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1917

Al principio, el niño no me entusiasmó. No era lo que yo esperaba. Pero entendí que constituía un gran acontecimiento.

CHAIM WEIZMANN

MIRADA OPTIMISTA

A primera hora de la fría y húmeda mañana del 9 de diciembre de 1917, dos cocineros del Ejército británico se perdieron mientras buscaban agua en los alrededores de la población de Lifta, con sus viviendas de cubierta plana dispuestas en terrazas de piedra a las afueras de Jerusalén, en el sudoeste. Se encontraron con un grupo de civiles que les indicaron que el gobernador otomano de la ciudad santa estaba dispuesto a rendirse. Los hombres no se sentían a la altura de la tarea y regresaron a su unidad, el Batallón 2/20.º, Regimiento de Londres, parte de las tropas comandadas por el general de división S. F. Mott que avanzaban hacia el norte desde Belén. El destacamento de Mott acababa de vivir horas aciagas. Según consta en el registro de la historia oficial de la campaña palestina:

Las tropas habían pasado una noche espantosa bajo una gélida lluvia torrencial. Unidades enteras de caballos militares habían resbalado por la carretera, coceando y trastabillando en la oscuridad y bloqueando el complicado tránsito por ella. Los camellos caían despatarrados, partidos en cuartos, y hubo que sacarlos de la carretera después de quitarles la carga. Varios de sus jinetes egipcios murieron de frío.

Los siguientes soldados británicos que toparon con la comitiva de rendición, que enarbolaba una bandera blanca atada al palo de una escoba y estaba encabezada por el alcalde árabe de Jerusalén, Salim al-Husseini, fueron los sargentos Frederick Hurcomb y James Sedgewick, del Batallón 2/19.º. Los dos suboficiales no se sentían autorizados para aceptar una carta de subordinación del gobernador, Izzat Pasha. Aun así, según un testigo judío, el alcalde comunicó la noticia verbalmente en un descampado mientras los sargentos intentaban alumbrar sus cigarrillos con cerillas y posaban para un fotógrafo que inmortalizó aquel acontecimiento para la posteridad. En medio de la confusión, en el transcurso de las horas siguientes se produjeron varias rendiciones más, presentadas a oficiales de rango cada vez superior. La ceremonia oficial de capitulación tuvo lugar dos días después con el general Edmund Allenby, comandante en jefe de la Fuerza Expedicionaria Egipcia, justo al atravesar la puerta de Jaffa en la Ciudad Vieja amurallada de Jerusalén.1Afortunadamente, las condiciones climáticas habían mejorado. Lucía un «día glorioso, con un luminoso sol invernal y ni una sola nube en el cielo».2Allenby tenía instrucciones de desmontar y entrar en la ciudad con humildad, a pie. Con fines propagandísticos, se consideraba trascendental marcar un contraste deliberado con la «arrogancia» del emperador alemán Guillermo II, que había atravesado a lomos de un corcel blanco magníficamente engalanado aquella misma puerta con ocasión de su visita en 1898. En Londres, los censores gubernamentales advirtieron a la prensa que evitara insinuar que aquellas operaciones militares representaban en modo alguno una «guerra santa», una nueva cruzada o una lucha entre el cristianismo y el islam.3

La conquista británica de Jerusalén fue el heraldo de una nueva etapa en la historia de Palestina, si bien transcurrirían otros diez meses hasta que el Ejército de Allenby lograra expulsar a los últimos soldados turcos. Soplaban vientos de cambio importantes. El principal de ellos era el fin inminente a cuatro siglos de imperio otomano sobre un territorio que tenía una gran resonancia tanto para musulmanes como para cristianos y judíos, tanto dentro como allende una región en la que el nacionalismo árabe se había ido fraguando mientras los intereses europeos se multiplicaban.

Palestina (Filastin en árabe y Eretz Yisrael en hebreo) debía su nombre a los romanos. Estaba grabada en la conciencia occidental como la Tierra Santa, el lugar del nacimiento, la crucifixión y la resurrección de Cristo, así como la patria bíblica de los judíos dispersados por el mundo. Para el mundo islámico, era la sede de la mezquita Al Aqsa, en Jerusalén, el tercer lugar más sagrado después de La Meca y la Medina, desde donde el profeta Mahoma había ascendido a los cielos. David Lloyd George, el primer ministro británico, de corte liberal, afirmó que Palestina se extendía «desde Dan hasta Beerseba», un recuerdo evocador del Antiguo Testamento que tan bien conocía.4Jerusalén, Nazaret y Belén eran nombres populares; y las cruzadas, Ricardo Corazón de León, Saladino y los sarracenos, referencias familiares.

