aquello». Para Raith, todo era confuso.
¿Sería porque él no estaba participando en la lectura? ¿O sería por el involucramiento de Harrow? Las videntes jamás podían leer con claridad su propio futuro o el de las personas más cercanas a ellas. Esa era la hipótesis más probable.
Para bien o para mal, el destino de Raith estaba estrechamente ligado al suyo.
Surgieron tantas preguntas que pensó que la cabeza le iba a estallar y no pudo soportarlo más. Apiló las cartas y salió de su tienda a toda prisa. No dejó de apurarse hasta que llegó a la carpa principal y se deslizó por la entrada trasera.
Adentro, el espectáculo estaba en su máximo esplendor, casi literalmente, ya que Malaikah brillaba mientras se balanceaba de un lado a otro en un trapecio muy alto, preparándose para dar el precario salto al siguiente.
Saltó, su cuerpo ágil se arqueó con un aplomo perfecto mientras surcaba el aire para atrapar el siguiente trapecio. Pero, ¡ah! Fingió una caída, se agarró con una mano y se balanceó con una fuerza increíble alrededor del trapecio, sujetándose con una sola palma.
En la cima, se estabilizó y equilibró en una perfecta parada de manos con un solo brazo, separando las piernas. Su cola de pantera giraba a su alrededor, ayudándola a mantener el equilibrio. El público estalló en aplausos.
Harrow sacudió la cabeza con asombro. Malaikah nunca dejaba de impresionarla.
Salizar entró a la pista, blandiendo su puntiagudo bastón, pidiendo aplausos para «La extraordinaria Malaikah, belleza exótica de las tierras del sur», con voz atronadora.
Harrow se estremeció. Tanto ella como Malaikah odiaban esa maldita frase, aunque Mal había aprendido a soportarla a regañadientes a lo largo de los años, incapaz de negar que era eficiente a la hora de animar a los humanos a renunciar a su dinero. Sin embargo, siempre había sido un punto de discordia entre ella y Salizar.
Aunque la salva de monedas que ahora llovía desde las gradas era innegable, para Harrow llamar a Mal de esa manera era degradante para la deslumbrante mujer que había alcanzado un nivel de maestría que pocos lograban, y eso no valía ninguna cantidad de oro.
Sin duda, los híbridos siempre despertarían cierta fascinación en los humanos, pero nacía de la ignorancia. Era evidente que Malaikah tenía un aspecto diferente al del resto del público, con sus orejas de pantera, su cola y sus garras, pero merecía ser celebrada por sus logros y no por su apariencia.
Era un debate viejo, pero ese día algo la hizo pensar en eso de nuevo. No tardó en descubrir qué: Raith. Salizar planeaba hacer lo mismo con Raith, pero peor. Iba a mantenerlo en una jaula como a un animal, haciéndolo pasar por un monstruo terrible cuando no lo era. Era repugnante. En especial porque era precisamente Salizar quien cometía esas atrocidades, un hombre que ella siempre había creído noble por naturaleza, a pesar de su despiadada reputación.
¿Cómo había podido equivocarse tanto con él?
De repente, no pudo permanecer ahí ni un segundo más. No podía ver que la multitud aclamara a la «belleza exótica» que aterrizaba perfectamente de pie y ejecutaba una elegante reverencia ante ellos. No podía mirar la nuca de Salizar, el sombrero de copa que llevaba para disimular las orejas puntiagudas que lo hacían tan «exótico» como el resto de las criaturas de su circo. No podía quedarse ahí pensando en que ella era igual que él por ocultar sus propias orejas bajo un pañuelo todos los días y fingir que era humana.
Sin decir una palabra, abandonó la carpa y se dirigió directamente al único lugar donde quería estar. Se dijo que Salizar estaría ocupado con el espectáculo alrededor de media hora más.
No había forma de que la atrapara.