A escala local, Palestina se concebía, simplemente, como parte de Bilad al-Sham (la Gran Siria), que englobaba, grosso modo, los actuales Siria, Líbano y el Levante Mediterráneo. En tiempos clásicos se había conocido como Jund Filastin (un distrito militar), pero había dejado de ser una unidad administrativa aparte desde que el sultán Selim I derrotó a los gobernantes mamelucos de Siria y Egipto en 1517. Se dividió en sanjacados (distritos) administrados de manera diversa desde las provincias (valiatos) de Damasco y Beirut. En 1872, Jerusalén recibió un estatus superior y quedó bajo el mandato directo de la capital imperial, Estambul.5A finales del periodo otomano, Jerusalén, junto con los sanjacados de Nablus y Acre, formaba la región conocida como Siria Meridional o Palestina. Las principales confesiones cristianas consideraban Palestina una entidad singular.6En árabe solía hacerse referencia a ella como Al-ard Al-Muqaddasah, o Tierra Santa, la designación que emplea el Corán. La designación hebrea Eretz haKodesh tenía exactamente el mismo significado.

Palestina limitaba por el este con el río Jordán y el mar Muerto y por el oeste con el mar Mediterráneo, y, tras el acuerdo entre británicos y otomanos de 1906, por el sur con Egipto por medio de una frontera marcada. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la identidad principal del grueso de su población, musulmanes de lengua árabe, seguía siendo local, con apellidos y uso de dialectos que a menudo revelaban sus orígenes geográficos, además de palestina, aunque no de un modo que exigiera la independencia del sultanato. El «arabismo», en el sentido de una nación árabe unida por una lengua común, era la visión de una reducida élite que en un origen abogaba por la autonomía en el seno del Imperio otomano. Los cristianos estaban influidos por las ideas de nacionalismo y patriotismo que se diseminaban en las escuelas de misioneros. La escasa población judía era mayoritariamente religiosa. La amenaza planteada por el movimiento sionista, que había ido creciendo de manera paulatina desde los primeros asentamientos fundados en la década de 1880, fue otro factor que contribuyó a engendrar una sensación de identidad palestina propia.7

SIN CONSENTIMIENTO

El 2 de noviembre de 1917, cinco semanas antes de que Allenby franqueara la puerta de Jaffa, el Gobierno británico había emitido un documento que tendría un impacto fatídico y duradero en Tierra Santa, Oriente Próximo y el mundo en general. El secretario de Exteriores, lord Balfour, escribió a lord Rothschild, representante de la Organización Sionista Mundial, para informarle de que:

El Gobierno de Su Majestad considera favorable el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y pondrá todo su empeño en facilitar el logro de este objetivo, quedando claramente entendido que no debe hacerse nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de que disfrutan los judíos en cualquier otro país.

Las 67 palabras mecanografiadas en el original [en inglés] de la Declaración Balfour combinaban consideraciones de planificación imperial, propaganda bélica, ecos bíblicos y un marco mental colonialista, así como una evidente simpatía por la idea sionista. Con ellas, tal como comentaría con sorna el escritor Arthur Koestler en su célebre cita que sintetizaba la polémica presente y continuada, «una nación prometía de manera solemne a una segunda nación el país de una tercera».8Lloyd George subrayaba la afinidad por los judíos como su principal motivación. Pero, en el fondo, los cálculos eran políticos; en particular, el deseo de ser más astutos que los franceses en los acuerdos de posguerra en el Levante Mediterráneo9y la intención de usar la ubicación estratégica de Palestina, su «geografía letal», para proteger Egipto, el canal de Suez y la ruta hacia la India.10Otros análisis han hecho un mayor hincapié en la necesidad de movilizar a la opinión pública judía que apoyaba el esfuerzo bélico aliado, por entonces menguante. Según explicó Balfour al gabinete de guerra en su conversación final sobre el tema el 31 de octubre: «Si pudiéramos emitir una declaración favorable a tal ideal [el sionismo], deberíamos ser capaces de desplegar una propaganda sumamente útil tanto en Rusia como en Estados Unidos».11Los historiadores han pasado décadas debatiendo las conexiones y contradicciones entre la promesa pública de Balfour a los sionistas, el pacto secreto Sykes-Picot de 1916 entre Gran Bretaña, Francia y Rusia acerca de las esferas de influencia en Oriente Próximo tras la guerra, y los compromisos en torno a la independencia árabe contraídos por los británicos en 1915 para alentar a Sharif Hussein en La Meca a lanzar su «revuelta en el desierto» contra los turcos. La verdad, sepultada bajo definiciones imprecisas, malentendidos y duplicidades, sigue siendo esquiva.

Aun así, la opinión árabe sobre la conducta de los británicos fue desde buen principio contundente. En Palestina se recibió con conmoción y consternación ya a principios de 1918. La Declaración Balfour, defendía George Antonius, autor de la influyente obra The Arab Awakening, traicionaba el acuerdo previo entre Sharif Hussein y sir Henry McMahon, el alto comisionado británico en Egipto. Y este, a su vez, entraba en contradicción con el pacto Sykes-Picot, en función del cual gran parte de Palestina quedaría sujeta a la administración internacional. La promesa de Gran Bretaña, escribió Antonius en 1938, «carece de validez real, en parte porque previamente se había comprometido a reconocer la independencia árabe en Palestina y en parte porque comporta una obligación que no puede cumplir sin el consentimiento de los árabes».12Mientras que el primer punto, que acostumbra resumirse como «la tierra doblemente prometida», era cuestionable, el segundo no. Los árabes y los palestinos no habían dado su consentimiento y tenían la sensación de que los habían embaucado y estafado.

Chaim Weizmann, el carismático químico ruso de nacimiento y anglófilo que lideró el movimiento sionista en 1917, recibió con alegría el resultado de las deliberaciones del gabinete de guerra, aunque sin alborozo, pues no era «tan» favorable como esperaba. «Es un niño», le dijeron el 2 de noviembre, una semana antes de publicarse la declaración en el JewishChronicle, el órgano del judaísmo anglosajón (pese a que la noticia quedó eclipsada por el anuncio de la Revolución bolchevique en Rusia.) «Al principio, el niño no me entusiasmó. No era lo que yo esperaba. Pero entendí que constituía un gran acontecimiento», recordaba Weizmann.13El país más poderoso del mundo se había comprometido de manera formal y pública con la causa sionista. Era un «hito imponente» en la breve historia del movimiento, transcurridos apenas veinte años desde la celebración del primer Congreso Sionista.14Ciertamente, la expresión hogar nacional era imprecisa, sobre todo sin el artículo definido, y quedaba lejos del anhelo de la mención a un «Estado» judío. Además, «facilitar» no reflejaba un compromiso vinculante y la expresión «todo nuestro empeño» se antojaba una bagatela nebulosa. No obstante, la declaración reconocía de manera clara los derechos «nacionales» de los judíos en Palestina. El objetivo de la declaración era, en palabras de Nahum Sokolow, colega de Weizmann, «servir de aprobación general de los objetivos sionistas, de una manera sucinta y lo más significativa posible».15El detalle de su implementación llegaría después.

La promesa de Balfour contenía algo que sonaba a una condición importante: «no debe hacerse nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina», que a la sazón constituían el 90 por ciento de la población del territorio. Cabe destacar que a los judíos se los definía como «pueblo», mientras que a los demás, a quienes ni siquiera se identificaba, se los llamaba «comunidades». Aquella formulación extraordinaria sigue reverberando décadas después y explica por qué un siglo más tarde los árabes siguen recordando a Balfour como el arquitecto de la perfidia y el desastre.16Por motivos diametralmente opuestos, los sionistas veneran su memoria; la calle Balfour en Jerusalén acoge aún la residencia oficial del primer ministro israelí. Dicha condición se había insertado en el texto para apaciguar las contundentes objeciones planteadas por lord Curzon, antiguo virrey británico de la India y, como lord presidente del consejo, una figura influyente en el gabinete de guerra. Curzon, reflejando las percepciones coetáneas acerca del mapa y la identidad de la región, se había referido a los «árabes sirios» que habían «ocupado [Palestina] durante la mayor parte de 1.500 años» y había preguntado qué sería de ellos. «No aceptarán que les expropien sus tierras para entregárselas a inmigrantes judíos ni servirles como meros leñadores y acarreadores de agua», predijo, aludiendo a otra referencia bíblica por entonces común.17

La segunda reserva de la declaración, concerniente a los derechos de los judíos en otros países, respondía a la oposición de Edwin Montagu, secretario de Estado de la India, pese a que no formaba parte del gabinete de guerra. Montagu era un gerifalte judío que temía que una expresión oficial de simpatía por el sionismo en realidad enmascarara prejuicios antisemitas y socavara la posición que tanto les había costado ganarse a los judíos británicos y sus correligionarios en el resto del mundo. La inclusión de aquella salvedad, sin embargo, no debilitó su vehemente oposición, de la misma manera que las palabras acerca de las «comunidades no judías» no apaciguaron los temores de los árabes. Con el tiempo, la percepción del sionismo entre los judíos cambiaría de manera significativa, mientras que, entre los árabes, en su inmensa mayoría, no lo hizo.

LA SEÑAL DE UN DESTINO

La captura de Jerusalén marcó el inicio del fin de tres funestos años de sufrimiento para Palestina. En septiembre de 1914 se habían desplegado refuerzos otomanos bajo el mando de Cemal Bajá, gobernador de Siria. El reclutamiento obligatorio se cobró un alto precio, sobre todo en la población árabe, que rondaba los 700.000 habitantes. La comida, los animales y el combustible escaseaban a causa de las confiscaciones del Ejército turco. «Los ingresos procedentes de piadosos y curiosos» habían cesado. «Las raciones del hambre» eran la norma.18La enfermedad y las privaciones estaban generalizadas. En 1915, una mala cosecha y una devastadora plaga de langosta agravaron el impacto del bloqueo naval aliado a los puertos palestinos y sirios. La población judía, unos 159.000 habitantes en vísperas de la guerra, quedó esquilmada a resultas de la emigración y la deportación de enemigos nacionales, sobre todo rusos, miles de los cuales se enviaron en barco a Alejandría. Algunos adoptaron la ciudadanía otomana, a pesar de que ello comportaba realizar el servicio militar obligatorio. Se encarceló a las principales autoridades sionistas. En Jerusalén, al igual que en Damasco y Beirut, se ahorcó a nacionalistas árabes. Los turcos también ejecutaron a dos miembros de la red de espionaje judía Nili que ayudaron a los servicios de inteligencia británicos a anticiparse a los movimientos de las tropas enemigas. «Tres años de guerra han dejado Palestina en unas condiciones deplorables», informaba un estadounidense residente en Jerusalén. Las calles estaban llenas de mendigos, los comedores sociales alimentaban a los hambrientos y proliferó la prostitución. Las poblaciones quedaron asoladas por los «reclutamientos militares, el cólera, el tifus y las fiebres recurrentes».19El salario mensual de un soldado otomano era de 85 piastras, apenas suficiente para comprar tabaco, que se convirtió en un artículo básico para la supervivencia.20

En un principio, la Fuerza Expedicionaria Egipcia había protegido el canal de Suez de los turcos. Su primer asalto en Gaza, en marzo de 1917, marcó el inicio de una invasión aliada en territorio enemigo. En abril se ordenó a todas las poblaciones civiles de Jaffa y Tel Aviv que abandonaran sus hogares «por su propia seguridad». Beerseba y luego Gaza cayeron tras intensos enfrentamientos a finales de octubre y principios de noviembre. Jaffa lo hizo el 16 de noviembre. Las tropas australianas que entraron en Tel Aviv gritaban «¡Europa, Europa!». Aquellas victorias allanaron el camino para el avance hacia Jerusalén.

A finales de 1917, el sino de Palestina seguía siendo un enigma, «si bien la Declaración Balfour reducía las probabilidades de su incorporación a una supuesta Siria francesa»,21según escribió tiempo después Ronald Storrs, primer gobernador militar de Jerusalén. El diario liberal The Manchester Guardian, partidario entusiasta de la causa sionista, ensalzó la declaración como «la consecución de una aspiración, la señal de un destino». Sin un hogar nacional, los judíos nunca tendrían seguridad, argumentaba el editor, C. P. Scott, citando un caso reciente de la fatídica vulnerabilidad de otra minoría en territorio musulmán. «El ejemplo de Armenia y el diezmo de una población que multiplica por cincuenta la de las colonias judías en Palestina fue una terrible advertencia de lo que puede aguardar a estas últimas.» Scott no apreciaba contradicción entre la promesa central de la declaración y los derechos de los árabes autóctonos del país, un planteamiento que reflejaba la opinión generalizada de Occidente a la sazón. «La población árabe de Palestina es exigua y se halla en una fase preliminar de civilización —escribió—. No alberga en su seno ningún elemento de progreso, pero tiene sus derechos y deben respetarse escrupulosamente.» En la misma línea, Balfour le dijo a Curzon en 1919 que «el sionismo, acierte o se equivoque, arraiga en una tradición ancestral, en las necesidades presentes y en unas esperanzas futuras de una importancia mucho más profunda que los deseos y perjuicios de los 700.000 árabes que hoy habitan esa tierra ancestral».22Esta muestra de parcialidad, de una franqueza palmaria y expresada con «olímpico desdén», en palabras de un destacado historiador palestino,23seguiría suscitando la ira árabe tras un siglo turbulento.